AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El susurro del firmamento [Privado]
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El susurro del firmamento [Privado]
La muerte puede ser la mejor de las opciones...
La mansión Turner era un verdadero revuelo desde tempranas horas de ese viernes. Las modistas ultimaban detalles, las doncellas se preparaban para hacer peinados y alistar a las dos señoras. Bárbara estaba particularmente ansiosa por asistir a tamaña velada en el Palacio Royal junto a su abuela, que estaba instalada en su hogar desde hacía un mes. Las dos mujeres habían conversado mucho sobre esa noche, y la anciana estaba orgullosa de su nieta por haber sido invitada, no cualquier persona tenía acceso a ese tipo de eventos. Una pizca de orgullo se dispersó por el ánimo de la joven ante los elogios de la mujer, que se deshizo en ellos cuando el sello con el lacre de la casa real fue entregado en manos de la dueña de casa por un lacayo. Desde aquel momento, tres semanas atrás, el eje de la vida de las Destutt de Tracy fue buscar a la mejor modista de París, conseguir las mejores telas, comprar joyas y zapatos. La mayor del dúo consiguió un hermoso satén en color magenta, que terminó realzando su belleza madura, la menor, tras la fuerte presión ejercida tanto por la diseñadora como por su abuela, dejó de lado el atuendo negro y eligió el azul petróleo, que realzaba su piel nívea. El vestido de Bárbara era una verdadera obra de arte, el escote cuadrado dejaba al descubierto su esbelto cuello, las hombreras no eran demasiado grandes, ya que a criterio de las damas era de muy mal gusto, la falda era amplia, varias enaguas oscuras ayudaban a su ostentoso porte, sin embargo, se movían con gracia con el paso; pero la gran coronación fue el género de zafiros que cubrió su pecho y los aretes haciendo juego. Cuando la muchacha salió de la habitación con la modista detrás suyo, arrancó exclamaciones tanto de las doncellas como de su abuela, que ya estaba lista. Llevaba el pelo recogido en un rodete en la coronilla, con algunos bucles naturales cayendo sobre su espalda y hombros. El maquillaje fue sumamente discreto, sólo carmín en los labios, un toque de polvo de arroz en el rostro y rubor en los pómulos. Se perfumó con esencia de frangipane, una exótica flor que se conseguía en las indias americanas.
Terminaba de alistarse cuando una empleada golpeó a su puerta, tras recibir la orden de entrar, abrió la entrada para anunciarle a Bárbara que su abuela la requería urgente en la planta baja, la muchacha sólo le dijo que había llegado un anciano. A la francesa le causó curiosidad, no sabía que su abuela había arreglado con algún caballero para que las recogiera, pero bajó a saludar. Si no hubiera sido que había quedado completamente inmóvil, habría perdido el conocimiento y rodado por los últimos tres escalones. Tomado del brazo de Leonor, estaba su esposo, tan alto como lo recordaba, con su porte de militar y su elegancia como fachada del perverso que escondía. Le sonrió, y reconoció en sus pupilas aquel destello malicioso de la adolescencia, que la perseguía en sueños y le había arrebatado la inocencia. La saludó, con un elogio, y el estómago de Bárbara dio un vuelco, vomitaría allí mismo, pero no tenía fuerzas siquiera para encorvarse, le dolía todo el cuerpo, pero ni un músculo respondía, y los padres de su padre se acercaron al pie de la escalera. Vio la mano estirada de Antoine, y sólo pudo girar, tomarse la falda y correr escaleras arriba, para asombro de los pocos empleados y de la anciana. Se encerró, y apoyó la espalda contra la puerta de la alcoba, dejándose caer lentamente, abrazando su vientre, con la respiración agitada y empezando a temblar de a poco. Quería llorar, pero ni siquiera las lágrimas podían bajar, quería gritar, pero no tenía habla. Tocaron la puerta, los dos leves golpes característicos de Leonor, que la incitaba a salir. Bárbara se puso de pie, y con el gesto sereno, le dio paso a la mujer.
—¿Cómo se atreve a traerlo a ésta casa, a mi casa? —pregunto con una tranquilidad asombrosa.
—No seas insolente, jovencita —la espetó— ¿Crees que iría sola a la residencia real? Estás muy equivocada. Tu abuelo nos acompañará, te guste o no. Mandaré a una doncella para que te retoque, pareces una plebeya —volteó, y al pararse bajo el umbral, giró y se dirigió a su nieta— Supéralo, y pon tu mejor cara —y salió.
El camino hacia el Palaise Royal fue eterno y tormentoso. Bárbara sólo pudo mirar por la ventana y tambalearse levemente por el movimiento del carro tirado por cuatro caballos. La magnificencia de los jardines no le provocó la emoción que les causaba a todos los visitantes, fuera la primera o la décima vez que los cruzaran. Cuando un lacayo les abrió la puerta, Leonor descendió, seguida de su nieta, que casi cae de bruces cuando Antoine le dirigió una sonrisa y provocó un leve roce a su mano. Las sienes de la joven iban a explotar, su cabeza iba a estallar en millones de pedazos y los trozos de su cráneo quedarían dispersos en la entrada del Palacio. El anciano le ofreció su brazo izquierdo –del derecho estaba su esposa-, y ella no pudo con tanta farsa, se adelantó un paso y saludó al primer conocido que se cruzó en su camino. De reojo vio que Antoine no la perdía de vista, y ella se apresuró a perderse de su visual. Saludar a las personas la ahogaba, ¿o era el terror el que lo provocaba? Un muchacho la chocó levemente, y ella dio un respingo que incomodó tanto al joven que se ofreció a buscarle algo para beber, sin entender mucho la situación, aceptó, y el caballero volvió con una copa de vino, le preguntó si se encontraba bien, pero Bárbara ya no lo escuchaba, y se alejó entre la multitud, para desconcierto y desilusión del chico, que pensó que tendría una bella compañera para bailar.
Caminó casi sin rumbo, intentando alejarse de la multitud, todavía los reyes no harían su aparición, por lo que tenía tiempo de tranquilizarse. Salió a un balcón y apretó las manos contra el frío mármol, agachó su cabeza y dejó que las voces lejanas llegaran a sus oídos. La Luna en cuarto menguante brillaba y le confería un halo de magnificencia aún mayor a la gran estructura. Desde ese lugar, podían verse algunos carruajes que esperaban para que sus pasajeros bajaran. El aroma de las flores impregnaba el aire, y eso la relajó. Escuchó unos pasos, y se tensó nuevamente, no quiso voltear, reconoció el perfume, ¿cómo no hacerlo? Pudo sentirlo ubicarse detrás de ella, y el contacto de la mano cálida y algo transpirada contra su brazo, la deshizo. Bárbara empezó a temblar, podía sentir el choque de sus dientes, sus fosas nasales se abrían y se cerraban, un nudo le atenazó la garganta y la suave risa burlona de Antoine provocó que dos lágrimas rodaran por cada una de sus mejillas. Quería morir, allí mismo, quería que alguien le atravesara la boca del estómago con una lanza; los recuerdos impacientes se reproducían uno a uno con rapidez y con lentitud, y el peor de sus tormentos tomó una nueva forma cuando los dedos largos le apretaron la cintura. “Ayúdenme” pensaba, pero de su boca no salía ni una palabra. Él la volteó con suavidad, Bárbara se había vuelto una muñeca de trapo completamente maleable. Lo miró a los ojos con profundo horror, esperando que él la atacara, era la presa de un depredador hambriento y sádico, no se podría defender, nunca lo había hecho, tampoco tenía quien lo hiciera por ella.
—Te has vuelto una hermosa mujer, querida nieta —susurró cerca de su rostro, y el olor a tabaco de su aliento, hizo que la joven se tambaleara. Más reminiscencias.
Terminaba de alistarse cuando una empleada golpeó a su puerta, tras recibir la orden de entrar, abrió la entrada para anunciarle a Bárbara que su abuela la requería urgente en la planta baja, la muchacha sólo le dijo que había llegado un anciano. A la francesa le causó curiosidad, no sabía que su abuela había arreglado con algún caballero para que las recogiera, pero bajó a saludar. Si no hubiera sido que había quedado completamente inmóvil, habría perdido el conocimiento y rodado por los últimos tres escalones. Tomado del brazo de Leonor, estaba su esposo, tan alto como lo recordaba, con su porte de militar y su elegancia como fachada del perverso que escondía. Le sonrió, y reconoció en sus pupilas aquel destello malicioso de la adolescencia, que la perseguía en sueños y le había arrebatado la inocencia. La saludó, con un elogio, y el estómago de Bárbara dio un vuelco, vomitaría allí mismo, pero no tenía fuerzas siquiera para encorvarse, le dolía todo el cuerpo, pero ni un músculo respondía, y los padres de su padre se acercaron al pie de la escalera. Vio la mano estirada de Antoine, y sólo pudo girar, tomarse la falda y correr escaleras arriba, para asombro de los pocos empleados y de la anciana. Se encerró, y apoyó la espalda contra la puerta de la alcoba, dejándose caer lentamente, abrazando su vientre, con la respiración agitada y empezando a temblar de a poco. Quería llorar, pero ni siquiera las lágrimas podían bajar, quería gritar, pero no tenía habla. Tocaron la puerta, los dos leves golpes característicos de Leonor, que la incitaba a salir. Bárbara se puso de pie, y con el gesto sereno, le dio paso a la mujer.
—¿Cómo se atreve a traerlo a ésta casa, a mi casa? —pregunto con una tranquilidad asombrosa.
—No seas insolente, jovencita —la espetó— ¿Crees que iría sola a la residencia real? Estás muy equivocada. Tu abuelo nos acompañará, te guste o no. Mandaré a una doncella para que te retoque, pareces una plebeya —volteó, y al pararse bajo el umbral, giró y se dirigió a su nieta— Supéralo, y pon tu mejor cara —y salió.
El camino hacia el Palaise Royal fue eterno y tormentoso. Bárbara sólo pudo mirar por la ventana y tambalearse levemente por el movimiento del carro tirado por cuatro caballos. La magnificencia de los jardines no le provocó la emoción que les causaba a todos los visitantes, fuera la primera o la décima vez que los cruzaran. Cuando un lacayo les abrió la puerta, Leonor descendió, seguida de su nieta, que casi cae de bruces cuando Antoine le dirigió una sonrisa y provocó un leve roce a su mano. Las sienes de la joven iban a explotar, su cabeza iba a estallar en millones de pedazos y los trozos de su cráneo quedarían dispersos en la entrada del Palacio. El anciano le ofreció su brazo izquierdo –del derecho estaba su esposa-, y ella no pudo con tanta farsa, se adelantó un paso y saludó al primer conocido que se cruzó en su camino. De reojo vio que Antoine no la perdía de vista, y ella se apresuró a perderse de su visual. Saludar a las personas la ahogaba, ¿o era el terror el que lo provocaba? Un muchacho la chocó levemente, y ella dio un respingo que incomodó tanto al joven que se ofreció a buscarle algo para beber, sin entender mucho la situación, aceptó, y el caballero volvió con una copa de vino, le preguntó si se encontraba bien, pero Bárbara ya no lo escuchaba, y se alejó entre la multitud, para desconcierto y desilusión del chico, que pensó que tendría una bella compañera para bailar.
