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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Inna Văcărescu Lun Ene 18, 2016 4:48 pm

No soporto la idea de que el universo tenga que destruirse cada vez que te marches.
Edgar Allan Poe

Cuando Răzvan partía con su manada, el vacío se asentaba en el pecho de Inna. Ella lo despedía con un beso en los labios y una caricia en la mejilla, sin importar a dónde fuera. Conocía la empresa que cargaba sobre sus hombros, pero no lograba aceptar que debía compartirlo con una manada de la que ella no formaba parte. Ni siquiera se sentía un licántropo. Cuando la bestia despertaba, tenía a su Răzvan guiándola, y aunque no recordase nada de las noches de Luna llena, se sentía segura porque lo tenía a él. A diferencia de ella, tanto los niños como Zoya, parecían despertar de un letargo cada vez que el jefe de la familia partía. Ellos andaban alegres, jugaban, corrían, como en los tiempos de Sergei, que era un padre permisivo y divertido. Como marido fue un desastre, pero Inna no iba a restarle mérito con su rol paterno. Solía pensar que sólo la había buscado para eso, y no para cubrir la apariencias de una masculinidad inexistente; al menos, de esa forma, sentía que había llevado adelante un papel como mujer en su vida.

Aquella noche, se cumplían tres sin su esposo. No sabía a dónde había ido, y tampoco le había preguntado. Răzvan no era un hombre de muchas palabras, e Inna no quería entrometerse en cuestiones de su intimidad. Si él creía que ella debía saberlo, se lo diría, no lo obligaría a nada, a pesar de que moría de ganas de interrogarlo. Canalizaba esa necesidad, estando completa y absolutamente sobre sus hijos y su hermana, de los cuales no se desprendía ni a Sol ni a sombra. Si jugaban con la nieve en uno de los jardines de la mansión, ella se mantenía alerta. Si estaban en el interior de la residencia, agudizaba sus sentidos intentando localizar los sonidos de los tres. Inna era muy infeliz cuando Răzvan estaba lejos, como si un órgano vital le faltase. Su presencia llenaba los rincones –al menos, los suyos- y le recordaba que nunca más estaría sola. Cada minuto que pasaba sin él, se agravaba la agonía; y a pesar de que luchaba con toda su voluntad para no depender de esa manera, le era inevitable. Y lo peor de aquello, era que le aterraba pensar que él no la necesitase de la misma forma.

Mientras tomaba su baño de leche con miel, una de las doncellas le cepillaba el cabello dorado, que lo llevaba más largo de lo habitual. La joven era avezada en las cuestiones de belleza, pues había trabajado en un burdel. Se había atrevido a consultarle a su ama si quería que le quitase el vello del cuerpo; en un principio, Inna se sintió escandalizada, pero luego de que la muchacha le explicase que a los clientes del prostíbulo aquello le encantaba, pensó en que a Răzvan podía llegar a gustarle. ¿Y si no? le había preguntado. Y con la simpleza de la gente humilde, Camille había respondido que iba a crecerle en cuestión de días. La otrora bailarina, había terminado accediendo, no sin sentir un pudor exagerado, y siendo reticente a ciertas posiciones que violaban su intimidad, pero la había dejado hacer, porque quería que su marido supiese que había pensado en él cada segundo de esos inagotables días.

Su olfato, ahora privilegiado, le anunció la cercanía de Răzvan, y rápidamente se apuró a salir del cuarto de baño y secarse. La habitación estaba en una temperatura sumamente agradable, a pesar del frío que azotaba el exterior, e Inna se sentía cómoda con su cuerpo, por lo que decidió que lo esperaría desnuda. Más allá de la falta de confianza en sus dotes como mujer, la licántropo estaba conforme con su anatomía: a pesar del tiempo, sus piernas conservaban los músculos delicadamente marcados, al tiempo que eran estilizados, su vientre estaba chato y sus pechos, que antes habían sido pequeños, habían adquirido cierta generosidad gracias a la maternidad, tenía los brazos delgados, pero, al igual que sus extremidades inferiores, tenían atisbos del entrenamiento que no abandonaba. Inna no tenía una falsa humildad, sabía que era hermosa, le gustaba contemplarse en el espejo; su inseguridad pasaba por aspectos de su personalidad y de su pasado, con los cuales no terminaba de reconciliarse.

Al notar que su esposo ingresaba sin hacer ruido, Inna supo que pensó que la encontraría dormida. Era casi medianoche. Hacía ya varios años que estaban juntos, pero siempre se sentiría nerviosa al verlo, el corazón le latía poderosamente, como si recién se conociesen. Cuando lo vio entrar a la habitación, sonrió con amplitud, y se emocionó. Lucía tan hermoso, tan elegante, tan oscuro. Su abrigo tenía pequeño rastros de nieve, tenía el cabello algo revoloteado y los ojos cansados, pero lucía espléndido. Imaginó a todas las mujeres que lo deseaban, y no podía culparlas, a la misma Inna le quitaba el aliento. Se acercó a él sin mediar palabras, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó su mejilla en su pecho, con los ojos cerrados. Añoraba escuchar los latidos de su corazón. La tibieza de su cuerpo la envolvió. Nunca, hasta ese momento, había sido tan consciente de lo mucho que lo había añorado.

Te he extrañado tanto… —susurró. Alzó la cabeza y le dedicó otra sonrisa. Se puso en puntas de pie y le dio un beso en el mentón. —No veía la hora de que regresaras —y en la intensidad de su mirada y de su voz, se reflejó la sinceridad de su sentimiento.
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Mensaje por Răzvan Văcărescu Mar Feb 02, 2016 11:18 pm


“Has someone taken your faith?
It’s real, the pain you feel,
the life, the love you'd die to heal,
the hope that starts the broken hearts,
you trust, you must confess.”
— Foo Fighters, Best of You


Lo que tenía que hacerse, lo hacía. Era así de sencillo y así de absoluto. De los labios de Răzvan nunca escapaba una queja, sólo órdenes que eran dadas de tal modo que solamente dejaban una opción, la de obedecer. Y si tenía que irse por días con sus noches, lo hacía. Así sin más. Sin explicaciones. Si no se las daba a ella, mucho menos a alguien más. Emprendía la travesía una vez más, en compañía de la jauría a la que llamaba su manada, el legado de Dacian que debía proteger; para reconocer escarpados caminos, para diezmar enemigos, para intimidar con aullidos, garras y colmillos, para lo que fuera, era así... rotundo.

Pero aunque no se lamentaba, ni decía gran cosa en realidad, era un hombre que a base de golpes y heridas, había aprendido a conocerse, pero sobre todo, a no mentirse, encontrando absolutamente fútil ese ejercicio. Para sus adentros, jamás se ocultaba cosas de sí mismo. Si quería ser un buen líder, debía comenzar por la verdad con la única persona que importaba: él. Y en esa suerte de sinceridad, sabía muy bien con claridad apabullante, que si algo le dolía de esa misión que había hecho suya, era dejar el lado de Inna. La presa que persiguió por tanto tiempo y que dejó ir, herida. Regresó sola como quien busca a su verdugo para que termine el trabajo. Claro que no le gustaba dejarla, y cada segundo sin ella era una agonía. No obstante, de su voz nunca se escuchaba nada al respecto y en su rostro sólo se dibujaba la fiera decisión que era su sayo. Sólo eso, aunque cuando era hora de emprender el regreso, los recorridos que usualmente se hacían en tres días, Răzvan los hacía en uno y su manada luchaba por mantenerle paso. Era obvio, sólo en ese instante, que la ansiedad apresuraba sus pasos.

