Música para mis Oídos [Noah]

La joven se sentía algo nerviosa. Bueno, la verdad era que estaba muy nerviosa.

La presentación del concierto de Romeo y Julieta dependía en gran parte de ella. El mismo Sergei Prokofiev- más bien el Camarada Prokofiev- la había elegido entre muchos para una pequeña interpretación de piano en aquella obra. También le habían pedido que tocara el violín, instrumento que sabía tocar, pero de manera mediocre. Y, con su personalidad tímida, no pudo decir “no”.

En eso pensaba Larisa, mientras ponía las partituras de lo que debía tocar en aquel piano que tanto amaba. Romeo y Julieta. No era su historia de amor favorita. De hecho, ninguna de las historias románticas que la música interpretaba le gustaban. El Lago de los Cisnes de Tchaikovsky, por ejemplo. El cisne Blanco se enamora de un hombre, va el Cisne Negro y se lo quita y el Cisne Blanco se suicida. O también Aída, de Verdi. Allí ambos amantes mueren juntos, enterrados vivos. ¡Y qué decir de Tanhauser, de Wagner!

El romance en la música era demasiado trágico, demasiado oscuro. Prefería las obras más alegres, más vivas, pero a todos parecían aburrirles. Tuvo que renunciar y tocar cosas que en verdad no le gustaban. En aquellos días, en la Rusia Soviética, todo valía con tal de tener algo de pan. Todos trabajaban, por muy nobles que hayan sido antes. Y todo trabajo era aceptable, hasta el de porquerizo. Por así decirlo, Larisa había tenido suerte de contar con el talento que tenía, para ayudar a mantener a su gran familia.

La gran guerra los había dejado bastante mal. Sus dos hermanos mayores habían acudido a pelear. Sólo uno volvió. El otro llegó con una pierna inutilizada. Su madre y su hermana menor habían sido presa de los abusos de los camaradas. Ella se había salvado sólo porque sabía tocar el piano, y un camarada del partido la había adoptado por mientras, la había entrenado para ser una representante más de la música de los Rusos. La usarían para demostrar que la Unión Soviética era mejor que aquellos capitalistas que ella no podía odiar.

Pero de qué servía pensar en eso ahora. Prefirió no hacerle caso a sus pensamientos y ponerse a practicar. Tenía una pieza que tocar, enfrente de los Parisinos, y no podía defraudar al camarada Prokofiev, que tanta fe había puesto en ella. Repasó las notas más importantes, y con un asentimiento de cabeza, comenzó a tocar la Danza de los Caballeros, una de sus favoritas en aquel ballet de locos. Una danza de hipocresía, que llamaba al destino a hacer su trabajo.

Sabía que ella me había estado mirando desde hacía un buen rato, volviendo rápidamente la mirada hacia otro punto de la habitación en cuanto mis ojos hacían el amago de cruzarse con los suyos. No podía negar que me halagaba profundamente conseguir la atención de las muchachas de mi edad, aunque realmente no estuviese interesado en ninguna.

"Noah, deja de perder el tiempo, que ese suelo no va a fragarse solo"

Fruncí levemente el ceño. Me había perdido en mis pensamientos, apoyándome en el palo de la fregona con el codo mientras que miraba Dios sabe el qué. Sin molestarme en ocultar mi expresión de fastidio, ignoré las palabras de mi jefe haciendo un pequeño gesto con la mano y volví a centrarme en mi trabajo.
La muchacha que me había estado mirando soltó una pequeña risita, entrando de nuevo en su camerino para seguir con las pruebas de vestuario.

Nunca habíamos sido una familia demasiado adinerada, pero desde el fallecimiento de mi padre durante la Segunda Guerra Mundial las cosas solo habían ido a peor.
Aunque bueno, ser el friegasuelos de un teatro en París tampoco estaba tan mal. Las condiciones de trabajo no eran las mejores, pero el sueldo era más que suficiente para mantenernos a mi madre y a mí y por ser parte del personal del teatro me daba opción a ver las funciones que quisiese completamente gratis.

Me remangué las mangas de la camisa hasta los codos y me apresuré en terminar la zona de los camerinos. Después de eso, y tras bailotear con el palo de la fregona, cogí el cubo de agua y me dirigí al escenario, entrando por la parte de atrás. Desde bastidores se podía ver el patio de butacas, ahora mismo vacío, pero que en unas horas estaría a reventar. Como cada noche.
De nuevo, la fregona se convirtió en mi mejor aliada mientras que la melodía de una canción que había escuchado últimamente en la radio escapaba de mi garganta en forma de pequeños murmullos.

Fue entonces cuando el sonido de unas notas en completa armonía captó mi atención. Al asomarme por primera vez no me había percatado de que había alguien en el escenario en ese momento. Sin embargo, al asomarme de nuevo, pude ver que, efectivamente, una muchacha estaba sentada en el piano, haciendo que las teclas hiciesen su magia bajo el suave toque de sus dedos.
A sabiendas que de ser atrapado volvería a llevarme una nueva regañina, volví a apoyarme en el palo de la fregona, tomandome unos instantes para observar y escuchar a la joven pianista. De lo que no me había dado cuenta era de que no había sacado mi instrumento de limpieza del cubo, por lo que al apoyar todo mi peso sobre el palo el cubo cedió, derramando de manera estrepitosa todo el agua por el escenario, al tiempo que la fregona caía al suelo montando un gran estruendo.