Caminó casi sin rumbo, intentando alejarse de la multitud, todavía los reyes no harían su aparición, por lo que tenía tiempo de tranquilizarse. Salió a un balcón y apretó las manos contra el frío mármol, agachó su cabeza y dejó que las voces lejanas llegaran a sus oídos. La Luna en cuarto menguante brillaba y le confería un halo de magnificencia aún mayor a la gran estructura. Desde ese lugar, podían verse algunos carruajes que esperaban para que sus pasajeros bajaran. El aroma de las flores impregnaba el aire, y eso la relajó. Escuchó unos pasos, y se tensó nuevamente, no quiso voltear, reconoció el perfume, ¿cómo no hacerlo? Pudo sentirlo ubicarse detrás de ella, y el contacto de la mano cálida y algo transpirada contra su brazo, la deshizo. Bárbara empezó a temblar, podía sentir el choque de sus dientes, sus fosas nasales se abrían y se cerraban, un nudo le atenazó la garganta y la suave risa burlona de Antoine provocó que dos lágrimas rodaran por cada una de sus mejillas. Quería morir, allí mismo, quería que alguien le atravesara la boca del estómago con una lanza; los recuerdos impacientes se reproducían uno a uno con rapidez y con lentitud, y el peor de sus tormentos tomó una nueva forma cuando los dedos largos le apretaron la cintura. “Ayúdenme” pensaba, pero de su boca no salía ni una palabra. Él la volteó con suavidad, Bárbara se había vuelto una muñeca de trapo completamente maleable. Lo miró a los ojos con profundo horror, esperando que él la atacara, era la presa de un depredador hambriento y sádico, no se podría defender, nunca lo había hecho, tampoco tenía quien lo hiciera por ella.
—Te has vuelto una hermosa mujer, querida nieta —susurró cerca de su rostro, y el olor a tabaco de su aliento, hizo que la joven se tambaleara. Más reminiscencias.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/05/2012
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Localización : París
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Re: El susurro del firmamento [Privado]
No existe hombre que viva libre por toda la eternidad
Pero incluso entre sus cadenas se puede sentir la felicidad.
Pero incluso entre sus cadenas se puede sentir la felicidad.
Una semana atrás, mis ojos divisaron un sobre en la mesa del vestíbulo, era de colores llamativos, con un sello que reconocía por completo las invitaciones ostentosas, estás llamaban a la visita al Palacio Royal, dónde solo la crema y nata de la sociedad Parisina tenía el privilegio de asistir. Y bueno, de algunos otros lados diferentes. Me quedé parado observando el sobre de lejos, eso podría ser una común invitación, o quizás el pedido de un negocio turbio. Caminé con rapidez, y tomé el sobre, tenía que hacerlo antes de que cualquier otro en la casa se hiciera de él, nadie debía tener evidencia de aquellas cosas que llego a hacer, y aunque sé tengo ventajas y contactos que me salven el pellejo, no quiero tener otros involucrados, por ejemplo, mi sobrina; pensar en aquella niña siempre me pone de buenas, recordar sus largos y sedosos cabellos negros, la única mujer que no me hace pensar de forma morbosa teniéndola cerca. Esa pequeña es literalmente la niña de mis ojos, de carácter firme, ideales bien marcados, pero con una dulzura nata que sólo a ella se la permito, en nada se compara mi sobrina con su estúpido y menospreciable padre, quien se la vive encerrado y deprimido por cosas que ya fueron, si yo estuviera en su lugar, habría salido de mi encierro, de mi burbuja de fracasado, y me habría ido al primer burdel para follarme a cuanta zorra se me pusiera enfrente, pero no, no es el caso de mi hermano; niego repetidas veces desechando aquellos pensamientos inútiles, él no me lleva a nada bueno, me lleva a un obscuro abismo lleno de aburrimientos y confusiones, a veces quiero matarlo. ¡Ya, basta de pensamientos idiotas!
Me encuentro frente a mi habitación, giró la perilla y me adentro colocando el pasador del seguro. Me acercó a la ventana y observo la invitación. Había hecho demasiado encargos turbios para toda clase de personas, seguramente querían quedar bien conmigo a cambio de silencios ¿Iría? No, probablemente no iré, pues no me vienen muy bien las fiestas de etiqueta, me aburren, prefiero embrutecerme en alcohol en el burdel, o reunirme con algunos colegas en otros lados. Doblo el papel, y cuando se encuentra perfectamente en su lugar, lo dejo a un lado. Observo por la ventana, la noche se hacía presente, no deseaba salir, al menos no esa noche, así que me descalzo, me desnudo, y me meto a la cama.
Una semana ha pasado desde que esa invitación llegó a mi poder. Un extraño presentimiento me tiene ansioso, sé que debo ir al lugar, algo me dice que necesito ir, que algo pasará, pero no me ánimo del todo, no soy un hombre de presentimientos, yo me dejo guiar por el dinero, y lo que tengo seguro, pues nunca quiero perder. Da igual. Me levanto del escritorio en dirección a la habitación. Tomo un rápido pero relajan baño, si la fiesta me aburre más de la cuenta, me largo. Me coloco un traje de gala después de secar el cuerpo, y tomó la invitación colocándola dentro del abrigo. Salgo sin despedirme, el cochero me está esperando, siempre estaba listo para llevarme a cualquier lado, más que chofer, también era mi amigo, de los pocos, y cómplice, pues me ayuda en cualquier trabajo. El camino es corto, y me bajo a unos metros, no pretendo esperar mucho tiempo, es demasiado estar esperando una larga fila de personas ridículas, hipócritas y demasiado pomposas que no están a mi nivel. Camino un poco y me meto entre los jardines, encontrando a algunos colegas en el trayecto, compartimos pequeñas anécdotas y al entrar cada quien toma su camino, claro que yo, como siempre, tomo a la primer mujer hermosa para sacarla de ahí, tratar de sacarle alguna conversación que finja ser interesante, y después me la folló.
- Interesante la noche - Musito entre los jardines, con una joven que me miraba con estupefacción, pobre niña ingenua, pero mientras ella habla, mi mirada como si se tratara de un imán se levanta, observando a una mujer, que… ¡Que mujer! Nunca antes la había visto rondar por París. ¿Acaso estaría retrasado de noticias? ¿Por qué ella se me escapaba? ¿Quién era ella? La miro intentando que mi mirada capte su atención, pero mi sonrisa, esa que se a encargado de traer a muchas a mi cama desaparece. El semblante de la mujer a cambiado, y eso es preocupante ¿Por qué una hermosa flor tiene que marchitarse antes de tiempo? Dada la distancia, y la poca luz de las lamparas solo puedo notar una figura más alta y robusta, la mujer… ¿Estaba llorando? ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Y qué carajo me tenía que preocupar si esa persona la dañaba o no? Y sin embargo me disculpo, dejando a mi acompañante en medio de la noche, es una lastima, se veía era una buena zorra, y esos labios… Niego repetidas veces y mi paso se agiliza, por fin llego al balcón, sin importar el esfuerzo físico, la rapidez, parece impecable mi respiración.
- Buenas noches - Comentó con esa voz grave, y encima subo el volumen de la misma. Interrumpiendo aquella cercanía, puedo notar el cuerpo frágil de la mujer, su mirada suplicante y una especie de coraje me invade - Espero no le moleste, pero esa mujer a la que está tomando del brazo, está destinada para mi en está hermosa velada - Sonrío de forma amplia, camino de forma galante hasta posarme frente a la mujer, que parecía tan sorprendida como yo me siento por mi espontaneidad y mis ganas de alejarla de ese dolor. Rodeo su cintura con un brazo de forma protectora, para mi buena suerte, pensando bien las cosas, ella estaría en deuda conmigo. - ¿Acaso la molestaba éste hombre? - Le miro a los ojos por primera vez, sonrío un poco más y después volteo a ver al anciano - ¿De verdad pretende seguir molestándola? Creo que ya encontró que no le permitiré eso - Le digo con total tranquilidad, una no muy común en mi, es mejor que al primer cruce de miradas te subestimen, así el tiro de gracia es más placentero.
Me encuentro frente a mi habitación, giró la perilla y me adentro colocando el pasador del seguro. Me acercó a la ventana y observo la invitación. Había hecho demasiado encargos turbios para toda clase de personas, seguramente querían quedar bien conmigo a cambio de silencios ¿Iría? No, probablemente no iré, pues no me vienen muy bien las fiestas de etiqueta, me aburren, prefiero embrutecerme en alcohol en el burdel, o reunirme con algunos colegas en otros lados. Doblo el papel, y cuando se encuentra perfectamente en su lugar, lo dejo a un lado. Observo por la ventana, la noche se hacía presente, no deseaba salir, al menos no esa noche, así que me descalzo, me desnudo, y me meto a la cama.
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Una semana ha pasado desde que esa invitación llegó a mi poder. Un extraño presentimiento me tiene ansioso, sé que debo ir al lugar, algo me dice que necesito ir, que algo pasará, pero no me ánimo del todo, no soy un hombre de presentimientos, yo me dejo guiar por el dinero, y lo que tengo seguro, pues nunca quiero perder. Da igual. Me levanto del escritorio en dirección a la habitación. Tomo un rápido pero relajan baño, si la fiesta me aburre más de la cuenta, me largo. Me coloco un traje de gala después de secar el cuerpo, y tomó la invitación colocándola dentro del abrigo. Salgo sin despedirme, el cochero me está esperando, siempre estaba listo para llevarme a cualquier lado, más que chofer, también era mi amigo, de los pocos, y cómplice, pues me ayuda en cualquier trabajo. El camino es corto, y me bajo a unos metros, no pretendo esperar mucho tiempo, es demasiado estar esperando una larga fila de personas ridículas, hipócritas y demasiado pomposas que no están a mi nivel. Camino un poco y me meto entre los jardines, encontrando a algunos colegas en el trayecto, compartimos pequeñas anécdotas y al entrar cada quien toma su camino, claro que yo, como siempre, tomo a la primer mujer hermosa para sacarla de ahí, tratar de sacarle alguna conversación que finja ser interesante, y después me la folló.
