AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Pactos de Sangre [Privado]
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Pactos de Sangre [Privado]
"De aquel que opina que el dinero puede hacerlo todo,
cabe sospechar con fundamento que será capaz de hacer cualquier cosa por dinero."
—Benjamin Franklin
cabe sospechar con fundamento que será capaz de hacer cualquier cosa por dinero."
—Benjamin Franklin
No había luna aquella noche, sólo la tenue luz que desprendían las llamas de la chimenea iluminaba la lujosa habitación de hotel, el chasquido de la madera al quemarse era todo cuanto podía escucharse en la enorme estancia. Era un lugar peculiar cuanto menos. Las paredes forradas de tapices del siglo pasado, el suelo mullido constituido por una gran alfombra de colores rojizos, los sillones frente al hogar, separado el salón del cuarto, formando dos estancias individuales pero que, en el fondo, eran una sola, hacían aquel sitio digno de una princesa. Si una persona de clase baja se hubiera alojado allí hubiera creído que se había quedado atrapada en un cuento de hadas. Se trataba, en definitiva, de uno de los hoteles más caros de la ciudad, situado en el corazón de París, destinado a un público exclusivamente aristócrata. Desde el balcón se podía vislumbrar el Sena a no muchos metros. La brisa procedente del río se colaba por la ventana y amenazaba con sofocar las llamas de la chimenea. Como si se tratara de una estatua, Loviise perdía la mirada en su baile silencioso. Su piel nívea bien podría haberse confundido con el mármol y su perfecta inexpresividad y ausencia de movimiento se asemejaban a los de la piedra. Reposaba plácidamente sobre el sillón, como quien se tumba en un cómodo diván sin mayor propósito que ver pasar las horas. Sus cabellos canosos, desperdigados por el sofá a placer, parecían finos hilos de plata que ondeaban levemente al viento. Llevaba en esa postura algo más de treinta minutos, pero no sentía el pesar del tiempo sobre su conciencia. La paciencia es algo que la inmortalidad se encarga de ejercitar especialmente.
Sin embargo, apenas un par de horas antes la escena había sido muy distinta. Caminaba de un lado a otro de la habitación, arrastrando la elegante cola de su vestido de encaje por el suelo, impaciente. Dos días antes, una de sus fábricas, aún en construcción, había ardido. Y, aunque el fuego se podría asociar fácilmente al intenso calor del verano parisino, sabía que alguien lo había provocado a conciencia, en un claro ejemplo de competencia desleal. Alguien quería hacerle sombra, incrementar los beneficios a su costa, de eso no cabía la menor duda. Pero “quién” podría ser aquella persona era algo que se le escapaba, siendo varios los sospechosos. Desde luego, no era la primera vez que se enfrentaba a una situación de tal calibre, ni sería la última. Por ello, sabía que no debía actuar aún, no podía precipitarse. Fuera quien fuese, era algo que se descubriría tarde o temprano. Todo cuanto podía hacer era comunicárselo a sus socios en un intento tranquilizador. Aquel contratiempo no iba a influir en sus proyectos bajo ningún concepto. Y eso fue lo que hizo. El escritorio de la habitación contaba con un cajón en el que había guardados una serie de papiros, una plumilla y un frasco de tinta china para uso y disfrute del huésped. Sacó uno de ellos y se dispuso a escribir. La primera carta sería para su compañera e íntima amiga Amethyst, a quien conoció durante los años que estuvo viviendo en Londres, la única persona en la que podía confiar plenamente. Buscaba en ella apoyo una vez más, al tiempo que ayuda para encontrar al causante de tal destrozo, del mismo modo que había buscado ayuda en el invitado de aquella noche, la razón por la que se encontraba en el hotel.