¡Ups!

Al escuchar el ruido de algo caer al piso, la joven se sobresaltó, dejando escapar un par de sonidos desafinados, y se levantó bruscamente. ¿Había alguien en el teatro a esa hora? A la vez que se escondía tras su piano, buscó con la mirada al intruso, temerosa de algún insulto o maltrato. Sabía que en Francia los comunistas no eran demasiado bien vistos. El Camarada que la había adoptado se lo había dicho. Repasó mentalmente sus palabras a la vez que seguía rastreando el lugar.

Ten cuidado, Larisa. Los capitalistas siempre nos miran a mal. Posiblemente lleguen a insultarte o algo parecido. Lo único que tienes que hacer es tocar e irte. Nada de salir.

Tenía miedo de decir algo que delatara su lugar de origen, miedo de hablar incluso. El francés no era su fuerte, y siempre hablaba con acento, aunque trataba de evitarlo a toda costa. ¿Qué iba a hacer si venían a dañarla? No podía defenderse. No tenía la fuerza suficiente como para dar siquiera un buen puñetazo. Lo único que podía hacer era rezar.

Dirigió su mirada temerosa hacia atrás del escenario, y vio a quien había estado buscando. Aunque con el nerviosismo no le tomó atención al rostro, no se le escapó el detalle de que a su lado había un par de instrumentos de limpieza. Allí fue cuando entendió todo.

Bozhe Moy, Larisa, es sólo un friegasuelos. Es obvio que esté a esta hora limpiando. Tú eres la que se queda más de la cuenta para practicar. Cálmate y siéntate.

Pero su cuerpo no siguió el consejo de su razón. En vez de calmarse y sentarse, se escondió más tras el piano y habló.

-¿Quién es y qué hace aquí a esta hora? ¿No le habían dicho que este lugar estaba ocupado?

Ya estaba hecho. Al hablar, había delatado sus orígenes. Si querían dañarla, no había vuelta atrás.

En cuestión de segundos salieron de mis labios tantas maldiciones que habría sido capaz de hacer sonrojar a un marinero.
Vale que aún no había limpiado el suelo del escenario, pero aún así no me hacía ni pizca de gracia el tener que recoger todo el agua derramada. Un gruñido casi animal salió de lo más profundo de mi pecho. ¿Cómo podía ser tan torpe? Para nada era un novato en esta tarea y no podía creerme que una muchacha tocando el piano me hubiese distraído de tal manera hasta el punto de armar semejante zafarrancho.

Hablando de la pianista.

Levanté la mirada al escuchar su voz, cargada de un potentísimo acento ruso, totalmente inconfundible. Sin embargo, podría haber jurado que era el piano el que me había hablado, ya que la joven se había escondido por completo detrás del instrumento.
Cogí la fregona de nuevo entre mis manos, asegurándome de que el dichoso objeto no se me volviera a escapar en un descuido.

—Solo había venido a limpiar el suelo, madame, no sabía que aún quedaba alguien ensayando—respondí, imitando en cierta manera el tono a la defensiva que ella había utilizado conmigo. Di un par de pasos hacia adelante y hacia a la izquierda, de manera que el piano me quedase algo más en diagonal y me permitiese ver a la persona que se ocultaba tras él. Levanté el brazo en el que llevaba la fregona, agitando levemente el objeto como queriendo decir ¿lo ves?—Deme cinco minutos para arreglar esta chapuza y prometo dejarla tranquila—añadí con un tono de voz algo más jovial mientras que me daba la vuelta y comenzaba a fregar el charco.

Ocasionalmente no podía evitar mirarla de reojo con curiosidad, ya que desde hacía varios años no era muy habitual ver a gente de su país en Francia, debido a las fuertes tensiones políticas. Por suerte o por desgracia, la política me importaba más bien poco.

Aún con desconfianza, Larisa salió de su escondite, suspirando de alivio. Al parecer no quería dañarla. Sabía que los Comunistas usualmente se enfrentaban al odio de la gente cuando viajaban a otros países, pero en este caso no le habían hecho nada. Después de un rato tuvo la suficiente seguridad para volver a sentarse en el piano. Aunque no tenía la misma disposición de ánimo para tocar. Sólo esperaba no defraudar al Camarada Prokofiev en la presentación.

-Lo siento, sólo estoy un poco nerviosa. Es la primera vez que salgo de la.. esto… Zona de Influencia Soviética- le gustaba más ese eufemismo. No era muy lindo ver la cara de la gente cuando alguien pronunciaba “Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”-. De hecho, es la primera vez que toco en un teatro.

Aún no entendía cómo era que Sergei Prokofiev la había elegido precisamente a ella, siendo que en su país natal había pianistas mucho más experimentados. Quizá porque el Camarada Oblonsky, su patrocinador, era uno de sus buenos amigos. O quizá porque no podía disponer de ningún otro. La cosa era que la joven estaba sentada allí, esperando no hacer el ridículo en su primera presentación.