- Interesante la noche - Musito entre los jardines, con una joven que me miraba con estupefacción, pobre niña ingenua, pero mientras ella habla, mi mirada como si se tratara de un imán se levanta, observando a una mujer, que… ¡Que mujer! Nunca antes la había visto rondar por París. ¿Acaso estaría retrasado de noticias? ¿Por qué ella se me escapaba? ¿Quién era ella? La miro intentando que mi mirada capte su atención, pero mi sonrisa, esa que se a encargado de traer a muchas a mi cama desaparece. El semblante de la mujer a cambiado, y eso es preocupante ¿Por qué una hermosa flor tiene que marchitarse antes de tiempo? Dada la distancia, y la poca luz de las lamparas solo puedo notar una figura más alta y robusta, la mujer… ¿Estaba llorando? ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Y qué carajo me tenía que preocupar si esa persona la dañaba o no? Y sin embargo me disculpo, dejando a mi acompañante en medio de la noche, es una lastima, se veía era una buena zorra, y esos labios… Niego repetidas veces y mi paso se agiliza, por fin llego al balcón, sin importar el esfuerzo físico, la rapidez, parece impecable mi respiración.
- Buenas noches - Comentó con esa voz grave, y encima subo el volumen de la misma. Interrumpiendo aquella cercanía, puedo notar el cuerpo frágil de la mujer, su mirada suplicante y una especie de coraje me invade - Espero no le moleste, pero esa mujer a la que está tomando del brazo, está destinada para mi en está hermosa velada - Sonrío de forma amplia, camino de forma galante hasta posarme frente a la mujer, que parecía tan sorprendida como yo me siento por mi espontaneidad y mis ganas de alejarla de ese dolor. Rodeo su cintura con un brazo de forma protectora, para mi buena suerte, pensando bien las cosas, ella estaría en deuda conmigo. - ¿Acaso la molestaba éste hombre? - Le miro a los ojos por primera vez, sonrío un poco más y después volteo a ver al anciano - ¿De verdad pretende seguir molestándola? Creo que ya encontró que no le permitiré eso - Le digo con total tranquilidad, una no muy común en mi, es mejor que al primer cruce de miradas te subestimen, así el tiro de gracia es más placentero.
Predbjørn Østergård- Humano Clase Alta
- Mensajes : 133
Fecha de inscripción : 30/08/2012
Edad : 36
Localización : Paris, Francia
Re: El susurro del firmamento [Privado]
Y fue la oscuridad la que encarceló su alma.
¡Oh! Ruin memoria de penas y condenas…
¡Oh! Ruin memoria de penas y condenas…
El secreto que encerraba el pasado se diluía entre el terror y la blasfemia a lo más puro, en el asalto a la inocencia perdida y en el murmullo de un alma azotada por un vil despojo de carne y hueso que dispensaba, a diestra y siniestra, su voluntad oscura y putrefacta. La estampa de general patriota era la fachada de la que se cubría Destutt de Tracy para arrancarle el corazón a los que lo rodeaban. Así le había ocurrido a Bárbara, así le había ocurrido a esa pobre niña sin madre, que terminó víctima de ese ser impune y traidor. La cercanía con el hombre que le había arrebatado la poca felicidad de la que era dueña, era un círculo vicioso, un callejón sin salida, un océano sin principio y sin final, un embudo que la absorbía, una emboscada a su razón; podía detallar cada vez que ese anciano la había obligado a desnudarse y a pasearse frente a él, aún sentía sus manos sobre sus pechos o dejándole marcas rojizas en la delgada piel, pero el peor de los recuerdos era aquel que recurría sus pesadillas como un feligrés sin descanso, aquel momento fatídico en que su virtud casi fue robada. Cuando despertaba, se abrazaba las rodillas y apretaba las piernas, como si eso fuera a impedir que aquello volviera a azotarla con su fusta de cuero negro y con su mano dura; pero esa vez no despertaría y lo que un día fue una burla de su inconsciente, tomaba la forma del verdugo autor de los crímenes. Y de pronto, una voz… Antoine la soltó de súbito, pero no fue amplia la distancia que tomó. Bárbara aún continuaba presa del miedo, y no notó que un caballero irrumpía su lamento. Otras manos la rodearon, otros brazos la cubrieron, y podía sentir cómo se quemaba, era siempre igual, desde hacía años. El tacto de otro hombre le provocaba aquel ardor inexplicable, le representaba todo cuánto detestaba. No se alejó porque fuera ese su deseo, si no, por la estupefacción que le habían provocado las palabras inoportunas y carentes de verdad del extraño. Escuchó el cruce de palabras en completa enajenación, pero distinguió la furia en los ojos de su abuelo, que se cruzaron por un instante con los suyos, y entendió la orden sin necesidad de que él la diera, siempre había sido igual…
—El…el señor es mi abuelo —su voz sonó frágil y su tono fue casi un susurro. Bajó la mirada y sintió una profunda impotencia al no poder moverse, al saberse indefensa e inútil. El hombre que la había arruinado estaba parado frente a ella sin remordimiento de sus pecados, y otro la sostenía como si fuera una ramera maltratada por un cliente ebrio. Antoine, por algún motivo que Bárbara nunca lograría comprender, le expresó que la dejaba junto a su acompañante, que arreglarían los asuntos pendientes en su residencia; y por primera vez, en mucho tiempo, la joven deseó no tener un hogar al cual llegar cuando una velada incansable llegara a su ocaso. Vio al anciano partir, con su porte intacto, los brazos cruzados en la espalda y el mentón levantado, como si se paseara frente a su tropa a punto de realizar un ataque; ella sabía lo que la esperaba al volver, e imaginó que desde el momento en que había girado, la mente macabra de Destutt de Tracy, ideaba un plan maquiavélico para tomar venganza, para reclamar derechos sobre un cuerpo que no le pertenecía, para torcer la débil defensa que su nieta creaba entre ellos. Le habría agradecido al nuevo acompañante, pero no pudo más que enojarse con él, pues había empeorado algo que parecía imposible de arruinar más de lo que estaba. La presencia de un tercero había significado que las consecuencias serían terribles y funestas, y ya podía ver a su abuelo, nuevamente, entregándose al placer impropio del deseo que le provocaba Bárbara. Antoine desapareció tras el umbral, fue tragado por el encandilamiento de la luz de los faroles, pero su presencia aún flotaba en el aire como una molécula vomitiva.
—Si es tan amable, ¿podría tomar distancia, por favor? —articuló esas palabras haciendo uso de un esfuerzo sobrehumano. Le parecieron estúpidas, pero era lo único que podía hacer al estar inmovilizada, hablar. El alivio que debería haber supuesto la partida del demonio personal que la perseguía, se convertía en una corrupta emoción de ansiedad producto del anhelo de libertad. No quería que nadie la aprisionara, ni con su cuerpo ni con su alma, no estaba en sus planes ser sostenida ni protegida, pero no podía negar el hecho de que, por primera vez en lo que transitaba de años con vida, alguien se había interpuesto entre ella y el terror, la había arrancado de las fauces malolientes de la maldad y la había devuelto a un sitio digno, donde podía pedir y ser obedecida, donde era tratada como una humana. No le expresaría su gratitud a ese intento de héroe, pues sería dar cuenta de lo más íntimo de su memorial, de lo más sombrío que la recubría. De pronto, su orgullo lastimado comenzaba a resurgir, se lamería sola las heridas como una leona, pero no allí, no frente a él. Alzó la vista y fue consciente de la diferencia de estatura y de tamaño, él era aún más alto que su abuelo, y ella nunca creyó que conocería a alguien que lo superara en porte.
Que aquel hombre hubiera sido testigo del inframundo al que su ayer la había arrastrado, era un orificio en su honra, y por acto reflejo, dio dos pasos atrás. No sabía bien qué hacer con sus manos ni con sus pies, tampoco sabía qué hacer con su rostro, pero se mantuvo erguida, lentamente volvía a ser ella misma. Entrelazó los dedos y dio un paso más en reversa, y lo hubiera seguido haciendo si no se hubiera encontrado con la pared del balcón, que la frenó y le arranco un inaudible quejido. El caballero era dueño de una atracción natural, que imposibilitaba a quien estuviera junto a él a alejar su mirada, poseía un encanto difícil de definir, como si fuera el mismísimo rey del universo el que estuviera plantado, y no un simple mortal; lo habría admirado, si no fuera porque tenía su propia vanidad puesta en jaque. Unos acordes llegaron desde el interior del Palacio, y era la ocasión perfecta para despachar a su acompañante. —No se vería bien que se quede sin compañera de baile para ésta noche, allí dentro debe haber alguna dama esperando a quien le apalee el deseo de entregarse al vals —comentó con indulgencia falsa. Bárbara jamás bailaba, y se escondía en un duelo que no sentía para librarse de las propuestas. En sus primeros bailes de temporada, había adorado el movimiento de su falda al moverse, la manera en que una pareja recorría la pista, completamente indiferente a lo que se desarrollaba a su alrededor, o el frufrú de los vestidos y los colores que se mezclaban a medida que las danzas se desarrollaban. Pero ya no, Bárbara estaba tan apagada como la tonalidad de las prendas que llevaba puestas, y el brillo de sus joyas, era el vil e insoportable recuerdo de una época que se esmeraba en enterrar para poder seguir con su camino.
—El…el señor es mi abuelo —su voz sonó frágil y su tono fue casi un susurro. Bajó la mirada y sintió una profunda impotencia al no poder moverse, al saberse indefensa e inútil. El hombre que la había arruinado estaba parado frente a ella sin remordimiento de sus pecados, y otro la sostenía como si fuera una ramera maltratada por un cliente ebrio. Antoine, por algún motivo que Bárbara nunca lograría comprender, le expresó que la dejaba junto a su acompañante, que arreglarían los asuntos pendientes en su residencia; y por primera vez, en mucho tiempo, la joven deseó no tener un hogar al cual llegar cuando una velada incansable llegara a su ocaso. Vio al anciano partir, con su porte intacto, los brazos cruzados en la espalda y el mentón levantado, como si se paseara frente a su tropa a punto de realizar un ataque; ella sabía lo que la esperaba al volver, e imaginó que desde el momento en que había girado, la mente macabra de Destutt de Tracy, ideaba un plan maquiavélico para tomar venganza, para reclamar derechos sobre un cuerpo que no le pertenecía, para torcer la débil defensa que su nieta creaba entre ellos. Le habría agradecido al nuevo acompañante, pero no pudo más que enojarse con él, pues había empeorado algo que parecía imposible de arruinar más de lo que estaba. La presencia de un tercero había significado que las consecuencias serían terribles y funestas, y ya podía ver a su abuelo, nuevamente, entregándose al placer impropio del deseo que le provocaba Bárbara. Antoine desapareció tras el umbral, fue tragado por el encandilamiento de la luz de los faroles, pero su presencia aún flotaba en el aire como una molécula vomitiva.