Esa noche, la mansión Văcărescu estaba sumida en silencio y penumbra, pudo divisar algunas luces encendidas, las del baño de su mujer y su habitación, pero fuera de eso, parecía que todos ya habían ido a dormir. Le gustaba más llegar durante la hora nocturna porque de ese modo no tenía que toparse con los hijos de su esposa, ni su hermana. Los había recibido por Inna, por ninguna otra razón, y si esperaban que algún día los estimara, estaban muy equivocados.

Tan pronto entró, encendió una vela, misma que luego cubrió con el bulbo transparente de un quinqué y de ese modo avanzó sin hacer ruido, aún escuchaba, con su oído más agudo, movimiento en la planta alta. Para alguien de su fuerza y su presencia, resultaba sorprendentemente ligero de pies. No le gustaba admitirlo, pero había aprendido sigilo de la vampiresa que lo tuvo cautivo por tantos años. Apenas se acercó a la puerta de la habitación que compartía con Inna, pudo percibir el perfume delicado de su mujer cuando recién ha tomado un baño. Le gustaba ese aroma, pero le gustaba más el del sudor perlando su cuerpo cuando la tenía bajo el suyo. Sin embargo, al abrir, no se esperaba ver lo que lo recibió. Tuvo que aguantar un súbito suspiro al ver la perfecta figura de su esposa tendida en la cama, sin nada encima, delineada por las luces encendidas aquí y allá en la habitación. Entró a hurtadillas, por si estaba dormida, las sombras no le permitían distinguir su rostro, aunque él lo tenía grabado en la memoria con nitidez, ¿cómo iba a olvidar aquella faz de perfectas facciones?

Dejó el bastón de roble colgado en una cornisa de los muros y la vela en un escritorio, se deshizo del abrigo con aguanieve en los hombros, mismo que descansó en un perchero. Cuando se giró, ella ya estaba ahí, abrazada a él y se congratuló de saberla tan discreta como él, incapaz de hacer un ruido, si se lo proponía. La abrazó por la cintura, sintiendo la tersa piel y oliendo el cabello blondo perfumado.

Inna, Inna… —pronunció el nombre como si la llamara desde otro mundo. Subió las manos por sus costados y luego las descansó en los hombros. A su lado lucía tan pequeña y frágil. La separó un poco para poder verla. Aquellos orbes iluminados por algo más que el fuego de los blandones—. Puedo irme mil años, pero siempre voy a regresar a tu lado, no lo olvides —se inclinó y la besó en la frente. Dijo muy bajito, como si esas declaraciones de un amor imperecedero fueran motivo de secretismo—. Te extrañé, pero prefiero que estés aquí, a salvo —¿era acaso esa su motivación? En parte, sí. Otro fragmento de él, más cruel y más justo, lo hacía como castigo.
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Mensaje por Inna Văcărescu Dom Mar 27, 2016 6:38 pm

Su marido siempre le parecería impenetrable. Había algo en él, que no le permitía desnudar su alma, ni siquiera con ella, que era su esposa; ni siquiera con ella, que sería capaz de perdonarle todo. Inna, bajo su capa de dama sumisa, sabía perfectamente que Răzvan jamás le perdonaría haberlo abandonado. Quería negar aquella pequeña grieta entre ambos, pero era consciente de ella, así como de la lucha que llevaba adelante el licántropo para no enrostrárselo a cada minuto. Lo había herido, no sólo en el sentimiento, que al fin de cuentas era incontrolable, pero también en el orgullo, que era lo más preciado que tenía. Era por ello que se esforzaba en extremo por complacerlo, por suplir su falta, por hacer de Răzvan el hombre más feliz, para que se sintiera satisfecho de tenerla. No quería creer que aquella distancia que se había puesto entre ambos, sería insalvable. Al fin de cuentas, hacía poco tiempo que estaban casados; quería creer que el tiempo ayudaría a extinguir los resquemores que habían quedado. Tenía esa esperanza, y era a lo que se aferraba para poder continuar.

El amor que profesaba por el hombre que la envolvía, la abrumaba. Jamás se había creído capaz de sentir de aquella forma tan intensa, tan visceral. Nacía en los más profundos rincones y se esparcía como perfume a lo largo y a lo ancho de su cuerpo. Lo sentía en las venas, en la piel, en los órganos, en la cabeza, en el pecho, hasta en los pies. Todo su ser se sometía al imperio de Văcărescu, que la cubría con su presencia adorada, que le recordaba su insignificancia ante él, que podía llevarse el mundo por delante con el simple movimiento de su mano. Tal era su magnificencia, que todo lo que ella había logrado en su carrera, era diminuto. No había oportunidad que no creyera que no merecía el amor de aquel hombre; le parecía increíble que alguien como él se hubiera fijado en una mujer tan simple y, al mismo tiempo, con una vida tan complicada. Había aceptado todo de ella, no sólo su propia persona, sino sus hijos, su hermana y todo el pasado que la acompañaba.

Cerró los ojos y sonrió cuando él le besó la frente. El susurro de su voz grave le erizó la piel, sus palabras la emocionaban, pero escondió los pensamientos oscuros, que le dictaban que él algún día se iría para no volver jamás. Conocía su naturaleza, o eso creía, y sabía a ciencia cierta que llegaría el día que debería dejar ir a Răzvan, para que él se dedicase a esa manada con la que tanto odiaba compartirlo y de la que ella jamás podría formar parte. Su grupo le daba el apoyo y la emoción, le daba un deber y fortaleza; lo único que ella podía ofrecerle era el amor y la calidez de un hogar, pero también la rutina y la falta de aventuras, además de niños que no le pertenecían, o al menos, una de ellos. No le gustaba competir cuando estaba en desventaja, y no había nada que pudiera hacer para retenerlo hasta el último suspiro; tarde o temprano, él la abandonaría. Al fin de cuentas, eso era lo que la gente hacía…

Y yo te estaré esperando mil años, tejiendo y destejiendo como Penélope añorando a Odiseo  —contestó contemplándolo como a su Dios. Valoraba que alguien como él, tuviera la sinceridad de admitir que la había extrañado. Sabía que era verdad; Răzvan no era la clase de hombre que dijera algo por compromiso o sólo para conformarla. Eso hacía que lo amara más, mucho más. —Pareces cansado —comentó preocupada. Alzó su mano y le acarició el rostro cubierto por la espesa barba, que tanto le encantaba. — ¿Quieres tomar un baño? Camille dejó todo preparado por si lo necesitabas — Inna siempre sentiría una curiosidad malsana por saber qué era lo que su esposo hacía en aquellos peligrosos e interminables viajes, quién lo acompañaba y si había alguien que cuidara de él.

Tomó una de sus manos y le besó el centro de la palma, luego la colocó sobre su mejilla, deleitándose ante el contacto con su piel áspera. Le era inevitable compararlo con su anterior marido, que era un hombre delicado, que utilizaba aceites para el cuerpo y cuidaba demasiado de sí mismo. Había sido una completa estúpida al no notar su desviación, y a veces se preguntaba si era que no había querido ver la realidad tal y como se presentaba ante sus ojos. Pero eso ya no importaba, ahora tenía todo lo que necesitaba para ser feliz.
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Mensaje por Răzvan Văcărescu Lun Abr 11, 2016 12:19 am


“They wanted blood,
so you painted your lips red
and blew the wolves a kiss.”