-¿No necesitas ayuda?- la pregunta salió de pronto de sus labios, al ver al joven tan atareado como estaba, limpiando el desastre que el mismo había dejado-. Si me consigues otra fregona puedo ayudarte, si quieres. Aún me queda tiempo para practicar y no me molesta limpiar tampoco.

De hecho, le gustaba la idea. Le traía recuerdos más tranquilizadores y felices, cuando la guerra aún no comenzaba y, mientras el resto de su familia trabajaba, ella y su hermana menor se encargaban de limpiar la casa. Mientras Bea fregaba los platos, ella barría y limpiaba el piso. Eran tiempos felices.

Tiempos sin Hitler, o sin Stalin.

En un principio había comenzado mi tarea de una manera descuidada y rápida, deseando acabar lo antes posible para desaparecer del escenario. Sin embargo, cuando ella comenzó a hablarme, empecé a tomármelo con más calma, moviendo la fregona de un lado a otro y escurriendo el agua de nuevo en el interior del cubo cuando el trapo se empapaba lo suficiente.

—Sin problemas, madame—respondí, tratando de quitarle importancia al asunto. Puede que no hubiésemos empezado con buen pie, pero yo no tenía inconveniente alguno con rectificar y fingir que no había pasado nada—Los nervios son buenos, mantienen la adrenalina alta y aseguran la magia en una actuación. En su justa medida, por supuesto—añadí las últimas palabras con tono divertido, deteniendome durante unos instantes en mi tarea—Aunque bueno, yo solo soy el chico que friega el suelo.

Me encogí de hombros y continué recogiendo el agua en silencio. Al parecer mi intromisión había desconcentrado a la muchacha por completo, ya que el piano no volvió a sonar. Después de unos minutos su voz volvió a captar mi atención.

—No creo que merezca la pena que arriesgues tus manos clavándote una astilla o algo así, aunque si insistes, hay otra fregona ahí detrás—indiqué, señalando con el dedo. Había hecho muchas cosas curiosas a lo largo de mi vida, aunque definitivamente, fregar un escenario con una pianista se llevaba el primer premio—Me llamo Noah, por cierto—me presenté una vez que ella se hubo acercado más a mí. Me sequé la palma de la mano en la camisa, mojada por culpa del agua derramada, y la extendí en su dirección a modo de saludo, mientras que una sonrisa amable se dibujaba en mi rostro.

-Larisa, un gusto.

Le estrechó la mano sin importarle si estuviera sucia o mojada. Posiblemente era la única pianista del globo a la que le importaban un reverendo pepino sus manos. Tomó la fregona e inmediatamente se sintió mucho mejor. El limpiar siempre le sentaba bien, y la tranquilizaba. Comenzó a fregar con energía, esperando que con esto el nerviosismo pasara.

La chica miró de reojo a su acompañante. Comparándola con la gente con la que solía encontrarse en la Unión Soviética, Noah era bastante bajo. Estaba acostumbrada a alturas que superaban el metro ochenta, y a cabezas rubias y ojos claros. A veces era un alivio mirar a alguien diferente, relativamente opuesto a la uniformidad de su tierra. La hacía sentir un poco más esperanzada. No todos debían ser iguales.

-No molesto, ¿verdad?- preguntó a la vez que limpiaba alrededor del piano-. Si lo hago, sólo dime y yo me iré. Mi intención no es causarte problemas.

Temía que estuviera molestando con su presencia. Se supone que no debería haber nadie a esa hora. Todos deberían estar preparándose para la noche, incluyéndola. Lamentablemente, su ansiedad la había hecho quedarse más de la cuenta para practicar. Se supone que era uno de los pilares de la presentación… ¡Y estaba fregando el piso! Si el Camarada Prokofiev se enteraba… bueno, probablemente no hubiera dicho nada. El Camarada Oblonsky hubiera puesto el grito en el cielo, sin duda.

Suspiró mientras terminaba el espacio alrededor del piano y seguía hacia más al fondo. Ya se había ensuciado la falda, pero no importaba. Luego tendría que ponerse un vestido suntuosamente incómodo. Prefería la familiar sensación del algodón mojado al tacto del satén y la gasa.

Habíamos empezado mal para, a partir de ahí, ir desplazándonos hacia una zona más cordial. Viéndola fregar a mi lado como si nada solo sirvió para que se terminase de ganar mi simpatía. Sonreí suavemente.
Hasta el día de hoy me había parecido impensable que alguna de las estiradas que solían actuar en este escenario quisieran colaborar en algo tan mundano como la higiene del mismo, y sin embargo, aquí estaba la pequeña rusa, trabajando como la que más.

—Creeme cuando te digo que el problema lo tendré si mi jefe viene y ve el escenario hecho un desastre—comenté con cierto humor—Así que debo darte las gracias por salvarme el pescuezo. Te debo una.

Cuando observé que el trapo de la fregona de Larisa estaba lo suficientemente empapado le hice una señal para que me lo entregase, no queriendo que se manchase las manos con el agua sucia al tener que escurrirlo. Poco a poco el charco fue desapareciendo, dejando paso a un suelo simplemente húmedo.
Al caer nuevamente en silencio no pude evitar canturrear de nuevo la misma canción que había tarareado minutos atrás, antes de derramar el agua.