—Si es tan amable, ¿podría tomar distancia, por favor? —articuló esas palabras haciendo uso de un esfuerzo sobrehumano. Le parecieron estúpidas, pero era lo único que podía hacer al estar inmovilizada, hablar. El alivio que debería haber supuesto la partida del demonio personal que la perseguía, se convertía en una corrupta emoción de ansiedad producto del anhelo de libertad. No quería que nadie la aprisionara, ni con su cuerpo ni con su alma, no estaba en sus planes ser sostenida ni protegida, pero no podía negar el hecho de que, por primera vez en lo que transitaba de años con vida, alguien se había interpuesto entre ella y el terror, la había arrancado de las fauces malolientes de la maldad y la había devuelto a un sitio digno, donde podía pedir y ser obedecida, donde era tratada como una humana. No le expresaría su gratitud a ese intento de héroe, pues sería dar cuenta de lo más íntimo de su memorial, de lo más sombrío que la recubría. De pronto, su orgullo lastimado comenzaba a resurgir, se lamería sola las heridas como una leona, pero no allí, no frente a él. Alzó la vista y fue consciente de la diferencia de estatura y de tamaño, él era aún más alto que su abuelo, y ella nunca creyó que conocería a alguien que lo superara en porte.
Que aquel hombre hubiera sido testigo del inframundo al que su ayer la había arrastrado, era un orificio en su honra, y por acto reflejo, dio dos pasos atrás. No sabía bien qué hacer con sus manos ni con sus pies, tampoco sabía qué hacer con su rostro, pero se mantuvo erguida, lentamente volvía a ser ella misma. Entrelazó los dedos y dio un paso más en reversa, y lo hubiera seguido haciendo si no se hubiera encontrado con la pared del balcón, que la frenó y le arranco un inaudible quejido. El caballero era dueño de una atracción natural, que imposibilitaba a quien estuviera junto a él a alejar su mirada, poseía un encanto difícil de definir, como si fuera el mismísimo rey del universo el que estuviera plantado, y no un simple mortal; lo habría admirado, si no fuera porque tenía su propia vanidad puesta en jaque. Unos acordes llegaron desde el interior del Palacio, y era la ocasión perfecta para despachar a su acompañante. —No se vería bien que se quede sin compañera de baile para ésta noche, allí dentro debe haber alguna dama esperando a quien le apalee el deseo de entregarse al vals —comentó con indulgencia falsa. Bárbara jamás bailaba, y se escondía en un duelo que no sentía para librarse de las propuestas. En sus primeros bailes de temporada, había adorado el movimiento de su falda al moverse, la manera en que una pareja recorría la pista, completamente indiferente a lo que se desarrollaba a su alrededor, o el frufrú de los vestidos y los colores que se mezclaban a medida que las danzas se desarrollaban. Pero ya no, Bárbara estaba tan apagada como la tonalidad de las prendas que llevaba puestas, y el brillo de sus joyas, era el vil e insoportable recuerdo de una época que se esmeraba en enterrar para poder seguir con su camino.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: El susurro del firmamento [Privado]
No es difícil darse cuenta de lo que acontece en el momento, no se necesita ser el hombre más observador, ni el más inteligente (aunque claramente lo soy), para poder notar que entre ellos existe una brecha, un gran secreto que lastima el alma, el corazón y que se proyecta en el cuerpo, la mirada, y la forma de hablar de la mujer. Mi curiosidad siempre ha sido grande, gracias a ella puedo notar no sólo estos detalles, también otros que me han hecho fuerte, poderoso, que me han otorgado muchas ventajas contra mis adversarios para ganar cualquier combate, pero también cualquier negocio. No tengo dinero, poder y fama solo por mi apellido, o por la herencia de mis padres, eso es un extra que no se niega, por el contrario, se presume, gracias a eso me puedo respaldar de lo que realmente me hace ser lo que soy: Mis trabajos turbios. ¿Qué habría pensado la mujer si supiera la clase de lacra que soy desde el primer momento? Seguramente se habría quedado en brazos del anciano. ¡No! Quizás no, es un gran error adelantarse a los hechos, debo mantener la guardia baja para que ella pueda confiar en mi, en realidad no pretendo llevarla a la cama (cosa rara), más bien mi idea era ayudarla, poder darle resguardo y seguridad, esa mirada asesina del hombre me confirma una cosa: me había metido con lo "suyo". Como si verdaderamente me importaba, si yo quiero la nombro mía, estoy seguro que ni siquiera un golpe en su mandíbula va a poder resistir. Quizás se vería mejor bañado el rostro de carmín que con esa pulcritud.
Me doy cuenta que mis pensamientos se están yendo demasiado por los aires. Si sigo pensando, si me quedo en las nubes estoy seguro no tomaré otro tipo de detalles, como por ejemplo, el notar que su cuerpo se encorvaba un poco dejando salir aire, como relajándose un poco, tampoco habría notado como su figura horrorizada se erguía mejor que la que la antigua reina poseía. Que gracioso se estaba portando la castaña, digno de darle un verdadero aplauso por tan buena actuación. ¿Estaba entonces en peligro o le gustaba que la trataran mal? Así son todas las mujeres, nos dejan ver una cosa, al final siempre reclaman otra, les gusta hacerse las mártires para causar lastima, así poder tener nuestros brazos alrededor de su cuerpo, pero al mismo tiempo quieren hacerse las fuertes para que ese detalle nos haga verlas como figuras interesantes, que estén a nuestra "altura", todo aquello era una vil tontería, además, después de haber visto como casi se quebraba por la figura masculina en mil pedazos, a mi no me podía engañar con ese orgullo, con esa soberbia. Negué repetidas veces, en mi rostro se muestra la burla, la diversión que me transmite su actitud, no quiero faltarle al respecto, ¡pero soy así!, ahora que se aguante, sino la llevaré derechito a los brazos del anciano, y haber si puede lidiar con las miradas que seguramente, mañana estarían dando criticas de ella, todo era "el qué dirán".
- ¡Pero vaya! ¡La damisela en peligro resulto una fierecilla! Se pone hostil - Me burlo en su cara, es demasiado malagradecida, eso llega a ponerme de muy mal humor, estoy seguro que no quiere pasar de un momento malo, a uno critico conmigo, las mujeres en estos tiempos deben tener más cuidado al hablar. En primera porque ante la sociedad son seres inferiores, no tienen voz, ni voto, son como un simple objeto para nuestra satisfacción personal, pero también son el trofeo más preciado que tenemos al presumir. ¿Acaso no lo entienden? Mandé a un par a la horca para que se pusieran de ejemplo con el resto, sin embargo no lo haré (al menos por ahora, con está, porque tiene algo que llama mi atención. ¡Afortunada debe sentirse!, Si quiere jugar al orgullo, bueno, yo puedo ser el doble de orgulloso. La segunda razón que debe tomar en cuenta a la forma de hablar, es que de sacarme de mis casillas no me importaba llenarlas de terror, de miedo o maltratarlas físicamente, así soy ¿algún problema? Hasta la fecha nadie me ha podido cambiar, así que mis métodos funcionan.
- Mujer, deberías ser más agradecida cuando te apoyan en una situación tan mala, no, de verdad, no te haga la ridícula, debías haber visto tu cara llena de dolor, simplemente hice mi acción cristiana del día, sólo eso - Me encojo de hombros con cinismo, mi sonrisa de curva en una galante de medio lado - No pretendía molestarla, ni importunarla, para mi buena suerte - Me cruzo de brazos a la altura del pecho - No tengo necesidad de rogarle a un par de faldas para poder tenerla, como le digo, pretendía ayudarle - Le miro con total dolor fingido, y eso si que era evidente - Si mi acto bondadoso es mal tachado, debo ser un verdadero hijo de puta para ser respetado ¿No lo cree? - Palabras altisonantes que me importan una verdadera mierda mencionar este frente a mi quien este. Así me manejo, como repito, nadie me ha quitando las manías - Mi fuerte no es bailar, al menos no en fiestas de este tipo, son algo aburridas ¿O le parecen entretenidas? - Volteo la mirada a la manada de bestias ridículas que pretenden ser lo que naturalmente no son.
- Yo no sé su situación, Madame, honestamente no me da la gana saberla, no soy tan metido como parece, pensé que podía ponerla bajo resguardo, y tampoco quería tocarla, el día que me de la oportunidad no tocaré en esa zona - Le volteo a ver con descaro, sonriendo de forma burlesca, sin embargo soy sincero, siempre lo he sido, al menos no me caracterizo por ser un hipócrita. Camino hasta el borde del balcón, es ahí donde doy un brinco hacía atrás, para sentarme en el borde de cemento. Mi dedo pulgar y el indice se juntan con sus iguales de la otra mano, pero así me quedo, viendo la perfecta obra de teatro más realista que existe, porque dentro de aquella fiesta todos son actores, llenos de caretas sin mostrar su verdadera naturaleza - ¿Ya se siente mejor? - Pregunto con un tono más sereno - Quizás la vida le ha jugado mal, señorita sin nombre, pero aún se encuentra a tiempo de tomar la vida para hacerla jugar a su favor, es un consejo de alguien que lo sabe hacer bien - No dejo de mirar ese delicado y perfecto perfil, es preciosa sin duda pero no, no vamos a hablar de eso, debo mantenerme al margen. - ¿Alguna vez ha disfrutado en realidad de la vida? Puedo enseñarle - Concluyo con naturalidad, no hablaba de sexo, ni nada por el estilo, simplemente del amor a vivir, con todo y penurias.
Me doy cuenta que mis pensamientos se están yendo demasiado por los aires. Si sigo pensando, si me quedo en las nubes estoy seguro no tomaré otro tipo de detalles, como por ejemplo, el notar que su cuerpo se encorvaba un poco dejando salir aire, como relajándose un poco, tampoco habría notado como su figura horrorizada se erguía mejor que la que la antigua reina poseía. Que gracioso se estaba portando la castaña, digno de darle un verdadero aplauso por tan buena actuación. ¿Estaba entonces en peligro o le gustaba que la trataran mal? Así son todas las mujeres, nos dejan ver una cosa, al final siempre reclaman otra, les gusta hacerse las mártires para causar lastima, así poder tener nuestros brazos alrededor de su cuerpo, pero al mismo tiempo quieren hacerse las fuertes para que ese detalle nos haga verlas como figuras interesantes, que estén a nuestra "altura", todo aquello era una vil tontería, además, después de haber visto como casi se quebraba por la figura masculina en mil pedazos, a mi no me podía engañar con ese orgullo, con esa soberbia. Negué repetidas veces, en mi rostro se muestra la burla, la diversión que me transmite su actitud, no quiero faltarle al respecto, ¡pero soy así!, ahora que se aguante, sino la llevaré derechito a los brazos del anciano, y haber si puede lidiar con las miradas que seguramente, mañana estarían dando criticas de ella, todo era "el qué dirán".
