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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Invitado Dom Feb 10, 2013 2:16 pm

La Corte de los Milagros no era el lugar en el que cualquiera podría esperarse encontrarme, eso desde luego. Desde la época medieval de París, aquella barriada había sobrevivido y se había constituido como un refugio para mendigos, timadores y gente de la calaña social más baja, sobre todo aquellos que querían embaucar a la gente mediante la pena para sacar de ellos comida o, normalmente, la cartera de cualquiera que no estuviera lo suficientemente atento. Entre toda esa gente, claro está, había personas de etnia gitana que no se merecían entrar en el mismo saco que los demás, si bien era cierto que no había nadie, en aquel momento, a mi alrededor, ya que estaba sola en el preciso punto donde me encontraba, al lado de una casa en ruinas que otrora había sido una muestra de arquitectura gótica urbana de las que escaseaban en las zonas más sureñas del continente y de la que ya no quedaba sino el esqueleto y una fuente extraordinariamente dañada por el tiempo y la lluvia de París, que la había pulido hasta dejarla como un mudo testimonio de un pasado mejor en aquella zona de la ciudad. Yo me encontraba, de hecho, sentada sobre el borde de piedra de aquella fuente vacía y seca, en cuyo centro se alzaba una estatua de lo que, creía, habría sido en tiempos alguna gárgola de la catedral de Notre Dame y que habrían conseguido sonsacar a los escultores que la habían decorado porque estaba defectuosa. Servía para su efecto, en realidad; las quimeras y gárgolas de piedra ya impresionaban a los poco instruidos vistas desde el suelo, y una a la altura de los ojos, por mucho que estuviera erosionada y apenas se distinguieran de ella los rasgos principales, seguía conteniendo el miedo que infundían los ritos. Tal vez por eso nadie se acercaba a donde yo me encontraba, o quizá era porque era una vampiresa quien esperaba.

El temor reverencial que las criaturas sobrenaturales producían en las personas se veía intensificado en la gente de clase baja, que aún presa de una visión más mítica que racional del mundo nos veían como auténticos demonios que los más “civilizados” de las clases altas que, en muchas ocasiones, se tragaban el miedo que sentían con tal de provocar una buena impresión. La honestidad del pueblo llano en ese sentido no me molestaba, ya que creía que era una muestra adecuada de su instinto de supervivencia, así que el rechazo de los gitanos y las prostitutas no era el motivo por el que mi presencia allí estuviera tan fuera de lugar. El motivo de que no soliera pasearme por allí era, sencillamente, que la corte no tenía nada que ofrecerme que no conociera ya. Durante mi época como humana, en la que había sido esclava del mayor Imperio que había conocido la humanidad (a excepción del español hacía un par de siglos), las oportunidades para bajar a lo más asqueroso de la ciudad de Roma me habían sobrado, y precisamente por eso había tenido contacto con aquella parte de la vida urbana para varias vidas, sobre todo porque esa era una de las mayores constantes de la civilización humana, sea esta cual sea, en cualquier momento histórico. Así, con todo en mi contra para que me encontrara allí, cabría preguntarse qué era lo que me había traído allí, y lejos de encontrar complicación en la respuesta era esta extraordinariamente simple: me habían citado en la Corte de los Milagros desde una institución a la que odiaba desde hacía ya bastante tiempo... el Tribunal del Santo Oficio, nada menos.

Normalmente habría ignorado vilmente el aviso de alguien perteneciente a esa broma que suponía el brazo armado de la Iglesia, tal vez matando a quien hubiera osado citarme o, si me encontraban de buen humor al recibir la noticia, mandándolo a seguir un rumbo falso, pero en aquella ocasión todo había sido diferente, y la prueba de lo extraordinario de la citación se encontraba, precisamente, en que hubiera acudido a la llamada de alguien que, normalmente, sólo buscaría matarme. Por supuesto, iba preparada y armada bajo la capa que portaba, innecesaria por ser verano, e incluso bajo el vestido que me cubría, más sencillo de lo habitual y sin el apretado corsé que dibujaba mis formas cuando me dedicaba a los placeres de la vida de la flor y nata parisina decimonónica a la que pertenecía, pero con mi actitud tranquila no se notaba que llevaba complementos extraordinarios a mi ya antinatural fuerza sobrehumana, que me harían infalible en caso de que comenzara una pelea, aunque dudaba que lo hiciera, ya que a fin de cuentas los bibliotecarios nunca se habían caracterizado por, precisamente, sus tendencias camorristas. Así era: quien me había citado era una bibliotecaria, nada menos que Francine Gallup, a quien conocía porque se había forjado una reputación particular en el seno de la Inquisición no por su fuerza o por la habilidad de matar sobrenaturales que poseía, sino por su inteligencia. Ese había sido, precisamente, mi motivo para aceptar, ya que sería lo suficientemente diestra para no comenzar un enfrentamiento que no podía ganar y, además, había sabido ganarse mi curiosidad.

No había querido revelarme el motivo exacto por el que me había citado, y tampoco había soltado prenda acerca de los detalles del encuentro, así que sólo había podido especular al respecto en mi camino hacia la Corte de los Milagros, en la que ya me encontraba. Supuse que se trataría de algún intercambio de información, y la naturaleza del mismo era lo que me provocaba las ansias de querer saberlo. La inquisidora había jugado bien sus cartas al utilizar una de mis mayores debilidades contra mí, lo admitía, pero no era la única jugadora con experiencia en el tablero de nuestra partida personal, así que la noche, que apenas acababa de empezar, aún nos podría deparar muchas sorpresas... De hecho, esperaba que lo hiciera. En cuanto escuché un sonido, desvié la cabeza hacia el lugar donde este se había producido y medio sonreí, porque eso sólo podía significar una cosa: ella había llegado. Sin moverme de mi posición, atrapé un mechón de cabello con uno de mis dedos, para jugar con él, e indolentemente crucé las piernas, como si estuviera en una situación mucho más informal que aquella en la que me encontraba y, sin embargo, sin perder un ápice de gracia sobrenatural. No necesité mirar para saber cuándo llegó a la altura de la plazoleta en ruinas en la que me encontraba, y ni siquiera cuando hizo acto de presencia alcé la mirada, puesto que estaba ocupada contemplando el reflejo de la luna en el mechón de pelo que ya formaba un tirabuzón alrededor de mi dedo.
– Llegas tarde... Lo mínimo cuando se cita a alguien es ser puntual. – comenté, sin alzar apenas la voz, y por fin buscando su mirada con la curiosidad pintada en la mía, si bien la cautela estaba presente con la misma fuerza que mis ansias de saber.
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Mensaje por Francine Capet Miér Mar 06, 2013 12:42 am

El cabello mojado se le había pegado a las sienes, el agua que chorreaba se le escurría por la tela de la bata verde musgo y le mojaba la espalda y los hombros. Apretó los dedos que tenía apoyados en la cómoda estilo Luis XVI de amplios cajones y manijas de oro. Notó la palidez de las yemas por la presión y descomprimió. Sólo una vela iluminaba la habitación, y la imagen que le devolvía el espejo se ajustaba un poco más a quien alguna vez había sido. Aún continuaba demasiado delgada, demasiado pálida, demasiado ojerosa, sus ojos ya no tenían aquel brillo de meses atrás, y tampoco volverían a posarse en la piel pálida de su bebé, tampoco sus manos volverían a recorrerlo, ni a vestirlo, ni a acariciarlo, ni sus oídos volverían a escuchar su risa cantarina. Agachó la cabeza, inspiró profundo y exhaló con fuerza, repitió el ejercicio tres veces, si comenzaba a llorar, terminaría tendida en la cama y no se levantaría por días; y lo último que necesitaba era que Smith le hiciera reclamos. Pensar en la vampiresa le hizo recobrar el ánimo y se incorporó con el gesto adusto empañándole las bellas facciones. Se desvistió lentamente y se observó de cuerpo entero, imaginó que su marido se encontraba tras ella y la observaba con deseo…aquello nunca más ocurriría, Nikôlaus no volvería a tocarla, y que se la tragara el Infierno si se permitía volver a sus brazos. Oh, sus brazos, fuertes, velludos, envolventes, amorosos… —Vete, desgraciado —masculló y dejó notar en su voz el odio, la amargura…y el amor. Se refregó el rostro con las palmas y tocó la campanilla para llamar a la doncella, que entró rápidamente. El hotel tenía un servicio espléndido. La joven tenía el cabello negro azabache recogido hacia atrás y tirante, sus manos estaban cálidas y el contacto cuando la ayudó a vestirse le agradó. A pesar de la apariencia frágil que tenía, apretó el corsé con pericia y lo ajustó hasta arrancarle un quejido a Francine, que la instó a seguir con su trabajo sin preocuparse por su bienestar. No podía negar que el castigo físico le generaba satisfacción, era el reflejo de su alma, lo mínimo que merecía por su negligencia. Ataviada en un atuendo azul noche, se cubrió con una capa de terciopelo del mismo color y le dio unos cuantos francos a la empleada para que olvidara su salida nocturna, la chica rechazó el dinero y asintió, su sonrisa fue un bálsamo entre la basura en la que estaba metida. Se dio cuenta que no tendría más de catorce años y pensó que ella, a su edad, recorría el mundo con su padre coqueteando con cuanto muchacho se cruzaba en su camino. Francine le devolvió la sonrisa y Marie se retiró. Esperó que los pasos se perdieran en el pasillo y caminó hacia la mesa de luz, de la cual extrajo su arma, controló que estuviera cargada. Iba a esconderla bajo su falda, pero se retractó, no tenía intenciones de llenarse las manos de sangre, por lo menos, no con la sangre de Smith. La devolvió a su sitio y se escabulló por la puerta de la cocina. Al adentrarse en las calles, se colocó la capucha.

