AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Los restos de Yorick (Privado)
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Los restos de Yorick (Privado)
Había mañanas en las que a París no le importaba mucho la fecha del calendario, y amanecía tan campante con el clima que se le antojaba fuera invierno o verano. Así uno encontraba días frescos entre una ola de calor y jornadas sorprendentemente cálidas cuando ya habían caído las primeras nieves. Cuando Edouard se despertó a las seis y media en punto - lo sabía siempre porque había un gallo en un corral cercano que tenía la puntualidad de un reloj de cuco suizo - supo por el ambiente que iba a hacer frío. No es que estuviera aterido bajo su cálida manta ni dentro del lecho en el que se acostaba solo con unos calzones largos, era algo intuitivo que flotaba en el aire. ¿Cómo explicarlo? Un aroma diferente, algo que se confirmó en cuanto abrió el ventanuco de su cuarto y la ráfaga de aire del Norte le puso la piel del pecho y los brazos erizada como un pollo. Tampoco es que eso fuera a alterar mucho sus quehaceres habituales porque siempre se lavaba con agua sin calentar, eso era un lujo reservado a los baños de Madame. De todas formas el muchacho lo veía lógico: era una faena tener que estar hirviendo cazos y cazos para lavarse por partes en la tinaja que le hacía las veces de aseo. Además el agua fresca lo terminó de despertar, y fue una suerte porque le esperaba un día de lo más movido: su señora iba a tener invitados para cenar y todos los criados de la casa andaban con el ajetreo de prepararlo todo, tanto era así que también se requirieron los servicios de Edouard para poner a punto el mantel de lino, la cubertería de las ocasiones especiales y preparar los siete platos de los que se compondría el menú. Fue tanto el trabajo que la noche llegó volando, y con ella la libertad inesperada.
- Quiero que Betrice y tú os quedéis en la casita del jardín. - Esas fueron las palabras exactas de Madame.
Ninguno de los miembros del personal del servicio de la casa de la señora tenían un hogar propio al que ir cuando terminaban la jornada, puesto que su jornada se consideraba intensiva. Los criados podían ser necesarios en cualquier momento de las veinticuatro horas del día y por tanto tenían habitaciones en la tercera planta, todas pequeñas y con dos cuartos de aseo compartidos para las mujeres y los hombres. Edouard no era una excepción pese a parecer a primera vista el favorito de Madame, y quitando el hecho de que muchas noches tenía que acudir al dormitorio principal por capricho de la mujer, normalmente ocupaba su estancia justo al lado de la de la anciana Betrice. No obstante había en el jardín una caseta que contenía lo básico para vivir con comodidad, un lugar ahora abandonado donde habían habitado los mozos de cuadras en la época en que la familia propietaria tenía caballos. Cuando había una ocasión especial en la que la señora quería que todo saliera perfecto solía enviar a la vieja nodriza a la casita, pero nunca había pedido a Edouard que la acompañara. Posiblemente los invitados que estaban por llegar fueran personas de moral estricta que podrían sospechar algo indecente si vieran el papel que el criadito tan joven cumplía al servicio de Madame, y por eso ella quería quitarlo de en medio. Iba a pasar una noche muy tranquila al lado de madre. Esa era su intención inicial hasta que se dio cuenta de que podía aprovechar para ir al cementerio a devolver su pañuelo a aquel hombre extraño que había conocido hacía ya nueve días, y al que por circunstancias de su vida diaria no había podido visitar todavía. Madre le instó a que aprovechara esas horas sin trabajo para ir a donde quisiera, y con esa bendición Edouard partió subido en el primer carro que encontró que se dirigía para allá.
Nunca había estado de noche en un cementerio, ¿por qué Dutuescu habría escogido aquel turno? Se le antojaba que todo aquello debía de verse siniestro a aquella hora, y en efecto así le pareció cuando arribó a su destino y franqueó la verja que lo saludó con un chirrido fantasmagórico. El frío le calaba los huesos y se arrebujó dentro de su abrigo con la nariz enterrada en la bufanda oscura. Se notaba que en esa ocasión había escogido él mismo su ropa porque todas las piezas eran humildes y acordes con su verdadera condición, pero sobre todo porque le aportaban una dignidad que no conseguía con las chaquetas conjuntadas que le imponía su patrona. Pasando rápido entre las lápidas, casi sin querer mirarlas, se dirigió a la única construcción que encontró cerca y que supuso sería el refugio del guardia o del sepulturero. Si Anuar no estaba allí dentro al menos habría alguien que le indicaría dónde podía encontrarlo, así que llamó con los nudillos a la puerta dando cuatro golpes secos.
- Quiero que Betrice y tú os quedéis en la casita del jardín. - Esas fueron las palabras exactas de Madame.
Ninguno de los miembros del personal del servicio de la casa de la señora tenían un hogar propio al que ir cuando terminaban la jornada, puesto que su jornada se consideraba intensiva. Los criados podían ser necesarios en cualquier momento de las veinticuatro horas del día y por tanto tenían habitaciones en la tercera planta, todas pequeñas y con dos cuartos de aseo compartidos para las mujeres y los hombres. Edouard no era una excepción pese a parecer a primera vista el favorito de Madame, y quitando el hecho de que muchas noches tenía que acudir al dormitorio principal por capricho de la mujer, normalmente ocupaba su estancia justo al lado de la de la anciana Betrice. No obstante había en el jardín una caseta que contenía lo básico para vivir con comodidad, un lugar ahora abandonado donde habían habitado los mozos de cuadras en la época en que la familia propietaria tenía caballos. Cuando había una ocasión especial en la que la señora quería que todo saliera perfecto solía enviar a la vieja nodriza a la casita, pero nunca había pedido a Edouard que la acompañara. Posiblemente los invitados que estaban por llegar fueran personas de moral estricta que podrían sospechar algo indecente si vieran el papel que el criadito tan joven cumplía al servicio de Madame, y por eso ella quería quitarlo de en medio. Iba a pasar una noche muy tranquila al lado de madre. Esa era su intención inicial hasta que se dio cuenta de que podía aprovechar para ir al cementerio a devolver su pañuelo a aquel hombre extraño que había conocido hacía ya nueve días, y al que por circunstancias de su vida diaria no había podido visitar todavía. Madre le instó a que aprovechara esas horas sin trabajo para ir a donde quisiera, y con esa bendición Edouard partió subido en el primer carro que encontró que se dirigía para allá.
Nunca había estado de noche en un cementerio, ¿por qué Dutuescu habría escogido aquel turno? Se le antojaba que todo aquello debía de verse siniestro a aquella hora, y en efecto así le pareció cuando arribó a su destino y franqueó la verja que lo saludó con un chirrido fantasmagórico. El frío le calaba los huesos y se arrebujó dentro de su abrigo con la nariz enterrada en la bufanda oscura. Se notaba que en esa ocasión había escogido él mismo su ropa porque todas las piezas eran humildes y acordes con su verdadera condición, pero sobre todo porque le aportaban una dignidad que no conseguía con las chaquetas conjuntadas que le imponía su patrona. Pasando rápido entre las lápidas, casi sin querer mirarlas, se dirigió a la única construcción que encontró cerca y que supuso sería el refugio del guardia o del sepulturero. Si Anuar no estaba allí dentro al menos habría alguien que le indicaría dónde podía encontrarlo, así que llamó con los nudillos a la puerta dando cuatro golpes secos.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 23/11/2012
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Había comenzado a cuestionarse que tan buena idea podría ser ir el mismo a casa de la Madame por su pañuelo. Cierto era que, no estaba dispuesto a perder un objeto tan valioso como aquel por la simple intriga de saber si algún día asistiría al cementerio a devolverlo. Que podría decir Angeliqué entonces, que había osado regalarle su pañuelo al primer extraño que lo necesito ¿Qué de esa manera expresaba su afecto hacia ella? Hacia aquella hermana ausente que comenzaba a olvidar, como si fuese realmente posible no recordarla más. Y ahora que lo pensaba, tendría que irla a buscar al burdel por tercera ocasión para saber si seguía con bien.
Se encontraba ahora dentro de un mausoleo, deshaciendo complejas redes de araña y espantando bichos que intentaban refugiarse del frio del exterior. Aquella mañana había sido una especialmente pesada, los temblores en sus manos parecían empeorar con la proximidad del invierno y el frio le calaba hasta los huesos, como dagas invisibles que laceraban su piel. Se había colocado unos gruesos guantes que encontró en una remota caja bajo su cama –Dutuescu, el señor Montero pidió que alguien limpiara el recinto de su esposa. Creo que te toca- le habían indicado en cuanto arribo al lugar. Y no había dudado en adentrarse entre las tumbas y reptiles que le observaban ir de aquí a allá.
Tuvo mucho tiempo para pensarlo, y entre pensamientos y atrancados decidió que el no quería terminar en un ataúd, algunos metros bajo tierra para después ser olvido por los demás. Prefería que sus cenizas quitaran de toda culpa a las personas a su alrededor, aunque no pensaba en alguien a quien pudiese importarle demasiado.Las arañas se escondían en las esquinas del lugar, refugiadas entre la obscuridad, acunadas en las entrañas de la nada. El candil que yacía encima de una lapida tintineaba alumbrando a tientas el lugar, jugaban en las paredes apenas y acaricias por la lengua de fuego los demontres que acechaban en la obscuridad. Quimeras aladas, armadas con jubones y trinches ardientes.
El rumano se había acostumbrado a su compañía y ellos habían decido aceptar a veces se preguntaba si eran las voces de los muertos o el susurro del viento lo que acariciaba su cuello cuando decidía no voltear. Terminó de limpiar el recinto y los restos de los hierbajos que se reproducían con rapidez se encontraban en un recipiente de blando metal en el suelo, alejado del candil para no causar un apuro. Las arañas ya no eran visibles al entrar y había removido el polvo para que la leyenda se pudiera leer, unos francos extras era el motivo por el cual le importaban los muertos de los demás. Aquellos de quienes se decidían olvidar como seguramente lo harían de él. Tomó sus cosas para regresar a la casita de cimientos que habían construido para los veladores tiempo atrás.
-No creo que haya alguien ahí dentro ¿Buscaba alguna lapida en particular?- era usual, que las personas olvidaran el lugar exacto en que habían enterrado a sus seres queridos. Y no supo si fueron sus prendas humildes o su cabello natural lo que le impidieron reconocer al joven, una diminuta sonrisa crispo sus labios con fingida tranquilidad –Creía que ya no vendrías- confesó dejando la cubeta a un lado para sacar la llave que abría la tétrica cabaña, la puerta cedió con dificultad y dejo expuesto su interior a ojos de curiosos. Un estante repleto de papeles y llaves se exponía en una de las esquina, una diminuta cama con una caja encima. Un par de candiles repartidos por el lugar y algunos cuchillos de mantequilla aquí y allá, meras precauciones -¿Vas a pasar? Creo que hace demasiado frío hoy- y su roja nariz lo podía confirmar.
Se encontraba ahora dentro de un mausoleo, deshaciendo complejas redes de araña y espantando bichos que intentaban refugiarse del frio del exterior. Aquella mañana había sido una especialmente pesada, los temblores en sus manos parecían empeorar con la proximidad del invierno y el frio le calaba hasta los huesos, como dagas invisibles que laceraban su piel. Se había colocado unos gruesos guantes que encontró en una remota caja bajo su cama –Dutuescu, el señor Montero pidió que alguien limpiara el recinto de su esposa. Creo que te toca- le habían indicado en cuanto arribo al lugar. Y no había dudado en adentrarse entre las tumbas y reptiles que le observaban ir de aquí a allá.
Tuvo mucho tiempo para pensarlo, y entre pensamientos y atrancados decidió que el no quería terminar en un ataúd, algunos metros bajo tierra para después ser olvido por los demás. Prefería que sus cenizas quitaran de toda culpa a las personas a su alrededor, aunque no pensaba en alguien a quien pudiese importarle demasiado.Las arañas se escondían en las esquinas del lugar, refugiadas entre la obscuridad, acunadas en las entrañas de la nada. El candil que yacía encima de una lapida tintineaba alumbrando a tientas el lugar, jugaban en las paredes apenas y acaricias por la lengua de fuego los demontres que acechaban en la obscuridad. Quimeras aladas, armadas con jubones y trinches ardientes.
El rumano se había acostumbrado a su compañía y ellos habían decido aceptar a veces se preguntaba si eran las voces de los muertos o el susurro del viento lo que acariciaba su cuello cuando decidía no voltear. Terminó de limpiar el recinto y los restos de los hierbajos que se reproducían con rapidez se encontraban en un recipiente de blando metal en el suelo, alejado del candil para no causar un apuro. Las arañas ya no eran visibles al entrar y había removido el polvo para que la leyenda se pudiera leer, unos francos extras era el motivo por el cual le importaban los muertos de los demás. Aquellos de quienes se decidían olvidar como seguramente lo harían de él. Tomó sus cosas para regresar a la casita de cimientos que habían construido para los veladores tiempo atrás.