—Y dime, ¿qué te ha traído desde tan lejos para acabar en este lugar?—pregunté con verdadera curiosidad. ¿Estaría frente a alguna celebridad famosa y no me habría dado cuenta? No me habría extrañado, la verdad, ya que en ocasiones era como si viviese en mi propio mundo.

Además de eso, sentía que era mi obligación saber algo más sobre ella, darle algo de conversación, para que por lo menos el rato que estuviesemos juntos se le hiciese ameno. Una manera algo rudimentaria de agradecerle su ayuda.

-Me ha traído el Camara- digo, Sergei Prokofiev- estuvo a punto de escapársele el “Camarada”. Aunque no podían culparla. Había nacido en una época en la cual ya todos se llamaban así. Era algo mecánico-. No sé cómo pasó, pero me eligió para que tocara el piano, y siendo quien es, no pude negarme.

Sergei Prokofiev. Uno de los tres “Titanes” de la Unión Soviética, junto con Aram Khachaturian y Dmitri Shostákovich. Para Larisa, era la oportunidad más importante de su vida. Aprender de un verdadero maestro como Prokofiev era algo con lo que muy pocos podían soñar. Y para ella, había sido una opción impensable, hasta que un día éste la escuchó tocar, en la casa del Camarada Oblonsky. Sin pensarlo dos veces, se la trajo consigo a París. Cuando Larisa le preguntó por qué ella entre muchos otros, el compositor sólo respondió “Eres única”.

Y que alguien como Prokofiev dijera eso significaba que realmente era buena.

-Supongo que es una buena oportunidad. No todos tenemos la suerte de viajar al extranjero, especialmente si el Camarada Stalin controla todos y cada uno de tus pasos. Fue un verdadero milagro que nos dejaran salir, especialmente con la situación en la que está el maestro Prokofiev.

A la chica se le escapó el nombre de Stalin con expreso desagrado. Iosif Stalin, Presidente del Partido, no le inspiraba ninguna confianza. Había nacido en su mandato, y el ver la cantidad de asesinatos que cometía en nombre del Comunismo no hacía nada más que enfadarla. Y ahora que Prokofiev estaba en su mira, más enfadada estaba. Habían catalogado su música- al igual que la de los otros dos “titanes”- como “antirrevolucionaria” y “burguesa”. Estaban comenzando a censurarlo en Rusia y toda la unión. Y Larisa no entendía cuál poder le daba el derecho de vetar música.

-Lo siento. No debería de hablar sobre problemas políticos. ¿Cómo es que llegaste a trabajar en el teatro?- trató de desviar la conversación a un derrotero más amigable. No era nada prudente hablar así de Stalin con un extranjero. Sus padres le habían inculcado bien el miedo a la MGB*, la policía secreta.

Spoiler:

Vaya. Teniendo en cuenta que lo más lejos que había viajado en toda mi vida eran un par de ciudades dentro de la misma Francia, todo lo que Larisa pudiera contarme me parecía completamente alucinante. Era algo que había anhelado desde niño y que a medida que pasaban los años veía más y más difícil de conseguir. Ver mundo.

—Creo que voy a pedirte un autógrafo. Así cuando te hagas famosa tendré entre mis manos un objeto de valor incalculable con el que chantajear a tus docenas de admiradores histéricos—bromeé, aunque para nada era una idea descabellada. Apenas había podido escucharla tocar, pero solo con eso podía afirmar rotundamente que tenía un talento desbordante.
Aunque no tuviese ningún tipo de estudio musical, mis años trabajando aquí me habían recompensado con una experiencia como crítico bastante aceptable. Y no solía equivocarme en mis apreciaciones.

En cierta manera no pude evitar sentir algo de culpa ante mi desconocimiento sobre la situación en su país de origen. Ya fuese por mi falta de interés en el tema, o bien porque a los dirigentes franceses no les interesaba que el pueblo supiese demasiado, lo cierto era que muchas de las cosas que ella decía me eran totalmente novedosas.
Por esa misma razón, no pude evitar sentir un gran alivio cuando el tema de conversación cambió por completo de sentido. Lo último que me apatecía en este momento es que la bella joven se diese cuenta de que, además de un don nadie, era un ignorante.

—Tranquila, siempre es de agradecer escuchar otros puntos de vista fuera de la rutina diaria—de nuevo, si Larisa estaba esperando un juicio por mí parte, se había equivocado de persona. Me centré de nuevo en el suelo, fregándolo con movimientos amplios y circulares, intentando que no se quedasen marcas del agua al secarse—Mi vida no es tan intensa como la tuya, me temo. Simplemente necesitaba un trabajo para poder mantener a mi familia, vi un anuncio en la oficina de correos y me dieron el puesto. Y bueno, aquí me tienes.

Levanté la mirada durante unos instantes, dedicándole un pequeña sonrisa tranquilizadora. No era lo mejor del mundo, pero me gustaba mi trabajo, sobre todo por la cantidad de cosas curiosas que me permitía presenciar.