Al lugar que había elegido para la cita lo juzgaba correcto e impredecible, allí nadie sospecharía de dos mujeres con extraño aspecto, y sabía que tampoco se atreverían a tocarla. Tenía buenos conocidos, su trabajo dentro de la Orden la había acercado a personas poderosas y a hombres de la más baja calaña de Europa. Había sido su padre quien le había dejado las indicaciones de a quién dirigirse y como quien presentarse. “Francine Capet” había dicho, y su apellido les había sido tan familiar que poco más y le tendían una alfombra roja para que caminase. Su difunto padre se había granjeado el respeto de propios y extraños, de políticos, nobles y mafiosos, eso lo había convertido en un reconocido miembro de la Inquisición, y su trágica muerte había caldeado los ánimos entre sus conocidos, que vieron en ella y sus hermanos una manera de venganza. Para lástima de ellos, ninguno de los tres Capet que continuaban con vida tenían deseos de saldar cuentas con los vampiros asesinos, tenían demasiado trabajo para encapricharse con uno solo, pero las cosas podían cambiar si Francine unía piezas. Tomó un coche de alquiler a unas cuadras del hotel en el cual vivía desde su escape del hospital, allí utilizaba un nombre falso, aunque varias de las personas que había visto recorriendo las instalaciones eran conocidas y la habían saludado, algunas con horror pues la creían muerta, y otras con pesar, pues sabían de su pérdida. Nadie le preguntaba por su esposo y tampoco por su desaparición, aunque sabía que muchas habladurías recorrían los salones y pasillos. El carro se movía incesante a medida que avanzaba por las calles parisinas, y la mujer pensó que había tomado el coche más destartalado de toda Francia. Se detuvo a unos metros del ingreso a Cour des miracles y quien lo manejaba le dijo que no entraría a esa zona. A pesar de la insistencia de Francine, el hombre se negó reiteradas veces, le exigió el pago y “¡lárgate!”, había terminado exclamando. Seguramente había pensado que era una prostituta, y había muchas personas de creencias ortodoxas en la clase trabajadora. No discutió más, le pagó y se quedó parada viéndolo alejarse. No hacía frío, pero se ajustó el cordón que le sostenía la capucha y se ataba a la altura de la tráquea. Recorrió un corto trayecto hasta una precaria construcción, tocó la puerta y una voz profunda y masculina preguntó —¿Dónde se sienta la paloma? — Francine respondió acercándose lo más posible a la diminuta circunferencia que oficiaba de ventana —La paloma blanca se sienta en el verde limón —contestó, escuchó el ruido de llaves y la entrada se abrió. Un hombre alto, bien parecido, de cabello rubio y barba incipiente en la misma tonalidad, le sonrió y acarició el rostro con su mano enorme. La joven levantó levemente las comisuras y se alejó para adentrarse en la casucha.

Bajó escaleras y saludó a los guardias, que la conocían desde pequeña. Se adentró en una habitación a penas iluminada por unas velas y se descubrió la cabeza. Cinco caballeros de diversas edades se acercaron a saludarla y demostrarle su alegría por lo bien que se encontraba. Aceptó los cumplidos, aunque sabía que estaba demacrada, a pesar de haber ganado peso el último tiempo. Les preguntó si Smith ya había llegado, a lo que contestaron que sí, que acababa de llegar y estaba en el sitio pactado. Francine asintió. Cuando le preguntaron si estaba armada contestó que no, que no le haría falta y rechazó los ofrecimientos que le hicieron los maleantes. Aquellos caballeros eran los mejores informantes que tenía la Inquisición, nadie como ellos para inmiscuirse en los asuntos relacionados a la vida nocturna, y si bien se entregaban al mejor postor y siempre había algún que otro vampiro dispuesto a desembolsar una pequeña fortuna o a torcer cuellos, había muchos que eran leales, y tal era el caso de aquel grupúsculo. Cuando avisó que se iba, se dejó abrazar por los dos más ancianos –antiguos amigos de su padre- y se despidió del resto con sincero cariño. Salió de la casa y cuando hizo unos metros, descubrió que la seguían, claramente era alguno de los muchachos que había sido enviado para cuidarla. Se detuvo y estuvo tentada de pedirle que regresara, pero su terquedad le había costado caro en el pasado, y a pesar de sus profundos deseos de morir, no estaba dispuesta a entregarle su sangre a Amanda Smith. En cuanto a ella, la divisó de lejos, no cabían dudas de que era extraordinaria. Francine aceleró el paso y cruzó la plazoleta, rodeó la fuente y se detuvo irguiendo el mentón. Sonrió con elocuente ironía cuando las mordaces palabras de la vampiresa llegaron a ella. —Disculpe, Alteza. Imaginé que la eternidad la volvería paciente —respondió e hizo un histriónico ademán con su mano a modo de reverencia. Sus orbes se fijaron en las ajenas que la penetraban con evidente curiosidad —Hace tiempo que no nos vemos, Smith —y su voz tomó una severidad que tiempo atrás no poseía. Las dos mujeres se medían, Francine sabía que se encontraba en desventaja, pero también sabía que ya no tenía nada que perder.
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Mensaje por Invitado Dom Mar 10, 2013 3:21 pm

No fue una mujer entera, sino una mujer quebrada por dentro la que llegó ante mí y me había citado en medio de la Corte de los Milagros, y eso era visible en sus ojos, pese a que no lo dijera. Algo había sucedido en su vida, de la que apenas sabía nada, que la había roto como un cristal cuando recibe un golpe, y por mucho que hubiera tratado de cubrir la superficie reflectante para que no se viera, los trozos de vidrio en el suelo, en aquel caso lo que escondía su mirada aparentemente valiente y decidida, cómo no, lo dejaba entrever. Sabía, no obstante, que nunca cedería y me lo contaría, y tampoco me interesaba su vida lo suficiente para preguntar sobre algo que parecía tan personal, así que me guardé mi juicio para el secretismo de mi psique en vez de para la dimensión en la que habíamos intercambiado aquellos mordaces saludos. Hasta ahí, todo podía resultar más o menos normal: una mujer joven, que por lo que fuera había sufrido un doloroso golpe y se esforzaba por ocultarlo a la vista de alguien que no era cercana, pero a quien había citado con algún propósito que sólo ella conocía. El problema era que, no contenta con parecer normal y limitarse sólo a eso, no estaba sola; yo había acudido sin nadie a mi lado porque sabía que podría, llegado el caso, defenderme lo suficiente de ella, pero Francine había traído un acompañante que, por mucho que permaneciera en las sombras, me había resultado tan evidente como molesto. Puse los ojos en blanco, tanto por sus palabras como por la situación en general, ya que el mismo hecho de utilizar ese tono conmigo en vez del trato que me correspondía era una muestra de lo sumamente perdidos que estaban sus modales respecto a quienes, evidentemente, eran sus superiores, aunque fuera sólo por posición.

– Bueno, querida, yo también había imaginado que nuestro encuentro tendría lugar únicamente entre nosotras, pero al parecer no soy la única que imagina cosas que no son tales. – comenté, con tono aparentemente jovial, y haciendo un gesto distraído con la mano en dirección a donde nos estaban observando, aún entre las sombras. No me preocupaba que me atacara ninguno de los dos, porque si lo hacían sabría conseguir que lo lamentaran, pero sí que había pensado que lo que fuera que quisiera discutir conmigo sería lo suficientemente importante, dado que se había tomado la molestia de buscarme por medios ajenos a la Inquisición en la que trabajaba, para un poco de intimidad, y ahí estaba el extraño que se ocultaba, pero que hacía un ruido considerable para un oído tan fino como el mío, demostrándome que me equivocaba. Aquello me divertía, me molestaba y despertaba mi curiosidad a un tiempo; era compleja la amalgama de ideas que alguien como ella provocaba en mí, puesto que de entrada todo parecía contradictorio e imposible de ser juntado. ¿El fastidio, la hostilidad, pueden convivir con el respeto y, en cierto modo, la simpatía? Era la misma clase de pregunta que podía plantearme a la luz de nuestro invitado, aunque cambiando los términos: ¿la intimidad puede convivir con la presencia ajena de alguien que no había sido invitado, al menos por una de las dos partes de la conversación? Ah, los humanos y su costumbre de actuar unilateralmente...

Me levanté de donde había estado sentada y, sin prestar demasiada atención a mi atuendo, me limité a estirar la tela de la falda que portaba por encima de las protecciones que, en realidad, podían llegar a estar de más si es que la ruptura de su interior afectaba a su manera de luchar. Lo que podía parecer un gesto coqueto, en realidad no tenía ninguna intención y estaba más bien motivado por la fuerza de la costumbre de muchos años haciendo lo propio cada vez que portaba vestimentas que me cubrían como aquel vestido, y sin embargo pareció funcionar, porque desde la distancia escuché que alguien tragaba saliva. Sonreí, divertida, ante el descubrimiento de que nuestro acompañante era un hombre, y volví a clavar la mirada en Francine, que no se había movido de donde estaba y que al parecer aún seguía dispuesta a seguir con aquel encuentro pese a que las reglas hubieran cambiado de buenas a primeras. Bien, no sería yo la primera en rendirme, ¿verdad?
– Efectivamente, hace tiempo que no nos vemos, Gallup, pero creo que no sería demasiado audaz aventurarme a afirmar que este breve lapso me ha sentado mejor a mí que a ti. Pero disculpa mis modales; aunque hayas decidido abandonar el trato de respeto que merezco no voy a ser yo quien incurra en semejante ofensa de sugerir que has dejado de ser hermosa, así que simplemente tómate esto como que... ¿me alegro de verte? Bueno, algo así. – añadí, soltando una carcajada fresca, jovial y divertida al final.

Muchas veces podía resultar mordaz, y los años habían aumentado esa tendencia en mí hasta el punto de hacerla una constante más visible en unos ambientes que en otros. Los ambientes cortesanos en los que mi posición me obligaba a moverme conseguían que esas ironías fueran sutiles y refinadas, cargadas de metáforas que en muchos casos no se comprendían y permitían que quedara como alguien cultivada y mi interlocutor como alguien lento de mente que no comprendía un ataque verbal pese a haberlo recibido. Era un arma que, bien usada, tenía solamente un filo, y que nunca me abandonaba, si bien el haber pasado de la corte de mi palacete, en la que solía juntar personalidades de la vida intelectual y social de las distintas zonas del continente sencillamente para charlar al estilo versallesco, entre fausto y derroche, a un ambiente mucho más relajado, el que existía entre ella y yo... y nuestro acompañante, por extensión. Por eso, pese a que mis comentarios pudieran resultar ácidos, no la odiaba lo suficiente para que resultaran amenazas serias, y la curiosidad era lo que más imperaba en la balanza en precario equilibrio de mi mente, así que dejaría que hablara, si bien seguía fastidiándome la compañía, más por el hecho de que no me hubiera avisado de que la traía que por ella misma. Era razonable que no acudiera sola a encontrarse con una vampiresa milenaria, sí, pero la precaución que había tomado sugería que sus intenciones no eran tan pacíficas como, sorprendentemente, sí lo eran las mías, así que no me terminaba de gustar todo aquello, si bien continuaría porque, de la batalla que tendría lugar, quería ser la ganadora.

