Perfect Strangers [Alekséi Pávlov]

por **Arabelle Eisenhauer** Dom Dic 02, 2012 2:08 am

Despertaba en una nueva madrugada, donde a pesar de ser verano el sol aun no hacía amagos por aparecer. En vano antes de abrir los volvió a rezar por despertar en aquella enorme cama con doseles y sábanas de blanca seda, la que era suya en aquella mansión en medio del bosque, pero en cuanto abrió los ojos cayó súbitamente en la realidad, en esa oscura y tétrica habitación en la que se encontraba voluntariamente prisionera. ¿Cuánto había pasado desde que había huido de casa? ¿Más de un mes? Era lo más probable, aunque a ella le hubiesen parecido años.

Aquel vampiro que según sus dichos la había venido siguiendo desde hace un buen tiempo había abierto la puerta hacia el pasado oscuro de Arabelle, y también la había chantajeado de la forma más baja posible, exigiéndole a cambio de su silencio, una especie de vasallaje cuyo contenido eran las dotes mágicas que escasamente tenía desarrolladas. No pudo pensarlo demasiado porque no se le dio tiempo para ello, pero con nada más que aquel vestido azul que llevaba puesto tendió las manos a los grilletes que ahora tironeaban de ella para cumplir con uno de los encargos del vampiro.

Se desperezó con dificultad, y luego fue todo inercia, porque no consiguió recordar cómo se había vestido, ni como había subido a aquel carruaje que ahora le llevaba al puerto a recoger un paquete cuyo contenido desconocía, de un sujeto al que también desconocía. Estaba bastante harta de todas las intrigas en que se había visto envuelta, más siendo una persona que no poseía la virtud de la paciencia, pero no le quedaba más que morderse la lengua y agachar la cabeza.

Solo despertó de aquel estupor cuando la gélida brisa marina le golpeó el rostro y trató de calar también la piel cubierta bajo el pesado abrigo negro. La dichosa calesa no podía acercarse al lugar en que había sido concertada la entrega, por lo que pronto comenzó el incesante taconeo de sus zapatos apresurándose por llegar a aquel mirador, pero que al mismo tiempo se perdía entre todo el ir y venir de quienes laboraban en el puerto. Eso le hacía sentir aún más indefensa, pues no parecía más que una jovencilla perdida entre hombres y niños con la piel curtida por el sol que estivaban, volvían y partían.

Para su fortuna aquel mirador que daba directamente a un roquerío era un lugar bastante apartado, dado que los barcos no podían recalar cerca, pero que al mismo tiempo tenía la desventaja de que no había ningún obstáculo para que el viento arreciara sobre quienes se ubicaran en aquel sitio para observar el mar.

Se paró frente a la cerca que poco podría disuadir a los posibles suicidas, y antes de cometer el error de poner sus manos en aquel frío barandal, trató de calentar sus manos con el cálido vapor que dejaban escapar sus exhalaciones. Se había dejado los guantes en casa, y su insano orgullo le prohibía esconder las manos en los bolsillos del abrigo para resguardarlos del frío que ya oficialmente había atravesado cada capa de ropa.

Pensando que nadie la vería, se dio el pequeño lujo de frotar sus brazos hasta recuperar un poco de la sensibilidad perdida, pero se detuvo de golpe cuando sintió unos pesados pasos. Por instinto volteó el rostro hacia la figura que se acercaba ¿Sería él? Entrecerró los ojos para que el viento no le molestara tanto al intentar entornar la vista, y entreabrió ligeramente los labios, que para ese entonces debían estar casi azules. Decidió retener cualquier fonema que saliera de su boca, pues prefería no meterse en algún problema al equivocarse de persona, porque si era la persona correcta, sería él quien rompería el silencio, al igual que las olas hacían con las rocas.