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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Fiorella Peiten Miér Dic 26, 2012 9:00 am

La tarde moría lentamente. Había sido un día sumamente caluroso e improductivo, a causa de la alta temperatura tres empleadas habían sufrido descompensaciones y Fiorella se había encargado de cumplir, a medias, con las tareas de cada una. El personal, de por sí, era escaso, motivo por el cual, si fallaba uno, fallaban casi todos, funcionaban perfectamente cada uno con su rol, silencioso y discreto. Desde que ella se hacía cargo de liderar el minúsculo grupo de domésticas, mayordomo y mantenimiento de jardines, había notado un cambio, para bien, por supuesto. Cuando llegó a trabajar a la residencia Zarkozi, a pesar de lo limpio que era el sitio, podía ver que algunas cosas no brillaban como debían ser, en cambio, en el presente, todo relucía, tenía buenos aromas y armonizaba en su lugar. Su jefe nunca lo había notado, era un hombre demasiado ocupado para fijarse en aquellos detalles, aunque, íntimamente, deseaba que él reconociera su cuota en el orden y pulcritud de su hogar, sin embargo, en ocasiones, admitía que ese anhelo se relacionaba directamente con el profundo e inconfesable sentimiento que le transmitía. No sabía nada de él, y eran contadas las ocasiones en que lo había visto, pero habían sido suficientes para que ella albergara en su corazón un sitio para su jefe. No se reprimía ni se reprochaba, lo vivía con resignación, a sabiendas de que jamás sería correspondida. Había vivido demasiado para saber cuándo un hombre se sentía atraído por una mujer y cuando era invisible. Y a pesar de los rumores sobre la locura que de Zarkozi, para ella no era más que un ser solitario y brillante.

Sentada en el borde de su cama, Fiorella se cepillaba el cabello después del baño que había tomado tras ordenar servir la cena al señor y luego haber enviado a cada dependiente a sus aposentos. Observaba con atención las nubes que se habían formado con rapidez, algunas hojas se arremolinaban en el patio a causa del viento que comenzaba a soplar. Esa noche habría tormenta. Se quitó la bata y se sumergió en la cama, la vela que descansaba sobre su mesa de luz, titilaba a causa de la brisa que entraba por la hendija de la ventana. El aire en la habitación se había refrescado, lo que le erizó la piel y la obligó a taparse las piernas con la sábana. Tomó el libro que leía en ese momento, le dedicó una oración a su hija y comenzó con la lectura. Afuera, el temporal se había desatado con ferocidad, una típica tormenta de verano. Electricidad, lluvia, viento y granizo se mezclaban en una danza que amenazaba con destrozar todo a su paso. La leve flama de la vela no soportó y terminó apagándose, haciendo regresar a Fiorella a la realidad. Lo cierto es que no se había dado cuenta del fenómeno climático hasta ese mismo instante. Abrió el cajón y tanteó en busca de otra vela. Y al no encontrar ninguna, se dio cuenta que en el trajín del día, había olvidado llevar a su habitación algunas más. Cuando se levantó, el piso le pareció helado, pero rápidamente se acostumbró al tacto. Tanteó el picaporte de la puerta y lo giró. Se adentró en la oscuridad del pasillo, en el cual retumbaban los truenos del exterior. Cuando era una niña pequeña, le aterraban las tormentas, pero al crecer aprendió que las tormentas eran las que le temían a las personas como ella, había conocido una vez a una mujer que tenía el poder de controlarlas, o quizá sólo había sido una ilusión de la más vieja para impresionar a una bruja joven como lo era aquel entonces. Repasó mentalmente el camino hasta llegar a la despensa, cuando finalmente tuvo en su posesión las velas, un mareo seguido de imágenes de sangre y gritos horribles cruzaron por su mente y la obligaron a sentarse en la mesa de la cocina. Se llevó una mano a la frente y respiró profundo. Otra vez aquellas escenas.
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Mensaje por Gregory Zarkozi Mar Ene 29, 2013 1:05 am

