La fuente de la juventud {Sylvanas Poignet}

Los rumores de la llegada de una nueva vampiresa dispuesta a hacer tratos de sangre, habían llegado hasta sus oídos, y Eustace era una persona sumamente tentada a realizar ese tipo de negocios, que no eran más que una pequeña parte de los muchos negocios turbios en los que siempre se había visto involucrado.

Sacó uno de los caballos de Emerick y se dirigió a todo galope hasta el lugar indicado. Era una enorme casona en medio de Paris, poseía un ante jardín bastante bien cuidado, por lo que supuso que la vampiresa acababa de comprarla, tenía algún sirviente humano ó era tan descarada que no le importaba hacer esas labores en el horario nocturno.

Bajó del caballo y lo amarró a la reja. No hacía mucho que había oscurecido así que suponía que aún debía de estar en casa, y si no lo estaba, le esperaría. Después de todo, era una de sus especialidades el abrir cerraduras y, como si quisiera hacer gala de ello, sólo un chasqueo de dedos bastó para que se abriera la puerta del jardín.

Avanzó por la callejuela de adoquines hasta la misma puerta y le golpeó con un puño firme, esperando a que le abrieran para poder presentarse como corresponde y, mientras esperaba, se acomodó el cabello y ajustó sus ropas para causar una mejor impresión. Sabía de antemano cuan detallistas solían ser los vampiros y como cambiaban en su trato dependiendo cuan conformes estuvieran con él. Les conocía de hacía muchos años, muchos más de los que su apariencia representaba y es que si se mantenía así de joven, era precisamente por lo servicios que a ellos les prestaba. Sus clientes especiales, desde siempre quisquilloso y recatado para con el manejo de sus identidades y hasta ahora había recibido la misma discreción.

Unos pasos se escucharon acercarse y entonces se paró derecho. Ahora es cuando se preguntaba si acaso no habría sido demasiado osado en haberse metido al jardín, así que antes de que se abriera la puerta, corrió de regreso lo que había andado y se quedó en la calle tras la reja y fingiendo que jamás había entrado.

Se mordió los labios y esperó entonces a que se abriera la puerta, para observar a su anfitrión con seriedad mientras mantenía con él un firme contacto visual. Muchos de los vampiros sabían leer la mente y era preciso tener un cerebro claro, centrado y con los pensamientos totalmente en blanco pues si se cerraba la cabeza, no era un buen indicio de confianza hacia esos seres, o al menos no al inicio.

— Buena noche — saludó cortésmente haciendo una sutil reverencia — Soy Eustace Dubois, Senador de la República Francesa y busco a la señorita Sylvanas Poignet, actriz de El Teatro de Vampiros. Me han dicho que vive en este lugar y deseo tratar un par de asuntos personales con ella.

Aquello ya era información clara y suficiente para cualquier persona o sobrenatural. No deseaba, ni necesitaba de más detalles por el momento, pues ya una vez que estuviera a solas con la vampiresa indicada, se presentaría con el mayor de los detalles y develaría su verdadero interés... Y quizás no de la forma que ella lo esperaría.

Suspiró con tranquilidad, había alcanzado a llegar a la puertecita de la verja justo a tiempo y por ello sonreía jocoso, como un niño pequeño que acaba de cumplir la mejor de sus fechorías. Manos atrás, barbilla en alto y traje perfectamente impecable, así es como estaba cuando se abrió la puerta para permitirle su ya preparada presentación a lo que su anfitrión sólo respondió con un escueto “Acompáñeme”, por lo que Eustace alzó las cejas, como si aquello le causara gran gracia.