Cada vez que veía directo a los ojos claros de Inna, se daba cuenta de todo. Podía sonar exagerado, pero en verdad así era: de todo. Del terrible dolor que sufrió en su partida, al cual hizo frente estoico y sin embargo, le había dejado marcas irreparables y las cuales no podía negar. Del amor que aún así le tenía, y se sentía tan estúpido por eso. Era una debilidad en medio de una existencia que debía ser fortaleza y sólo eso. Un punto flaco que no confesaba a nadie porque tenía enemigos a manos llenas y por un lado no podía arriesgarse a que supieran que era endeble en un lugar secreto; y por otro, exponerla, arriesgarla a que le hicieran daño por su causa. Porque era tan brutal y ecuánime, como también protector, estaba en su sangre que corría con el ímpetu del que carecían los vampiros. Era su modo de comunicarse, con acciones, jamás con palabras.

Una mano se posó en la cadera de su esposa y acarició la piel que estaba desprovista de todo vello. Se sentía tersa y el contacto por sí solo le hacía evidente lo mucho que, a pesar de todo, la añoraba a cada segundo que pasaba lejos. No era algo que dijera, ni siquiera a ella, eso no significaba que fuera menos real. Quizá por eso mismo, por conservarlo como confidencia, se volvía más salvaje y más terrible en su interior. Arañaba desde dentro, intentando escapar, pero Răzvan había perfeccionado sus defensas hace mucho. Descansó finalmente la mano en la espalda baja de su mujer; era tan pequeña a comparación suya. Tan frágil, tan delicada. Un contraste en el que precisamente radicaba el balance.

Estoy —respondió escuetamente mientras una pequeña y discreta sonrisa se dibujó en su rostro al escucharla. Como Penélope y Odiseo, una y otra vez, cada vez que se iba. Y si no regresaba acaso alguna vez, sería porque finalmente había encontrado a un rival digno. Conocía, o intuía al menos, las preocupaciones de Inna, sin embargo nunca las acallaba. Nunca las curaba. No, era despiadado, la castigaba en dosis pequeñas que no dejaban de lastimar. Y con ello se hacía del control de la situación; como siempre había sido y como debía ser invariablemente.

Se dejó hacer por ella, observándola. Siguiendo con sigilo todos sus movimientos. Era grácil incluso en acciones tan mundanas como aquellas. Mantuvo la mano, tosca y enorme, en el delicado rostro. Antes de romper el contacto, delineó la mandíbula con la yema de los dedos y dio un paso hacia atrás. Se quitó primero la capa de viaje, que cayó al suelo en silencio. Así, con un poco más de distancia, pudo verla mejor. Parecía de porcelana, y como tal, romperla resultaba muy fácil. Él, por sobre todos los hombres, tenía el poder para hacerlo, y la idea existía perpetuamente entre ambos. Ella lo sabía, él lo sabía. El temor sustituía a la confianza. Y la incertidumbre a la fe. Era en eso, en esas áreas grises, que su relación estaba construida. Un perpetuo estado de duda, de no saber qué ha deparar el futuro. De amarse con intensidad y de no saberse seguros uno al lado del otro.

Estás… diferente —habló quedo, clavando los ojos en ella, en sus curvas, en su cabello, en su rostro, en su esencia. Al mismo tiempo comenzaba a desabotonar la camisa con tortuosa parsimonia. Una vez que hubo terminado, comenzó a hacer lo mismo con el pantalón. Estuvo a punto de pedirle que tuviera todo listo y le preparara la ropa de cama, pero se arrepintió.

Con su usual seguridad y aplomo en absolutamente todo lo que hacía, la tomó de la cintura con ambas manos y la acercó a él con violencia. La olió de nuevo. Deslizó la punta de la nariz a lo largo del cuello de cisne. Besó y mordió en el camino hasta quedar frente a su boca, donde, al fin, se apoderó de los carnosos y seductores labios. Le parecía increíble, y siempre había sido de ese modo, que ella, tan sutil y sumisa, tuviera un poder así ante él. Cualquiera creería que sería una hembra igual o más fuerte que él la que finalmente lo dominara, como fue un tiempo aquella vampiresa que lo tuvo cautivo. Pero no, Inna no era así, y no importaba, era lo que necesitaba. Răzvan podía hacer caer reinos enteros si ella se lo pedía.

Me apetece bañarme, sí —habló cuando culminó el beso, aún contra sus labios. Aliento contra aliento. Quería sentir sus manos sobre su cuerpo desnudo, marcado por las batallas de un pasado aguerrido. Quería sentir su piel, suave y lisa, debajo de su brusquedad. Contrastando, siempre, manteniendo el equilibrio. Habitando en la perpetua pregunta.  
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Mensaje por Inna Văcărescu Dom Abr 24, 2016 9:58 pm

Răzvan constituía el ser más exquisito que ella hubiera conocido jamás. Verlo quitarse las prendas con parsimonia, sólo acrecentaba los anhelos que había ido acumulando durante esas jornadas sin él. No importaba la cantidad de veces que lo observase, nunca se cansaría de admirarlo, de contemplar su cuerpo surcado por cicatrices, sus músculos delineados, su vello oscureciéndole el pecho, los brazos, las piernas… Podría pasar la eternidad buscándole defectos, segura de que jamás encontraría uno. Adoraba su violencia, la intensidad con la que la besaba pero, lo que más le gustaba, era la forma en la que la miraba. Nunca, en toda su vida, la habían mirado de la manera en que Răzvan lo hacía; y a pesar de la separación, y a pesar de todo lo que había entre ambos, sus ojos siempre se habían posado en ella de igual manera, devorándola en cuerpo y alma. Inna sabía que le pertenecería eternamente, que estaba inexorablemente encadenada a su marido, que las tempestades podrían pasar y arrebatarles todo, pero sería suya por lo que le quedase de vida. Soportaría lo que fuese para mantenerse a su lado, y esa idea, al mismo tiempo que la aterraba, le daba la tranquilidad de saber que, de la única manera que se apartaría de él, sería si el mismo Răzvan se lo pedía. ¿Él sería tan suyo alguna vez?

Entonces vamos —comentó coqueta, alejándose y tomándolo de la mano para guiarlo hacia el cuarto de baño. Le gustaba caminar frente a él, contoneando las caderas, a sabiendas de que él estaría pendiente de eso; lo provocaba haciendo uso de la inocencia, como si sus movimientos fueran inconscientes, pero era algo deliberado y estudiado. El vapor los envolvió junto a las esencias que la empleada había quemado para aromatizar la habitación. Inna se lo agradeció, pues ella no se lo había ordenado. La tina, una pieza magnífica que la rubia había pedido especialmente, descansaba en el medio, humeante. —Ya me di mi baño de leche, pero aceptaré acompañarte, ya que insistes —le susurró con una sonrisa. Se puso en puntas de pie y le besó la barbilla.

Sin soltarlo, se sumergió en el agua, apoyándose en la bañera. Luego, lo obligó a él a colocarse de espaldas a ella y se relajase sobre su pecho. Lo cubrió con sus brazos y le acarició los pectorales, el vientre, los costados de su cuerpo, también los brazos y el cuello. Le fascinaba sentir su peso… Al costado, había una pequeña mesita de mármol, con aceites, jabones y una esponja, la cual ella embebió para recorrerle nuevamente el tórax y también la espalda. Inna era feliz cuando él le dejaba hacer, cuando se entregaba a sus cuidados y a su delicadeza, eso era algo que sabía que sólo ella podía darle; quería imaginar que se rodeaba de mujeres rudas y carentes de modales, todo lo contrario a su fragilidad y a su elegancia, y que eso la hacía diferente, que ahí marcaba la distancia.