Eustace Dubois era un brujo con pretensiones de inmortal. Sabía reconocer a un vampiro con sólo mirarlo a los ojos y veía en ellos una fuente de poder sobrenatural que sabía aprovechar con certeza. Sólo había que ver su aspecto. Los años no pasaban para él como para el resto de los mortales. La causa era obvia: había estado bebiendo sangre vampírica durante años sin dejar que ellos le mordieran, manteniendo así su condición humana al tiempo que una extraña inmortalidad. Loviise le había conocido años después de su llegada a París, cuando empezó a hacerse un hueco entre la nobleza y burguesía francesa, muchos de los cuales deseaban formar parte de sus proyectos, mientras que otros preferían tenerla cerca para poder vigilar sus pasos y controlarla en la medida de lo posible, inútilmente. Fue invitada a una fiesta a la que asistió gran parte del Parlamento y él en concreto, como Senador. Entablaron una conversación casual que acabó con una propuesta por parte de él: un pacto de sangre. Entonces Loviise no accedió, no tenía razón para hacerlo ni nada que conseguir a cambio y, aunque se vieron más veces de forma casual, nunca se lo planteó seriamente hasta ahora. Era consciente de que él tenía contactos en las altas esferas de la sociedad francesa y eso era algo que podía ayudarla enormemente en aquellos momentos. Al fin y al cabo, el precio a pagar a cambio era, para ella, bastante bajo. Así le hizo saber que aceptaba la propuesta que le había hecho años atrás, citándose a medianoche en la habitación 137.
El sonido del cuco le hizo despertar de su ensoñación y dirigir su mirada al hermoso reloj que reposaba sobre la pared. Su invitado no tardaría mucho en llegar, según tenía entendido, Eustace solía ser muy puntual. Cambió de posición, incorporándose un poco más, pero sin llegar a sentarse, mientras pensaba en el problema de la fábrica, tratando de atar cabos y acercarse al culpable. Jugueteaba con su pelo cuando la puerta, a su espalda, se abrió. Había dejado una llave para él en la recepción.
— Eustace —dijo a modo de saludo, sin mirarle directamente, sino a través del reflejo de la ventana.— Me alegra que hayas venido.
Loviise L. Karvel- Vampiro Clase Alta
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Re: Pactos de Sangre [Privado]
"Si no entras en la madriguera del tigre, no puedes coger sus cachorros."
Proverbio japonés
Proverbio japonés
Una sonrisa torcida y satisfecha, aquellas que sólo se dibujan cuando se logra por fin lo cometido; así había sonreído al recibir aquella nota, por fin le llamaba, por fin le solicitaba después de tanta descarada insistencia, y es que sabía reconocer cuando un vampiro aún era virgen y no se refería precisamente a “ese” tipo de virginidad, sino al de sus “donaciones de sangre”, esos que su exquisito paladar seguían siendo sus favoritos, pues no había en su sangre el sabor de otros mortales, todo era sangre limpia y refinada por sus propios colmillos. Después de todo, y aunque el sabor sea prácticamente idéntico, no es lo mismo lamer un helado ya saboreado que uno recién abierto.
Se vistió así con sus mejores galas, o mejor dicho las ajenas, esas que “tomaba prestadas” del armario de sus anfitriones y hacía desaparecer por medio de su propia magia para que místicamente se transportaran hasta sus pertenencias. Se arregló el cabello y se ordenó a la misma semejanza de sus reuniones más importantes, tanto que incluso podría confundírsele con un caballero, él, el más bribón de los bribones. Por supuesto que también se llevo uno de los carruajes del Duque, nada suyo ocupaba, todo se gastaba, y para que se gastara, mejor ocupar lo ajeno.
«Hotel des Arenes, habitación 137» leyó una vez más, junto al resto de las indicaciones las cuales siguió al pie de la letra y, tal y como era de esperar de una vampiresa, éstas se cumplieron al pie de la letra. Las llaves le esperaban en el mesón y desde ahí subió hasta la habitación mientras jugaba con ellas, pasándolas de dedo a dedo por sobre el dorso de su mano derecha. El número indicado tenía una gran puerta de roble, de seguro se trataba de las habitaciones mas lujosas del Hotel y eso le hizo sonreír con satisfacción, una vez más no se había equivocado y esa vampiresa era precisamente de esas, esas con las que de verdad disfrutaba lidiar.