- ¡Pero vaya! ¡La damisela en peligro resulto una fierecilla! Se pone hostil - Me burlo en su cara, es demasiado malagradecida, eso llega a ponerme de muy mal humor, estoy seguro que no quiere pasar de un momento malo, a uno critico conmigo, las mujeres en estos tiempos deben tener más cuidado al hablar. En primera porque ante la sociedad son seres inferiores, no tienen voz, ni voto, son como un simple objeto para nuestra satisfacción personal, pero también son el trofeo más preciado que tenemos al presumir. ¿Acaso no lo entienden? Mandé a un par a la horca para que se pusieran de ejemplo con el resto, sin embargo no lo haré (al menos por ahora, con está, porque tiene algo que llama mi atención. ¡Afortunada debe sentirse!, Si quiere jugar al orgullo, bueno, yo puedo ser el doble de orgulloso. La segunda razón que debe tomar en cuenta a la forma de hablar, es que de sacarme de mis casillas no me importaba llenarlas de terror, de miedo o maltratarlas físicamente, así soy ¿algún problema? Hasta la fecha nadie me ha podido cambiar, así que mis métodos funcionan.
- Mujer, deberías ser más agradecida cuando te apoyan en una situación tan mala, no, de verdad, no te haga la ridícula, debías haber visto tu cara llena de dolor, simplemente hice mi acción cristiana del día, sólo eso - Me encojo de hombros con cinismo, mi sonrisa de curva en una galante de medio lado - No pretendía molestarla, ni importunarla, para mi buena suerte - Me cruzo de brazos a la altura del pecho - No tengo necesidad de rogarle a un par de faldas para poder tenerla, como le digo, pretendía ayudarle - Le miro con total dolor fingido, y eso si que era evidente - Si mi acto bondadoso es mal tachado, debo ser un verdadero hijo de puta para ser respetado ¿No lo cree? - Palabras altisonantes que me importan una verdadera mierda mencionar este frente a mi quien este. Así me manejo, como repito, nadie me ha quitando las manías - Mi fuerte no es bailar, al menos no en fiestas de este tipo, son algo aburridas ¿O le parecen entretenidas? - Volteo la mirada a la manada de bestias ridículas que pretenden ser lo que naturalmente no son.
- Yo no sé su situación, Madame, honestamente no me da la gana saberla, no soy tan metido como parece, pensé que podía ponerla bajo resguardo, y tampoco quería tocarla, el día que me de la oportunidad no tocaré en esa zona - Le volteo a ver con descaro, sonriendo de forma burlesca, sin embargo soy sincero, siempre lo he sido, al menos no me caracterizo por ser un hipócrita. Camino hasta el borde del balcón, es ahí donde doy un brinco hacía atrás, para sentarme en el borde de cemento. Mi dedo pulgar y el indice se juntan con sus iguales de la otra mano, pero así me quedo, viendo la perfecta obra de teatro más realista que existe, porque dentro de aquella fiesta todos son actores, llenos de caretas sin mostrar su verdadera naturaleza - ¿Ya se siente mejor? - Pregunto con un tono más sereno - Quizás la vida le ha jugado mal, señorita sin nombre, pero aún se encuentra a tiempo de tomar la vida para hacerla jugar a su favor, es un consejo de alguien que lo sabe hacer bien - No dejo de mirar ese delicado y perfecto perfil, es preciosa sin duda pero no, no vamos a hablar de eso, debo mantenerme al margen. - ¿Alguna vez ha disfrutado en realidad de la vida? Puedo enseñarle - Concluyo con naturalidad, no hablaba de sexo, ni nada por el estilo, simplemente del amor a vivir, con todo y penurias.
- Spoiler:
- Una gran disculpa vida mía, mejor que nadie sabe la situación, sepa disculpar, y deseo la espera haya valido la pena.
Predbjørn Østergård- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 30/08/2012
Edad : 36
Localización : Paris, Francia
Re: El susurro del firmamento [Privado]
Ni en toda su corta vida le habían hecho esa cantidad incalculable de preguntas íntimas ni comentarios descorteses. Bárbara había lidiado con hombres vulgares que la tomaban como una viuda desesperada en busca de afecto y calor masculino, otros tantos como una niña caprichosa capaz de entregarse al mejor postor, otros como una ramera de la alta alcurnia, sin embargo, ninguno había osado inmiscuirse tanto en sus asuntos personales como aquel caballero –si es que podía ser tildado de tal-. Se debía al hecho, caviló, de que ninguno jamás la había visto en aquel estado de indefensión, ninguno había sido testigo de aquella niña asustada en la que se convertía cuando el lobo acechaba. Detestó que la haya encontrado bajo el efecto trágico y avasallante de la debilidad, del miedo, de la propia miseria, de las propias cadenas. Ella era esa mujer fuerte y decidida en la cual se había convertido, era esa dama respetable que luchaba día a día por su futuro y por mantener un sitio que se había ganado a presión. Y en aquel punto profundo de su alma, aquel que no había sido invadido por la oscuridad ni la soledad, agradecía que, enviado por Dios o por el Diablo, haya aparecido alguien que, de manera casi desinteresada, la hubiera arrancado de los tentáculos del pulpo. Pero claro, Bárbara negaba ese rincón de esperanza con el mismo ahínco con el que batallaba contra sus demonios, y se enfundó con la máscara fría y pétrea que tan bien llevaba y que había sido hecha a su medida, por sus propios mecanismos de defensa, por su propio coraje. No se resignaba a la indulgencia del desconocido, que ni siquiera se había presentado y que la atacaba sin más razones que por no haber sido recibido por una dama agradecida y mimosa, que le hubiera ronroneado como una gata en celo y se hubiera restregado contra sus piernas rogando una caricia.
Allí radicaba el –terrible- error del extraño, había sacado sus propias conclusiones e intentaba encerrar a Bárbara en una generalización egoísta, desprovista de fundamentos y, seguramente, alimentada por una vida de excesos y descontrol. Todo lo que la joven no quería para su vida. Ella deseaba controlar todo, de hecho, lo hacía. No soportaba los vicios, nada podía prohibirle el propio dominio de sus facultades, nada podía obnubilarla. Bárbara no daba rienda suelta a sus emociones, y tampoco tenía interés en que eso sucediera. Durante sus veinte años le habían enseñado que una verdadera dama era aquella que podía mantenerse en sus cabales, a pesar de cualquier situación, por más abismal que significase la brecha que abriese. Destutt de Tracy era un apellido de connotaciones estoicas, enarbolaba el orgullo de una dinastía centenaria que le impregnaba a sus portadores el único fin de mantener su reputación por encima de cualquier adversidad que se presentase. Así había sido criada, y por más que renegase de una genealogía que no había hecho más que convertirla en un despojo de mujer, en un fantasma de emociones anestesiadas, era una filosofía de vida que acataba a raja tabla, una oración que seguía al pie de la letra. Allí, una vez más, se encontraba el meollo de la equivocación del desconocido, intentar rotular a Bárbara, cuando ella no era como las demás, era diferente, se sabía diferente, y se esmeraba por serlo. Quizá era su afán de demostrarle a la sociedad que no podían con ella, o quizá el deseo oculto de una niña sin amor de demostrarse a sí misma que no necesitaba de los demás para superarse o sentirse confortada. Fuese cualquiera de los dos motivos, a la viuda no había que subestimarla, ni mucho menos intentar comprenderla. Era una tarea vana, arrojarse a la empresa de intentar socavarle información sobre lo que su mente ágil no tenía deseos de expresar, era, simplemente, chocarse contra una pared.
—Lamento, profundamente, no llenar sus expectativas, Monsieur —comentó con el mayor de los sarcasmos. No demostraría horror ante las expresiones soeces y maleducadas. Quizá muchas hubieran intentado poner su mejor gesto de ofensa o hubieran soltado risotadas estúpidas, pero Bárbara, simplemente, omitió y se mostró indiferente. No se esmeró en llenar el silencio incómodo que se produjo tras su frase, simplemente, porque no la incomodaba. El hombre había pasado a un segundo plano por completo. Había perdido el pespunte de interés que le había generado al desnudar su esencia oscura e intrincada, en la cual Bárbara no tenía –ni deseaba tener- lugar. Sólo pensó en que si volvía al salón principal donde se desarrollaba el baile, indefectiblemente, se cruzaría con la mirada inquisidora de su abuelo, y la sangre se le helaba ante esa perspectiva. ¿Con qué se encontraría? ¿Con aquel deseo aberrante de posesión, que la marcaba como si fuera ganado? ¿O con el odio visceral que le provocaba al anciano saber que nunca obtendría nada de Bárbara? ¿En qué momento la tranquilidad que tanto había deseado un día, había sido pisoteada como un jardín de petunias? El destino se encargaba, una vez más, de ponerla a prueba y mortificarla. No había hecho nada para merecer un martirio de ese tipo. Pero la posición de víctima ya no le sentaba, ya no estaba cómoda con ese rol, y era una verdadera revelación el no tener deseos de regodearse en su propia porquería. Bárbara había emergido de las profundidades del Infierno, y se había jurado nunca más caer en él, nunca más dejarse atropellar. Entraría a ese salón y pasaría la velada como si la situación fuera natural. La imagen de Leonor, siempre espléndida, se le volvió nítida, y sabía que en eso debía estarle agradecida a la anciana, que había sido un ejemplo de estoicismo durante su niñez y adolescencia. Ninguna de las dos era feliz, con la diferencia que la mayor lo había elegido, y Bárbara no quería seguir sus pasos.
—Me retiro y lo dejo con sus cavilaciones sobre mi vida personal —hizo una reverencia y volteó. Caminó un par de pasos y la última pregunta que le había hecho le martilleó los tímpanos. Recordó a su madre peinándola, y ese sí había sido un verdadero placer. Estuvo a punto de sonreír ante la imagen de Francesca y ella de niña sentadas frente a un espejo, mientras los dedos hábiles de la mujer le trenzaban la larga y suave cabellera. Giró levemente su cabeza y sus mirada dura se posó en la de él —Puedo asegurarle que la he disfrutado más que usted —no esperó contestación, alzó su mentón y se perdió tras el cortinado que separaba el balcón del sitio donde se desarrollaba el baile. Bárbara había conocido a hombres de toda clase y educación, y cuando uno estaba atormentado por una existencia sin satisfacciones emocionales y repleta de carnalidad, tenía la misma expresión que ese extraño joven. Ella no era quién para juzgarlo, ni tampoco tenía interés en hacerlo, pero sintió consuelo al saber que, por lo menos, le quedaba aquel rastro de inocencia que había marcado sus primeros años. El resto era olvidable e inmanejable, pero tenía buenos recuerdos, y dudó de que ese hombre tuviera un bello recuerdo en el cual refugiarse. Su agresividad lo delataba y era preso de sus propias palabras, por ese motivo, Bárbara prefería el silencio. Los silencios eran reveladores, pero, a la vez, se prestaban para la emoción. En cambio, cuando las frases se imbricaban unas con otras, convertían el misterio en la realidad, y no había nada más triste que la realidad. No supo por qué, pero sintió lástima por el niño que el hombre había dejado atrás. <<Cada uno tiene su propia cruz>> reflexionó antes de unirse a una conversación aburrida a la cual le dio inicio una mujer que la interceptó.