– En una conversación normal, tras este silencio seguramente buscaríamos algún tema neutro para poder tratar, como por ejemplo el horrible atuendo de madame de Pigalle anoche en el círculo del Palais Royal, o quizá incluso lo bochornoso que está resultando esta estación del año. – continué, caminando por la pequeña plazoleta en la que ambas habíamos terminado de manera lenta, sinuosa incluso, que de nuevo no buscaba intencionadamente, sino que era fruto de toda una serie de vidas humanas que lo habían forjado en mi esencia poco a poco hasta hacer de aquel gesto algo inconsciente. Cuando me detuve, lo hice frente a ella, y crucé los brazos sobre el pecho, mirándola con una ceja alzada que, más bien, la estudiaba, a ella y a esa enorme tristeza que parecía ocultar en lo más hondo de su pequeño, a la altura de su corazón. Ni me enternecía ni me producía la más mínima empatía; por mucho que las dos fuéramos viejas conocidas y que, en cierto modo, quisiera saber cosas relacionadas con Francine Gallup, las penas de su corazón no eran una de esas selectas perlas que ansiaba recolectar, así que de nuevo dejaría correr el tema, a menos que siguiera mostrándolo tan claramente que no pudiera sino increparla.
– Pero ni esta es una conversación normal ni tú ni yo somos simples damas de corte, así que mejor cortamos con toda la parafernalia y vamos directas a lo que nos ocupa. ¿Por qué estabas tan interesada en citarme, Francine? – inquirí, yendo directa al quid de la cuestión y de nuevo con una media sonrisa grabada en el rostro, que como cuando había venido a la plaza era más curiosa que otra cosa.
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Mensaje por Francine Capet Dom Mar 31, 2013 6:04 pm

A pesar del tiempo que llevaba inmiscuida en los asuntos relacionados a los vampiros, estos no dejaban de sorprenderla con sus capacidades. No era el hecho de que Amanda Smith se hubiera dado cuenta de la presencia de un extraño a muchos metros de distancia, ni tampoco el haber sido la encargada de investigarla y conocer sus habilidades de punta a punta, si no, la estoicidad que esos seres tenían. La inmortalidad los dotaba de aquel halo de suficiencia y omnipotencia que no había visto en nadie, ni en humanos ni en otro tipo de sobrenaturales. Aunque todos cometían el error de sentirse superiores, había otros que lo eran, y tal era el caso de la mujer frente a sus ojos. Si no se la conocía, podía reducírsela a una reina altiva y hermosa, que cautivaba con sus modos impecables y su belleza arrebatadora, pero Francine conocía otras capacidades, y no podía dejar de lado que era un espécimen diferente, sobresalía entre el montón. En sus años como hija de inquisidores y posteriormente dentro de la orden, había tenido la oportunidad de leer y escuchar sobre vampiros crueles, despiadados, luego había asesinado a unos cuantos. Jamás quitaría de sus manos la sensación de arrancarle el corazón del pecho a ellos, y el planteo moral siempre había sido: alguna vez fueron humanos. Pero aprendió que eran depredadores, bestias malditas surcadas por el pecado, y que nada los detendría, eran el ocaso de la humanidad, asesinando o creando vástagos, si se seguían multiplicando no quedaría ni un solo hombre en la Tierra, y ella no tenía intenciones de convertirse en su comida ni mucho menos de ser convertida. “Nikôlaus”, su nombre se unió en un hilo espasmódico y latente, pero lo quitó con la misma rapidez con que había aparecido. Nada debía desviarla de su objetivo. Se había propuesto olvidarlo, ya no quería nada suyo, y tampoco tenía nada de lo que le había dado le quedaba. Él se había encargado de acabar con todo, y ella había colaborado con su negligencia, y la culpa, que le carcomía los restos de su alma, se había cernido sobre su existencia como un muro infranqueable e irrompible.

Es inofensivo. No interrumpirá. Esto es entre nosotras —aseguró, y con un ademán de su mano y una mueca de indiferencia, dio por terminado el asunto del intruso. Se encargaría de que no interviniera. Reflexionó que había sido una mala idea el dejarlo que la acompañara desde la penumbra, ¿cómo pudo subestimar a la vampiresa? Si ella quisiera matarla, las oportunidades no le habían faltado nunca, sin embargo, jamás le había hecho más que un rasguño. Amanda Smith fue su primer enfrentamiento, ella era una novata, le tenía terror a las armas de fuego –a pesar de haberse criado entre ellas- y había cometido el error de ser dubitativa, y la vampiresa había olido su temor, su duda, como si se hubiera colado en cada uno de sus sentidos y se hubiera unido a ella para conocer su misma esencia. La inexperiencia le pudo haber costado la vida, pero se la perdonó, y nunca entendió por qué, y su orgullo no le permitió preguntárselo. Ni siquiera había bebido de su sangre, sólo le había abierto dos diminutas grietas en el cuello que se curaron en pocos días. Las pocas veces que volvieron a verse, sus encuentros bélicos se volvieron conversaciones mordaces, como aquella que llevaban en ese momento. No se odiaban, tampoco se ignoraban. Francine se había devanado la cabeza estudiando a aquella dama, le habían encargado la misión de conocer sus pasos, de seguirla hasta el mismísimo ataúd en el que dormía –si es que dormía en uno-, y nunca olvidaría las palabras de un instructor. “Los vampiros no distinguen entre hombres y mujeres, Capet, si tienes que acostarte con Amanda Smith para conocer todos sus detalles, lo harás, ¿te quedó claro? Luego te confiesas con el Sumo Pontífice y le dices que fue por una causa justa. Expiará tus pecados y habrás pasado un momento agradable”. En aquel entonces era una adolescente, y se había horrorizado con los consejos que le había dado un cardenal, nada más ni nada menos que uno de los más cercanos a la máxima autoridad de la Iglesia Católica. Había asentido y murmurado “si”, pero, internamente, sabía que no se atrevería a mancillar su propia pureza por un dato que anotar en un maldito libro. Nadie supo que luego del primer encuentro con la vampiresa, había tenido pesadillas recurrentes en las que juntas llegaban a un clímax inesperado mientras su maestro las animaba desde el trono del Papa.

La observó ponerse de pie. Era bastante más alta que ella. Francine siempre había sido de contextura menuda pero atlética, y con curvas demasiado pronunciadas para su fisonomía. Pero en sus años mozos había sido demasiado extrovertida y desenfadada para ocultarse detrás de escotes altos, hasta que aceptó ser la esposa de Nikôlaus Gallup y no necesitó encantar a nadie más, y se volvió un poco más sobria, pero no tanto como su estúpida hermana, que era el ser más amargado que conocía, incluso más que ella, que había sido arrojada al abismo por las vicisitudes del destino. Narcisse era peor que la mismísima Amanda Smith, y la menor de los Capet Lacroix jamás comprendería la naturaleza siniestra de la mayor y por qué la odiaba con tanto fervor. Francine había actuado, con los años, por inercia, se había vuelto agresiva con Narcisse porque ella la atacaba, y la peor parte de todo aquel enfrentamiento era que, no sólo eran enemigas, si no, que era la líder de la facción a la que había entrado dentro de la Inquisición. El daño que le había provocado su hermana no tenía comparación, sólo se le acercaba a la pérdida irreparable de sus hijos y al giro inesperado de su relación matrimonial, nunca comprendería por qué no se ocupó de buscarla cuando desapareció y compró el cuerpo de una prostituta para hacerla pasar por ella y tener algo que enterrar junto al cuerpecillo de Noah. Observó a Smith y caviló sus palabras, dolorosas, punzantes, y tan reales… Francine había perdido su belleza, lo sabía, no sólo la exterior, si no la que era inherente a su alma. Era una mujer oscura, repleta de fantasmas y con demasiada tristeza sobre su espalda. Se ajustó la capa, pero no mostró incomodidad, y si bien le había tocado una fibra íntima, tras el perecimiento de Noah, la pérdida del embarazo y los meses que estuvo paralítica, aquellas frivolidades, que en algún momento le habían importado tanto, pasaban casi desapercibidas. Empero, no podía negar que una parte de ella, aquella otredad que conservaba los restos de la Francine que una vez fue radiante, deseaba volver a su esplendor.

Seguramente el tiempo te ha sentado mejor. El hecho de no tener que preocuparse por nada más que alimentarse de las vidas inocentes, no debe suponer un esfuerzo, si no, una satisfacción. En la vida real, en la vida corriente, se sufre y se vive de verdad, no tenemos una pantomima nocturna, si no, emociones palpables y, valga la redundancia, reales —le contestó en un tono condescendiente. Si, consideraba que la existencia de los vampiros era ficcional y ajena, ella no podía concebir la vida eterna, eso sólo le correspondía a Dios, pero, ¿ellos eran parte de su creación, también? ¿O había sido Lucifer quien al ser expulsado del paraíso se propuso la creación de seres que acabaran con la magnífica obra del Señor? Esas eran preguntas que nadie le había sabido responder, pero la misma Biblia decía que Dios creó la luz y la oscuridad, el bien y el mal, la pureza y el pecado, Él fue quien puso el árbol de manzanas en el Edén y les dio la oportunidad a Adán y Eva de probar su fe, entonces, ¿por qué no había sido también el encargado de la existencia de los vampiros? La vez que planteó eso en una clase, pasó una semana encerrada en un calabazo diminuto comiendo pan duro y bebiendo agua sucia. No supo en qué momento Amanda Smith había hecho un recorrido corto, y nuevamente se había puesto frente a ella, tenía un sigilo imperceptible, incluso para una visión entrenada como era la suya.