La chica sonrió. Tan simple como encontrar trabajo en la Oficina de Correos. Aunque fuera de toda la sencillez del asunto, era una suerte. Ver todas esas presentaciones todas las noches… Ravel, Stravinsky , los mismos Titanes… Era algo con lo que la chica soñaba. En Rusia ya no se veían demasiado esas cosas. La vida era simple, muy simple. Al final, con Stalin, todo se reducía a trabajo. “Cultura” era algo que no se veía a menudo, aún con todas esas escuelas de música que proliferaban en Moscú.

-Debe ser divertido. Todos esos músicos… ¿No tienes uno preferido?- preguntó, de pronto. Con todas esas muestras de música a la semana, posiblemente tenía uno, ¿no?- Espero que el maestro no me escuche, pero la verdad no me gusta demasiado Romeo y Julieta. Demasiada tristeza para ser interpretada.

Miró el piano con culpa. Y allí estaba, tocando una pieza que no le agradaba, y que además era de la creación de su propio patrocinador. Una sonrisa de disculpa se formó en sus labios, dirigida a las partituras. Lamentablemente para Sergei Prokofiev, a Larisa parecía gustarle más la música de su colega Khachaturian. Lo había escuchado una sola vez, una pieza en particular. Y las notas la habían golpeado tanto que prácticamente se había enamorado de su estilo. Soñaba con tocar algo de su puño y letra, algún día. Y con esto, las puertas se le abrían de manera rápida.

-La música debería ser alegre, no relatar tragedias. Pero los compositores están enamorados del drama, y se lo entregan a la gente para que se alimente con él. ¿Por qué no pueden ser más positivos?- dijo, más para sí misma que para su acompañante. Faltaba tanta alegría en aquel mundo golpeado por la guerra, por el odio, ¡Y ellos componían dramas!

Escuche sus palabras con una pequeña sonrisa dibujada en mi rostro. No porque me causase diversión lo que ella decía, si no porque me fascinaba observar la gran intensidad que se hacía dueña de su cuerpo cuando hablaba de música.

Por otro lado, no podía estar más de acuerdo con su crítica. ¿Qué placer había en pagar por ver una obra que te hiciese recordar lo cruel que podía ser la vida? Me encantaba ver a las pequeñas bailarinas del Lago de los Cisnes dar saltos y hacer figuras casi inhumanas al ritmo de la música, siempre brillantemente interpretada por la orquesta. Sin embargo, ¿qué placer había en comprobar que, después de todo lo sufrido, Odette seguía muriendo y sufriendo por el amor de Sigfrido? Era desmoralizante.

—Por eso mismo es por lo que prefiero escuchar cosas algo más actuales, que hablen del amor de una manera positiva—comenté mientras que le guiñaba un ojo. Utilizando la fregona durante unos segundos como improvisada compañera de baile, di un par de vueltas sobre mis propios pies, girando sobre las puntas—Frank Sinatra. Ultimamente ponen sus canciones constantemente en la radio. Y aunque desde luego no es comparable a ninguno de los clásicos, sus canciones son más alegres.

El asunto del charco ya estaba prácticamente resuelto, ya solo quedaba que el propio aire del ambiente y el calor hiciesen su trabajo para terminar de secar la superficie. Salvado.

—Creo que sería un buen espectáculo, tocar canciones actuales con una orquesta digna de un gran ballet—añadí. Acercándome hasta el piano, toqué un par de notas de manera bastante aceptable. Después volví a mirar a Larisa con una pequeña sonrisa—O bien interpretadas por la pianista rusa de moda.

La chica le dirigió una pequeña sonrisa, aunque por dentro lamentaba realmente ser Rusa. Conocía muy bien el nombre de Frank Sinatra, pero en su vida había escuchado alguna canción suya. En la Unión estaba prohibido tener canciones de Estados Unidos, so pena de muerte. Apenas sabía quiénes eran los artistas de moda en occidente. Por lo menos en su tierra, los Titanes eran los más escuchados.

-Lamento mi ignorancia, pero la única cosa occidental y reciente que he escuchado ha sido Rhapsody in Blue, de George Gershwin. Y eso es de 1924, si no me equivoco. En la Unión no nos dejan escuchar música occidental. Es en verdad una lástima…

Sí. Lo era. Podía conocer a la gran mayoría de compositores para orquesta de los últimos cien años, pero si le preguntaban sobre artistas de 1940 hacia adelante, era una rematada ignorante. Hizo una mueca de molestia. En verdad sentía curiosidad. Quería escuchar aquella música occidental. Sabía que Prokofiev no se molestaría, dada su afinidad con aquel mundo más allá de la cortina de hierro. Pero le asustaba un poco salir, dado su aspecto que gritaba “URSS” a los cuatro vientos.

-En verdad… me gustaría escuchar algo que no sea de los últimos doscientos años, y sin una gran orquesta de por medio. Debe ser interesante. ¿Cómo hacen música con tan pocos instrumentos?

No pude evitar fruncir el ceño profundamente ante sus palabras. ¿De verdad un gobierno tenía derecho a hacer algo así? La música era algo libre, diseñada para cualquier oído que quiera escucharla, no para que unos cuantos la encarcelasen y la ocultasen al mundo.
Tal vez fuera precisamente por eso, por la facilidad que tenía la música de transmitir cualquier mensaje, por lo que los más poderosos la guardaban tan celosamente del pueblo. Para evitar la propagación de ideas.