-No creo que haya alguien ahí dentro ¿Buscaba alguna lapida en particular?- era usual, que las personas olvidaran el lugar exacto en que habían enterrado a sus seres queridos. Y no supo si fueron sus prendas humildes o su cabello natural lo que le impidieron reconocer al joven, una diminuta sonrisa crispo sus labios con fingida tranquilidad –Creía que ya no vendrías- confesó dejando la cubeta a un lado para sacar la llave que abría la tétrica cabaña, la puerta cedió con dificultad y dejo expuesto su interior a ojos de curiosos. Un estante repleto de papeles y llaves se exponía en una de las esquina, una diminuta cama con una caja encima. Un par de candiles repartidos por el lugar y algunos cuchillos de mantequilla aquí y allá, meras precauciones -¿Vas a pasar? Creo que hace demasiado frío hoy- y su roja nariz lo podía confirmar.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 25/06/2010
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Edouard no buscaba a un muerto sino a alguien bien vivo, pero de eso se dio cuenta Anuar en cuanto le reconoció por fin. No le hizo falta contestar que no quería ver lápidas y tampoco confesarle que se estaba congelando, porque a lo último se adelantó el rumano abriéndole la puerta de la casa donde seguramente habitaba mientras estaba trabajando. Qué diferente era aquella especie de cuarto grande de la vivienda de Madame, y paradójicamente cuánto más a gusto se encontraba en la cabaña del sepulturero. Franqueó el umbral y se frotó las manos para calentarlas, formando luego con ellas una especie de cuenco dentro del cual arrojó su cálido aliento.
- Lo lamento, pero me ha sido imposible venir antes. No suelo tener las noches libres.
Esa era la triste verdad. Además parecía que últimamente Madame estaba más fogosa que de costumbre y demandaba con mayor frecuencia su presencia cuando se iba a acostar. El único consuelo del sirviente era esperar que se tratara de la fase que acontecía a las mujeres cuando ya se estaban haciendo mayores, y que así dejara pronto de molestarle para dedicarse a una labor más acorde a su edad. La costura, por ejemplo.
- Salieron las manchas en seguida.
Sacó el pañuelo del bolsillo de su abrigo, bien doblado y limpio, y se lo tendió a Dutuescu con una mano todavía helada de dedos rojos y ateridos. Era molesto tener temperaturas bajas, pero el organismo de Edouard se adaptaba rápido al clima; sabía que en breves segundos estaría bien otra vez.
Ya que se encontraba allí echó una mirada en circular a la habitación, deteniéndose en el estante lleno de papeles. Eso le recordó cuál era el otro motivo de su visita, pero todavía titubeó antes de atreverse a plantearlo.
- Dijo que me enseñaría a leer. - Le recordó. - ¿Sigue en pie su oferta? He traído...
Dejó la frase en el aire y sacó del otro bolsillo de su gabán unos cuantos francos que esperaban que sirvieran para pagar algunas lecciones. Si no servía iba a tener que prescindir de sus clases porque no tenía más dinero: allí, en la palma de su mano, estaba toda la fortuna que había amasado en veinte años de vida. Una miseria.
- Me ofrecería a cambiar su ayuda por un favor, pero lamentablemente no sé hacer nada de utilidad.
No era carpintero, herrero ni jardinero. Su cometido se limitaba a acompañar a una señora rica y dudaba mucho que Anuar buscase un séquito para pasearse entre las lápidas e impresionar a los espíritus de los fallecidos que morarían por allí.
- Lo lamento, pero me ha sido imposible venir antes. No suelo tener las noches libres.
Esa era la triste verdad. Además parecía que últimamente Madame estaba más fogosa que de costumbre y demandaba con mayor frecuencia su presencia cuando se iba a acostar. El único consuelo del sirviente era esperar que se tratara de la fase que acontecía a las mujeres cuando ya se estaban haciendo mayores, y que así dejara pronto de molestarle para dedicarse a una labor más acorde a su edad. La costura, por ejemplo.
- Salieron las manchas en seguida.
Sacó el pañuelo del bolsillo de su abrigo, bien doblado y limpio, y se lo tendió a Dutuescu con una mano todavía helada de dedos rojos y ateridos. Era molesto tener temperaturas bajas, pero el organismo de Edouard se adaptaba rápido al clima; sabía que en breves segundos estaría bien otra vez.
Ya que se encontraba allí echó una mirada en circular a la habitación, deteniéndose en el estante lleno de papeles. Eso le recordó cuál era el otro motivo de su visita, pero todavía titubeó antes de atreverse a plantearlo.
- Dijo que me enseñaría a leer. - Le recordó. - ¿Sigue en pie su oferta? He traído...
Dejó la frase en el aire y sacó del otro bolsillo de su gabán unos cuantos francos que esperaban que sirvieran para pagar algunas lecciones. Si no servía iba a tener que prescindir de sus clases porque no tenía más dinero: allí, en la palma de su mano, estaba toda la fortuna que había amasado en veinte años de vida. Una miseria.
- Me ofrecería a cambiar su ayuda por un favor, pero lamentablemente no sé hacer nada de utilidad.
No era carpintero, herrero ni jardinero. Su cometido se limitaba a acompañar a una señora rica y dudaba mucho que Anuar buscase un séquito para pasearse entre las lápidas e impresionar a los espíritus de los fallecidos que morarían por allí.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
No hacía falta una disculpa, el rumano sentía cierta aversión por esas cortas frases que parecían ir siempre sujetas a un segundo propósito, le causaban escalofríos, no comprender si eran palabras empujadas desde el corazón hacia los labios u obligadas a emerger como kamikazes. Le observo algunos instantes, intentando descifrar en cual de aquellas opciones encajaba mejor su intención, Anuar no era bueno leyendo rostros, más fácil le era leer acciones y aun en ellas encontraba cierto recelo con facilidad. Las personas no solían decir lo que pensaban, hacer lo que decían y mucho menos llevar una coherencias en sus acciones, como si pudiese ser un reto saberse contradictorio para los demás.
Decidió desistir de querer comprender cada frase y acción del joven hombre para no adentrarse nuevamente entre espinas y abismos de los que no era fácil salir, lo dejaría fluir –Me alegra saber que no fue objeto de trabajo extra- extendió la mano a punto de sujetar el pañuelo con los guantes, retractándose el instante mismo en que se percato. Desenfundo sus manos dejando caer la piel postiza sobre el escritorio para, solo cuando se cercioro de tener las manos limpias, recobrar la posesión del objeto. La suave tela acaricio sus dedos antes de que el la acariciara a ella, guardo el pañuelo en su bolsillo –Gracias- la palabra salió austera de su interior. Hacía mucho que no la pronunciaba y en tiempo anterior le había aterrado.
Se acercó los pasos que los separaban, con la mirada fija en los francos que parecían hablarle con tersa voz, los revolvió con sus dedos sintiendo el frio metálico de las monedas, el canto que producían al golpear una con otra, como una melodía de los codiciosos. Negó, cerrando con su mano la ajena, para dejar refugiadas en su interior las monedas que le ofrecía. Lo había tenido que sopesar unos instantes instigado por la necesidad y en tintineo pero era lo correcto negarse a la oferta de pago –No necesito que me pagues- soltó sin más, palmeando la mano de Edouard para dirigirse entonces al escritorio. No podía enseñarle a leer con aquellos papeles que solo hablaban de pérdidas y muerte. No podía ser eso lo primero que supiera al leer.
-Pero tendríamos que ir a la biblioteca por un libro decente- tomo entre sus manos una de las hojas <<Hombres ilustres tienen por tumba la tierra entera>> seguro que era la epifanía de la tumba de algún hombre que se creyó sabio en vida y más aun en su muerte. Grabar en mármol y piedra laja frases para muertos no era su trabajo, deposito nuevamente la hoja sobre el escritorio para exhalar un sonoro suspiro –Y supongo que no tendrás muchas noches libres- se hizo de una bufanda que alguno de los otros veladores había olvidado, enredándola sobre su cuello como una boa o algún parecido –Ponte los guantes y entonces podremos partir- dudaba que alguien pudiese darse cuenta de su ausencia más aun, no le importaba si alguien llegaba a darse cuenta de su ausencia.
Decidió desistir de querer comprender cada frase y acción del joven hombre para no adentrarse nuevamente entre espinas y abismos de los que no era fácil salir, lo dejaría fluir –Me alegra saber que no fue objeto de trabajo extra- extendió la mano a punto de sujetar el pañuelo con los guantes, retractándose el instante mismo en que se percato. Desenfundo sus manos dejando caer la piel postiza sobre el escritorio para, solo cuando se cercioro de tener las manos limpias, recobrar la posesión del objeto. La suave tela acaricio sus dedos antes de que el la acariciara a ella, guardo el pañuelo en su bolsillo –Gracias- la palabra salió austera de su interior. Hacía mucho que no la pronunciaba y en tiempo anterior le había aterrado.
Se acercó los pasos que los separaban, con la mirada fija en los francos que parecían hablarle con tersa voz, los revolvió con sus dedos sintiendo el frio metálico de las monedas, el canto que producían al golpear una con otra, como una melodía de los codiciosos. Negó, cerrando con su mano la ajena, para dejar refugiadas en su interior las monedas que le ofrecía. Lo había tenido que sopesar unos instantes instigado por la necesidad y en tintineo pero era lo correcto negarse a la oferta de pago –No necesito que me pagues- soltó sin más, palmeando la mano de Edouard para dirigirse entonces al escritorio. No podía enseñarle a leer con aquellos papeles que solo hablaban de pérdidas y muerte. No podía ser eso lo primero que supiera al leer.
-Pero tendríamos que ir a la biblioteca por un libro decente- tomo entre sus manos una de las hojas <<Hombres ilustres tienen por tumba la tierra entera>> seguro que era la epifanía de la tumba de algún hombre que se creyó sabio en vida y más aun en su muerte. Grabar en mármol y piedra laja frases para muertos no era su trabajo, deposito nuevamente la hoja sobre el escritorio para exhalar un sonoro suspiro –Y supongo que no tendrás muchas noches libres- se hizo de una bufanda que alguno de los otros veladores había olvidado, enredándola sobre su cuello como una boa o algún parecido –Ponte los guantes y entonces podremos partir- dudaba que alguien pudiese darse cuenta de su ausencia más aun, no le importaba si alguien llegaba a darse cuenta de su ausencia.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Otra vez esas palabras ambiguas que podían tomarse como un arma afilada o como un comentario bienintencionado de una mente inocente sin tanta doblez como la de Edouard. "Trabajo extra", como si el rumano tuviera modo de saber que la jornada laboral del sirviente no se limitaba solo a hacer de perro faldero de Madame. Efectivamente había algunos extras en su cometido, extras desagradables que tenían que ver con el sexo, y si Anuar hubiese empleado un tono de voz irónico no cabría duda de que el muchacho se habría vuelto a molestar. Sin embargo no estaba allí para enfadarse, si tal fuera su intención se habría quedado en su casa y se habría ahorrado todo el viaje hasta el cementerio. Decidió otorgar por una vez el beneficio de la duda al otro hombre y trató de convencerse de que no había dicho eso refiriéndose a nada concreto, que solo estaba manteniendo una conversación normal. Edouard empezaba a darse cuenta de que le iba a costar mucho adaptarse a tratar con otras personas porque siempre estaba alerta y era muy suspicaz con los comentarios más simples.
- De nada.
El momento había pasado y el criado sintió algo parecido a satisfacción propia. No había dado muestras aún de ese orgullo tan grande que tenía y que era un poco como un globo: cuanto más se hinchaba más riesgo había de que algo lo punzara y lo hiciera estallar.
Al igual que él luchaba con sus demonios parecía que Anuar tenía otros. El chico vio la forma en que el pintor miró las monedas y hasta hizo ademán de acariciarlas, algo casi reverencial, para terminar rechazándolas. El gesto que tuvo de cerrar la mano de Edouard en torno al dinero fue muy revelador: ojos que no ven... En ese momento ambos habían batallado con un escollo de su carácter y parecían haber vencido, estaban unidos por sus pecados, soberbia y codicia. El joven no sabría decir si había uno peor que el otro.
- ¿Esto da para vivir? - Inquirió.
Se refería a su trabajo de sepulturero, naturalmente, y para explicarse extendió el brazo en un ademán que cubría la cabaña entera. Quería saber si el rumano pasaba apuros para comer aunque no fuera de su incumbencia, pero de algún modo le empezaba a importar. Había sabido desde el primer momento, desde que lo conoció en el jardín trasero de la casa de la amiga de Madame, que se acordaría de él cuando no lo tuviera delante. No podía decir que hubiera estado pensando en Anuar a todas horas ni mucho menos, y tampoco quería asegurar que no terminaría por olvidarlo un día lejano, pero sabía de momento que era una de esas personas que por un motivo u otro calarían más hondo que otras en su subconsciente. Ese mismo interés sin justificar era el que ahora le impulsaba a preocuparse por la supervivencia del hombre que de forma tan altruista se había ofrecido a enseñarle el intrincado camino de la palabra escrita.
- ¿Decente? - Preguntó sin comprender.
Fue después cuando se dio cuenta de que allí dentro probablemente no encontrarían nada con lo que iniciar a un analfabeto. Serían todo registros de defunciones.
- ¿Habrá alguna biblioteca abierta a estas horas?