Metió la llave al cerrojo y miró la hora en su reloj de bolsillo, pero se quedó con él a medio camino pues el cucú del interior sonó marcando la media noche. Guardó el reloj de regreso a la chaqueta y se pasó la lengua por los dientes para corroborar su aliento, sólo entonces abrió la puerta. Ahí estaba ella, tumbada en un cómodo diván observándole de manera indirecta y misteriosa, como la más refinada de las vampiresas.
— Loviise... Me alegra haber venido — respondió al saludo con una sonrisa de suspicacia y volteó tan sólo un momento para cerrar la puerta con seguro. — Veo que por fin habéis reconocido el valor de mis servicios — sonrió de costado mientras caminaba hasta ella — No cualquiera está a mi nivel ¿Lo sabéis? — se detuvo frente a ella, pro fin mirándole de frente.
Como todos los de su raza, las apariencias no cambiaban, siempre permanecían del mismo modo, tal y como les recordaban; perfectos, hermosos, atrayentes y rechonchos de poder. Hinchados de esa ansiedad de triunfo, de saberse inmortales e invencibles... Oh... ¡Cómo le gustaba ese sabor!
— Sí, lo sabéis — se respondió a sí mismo, tomándose el atrevimiento de acercarse aún un poco más, de agacharse sobre ella en el mismo diván, de asecharla como un verdadero gato asesino sobre el ratón asustadizo que tiembla ante su presa. Sí, le gustaba traspasar las barreras, hacer esas cosas que nadie más se atrevía, aún a sabiendas que entre ellos dos era sólo ella la peligrosa. Aspiró su aroma y cerró los ojos, como el más experimentado de los catadores, entonces le miró — Pero también debéis saber... que cobro por adelantado — sonrió con aquella mueca bravucona que ya le caracterizaba, y es que así era él, un verdadero cara dura.
Se vistió así con sus mejores galas, o mejor dicho las ajenas, esas que “tomaba prestadas” del armario de sus anfitriones y hacía desaparecer por medio de su propia magia para que místicamente se transportaran hasta sus pertenencias. Se arregló el cabello y se ordenó a la misma semejanza de sus reuniones más importantes, tanto que incluso podría confundírsele con un caballero, él, el más bribón de los bribones. Por supuesto que también se llevo uno de los carruajes del Duque, nada suyo ocupaba, todo se gastaba, y para que se gastara, mejor ocupar lo ajeno.
«Hotel des Arenes, habitación 137» leyó una vez más, junto al resto de las indicaciones las cuales siguió al pie de la letra y, tal y como era de esperar de una vampiresa, éstas se cumplieron al pie de la letra. Las llaves le esperaban en el mesón y desde ahí subió hasta la habitación mientras jugaba con ellas, pasándolas de dedo a dedo por sobre el dorso de su mano derecha. El número indicado tenía una gran puerta de roble, de seguro se trataba de las habitaciones mas lujosas del Hotel y eso le hizo sonreír con satisfacción, una vez más no se había equivocado y esa vampiresa era precisamente de esas, esas con las que de verdad disfrutaba lidiar.
Metió la llave al cerrojo y miró la hora en su reloj de bolsillo, pero se quedó con él a medio camino pues el cucú del interior sonó marcando la media noche. Guardó el reloj de regreso a la chaqueta y se pasó la lengua por los dientes para corroborar su aliento, sólo entonces abrió la puerta. Ahí estaba ella, tumbada en un cómodo diván observándole de manera indirecta y misteriosa, como la más refinada de las vampiresas.
— Loviise... Me alegra haber venido — respondió al saludo con una sonrisa de suspicacia y volteó tan sólo un momento para cerrar la puerta con seguro. — Veo que por fin habéis reconocido el valor de mis servicios — sonrió de costado mientras caminaba hasta ella — No cualquiera está a mi nivel ¿Lo sabéis? — se detuvo frente a ella, pro fin mirándole de frente.