Sintió la mano firme de su abuela tomándola del brazo. No necesitaba verla para saber que era ella quien lo hacía, en muchas ocasiones esa misma mano la había zarandeado como si se tratase de un trapo. La anciana pidió disculpas y la alejó de su charla. La llevó lejos de la vista de todos y la increpó, preguntándole qué le había hecho a su abuelo para que estuviera de mal humor. Bárbara le escuchó sin hacer comentarios y cuando la señora terminó su perorata, la joven le informó que al día siguiente, ella y el anciano volverían a su residencia en Marsella, no los quería cerca. No esperó contestación, y desapareció de la visual de Leonor. Podía sentir su pulso acelerado presionándole el pecho y las muñecas, creía que el corazón iba a salírsele por la boca. Un mesero pasó ofreciendo vino y ella no dudo en tomar una copa. Con la misma tranquilidad simulada que era una constante en su vida, la tomó del pie, hizo girar el contenido, lo olió, mojó sus labios y le dio el visto bueno al empleado, que se retiró a seguir ofreciendo la bebida. A Bárbara le pareció nunca haberse sentido tan feliz de beber, y si bien necesitaba más un brandy que vino tinto, cualquier ayuda era bien recibida. Saludó a un par de conocidos que se acercaron a ella, pero se quedó a un costado de la pista, mientras se desarrollaba un vals. Los bailarines sonreían y las damas se esmeraban en lucirse, girar y girar, era una hermosa danza. Bárbara los contemplaba como si fuera la primera vez que era testigo ocular de un hecho de ese tipo. Sintió que alguien se paraba detrás suyo. El perfume le llegó a sus fosas nasales y reconoció al extraño del balcón, era una mujer con una memoria sensorial admirable.
—Monsieur… Le agradecería que dejase de seguirme —dijo antes de girar y encontrarse frente a frente con él.
Allí radicaba el –terrible- error del extraño, había sacado sus propias conclusiones e intentaba encerrar a Bárbara en una generalización egoísta, desprovista de fundamentos y, seguramente, alimentada por una vida de excesos y descontrol. Todo lo que la joven no quería para su vida. Ella deseaba controlar todo, de hecho, lo hacía. No soportaba los vicios, nada podía prohibirle el propio dominio de sus facultades, nada podía obnubilarla. Bárbara no daba rienda suelta a sus emociones, y tampoco tenía interés en que eso sucediera. Durante sus veinte años le habían enseñado que una verdadera dama era aquella que podía mantenerse en sus cabales, a pesar de cualquier situación, por más abismal que significase la brecha que abriese. Destutt de Tracy era un apellido de connotaciones estoicas, enarbolaba el orgullo de una dinastía centenaria que le impregnaba a sus portadores el único fin de mantener su reputación por encima de cualquier adversidad que se presentase. Así había sido criada, y por más que renegase de una genealogía que no había hecho más que convertirla en un despojo de mujer, en un fantasma de emociones anestesiadas, era una filosofía de vida que acataba a raja tabla, una oración que seguía al pie de la letra. Allí, una vez más, se encontraba el meollo de la equivocación del desconocido, intentar rotular a Bárbara, cuando ella no era como las demás, era diferente, se sabía diferente, y se esmeraba por serlo. Quizá era su afán de demostrarle a la sociedad que no podían con ella, o quizá el deseo oculto de una niña sin amor de demostrarse a sí misma que no necesitaba de los demás para superarse o sentirse confortada. Fuese cualquiera de los dos motivos, a la viuda no había que subestimarla, ni mucho menos intentar comprenderla. Era una tarea vana, arrojarse a la empresa de intentar socavarle información sobre lo que su mente ágil no tenía deseos de expresar, era, simplemente, chocarse contra una pared.
—Lamento, profundamente, no llenar sus expectativas, Monsieur —comentó con el mayor de los sarcasmos. No demostraría horror ante las expresiones soeces y maleducadas. Quizá muchas hubieran intentado poner su mejor gesto de ofensa o hubieran soltado risotadas estúpidas, pero Bárbara, simplemente, omitió y se mostró indiferente. No se esmeró en llenar el silencio incómodo que se produjo tras su frase, simplemente, porque no la incomodaba. El hombre había pasado a un segundo plano por completo. Había perdido el pespunte de interés que le había generado al desnudar su esencia oscura e intrincada, en la cual Bárbara no tenía –ni deseaba tener- lugar. Sólo pensó en que si volvía al salón principal donde se desarrollaba el baile, indefectiblemente, se cruzaría con la mirada inquisidora de su abuelo, y la sangre se le helaba ante esa perspectiva. ¿Con qué se encontraría? ¿Con aquel deseo aberrante de posesión, que la marcaba como si fuera ganado? ¿O con el odio visceral que le provocaba al anciano saber que nunca obtendría nada de Bárbara? ¿En qué momento la tranquilidad que tanto había deseado un día, había sido pisoteada como un jardín de petunias? El destino se encargaba, una vez más, de ponerla a prueba y mortificarla. No había hecho nada para merecer un martirio de ese tipo. Pero la posición de víctima ya no le sentaba, ya no estaba cómoda con ese rol, y era una verdadera revelación el no tener deseos de regodearse en su propia porquería. Bárbara había emergido de las profundidades del Infierno, y se había jurado nunca más caer en él, nunca más dejarse atropellar. Entraría a ese salón y pasaría la velada como si la situación fuera natural. La imagen de Leonor, siempre espléndida, se le volvió nítida, y sabía que en eso debía estarle agradecida a la anciana, que había sido un ejemplo de estoicismo durante su niñez y adolescencia. Ninguna de las dos era feliz, con la diferencia que la mayor lo había elegido, y Bárbara no quería seguir sus pasos.
—Me retiro y lo dejo con sus cavilaciones sobre mi vida personal —hizo una reverencia y volteó. Caminó un par de pasos y la última pregunta que le había hecho le martilleó los tímpanos. Recordó a su madre peinándola, y ese sí había sido un verdadero placer. Estuvo a punto de sonreír ante la imagen de Francesca y ella de niña sentadas frente a un espejo, mientras los dedos hábiles de la mujer le trenzaban la larga y suave cabellera. Giró levemente su cabeza y sus mirada dura se posó en la de él —Puedo asegurarle que la he disfrutado más que usted —no esperó contestación, alzó su mentón y se perdió tras el cortinado que separaba el balcón del sitio donde se desarrollaba el baile. Bárbara había conocido a hombres de toda clase y educación, y cuando uno estaba atormentado por una existencia sin satisfacciones emocionales y repleta de carnalidad, tenía la misma expresión que ese extraño joven. Ella no era quién para juzgarlo, ni tampoco tenía interés en hacerlo, pero sintió consuelo al saber que, por lo menos, le quedaba aquel rastro de inocencia que había marcado sus primeros años. El resto era olvidable e inmanejable, pero tenía buenos recuerdos, y dudó de que ese hombre tuviera un bello recuerdo en el cual refugiarse. Su agresividad lo delataba y era preso de sus propias palabras, por ese motivo, Bárbara prefería el silencio. Los silencios eran reveladores, pero, a la vez, se prestaban para la emoción. En cambio, cuando las frases se imbricaban unas con otras, convertían el misterio en la realidad, y no había nada más triste que la realidad. No supo por qué, pero sintió lástima por el niño que el hombre había dejado atrás. <<Cada uno tiene su propia cruz>> reflexionó antes de unirse a una conversación aburrida a la cual le dio inicio una mujer que la interceptó.
Sintió la mano firme de su abuela tomándola del brazo. No necesitaba verla para saber que era ella quien lo hacía, en muchas ocasiones esa misma mano la había zarandeado como si se tratase de un trapo. La anciana pidió disculpas y la alejó de su charla. La llevó lejos de la vista de todos y la increpó, preguntándole qué le había hecho a su abuelo para que estuviera de mal humor. Bárbara le escuchó sin hacer comentarios y cuando la señora terminó su perorata, la joven le informó que al día siguiente, ella y el anciano volverían a su residencia en Marsella, no los quería cerca. No esperó contestación, y desapareció de la visual de Leonor. Podía sentir su pulso acelerado presionándole el pecho y las muñecas, creía que el corazón iba a salírsele por la boca. Un mesero pasó ofreciendo vino y ella no dudo en tomar una copa. Con la misma tranquilidad simulada que era una constante en su vida, la tomó del pie, hizo girar el contenido, lo olió, mojó sus labios y le dio el visto bueno al empleado, que se retiró a seguir ofreciendo la bebida. A Bárbara le pareció nunca haberse sentido tan feliz de beber, y si bien necesitaba más un brandy que vino tinto, cualquier ayuda era bien recibida. Saludó a un par de conocidos que se acercaron a ella, pero se quedó a un costado de la pista, mientras se desarrollaba un vals. Los bailarines sonreían y las damas se esmeraban en lucirse, girar y girar, era una hermosa danza. Bárbara los contemplaba como si fuera la primera vez que era testigo ocular de un hecho de ese tipo. Sintió que alguien se paraba detrás suyo. El perfume le llegó a sus fosas nasales y reconoció al extraño del balcón, era una mujer con una memoria sensorial admirable.
—Monsieur… Le agradecería que dejase de seguirme —dijo antes de girar y encontrarse frente a frente con él.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: El susurro del firmamento [Privado]
Eso había sido un golpe verdaderamente bajo. Al menos lo había sido para mi, lo cual me hace reflexionar unos momentos. ¿Qué demonio tienen las mujeres en la cabeza? ¿Acaso no sabían su lugar en la sociedad? Porque incluso aunque algunas queden solteronas, viudas o sin protección deben guardar respeto ¡La sociedad así lo impone! Así se les educa, ella son el sexo insignificante, ese que sólo debe hacer las cosas del hogar, y claro abrir sus piernas para después procrear, el panorama no es tan malo, son unas malditas mantenidas que no necesitan hacer nada, eso claro, cuando les toca un hombre pudiente el cual las puede mantener. Es la primera mujer que me baja el libido, las ganas de cortejar con su simple cara llena de pena, lastima, y dolor, encima se hace la digna, y lo que honestamente me da rabia es que no sea agradecida con aquel que le rescató del dolor, a mi no me engaña, estaba llorando, y se veía casi pálida del horror que le daba estar con ese hombre, por eso les pasa lo que les pasa, por eso llegan a tener tantos problemas, porque no se agarran de aquellos que deseamos hacer la obra del día, ¡Me arrepiento! No volveré a fingir ser el héroe personal de ninguna mujer, no vale la pena, que les pase lo que sea total, ellas solas se lo buscan, de eso no hay duda.