Tienes razón, basta de parafernalia —intentó ser conciliadora, pero su voz sonó autoritaria. No deseaba cederle el mando a la vampiresa —Caminemos… —susurró. Deseaba alejar al tercero en discordia, al espectador, por más que eso supusiera que la única posibilidad de salir viva de aquello, en caso que se tornara difícil, se esfumara. Caminaron en silencio varios metros, en la oscuridad de las calles de aquella zona del París decimonónico, hasta que el hombre quedó desorientado. Se detuvieron en un callejón, junto a unos niños que las miraban con extrañez. —Quiero que prestes atención a lo que voy a decirte. Es importante y llegaremos a un trato —suspiró y se irguió, para que sus ojos pudieran fijarse en los de la vampiresa— Como sabes, me casé hace varios años. Era feliz, muy feliz, la dicha había tocado por fin mi puerta. Amaba a Nikôlaus —y se sorprendió a sí misma al utilizar el tiempo pasado. ¿Ya no lo amaba? —, y él a mí. Pero la coronación de todo esto fue el nacimiento de nuestro hijo, Noah —sintió un nudo en la garganta al nombrarlo en voz alta, lo necesitaba tanto… Tragó con dificultad. No temía mostrar su pena ante aquella mujer, quizá ni siquiera era a ella a quien le hablaba— Él era el niño más encantador, dulce e inteligente, y no lo digo sólo porque es mi hijo, si no, porque realmente nos sorprendía a diario con sus avances. Aprendió a caminar a los nueve meses, a los nueve meses… —y la voz le tembló al recordar sus piernitas cortitas caminando desde donde ella estaba hacia su padre—, pero todo se terminó cuando un vampiro se metió en mi casa, el hermano de mi…marido. Nos hizo creer que era un hombre común y corriente —hizo una pausa, esperando el comentario mordaz que nunca llegó. Continuó con serenidad, no sería juzgada, no en ese momento—, algo en él me resultaba sumamente sospechoso, y le rogué a Nikôlaus que lo alejara de nosotros, que no me agradaba, pero me repetía que era su hermano y que no podía dejarlo sin techo. Pero una noche —intentó recordar la fecha, pero todo era borroso—él mostró su identidad, y se alimentó de Noah frente a mis ojos —apretó los puños y se incitó a no llorar, pero las imágenes eran tan nítidas que sentía encogerse ante la magnitud de su dolor—, Nikôlaus llegó y yo huí, corrí sin sentido durante horas, quizá durante días, estaba perdida, vagaba, y no se cómo llegué a un hospital —le estaba desnudando su alma al último ser que hubiera imaginado que lo haría—, estuve varios meses inmovilizada, no sentía mis piernas. No encontraron nada, y me dijeron que todo era una obra de mi mente —lo del embarazo fallido se lo guardaría para su alma errante—. Pero logré salir, y aquí estoy, buscando al asesino de mi familia. Smith —sonó decidida—, necesito que me des información sobre Néo Gallup, tú tienes conexiones, puedes ayudarme —le estaba pidiendo algo, y estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de que ella cediera.
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Francine Capet
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Mensaje por Invitado Sáb Abr 06, 2013 4:36 am

Ni ella ni yo éramos mujeres dadas a perder el tiempo ni a inmiscuirnos con gente como la otra, una inquisidora en mi caso y una vampiresa en el suyo, si bien eso no impedía que estuviéramos atascadas en preludios que se me antojaban innecesarios y que eran la antesala a escuchar lo que ella tenía que pedirme. Insultar mi inteligencia pretendiendo que me había citado allí porque me echaba de menos o por el placer de mi compañía, que dudaba siquiera que ella pudiera admirar o simplemente apreciar, era algo que había abandonado hacía tiempo, más o menos a la altura de nuestro primer encuentro. A ella le había quedado claro que yo no era una vampiresa como todas las demás cuando no le había abierto el cuello de par en par para dejarla seca, y a mí que ella no era una mujer corriente cuando había intentado ir a por mí sin prever las consecuencias de sus actos. Una novata, casi, contra un ser milenario que había sufrido los envites de la Inquisición en más de una ocasión, que había visto nacer a la propia institución y que conocía de sus métodos de trabajo y tortura porque eran sumamente medievales, en el peor sentido del término, no revelaba precisamente la inteligencia que se escondía tras su acción, y no obstante yo le había perdonado la vida y eso parecía haberle dado la creencia de que podía intentar vacilarme o tratarme como si no fuera una reina, sino una simple neófita de las que se dejaban atrapar por su inexperiencia porque se sentían intimidados por alguien que decía responder a los mandatos de un dios cuya existencia ni siquiera estaba probada. Era audaz... pero yo era testaruda y orgullosa, y parecía no contar demasiado bien con esa realidad antes de actuar.

Pese a todo, obedecí, aunque sólo fuera para quitarme de encima a aquel ser que parecía haberse encariñado excesivamente con Francine ya que no se había tranquilizado con su petición de dejarnos solas, sino todo lo contrario. Hombres... ¿No se daba cuenta de que si hubiera querido matarla ya lo habría hecho, por mucho que estuviera vigilándonos para tratar de impedirlo? A veces sentía que era la única que pensaba de manera racional, y precisamente que yo lo fuera era una ironía tan grande que dibujaba sonrisas divertidas en mis labios que no venían a cuento, o quizá sí, puesto que aquella coincidió con el principio de su historia una vez llegamos a una zona en la que apenas había unos niños que no entenderían los asuntos de mayores a los que nos estaríamos refiriendo ella y yo. En momentos como aquel los envidié, sobre todo cuando empecé a escuchar la versión resumida de “la vida de Francine Gallup y sus penurias varias a lo largo de los años”, ya que pese a que intentaba evitarlo sonaba demasiado victimista y mártir. La influencia de su trabajo, supuse, pero eso no evitaba que tuviera que hacer acopio de todo mi autocontrol para no bostezar ante lo que me estaba contando, ya que eso sería tan descortés que ni siquiera sería propio de mí. Ah, ese era el efecto de Francine: lograba sacar lo mejor y lo peor de mí... y me acercaba peligrosamente a mis partes más peligrosas, ya que una vez abandonaba la educación de la que hacía gala y que llevaba por bandera era cuando tenía que aprender a temerme, no antes, cuando aún lograba mostrarme medianamente civilizada, o más bien humana.

– Una vida sumamente dramática, sin duda, y eso que estoy segura de que te has dejado bastantes detalles en el tintero que no vienen a cuento y que te acercan más a alguna de esas figuras que tanto admiráis en la Inquisición. De aquí a que te beatifiquen hay un paso, mi enhorabuena. – comenté, encogiéndome de hombros y haciendo un ademán con la mano con actitud bromista que murió cuando la volví a mirar a los ojos y vi que no le había hecho gracia mi comentario... Bueno, eso no era culpa mía, yo no era la responsable del efecto que producía la realidad en los demás.
– Vamos, no me mires así, lo has hecho sonar como si fueras la protagonista de una novela de folletín que está a punto de encontrar su príncipe azul después de tantas penurias. ¿No, no estás familiarizada con el término? Vaya... Curioso, siendo una bibliotecaria. – continué, soltando una risita que me apresuré a cubrir (no literalmente) con una mano, en actitud falsamente pudorosa que no encajaba demasiado conmigo. No era demasiado amiga del puritanismo porque lo veía contra natura, algo que rechazaba absolutamente todo lo que tiene el humano de instintivo y a lo que no puede renunciar, ya que tiene tanta fuerza que pasa incluso al vampirismo. ¿Qué me separaba a mí, realmente, de los impulsos humanos? Quizá la magnitud con la que los aplicaba y el efecto que tenían, ya que cuanto más poder tuviera en mi haber más peligrosidad existía al tomar decisiones equivocadas, pero a mi juicio todo lo que presumiera de defender una religión acerca de la naturaleza humana y que desconociera tan profundamente la misma no tenía absolutamente nada de credibilidad... y lo mismo sucedía con el cristianismo y la Inquisición.

En teoría, el Tribunal del Santo Oficio había pasado a la imagen de la sociedad como una institución que se encargaba de purgar a todo lo que iba en contra de la Creación, y por eso seres como yo, aunque también licántropos e incluso humanos con ciertos poderes, estábamos siempre en su punto de mira. Como ocurría con todo lo que llevaba cierta fama, se encargaba de disimular lo demás, y por eso no muchos sabían que cosas como la homosexualidad o el adulterio, denominadas herejías cuando no eran sino impulsos vistos mal moralmente por una religión de más de mil años, también se castigaban, pero así era. En naciones más católicas que la Francia en la que nos encontrábamos, y si bien el número de creyentes tendía a superar al de no creyentes (en parte, cierto era, por el miedo que se tenía a las consecuencias de no acatar la religión estatal) no era el lugar donde la Contrarreforma había calado con más fuerza, el Tribunal ejercía como un garante del orden público y una manera de aceptación de lo establecido, de tal manera que las voces discordantes fallecían y se camuflaban de manera total bajo el poder, aparentemente infinito, de aquella institución anquilosada. Ese era uno de los motivos por los que no aceptaba que se me tratara de perseguir desde el púlpito, personado en la Inquisición, y ese era también el motivo por el que no tenía en buena estima a quienes se encargaban de trabajar para la misma, si bien era cierto que hacía mis excepciones, y ella lo era.