—Aprovecha tu estancia en Francia para absorber todas las canciones que puedas a través de la radio. O al menos yo lo haría si fuese tú—repliqué finalmente. De haber tenido aunque fuera un aparato pequeño de radio a mano ten por seguro que se lo habría regalado a Larisa sin la menor duda.

Había perdido la noción del tiempo, e incluso había olvidado para que había venido hasta el escenario en primer lugar y lo que debía hacer después. Mi pequeño encuentro con Larisa y nuestra conversación posterior había captado mi total atención, ya que era una manera de conocer un tipo de cultura y de sociedad bastante diferente a la que yo me había criado.

—Nunca he visto uno en directo, pero en los estudios de grabación tienen maquinas que mejoran el sonido de cualquier instrumento e incluso lo crean de la nada—comenté con tono ilusionado—Un solo hombre con una guitarra podría componer una canción entera y no nos daríamos ni cuenta.

En mis aspiraciones más secretas, no me habría importado ser ese hombre. Por desgracia mis conocimientos sobre instrumentos se limitaban a verlos día a día en el teatro, sin saber como arrancar alguna melodía de sus entrañas.

La chica no pudo evitar la mueca de confusión que surcó su rostro. Vaya, la tecnología avanzaba a pasos agigantados. ¿Cómo una persona podría imitar a una orquesta completa sólo con un par de instrumentos básicos? No lo sabía con certeza. Tocó un par de notas al azar, tratando de imaginar el sonido, y una sonrisa se le escapó de los labios al oír esos tonos al azar.

-Parece que te diviertes, Larisa.

La chica pegó un brinco de impresión y su rostro adquirió un tono digno de un tomate. Con lentitud, se dio vuelta a ver quién era. Sus ojos se encontraron con Sergei Prokofiev en persona, mirándola con aquel rostro que parecía serio, pero que en verdad estaba aguantando las carcajadas. A pesar de su aspecto casi marcial, el maestro tenía en realidad un humor tranquilo y bonachón. Y parecía bastante contento de ver a su alumna feliz. Últimamente los rusos no la pasaban bien en su tierra natal.

Pero Larisa no parecía demasiado sosegada.

-¡Uchitelʹ Prokofiev! Esto… ¡Lamento haberme distraído! ¡No volverá a pasar!

-Vamos, realmente no importa. Es bueno que te relajes antes, además de que confío en tus capacidades. Ahora ve a arreglarte. El teatro abrirá en una hora más, y no pensarás presentarte en ese vestido, ¿cierto?

La chica miró su atavío. La verdad, no le molestaba para nada presentarse así, pero tampoco quería dejar en vergüenza a su maestro. Con un suspiro, se levantó del piano y comenzó a caminar hacia los camerinos. La presentación estaba muy, muy cerca. Tenía que estar lista o arruinaría todo. Antes de salir, miró a Noah y se despidió agitando suavemente su mano. Luego de eso desapareció en las sombras. Sergei Prokofiev soltó un suspiro de alivio.

-Lo hará bien. A propósito- esta vez el maestro se dirigió a Noah-, por si te interesa, Larisa estará después de la presentación firmando autógrafos y recibiendo gente. Tendremos un par de presentaciones más, lo que significa uno o dos meses más en París. Si te interesa, puedes hacer uso de esa información como gustes.

Y dicho esto, se fue a su propio camerino, bastante alejado del de Larisa que, en estos momentos, miraba el vestido que tenía que ponerse con una ceja arqueada. En la marca decía claramente Chanel. ¿Un Chanel? ¿Era en serio? ¿Cuánto dinero habían gastado en ella y este tonto concierto? Se arregló a regañadientes, rizándose un poco el cabello y practicando cómo caminar con aquellos tacones que eran parte de la indumentaria general.

Afuera, comenzaba a oírse el ruido de la gente llegando, tomando sus asientos y conversando sobre la sinfonía que iban a escuchar. El Ballet de Romeo y Julieta había sido una novedad que tenían que repetir, aunque no hubiera gente bailando de por medio. Y, a pesar de su afiliación a la Unión Soviética, Sergei Prokofiev gozaba de algo de respeto entre las grandes gentes de Francia. Eso sí, aún se preguntaban el por qué un maestro como aquel había traído a una muchacha totalmente desconocida al piano.

Unos minutos antes de que comenzara todo, Larisa salió de su camerino. Su destino aún no era el escenario, sino un lugar privilegiado y oculto para esperar la hora en la que tuviera que tocar.

Sergei Prokofiev:

Chanel 1950 (el de la Izquierda):

Mi rostro fue la viva imagen de la sorpresa cuando el hombre, el tal Prokofiev, entró en escena. Por un momento había creído que era mi jefe el que había aparecido, cazándome de lleno haciendo el vago en mis horas de trabajo. Por suerte para mí el destino había vuelto a sonreirme.
Por la reacción de Larisa, no parecía estar tan aliviada como yo, incluso cuando el hombre no se mostró severo con ella por haber estado perdiendo el tiempo con un completo desconocido.