Acompañó entonces al hombre hacia el interior de la mansión en donde pudo ser consciente de todos sus lujos y darse cuenta a través de la decoración que era una vampiresa más apegada a su humanidad, o quizás a las apariencias, de lo que cualquier vampiro milenario le gustaría aceptar. Podía notarlo por la luminosidad de la mansión, pues distaba mucho de aquellos castillos lúgubres en los que vivían aquellos que les gustaba considerarse los más villanos y sabios de los inmortales, esos mismos que gustaban de la tortura antes de la muerte, de beber lento y disfrutando de la sangre caliente y palpitante salir de sus víctimas lloriconas ¿Cuántas veces le había tocado presenciar una de esas muertes? Muchas, demasiadas, tanto como la cantidad de los años que aún no estaba dispuesto a revelar; tantas como las veces que le habían suplicado por ayuda más él simplemente había actuado como simple cómplice y espectador.

— Ruego aguardéis mientras doy aviso a mademoiselle Sylvanas de su presencia. — dijo de pronto la voz del hombre, sacándole de sus recuerdos de forma tan abrupta que por un par de segundos sólo fue capaz de quedarle mirando sin llegar a comprender.

Las puertas se cerraron tras el hombre que le dejaba completamente solo en aquel salón de chimenea y alfombra de piel. Respiró profundamente y se puso a examinar el lugar cada uno de los objetos, como si en verdad pudiese hablar con ellos para que éstos le contaran su historia, pues en verdad algo de ello había, sobre todo en los adornos y en las fotografías. Eran demasiado años de historia que parecían tan desesperados por hablar que cuando llegaba el momento incluso llegaban a temblar de la emoción.

Y las mismas puertas que antes se habían cerrado, se abrieron en ese momento, dejándole ver a su verdadera anfitriona que venía vestida tan sólo con una bata de costoso material, pero con un aspecto tan impecable como la más reluciente de las vampiresas. Dejó de lado la chuchería que tenía en sus manos y se acercó a la mujer, acompañando sus pasos de una sonrisa cordial y educadamente cortes.

— Mademoiselle Poignet — le nombró a modo de reconocimiento y tomó la mano ofrecida para depositar en ella un beso en el lugar y tiempo exacto para demostrar interés pero no así invasión a su tan delicada y fina piel.

— Una copa de vino; Syrah, si acaso es posible — le indicó al mayordomo y ofreció su brazo a la mujer para que le permitiese escoltarla hasta uno de los sillones en donde ambos pudiesen sentarse a charlar.

Esperó a que ella tomase asiento primero y sólo entonces se sentó frente a ella, con la intención de poder mirarle directamente a los ojos y permitirse expresar la claridad necesaria en sus palabras, pues sospechaba que la vampiresa no poseía aun la menor idea del porque el verdadero motivo de su vista.

— Demoiselle Poignet — le sonrió nuevamente — Es un placer conocerte a tan brillante actriz, pues no esperaba encontrarme hasta ahora con que vuestra belleza fuese en verdad equiparable a vuestro talento — comenzó con aquella cuota exacta de adulaciones que los años le habían enseñado a decir, y es que así como los humanos, cada vampiro solía ser diferente el uno del uno, pero aún así podían clasificarse en ciertos grupos que le permitían saber como comenzar una conversación.

— Como me imagino que ya os habéis enterado — agregó señalando hacia la puerta para explicarse con ello que se refería en verdad a lo que pudiera haberle dicho su mayordomo — Mi nombre es Eustace Dubois, Senador de la República Francesa, mas no he venido aquí por asuntos políticos sino más bien personales, pues creo yo que entre mis habilidades y las vuestras podemos llegar a hacer un excelente trato.

Apenas y había alcanzado a callarse la boca, cuando la puerta de abrió de nuevo para dar paso al mayordomo que con una bandeja de plata le alcanzó la finísima copa de cristal rellenada con vino Syrah.

— Muchas gracias — dijo al hombre, por educación, y esperó a que se marchara nuevamente de la habitación para volver a mirar a los ojos a su acompañante.

— Imagino que ya habéis entendido a lo que me refiero, conozco vuestra naturaleza tan bien, que podría afirmar que los de vuestro bando se han convertido a través de los años en unos de mis mejores aliados.