Solamente por eso, decidí que dejaría las burlas de lado, al menos por un rato. No era por una cuestión de sentirme emocionalmente vinculada a ella, dado que ya conocía la mayor parte de lo que me había contado al no ser ella la única que había tenido a la otra bajo la lupa, sino más bien de mostrar cierto respeto, que se había ganado a pulso y que, no obstante, amenazaba con querer perder por su tono y sus palabras. ¿En serio estaba viniéndome con exigencias? Su tono era tan autoritario que parecía mentira que viniera de un cuerpo tan menudo, uno al que yo sacaba cómodamente varios centímetros incluso aunque no llevara zapatos de tacón que aumentaran mi altura, y aun así se había atrevido a llamarme por mi apellido autoimpuesto y a pedirme que le prestara atención, como si no fuera a hacerlo. ¿En serio quería mi ayuda? No estaba dando los pasos adecuados para conseguirla, al buscar aprovecharse únicamente de un acontecimiento pasado que nos había unido para estirar de nuestra frágil alianza y que cubriera algo que estaba a punto de convertirse en su objetivo vital: la búsqueda del asesino de su familia. La historia podía resultar interesante, de eso no cabía ninguna duda, pero encontrar al vampiro que me había pedido, Néo Gallup, requeriría de hacer uso de mis contactos, y no quería hacerlo a no ser que tuviera una buena razón, algo que no fuera simplemente la bondad de mi corazón, puesto que se necesitaba más que eso para convencerme.

– Quieres que encuentre a un tal Néo Gallup, tu cuñado para más señas. ¿Sabes? El único Gallup que conozco de oídas, aparte de a ti, es a tu querido Nikôlaus, pero de Néo no he oído hablar. Para saber algo de su paradero, aunque algo me dice que ha entrado en estado de ocultación, tendría que tirar de muchos hilos y hacer alarde de contactos que poseo, efectivamente, pero que no quiero utilizar así porque sí. ¿Quién sabe si, en un futuro, los voy a necesitar y puede que ya haya agotado mis posibilidades con ellos? No sería una mujer de mi posición si no fuera previsora; ¿no lo crees así, Francine? – razoné, con todo de voz tan tranquilo como insultante, igual que lo fue mi gesto de mirarme las uñas en busca de alguna imperfección en ellas, algo sumamente útil en una negociación como aquella, puesto que no podía olvidar que nuestro encuentro, cuya causa acababa de confesarme, se basaba realmente en ella pidiéndome ayuda para encontrar al asesino de su familia, y eso significaba que no era Francine Gallup quien tenía el control de la situación, como parecía pretender, sino que yo lo hacía... Era ella quien pedía el favor y, por tanto, quien estaba pretendiendo demasiado al querer que yo lo hiciera por su cara bonita, y era yo quien estaba en la posición de negarme, puesto que los riesgos de perder valiosos contactos simplemente para hacerle un favor a ella me parecían demasiado para lo que estaba dispuesta a hacer como un favor personal.

– Vamos, Francine, ¿de verdad esperas que sea tan fácil convencerme? No te tengo en tanta estima para escatimar en favores contigo, te recuerdo que aunque tú no desees matarme dada nuestra particular historia juntas tienes detrás de ti a una institución que está deseando hincarme el diente con cada uno de sus recursos disponibles. Francamente, me resulta curioso que aún me llamen bestia a mí cuando ellos hacen acopio de técnicas muchísimo más duras y macabras que las mías para encargarse de seres como yo. La diferencia está en que yo lo hago para sobrevivir, y ¿cuál es vuestra justificación para matar a seres como yo y algunos otros que son inocentes? ¿El bien común? No me hagas reír. Mientras estés bajo el amparo del Santo Oficio tendrás que intentar convencerme con más efectividad que simplemente contándome tu historia y tratando de exigirme. – expuse, encogiéndome de hombros como si nada de aquello fuera conmigo y, al mismo tiempo, subiendo la mirada de mis uñas perfectas a su rostro, tan bello como imperfecto. Para su desgracia, cuando quería podía resultar sumamente pétrea, y su intento de llamamiento a mi sensibilidad hacia ella o lo que fuera que hubiera pretendido conseguir con su estúpida técnica no funcionaría. Me tenía a mí misma por alguien mucho más práctica que eso, y no solía trabajar gratis, si bien tampoco era (demasiado) cruel y podía llegar a darle una segunda oportunidad... con matices, claro estaba. No iba a arrastrarme para aceptar su proposición, claro estaba, pero podríamos negociar, si estaba dispuesta a ceder un poco. Mi máximo alarde de demostrar lo especial que podía resultar nuestra relación era dignarme a escucharla y a considerar lo que me dijera.
– A no ser, claro, que estés dispuesta a negociar... ¿Qué me ofrecerías? ¿Qué crees que puede interesarme lo suficiente para hacerte este enorme favor? – inquirí, jugando con un mechón de mi cabello y con expresión ladina.
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Mensaje por Francine Capet Miér Mayo 22, 2013 12:52 am

¿En qué estaba pensando cuando decidió pedirle ayuda a Amanda Smith? Habiendo tantos malditos vampiros que confesarían encadenados, desnudos y torturados, Francine había tenido la brillante idea de recurrir a la única criatura que le inspiraba lo más parecido al respeto. Se arrepintió instantáneamente de haberle abierto su corazón, había hincado sus uñas en las más profundas heridas, se estaba desangrando con cada letra que formaban las palabras que emitía, le había desnudado sus dolores más intensos, y lo único que recibió fue una respuesta condescendiente, burlista, su –habitual- actitud pedante y la indiferencia. Quizá en otro momento de su vida, uno menos delicado, la joven inquisidora hubiera lanzado una ironía, girado sobre sus talones, y hubiera desaparecido con la misma facilidad con la que se había hecho presente. Qué distinta era… Se sorprendió con aquella actitud de sumisión, y si bien su mirada centelleó de furia ante su expresión, no se movió un centímetro. Había llegado hasta allí batallando con sus propias ideas, con sus propias creencias, atentando contra la memoria de sus difuntos padres, que jamás habrían sido capaces de pactar con un sobrenatural. Ni su padre había adoptado aquella actitud desesperada cuando vio a su esposa e hijo muertos en manos de un vampiro, él se propuso hacer justicia con la mano férrea de la Iglesia, sin manchar el apellido que tanto prestigio tenía dentro del claustro eclesiástico. Esos seres le habían arrancado a los Capet Lacroix absolutamente todo, y a sus últimos descendientes, la dignidad. Narcisse, su hermana viva, era la líder de la facción a la que ella pertenecía, y tenía un alma cruel y una mente corrupta, su otro hermano, era uno de los sanguinarios torturadores más reconocidos y famosos por sus métodos, y ella, que hasta hacía unos días se consideraba la continuadora de un legado de honestidad, había arrojado por la borda las enseñanzas para decidir que la única salida para encontrar a Néo Gallup era echando mano de recursos extra oficiales. Había buscado el nombre de su cuñado en los registros más viejos y empolvados, y el desgraciado no estaba ni en aquellos archivos que se decidieron cajonear por motivos que sólo los diferentes superiores conocían.

Francine se decepcionó a sí misma. Sentía una vergüenza y una impotencia inconmensurables. Pero lo que más la traicionaba era la idea de que si Amanda Smith le pedía que le besara los pies, ella lo hacía si le ponía frente a sus ojos un camino que la condujera al hermano de su marido. Comprendió cómo su padre siguió adelante cuidando sólo de sus hijos vivos, a pesar de no tener a Charlotte que era el amor de su vida, nunca se abrazó a los vicios ni dudó de su fe, siguió educando e instruyendo a sus jóvenes herederos, simplemente, porque los tenía a ellos. Si el patriarca Capet hubiera perdido a todos sus hijos y le hubiera quedado su mujer, el matrimonio entero se habría desmoronado, y esto último fue lo que le terminó pasando a la menor del clan. No tenía a Noah, y la equivalente era no tener nada. Con él se había ido su vida, él significaba lo puro y lo etéreo, y ya no lo tenía. Le quedaba Nikôlaus. Y Dios la bendijera para que eso le alcanzara, pero no, entre ellos las cosas habían cambiado, se habían resquebrajado como un delicado cristal, y –para pesar de ambos- ya no había vuelta atrás. No le alcanzaba con el único hombre que amaba, él un día lo había sido todo, pero la llegada de un hijo cambia las perspectivas. Y la partida, con las implicancias que tuvo la del pequeño Gallup, era la analogía del Infierno. Francine estaba parada en el borde de una cornisa, batallando con los demonios y los fantasmas que le sostenían el inconsciente. Cuánto hubiera deseado tener la actitud indomable que la había caracterizado en su adolescencia, aquella implacabilidad que la había arrastrado a rechazar puestos honoríficos dentro de la Santa Iglesia Católica por el simple hecho de saber que podía negarse y tomar cuando quisiera, y aquel amor propio que la había sostenido ante el cadáver de su madre, y ante el inevitable hecho de que su padre muriera en sus brazos.

No necesito de sus bromas, Alteza —se removió incómoda debajo de la capa. Si hubiera podido morderse la lengua para destilar el veneno que ésta pugnaba por contener, lo habría hecho. Pero sabía que corría con desventaja, era ella quien tenía todas las de perder en aquella situación. Hacía años que se había resignado al hecho de que no podría intimidar a la Reina de los Países Bajos, que aquella hazaña era tan imposible como que esa misma mujer, la intimidase a ella. Pero, que esa sensación no flotara en el aire, no significaba que Francine no distinguiera que el triunfo estaba de un lado y no del otro. Obtener la negativa de Amanda Smith, significaba recomenzar, volver a foja cero, pero, por sobre todas las cosas, denotaba una falta de confianza en sí misma y su capacidad de persuadir a una vampiresa milenaria que, simplemente, lo tenía todo salvo sentimientos, y a la cual, sería sumamente difícil convencer con su historia. Francine, por un momento, había olvidado que tenía frente a ella a un ser sin escrúpulos, que en lugar de tener alma sólo tenía sed de sangre. Muchos eran elegantes, de modos refinados, tal era el caso de la invitada, pero en el final del camino todos se unían en aquel punto en común que era su instinto asesino, bestial, se movían por la sangre humana, convirtiendo en ruinas las vidas de los hombres y las mujeres inocentes, que no pedían ni ser convertidos ni ser vaciados. Los vampiros tenían mentes de mecanismos intrincados y complejos, más de uno los admiraba y deseaba ser como ellos, otros, como la joven inquisidora, no veía en ellos más que un objetivo al cual eliminar, un adefesio corrupto e infame, que merecía arder en un Infierno en completa ausencia de Dios, si es que alguno de ellos fuera capaz de aceptar la existencia del Todopoderoso, creyéndose ellos los más absolutos y omnipotentes de la Tierra.