Le dediqué una sonrisa suave a la joven rusa cuando se despidió, alzando la mano para hacer un pequeño gesto. Una vez que la perdí de vista no pude evitar fruncir el ceño levemente, ya que realmente me habría gustado seguir hablando con ella algo más de tiempo.
Las palabras que el maestro pronunció a continuación me desconcertaron levemente. Me esperaba una regañina por haber entretenido a la joven artista, y sin embargo, lo que encontré en el hombre fue un disimulado gesto de ¿complicidad?

—Gracias, señor—contesté en un murmullo, visiblemente sorprendido. En un abrir y cerrar de ojos me había quedado solo sobre el escenario, con mis utensilios de limpieza como mi única compañía. Antes de parecer un idiota ahí parado a arriesgarme a que mi jefe pudiese encontrarme, agarré todas mis pertenencias y salí pitando a terminar mis tareas del día.

Una hora más tarde volvía a deambular entre bastidores, vestido de una manera algo más formal gracias a que el personal disponía de un pequeño cuartucho en el que poder asearnos al finalizar nuestra jornada.
Ataviado con un pantalón de vestir oscuro y una camisa blanca con las mangas recogidas a la altura de los codos, nadie diría que yo era poco más que el conserje del teatro. No podía evitar alegrarme al ver que por una vez no era yo el que tenía que estar corriendo de aquí para allá, ultimando los últimos detalles, si no que podía permitirme el lujo de pasear hasta que diese comienzo la función.

Tras ser regañado un par de veces por estar en medio (daba igual donde te colocase, con los nervios previos a la función siempre molestabas), decidí volver a la zona de los camerinos, probablemente más tranquila que la del escenario principal.
Al torcer por un pasillo alcancé a ver los bajos de un vestido blanco y un par de mechones de pelo rubio. Sin embargo, su dueña fue más rápida que mi mirada y desaparecieron de mi vista en cuestión de unos segundos. Acelerando la velocidad de mis pasos, giré por otro pasillo y logré alcanzar mi objetivo. Esos rizos dorados, casi blanquecinos, no podían pertenecer a nadie más que a ella.

—¡Larisa!—la llamé. Sabía que no debía distraerla de nuevo, pero no pude evitar el impulso de seguirla hasta alcanzarla—Hola—saludé una vez que estuve más cerca—Debería estar ya en casa, pero supongo que por nada del mundo podría perderme tu gran debut... al menos no cuando el teatro está lleno—informé con tono emocionado, dibujando una gran sonrisa en mi rostro. Parecía una auténtica princesa de cuento vestida así.

La chica sonrió, pero por dentro estaba aterrada. ¿Cómo que el teatro estaba lleno? Entonces, ¿tendría que tocar para todas esas personas? Tragó saliva, y comenzó a ponerse algo verde. Por primera vez, estaba sintiendo lo que era el verdadero pánico escénico. ¿Y si fallaba? ¿Y si se equivocaba en una nota y echaba a perder todo? Todos se reirían de ella, estaba segura. Y ella nunca se perdonaría tamaño error.

-No estás ayudando- dijo, con la misma sonrisa casi estática, pero apretando los dientes. Trató de caminar hacia su destino, pero al parecer los nervios la volvían más torpe y estuvo a punto de estampar su cara contra el piso. Logró recomponerse a tiempo antes de hablar-. No tocaré hasta la mitad de la sinfonía. Por mientras, puedo esperar en cualquier parte. Sólo tengo que estar cerca del escenario en el momento adecuado.

Tomó aire, lentamente. Las notas estaban navegando en su cabeza, siendo repasadas una por una de manera casi obsesiva. Si hubiera tenido algo donde apoyar los dedos, posiblemente estarían tamborileando sobre dicha superficie. No puedo fallar, no puedo fallar…

-¿Puedes mostrarme algún lugar donde pueda ver tranquilamente el espectáculo hasta que sea mi turno?- la voz salió un poco más fuerte esta vez, tratando de acallar las notas de su cabeza- Digamos que necesito relajarme un poco.

Larisa parecía un auténtico flan a punto de desmoronarse en cualquier momento. Aunque claro, si yo estuviese en su situación probablemente me encontraría en el mismo estado de nervios. La actuación unida a las circunstancias sociales que había de por medio hacían que el peso sobre la espalda de la joven rusa fuese aún mayor.

—Te llevaré al mejor lugar del teatro si prometes no volver a amagar con caerte. Quiero conservar mi trabajo y si la gran estrella se accidenta bajo mi vigilancia no creo que eso sea posible—bromeé, aunque de llegar a pasar no sería ninguna broma.

Extendí mi mano en su dirección, esperando a que ella la tomase para empezar a caminar por los pasillos del backstage. El espectáculo estaba a punto de comenzar, por lo que todo el mundo, tanto espectadores, como productores y artistas se concentraban en la zona del escenario. Eso nos daba mayor libertad para movernos sin ser descubiertos y sin que nadie pudiese cuestionar mis intenciones.