Era un mundo que no conocía, el de los libros, y empezaba a fascinarle porque se asemejaba a una aventura que iban a correr los dos juntos. Allí estaba abrigándose de nuevo para salir ya de noche a buscar un manuscrito lleno de secretos esperando a ser desvelados por un pintor que ahora era sepulturero y por un joven que no sabía leer.
- Tendré que tener alguna más de ahora en adelante si quiero aprender.
No sabía cómo pero se las arreglaría para que Madame le concediera ratos que pudiera emplear de asuntos propios. No sabía si conseguiría ver alguna vez algo que no fueran garabatos en todas esas letras impresas en los papeles, pero de lo que tenía certeza era que si no lo intentaba con ahínco seguro que no tendría ni la menor oportunidad. ¿Y quién sabía? Tal vez si lo lograba encontrase otro puesto de trabajo con el que instalarse y mantener a la anciana Betrice, que era una de las razones poderosas por las que Edouard no podía dejar a su señora. Sabía que la tiránica mujer despediría a la vieja nodriza solo como medida de presión si su criadito se atrevía a dejar su puesto.
- De nada.
El momento había pasado y el criado sintió algo parecido a satisfacción propia. No había dado muestras aún de ese orgullo tan grande que tenía y que era un poco como un globo: cuanto más se hinchaba más riesgo había de que algo lo punzara y lo hiciera estallar.
Al igual que él luchaba con sus demonios parecía que Anuar tenía otros. El chico vio la forma en que el pintor miró las monedas y hasta hizo ademán de acariciarlas, algo casi reverencial, para terminar rechazándolas. El gesto que tuvo de cerrar la mano de Edouard en torno al dinero fue muy revelador: ojos que no ven... En ese momento ambos habían batallado con un escollo de su carácter y parecían haber vencido, estaban unidos por sus pecados, soberbia y codicia. El joven no sabría decir si había uno peor que el otro.
- ¿Esto da para vivir? - Inquirió.
Se refería a su trabajo de sepulturero, naturalmente, y para explicarse extendió el brazo en un ademán que cubría la cabaña entera. Quería saber si el rumano pasaba apuros para comer aunque no fuera de su incumbencia, pero de algún modo le empezaba a importar. Había sabido desde el primer momento, desde que lo conoció en el jardín trasero de la casa de la amiga de Madame, que se acordaría de él cuando no lo tuviera delante. No podía decir que hubiera estado pensando en Anuar a todas horas ni mucho menos, y tampoco quería asegurar que no terminaría por olvidarlo un día lejano, pero sabía de momento que era una de esas personas que por un motivo u otro calarían más hondo que otras en su subconsciente. Ese mismo interés sin justificar era el que ahora le impulsaba a preocuparse por la supervivencia del hombre que de forma tan altruista se había ofrecido a enseñarle el intrincado camino de la palabra escrita.
- ¿Decente? - Preguntó sin comprender.
Fue después cuando se dio cuenta de que allí dentro probablemente no encontrarían nada con lo que iniciar a un analfabeto. Serían todo registros de defunciones.
- ¿Habrá alguna biblioteca abierta a estas horas?
Era un mundo que no conocía, el de los libros, y empezaba a fascinarle porque se asemejaba a una aventura que iban a correr los dos juntos. Allí estaba abrigándose de nuevo para salir ya de noche a buscar un manuscrito lleno de secretos esperando a ser desvelados por un pintor que ahora era sepulturero y por un joven que no sabía leer.
- Tendré que tener alguna más de ahora en adelante si quiero aprender.
No sabía cómo pero se las arreglaría para que Madame le concediera ratos que pudiera emplear de asuntos propios. No sabía si conseguiría ver alguna vez algo que no fueran garabatos en todas esas letras impresas en los papeles, pero de lo que tenía certeza era que si no lo intentaba con ahínco seguro que no tendría ni la menor oportunidad. ¿Y quién sabía? Tal vez si lo lograba encontrase otro puesto de trabajo con el que instalarse y mantener a la anciana Betrice, que era una de las razones poderosas por las que Edouard no podía dejar a su señora. Sabía que la tiránica mujer despediría a la vieja nodriza solo como medida de presión si su criadito se atrevía a dejar su puesto.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Encontró en sus últimas palabras en cambio de papeles. Ahora era él quien encontraba en su hablar cierto deje que podía tomar por ofensa y sin embargo no le llegaba a molestar “¿Es que acaso insinúa que debería aceptar su ofrecimiento pues no tengo nada para comer?” esta vez una sonrisa amplia, sin recatos, surco su rostro de par en par. A pesar de que había sido solo un pensamiento y no se atrevió a pronunciarlo por temor de causar una disputa, no deseaba seguir incomodando al joven con su perspicaz e inusual humor. La gente solía verle con mala cara cuando decía en voz alta cosas que en su mente parecían graciosas, rodaban los ojos y le dejaban nuevamente en soledad. En ese instante, no deseaba que Edouard hiciera algo parecido.
-Era mejor cuando vendía cuadros- pasaba algunos meses en sequía, administrando las ganancias de su ultima venta pero, tarde o temprano, algún despistado terminaba siempre comprando sus obras y aquella remuneración era mucho más extensa que las pocas monedas que ganaba en aquel lugar, por eso había aceptado limpiar la tumba de la señora de Montero. Para no tener que pasar otro día a base de piezas de pan y agua. Pero de eso no tenía nada que contar, el francés podía pensar de él lo que quisiera, auto colocarse en bandeja de plata para la lastima de los demás no estaba ni estaría jamás entre sus bajos métodos de conseguir algo para comer. Antes de ver el reflejo en los ojos de los demás su propia desdicha prefería morir de hambre.
-Si, no creo que sea buena idea que lo primero que leas sea un montón de nombres y causas de muerte- sinceridad, planeaba ponerla más en práctica de ahora en adelante así como la paciencia y el autocontrol. Se quedo estático unos instantes ante su cuestionamiento, no había intentado entrar en la biblioteca a tan altas horas pero suponía que como todos los demás locales tendrían una hora para abrir y otra para cerrar –No lo sé- como última opción estaban siempre los libros que tenía en la galería, los mismos con los que el había aprendido francés. Recordaba los primeros días en París y las confusiones que había tenido al intentar hablar la lengua del lugar cuando no sabía más allá de su natal rumano. Pero, permitir al francés visitar su vivienda era algo que no le terminaba de convencer, descubriría más cosas de las que les gustaría confesar.
-Cuando aprendas las cosas básicas lo demás podrías hacerlo tú solo- no esperaba que fuese a poner en riesgo su integridad por algunas lecciones para leer, sin embargo silenciosamente lo anhelaba –Podrías terminar aprendiendo el abecedario hoy mismo- confiaba en que la terquedad con que se expresaba y pensaba le ayudase a memorizar los sonidos y trazos de las letras por individual. Sacó las cerillas del bolsillo ubicándose de espaldas a Edouard, para impedirle ver cualquier temblor en sus manos, y de frente a unos de los candiles apagados de la estancia. El que habían usado hasta aquel instante estaba a punto de consumirse y aquello lo comprendía por los suspiros que hacían temblar a la lánguida lengua de fuego.
-Es hora de partir- sujeto el objeto incandescente y abrió la portezuela de la habitación para sentir de llano como el gélido aire, extrañamente veraniego, azotaba de llano contra su rostro jugueteando con sus cabellos, bailando entre su vestimenta, susurrándole al oído. Aguardo a que el otro saliera de la estancia para descolgarse las llaves y echar el pestillo al pomo, habían datos importantes entre las hojas sueltas que tapizaban el escritorio. Extendió la mano con el quinqué, esperando que Edouard comprendiera y decidiera sujetarlo. Comprendía, por el color de sus manos y la palidez en su piel, que su cuerpo no poseía resiliencia alguna ante el frio, esperaba que por lo menos el calor de la diminuta hoguera le mantuviera a gusto.
-Era mejor cuando vendía cuadros- pasaba algunos meses en sequía, administrando las ganancias de su ultima venta pero, tarde o temprano, algún despistado terminaba siempre comprando sus obras y aquella remuneración era mucho más extensa que las pocas monedas que ganaba en aquel lugar, por eso había aceptado limpiar la tumba de la señora de Montero. Para no tener que pasar otro día a base de piezas de pan y agua. Pero de eso no tenía nada que contar, el francés podía pensar de él lo que quisiera, auto colocarse en bandeja de plata para la lastima de los demás no estaba ni estaría jamás entre sus bajos métodos de conseguir algo para comer. Antes de ver el reflejo en los ojos de los demás su propia desdicha prefería morir de hambre.
-Si, no creo que sea buena idea que lo primero que leas sea un montón de nombres y causas de muerte- sinceridad, planeaba ponerla más en práctica de ahora en adelante así como la paciencia y el autocontrol. Se quedo estático unos instantes ante su cuestionamiento, no había intentado entrar en la biblioteca a tan altas horas pero suponía que como todos los demás locales tendrían una hora para abrir y otra para cerrar –No lo sé- como última opción estaban siempre los libros que tenía en la galería, los mismos con los que el había aprendido francés. Recordaba los primeros días en París y las confusiones que había tenido al intentar hablar la lengua del lugar cuando no sabía más allá de su natal rumano. Pero, permitir al francés visitar su vivienda era algo que no le terminaba de convencer, descubriría más cosas de las que les gustaría confesar.
-Cuando aprendas las cosas básicas lo demás podrías hacerlo tú solo- no esperaba que fuese a poner en riesgo su integridad por algunas lecciones para leer, sin embargo silenciosamente lo anhelaba –Podrías terminar aprendiendo el abecedario hoy mismo- confiaba en que la terquedad con que se expresaba y pensaba le ayudase a memorizar los sonidos y trazos de las letras por individual. Sacó las cerillas del bolsillo ubicándose de espaldas a Edouard, para impedirle ver cualquier temblor en sus manos, y de frente a unos de los candiles apagados de la estancia. El que habían usado hasta aquel instante estaba a punto de consumirse y aquello lo comprendía por los suspiros que hacían temblar a la lánguida lengua de fuego.
-Es hora de partir- sujeto el objeto incandescente y abrió la portezuela de la habitación para sentir de llano como el gélido aire, extrañamente veraniego, azotaba de llano contra su rostro jugueteando con sus cabellos, bailando entre su vestimenta, susurrándole al oído. Aguardo a que el otro saliera de la estancia para descolgarse las llaves y echar el pestillo al pomo, habían datos importantes entre las hojas sueltas que tapizaban el escritorio. Extendió la mano con el quinqué, esperando que Edouard comprendiera y decidiera sujetarlo. Comprendía, por el color de sus manos y la palidez en su piel, que su cuerpo no poseía resiliencia alguna ante el frio, esperaba que por lo menos el calor de la diminuta hoguera le mantuviera a gusto.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Ah, pero había dejado de hacerlo. Parecía que en aquella casa tan pequeña y fría ubicada dentro de un cementerio se habían ido a juntar los sueños rotos de dos varones bastante jóvenes que sabían lo que era sentir el fracaso mordiéndoles por dentro. Cuando Anuar le había preguntado en su anterior encuentro si era feliz Edouard creyó que lo hacía basándose en su aspecto, deduciendo que un muñeco disfrazado no podía ser dichoso, pero ahora se preguntó si no le había interrogado como un modo de hallar esperanza para sí mismo. Desde luego no parecía que el rumano fuera el colmo de la jovialidad ni de la autocomplacencia. A lo mejor los dos terminaban forjando algo parecido a una amistad basada en sus carencias, o autodestruyéndose en una espiral de compasión y lástima propias y ajenas. Aún estaban a tiempo de dejarlo todo en una relación distante de desconocidos que se reunen para hacer entrega de un objeto determinado, ese pañuelo bordado que significaba algo para el artista y que Edouard había ido a devolverle. No sabía si su sentido común o su miedo a todo lo nuevo le instaban a regresar junto a Betrice a la casita del jardín, pero como siempre ocurre el raciocinio tiene poco que hacer cuando se enfrenta a la emoción de una aventura por comenzar. El criado supo que seguiría visitando a Dutuescu para aprender a leer libros y a leerle a él hasta que el otro se cansara de su compañía, o hasta que se enzarzaran en un altercado tan fuerte que ninguno de los dos pudiera sobrevivir a su mutua enemistad.
No se percató del temblor de las manos del otro hombre porque estaba curioseando el contenido del estante fijo en la pared de la cabaña. Cuántos papeles, y también qué raro que hubiera cuchillos sueltos dejados aquí y allá. ¿Para qué fin servirían? ¿Sería Anuar el único que ocuparía aquella morada de forma intermitente, o trabajaban otros allí que iban abandonando sus pertenencias como en una tierra de nadie? El cementerio de humanos tenía que por fuerza que ser bueno también para enterrar objetos perdidos.
- Tiene mucha confianza en mis capacidades. - Le contestó.
Y es que no se veía capaz de seguir solo a partir de ningún punto, si ni siquiera podía imaginarse descifrando alguna letra por más esfuerzo que le pusiera. Para Edouard era magia que aquellas líneas de tinta sobre un papel tradujeran algún significado, y aunque iba a esforzarse en conseguirlo era realista: su cerebro no tenía la misma capacidad plástica que la de un niño de cinco o seis años. No obstante podía ser que Dutuescu fuera solitario - como él mismo, por otra parte - y no quisiera tener un alumno inesperado revoloteando a su alrededor mientras intentaba trabajar, vivir o lamerse las heridas de un pasado que dejaba a su intimidad. Lo comprendía, tampoco a él le entusiasmaba acercarse mucho a aquel extraño, y no porque temiera que pudieran acabar odiándose sino más bien al contrario. ¿Qué pasaba si la compañía del pintor le agradaba? Edouard nunca había tenido amigos.