Francine no era justamente lo que se denominaba una fanática religiosa. Creía profundamente en Dios, y que si Él la había mantenido con vida y la había arrastrado en aquel camino de dolor, era porque su obra para con ella, tenía un destino de profunda dicha, algún día, ella encontraría el consuelo a sus pérdidas, a sus ausencias. Se había criado con sus padres, fervientes y reconocidos miembros de la Inquisición, pero, lo cierto era que nunca le había atraído la idea de formar parte de la estructura burocrática casi tan vieja como la noción de Estado. Había viajado junto a Maurice mientras sus hermanos se entrenaban con devoción y empeño, se había dejado mimar por él, y cada vez que su padre se iba junto a los demás miembros de su grupo o reunía a cierta cantidad de cazadores, ella se dedicaba a elegir vestidos, perfumes, escribirle cartas a Nikôlaus, coquetear con algún muchacho bien parecido, o, simplemente, dormir y rezar para que cuando abriera los ojos, encontrara a su padre sano y salvo. Así había sido durante muchos años, ello le había ayudado a ver el mundo con otros ojos, a conocer toda clase de personas y de seres, le había otorgado una amplitud de miras que sus hermanos, a su consideración, jamás habían tenido. La relación con Maurice había sido tan estrecha, que el día que él murió, y que su última voluntad fue que ella continuara sus pasos y se uniera a la Inquisición, el ferviente deseo de no traicionar su memoria se había convertido en más fuerte que cualquier contradicción que encontrase en la institución de la que ahora formaba parte. Por eso, nuevamente, se preguntó qué pensarían sus padres de ella, de su actitud, de sus decisiones. Ya se había querido quitar la vida, rechazando el regalo más grande que Dios le había dado después de su hijo, y luego, había pactado la reunión que estaba llevando a cabo en ese mismo momento. Su padre había reconocido un cierto grado de amistad con licántropos y cambiantes, pero jamás le había dirigido su aprecio a un vampiro, ellos representaban el fin de todo lo amado, igual que para su hija.

En ocasiones muchos tenían la idea de que los sobrenaturales eran perseguidos por herejes. Simplemente, no podían ser herejes porque no formaban parte de la Iglesia Católica. La construcción de la institución de la herejía se había dado en el marco del Medioevo, con la connotación casi trágica de las invasiones de diversos pueblos pertenecientes a Oriente. Los católicos habían tildado a los judíos de pérfidos, como una degradación del catolicismo, ellos habían negado al Hijo y lo habían condenado, los musulmanes, primeramente, habían significado una gran confusión para los letrados clericales, fueron tildados de herejes, pero luego de la traducción al latín del Corán, fueron rotulados como necios, simplemente, porque sus creencias eran incoherentes, fantasiosas, y en el afán de querer cambiarlos, muchos religiosos se habían lanzado a tierras extrañas a intentar predicar el evangelio con la idea de que si les mostraban su verdad, ellos aceptarían la conversión con los brazos abiertos, sin embargo, fueron asesinados antes de que pudieron terminar una oración completa. Pero la construcción de la herejía fue más allá de creencias diferentes, de lo diverso, el hereje era un error dentro de la misma Iglesia, los marcados como herejes en la Edad Media eran aquellos que no adherían a la totalidad de la doctrina, predicaban el error, y atacaban desde el interior a la Iglesia, a la fe católica. En cambio, aquellos seres, no formaban parte de la estructura, eran, sin temor a equivocación, deformaciones, aberraciones, monstruos, atrocidades. Francine había tenido incontables discusiones teóricas y conceptuales con sus propios colegas, para fundamentar su obra y sus creencias, pero así como había cientos de sabios y expertos, también había sádicos ignorantes, que en un fanatismo desmedido hacían causa común con la Santa Inquisición.

Que ella nombrara a Nikôlaus, le parecía aún más aberrante que su propia existencia. Una semilla de duda se plantó en su corazón, y tiró raíces que se aferraron a la tierra con sorprendente velocidad. ¿Y si ella y su esposo..? Despojó la idea en cuanto imágenes que hubieran hecho ruborizar a su confesor se hicieron tan nítidas como la misma realidad. Le hubiera prohibido que nombrase a su esposo, no sólo porque era suyo, le pertenecía como la nada misma que poseía, si no, porque le ardía el alma de mencionarlo, de recordarlo, de imaginarlo, de que lo nombrasen, no quería que la relacionaran a él, y sin embargo, todo los caminos conducían a su Nikôlaus. Los razonamientos de Amanda Smith la abstrajeron de sus repentinos cambios de humor. Alzó el mentón, enarcó una ceja, y deseó imitar ese gesto que le provocaba a un visceral deseo de arrancarle las uñas con unas tenazas para que dejara de burlarse, por lo menos de aquella manera. Francine estaba en una etapa de su vida en la que debía redireccionar su odio hacia la primera trayectoria que se presentase, y, claramente, la vampiresa era una ruta que hubiera tomado sin miramientos.

Jamás pretendí que mi petición fuese gratuita. Nos conocemos de hace muchos años, y sé que no harías absolutamente nada con un fin altruista, estimada Amanda —aceptó, impávida. —Claramente, Néo ha entrado en estado de ocultación, y eso, mal que me pese admitirlo, escapa a mis capacidades. Involucrar a ciertas personas importantes dentro de la Iglesia, que, indefectiblemente, podrían guiarme a él, sería movilizar una estructura que me haría rendir unas cuentas que no quiero pagar —se encogió de hombros y se apoyó en la pared, hacía tiempo que no salía de la cueva que significaba el hotel en el que vivía, y por más lujos que la rodeasen, se sentía ahogada en el interior, y en la calle se sentía atormentada. —Se que eres previsora, calculadora y otros cientos de adjetivos con los cuales podría hacer un papiro, y de hecho, tengo un libro de éste tamaño —con sus manos marcó unos cuarenta centímetros— en el que te dedico más de dos mil páginas que te alimentarían el ego hasta hacerlo estallar —se incorporó y se quitó la capa, le hacía calor, estaba ansiosa. La propuesta la había meditado con sumo cuidado, había llegado hasta caer en estado de ebriedad por el sólo y sencillo hecho de que iría en contra de todo lo que condenaba.

La justificación es, simplemente, que seres como tú no deberían existir. De todas maneras, te tenía como alguien más inteligente que un papel de víctima culposa que debe explicar que asesina personas inocentes con el único fin de sobrevivir. Por favor, Smith, los animales sobreviven alimentándose de otros, no las bestias como tú y otros tantos —chasqueó la lengua, y se mostró más indignada de lo que realmente estaba— Mis vivencias no tenían como fin intentar convencerte, ni tampoco usarte como paño de lágrimas, era el planteamiento de una situación de la cual podemos sacar provecho ambas —acomodó el abrigo en el antebrazo izquierdo— Si tú colaboras conmigo, saldrás de la lista de la Inquisición. Nadie preguntará por ti, no quedará un solo rastro de tu nombre, será como si no existieras, y a pesar de que todos hablarán de ti, pues no tengo poder sobre la memoria colectiva, todos tus actos quedarán impunes, nadie se atreverá a ir tras de ti, no volverás a ser molestada —aseguró. Francine era la encargada de la comisión que investigaba a vampiros de la talla de Amanda Smith, y tenía la potestad suficiente para hacer esfumar los rastros de la reina de los Países Bajos de cualquier papel, por más mínimo que fuese. —Si con eso no te alcanza, te daré al mismísimo Papa. Tu no lo entenderías nunca, pero soy una madre que no tiene nada que perder.
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Mensaje por Invitado Sáb Mayo 25, 2013 5:56 pm

Su orgullo y su arrogancia solamente podían ser propios de una inquisidora, como lo era ella. En toda mi vida, pocas instituciones había visto que se enorgullecieran tanto de lo que hacían que lo elevaban a dogma y a ley de elevado cumplimiento, y eso era lo que la Iglesia Católica hacía, aunque la Protestante no se quedaba lejos con las cazas de brujas en el Nuevo Mundo, aquel que se había desecho del control del Imperio Británico para alcanzar la independencia. La institución a la que ella defendía, y cuyos dogmas portaba por bandera aunque no creyera necesariamente en ellos, se había desviado tantísimo de su propósito original que los dominicos deberían ruborizarse si lo vieran. ¿Qué había pasado, que al terminárseles los cátaros habían decidido venir a por los inmortales y los demás seres que no respondían a lo que ellos creían correcto? Lo peor era que la respuesta a esa pregunta era afirmativa, lo cual la convertía en retórica... por mucho que sonara como un sinsentido simplemente enunciándola hasta a un nivel mental, como lo había hecho yo. Aquella era la clase de deformación de una institución que había perdido sus objetivos iniciales y no dejaba que quedara nada claro por lo que una vez había luchado. ¿Hereje, yo? Desde luego, y ni siquiera me avergonzaba, pero no me perseguían por mis creencias personales, que no les debían de importar mucho porque ni siquiera las habían preguntado, sino más bien por lo que era o, más bien, lo que mi sire me había ofrecido ser hacía ya tanto tiempo.

Sin quererlo, mi mente voló de nuevo a cuando había visto, en el sur de la actual Francia, el nacimiento de la institución. Rápida, como si pasara las páginas de un libro, la siguiente imagen que tuve figuradamente ante mis ojos fue mi estancia en las Españas modernas, cuando el fanatismo religioso había sido tal que había comenzado mi largo coqueteo con la institución a la que ella representaba y que se extendía hasta mis días. Cualquier oferta que ella pudiera hacerme no significaría nada, tanto porque dudaba que ella tuviera el poder práctico para llevar lo prometido a efecto como porque en realidad no temía al organismo, ya no. En mi reino, los Países Bajos, la religión no era la católica, y tenía el margen de acción entre dos iglesias que se odiaban entre sí por si la situación se enturbiaba, aunque no tenía por qué hacerlo, ya que al final ella tenía razón en sus pensamientos y yo no dejaba de ser una depredadora. Con tal de salvar mi existencia era capaz de cualquier cosa, y no me supondría ningún esfuerzo especialmente duro derramar sangre, sobre todo si era de alguien que se lo merecía. Francine, en ese sentido, no era ninguna excepción, puesto que por mucho que supiera que era distinta a los demás seguía teniendo muchas cosas que me impedían una profunda y total simpatía con ella, algo que hiciera que la viera como una igual y que me impidiera, por un momento, levantar el cuchillo con el que acabaría con su vida. De momento no planeaba hacerlo, eso ya era un increíble logro por su parte, pero no debía jugar con fuego si no quería quemarse, algo que al parecer en la institución que había puesto de moda las quemas en la hoguera no parecían enseñar a aquellos que lanzaban la chispa a los leños que actuarían de combustible.