Te amo tanto… —susurró sobre su oído y le mordisqueó el lóbulo. Los dedos de Inna se entrelazaron en el cabello de Răzvan, y al tiempo que lo lavaban, también masajeaban el cuero cabelludo. Los músculos de su esposo estaban completamente relajados, y le habría gustado que el tiempo se detuviese en ese momento, donde nada los separaba y donde todo los unía. Sabía de la confianza que le tenía, y que sólo por eso, era capaz de bajar la guardia pequeños instantes. —Sé que estás cansado y que tu viaje ha sido largo… —dijo, finalmente, rompiendo el mutismo. —Estos días he estado pensando mucho en algo que nos compete a los dos —continuó, mientras sus índices y sus dedos medios, trazaban círculos en las sienes del licántropo. —Quizá no es el momento, quizá tampoco lo quieras —la inseguridad se reflejaba en su voz, y sabía que había roto la magia de minutos atrás. Sin embargo, estaba ahogándose por decirle lo que había cavilado durante su ausencia. Moría de miedo de que la rechazase. —Pero me gustaría mucho que tengamos un hijo. Me gustaría mucho perpetuar nuestro amor y perpetuar tu linaje, mi amor —Inna sabía de las altas probabilidades de que Nikolay fuera fruto de su relación en el pasado, pero no quería cargar a su pequeño con el mote de bastardo; por más que, actualmente, se encontrase casada con Răzvan, lo habían concebido en pecado, y no podría soportar que lo mirasen de aquella manera. —Si no quieres —se apresuró a agregar— lo entenderé perfectamente, y nada cambiará entre nosotros. Sólo que…ya no soy una jovencita, y pienso que tengo mis últimas oportunidades de darte un heredero, pero eso sólo ocurrirá si es algo que quieres, si es algo que deseas. Jamás haría algo en contra de tu voluntad —hablaba sin parar, algo poco común en ella. —Dime algo, por Dios —lo instó, con tristeza.
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Mensaje por Răzvan Văcărescu Miér Mayo 11, 2016 9:58 pm


“Your perspective on life comes from the cage you were held captive in.”
― Shannon L. Alder


Era un maestro del autocontrol. Y era increíble, porque Inna de verdad lo volvía loco. La estudiaba, cada centímetro de esa perfecta figura, de una piel tan tersa en esa ocasión que parecía imposible. Apreciaba que todavía tuviera la delicadeza de coquetearle, de tratar de atraer su atención con aquellos movimientos sutiles, pero sensuales. Los vapores del baño lo envolvieron y era una fragancia exquisita, que sin embargo, demostraba que a pesar de los altibajos, ella lo conocía muy bien. Aquel perfume olía a él, masculino, fuerte, con presencia. Miró un segundo a su esposa y sin chistar, se dejó hacer, no sin antes mirarla furtivamente mientras se metía a la bañera. La imitó y recargó su cabeza en aquel par de pechos perfecto. A veces no parecía que Inna ya hubiera tenido dos hijos, su cuerpo poseía pocos estragos de ello. Soltó el aire contenido, completamente relajado, asido de los bordes de la tina, mientras ella lo acariciaba.

Esas manos, pequeñas y frágiles, eran capaces de controlar y domar a la bestia que era él. Porque encontraba en su delicadeza la fuerza necesaria para contrarrestar la suya. No era sorpresa sin embargo, Răzvan la había visto bailar, ahí había sido donde se había enamorado, y en ese arte encontró lo que estaba buscando, ese ímpetu necesario para él. Y ahora sólo se traducía en momentos más íntimos y raros.

Se quejó suavemente al escucharla. Inna sabía muy bien que aquel sentimiento era recíproco, y que no lo decía, que no hacía falta. La mujer conocía sus manías, sus dificultades incluso para comunicarse, las conocía y las aceptaba sumisa como aceptaba todas las demás cosas. Răzvan abusaba de ello y no había manera de defenderlo, porque era evidente. A veces incluso, plantado en una seguridad absurda, lo hacía descaradamente. Escuchó sin moverse, completamente entregado a la sensación de su mujer lavándole el cabello, abstraído en el ambiente confortable, porque de esos no gozaba demasiado. Cuando se largaba de viaje con la manada, era todo, menos lindo, menos cómodo.

Abrió los ojos de golpe, pero no se movió. Se quedó meditando en lo que acababa de escuchar. Mentiría si se dijera que él no lo había pensado también. No obstante, era mucho más complicado que eso. Su historia estaba marcada, rota y vuelta a pegar con no mucha cautela. Claro, tener un hijo con ella, un hijo al que verdaderamente pudiera llamar suyo, sin la sombra de la duda, sería el recuerdo perenne de lo mucho que la amaba. Pero entonces anularía la cuidadosa telaraña que había hecho ya alrededor de la que era su esposa. Esa en donde la amenaza constante de su partida era el arma más poderosa que tenía.

Comprendió la desesperación que Inna mostró hacia el final. Guardó un silencio aterrador, pesado como plomo que, a esas alturas de su relación, parecía no tener cabida. Sin embargo, por una vez, la tortura no la ejecuto adrede, en verdad estaba reflexionado respecto a qué respuesta dar.

Inna —comenzó con voz profunda, que no trasmitió nada. Carraspeó—. No lo sé —era raro que él contestara con algo tan vago, tan poco preciso. Răzvan era un hombre de acción y como tal, no aceptaba las medias tintas. Se removió en su lugar al fin y a pesar del pequeño espacio que tenía para maniobrar, logro girarse un poco para verla. Aunque ambos tenían los ojos azules, los de ella eran como el hielo, claros. Los de él eran como el corazón de una llama, oscuros.

¿En verdad deseas traer a un niño a este enredo? —Preguntó con una dulzura que nunca había demostrado. Acarició el rostro de su esposa con las manos ásperas. Sí, lo dijo de aquel modo comprensivo, pero era sólo crueldad, como si le recriminara en esa simple pregunta que lo hubiera abandonado, que hubiera regresado con dos hijos que él, bien o mal, aceptó—. Aún eres joven, y hermosa. Y aunque cargues con un estigma, éste trae sus ventajas. Tus ciclos biológicos son distintos —ese era el Răzvan orgulloso de lo que era, un licántropo líder de otros como él.

No lo sé —repitió y así como si nada, volvió a girarse y tomar su posición en el pecho ajeno—. Admito que es tentador. Algo que tú y yo hayamos hecho, pero… ¿estás dispuesta a pasar por todo eso de nuevo? —Continuó extrañamente relajado, aunque sus preguntas no eran al azar. Iban muy intencionadas para tocar heridas que aún no cerraban del todo.

Dime… dame una buena razón —¿en verdad estaba pidiendo eso? Como si lo que acababa de decir no fuera suficiente. Se amaban, ¿qué más había que agregar? Quizá una nueva inmolación por parte de Inna, una más grande, para cumplir su capricho, aunque éste fuera un deseo compartido. Pero es que Răzvan no dejaba que nadie, ni ella, supiera lo que quería. Por eso lograba salirse con la suya y obtener lo que quería. Por eso hacía su voluntad, dándole el placebo a otros, de que se hacía como ellos querían.