Sostuvo el quinqué que el otro le tendió y agradeció el calor que emanaba de la llama bailarina. Salió al frío de la noche y la calidez del fuego le iluminó la cara, haciéndolo parecer más que nunca un niño cerca de una luz de Navidad.
- ¿No tiene miedo a los espíritus? - Susurró.
Pero se le veía divertido, o todo lo divertido que podía ser dada su expresión impertérrita acostumbrada. Miró a ambos lados como buscando muertos alzándose de entre sus tumbas, y en sus ojos se podía descubrir un secreto anhelo de que ocurriera algo igual de emocionante. Se sentía como Robinson Crusoe, a punto de emprender un viaje fascinante. Cualquiera diría que solo estaban dirigiéndose a una biblioteca.
No se percató del temblor de las manos del otro hombre porque estaba curioseando el contenido del estante fijo en la pared de la cabaña. Cuántos papeles, y también qué raro que hubiera cuchillos sueltos dejados aquí y allá. ¿Para qué fin servirían? ¿Sería Anuar el único que ocuparía aquella morada de forma intermitente, o trabajaban otros allí que iban abandonando sus pertenencias como en una tierra de nadie? El cementerio de humanos tenía que por fuerza que ser bueno también para enterrar objetos perdidos.
- Tiene mucha confianza en mis capacidades. - Le contestó.
Y es que no se veía capaz de seguir solo a partir de ningún punto, si ni siquiera podía imaginarse descifrando alguna letra por más esfuerzo que le pusiera. Para Edouard era magia que aquellas líneas de tinta sobre un papel tradujeran algún significado, y aunque iba a esforzarse en conseguirlo era realista: su cerebro no tenía la misma capacidad plástica que la de un niño de cinco o seis años. No obstante podía ser que Dutuescu fuera solitario - como él mismo, por otra parte - y no quisiera tener un alumno inesperado revoloteando a su alrededor mientras intentaba trabajar, vivir o lamerse las heridas de un pasado que dejaba a su intimidad. Lo comprendía, tampoco a él le entusiasmaba acercarse mucho a aquel extraño, y no porque temiera que pudieran acabar odiándose sino más bien al contrario. ¿Qué pasaba si la compañía del pintor le agradaba? Edouard nunca había tenido amigos.
Sostuvo el quinqué que el otro le tendió y agradeció el calor que emanaba de la llama bailarina. Salió al frío de la noche y la calidez del fuego le iluminó la cara, haciéndolo parecer más que nunca un niño cerca de una luz de Navidad.
- ¿No tiene miedo a los espíritus? - Susurró.
Pero se le veía divertido, o todo lo divertido que podía ser dada su expresión impertérrita acostumbrada. Miró a ambos lados como buscando muertos alzándose de entre sus tumbas, y en sus ojos se podía descubrir un secreto anhelo de que ocurriera algo igual de emocionante. Se sentía como Robinson Crusoe, a punto de emprender un viaje fascinante. Cualquiera diría que solo estaban dirigiéndose a una biblioteca.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
-¿Por qué no habría de hacerlo?- sabía que no debían ser demasiados los años que le llevaba a aquel muchacho, el mismo no había terminado aun de madurar, su efebo rostro aun detonaba destellos adolescentes que los años consumían con lentitud. Se sentía, sin embargo, como alguna clase de padre o abuelo que intenta enseñarle el mundo a su descendencia, la diferencia radicaba en que entre él y Edouard solo existía un sentimiento, que aun no lograba descifrar, que los orillaba a repeler y sin embargo anhelar la mutua compañía. Por lo menos al rumano le pasaba así, no podía decir que el carácter del francés le fuese en demasía excitante, pero iba aprendido a lidiar con el y con ello iba aprendiendo a evitar los golpes con que antes se había encontrado con abrumante continuidad.
-Pero, si usted no cree que pueda de nada servirá que yo lo haga- había visto fracasar a una decena de hombres por falta de convicción, por el miedo de intentar con tanto esfuerzo y aun así fallar, aquel miedo inherente en todo hombre de ver su orgullo pisoteado frente a él. Inspiro una última vez del cálido aire que bailoteaba en derredor del quinqué antes de ceder su posesión, la manera en que el fuego ilumino el rostro de Eduard le hizo retomar su anterior cuestionamiento -¿Cuántos años tienes?- la inquisición emergió con suavidad, como quien cuestiona a un infante sobre su edad. Quizás se había equivocado al deducir y le llevaba más años de lo que creía. No esperó respuesta, aunque deseaba conocerla, para comenzar a caminar entre las lapidas que se alzaban como laberinto a la entrada del lugar.
Le observó de reojo, no había duda que el francés no se había topado nunca con uno de aquellos monstruos que habitaban en la obscuridad, rebuscando el mas celoso miedo que habitaba en su interior. Y corroboro que había sido una pésima idea llevarlo a aquel lugar –Los conozco muy bien para temer de ellos- tanto, que en esos instantes cargaba con una cajetilla de cerillas y un cuchillo sin filo de plata. No dudaba que de saberlo Edouard le tomase por orate pero poco o nada le importaba si con ello salvaba su vida -¿Sabes alguna historia de ultratumba?- necesitaba saber cual era su conocimiento de aquellos seres sin llegar a resultar demasiado obvio en el proceso. El había llegado a conocer a varios vampiros y hombres lobos, inclusive había vivido en compañía de una cambiaformas ¿Comprendería el jovenzuelo algo de aquello?
-Pero, si usted no cree que pueda de nada servirá que yo lo haga- había visto fracasar a una decena de hombres por falta de convicción, por el miedo de intentar con tanto esfuerzo y aun así fallar, aquel miedo inherente en todo hombre de ver su orgullo pisoteado frente a él. Inspiro una última vez del cálido aire que bailoteaba en derredor del quinqué antes de ceder su posesión, la manera en que el fuego ilumino el rostro de Eduard le hizo retomar su anterior cuestionamiento -¿Cuántos años tienes?- la inquisición emergió con suavidad, como quien cuestiona a un infante sobre su edad. Quizás se había equivocado al deducir y le llevaba más años de lo que creía. No esperó respuesta, aunque deseaba conocerla, para comenzar a caminar entre las lapidas que se alzaban como laberinto a la entrada del lugar.
Le observó de reojo, no había duda que el francés no se había topado nunca con uno de aquellos monstruos que habitaban en la obscuridad, rebuscando el mas celoso miedo que habitaba en su interior. Y corroboro que había sido una pésima idea llevarlo a aquel lugar –Los conozco muy bien para temer de ellos- tanto, que en esos instantes cargaba con una cajetilla de cerillas y un cuchillo sin filo de plata. No dudaba que de saberlo Edouard le tomase por orate pero poco o nada le importaba si con ello salvaba su vida -¿Sabes alguna historia de ultratumba?- necesitaba saber cual era su conocimiento de aquellos seres sin llegar a resultar demasiado obvio en el proceso. El había llegado a conocer a varios vampiros y hombres lobos, inclusive había vivido en compañía de una cambiaformas ¿Comprendería el jovenzuelo algo de aquello?
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Nadie había esperado nunca nada de él en el terreno intelectual, esa era la verdad, pero poseía una ventaja de cara a cualquier aprendizaje y era que no temía hacer el ridículo. Parecía mentira con lo reservado que era en otros terrenos, pero así como sacaría las uñas y los dientes ante cualquiera que osara indagar en su vida privada no se molestaría lo más mínimo si Anuar, en el curso de sus lecciones, bromeaba por ejemplo sobre su pronunciación de ciertas palabras. Así se podría llegar a deducir con el tiempo - mucho más tiempo del que ellos dos se conocían - que el verdadero carácter del muchacho no era el arisco sino el otro, el jovial, solapado con algún suceso trágico o traumático que lo había pulido a base de golpes como una roca a la que las olas liman las asperezas. Ahora Edouard era ya las dos cosas, el temperamento original de aquel niño que vivía en un hospicio regentado por monjas y el carácter reactivo forjado de las intemperies a las que la vida le había sometido alguna vez. Quizá ya no se pudieran separar esas dos facetas y él estuviera siempre condenado a resultarle hosco y terco a los demás.
- Me esforzaré. - Prometió.
No quería entrar en debates sobre si creía en sí mismo o no porque en el fondo no pensaba que eso marcara ninguna diferencia. Eran el esfuerzo y el trabajo duro las herramientas que iba a necesitar.
Echó a andar manteniéndose unos pasos por detrás de Dutuescu pero de forma que la luz del quinqué que sostenía iluminaba tenuemente el camino ante ambos. El motivo de su ligera demora era que seguía observando todo a su alrededor con silencio casi reverencial, un mutismo que solo rompió para contestar a las preguntas que el otro le iba planteando.
- Veinte. - Dijo, olvidándose de devolverle la misma cuestión.
Había encontrado una lápida donde las flores, a diferencia de las de alrededor, no estaban secas. Parecían margaritas blancas de lo más sencillo, silvestres incluso, pero dejadas sobre la piedra del sepulcro por alguien que tenía la constancia de la devoción. Supo al instante que allí yacía alguien que había sido querido en vida, y entonces dictaminó para sus adentros que su existencia había merecido la pena. Nadie moría del todo si dejaba sentimientos en las personas a las que había conocido, sentimientos de afecto, y ese era el concepto más parecido a la eternidad que Edouard podía imaginar.
- Madre me amenazaba con espíritus que vendrían a llevarme si no me comía las verduras. - Le contó a Anuar con ese tono de ironía tan propio de él. - Pero dudo que eso tenga la categoría de historia. Creo que si existieran los fantasmas tendrían cosas mejores que hacer que ir a secuestrar a los niños que se dejan las acelgas en el plato.
No sabía nada de vampiros, hombres lobo ni ninguna otra forma de vida sobrenatural, lo cual resultaba paradójico porque la única persona fuera de la casa de Madame con la que tenía un vínculo era precisamente una jovencita que llevaba muerta treinta años. El sirviente no tenía forma de saber que April era vampiro, y como hasta la fecha nadie le había contado nada que le hiciera sospechar se mantenía en la bendita ignorancia. No, Edouard no creía realmente que hubiera nada de lo que asustarse en aquel camposanto, solo quería saber qué historias tenía Dutuescu para contarle. Solo quería saber más de él.
- ¿Le importa si le tuteo?
- Me esforzaré. - Prometió.
No quería entrar en debates sobre si creía en sí mismo o no porque en el fondo no pensaba que eso marcara ninguna diferencia. Eran el esfuerzo y el trabajo duro las herramientas que iba a necesitar.
Echó a andar manteniéndose unos pasos por detrás de Dutuescu pero de forma que la luz del quinqué que sostenía iluminaba tenuemente el camino ante ambos. El motivo de su ligera demora era que seguía observando todo a su alrededor con silencio casi reverencial, un mutismo que solo rompió para contestar a las preguntas que el otro le iba planteando.
- Veinte. - Dijo, olvidándose de devolverle la misma cuestión.
Había encontrado una lápida donde las flores, a diferencia de las de alrededor, no estaban secas. Parecían margaritas blancas de lo más sencillo, silvestres incluso, pero dejadas sobre la piedra del sepulcro por alguien que tenía la constancia de la devoción. Supo al instante que allí yacía alguien que había sido querido en vida, y entonces dictaminó para sus adentros que su existencia había merecido la pena. Nadie moría del todo si dejaba sentimientos en las personas a las que había conocido, sentimientos de afecto, y ese era el concepto más parecido a la eternidad que Edouard podía imaginar.
- Madre me amenazaba con espíritus que vendrían a llevarme si no me comía las verduras. - Le contó a Anuar con ese tono de ironía tan propio de él. - Pero dudo que eso tenga la categoría de historia. Creo que si existieran los fantasmas tendrían cosas mejores que hacer que ir a secuestrar a los niños que se dejan las acelgas en el plato.
No sabía nada de vampiros, hombres lobo ni ninguna otra forma de vida sobrenatural, lo cual resultaba paradójico porque la única persona fuera de la casa de Madame con la que tenía un vínculo era precisamente una jovencita que llevaba muerta treinta años. El sirviente no tenía forma de saber que April era vampiro, y como hasta la fecha nadie le había contado nada que le hiciera sospechar se mantenía en la bendita ignorancia. No, Edouard no creía realmente que hubiera nada de lo que asustarse en aquel camposanto, solo quería saber qué historias tenía Dutuescu para contarle. Solo quería saber más de él.
- ¿Le importa si le tuteo?
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Avanzaba con lentitud entre las lapidas y hierbajos que se alzaban entorno al suelo bajo sus pies, alguna esporádica rama golpeaba de vez en cuando alguno de sus pies recordándole así el tacto de los inflados y afelpados cuerpos de las ratas que vivían en el lugar. Familias enteras de esos desagradables seres que buscaban refugios entre los ataúdes desgastados que asomaban a la superficie, muchas personas jamás llegarían a comprender los verdaderos mártires a los que eran dispuestos los cuerpos sin vida que yacían en aquel lugar. Anhelaba, no convertirse jamás en un refugio para gusanos y escarabajos, consumido por los años y la tempestad.