El diablo le observaba a través de los orbes de Solange. Ella, era la más débil. Eso no le sorprendía en absoluto. Las mujeres habían sido aliadas del mal desde principio de los tiempos. El árbol genealógico de los Zarkozi, compuesta por una larga y quizás interminable línea de inquisidores, había sufrido una ruptura tras aquélla fatídica noche en que su hija tentó a Roland para que ignorara el llamado de la sangre. Ningún miembro de la familia había podido librarse de las ataduras para con la Iglesia sin pagar antes un precio y Gregory no iba a permitir que su apellido se viese manchado sin dictar antes su propio castigo. Dios había dispuesto que sus hijos sobreviviesen al altercado de la bestia, dándoles así, una oportunidad de redimir sus pecados sirviendo como conejillos de india. Solange le escupió en el rostro y él respondió dándole una bofetada. Mientras ella maldecía su nombre, sacó un pañuelo de su bolsillo derecho y se limpió sin apartar la vista. Las lunas llenas habían dejado de ser necesarias para mantener a su hija encadenada. Ella quería escapar, así que ahora colgaba del techo las veinticuatro horas del día. Una de las criadas ingresaba diariamente al calabozo para mantenerle limpia. Solo conseguían que la soltaran cuando estaba dopada con cianuro. La sangre de la bestia trabajaba fuertemente contra el veneno, obligándole a aumentar la cantidad para seguridad de todos ellos. El científico que trabajaba en secreto para sus propósitos, no había hecho ningún avance para encontrar la cura. El veterano no la buscaba. Tenía ahora una fuente inagotable de sangre infectada para luchar contra vampiros y estaba seguro que habría más usos para ésta, ¡solo tenían que seguir buscando! El odio centelleó en la mirada de Solange. Si no fuese un fiel sirviente de Dios, seguramente habría sucumbido ante el intenso fuego que reflejaban sus orbes. El demonio estaba atrapado y no le gustaba sentirse amenazado. – Estáis siendo gobernada por el mal. Lucha, ¡lucha! o ganará la partida. Ella le gruñó en respuesta, prometiéndole una muerte lenta. Gregory dio la vuelta y se marchó sin mirar de nuevo atrás.

¿Cuánto tiempo más mantendría a su hija en esas condiciones? La mansión estaba bien ubicada. No existían vecinos en las cercanías. Los gritos de ellos nunca serían escuchados por extraños. Los sirvientes habían aprendido a ignorar lo que pasaba en su hogar. Ese era uno de los motivos por los que solo unos cuantos vivían bajo su techo. Les tenía controlados. Sus largos años sirviendo como miembro de la facción de los soldados, le había hecho ganarse fuentes fiables. Había habido informes de cada uno de ellos. El de la ama de llaves había sido el más interesante. ¿Creía ella que no sabía a quién alojaba? Al principio, todo lo que era, había servido para que quisiese simplemente eliminarla. No fue hasta que comprendió que podría servir para un bien mayor que aceptó dejarla al mando de los pocos criados. Había aceptado la muerte de su esposa con absoluta calma, a diferencia del dolor que sintió cuando su primogénito fue asesinado. Aquélla tragedia lo había marcado, haciendo que sus convicciones se fortalecieran. Raoul había sido irreemplazable, su mujer no. Subió los escalones tras asegurar la puerta, dejando a una demente Solange gritando barbaridades. Se detuvo tras una segunda puerta mientras buscaba la llave. Nadie, excepto él, tenía acceso a ellas. Si necesitaban abrir para llevar el alimento a su hija, tenían que ir en su búsqueda. Además, esa era la forma en que manipulaba a Roland. Su hijo e sentía culpable por no haber protegido a su hermana cuando intentaron escapar, así que hacía lo que podía para ganarse su confianza. En lo que concernía al inquisidor, éste nunca la tendría. No la merecía. Seguía creyendo que si alguien debió haber muerto era alguno de ellos y no su primogénito. Dios debía entender su posición. Le había dado una misión que era todo menos fácil. Cuando llegó al pasillo, fue capaz de oír la lluvia golpear contra los cristales. Había pasado tanto tiempo bajo tierra que no había notado que afuera caía una tormenta. Tomó la vela y se adentró al pasillo. Un rayo impactó con fuerza cerca de su propiedad. El sonido fue tan sonoro que por varios segundos, silenciaron los gritos de su prisionera.
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Mensaje por Fiorella Peiten Sáb Feb 16, 2013 10:04 pm