Pocas cosas eran aleatorias con Răzvan. 
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Mensaje por Inna Văcărescu Mar Mayo 24, 2016 11:44 pm

Un dolor agudo se le asentó en el pecho. Inna apretó los labios, conteniendo el temblor de su mentón, antes de que las lágrimas se abrieran paso. Reprimió el llanto, porque no podía permitirse esa debilidad ante su marido. Pero se sentía profundamente herida, tan herida como nunca imaginó que podía llegar a estar. De una manera u otra, la estaba rechazando, le estaba diciendo que no era digna de darle un heredero, que no estaba en la posición adecuada en su vida. ¿Para qué la había aceptado como su esposa? Si sólo quería convertirla en su compañera, bastaba con hacerla su concubina; ella habría aceptado esa deshonra, pero no toleraba la sensación de humillación que le recorría el cuerpo. Ni cuando descubrió a su primer esposo en pleno coito con un hombre, se había sentido tan degradada. Las palabras de Răzvan la habían atravesado como espadas, y a pesar de que había previsto una negativa de su parte, nunca se imaginó que la desmoronaría de aquella manera.

Se dio cuenta que había estado conteniendo la respiración y exhaló lentamente. Desvió la mirada para no enfrentar la ajena, y la depositó en un imaginario punto rojo al final de la habitación. Quería salir de esa tina, ni siquiera le prestaba atención a la dulzura con la que su marido le hablaba, algo tan poco común en él. Lo único que había quedado en el corazón de la otrora bailarina, era el eco insufrible de ese “no lo sé”, que se había convertido en un insulto cuando le había acariciado los oídos. Le habría gustado poder responderle, pero se había quedado muda. El nudo en la garganta le impedía emitir sonido, y a pesar de que hacía un esfuerzo inconmensurable para tragar, éste no cedía. De nada le servía toda la fortaleza que había adquirido con sus habilidades sobrenaturales, seguía siendo vulnerable al amor y al desprecio de Răzvan. Una palabra suya era Ley, y había caído con todo su peso sobre el sensible corazón de Inna.

Está bien… —contestó, finalmente, y el sonido salió áspero y doliente. Ella misma le había dicho que no importaba si él no lo deseaba. Para la rusa, allí no había ningún lío, ellos eran una familia que se amaba, que habían recibido la bendición de Dios y que nada les impedía traer otro niño al mundo. Inna se sentía completamente frustrada, como si su rol de mujer se hubiera visto truncado. Sentía que le habían arrebatado algo de sus entrañas, como si le hubieran secado el vientre donde había alojado a sus otros dos hijos, y donde había añorado alojar al hijo de Răzvan. —Tienes razón, todo es demasiado complicado —no sería capaz de decirle que ella pasaría por un embarazo todas las veces que fuera necesario. Había disfrutado de ambos, y eso era algo que a su esposo no tenía por qué importarle. A pesar de que era la clase de mujer que nunca demostraba lo que pasaba por su corazón, se le estaba haciendo imposible disimular la incomodidad.

De pronto, el agua le parecía helada, Răzvan le pesaba sobre el cuerpo, y se removió suavemente, intentando acomodarse vanamente. Él la estaba aplastando, pero Inna ya no lo acariciaba. Había colocado los brazos sobre los bordes de la tina, y la piel se le había erizado. Qué estúpida había sido… Eso era algo que ella no debería haber planteado jamás; si hasta el momento no había engendrado, si ambos habían tomado los recaudos para que ella no se embarazase, tendría que haber interpretado eso como una señal de que él no quería un hijo suyo. Agradecía la lucidez que tenía de no confesarle que Nikolay podía ser su hijo, su bastardo, el bastardo de ambos.

No soy yo quien debe darte las buenas razones para tener un hijo, Răzvan —y el tono de su voz sonó gélido, como pocas veces se había animado a dirigirse a él. Cuando tenía esos arrebatos de dignidad, Inna recordaba que tenía los medios propios para subsistir y seguir dándole a sus hijos el estatus que poseían bajo el ala de un hombre de poder como lo era su marido. —Si para ti nuestro amor no es suficiente para eso, realmente lo siento —hizo el amague de liberarse de él, pero no pudo. La doblegaba en tamaño y en fuerza, a pesar de que ella también había sido convertida en un licántropo. Quería irse de allí urgentemente, lo necesitaba lejos.
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Mensaje por Răzvan Văcărescu Lun Jul 11, 2016 10:11 pm


“You can't understand the pain of betrayal until you've been betrayed.”


Bien, pensó al escuchar el tremor en su voz, estaba donde quería que estuviera. ¿Qué amor tan retorcido era ese? El único que tenía sentido para un ser forjado en batalla como él. Otro no le servía e Inna tenía que inmolarse un día sí y el otro también sólo para apaciguar un alma tan furiosa como la del lobo alfa. Soltó el aire contenido, a punto de suavizar el discurso, quizá abrir la posibilidad de, en verdad, tener un hijo juntos. Una promesa para continuar subyugando, aunque al final, el resultado fuera ese que ella tanto añoraba. Simplemente él no podía ceder así de fácil; perdería entonces su posición de poder y su vida entera se había tratado de llegar hasta ese púlpito innoble.

Entonces todo se salió de su control y la luna eterna, allá arriba, testigo mudo de sus transformaciones, sabía lo mucho que detestaba eso. Se tensó cuando sintió a Inna cambiar de rictus. Las palabras terminaron de labrar la imagen. Una que le desagradó. Frunció el ceño, sin verla e incluso, tras la corta batalla, quitó su peso de encima, como si le diera su libertad. Pero fue un momento fugaz como el aleteo de un ave o un corazón en acto de constricción.

Era rápido, serlo era parte de mantenerse como líder de una manada letal, e hizo uso de esa habilidad. Si bien su esposa era como él, gobernada por los ciclos lunares, no estaba preparada para la guerra, como lo estaba él, guerrero y comandante. Rey, verdugo, mensajero de muerte. Se giró al tiempo que se ponía de pie. Las gotas del agua perfumada perlando su piel atezada por el sol y la liza. Su figura imponente como la de un lobo que resguarda la entrada al inframundo. Su expresión reacia, seria, algo misteriosa, de ojos de azur. La miró hacia abajo como si mirara a una próxima víctima. Y es que su esposa era su víctima eterna.

Se inclinó y con poca delicadeza la tomó del brazo, para ponerla de pie frente a él. Era hermosa, incluso cuando estaba enojado con ella, podía verlo y no era capaz de negarlo. Su cuerpo, su figura, su piel, su rostro asustado.

¿Pones en duda el amor que te tengo? —Espetó. Estaba herido y así lo dejó ver. Porque cuando Răzvan lo estaba, no dolía, sino que de algún modo, lograba lastimar de regreso. Como si usara las ofensas a su persona como estoques—. ¿Dudas, después de que te recibí a pesar de que me dejaste? —Ahí estaba, el reclamo no tan velado. Su relación estaba fundamentada en esa terrible traición, aún cuando, en principio, los traidores habían sido ellos.

Suspiró, se relamió los labios y desvió la mirada. Con lentitud salió de la tina y comenzó a secarse, trabajo que debía ser de Inna. Le daba la espalda, misma que estaba marcada por un pasado convicto, bajo el yugo de una vampiresa, y por uno más reciente, marcado por la constante pugna.

Creo que necesitamos estar listos, Inna. Un hijo es una responsabilidad para la que tal vez no estoy preparado —se giró—. ¿Me ves como un padre apto? —Preguntó y por primera vez en mucho tiempo, se vulneró apropósito. Su infancia no había sido difícil, su padre había sido una buena figura, siempre presente; pero él no se creía capaz de una responsabilidad de esas magnitud.