La respuesta le llego por encima del hombro, distante, tres años y nada más. La risa cantarina que emergió de sus labios al escuchar sus palabras se ahogo en una sonrisa que pronto se esfumo, dejando como único vestigio de existencia un destello inusual en su melada pupila –Seguro- canturreó, pensando en la escena con extraña simpatía. Supuso entonces que Edouard no había crecido con las historias de vampiros y hombres lobos que a él le habían atormentado en su niñez y era de esperarse Francia y Rumania distaban mucho de ser parecidas. Quizás podría introducir en su repertorio de libros uno que narrase la manera de defenderse de aquellos seres en voz de un tercero, un intrépido héroe que saliese valeroso de cada peligro que la vida y el destino, o en su caso el escritor, lo pusiesen a enfrentar. Entonces dejaría de preocuparse por su desentendimiento de dichos temas.
-En lo absoluto- coloco la mano sobre la rejilla metálica que delimitaba el espacio entre la acera y el recinto de los muertos, aunque había muertos que no solían respetar ningún espació. Y, con un lacrimoso gemido que pareció venir de lo hondo de las tumbas la rejilla se abrió –La biblioteca más cercana esta a unas calles de aquí- aguardó a que el francés saliera del lugar para colocar el candado. No podía dejar abierto y esperar que ningún vándalo saqueara los ataúdes de la alta sociedad, aquellos hombres a quienes solían enterrar con más riquezas que aire. El clic metálico del candado se confundió con el ruido de las hojas que el aire agitaba de aquí a allá, sin resistencia alguna las exhibía por toda la acera desgastando sus cálidos cuerpos. Eran verdes, el aire las había arrancado por la fuerza.
-Ciertamente dudo que pueda estar abierta pero encontraremos alguna otra manera de ingresar- le resto importancia al asunto, como si colarse en propiedad privada fuera el pan de cada día. Introdujo las manos en los bolsillos para resguardarlas de la brisa que parecía colarse por entre su ropa. El rumano se reprimía cada cuestión que alcanzaba a flotar entre el resto de pensamientos, se mordía los labios y ataba la lengua para evitar cometer una imprudencia, malsana curiosidad que lo orillaba a las acciones más confusas porque odiaba vivir en presencia del quizá, el hubiera sido y el jamás sabré. Prefería, darse de bruces contra el fracaso y remediar su actuar sin pronunciar disculpa alguna, reparando entonces el daño se aventuraría nuevamente a triunfar o no. Era por ello, que en su interior la fiera enjaulada engullía sus entrañas por reprimir con lo que había nacido y jamás dejaría de ser.
La respuesta le llego por encima del hombro, distante, tres años y nada más. La risa cantarina que emergió de sus labios al escuchar sus palabras se ahogo en una sonrisa que pronto se esfumo, dejando como único vestigio de existencia un destello inusual en su melada pupila –Seguro- canturreó, pensando en la escena con extraña simpatía. Supuso entonces que Edouard no había crecido con las historias de vampiros y hombres lobos que a él le habían atormentado en su niñez y era de esperarse Francia y Rumania distaban mucho de ser parecidas. Quizás podría introducir en su repertorio de libros uno que narrase la manera de defenderse de aquellos seres en voz de un tercero, un intrépido héroe que saliese valeroso de cada peligro que la vida y el destino, o en su caso el escritor, lo pusiesen a enfrentar. Entonces dejaría de preocuparse por su desentendimiento de dichos temas.
-En lo absoluto- coloco la mano sobre la rejilla metálica que delimitaba el espacio entre la acera y el recinto de los muertos, aunque había muertos que no solían respetar ningún espació. Y, con un lacrimoso gemido que pareció venir de lo hondo de las tumbas la rejilla se abrió –La biblioteca más cercana esta a unas calles de aquí- aguardó a que el francés saliera del lugar para colocar el candado. No podía dejar abierto y esperar que ningún vándalo saqueara los ataúdes de la alta sociedad, aquellos hombres a quienes solían enterrar con más riquezas que aire. El clic metálico del candado se confundió con el ruido de las hojas que el aire agitaba de aquí a allá, sin resistencia alguna las exhibía por toda la acera desgastando sus cálidos cuerpos. Eran verdes, el aire las había arrancado por la fuerza.
-Ciertamente dudo que pueda estar abierta pero encontraremos alguna otra manera de ingresar- le resto importancia al asunto, como si colarse en propiedad privada fuera el pan de cada día. Introdujo las manos en los bolsillos para resguardarlas de la brisa que parecía colarse por entre su ropa. El rumano se reprimía cada cuestión que alcanzaba a flotar entre el resto de pensamientos, se mordía los labios y ataba la lengua para evitar cometer una imprudencia, malsana curiosidad que lo orillaba a las acciones más confusas porque odiaba vivir en presencia del quizá, el hubiera sido y el jamás sabré. Prefería, darse de bruces contra el fracaso y remediar su actuar sin pronunciar disculpa alguna, reparando entonces el daño se aventuraría nuevamente a triunfar o no. Era por ello, que en su interior la fiera enjaulada engullía sus entrañas por reprimir con lo que había nacido y jamás dejaría de ser.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
La luz del quinqué parecía ir flotando en manos de Edouard entre las tumbas, asemejando una especie de fuego fatuo del que el muchacho no era consciente. El efecto que hacían los dos andando en silencio por aquel lugar inóspito tenía que resultar cuanto menos curioso. ¿Qué diría madre si le contara a dónde había ido de visita en su noche libre? Seguro que la anciana se santiguaría y elevaría los ojos al cielo para murmurar una plegaria rápida, como si por entrar en un cementerio de noche a uno se le pudieran pegar los espíritus como piojos y con un rezo breve se exterminaran. El muchacho sabía que no debía buscar lógica a las supersticiones de cada cuál, pues él mismo tenía algunas que sería incapaz de razonar si alguien le preguntara por ellas. Eran costumbres, manías adquiridas a fuerza de ver a los adultos de los que se había rodeado cuando era un niño.
El sonido que lo distrajo de sus pensamientos no fue otro que la risa de Anuar, algo tan sencillo como eso, pero que en un primer momento no identificó como tal. Alzó la vista del sendero y tropezó con una piedra que afortunadamente solo le hizo dar un traspiés sin llegar a precipitarse al suelo, lo cual habría sido un desastre porque portando el candil en las manos no habría tenido cómo parar el golpe. La carcajada cristalina y fresca del rumano no tenía nada que ver con su habitual mirada de introspección. Si Edouard era un chico taciturno a primera vista no cabía duda de que Dutuescu pasaba casi por tímido, que era la versión simpática de las personas hurañas. Contagiado por aquel vestigio de alegría en medio de un escenario tan tétrico sintió que las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba, formándole en el rostro una sonrisa que por un instante lo dulcificó y lo hizo parecer gentil. Lástima que aquel gesto se esfumara con la misma celeridad con la que había llegado.
Franqueó la verja en cuanto el artista la abrió y esperó a que cerrara el candado. El susurro de las hojas agitándose en las ramas de los árboles le anunció que se acercaba una ráfaga de aire, y previendo las consecuencias que podría tener sobre la llama del quinqué se apresuró a protegerla con la mano izquierda formando una especie de cúpula. Así el fuego resistió el embiste del viento y continuó alumbrando el camino por donde los dos pisaban. De nuevo Edouard no dijo nada y arrancó a caminar una vez más al lado de Anuar, agradeciéndole en su fuero interno que esa noche no estuviera haciendo tantas preguntas como la tarde en que lo conoció. Ahora el criado podía estar más tranquilo y dedicarse a acomodar sus sensaciones a esa nueva situación en la que tantas cosas eran diferentes a su día a día habitual: para empezar no tenía a Madame cerca dispuesta a ordenarle cosas en su función de objeto decorativo, y en segundo lugar tenía un compañero nuevo de andanzas. Se acordó de pronto de un niño con el que solía jugar antes de ser adoptado, en la casa de caridad, un crío flaco llamado Jeròme que nunca se estaba quieto y que siempre tenía las rodillas magulladas de trepar a todos lados. Formaban un buen equipo y Edouard se comía sus garbanzos el día que tocaba guisado, porque al otro no le gustaban. Era extraño que aquella imagen de su infancia le hubiera asaltado de pronto la memoria sin llamar antes a la puerta.
- ¿Tienes esposa, hijos? - Preguntó de pronto. - ¿Se quedó tu familia en Rumanía cuando viniste a París?
Aquello podría explicar el talante meditabundo de Anuar. Al recordar a los niños del hospicio se había planteado la posibilidad de que Dutuescu tuviera retoños propios.
El sonido que lo distrajo de sus pensamientos no fue otro que la risa de Anuar, algo tan sencillo como eso, pero que en un primer momento no identificó como tal. Alzó la vista del sendero y tropezó con una piedra que afortunadamente solo le hizo dar un traspiés sin llegar a precipitarse al suelo, lo cual habría sido un desastre porque portando el candil en las manos no habría tenido cómo parar el golpe. La carcajada cristalina y fresca del rumano no tenía nada que ver con su habitual mirada de introspección. Si Edouard era un chico taciturno a primera vista no cabía duda de que Dutuescu pasaba casi por tímido, que era la versión simpática de las personas hurañas. Contagiado por aquel vestigio de alegría en medio de un escenario tan tétrico sintió que las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba, formándole en el rostro una sonrisa que por un instante lo dulcificó y lo hizo parecer gentil. Lástima que aquel gesto se esfumara con la misma celeridad con la que había llegado.
Franqueó la verja en cuanto el artista la abrió y esperó a que cerrara el candado. El susurro de las hojas agitándose en las ramas de los árboles le anunció que se acercaba una ráfaga de aire, y previendo las consecuencias que podría tener sobre la llama del quinqué se apresuró a protegerla con la mano izquierda formando una especie de cúpula. Así el fuego resistió el embiste del viento y continuó alumbrando el camino por donde los dos pisaban. De nuevo Edouard no dijo nada y arrancó a caminar una vez más al lado de Anuar, agradeciéndole en su fuero interno que esa noche no estuviera haciendo tantas preguntas como la tarde en que lo conoció. Ahora el criado podía estar más tranquilo y dedicarse a acomodar sus sensaciones a esa nueva situación en la que tantas cosas eran diferentes a su día a día habitual: para empezar no tenía a Madame cerca dispuesta a ordenarle cosas en su función de objeto decorativo, y en segundo lugar tenía un compañero nuevo de andanzas. Se acordó de pronto de un niño con el que solía jugar antes de ser adoptado, en la casa de caridad, un crío flaco llamado Jeròme que nunca se estaba quieto y que siempre tenía las rodillas magulladas de trepar a todos lados. Formaban un buen equipo y Edouard se comía sus garbanzos el día que tocaba guisado, porque al otro no le gustaban. Era extraño que aquella imagen de su infancia le hubiera asaltado de pronto la memoria sin llamar antes a la puerta.
- ¿Tienes esposa, hijos? - Preguntó de pronto. - ¿Se quedó tu familia en Rumanía cuando viniste a París?
Aquello podría explicar el talante meditabundo de Anuar. Al recordar a los niños del hospicio se había planteado la posibilidad de que Dutuescu tuviera retoños propios.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Observaba el éter del universo mientras avanzaba, sumergidos en un sepulcral silencio que podría haber cortado con el cuchillo que llevaba en el bolsillo del malgastado abrigo “¿Cómo terminaste trabajando con tu Madame? ¿Por qué has tenido hoy la noche libre?” fueron solo unas de las decenas de preguntas que se atiborraban en su sien palpitantes como el piafar de los caballos antes de comenzar el trote. El ladrido de un lejano lebrel le permitió concentrarse en algo que más que alejar la curiosidad y evitar meter el pie, que iba, meter el cuerpo enteroo en terreno que no le convenía.
Su rostro se tenso cuando la pregunta del otro lo abofeteo y por un segundo se olvido de respirar. Decidió ignorarlo por más de una cuadra, maldiciéndose internamente por no haber sido él el primero en hablar, quizás entonces pudiese haber llevado su atención a otros cuestionamientos que no necesitaban de sus memorias y pasado para poderse contestar. Justo seria pensar que el rumano se negaría a contestar aquel dato tan intimido de su vida si el francés ni siquiera había atinado a confiar en él días atrás. Ahora sin embargo, preguntaba de su vida como quien pregunta del clima o el pan “¿Cuál es tu comida favorita?” sonó mejor en su cabeza.
Fue en el segundo bloque cuando decidió que, de nada serviría ignorarlo –No- tajó violentamente, después de un silencio incomodo –Mi padre está en Rumania y espero que mi hermana siga en París- aunque familia alguna le quedaba en ninguna parte del globo terráqueo, arrugo el puente de la casi aguileña nariz al tiempo que escupía las palabras al suelo con rapidez, como si escocieran en su garganta al intentar pronunciarlas –Hace años que no los veo- se encogió de hombros deteniendo su andar, echando la nuca sobre la espalda para admirar la construcción que se alzaba prominente frente a ellos. Desde su lugar parecía que la punta del edificio parecía perforar las obscuras nubes que se mecían movidas por el viento sobre el negro firmamento.