Eran las coplas del viento que silbaban y se escurrían por las hendijas de las ventanas. Su canto sonoro parecía una invitación a un vals, sólo las corrompían los truenos que luchaban en intensidad y las gotas incesantes que se estrellaban contra el suelo. Una ráfaga abrió uno de los vidrios y el agua comenzó a caer en cascada. Fiorella salió de su ensimismamiento y corrió, los pies se le mojaron y la lluvia le empapó el cuerpo hasta que logró cerrar y colocar la traba. Mantuvo su palma abierta contra el postigo, agitada, con los ojos cerrados y la cabeza gacha. Se sentía aturdida aún por las imágenes que no la abandonaban y se mezclaban con los sonidos propios de la rutina de Zarkozi. Había aprendido a ser ciega, sorda y muda, y los pespuntes macabros de las situaciones que se llevaban a cabo bajo el piso sólo se volvían una melodía incongruente. Nadie preguntaba y nadie hablaba, ella, particularmente, no sentía curiosidad, sus honorarios justificaban su omisión, pero más lo hacía la integridad de su hija. Otro rayo más estalló, iluminando por completo la habitación, y luego un ruido que la obligó a incorporarse. Podría haber sido una puerta, pero lo dudaba, ella cerraba todas con llave y las revisaba antes de retirarse a sus aposentos. En una noche como aquellas, ni los ladrones se atreverían a aventurarse, aunque no se animaba a descartar esa posibilidad, la necesidad o la valentía solían ser pésimas consejeras. Estiró su brazo y abrió el primer cajón, del cual tomó un cuchillo grande para cortar carne, se preguntó si realmente se atrevería a apuñalar a una persona si se veía en situación de peligro, y se dijo que por la única persona que cometería el crimen que fuere sería por su hija, más no para defenderse. Volteó y notó una tenue luz en el pasillo al cual salía la puerta de la cocina, ésta se intensificaba cada vez. Alguien llevaba una vela encendida y se acercaba, seguramente otro empleado, pero no valía la pena correr el riesgo y apretó el puñal, como si tal acto le infundiera coraje. Cruzó el charco que había formado la lluvia al entrar en gran cantidad. Podía sentir su corazón salirse por su boca, y su pulso latir descontrolado en sus muñecas y su garganta, pero no había sobrevivido tantos años siendo cobarde, y si algo debía ocurrir, ocurriría sin importar las barreras o defensas que opusiera. La mano libre se ciñó al picaporte y terminó de abrir la puerta, y la exasperó el chirrido que emitió con el movimiento. Recordó haberle pedido a uno de los empleados que arreglara ese sonido, y que éste le había dicho que lo haría inmediatamente; había una gran diferencia entre los tiempos de ese hombre y los suyos, completamente expeditivos. Ya habría advertido su presencia quien estuviese rondando la mansión a tan altas horas de la madrugada, por lo que salió y se plantó con un gesto desafiante y el cuchillo en alto. Quedó petrificada al descubrir a su jefe frente a ella, con una vela en la mano. Su mirada se suavizó en un segundo por el respeto que le infundía aquella figura masculina, y adoptó la misma postura de sumisión que debían tomar todos quienes estuviesen a las órdenes de aquel honorable caballero.

Señor, disculpe… —Fiorella tenía un timbre de voz cadencioso. Hizo una leve reverencia, más por no saber qué continuar diciendo que por formalidad. Notó que aún continuaba con el puñal en su mano y bajó el brazo hacia el costado de su cuerpo. Zarkozi la intimidaba, pero la belga no era la clase de mujer que reprimiera sus emociones, y dejaba fluir aquella sensación que le provocaba la presencia casi abrumadora de su empleador. —¿Necesita que le prepare algo? —preguntó para que ese lapsus de segundos que pasaron en silencio abandonara la incomodidad, era menester llenarlo. Un mechón rubio le incomodaba sobre la sien derecha y lo ubicó tras su oreja. A pesar de que debería haber bajado su mirada en señal de recato, la mujer se la sostuvo, sus ojos se fijaron en los de Zarkozi, jamás había actuado de aquella manera frente a él, y tampoco nunca había tenido la oportunidad de encontrarse a solas en medio de la noche. Debía confirmar aquella duda que la carcomía desde que había ingresado a su trabajo, sabía que ese hombre nunca emplearía a alguien sin averiguar sus antecedentes, ella era lista y de una gran experiencia, conocía las miserias humanas. Sin ningún atisbo de altivez, pero con la seguridad que la caracterizaba, Fiorella habló —No me juzgue insolente, Monsieur, pero siento que es necesario que despeje una incógnita que tengo desde que me contrató —no vio en él algo que le dijera que no continuara, por lo que prosiguió— Usted sabe la clase de persona que soy —y aunque hubiera deseado formular una pregunta, afirmó. Debía aclarar aquellas visiones que le punzaban el corazón, y si esa oportunidad se había posado ante ella, no la dejaría escapar, era hora de descartar a quienes quisieran hacerle daño a Deirdre. La rubia no había sido irrespetuosa, las palabras fueron pronunciadas con cuidado y en serenidad, no era una invitación a una guerra, si no, a un trato tácito. Sabía que corría en desventaja, pero había pasado treinta y nueve años siendo leal a sus corazonadas y éstas no le habían fallado. Gregory Zarkozi no le haría daño, aún.
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