Me quedo en el balcón, la verdad no tengo muchas ganas de volver a la fiesta, recargo mi espalda en el descansa brazos del balcón, observo como la figura femenina se pierde y siento una mirada que se clava en mi, lo cual me hace voltear para varios lados hasta por fin encontrar la mirada pesada de una zorra, si, aquella chica trabaja en mi burdel, parece tan aburrida como yo, no pierde tiempo pues se acerca a mi con ese aire tan fingido de sorpresa, ruedo los ojos y la sostengo de la cintura por unos momentos pero no hago más, ella está consiente que tiene que hacer bien su trabajo, y que debe guardar "fidelidad" al mejor postor que pagó aquella noche. No lo niego, todas las cortesanas del burdel son hermosas, pero esta noche no me apetece servirme alguna, seria bueno ir a ver peleas clandestinas de mujeres, eso es más interesante y por supuesto, más erótico. Por un momento se me olvida el incidente de la mujer con aires de suficiencia, pero bueno, meditaré de ello más noche, cuando mis pensamientos están encerrados en cuatro pareces, cuando nadie tiene derecho de molestarme, solo mi sobrina, y eso ni siquiera lo llega a hacer, pues respeta mis silencios tanto como yo respeto los suyos.
Al poco tiempo suelto a la mujer, está fiesta ya no es para mi, es momento de marcharme. Camino con lentitud hasta el salón de baile, encuentro a algunos colegas con los cuales estrecho la mano, con algunos intercambio palabras, con otros simplemente paso por alto, no tengo ganas de beber ¿quién lo diría? Por eso termino mi ronda, algunas mujeres susurran cosas en mi oído. ¡Ahh! Malditas puritanas, sino fuera porque las conozco, me creería que son inocentes, pero cada mujer tiene un punto, un precio, ya sea para bien o para mal, ya veremos, esta noche ando más asqueado de lo normal gracias a ellas. Doy algunos giros más por la pista y camino lentamente hacía la salida, malditos salones de fiesta que parece interminables, tener que despedirse de casi toda la concurrencia es fastidioso, nunca me he caracterizado por tal cosa, pero ni modo, tengo que hacerlo, todo sea por riquezas, por lujos que me gusta tener, aunque claro, nada se compara con las ganancias que puedo obtener una noche en el burdel, pero como dicen por ahí, las apariencias engañan, y claro los negocios también.
- ¡Uy! La mujer de sociedad, que llora en fiestas cuando debe estar sonriendo tiene su carácter, que divertido - Comente, lo cierto es que no la estoy siguiendo, y no me interesa seguirla, para mi es un capitulo que ya había dejado en el pasado, no tengo ganas, y no voy a empezar a rogar atención solo a un cuerpo con senos grandes, firmes y con curvas, hay muchas ¡Que manía tienen las mujeres por sentirse únicas! No, conmigo no van esos juegos - No la estoy siguiendo, no sea una paranoica, a la última mujer que seguiría después de toda su soberbia, incluso después de haberla rescatado del anciano, sería a usted ¿Le quedó claro? Así que vaya haciendo escenas de acosadores a otro más, a mi no me van esas tonterías - Le aclaro, pero es evidente que mi semblante está serio, de verdad no entiendo quien se cree, y no, no me voy a quedar a averiguar. Estiro mi mano con cuidado, incluso con demasiada parsimonia y respeto, no vaya ser que crea la quiero tocar, eso si me soltaría una gran carcajada - Las mujeres como usted no deben beber, es de mal gusto - Hago una mueca de total asco, y le quito la copa, ¡como si me importara! Pero algo pasa, por más orgullo que tenga arriba, siento necesidad de protegerla, que mierda.
- ¿Más tranquila? - Pregunto con mi sonrisa de galán. En ese momento pasa un mesero y yo coloco la copa semi vacía en su charola, le hago un movimiento de cabeza para que se la lleve y le doy instrucciones para que no le de más de beber - Si está enojada, triste o desesperada, el alcohol no es bueno, madame, se lo dice alguien que la experiencia le sobra en ese aspecto - Me encojo de hombros con naturalidad - Y por favor, baje un poco su pose de todo lo puedo, que no todos buscamos atacarla, es gracioso, deje que le diga, es gracioso que sienta necesidad de proteger a alguien, y que ese alguien casi me abofeteé - Camino con cuidado a la salida, iba a ser sincero al menos, algo en mi necesitaba saber más de ella, pero si el orgullo podía con aquella figura, entonces también lo podía sostener yo, así de sencillo. Lo que sigue, no me quedaré más a recibir malos tratos, esos, de los que yo doy la mayoría de las veces.
Me quedo en el balcón, la verdad no tengo muchas ganas de volver a la fiesta, recargo mi espalda en el descansa brazos del balcón, observo como la figura femenina se pierde y siento una mirada que se clava en mi, lo cual me hace voltear para varios lados hasta por fin encontrar la mirada pesada de una zorra, si, aquella chica trabaja en mi burdel, parece tan aburrida como yo, no pierde tiempo pues se acerca a mi con ese aire tan fingido de sorpresa, ruedo los ojos y la sostengo de la cintura por unos momentos pero no hago más, ella está consiente que tiene que hacer bien su trabajo, y que debe guardar "fidelidad" al mejor postor que pagó aquella noche. No lo niego, todas las cortesanas del burdel son hermosas, pero esta noche no me apetece servirme alguna, seria bueno ir a ver peleas clandestinas de mujeres, eso es más interesante y por supuesto, más erótico. Por un momento se me olvida el incidente de la mujer con aires de suficiencia, pero bueno, meditaré de ello más noche, cuando mis pensamientos están encerrados en cuatro pareces, cuando nadie tiene derecho de molestarme, solo mi sobrina, y eso ni siquiera lo llega a hacer, pues respeta mis silencios tanto como yo respeto los suyos.
Al poco tiempo suelto a la mujer, está fiesta ya no es para mi, es momento de marcharme. Camino con lentitud hasta el salón de baile, encuentro a algunos colegas con los cuales estrecho la mano, con algunos intercambio palabras, con otros simplemente paso por alto, no tengo ganas de beber ¿quién lo diría? Por eso termino mi ronda, algunas mujeres susurran cosas en mi oído. ¡Ahh! Malditas puritanas, sino fuera porque las conozco, me creería que son inocentes, pero cada mujer tiene un punto, un precio, ya sea para bien o para mal, ya veremos, esta noche ando más asqueado de lo normal gracias a ellas. Doy algunos giros más por la pista y camino lentamente hacía la salida, malditos salones de fiesta que parece interminables, tener que despedirse de casi toda la concurrencia es fastidioso, nunca me he caracterizado por tal cosa, pero ni modo, tengo que hacerlo, todo sea por riquezas, por lujos que me gusta tener, aunque claro, nada se compara con las ganancias que puedo obtener una noche en el burdel, pero como dicen por ahí, las apariencias engañan, y claro los negocios también.
- ¡Uy! La mujer de sociedad, que llora en fiestas cuando debe estar sonriendo tiene su carácter, que divertido - Comente, lo cierto es que no la estoy siguiendo, y no me interesa seguirla, para mi es un capitulo que ya había dejado en el pasado, no tengo ganas, y no voy a empezar a rogar atención solo a un cuerpo con senos grandes, firmes y con curvas, hay muchas ¡Que manía tienen las mujeres por sentirse únicas! No, conmigo no van esos juegos - No la estoy siguiendo, no sea una paranoica, a la última mujer que seguiría después de toda su soberbia, incluso después de haberla rescatado del anciano, sería a usted ¿Le quedó claro? Así que vaya haciendo escenas de acosadores a otro más, a mi no me van esas tonterías - Le aclaro, pero es evidente que mi semblante está serio, de verdad no entiendo quien se cree, y no, no me voy a quedar a averiguar. Estiro mi mano con cuidado, incluso con demasiada parsimonia y respeto, no vaya ser que crea la quiero tocar, eso si me soltaría una gran carcajada - Las mujeres como usted no deben beber, es de mal gusto - Hago una mueca de total asco, y le quito la copa, ¡como si me importara! Pero algo pasa, por más orgullo que tenga arriba, siento necesidad de protegerla, que mierda.
- ¿Más tranquila? - Pregunto con mi sonrisa de galán. En ese momento pasa un mesero y yo coloco la copa semi vacía en su charola, le hago un movimiento de cabeza para que se la lleve y le doy instrucciones para que no le de más de beber - Si está enojada, triste o desesperada, el alcohol no es bueno, madame, se lo dice alguien que la experiencia le sobra en ese aspecto - Me encojo de hombros con naturalidad - Y por favor, baje un poco su pose de todo lo puedo, que no todos buscamos atacarla, es gracioso, deje que le diga, es gracioso que sienta necesidad de proteger a alguien, y que ese alguien casi me abofeteé - Camino con cuidado a la salida, iba a ser sincero al menos, algo en mi necesitaba saber más de ella, pero si el orgullo podía con aquella figura, entonces también lo podía sostener yo, así de sencillo. Lo que sigue, no me quedaré más a recibir malos tratos, esos, de los que yo doy la mayoría de las veces.
Predbjørn Østergård- Humano Clase Alta
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Re: El susurro del firmamento [Privado]
El pulso de Bárbara era como el vuelo de pájaro asustado, que aleteaba surcando los cielos en busca de un refugio que lo cubriese de todo mal. Estaba avergonzada de sí misma, de su actitud infantil y descortés. Era una afrenta contra la propia educación y el papiro de lecciones que había aprendido a lo largo de su vida. Lo único que agradecía, además de que el vulgar caballero la hubiese rescatado del acoso incesante de su abuelo, era que él no supiera su nombre. Le daría un vahído de sólo imaginar a su persona en boca de la sociedad europea por su comportamiento incorrecto, y no justamente por lo indecoroso. Sabía que era una mujer muy digna, una dama respetable y también muy resistida por aquella sociedad falocétrica, pero su actitud demostraba lo débil que había sido. Por su mente se reproducían las escenas vividas esa noche. La aparición de Destutt de Tracy, sus ojos venenosos, su tacto húmedo e insoportable, el desconocido irrumpiendo, su contacto suave y hasta inocente de lo que luego sería culpado, su mirada amenazante dirigiéndose al anciano, y ella…en medio de aquellas dos figuras altas y regias, con los orbes desorbitados y el alma pendiéndole de un hilo ante el terror y la fragilidad. No se justificaba, pero aquel extraño no sabía quién era ella, todo lo que albergaba su corazón, y el golpe que significaba que alguien hubiera sido testigo de su pesar. Le debería haber explicado, o agradecido con excusas que mantuvieran a los Destutt de Tracy despegados de un posible escándalo, pero había optado por evadir a ¿su salvador?, y no era más que un modo de engañarse, de poder recuperar el orgullo herido. Debía irse a recoger sus propios pedazos maltrechos y desgastados, los retazos de su pasado que surgían de las cenizas como un Fénix monstruoso y sangriento. Nadie entendería, jamás, lo necesario que era para Bárbara el poder volver a su máscara de hielo pétreo.