-Revisare si hay alguna otra entrada- culmino, como si no le hubiese confesado la existencia de una familia ausente, suponía que la de él o trabajaba junto con su Madame o le habían dejado solo tiempo atrás. De cualquier manera, ya no tenía intención alguna de volverle a cuestionar nada aquel día o lo que restaba de él porque le daba miedo confesar que iba a contestar cualquier pregunta con que el joven le asaltase. Avanzó con una mano sobre la pared para no perderse, la luna alumbraba bien alto en la bóveda estrellada, con sus ostentosas vestimentas se despojaba de la timidez. De sus entrañas manaban como un manantial ríos de plata liquida que se volvían listones luminosos sobre la apagada París, se partían como cascada sobre los techos de las casas bañándolo todo con un manto espectral.
-¿Podrías revisar del otro lado?- le cuestiono antes de ser devorado por las fauces de la obscuridad, oprimía su cuerpo entre dos puños inmensos que pronto extinguieron su figura. Creía recordar que la biblioteca tenía una puerta lateral que nadie solía usar, no esperaba que estuviese abierta que con un poco de cierta, de la cual carecía y con sus nulos conocimientos de vandalismo, pudiese llegar a abirla.
Su rostro se tenso cuando la pregunta del otro lo abofeteo y por un segundo se olvido de respirar. Decidió ignorarlo por más de una cuadra, maldiciéndose internamente por no haber sido él el primero en hablar, quizás entonces pudiese haber llevado su atención a otros cuestionamientos que no necesitaban de sus memorias y pasado para poderse contestar. Justo seria pensar que el rumano se negaría a contestar aquel dato tan intimido de su vida si el francés ni siquiera había atinado a confiar en él días atrás. Ahora sin embargo, preguntaba de su vida como quien pregunta del clima o el pan “¿Cuál es tu comida favorita?” sonó mejor en su cabeza.
Fue en el segundo bloque cuando decidió que, de nada serviría ignorarlo –No- tajó violentamente, después de un silencio incomodo –Mi padre está en Rumania y espero que mi hermana siga en París- aunque familia alguna le quedaba en ninguna parte del globo terráqueo, arrugo el puente de la casi aguileña nariz al tiempo que escupía las palabras al suelo con rapidez, como si escocieran en su garganta al intentar pronunciarlas –Hace años que no los veo- se encogió de hombros deteniendo su andar, echando la nuca sobre la espalda para admirar la construcción que se alzaba prominente frente a ellos. Desde su lugar parecía que la punta del edificio parecía perforar las obscuras nubes que se mecían movidas por el viento sobre el negro firmamento.
-Revisare si hay alguna otra entrada- culmino, como si no le hubiese confesado la existencia de una familia ausente, suponía que la de él o trabajaba junto con su Madame o le habían dejado solo tiempo atrás. De cualquier manera, ya no tenía intención alguna de volverle a cuestionar nada aquel día o lo que restaba de él porque le daba miedo confesar que iba a contestar cualquier pregunta con que el joven le asaltase. Avanzó con una mano sobre la pared para no perderse, la luna alumbraba bien alto en la bóveda estrellada, con sus ostentosas vestimentas se despojaba de la timidez. De sus entrañas manaban como un manantial ríos de plata liquida que se volvían listones luminosos sobre la apagada París, se partían como cascada sobre los techos de las casas bañándolo todo con un manto espectral.
-¿Podrías revisar del otro lado?- le cuestiono antes de ser devorado por las fauces de la obscuridad, oprimía su cuerpo entre dos puños inmensos que pronto extinguieron su figura. Creía recordar que la biblioteca tenía una puerta lateral que nadie solía usar, no esperaba que estuviese abierta que con un poco de cierta, de la cual carecía y con sus nulos conocimientos de vandalismo, pudiese llegar a abirla.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
No había querido molestarle, pero eso debía de ser obvio para Anuar que hacía nueve días había sido él, el rumano, quien había ofendido al muchacho sin pretenderlo con una pregunta bien intencionada. Edouard se mordió la lengua al ver lo que había hecho, pero ya no había vuelta atrás. Además mentiría si no admitiera que en su fuero interno llegó a felicitarse por haber dado en el blanco. No es que se alegrara de haber removido los fantasmas del rumano en la tumba donde deberían estar descansando en paz, pero es que el pintor había deducido en seguida que la fuente de desdicha del criado era Madame, y en cambio él... él no sabía el por qué de la personalidad retraída de Dutuescu. Ahora había identificado dos focos, dos puntos dolorosos por así decirlo, que eran su familia y el accidente que le había obligado a dejar de pintar. Ya tenía por fin las piezas de puzzle que le faltaban y podía componerse una imagen más clara del otro. Sería hipócrita decir que se arrepentía por completo de haberle hecho precisamente esa pregunta, pero también sería falso decir que no tenía corazón y que no se sintió culpable.
- Yo nunca conocí a mis padres. - Informó, con un tono de voz totalmente carente de emoción.
No es que quisiera que lloraran juntos sus pérdidas, solamente esperaba paliar un poco el efecto del golpe que parecía haberle asestado sin querer proporcionándole a cambio otro vestigio de su ser. Confesión por confesión. Aunque en el caso de Edouard sus progenitores no tenían valor sentimental ninguno, ni siquiera recordaba el olor de su madre, una prostituta que lo había abandonado a las puertas de un orfanato cuando tenía meses de vida.
Al ver que llegaban a los pies de un edificio monumental y que la luna los guarecía consideró apropiado apagar el quinqué. Anuar llevaba cerillas y podrían volver a encenderlo en caso de necesidad, o cuando estuvieran dentro para guiar sus pasos, pero no creía que fuera sensato buscar una entrada para forzarla con un fuego prendido que atrajera la atención de un posible vigilante hacia ellos. Nadie hacía allanamiento de morada con una vela, era de ser estúpido. Cuando el rumano se fue a buscar por un lado él dio la vuelta por el otro. No parecía haber más aberturas para penetrar aquella fortaleza que las ventanas enrejadas, pero de pronto apareció ante sus ojos una portezuela que parecía la de un cuarto de escobas. Quizá daba a la caldera principal, pero de cualquier modo era un acceso. Con un silbido corto llamó a Anuar esperando que intepretara su señal como lo que era y no lo tomara por un tordo trasnochador.
- No tienes que hacer esto por mí. - Le dijo cuando se reunieron de nuevo. - ¿Estás seguro de que quieres entrar? Si nos encuentran nos meteremos en problemas.
Y de nuevo se preocupaba por él. ¿No era curioso? Tal vez aquella sensación fuera solo fruto de una lucha de egos en la que el sirviente, sabiéndose inferior por edad y condición social, intentaba quedar moralmente por encima del otro hombre convenciéndose a sí mismo de que era él quien velaba por la seguridad del rumano. ¿O no era eso, y era un interés genuino? Para no haber leído nunca nada Edouard podía ponerse bastante filosófico en algunas ocasiones.
- Yo nunca conocí a mis padres. - Informó, con un tono de voz totalmente carente de emoción.
No es que quisiera que lloraran juntos sus pérdidas, solamente esperaba paliar un poco el efecto del golpe que parecía haberle asestado sin querer proporcionándole a cambio otro vestigio de su ser. Confesión por confesión. Aunque en el caso de Edouard sus progenitores no tenían valor sentimental ninguno, ni siquiera recordaba el olor de su madre, una prostituta que lo había abandonado a las puertas de un orfanato cuando tenía meses de vida.
Al ver que llegaban a los pies de un edificio monumental y que la luna los guarecía consideró apropiado apagar el quinqué. Anuar llevaba cerillas y podrían volver a encenderlo en caso de necesidad, o cuando estuvieran dentro para guiar sus pasos, pero no creía que fuera sensato buscar una entrada para forzarla con un fuego prendido que atrajera la atención de un posible vigilante hacia ellos. Nadie hacía allanamiento de morada con una vela, era de ser estúpido. Cuando el rumano se fue a buscar por un lado él dio la vuelta por el otro. No parecía haber más aberturas para penetrar aquella fortaleza que las ventanas enrejadas, pero de pronto apareció ante sus ojos una portezuela que parecía la de un cuarto de escobas. Quizá daba a la caldera principal, pero de cualquier modo era un acceso. Con un silbido corto llamó a Anuar esperando que intepretara su señal como lo que era y no lo tomara por un tordo trasnochador.
- No tienes que hacer esto por mí. - Le dijo cuando se reunieron de nuevo. - ¿Estás seguro de que quieres entrar? Si nos encuentran nos meteremos en problemas.
Y de nuevo se preocupaba por él. ¿No era curioso? Tal vez aquella sensación fuera solo fruto de una lucha de egos en la que el sirviente, sabiéndose inferior por edad y condición social, intentaba quedar moralmente por encima del otro hombre convenciéndose a sí mismo de que era él quien velaba por la seguridad del rumano. ¿O no era eso, y era un interés genuino? Para no haber leído nunca nada Edouard podía ponerse bastante filosófico en algunas ocasiones.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
No fue orgullo lo que sintió al saberse con la respuesta correcta y como se lo había planteado con anterioridad la noticia no le sorprendió. Observo por el rabillo del ojo el inexistente dolor del criado y por un instante sintió que compartían algo más que una simple aventura y mucho más que una trágica historia de vida. Se despidió de tal presentimiento en cuanto tuvo que comenzar su andar, no era conocido por su sentimentalismo y no pensaba comenzar veintitrés años después lo que una vida le había costado enterrar. Había cuestiones que traspasaban los hechos y dolores, sentimientos que era mejor no pronunciar por no entenderlos uno mismo y de tener un hermano, se cuestiono, habría sido con el cómo era ahora con Edouard.
Aprovecho el tiempo lejos del otro para reacomodar su serenidad e impedirse a si mismo retroceder en sus memorias, revivir la noche misma en que se había perdido a él y a su familia no era ni por asomo lo que necesitaba hacer. No tuvo tiempo de otra cosa cuando un difuso silbido llego a sus oídos como el eco distante de un llamado –Si a ti te preocupa puedes quedarte aquí afuera- indicó con una media sonrisa que no dejaba adivinar si sus palabras eran sinceras aunque lo eran. Encorvo la espalda y busco la manera de abrir el pestillo, si se hubiera molestado cuando niño en hacer las fechorías que los demás seguramente no le sobrarían medios para hacer ceder a la puerta frente a él.
-¿Cómo demonios abres esto con un cuchillo?- se cuestiono en un susurro que el viento se llevo con rapidez. Más fácil hubiese sido asistir en la tarde y tomar los libros, si la bibliotecaria era la misma de tiempo atrás no le impediría llevárselos a sabiendas que con un poco de retraso los regresaría a su lugar. El lejano aullido de un canido llamo su atención y como movido por algún ente ajeno a él saco las llaves que llevaba en el bolsillo, en el que no estaba el pañuelo, y se dedico a forcejear con la puerta para que se decidiera a abrir. No fue la llave lo que hizo ceder a la madera y no fue el clic metálico del pestillo lo que sonó al otro lado sino, el resquebrajarse de la puerta contra su peso. No era posible que Anuar o Edouard pudiesen haber estado enterados de la terrible población de polillas que azotó la biblioteca meses atrás.
Los animalillos habían carcomido la madera al punto en que cualquier peso extra hacia colapsar las mesas y sillas dejando desplomados por el piso libros y personas por igual. Habían cambiado todos los muebles y quemads todo resto de la población de diminutos seres ergo, a nadie se le ocurrió que la puerta trasera, la que no tenía ningún contacto con las repisas, pudiese haber sido alcanzada por la plaga. Tropezó varios pasos al interior cuando consiguió abrir la puerta y asombrado, observo el agujero que quedaba ahora donde la cerradura debería embonar. Aquella puerta no podría ser vuelta a cerrar –Rahat- mascullo sabiendo ahora que la primera plana del periódico de en la mañana seria el intento de robo de la biblioteca, con suerte y los encargados del mantenimiento confundieran la causa el estrago con algún daño producto del fuerte viento. Pero Anuar no planeaba robar, estaba dispuesto a regresar los libros cuando terminaran la lección.
Aprovecho el tiempo lejos del otro para reacomodar su serenidad e impedirse a si mismo retroceder en sus memorias, revivir la noche misma en que se había perdido a él y a su familia no era ni por asomo lo que necesitaba hacer. No tuvo tiempo de otra cosa cuando un difuso silbido llego a sus oídos como el eco distante de un llamado –Si a ti te preocupa puedes quedarte aquí afuera- indicó con una media sonrisa que no dejaba adivinar si sus palabras eran sinceras aunque lo eran. Encorvo la espalda y busco la manera de abrir el pestillo, si se hubiera molestado cuando niño en hacer las fechorías que los demás seguramente no le sobrarían medios para hacer ceder a la puerta frente a él.