Caminó hasta ella. Desnuda y desvalida. La tomó de los hombros y la besó con suavidad en la boca. Labios tersos como pétalos de una rosa que crece en invierno.

Una palabra tuya, y será suficiente —le habló muy quedo. Su aliento contra la fría piel mojada. No la soltó, se quedó ahí, muy cerca, esperando una respuesta. Volvió a acercarse y la besó, en la mandíbula, en el cuello y en los hombros. Sonrió contra ella—. Inna, Inna… —la llamó como el náufrago llama a la salvación o a la muerte—, eres muy tonta si dudas de mí —continuó su camino de besos, sus manos también se volvieron más temerarias. Pasaron de los hombros a la cintura y la cadera, al bajo vientre, a los pechos pequeños y firmes. Las yemas de sus ásperos dedos apenas rozando los pezones rosados.

No voy a negarte que al menos intentarlo sería muy divertido —se separó y la miró. A pesar de las caricias, el autocontrol en él seguía siendo evidente. Ella debía desearlo a él, no viceversa. Y si lo hacía, no pondría reparo en tomarla e intentar engendrar ese hijo que ella deseaba. Intentar, sí. No aseguraba nada.


Última edición por Răzvan Văcărescu el Mar Jul 19, 2016 10:14 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Inna Văcărescu Miér Jul 13, 2016 4:29 pm

Siempre era lo mismo con su esposo, una constante lucha de poder que él batallaba consigo mismo, pues Inna optaba por una posición de sumisión total, aceptando todo lo que Răzvan tuviera para decirle. No iba a negar el cansancio que le generaba, la agotaba lo impredecible que resultaba su matrimonio; especialmente, porque nunca sabía qué decir para no desatar la horda de reproches. Le haría pagar su abandono hasta el último suspiro. Y ella había elegido eso, sabía con la clase de hombre que estaba uniéndose, sabía el Infierno en el que se adentraba y no le había importado, y tampoco le importaba en ese momento, pero también sentía que tenía derecho a sentirse herida, a no quedarse callada cada instante. Había cedido en absolutamente todo, no sólo para preservar la relación, sino también por culpa. La culpa la carcomía, no sólo la de haberlo dejado cuando eran amantes, también la culpa de volver a fallar en un matrimonio. Sabía que no era bien visto que estuviese casada en segundas nupcias, era algo difícil de aceptar, y menos si la mujer no era viuda. Ella había decidido cargar con las miradas en sus espaldas, y eso también la cansaba.

Lo escuchó, observándolo desde la tina. Cuando él, finalmente, se acercó, esa Inna de siempre habría perdonado al instante sus palabras y su rechazo, pero estaba realmente dolida. Hasta hacía unos instantes se negaba y ahora le decía que podían intentarlo, ¿qué clase de juego macabro estaba practicando con ella? Se sentía tratada como a un enemigo, como si estar casados fuese un campo de batalla, en el que el clima bélico dominaba la atmósfera y el humo de los cañones empañaba todo lo bueno que podían hacer juntos. Por primera vez, no reaccionó a su contacto. Lo dejó hacer, le permitió que la besara y la acariciara, pero cuando él se separó, la otrora bailarina, miró hacia un costado. Estaba incómoda, no quería pelear con Răzvan porque sabía quién saldría ganando, pero tampoco tenía deseos de bromear y ceder. Siempre cedía y eso la agotaba. Lo había esperado con tanta ansiedad, había preparado todo para él, desde su cuerpo hasta la habitación, no había contemplado la posibilidad de que él le dijera que no, y ya no importaban sus posteriores explicaciones. La desilusión se había cernido sobre ella como un espectro, y comenzaba a echar raíces en su alma.

Creo que tienes razón, no estamos listos para tener un hijo. Con mis niños es más que suficiente para mí —comentó, antes de alejarse rápidamente y alcanzar la bata que colgaba de una silla. —Discúlpame por molestarte. Debes estar muy cansado de tu viaje, mejor descansa —no se reconocía en esa mujer de voz punzante. Ella, que nunca le decía que no, que estaba dispuesta a los deseos de su marido cuando él quisiese, de pronto, recordó que tenía personalidad. Inna había luchado duramente por ser alguien en la vida, por resaltar, por no ser una muchacha más. Siempre había querido ser diferente al resto, quería ser la mejor, lo había logrado, había tocado la cima y se había envuelto en la gloria. Jamás había necesitado de un hombre que le diese su apellido o su fortuna, había criado a sus hermanas y a sus hijos, y también había continuado con su carrera. Haber tenido que dejar el ballet la había matado, pues había perdido la independencia de la que tanto se había jactado a lo largo de sus años. La idea de que no era la mujer para Răzvan sobrevolaba sus pensamientos constantemente, y que él no quisiese un hijo, le daba la pauta de que él también lo consideraba.

Termina de secarte. Te estaré esperando en la cama —y en su frase no había promesas. Ni siquiera lo miró antes de salir del cuarto de baño. Observó la cama que tan pulcramente había preparado para él y se le revolvió el estómago. Se mordió el labio inferior para no llorar, y en lugar de acostarse, se dirigió hacia una esquina de la habitación, donde, en una mesa de cristal, descansaban algunas bebidas espirituosas y dos vasos. Se sirvió una medida de brandy y se sentó en el aterciopelado sillón bordó, observando hacia el exterior. Nada más que nieve. Se había desatado una tormenta, y el sonido le apaciguaba el lastimado corazón. Se mojó los labios con el líquido ambarino y barrió las lágrimas que, sin pedir permiso, rodaron por sus mejillas.
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Mensaje por Răzvan Văcărescu Miér Jul 20, 2016 9:50 pm


“That night the wind was howling almost like a wolf and there were some real wolves off to the west giving it lessons.”
― George R.R. Martin, A Storm of Swords


Cuando quiso estirar las manos para no permitir que eso, el momento, se rompiera, era demasiado tarde. Ni sus agudos reflejos, ni su fuerza sobrehumana le ayudaron en esta ocasión. Incluso, podía decirse que fueron detonantes. Y él, siempre remitido a su poderío animal, no sabía simplemente qué hacer cuando éste era insuficiente. Entornó la mirada al notar la frialdad de Inna que sólo podía compararse con la de afuera de esa casa. Incluso más, pues era más profunda, iba más adentro, se metía por debajo de la piel y quemaba. Completamente aturdido, los movimientos de su esposa pasaron casi desapercibidos, como en un segundo plano. Estaba demasiado mareado con la situación, aunque no lo demostrara. Y es que él nunca demostraba nada.

Entornó la mirada cuando la ella habló, tomó la bata y se marchó. Las palabras que soltó, poco a poco como un rosario de misterios dolorosos, fueron acomodándose en su lugar, dentro de su cabeza y susurraron terribles sentencias de muerte, lo mismo que restallaron como mil truenos. Respiró profundo, pues no quería perder el control. Y aunque no iba a admitirlo, le gustaba ver esta fase de su esposa, siempre y cuando no fuera demasiado recurrente, claro. Su relación estaba cimentada en el hecho de que él mandaba y ella obedecía.

Tardó más de la cuenta, y fue adrede. Era un reclamo, uno que hacía como niño estallando en rabieta: necesito de tus manos para poder vestirme. Aunque ello fuera una mentira. Un hombre como él, que se largaba por amplias temporadas sin ningún tipo de lujo o comodidad, era más que autosuficiente. Al fin salió con el pijama puesto. Sólo el pantalón, dejó el torso desnudo, y las cicatrices parecieron remarcarse con la tenue luz del baño y la habitación.