—Este es mi lugar secreto y probablemente sea el mejor de todo el teatro—comenté en voz baja. Aparentemente no había nada de especial, pero si mirabas con más detenimiento podías descubrir que entre la tela de las cortinas del telón había una pequeña escalera que conducía a una plataforma situada a unos tres o cuatro metros de altura.
Originalmente había sido creada para instalar ahí una serie de focos que alumbraban el escenario desde los laterales, pero con los años había caido en desuso y actualemente estaba vacía. Esto convertía a la estructura en un fantastico mirador.

Le hice una pequeña señal para que subiese delante de mí. Estaba claro que ver una función desde un lateral no era la mejor perspectiva, pero la altura y la cercanía al escenario hacía que ese pequeño detalle quedase ignorado.

A pesar de que Larisa tenía sus dudas ante la idea de subir del escenario, todas quedaron disipadas ante la vista que ofrecía aquel lugar privilegiado. Estuvo a punto de soltar un grito ahogado, pero recordó que la pianista no debía ser vista “haraganeando” antes de la presentación, por lo que se contuvo. Tenía una reputación que cuidar- aunque técnicamente no le importara en lo absoluto-.

-Este lugar es perfecto, absolutamente perfecto. Muchas gracias por traerme aquí- murmuró cuando pudo hablar. Estaba fascinada. Nunca antes había visto a la orquesta de esta manera, y era como descubrir un nuevo continente. Como encontrar de pronto la Piedra Filosofal. Una experiencia tan chocante que no la olvidaría en su vida.

Escuchó con nuevos oídos cómo los integrantes comenzaban a afinar sus instrumentos, con ese caos tan melodioso que los caracterizaba. Primero, los violines, comandados por el Concertino. Luego, los Violonchelos. Los Contrabajos. Los instrumentos de viento. Los percusionistas, que se encargaban de que todo estuviese en su lugar. Era una verdadera delicia escuchar todo ese ruido, que era parte esencial del espectáculo. Y luego de toda esa parafernalia, el silencio. Aquel silencio que precedía a la aparición del Director.

La chica se sonrió al ver entrar a Sergei Prokofiev, de punta en blanco y con una larga batuta. Dirigió una reverencia a sus espectadores, quienes le aplaudían con respeto y admiración. Pronto ese barullo pasó, dejando a su paso cierta tensión. El maestro levantó levemente la batuta.

Y el espectáculo comenzó.

La melodía inicial comenzaba como una tranquila conjunción entre los instrumentos, dando a la imaginación múltiples posibilidades. Una tarde de campo era lo que se le venía a la chica a la mente. La sonrisa se iba ensanchando a medida que las notas pasaban por sus oídos. ¿Nerviosismo? Ahora era un vago recuerdo.

-Ésta es la Introducción de la suite- señaló a Noah, con una sonrisa alegre-. Las primeras son melodías muy alegres, comparadas con el resto. ¿No es espectacular?- estaba realmente orgullosa del trabajo de su Maestro, por mucho que odiara la historia de Shakespeare. Nadie podría haberlo hecho mejor, ni siquiera Tchaikovsky y su relamida interpretación-. Avanza muy rápido, porque las piezas son relativamente cortas. ¿Ves? Ahí empieza Romeo. Ya me lo imagino maquinando algo- rió levemente. Nunca había sido demasiado aficionada a la imagen de Romeo, pero la música lo hacía todo más divertido.

Spoiler:

No pude hacer otra cosa más que sonreir ampliamente, con una expresión conforme dibujada en mi rostro, sintiendo la satisfacción de haber hecho algo bueno por la joven pianista. Incluso cuando al principio parecía que el miedo sería superior a la voluntad de Larisa, al final se había atrevido a subir a la plataforma y había quedado encantada con el resultado.
En lo que a mí respecta, me coloqué a su lado, practicamente hombro con hombro, cruzando los brazos por delante del pecho y tomando una postura un tanto despreocupada, aunque con mi mirada clavada sobre el escenario.

Una sensación de revoloteo me recorrió de arriba a abajo ante los primeros acordes que daban inicio al espectáculo. A pesar de que la melodía era suave y tranquila se me hacía tremendamente intimidante, probablemente debido a la admiración que sentía hacia a los músicos por saber hacer algo que ni soñando yo podría realizar.
Reconocí inmediatamente al director.

Al escuchar la voz de Larisa mi mirada se desvió con rapidez para poder enfocarla en su figura, prestando atención a sus palabras y pudiendo percibir de manera gráfica su emoción y excitación ante el espectáculo.
Durante unos breves segundos, mientras que la música seguía sonando a nuestro alrededor, me permití el lujo de tratar de imaginar las escenas que ella estaba evocando.

—Tú eres las experta, pero aún así puedo afirmar rotundamente que esta es una de las mejores actuaciones que he visto pisar este escenario en mucho tiempo—señalé, ya que no había duda alguna de que Sergei Prokofiev sabía hacer su trabajo de una manera brillante. Ahora más que nunca me moría de ganas por ver a Larisa en acción, ya que si esto solo era un aperitivo, no podía llegar a imaginar como iba a ser escuchar a la estrella del espectáculo—Tendré que buscar a alguien que te sustituya como guía cuando te toque actuar—bromeé. Dudaba que hubiese alguien en todo el teatro que pudiese hablar de la música con tanta pasión como lo hacía ella.