-¿Cómo demonios abres esto con un cuchillo?- se cuestiono en un susurro que el viento se llevo con rapidez. Más fácil hubiese sido asistir en la tarde y tomar los libros, si la bibliotecaria era la misma de tiempo atrás no le impediría llevárselos a sabiendas que con un poco de retraso los regresaría a su lugar. El lejano aullido de un canido llamo su atención y como movido por algún ente ajeno a él saco las llaves que llevaba en el bolsillo, en el que no estaba el pañuelo, y se dedico a forcejear con la puerta para que se decidiera a abrir. No fue la llave lo que hizo ceder a la madera y no fue el clic metálico del pestillo lo que sonó al otro lado sino, el resquebrajarse de la puerta contra su peso. No era posible que Anuar o Edouard pudiesen haber estado enterados de la terrible población de polillas que azotó la biblioteca meses atrás.
Los animalillos habían carcomido la madera al punto en que cualquier peso extra hacia colapsar las mesas y sillas dejando desplomados por el piso libros y personas por igual. Habían cambiado todos los muebles y quemads todo resto de la población de diminutos seres ergo, a nadie se le ocurrió que la puerta trasera, la que no tenía ningún contacto con las repisas, pudiese haber sido alcanzada por la plaga. Tropezó varios pasos al interior cuando consiguió abrir la puerta y asombrado, observo el agujero que quedaba ahora donde la cerradura debería embonar. Aquella puerta no podría ser vuelta a cerrar –Rahat- mascullo sabiendo ahora que la primera plana del periódico de en la mañana seria el intento de robo de la biblioteca, con suerte y los encargados del mantenimiento confundieran la causa el estrago con algún daño producto del fuerte viento. Pero Anuar no planeaba robar, estaba dispuesto a regresar los libros cuando terminaran la lección.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
La pequeña pulla de Anuar, que bromeaba con hacer él la incursión mientras Edouard se quedaba fuera como si se tratara de una niña pequeña, le hizo gracia al chico. No es que soltara una carcajada pero al menos supo encajarla como lo que era en vez de tomársela como una afrenta a su hombría, lo cual indicaba que ya iba relajando el tono en lo que al rumano respectaba. Como respuesta le dio un golpe sin fuerza con el dorso de la mano en el hombro, castigándole así por querer dejarlo al margen de su aventura común. El primer gesto de camaradería entre ambos. Tenía narices que Edouard se hubiera esperado a estar infringiendo la ley para dejar aflorar su lado más humano cuando tendría que ser precisamente al contrario: en esos momentos de tensión debería ser cuando más pronto saltara por cualquier nimia provocación. Pero no hacía falta que nadie le dijera a sus veinte años que parecía funcionar al revés que todo el mundo, era algo que él ya sabía bien.
- No sé, se supone que supone que el ladronzuelo eras tú y lo mío es hacerme rizos, ¿recuerdas?
Rodó los ojos al ver la poca traza con la que Dutuescu intentaba forcejear con la cerradura. Si no se daba más maña iban a estar allí congelándose hasta que dieran las seis.
- Prueba con...
Pero sus palabras quedaron inconclusas porque Anuar había encontrado el modo de entrar. Algo espectacular y demasiado dramático para su gusto, pero efectivo al fin y al cabo. Haciendo caso omiso del aturdimiento momentáneo del pintor Edouard pasó a su lado como si cargarse una puerta fuera lo más normal del mundo.
- Veo que vas a lo grande.
Le emocionaba estar allí pero la sensación no se traducía en su gesto con el brillo de ojos característico de cualquier otro, el criado seguía siendo hermético como una caja fuerte. Solo se le notaba más suelto en su andar, como impulsado hacia delante sin importarle los riesgos de que alguien los viera, y eso era un matiz que solo percibiría quien le conociera muy bien o fuera un gran observador. A todos los demás les asombraría que el muchacho se mantuviera tan impasible en una situación como ésa, y es que no solo acababan de entrar en una propiedad cerrada sino que además estaban recorriendo pasillos que en la oscuridad parecían auténticos laberintos. Edouard no esperaba llegar realmente a buen término caminando sin ton ni son por donde le parecía mejor, pero de pronto al entrar por un arco de madera los encontró. Libros. Libros por todas partes, en las paredes, en estanterías que llegaban hasta el techo y que rodeaban entera la gran sala cuadrangular con mesas de roble en el centro. Aquello parecía un comedor comunal de una beneficencia solo que nadie usaría los bancos para sentarse a llenar el estómago sino para ocupar la mente con todas las palabras que había contenidas dentro de aquellos volúmenes antiquísimos y bien cuidados. La inmensidad del lugar le mareó un poco.
- No sé, se supone que supone que el ladronzuelo eras tú y lo mío es hacerme rizos, ¿recuerdas?
Rodó los ojos al ver la poca traza con la que Dutuescu intentaba forcejear con la cerradura. Si no se daba más maña iban a estar allí congelándose hasta que dieran las seis.
- Prueba con...
Pero sus palabras quedaron inconclusas porque Anuar había encontrado el modo de entrar. Algo espectacular y demasiado dramático para su gusto, pero efectivo al fin y al cabo. Haciendo caso omiso del aturdimiento momentáneo del pintor Edouard pasó a su lado como si cargarse una puerta fuera lo más normal del mundo.
- Veo que vas a lo grande.
Le emocionaba estar allí pero la sensación no se traducía en su gesto con el brillo de ojos característico de cualquier otro, el criado seguía siendo hermético como una caja fuerte. Solo se le notaba más suelto en su andar, como impulsado hacia delante sin importarle los riesgos de que alguien los viera, y eso era un matiz que solo percibiría quien le conociera muy bien o fuera un gran observador. A todos los demás les asombraría que el muchacho se mantuviera tan impasible en una situación como ésa, y es que no solo acababan de entrar en una propiedad cerrada sino que además estaban recorriendo pasillos que en la oscuridad parecían auténticos laberintos. Edouard no esperaba llegar realmente a buen término caminando sin ton ni son por donde le parecía mejor, pero de pronto al entrar por un arco de madera los encontró. Libros. Libros por todas partes, en las paredes, en estanterías que llegaban hasta el techo y que rodeaban entera la gran sala cuadrangular con mesas de roble en el centro. Aquello parecía un comedor comunal de una beneficencia solo que nadie usaría los bancos para sentarse a llenar el estómago sino para ocupar la mente con todas las palabras que había contenidas dentro de aquellos volúmenes antiquísimos y bien cuidados. La inmensidad del lugar le mareó un poco.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
-Me pregunte a mi mismo en voz alta- contesto resueltamente, formular los cuestionamientos en el aire hacía más fácil que las respuestas arribasen con prontitud, como si pudiera engañar a su mente haciéndole creer que eran cuestiones de alguien más. Problemas que necesitaban una solución. Anuar no era, ni remotamente, un hombre hábil a la hora de encarar dificultades que necesitaban un pronto análisis y resolución, como lo demostraba ahora, terminaba causando un daño mayor. Prefería tener tiempo suficiente para meditar las opciones en lugar de abalanzarse sobre la que parecía mejor y terminar con una puerta inservible entre sus manos.
Emparejo la puerta trabándola desde el interior, no creía que alguien fuese a pasar por ahí a tales horas de la noche pero, no podía arriesgarse a que estuviera equivocado y por algo tan simple como no cerrar la incerrable puerta los fueran a descubrir. Avanzó a paso insonoro hacia la biblioteca, aquel laberinto de autores y escritos que conocía con amplitud. Se introdujo en un pasillo rebuscando en los tomos los que necesitaban, de tierras lejanas y lenguaje claro, no de aquellos escritores que adornaban barrocamente sus escritos hasta saturar el texto de metáforas y comparaciones. Mezclando realidad con ficción, de momento, evitarían aquella clase de textos.
Extendió la mano sujetando uno de los libros de Tomás de Iriarte, creía recordar que el hombre había escrito varias fabulas, las fabulas servían para enseñar a los niños y si Edouard no sabía leer ni escribir sería mejor comenzar como todos solían comenzar. Cervantes era un buen escritor pero no creía que los infantes leyeran tales libros en realidad, no sabía que clase de libros enseñaban a los niños el placer por la lectura. Regreso sobre sus pasos en búsqueda del francés para salir del lugar y en cuanto antes mejor, no deseaba que algún gendarme ansioso de alimentar su orgullo los fuese a intentar meter presos por robar un libro. Porque no lo iba a poder negar. Rebusco entre los estantes, pasando a Jacques Delille y Nicolas Chamfort pero de Edouard no había rastro alguno.
Inspiro profundamente apoyándose en una de las mesas de asidua lectura para esperar a que el mozo decidiera que era tiempo de partir, ir de excursión a buscarlo entre los estantes no era productivo, podrían pasar por lados contrarios y en la penumbra del lugar ni siquiera lo notarían.
Emparejo la puerta trabándola desde el interior, no creía que alguien fuese a pasar por ahí a tales horas de la noche pero, no podía arriesgarse a que estuviera equivocado y por algo tan simple como no cerrar la incerrable puerta los fueran a descubrir. Avanzó a paso insonoro hacia la biblioteca, aquel laberinto de autores y escritos que conocía con amplitud. Se introdujo en un pasillo rebuscando en los tomos los que necesitaban, de tierras lejanas y lenguaje claro, no de aquellos escritores que adornaban barrocamente sus escritos hasta saturar el texto de metáforas y comparaciones. Mezclando realidad con ficción, de momento, evitarían aquella clase de textos.
Extendió la mano sujetando uno de los libros de Tomás de Iriarte, creía recordar que el hombre había escrito varias fabulas, las fabulas servían para enseñar a los niños y si Edouard no sabía leer ni escribir sería mejor comenzar como todos solían comenzar. Cervantes era un buen escritor pero no creía que los infantes leyeran tales libros en realidad, no sabía que clase de libros enseñaban a los niños el placer por la lectura. Regreso sobre sus pasos en búsqueda del francés para salir del lugar y en cuanto antes mejor, no deseaba que algún gendarme ansioso de alimentar su orgullo los fuese a intentar meter presos por robar un libro. Porque no lo iba a poder negar. Rebusco entre los estantes, pasando a Jacques Delille y Nicolas Chamfort pero de Edouard no había rastro alguno.
Inspiro profundamente apoyándose en una de las mesas de asidua lectura para esperar a que el mozo decidiera que era tiempo de partir, ir de excursión a buscarlo entre los estantes no era productivo, podrían pasar por lados contrarios y en la penumbra del lugar ni siquiera lo notarían.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Se olvidó por un momento de que lo que hacía era robar y acarició las cubiertas de los libros que apenas distinguía en la oscuridad. La luz de la luna se colaba como podía entre las rejas de las ventanas arrojando lenguas plateadas a través del espacio vacío de la gran habitación y lamiendo las estanterías de forma intermitente. Edouard solo veía por franjas. Por pura casualidad había uno de los volúmenes que tenía impreso el título con una tinta de efecto plateado o metálico, y al incidir sobre él la luz lo hacía resaltar brillando. No tenía modo de descifrar lo que decían aquellas letras luminosas, pero atraído como una polilla alargó la mano y cogió ese ejemplar acercándoselo luego a la nariz. Como no podía leer tenía que servirse de sus otros sentidos - básicamente tacto y olfato, porque no pensaba morder las páginas para probar su sabor - para interactuar con las obras escritas. Decidió llevárselo a Anuar para que él juzgara si era apropiado o no para su aprendizaje.
Hablando del rumano no sabía dónde se había metido. Allí había tantas estanterías y mesas que buscarlo sería como tratar de encontrar una aguja dentro de un pajar enorme. Retrocedió sin hacer ruido intentando reconstruir el camino por el que había venido pero no lo consiguió, todo le parecía igual y simétrico y acabó más perdido aún de lo que estaba al principio. Mientras daba vueltas por la sala fue deteniéndose delante de todo lo que le llamaba la atención: libros finos, gruesos, cubiertos de piel, de tapa dura, blanda e incluso perfumados. Se apoderó de uno en concreto que tenía los cantos de las hojas dorados, y que era sin saberlo una antología de poemas breves recogidos en un volumen pequeño y flexible. La fortuna quiso que se topara por casualidad con la mesa donde estaba Dutuescu antes de poder apropiarse de muchos volúmenes más, porque de lo contrario habría acabado necesitando un saco para recogerlos todos. Le acercó los dos libros que había elegido.
- ¿De qué son estos? - Preguntó acordándose de no alzar la voz.
La verdad es que aquel lugar tampoco invitaba a hablar a gritos, tenía un aura de solemnidad que a Edouard le parecía incluso más sobrecogedor que las iglesias.
Hablando del rumano no sabía dónde se había metido. Allí había tantas estanterías y mesas que buscarlo sería como tratar de encontrar una aguja dentro de un pajar enorme. Retrocedió sin hacer ruido intentando reconstruir el camino por el que había venido pero no lo consiguió, todo le parecía igual y simétrico y acabó más perdido aún de lo que estaba al principio. Mientras daba vueltas por la sala fue deteniéndose delante de todo lo que le llamaba la atención: libros finos, gruesos, cubiertos de piel, de tapa dura, blanda e incluso perfumados. Se apoderó de uno en concreto que tenía los cantos de las hojas dorados, y que era sin saberlo una antología de poemas breves recogidos en un volumen pequeño y flexible. La fortuna quiso que se topara por casualidad con la mesa donde estaba Dutuescu antes de poder apropiarse de muchos volúmenes más, porque de lo contrario habría acabado necesitando un saco para recogerlos todos. Le acercó los dos libros que había elegido.