Cuando salió, la vio ahí. Si ella estaba consciente de su presencia o no, no lo sabía, y no le importaba. Los pies descalzos fueron más sigilosos que si hubieran vestido calzado y de aquel modo, como el lobo debajo de la nevada, acechando a su presa, se acercó a ella. Primero aparecieron sus ojos zarcos en el reflejo del cristal, y luego su rostro y su cuerpo. A través de la ventana, de la proyección etérea que le ofrecía de Inna, pudo ver su bellísimo rostro con los estragos del llanto. Alzó el mentón y salvó la distancia. Quedó de pie detrás de ella y con una mano la tomó por un hombro.

Tus niños —comenzó, rescatando un pedazo de lo que Inna dijo antes de irse—. Eso… ¿no lo entiendes? Son sólo tuyos. ¿Qué hay de mí? —Suspiró, sabía que uno de ellos podía ser suyo. La mano que estaba en su hombro ahora se colocó sobre el pecho ajeno—. Ya deberías de saber que nunca estaré cansado para ti. ¿Acaso no lo he demostrado? Eres para la única que tengo tiempo, siempre —agachó el rostro para verla, desde ahí sólo podía ver su cabello dorado y parte de su rostro.

Inna, no esperabas que te dijera simplemente , ¿verdad? Son muchas cosas. Mi vida es complicada, siempre ausente, ¿qué clase de padre sería si no estoy? El peligro es constante. Temo todos los días por tu vida. Temería por la de mi hijo también. Tengo muchos enemigos, y el temor me hace débil«tú me haces débil», quiso decir, pero lo dejó implícito. Era un reclamo, no cabía duda, pero también una declaración de amor: «tú me haces débil, pero no importa, por ti hago este sacrificio». Era sólo de ese modo que uno podía entender lo que cruzaba por la cabeza de Răzvan. O al menos tener una noción.

¿Lo entiendes ahora? —Preguntó al tiempo que se movió, rodeó el sofá y sin oportunidad de que ella se negara, tomó una de sus manos y se hincó con una rodilla frente a ella. No lo estaba diciendo, lo hacía, como era su costumbre; sin palabras y con acciones. Esa era su forma de pedir una disculpa, aún cuando creía que no tenía por qué—, no puedo decirte que , pero tampoco te estoy diciendo que no —allá afuera, la tormenta arreciaba.
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Mensaje por Inna Văcărescu Lun Ago 08, 2016 11:14 pm

Era tan débil… Los pensamientos negros sobre Răzvan, se disipaban cuando él la tocaba. Por eso había querido huir, porque necesitaba estar enojada con su esposo, así fuesen unos pocos minutos. Necesitaba saber que no había perdido por completo el control de su vida para entregárselo a él. Inna había sido una mujer independiente y autosuficiente, no había necesitado de nadie para criar a sus hermanas, ni a sus hijos, ni mucho menos para llevar adelante su carrera. Por eso, cuando tomaba consciencia del imperio que tenía su marido sobre ella, solía repudiarse porque le había entregado todo, lo mejor y lo peor de su persona. ¿Alguna vez se arrepentiría de haber hecho algo semejante? ¿De haber llevado a sus pequeños y a su hermana a vivir con un completo desconocido? ¿De haber tenido un amante y luego haberse casado con éste? ¿De haberse divorciado y no aceptar en silencio, como cualquier mujer lo haría, los secretos tórridos de su cónyuge? Esperaba no hacerlo; realmente deseaba no arrepentirse nunca de haber elegido a Răzvan. ¿Había tenido opciones? No, por supuesto que no. Lo amaba con las vísceras, con el alma, con furia desmedida, lo amaba hasta no reconocerse, y eso la encadenaba eternamente a él.

Supo que estaba junto a ella, lo escuchó con la misma entereza con la que había abandonado el cuarto de baño. Inmutable, sólo permitía que las lágrimas siguieran su curso, porque no quería siquiera moverse para barrerlas. Răzvan sabría, de todas formas, que había estado llorando; nada ocultaba con la patética actitud de disimularlo. Jamás admitiría que él no aceptase a sus hijos sólo porque eran parte de ella, habían salido de su vientre, eran su sangre, su carne y sus huesos. Inna sabía que si él hubiera tenido hijos, ella los habría amado sólo porque él era el padre, no necesitaba más aditamentos que esos. Pero para Răzvan eso no era suficiente, la amaba de manera egoísta y no quería compartirla, ni siquiera con dos niños que aún no se acostumbraban a vivir lejos de su padre. Inna lo amaba sin egoísmos, sufría celos tormentosos que le quitaban la respiración, pero aceptaba su lugar en su vida, debía ser generosa con esa manada que dependía de él; en vano sería contrariarlo. Nunca la elegiría, y prefería no tener que recibir la negativa, el rechazo.

Está bien, cariño. Está bien… —cedió. Siempre lo hacía. No lo torturaría más. Lo conocía y para alguien como él, haberla seguido y estar así, frente a ella, arrodillado, con el rostro levemente compungido, mostrándole su debilidad, era demasiado. Inna se había enamorado de ese hombre, no quería cambiarlo, no quería que fuera diferente. Finalmente se secó las lágrimas y le dio un sorbo al brandy. —Discúlpame por haberte molestado con esto luego de tu viaje. Sé que es una decisión demasiado importante, que tu…nuestra situación es complicada. Comprendo todo —inclinó el cuerpo y le dio un beso casto en los labios. —He sido egoísta, ¿podrás perdonarme? No quiero pelear contigo, no me gusta. Mucho menos después de haberte extrañado tanto —le acarició la frente y le sonrió.

No volveremos a hablar de esto —se acercó al borde del sillón, separó las piernas y lo colocó entre ellas. Con ambas manos, le peinó el cabello húmedo. —Eres el amor de mi vida, Răzvan. No necesito nada más que a ti, que a mis hijos y a mis hermanas. Ustedes son lo único y lo más importante que tengo. Y…ya sé que me odias porque no eres el único, pero si fueras padre, me comprenderías. Ellos…ellos son mi manada, por la que debo velar —le besó la punta de la nariz. —Tú tienes la tuya, eres su líder, tú los cuidas, de ti dependen. Lo mismo pasa con mis hijos y mis hermanas. Sé que no hay punto de comparación, que tú tienes cosas mucho más importantes, pero siempre debí hacerme cargo de mi familia, soy el alfa de ella, ¿puedes entenderlo? —quería, profundamente, que él alguna vez la comprendiese.
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Mensaje por Răzvan Văcărescu Dom Sep 11, 2016 8:22 pm


“Like some winter animal the moon licks the salt of your hand,
Yet still your hair foams violet as a lilac tree
From which a small wood-owl calls.”
― Johannes Bobrowski


¿Cómo alguien podía querer tanto, y a la vez, alegrarse de ese modo con la desdicha del ser amado? Los vestigios de las lágrimas en el perfecto rostro de Inna trajeron una retorcida satisfacción a Răzvan. Por supuesto que odiaba verla infeliz, cuando era alguien o algo más la causa, no dudaba en mover cielo, mar y tierra para acabar con ello. Pero cuando se trataba de él, cuando era él la razón, existía una contradicción en su pecho. El deseo de no verla triste, pero más imperante estaba el oscuro placer de saber que todavía la dominaba. Las lágrimas de su mujer eran eslabones a sus cadenas que a cada momento se volvían más fuertes. Y cuando, a veces, como esa noche, temía que alguna pudiera romperse, no podía evitar sentirse tranquilo al ver que no era así.