Como todos los de su raza, las apariencias no cambiaban, siempre permanecían del mismo modo, tal y como les recordaban; perfectos, hermosos, atrayentes y rechonchos de poder. Hinchados de esa ansiedad de triunfo, de saberse inmortales e invencibles... Oh... ¡Cómo le gustaba ese sabor!
— Sí, lo sabéis — se respondió a sí mismo, tomándose el atrevimiento de acercarse aún un poco más, de agacharse sobre ella en el mismo diván, de asecharla como un verdadero gato asesino sobre el ratón asustadizo que tiembla ante su presa. Sí, le gustaba traspasar las barreras, hacer esas cosas que nadie más se atrevía, aún a sabiendas que entre ellos dos era sólo ella la peligrosa. Aspiró su aroma y cerró los ojos, como el más experimentado de los catadores, entonces le miró — Pero también debéis saber... que cobro por adelantado — sonrió con aquella mueca bravucona que ya le caracterizaba, y es que así era él, un verdadero cara dura.
Eustace Gougeon- Hechicero Clase Media
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Re: Pactos de Sangre [Privado]
"El que vive prudentemente, vive tristemente."
—Voltaire
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Loviise apartó la vista de la ventana para observar cómo Eustace, en un acto de osadía, se inclinaba sobre ella, como si de este modo fuera capaz de oler la sangre que corría por sus venas y así certificar si era buena la calidad de la “mercancía”. Esperaba que fuera consciente de que, de haber querido, podría haber obtenido la información que deseaba por medio de alguno de sus poderes, ya fuera por telepatía o persuasión, prescindiendo de toda aquella parafernalia de la inmortalidad del brujo. De haber sido otra clase de vampiro, podría incluso haberse divertido torturándole hasta que hubiera cantado todo lo que sabía. Pero Loviise se limitó a dedicarle una mirada cargada de indiferencia, expectante en cierto modo, aguardando al próximo paso que daría el brujo, como si asistiera a una obra de teatro. No contento con el numerito, se atrevió a decir que “cobraba por adelantado”, como si estuviera en posición de exigir algo. No quedaba muy claro si aquel hombre era un temerario o simplemente estaba loco.
Sin embargo, tras un silencio prolongado, la vampiresa sonrió a modo de toda respuesta, mostrando sus colmillos aunque de forma cordial, por si se le había olvidado con quién estaba tratando. De algún modo, le hacía gracia su atrevimiento. Era distinto al resto de los humanos, ignorantes de su naturaleza que, mediante algún proceso irracional, le tenían un miedo infundado, o respeto, o envidia; o aquellos infelices que por alguna razón u otra habían descubierto su esencia y por ello habían acabado desangrados en circunstancias extrañas. Aquel hombre la veía tal y como era y precisamente por esa razón quería más, aunque se negaba rotundamente a que volviera a tratarla como mera mercancía, si quería su sangre, iba a tener que esforzarse un poco más.
Dejó caer la mano en la que apoyaba la cabeza en su dirección, ladeando un poco el rostro para mantener su mirada directamente a los ojos, con aire travieso.
— Muy bien, se hará como desees. —Consintió finalmente revolviéndose un mechón de pelo.— Si no es mucho pedir, ¿me podrías acercar el abrecartas que está sobre la mesa?
Puede que realmente no fuera necesario el abrecartas, pues con sus largas uñas podría haberse hecho a sí misma un corte lo suficiente profundo como para que un par de gotas de sangre corrieran por su piel, pero aquello era más limpio y puestos a teatralizar, era más divertido darle algo de intensidad al asunto. En cierto modo, Loviise disfrutaba de su cómoda posición, postrada sobre el diván, contemplando cómo el tiempo y las personas iban y venían, como en un baile eterno.
Loviise L. Karvel- Vampiro Clase Alta
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