– Por supuesto que sí, querida. Yo no tengo ni la más remota idea de lo que hablas porque jamás he sido humana. Oh, espera... – ironicé, con una ceja alzada. Si tanto grosor documental había sido capaz de reunir sobre mí, seguramente sabría cosas de mi vida humana que yo misma ignoraba o había terminado por olvidar durante el tiempo que había transcurrido después, en la sombra. No echaba de menos mi humanidad, y mucho menos mi esclavitud, pero ella no tenía ni la más remota idea de lo que había sido de mí con detalle ni, tampoco, si me había quedado embarazada entonces, porque lo había hecho. Incluso había tenido un bebé, aunque realmente no importaba demasiado porque, esclavizada como estaba, me vi obligada a abandonarlo para no meter en problemas a mi señor. Pero eso ella no lo sabía, igual que tampoco podía comprender que no por ser vampiresa era una total desalmada.
– A diferencia de ti, yo puedo ponerme en tu lugar, he sido mortal hace tiempo y aún recuerdo lo que se siente. Pero tú... Tú piensas que soy un monstruo. No es que tu opinión me afecte, me vaya a cambiar la forma de pensar ni nada de eso, pero ignoras por un momento que tú has matado y no por ello eres menos humana. ¿Estás aplicando un doble rasero con nosotras simplemente para justificar tu ideología? Pensaba que eras más madura que eso... – razoné, y terminé negando con la cabeza, falsamente decepcionada.

Sólo me afectaría haberme dado cuenta de la suma falsedad de sus bases intelectuales si no supiera que así era como funcionaba la iglesia. Condenaban la fornicación fuera del matrimonio y los curas eran los primeros que la practicaban; el doble rasero era una constante tan vieja como lo era el mundo, ya que habitualmente lo que se prohibía era porque no se quería que el resto lo disfrutara o lo pusiera en práctica. Era semejante nivel de hipocresía que cualquier crítica que pudieran hacerme quienes la ponían en práctica ni siquiera me afectaba, si es que lo había hecho alguna vez, así que no dejaría de burlarme. Además, si tanto decía conocerme, ¿en ninguna parte de su informe decía que la Alteza con la que estaba hablando gustaba de utilizar el sarcasmo siempre que podía? Eso era algo inherente a mí, igual que mi naturaleza difícil de ser domada y que tantos problemas me había traído a lo largo del tiempo, así que era cosa suya si ni siquiera podía aguantar un poco de presión, ya que si con eso se molestaba, francamente no sabía siquiera por qué había decidido seguir adelante con una empresa como la que había dibujado para mí. Comprendía sus motivos para no implicar al resto del Santo Oficio, pero eso no significaba que los compartiera. Las venganzas personales podían redundar en mi contra, y como ella bien había dicho yo era lo suficientemente calculadora para pensármelo, porque una cosa era que me diera igual la inquisición y otra sumamente distinta que quisiera tener a otro vampiro como enemigo... Eran más peligrosos, igualmente domables pero con más esfuerzo, y francamente lo evitaría si podía hacerlo.

– No estoy de humor para adentrarme en un debate moral contigo. Los mismos argumentos que esgrimes para tratar de demostrar que alguien como yo no debería existir los puedo utilizar yo para demostrarte que tú tampoco, y sin embargo aquí estamos las dos, frente a frente. Has recurrido a mí porque no tenías otro remedio, pero aun así había mil vampiros más a los que podías haberles preguntado, sin necesidad siquiera de ceder. ¿O crees que no sé que los torturáis? Por favor, vuestras técnicas resultan incluso aniñadas con lo que he llegado a ver hacer a otros vampiros, si tú supieras... – mi tono, al igual que mi actitud, ya eran totalmente tranquilos. Había perdido todo atisbo de tensión residual que pudiera esconderse en mí cuando había comprendido por fin que no me mataría, y ni siquiera lo intentaría, sin que le diera una respuesta, y por lo pronto aún estábamos negociando. Cuán buena diplomática era, que ya había puesto sus cartas sobre la mesa y me había enseñado su desesperación, no era relevante, puesto que se enfrentaba a alguien que llevaba siglos modificando realidades mediante las palabras, dedicadas a otros sobre todo. Solía saber lo que alguien quería oír, y también lo que podía conseguir diciendo unas cosas u otras, y ella no era ninguna excepción. Si aceptaba, la haría feliz aunque no me lo demostrara porque alimentaría su venenosa esperanza; si me negaba, se desesperaría como la madre sin nada que perder que era. De tan sencillo, resultaba incluso un insulto a mi inteligencia.

– Tengo dos opciones, o ayudarte y que tú hagas lo propio conmigo o no hacerlo y ver qué haces cuando eres presa de la desesperación. ¿Estarías capaz de llegar hasta el punto al que llegaría yo por mis criaturas? Es una pregunta que me llena de curiosidad. E ¿intentarías ir a por mí o lo pagarías con cualquier otro vampiro, aunque no se trate de alguien con quien llevas tanto tiempo tratando y sientas que te debe algo? Porque si lo hago, Francine, es porque quiero, no porque tengas nada que ofrecerme. Los crímenes de los que se me acusa en la Inquisición pierden todo su valor en cuanto atraviesas las fronteras de Francia y te adentras en los confines de mi reino, no tengo ningún miedo de lo que podáis hacerme cuando conozco mejor la institución que, quizá, tú. Ya sabes, yo la vi nacer... Me sé un par de truquitos. – comenté, con tono ciertamente burlesco, que se vio intensificado con un guiño travieso. Parecía una niña que estaba ofreciendo un dulce, más que una estratega como los de la antigüedad decidiendo qué movimiento harían para cambiar el destino de la historia a través de un pueblo, el que ellos controlaban. Y, de alguna manera, me era mucho más afín la imagen caprichosa que la de negociadora profesional, no porque no supiera negociar, sino más bien porque solía guiarme por lo que me apetecía y, bueno, eso afectaba a veces a lo que estaba discutiendo en cada momento, como mi ayuda en esas circunstancias en las que la desesperación apresaba firmemente a Francine contra ella.

Era como tentar a una fiera hambrienta, debilitada pero deseosa de atacar y dispuesta a hacer lo que hiciera falta con tal de conseguir sus objetivos. Era inofensiva, sí, pero tampoco quería enredarme en discusiones dialécticas durante demasiado tiempo porque tenía asuntos más acuciantes a los que enfrentarme que ella. En realidad, ¿qué me costaba estirar de algunos hilos y averiguar algo, aunque fuera un simple detalle que pudiera guiarla en su misión? Ella ni siquiera había especificado lo que quería exactamente, porque con información albergaba un sinnúmero de posibles significados que tendría que aclararme si quería algo. Tenía gracia, sólo para evitar perder el tiempo estaba, incluso, planteándome aceptar su encargo, como si fuera una vulgar mensajera y no una reina, como las circunstancias y mi título habían demostrado que era... Eso sí, no iba a ceder tan fácilmente, puesto que por mucho que lo considerara lo que me había ofrecido era tan poco que me resultaba casi insultante. De todas maneras, ¿no había dicho estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario, ya que era “una madre que no tenía nada que perder”? Una frase tan deliciosa, que seguramente le habría salido sin pensar, le iba a demostrar que se la tendría que haber pensado mejor antes de decirla, porque no era consciente de las implicaciones que podía llegar a tener... y del alcance de mis caprichos, si lograba despertarlos, e iba por buen camino respecto a esto último, para su desgracia y mi enorme beneficio.

– Imagina que aceptara. Imagina que olvido una vez más lo mucho que me repugnan los valores que representas, tan anclados en otras épocas que luego resulta estúpido que me llaméis vieja a mí, y me planteo ayudarte. Aún quedarían muchas cosas en el aire, demasiadas para que tome una decisión. Ya casi estoy escuchándote pensar que me has hecho morder el anzuelo, que por fin estoy convencida, pero si realmente quieres hacerlo y estás tan desesperada como dices me gustaría verte jugar esta partida en serio. Quiero que me digas qué más puedes ofrecerme. ¿Eso? Lo puedo conseguir de cualquier otro inquisidor, conozco a varios a los que no les importaría hacerme un favor, así que estrújate la cabeza, piensa un poco, descubre qué más puede atraerme. Sólo entonces puedes hacerme una auténtica oferta. – propuse, cruzando los brazos sobre el pecho y mirándola con curiosidad, con genuino interés por ver por dónde salía después de aquella suerte de ultimátum que le acababa de lanzar. No era tal, en realidad era más bien un incentivo para que se aplicara y pensara en algo más que un simple borrón y cuenta nueva, algo de nuevo sumamente infantil para alguien a quien yo tenía por mujer madura y a quien, al parecer, le gustaba engañarse a sí misma si creía de verdad que lo era simplemente por tener una criatura. Ah, si yo le contara...