- ¿De qué son estos? - Preguntó acordándose de no alzar la voz.
La verdad es que aquel lugar tampoco invitaba a hablar a gritos, tenía un aura de solemnidad que a Edouard le parecía incluso más sobrecogedor que las iglesias.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Permitió a su curiosidad indagar en las hojas del libro, ya que había pasado la noche evitando saciar su intriga con cuestionamientos a Carrouges. La pasta era gruesa, de un café achocolatado bastante desgastado, estaba seguro que las manos grasientas de algún infante que había estado jugando y sin mayor cuidado había agarrado el libro estaban ahora marcadas con claridad en las primeras hojas de tan esplendida creación. La suavidad y velocidad con que los trazos estaban hechos le invitaba a adentrarse en la lectura, el maestre que lo hubiera hecho seguramente poseía un don nato. Paso los dedos por encima de la esquina superior de una de las hojas.
Alzó la mirada encontrándose con dos libros que solo tenían una cosa en común, sus títulos eran bien destellantes y llamativos. Dejó a un lado el objeto que había robado su atención para sujetar los que el francés señalaba ahora –Este es de poemas- le indico dejando el libro encima del que él mismo había elegido para comenzar las lecciones. Viro el rostro para leer mejor, Cervantes, se exponía el nombre completo del autor en letras mas diminutas que las que rezaban el titulo de la obra –Rinconente y Cortadillo- leyó no por menos con asombro. De niño había leído algunos fragmentos de la historia de los pequeños españoles, desconocía su final.
-El que encontré es de fabulas, creo que todos nos sirven- y sin más, tomo entre sus manos los tres libros para comenzar a andar en dirección a la salida posterior de la biblioteca ¿Qué hora seria ya? Seguro una nada decente para seguir deambulando por las calles de París ausentes ahora del olor del pan en la mañana, los cuchicheos y risas del gentío y el aroma de la una sociedad que alegre o no, conforme o inconforme, intentaba seguir con su vida -¿A qué hora deberías volver? -no se le antojaba pasar más tiempo en aquel lugar. No porque la compañía de los libros no fuese de su agrado, por mucho tiempo había sido su única compañía, pero después del incidente parecía no poder recobrar la paz.
Y no se mostraba asustado como un cervatillo alumbrado por un quinqué, ni turbado como los perros en presencia de un felino en efecto, lucía tan impávido como en el cementerio, reprimiendo aquella extraña sensación de estar haciendo las cosas mal.
Alzó la mirada encontrándose con dos libros que solo tenían una cosa en común, sus títulos eran bien destellantes y llamativos. Dejó a un lado el objeto que había robado su atención para sujetar los que el francés señalaba ahora –Este es de poemas- le indico dejando el libro encima del que él mismo había elegido para comenzar las lecciones. Viro el rostro para leer mejor, Cervantes, se exponía el nombre completo del autor en letras mas diminutas que las que rezaban el titulo de la obra –Rinconente y Cortadillo- leyó no por menos con asombro. De niño había leído algunos fragmentos de la historia de los pequeños españoles, desconocía su final.
-El que encontré es de fabulas, creo que todos nos sirven- y sin más, tomo entre sus manos los tres libros para comenzar a andar en dirección a la salida posterior de la biblioteca ¿Qué hora seria ya? Seguro una nada decente para seguir deambulando por las calles de París ausentes ahora del olor del pan en la mañana, los cuchicheos y risas del gentío y el aroma de la una sociedad que alegre o no, conforme o inconforme, intentaba seguir con su vida -¿A qué hora deberías volver? -no se le antojaba pasar más tiempo en aquel lugar. No porque la compañía de los libros no fuese de su agrado, por mucho tiempo había sido su única compañía, pero después del incidente parecía no poder recobrar la paz.
Y no se mostraba asustado como un cervatillo alumbrado por un quinqué, ni turbado como los perros en presencia de un felino en efecto, lucía tan impávido como en el cementerio, reprimiendo aquella extraña sensación de estar haciendo las cosas mal.
Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
Estuvo a punto de pedirle a Anuar que le leyera uno de los poemas, pero obviamente se contuvo. Vale que la aventura nocturna se saliera de su rutina habitual, pero él seguía siendo el mismo Edouard y no debería dejar que sus debilidades afloraran a la superficie con el primer individuo que se ofreciera a enseñarle a leer. El criado consideraba básicamente como debilidades todo aquello que constituyera una expresión de sentimientos, y se veía muy tonto desenmascarándose como aficionado a la poesía. En realidad no lo era porque no conocía gran cosa sobre sonetos ni quintillas, era por eso que quería ver lo que ponía en el libro de cantos dorados, pero si quería saciar su curiosidad ya le preguntaría a Betrice. Únicamente estaría cómodo hablando de esas cursiladas con madre, porque dejar que el rumano viera o siquiera imaginara que tenía un punto dulce en su interior - dulce en el mal sentido, de meloso, almibarado - lo avergonzaba tanto que lo ponía de mal humor. Notó como por su propia estupidez su ánimo avinagrado volvía a apoderarse de su interior y lo volvía taciturno de nuevo.
- ¿Crees que tengo toque de queda?
Y ahí estaba otra vez ese tono tan a la defensiva que resultaba grosero.
No era justo para Anuar después de todo lo que había hecho por él y Edouard lo sabía, pero no podía remediar ser como era: un imbécil y un ingrato. Por fortuna Dutuescu no pudo ver la cara que puso el muchacho porque estaba andando detrás del pintor, así que su expresión momentánea de dolor quedó oculta por las sombras de las biblioteca. Si salían por la puerta y dejaba que el otro se marchara perdería para siempre la oportunidad de... ¿qué? ¿Una amistad? Era ridículo pensar en ponerse a hacer amiguitos a sus veinte años de edad, o eso le parecía al joven, pero no podía evitar desearlo. No quería que el rumano se esfumara de su vida ahora que empezaba a entrar.
- Lo siento. - Murmuró, tan flojo que ni él se pudo escuchar. - Lo siento. - Repitió en voz alta.
Hacía tanto que no decía eso que luego caminó en silencio unos metros más, recolocando sus ideas. Ya estaban de nuevo en el punto por donde habían accedido al edificio y solo les quedaba desmontar la puerta maltrecha y escabullirse por el agujero como ratones. Tenía que hablar ahora o callar para siempre, así que se detuvo cortándole el paso a Anuar.
- Sé que no soy fácil de tratar y que no es tu culpa. Es egoísta lo que voy a pedirte pero necesito que me tengas un poco de paciencia. Eso... me hace bien.
Hasta ahí toda su verborrea, no estaba mal para empezar, o eso quería creer él aunque era consciente de que le había pedido un favor a Dutuescu después de soltarle un ladrido. No creía que el otro quisiera pasarle tanto por alto.
- ¿Crees que tengo toque de queda?
Y ahí estaba otra vez ese tono tan a la defensiva que resultaba grosero.
No era justo para Anuar después de todo lo que había hecho por él y Edouard lo sabía, pero no podía remediar ser como era: un imbécil y un ingrato. Por fortuna Dutuescu no pudo ver la cara que puso el muchacho porque estaba andando detrás del pintor, así que su expresión momentánea de dolor quedó oculta por las sombras de las biblioteca. Si salían por la puerta y dejaba que el otro se marchara perdería para siempre la oportunidad de... ¿qué? ¿Una amistad? Era ridículo pensar en ponerse a hacer amiguitos a sus veinte años de edad, o eso le parecía al joven, pero no podía evitar desearlo. No quería que el rumano se esfumara de su vida ahora que empezaba a entrar.
- Lo siento. - Murmuró, tan flojo que ni él se pudo escuchar. - Lo siento. - Repitió en voz alta.
Hacía tanto que no decía eso que luego caminó en silencio unos metros más, recolocando sus ideas. Ya estaban de nuevo en el punto por donde habían accedido al edificio y solo les quedaba desmontar la puerta maltrecha y escabullirse por el agujero como ratones. Tenía que hablar ahora o callar para siempre, así que se detuvo cortándole el paso a Anuar.
- Sé que no soy fácil de tratar y que no es tu culpa. Es egoísta lo que voy a pedirte pero necesito que me tengas un poco de paciencia. Eso... me hace bien.
Hasta ahí toda su verborrea, no estaba mal para empezar, o eso quería creer él aunque era consciente de que le había pedido un favor a Dutuescu después de soltarle un ladrido. No creía que el otro quisiera pasarle tanto por alto.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Los restos de Yorick (Privado)
No lo creía, estaba seguro. Decidió, sin embargo, no hacer amago a las palabras del mozo que le incitaban a contestarle con tal facilidad que parecía un santo por no hacerlo. No estaba dispuesto a cercenar el alma ajena con las palabras que cuales dagas encontraban camino entre sus labios, la vida y no él, sería la encargada de demostrarle su error. Recordó entonces la manera en que ignoraba a Angeliqué cuando buscaba llamar su atención, zapateando el piso con los botines de charol, tirando de sus vestimentas mientras intentaba leer. Era un hombre paciente aunque, lo había llegado a olvidar.
Decidió tampoco contestar a su arrepentimiento, no porque hubiese decidido no aceptarlo sino porque no tenía nada que decir. Lo había perdonado mucho antes de escuchar su aflicción. El cuerpo de Edouard cortó el movimiento de su mano obligándolo a pausar su acción. Enarco una ceja al escucharle hablar, inclemente incoherencia adolescente –Claro- apoyo su mano sobre el hombro del francés para apartarlo de la salida del lugar. No planeaba darle un sermón como el que daban los párrocos a sus feligreses o los que los padres auspiciaban a sus hijos, no necesitaba verbalizar la decisión que había tomado –Se que no es fácil para ti- lo comprendía a la perfección pues por diferentes medios habían terminado en la misma situación.
-Y tampoco lo es para mí, pero creo que ambos lo necesitamos- y sin decir más nada, esperando que el francés entendiese sus palabras, tiro de la portezuela que cedió con facilidad. La luz del exterior ya se colaba por el agujero en la madera pero cuando cayeron de llano las virutas luminosas sobre él le pareció que danzaban. Abrigo los viejos tomos entre sus manos, las que ahora se aferraban a los títulos para no romper en un temblor que hasta en sueños le agobiaba. Y Vislumbrando un lado y otro de la callejuela se cuestiono cual sería el lugar ideal para comenzar a aprender. El cementerio seria agradándole más que una breve estancia en su piso.
-Sera mejor que prendas ya el quinqué- recordó, introduciendo su mano en el bolsillo donde estaban las llaves para entregarle la cajetilla de cerillas con que se había asido antes de salir. Avanzó con un tanto de prisa el trecho que quedaba por recorrer para llegar a la calle principal, desolada, no como había esperado pero como había deseado. Se acomodo el abrigo quitando a manotazos los restos de madera consumida que se habían adherido a la tela, esperaba que lo que llamaban karma no llevase aquella plaga a su lugar –Hay que volver al cementerio- sentenció como si aquello pudiese no ser obvio y para él no lo había sido, después de una ardua disputa interna decidió que no estaba listo.
“Mi tierra, señor caballero no la sé, ni para donde camino, tampoco” Diego Cortado
Decidió tampoco contestar a su arrepentimiento, no porque hubiese decidido no aceptarlo sino porque no tenía nada que decir. Lo había perdonado mucho antes de escuchar su aflicción. El cuerpo de Edouard cortó el movimiento de su mano obligándolo a pausar su acción. Enarco una ceja al escucharle hablar, inclemente incoherencia adolescente –Claro- apoyo su mano sobre el hombro del francés para apartarlo de la salida del lugar. No planeaba darle un sermón como el que daban los párrocos a sus feligreses o los que los padres auspiciaban a sus hijos, no necesitaba verbalizar la decisión que había tomado –Se que no es fácil para ti- lo comprendía a la perfección pues por diferentes medios habían terminado en la misma situación.
-Y tampoco lo es para mí, pero creo que ambos lo necesitamos- y sin decir más nada, esperando que el francés entendiese sus palabras, tiro de la portezuela que cedió con facilidad. La luz del exterior ya se colaba por el agujero en la madera pero cuando cayeron de llano las virutas luminosas sobre él le pareció que danzaban. Abrigo los viejos tomos entre sus manos, las que ahora se aferraban a los títulos para no romper en un temblor que hasta en sueños le agobiaba. Y Vislumbrando un lado y otro de la callejuela se cuestiono cual sería el lugar ideal para comenzar a aprender. El cementerio seria agradándole más que una breve estancia en su piso.
-Sera mejor que prendas ya el quinqué- recordó, introduciendo su mano en el bolsillo donde estaban las llaves para entregarle la cajetilla de cerillas con que se había asido antes de salir. Avanzó con un tanto de prisa el trecho que quedaba por recorrer para llegar a la calle principal, desolada, no como había esperado pero como había deseado. Se acomodo el abrigo quitando a manotazos los restos de madera consumida que se habían adherido a la tela, esperaba que lo que llamaban karma no llevase aquella plaga a su lugar –Hay que volver al cementerio- sentenció como si aquello pudiese no ser obvio y para él no lo había sido, después de una ardua disputa interna decidió que no estaba listo.
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Anuar Dutuescu- Humano Clase Baja
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