Alzó una ceja cuando el extraño le quitó la copa y le dio una lección de moral. Evidentemente, la estaba tomando por una doncella idiota, como lo eran la mayoría de las presentes. Ni siquiera cuando su abuela o sus institutrices la aleccionaban, se había sentido tan niña como ante él. Lentamente creía que iba empequeñeciendo. Movió sus dedos ante la ausencia de la copa, y el anillo de compromiso de sus padres, que usaba en el anular derecho, brilló ante la espectacularidad de la luz de las arañas de cristal que colgaban, sacras, del techo de aquel salón del palacio. Un leve aroma cambió el aire, y por el rabillo del ojo percibió que alguien se acercaba. Era una anciana, que con un gesto amable la tomó de las manos, sin tomar en cuenta la tensión entre Bárbara y el desconocido, la despidió. Ella hizo una breve reverencia, y entornó sus ojos para forzar una sonrisa que jamás apareció. La mujer se alejó contoneando sus caderas, sin reparar en el acompañante de la viuda. Al instante recordó que aquella dama estaba perdiendo la visión de uno de sus ojos a causa de las cataratas, y también los comentarios desagradables que hacían aquellos que se sentían desairados y no conocían su estado de salud. De cierta manera, admiró que siguiera moviéndose por la corte con aquella facilidad, sin reparar en el resto. En cambio, ella, ante la adversidad había flaqueado y maltratado a un caballero que había intentado ser bondadoso y cortés. Una vez más, se reprochó su conducta de lo más reprobable. Volvió la vista al extraño, y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo alto que era. Claro que, a su lado, cualquiera de estatura media, podía parecer un centinela, pero él se erigía como una torre. Antes no había tenido la oportunidad de reparar en su aspecto, y analizado a ojo crítico, no le parecía tan vulgar como al principio. De hecho, era nada vulgar, sino, que se notaba lo poco importantes que le parecían el resto de los mortales. Se creía dueño del mundo, y a Bárbara, a pesar de todo, aquello le agradó.
El mesero asintió con la orden que él le dio. Bárbara no pudo más que sorprenderse, a pesar de cómo ella lo había maltratado, siguió ¿preocupándose? por su bienestar. Las siguientes palabras la abofetearon, y la culpa que había cargado hasta ese momento, se convirtió en una gran muralla de pesar. ¿Proteger? ¿Realmente había escuchado bien? La primera sensación se convirtió en un tajo sobre la herida en el orgullo que había intentado lamerse y desinfectarse con el vino como antiséptico. ¿Aquel caballero, sin conocerla, sólo habiendo sido testigo presencial de un pequeño y humillante momento de su vida, consideraba que ella era la clase de dama que necesitaba protección? ¿Era una broma? ¿Era un escritor de cuentos para niños? ¿Era un loco que se creía el príncipe medieval y que había visto en ella a la princesa encerrada en la torre? Estaba muy equivocado. Bárbara intentó disimular su descontento, entrelazó sus dedos y los apoyó en su regazo. En muy pocas ocasiones se había sentido tan ofendida, pero no podía responsabilizar a nadie que no fuera ella misma, pues se había permitido flaquear. Tardaría mucho en perdonarse y, quizá, nunca lo hiciera. En pocos segundos, sus sensaciones encontradas terminaron volviendo al estado inicial de culpa. <<Tiene razón, no todos quieren atacarme>> pensó, pero estaba demasiado acostumbrada a las embestidas de los nobles, de los no tan nobles, hasta de los de la calaña más baja que al verla mujer y viuda, creían que podían torcer su voluntad. No pudo emitir sonido, las palabras se agolparon en su garganta hasta enmudecerla. Debería haberlo seguido cuando partió sin encontrar en ella una disculpa o un agradecimiento, pero Bárbara no era de las que seguían a nadie.
Por arte de magia, aparecieron sus doncellas. A una le ordenó que le dijera al cochero que ella se retiraría, a la otra, que buscase su abrigo. Llevaron a cabo sus tareas con rapidez. No quería permanecer un minuto más en aquel lugar. Cuando llegase a su hogar, a su refugio, enviaría al empleado a buscar a los ancianos. Pero primero tenía que sellar su puerta, para evitar situaciones difíciles. En la salida se cruzó con algunos que tuvo que saludar, aunque se desembarazó de su presencia con rapidez. Mientras se colocaba los guantes, por el rabillo del ojo, descubrió que el extraño estaba parado a unos cuantos metros. Tenía la mirada perdida. No se atrevió a acercarse, por las dudas no encontrara las frases adecuadas para iniciar una conversación amable. El coche llegó a su posición, y las jóvenes dependientes la sacaron de su abstracción momentánea. Esperó, en vano, que el desconocido girase su rostro. Se adentró, y sus dos criadas compartieron el compartimento con ella, en completo silencio. El camino se hizo largo y pesado, más de lo que debía ser normalmente. Cuando llegó a la tranquilidad de su residencia, descubrió que era tan humana como cualquier otro.
Alzó una ceja cuando el extraño le quitó la copa y le dio una lección de moral. Evidentemente, la estaba tomando por una doncella idiota, como lo eran la mayoría de las presentes. Ni siquiera cuando su abuela o sus institutrices la aleccionaban, se había sentido tan niña como ante él. Lentamente creía que iba empequeñeciendo. Movió sus dedos ante la ausencia de la copa, y el anillo de compromiso de sus padres, que usaba en el anular derecho, brilló ante la espectacularidad de la luz de las arañas de cristal que colgaban, sacras, del techo de aquel salón del palacio. Un leve aroma cambió el aire, y por el rabillo del ojo percibió que alguien se acercaba. Era una anciana, que con un gesto amable la tomó de las manos, sin tomar en cuenta la tensión entre Bárbara y el desconocido, la despidió. Ella hizo una breve reverencia, y entornó sus ojos para forzar una sonrisa que jamás apareció. La mujer se alejó contoneando sus caderas, sin reparar en el acompañante de la viuda. Al instante recordó que aquella dama estaba perdiendo la visión de uno de sus ojos a causa de las cataratas, y también los comentarios desagradables que hacían aquellos que se sentían desairados y no conocían su estado de salud. De cierta manera, admiró que siguiera moviéndose por la corte con aquella facilidad, sin reparar en el resto. En cambio, ella, ante la adversidad había flaqueado y maltratado a un caballero que había intentado ser bondadoso y cortés. Una vez más, se reprochó su conducta de lo más reprobable. Volvió la vista al extraño, y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo alto que era. Claro que, a su lado, cualquiera de estatura media, podía parecer un centinela, pero él se erigía como una torre. Antes no había tenido la oportunidad de reparar en su aspecto, y analizado a ojo crítico, no le parecía tan vulgar como al principio. De hecho, era nada vulgar, sino, que se notaba lo poco importantes que le parecían el resto de los mortales. Se creía dueño del mundo, y a Bárbara, a pesar de todo, aquello le agradó.
El mesero asintió con la orden que él le dio. Bárbara no pudo más que sorprenderse, a pesar de cómo ella lo había maltratado, siguió ¿preocupándose? por su bienestar. Las siguientes palabras la abofetearon, y la culpa que había cargado hasta ese momento, se convirtió en una gran muralla de pesar. ¿Proteger? ¿Realmente había escuchado bien? La primera sensación se convirtió en un tajo sobre la herida en el orgullo que había intentado lamerse y desinfectarse con el vino como antiséptico. ¿Aquel caballero, sin conocerla, sólo habiendo sido testigo presencial de un pequeño y humillante momento de su vida, consideraba que ella era la clase de dama que necesitaba protección? ¿Era una broma? ¿Era un escritor de cuentos para niños? ¿Era un loco que se creía el príncipe medieval y que había visto en ella a la princesa encerrada en la torre? Estaba muy equivocado. Bárbara intentó disimular su descontento, entrelazó sus dedos y los apoyó en su regazo. En muy pocas ocasiones se había sentido tan ofendida, pero no podía responsabilizar a nadie que no fuera ella misma, pues se había permitido flaquear. Tardaría mucho en perdonarse y, quizá, nunca lo hiciera. En pocos segundos, sus sensaciones encontradas terminaron volviendo al estado inicial de culpa. <<Tiene razón, no todos quieren atacarme>> pensó, pero estaba demasiado acostumbrada a las embestidas de los nobles, de los no tan nobles, hasta de los de la calaña más baja que al verla mujer y viuda, creían que podían torcer su voluntad. No pudo emitir sonido, las palabras se agolparon en su garganta hasta enmudecerla. Debería haberlo seguido cuando partió sin encontrar en ella una disculpa o un agradecimiento, pero Bárbara no era de las que seguían a nadie.
Por arte de magia, aparecieron sus doncellas. A una le ordenó que le dijera al cochero que ella se retiraría, a la otra, que buscase su abrigo. Llevaron a cabo sus tareas con rapidez. No quería permanecer un minuto más en aquel lugar. Cuando llegase a su hogar, a su refugio, enviaría al empleado a buscar a los ancianos. Pero primero tenía que sellar su puerta, para evitar situaciones difíciles. En la salida se cruzó con algunos que tuvo que saludar, aunque se desembarazó de su presencia con rapidez. Mientras se colocaba los guantes, por el rabillo del ojo, descubrió que el extraño estaba parado a unos cuantos metros. Tenía la mirada perdida. No se atrevió a acercarse, por las dudas no encontrara las frases adecuadas para iniciar una conversación amable. El coche llegó a su posición, y las jóvenes dependientes la sacaron de su abstracción momentánea. Esperó, en vano, que el desconocido girase su rostro. Se adentró, y sus dos criadas compartieron el compartimento con ella, en completo silencio. El camino se hizo largo y pesado, más de lo que debía ser normalmente. Cuando llegó a la tranquilidad de su residencia, descubrió que era tan humana como cualquier otro.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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