Se dejó hacer. Se acomodó entre las piernas de su esposa, aún hincado y llevó una de sus enormes manos al suave muslo de ella, por debajo de la ropa, aunque ésta no se aventuró más allá. Era sólo reafirmar que él era su dueño, y que no podía escapar. A veces parecía que ya la había hecho pagar por la traición, que ya había sido suficiente, pero para él, seguía quedando la deuda sin saldar, y se seguía cobrando con creces. Escuchó con atención. La entendía más de lo que ella creía. Una cosa era eso y otra muy distinto que le importara o no.

No —era Zeus lanzando rayos desde el monte Olimpo. Imponente y tajante—. Ya has traído el tema, tenemos que resolverlo, no quiero simplemente olvidarlo —¿una manera más se seguir atándola y manipulándola? Quizá, pero la realidad era que en verdad le interesaba el tema—. Jamás podría estar enojado contigo, Inna, no me tengas miedo —se puso de pie. Dijo con cínica seguridad. Lo que más deseaba Răzvan despertar en los corazones de otros era miedo, y en particular, en el de su mujer. Un amor temeroso, crear en ella una necesidad y amenazarla constantemente con que un día simplemente se iría. Aunque él la amara con el mismo temor y la necesitara con la misma vehemencia.

Entiendo lo que dices —la haló para que lo imitara y se pusiera de pie. Aún así, era mucho más pequeña que él y siempre le había gustado eso. La demostración física de su ensortijada dinámica—. Jamás te pediría que abandonaras a tu… manada. ¿Acaso no los he recibido en esta casa? —Continuó. Era un dios generoso, creyó. La abrazó después, fuerte pero no demasiado y peinó el cabello aún húmedo, perfumado y áureo.

Yo también te extrañé, Inna —le dijo al oído—, hubiera preferido que sacaras este tema en otra ocasión, no ahora que acabo de regresar y que lo único que quiero es sentirte contra mi cuerpo. Me haces falta siempre, allá afuera hace mucho frío —confesó—. Pero ya está sobre la mesa, y ahora lo vamos a discutir —necio, aferrado, insidioso. Se separó y la tomó por los hombros. La vio directamente a los ojos, los suyos no reflejaban nada, como siempre. En cambio, sonrió de lado, algo victorioso, aunque el gesto era demasiado apocado como para calificarlo de tal. Más bien, apreció misterioso.

Entonces se inclinó al frente. Al contrario que ella, no hubo nada de castidad en el modo en cómo la besó. Se apoderó de sus labios con furia. De inmediato se abrió paso entre ellos y una húmeda batalla se lidió entre sus lenguas. La sostuvo con fuerza de los antebrazos e incluso la separó un poco del suelo, para llevarla contra un muro, donde profundizó un poco más. Pegó su cuerpo al ajeno, una rodilla la obligó a separar las piernas y ahí acomodó sus caderas, donde se movió con lascivia.

Una vez más, incapaz de usar palabras, demostraba lo que sentía con acciones. Si bien le había dicho que la había echado de menos, era hasta ese instante que ella podría entender qué tanto, con cuánto anhelo. De su boca pasó a su cuello y sus manos a sus perfectos glúteos de bailarina, la volvió a elevar de ese modo y la obligó a rodearlo con las piernas.

Te extrañé, ¿no me crees? —Dijo contra su piel mientras seguía trazando caminos de besos por su mandíbula, cuello y clavícula—. Te voy a demostrar cuánto en verdad te extrañé —echó el cuerpo al frente, haciéndola sentir, a través de la ropa, una creciente erección atrapada en el pijama. Prefirió eso, porque en verdad lo deseaba, pero también porque le daba tiempo para pensar cual sería su siguiente jugada en esa partida.
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Mensaje por Inna Văcărescu Lun Oct 17, 2016 11:23 pm

Allí radicaba la diferencia entre lo que Inna sentía, y la apreciación de su esposo. Para él, pensó la otrora bailarina, tener un hijo era un tema que tratar, resolver, finiquitar. Para ella, una decisión de vida, un acto de amor. La mujer no tuvo dudas de que en él no había intenciones de herirla, tratando aquel asunto con tanta condescendencia, como si fuera un problema más a solucionar con alguno de sus escoltas. Inna estaba herida de muerte, sentía su corazón sangrando de angustia al asumir que Răzvan no quería tener un hijo con ella, porque aquella idea se había instalado en su mente y no había poder de Dios capaz de soliviantarla. Tenía deseos de abofetearlo, a ver si de aquella manera reaccionaba, a ver si de esa forma podía, por un instante, ponerse en su lugar y pensar mínimamente en las emociones ondulantes y oscuras que generaba en ella. Sólo quería satisfacer sus propios instintos y meterla en su juego, y ella sabía que tarde o temprano iba a caer, porque no importaba lo que su esposo hiciera o dijese, Inna estaría siempre ahí para él.

Dejó que la besara con aquella pasión desmedida que la rusa rogaba nadie más despertase. Él era fuego, la llevaba a la demencia con sólo rozar su piel. Ella se derretía como la cera de una vela ante la llama constante y sinuosa, y ya no quería luchar contra eso. Su propio instinto, lentamente, comenzaba a despertarse y le rogaba que lo recibiera en su cuerpo, que había añorado su transpiración, su tacto, su olor. Lo deseaba con desmesura, con la misma desmesura con la que lo amaba, y no importaba si él la quebraba, siempre encontraba la manera de volver a unir sus partes. Inna no era frágil, tampoco estúpida, sabía con el hombre que lidiaba, conocía perfectamente a su marido y lo había elegido a pesar de ser consciente de sus defectos; había decidido que lo único que realmente importaba, era permanecer junto a él, callando y agachando la cabeza cuando debía, pero permitiéndose algunos estallidos de furia, que en nada condecían con su apocada personalidad de dama de alcurnia.

Las manos de Inna recorrían el pecho, la nuca y el cabello de su esposo con total solemnidad, sin reprimir los impulsos que la instaban a clavarle suavemente las uñas, a morderle el labio inferior o a ajustar el lazo que había conformado con sus piernas alrededor de la cadera de Răzvan. Era posesiva, sumamente posesiva; quería que todo de él le perteneciera, aún aquellos rincones a los que nunca tendría acceso. Inna anhelaba que su esposo se sintiese morir si la perdía, que le faltase el aire de sólo imaginar que ella ya no estaría a su lado, que no contemplase un instante de su vida sin ella en el mundo terreno, sin ella lejos. A la rubia, la sola idea de tener que dejarlo ir, la llenaba de ira y de angustia. Ese pensamiento cruzó por una fracción de segundo, y la obligó a separarse de él para mirarlo a los ojos inyectados de lujuria, misma que ella sentía.

No me faltes nunca, amor mío —le rogó, rozándole los labios con los propios. —Tómame, Răzvan, tómame con furia, no quiero dudar ni por un instante de lo mucho que me has extrañado —rogó, con la voz enronquecida, antes de ser ella la que se apoderase de sus labios. Para ella, la conversación anterior dejó de existir, y se entregó al desenfreno de aquel amor que la destrozaba y le daba fuerza, del sabor agridulce de un sentimiento que siempre la mantendría en vilo y del cual nunca estaría segura de ser correspondida.
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