Conocía ejemplos de primera mano, tanto de gente inmadura con descendencia como de gente que ofrecía mucho de boquilla pero que, a la hora de la verdad, no aportaba nada. Que yo supiera, ella no era de ninguno de los dos grupos, y por eso la estaba presionando tanto como lo estaba haciendo en aquel momento, ya que sabía que cedería. Algo tenía que quedar en aquella criatura tan antinaturalmente frágil de la Francine fuerte que yo había llegado a conocer, la que un día había sido feliz pese a que ya pareciera precisamente lo contrario, aunque por mucho que lo pareciera no la presionaba por ella, sino por mí... El altruismo jamás lo había conocido, ¿cómo si me había criado en una de esas tribus que los romanos habían denominado bárbaras? Y después, cuando solamente me había tenido a mí para sobrevivir, jamás había habido ningún momento en el que hubiera aprendido el altruismo. Si quería aguantar en un mundo hostil y, no contenta con ello, adaptarlo a mí de manera que me resultara beneficioso, lo que tenía que hacer era no pensar en los demás, y si empezaba a ser altruista no sería, precisamente, gracias a ella. El efecto y la influencia que tenía en mí moría con cada uno de nuestros encuentros, no se limitaba a nada más que al tiempo que compartíamos físicamente frente a frente, así que realmente debía de estar desesperada para llegar hasta aquel punto conmigo.
– Tú misma lo has dicho, Francine, no soy nada altruista, de hecho me considero bastante egoísta en ciertas cosas. Si sabes a lo que te enfrentas, ¿por qué no actúas en consecuencia? Soy una reina, soy ambiciosa, y aquí estás limitándote a ti misma cuando no tienes nada que perder. ¿Esto es una negociación o es simplemente que disfrutas viendo cómo te provoco poco a poco? – inquirí, ladeando el rostro y con una sonrisa maliciosa. Si quería jugar, yo estaba dispuesta a hacerlo, pero no podíamos seguir funcionando a dos ritmos tan distintos ya que, de lo contrario, ninguna conseguiría nada de la otra.
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Mensaje por Francine Capet Vie Jul 19, 2013 9:22 pm

Imaginar a Amanda Smith, como una humana era total y completamente evitable. En muchas ocasiones, en aquellos años de inexperiencia y de estudio abocado de manera devota a la Institución que le dio la espalda, en los que había recogido testimonios, documentales y hasta había viajado a ciertas regiones europeas para recabar información sobre uno de sus tantos objetivos –aunque, terminó desarrollando un atisbo de obsesión por tamaña magnanimidad, como era la Reina de los Países Bajos-, había intentado, de muchas maneras posibles, ver a aquella mujer como una humana que un día sintió, padeció, ¿amó?, lloró, sufrió, ¿fue feliz?, pero, le fue imposible. Demasiado aferrada estaba a sus creencias, experiencias y enseñanzas, que en aquellos tiempos, veía sólo al monstruo. Luego, el casamiento y el posterior nacimiento de su hijo –el único recuerdo de Noah que no la hacía llorar-, le habían cambiado la perspectiva, y terminó viendo como una menudencia todo el mundo que la rodeaba, incluso el rencor visceral hacia su maldita hermana. Sin embargo, en ese momento, en su interior se encendió una chispa de curiosidad por saber, fehacientemente, cómo fue la Amanda humana. Fue sólo una milésima de segundo en que, por fin, dentro suyo, se abría una grieta diferente a las cavilaciones que la carcomían hacía meses. Debería agradecerle a Smith por haberle recordado que seguía viva a pesar de sentirse tan muerta como lo estaban sus sentimientos. Claro que el objetivo de aquella reunión y de todo el palabrerío, no era que el autoestima de Francine se elevase.

No tenía ni la más remota intención de que la vampiresa se pusiera en su lugar. Ese sitio inhóspito y desolado en el que se había convertido ser ella misma, se lo reservaba para su autopadecimiento y sus últimos vestigios de dignidad. Tuvo la decencia de sonrojarse levemente ante las palabras de Smith –aunque, debido a la casi inexistente iluminación, dudó de que lo notase-; sí, para la inquisidora, quien tenía frente a ella, no era más que un monstruo, pero, fuese como fuese, ese monstruo le era útil. Y debía ceder, debía arrodillarse de ser necesario, en plegarias pomposas o directas, haría lo que fuera con tal de que ese ser que un día fue una humana con un corazón que latía de acuerdo a las emociones, tuviese la mínima deferencia de abrirle una puerta hacia el túnel que la conduciría hacia su cuñado. Lamería el sucio suelo que la Reina pisaba, si ello podía colaborar a aliviar su sed de venganza, si eso le sosegaba, si quiera por un minuto, su existencia tormentosa. Sentía su pulso acelerado en la garganta, en las muñecas, en su pecho huesudo, e intentó adivinar si Smith tendría algo que decir sobre eso, pero la conversación siguió el mismo curso que al principio, con sus matices drásticos e irónicos. Francine creyó que iba a disfrutar de los siempre entretenidos enfrentamientos verbales con una mente brillante como la de su vieja enemiga, pero comenzaba a padecer el esfuerzo de mantener aguzados sus sentidos. No se confiaba de las aparentes “buenas intenciones” de la vampiresa, y a pesar del ahínco que ponía en no interrumpir el discursillo soberbio de Amanda, cada vez se le hacía más difícil. Reprimía, segundo a segundo, el cosquilleo de sus pies que la invitaban a retirarse. No, una Capet jamás se retiraba, por más que supiera que perdería todo en aquella contienda. Entonces…algo debía quedarle…

Ciertamente, Smith, no estoy aplicando ningún doble rasero, ninguna doble moral. Nada más lejano. No tengo interés en adentrarme en un debate fáctico sobre tu condición y la mía. Estamos en planos distintos. No deseo ser como tú, ni tampoco deseo que te pongas en mi lugar, por más que, en un antíquisimo pasado, hayas sido una mujer de verdad — ¿Y ahora era una mujer de mentira? Se sintió sumamente ridícula con aquella observación, y más absurda se sintió al darse cuenta que la única mujer que ya no era tal, no era más que ella misma. Se había resignado a la idea de que nunca más volvería a su condición de fémina, estaba tan vacía como la tumba de Amanda Smith, y nadie podría ayudarla a levantar nuevos cimientos. Francine no estaba ni rota ni resquebrajada, simplemente, ya no quedaba nada de lo que algún día fue. ¡Qué atormentador! Debía comenzar de nuevo, como una extraña para los demás y para sí misma. Todos la veían como a un fantasma, y si no hubiera sido por el profundo dolor que le atenazaba el pecho, habría creído que se había convertido en uno.

Se masajeó las sienes por un momento, ya no le importaba que Amanda viera su debilidad ni su cansancio. Era evidente en las ojeras profundas y oscuras que se formaban bajo sus ojos, en las dos pequeñas arrugas que se habían dinujado al lado de sus comisuras, en los huesos de su rostro, que se notaban más de lo que debían. No subestimaría a quien tenía en frente, era una vampiresa milenaria, había recurrido a ella por razones de conveniencia, y mal que le pesara, de confianza. Por más juegos y rodeos que Smith estuviera poniendo sobre el tapete, si realmente no quisiera ayudarla, ya se habría esfumado en un abrir y cerrar de ojos. Le estaba dando vueltas al asunto, sólo para divertirse, conocía sus mecanismos y los de otros tantos de su especie, pero la vida le pesaba demasiado en los hombros para adentrarse en las laberínticas cavilaciones de su acompañante, y, de esa manera, seguir el hilo de cada palabra. Se odiaba, por todas sus omisiones, irresponsabilidades, y por estar dejando morir, lentamente, las aptitudes mentales que Dios le había otorgado. Francine había sido una joven y una mujer con una inteligencia que la destacaban del común de las personas, eso la había posicionado diferente, y le había creado un oasis de superioridad en el cual danzaba sin preocupaciones, lo había tenido todo, a manos llenas recibió amor, regalos, felicidad, y también dolor; justamente, había centrado su talento en administrar todos sus recursos, sabía qué hacer con lo que tenía, y buscaba la manera de obtener lo que no.

Y yo no estoy de humor para un debate sobre las mejores, peores, efectivas o no, técnicas de tortura. Uno de mis hermanos podría asesorarte en esas cuestiones si estás interesada, pero no yo, no es mi trabajo —suspiró— Si estuviera interesada en información que pudiera obtener de una manera violenta, ya lo habría hecho, pero no es como suelo manejarme. Ya te expliqué que esto es ajeno a la Iglesia, es un asunto personal, estoy aquí, plantada frente a ti, con el único interés de negociar, tú consigues algo que para mí es valioso, y yo te devuelvo de igual manera —refregó las palmas de sus manos, claramente exasperada— No te enseñaré a negociar, y sé que estás buscando llevarme a mi límite. Lamento informarte que ya crucé todos los límites que conocía al decidir citarte; cuando sellé la carta, ya era una completa desconocida para mí misma —su tono había sido medido, no era un reproche, ni siquiera una victimización. El lamerse las heridas lo dejaba para su almohada, la única capacitada para sorberle las lágrimas y la desesperación que la atacaba noche a noche, día a día. Las sábanas eran las únicas testigos de sus arrebatos de ira. Tenía las manos llenas de cortes, producto de romperlas, o de estrellar objetos contra la pared, y luego, cuando la culpa la asaltaba, levantaba los trozos y, a pesar de que las heridas podían ser casuales, en su interior se alegraba de la sangre que le teñía la piel y del dolor físico que la azuzaba en esos instantes.

Tú sí que no sabes de lo que soy capaz —y la perspectiva de creer que estaría muy por encima de la vampiresa, la hizo sonreír. Una sonrisa irónica, despojada de gracia, dirigida a nadie más que a su propia persona. —Recuerdo que la primera vez que nos cruzamos, también dijiste que habías visto nacer a la Inquisición. Con suerte, también la verás caer, porque caerá, tarde o temprano, lo hará. Tu también caerás. Conozco perfectamente tu poder y potestad dentro de los confines de tu reinado, para bien o para mal, los conozco… —dijo con resignación— ¿Por qué crees que te confié a ti mi búsqueda? No, no lo pienses, te lo contestaré yo misma —hizo una mueca de asco, que desapareció con la misma rapidez con la que se había manifestado— Por el simple hecho de que confío en ti, de una manera extraña y retorcida, pero confío en ti. Sabía que no intentarías matarme cuando te planteara mi situación, eres retorcida, como todos, pero tu mente está por encima del ensañamiento que caracteriza a todos los que son como tú. He visto tu obra, pero también he visto peores… —lo más seguro era que esos peores a los que se refería, estaban valorados de esa manera, debido a la fibra íntima que tocaban en su interior.

Francine no iba a caer presa de la desesperación. Si Amanda Smith no aceptaba por las buenas, algún otro hablaría por las malas. Por más que tuviera que echar mano de recursos con los que no deseaba contar, llegaría a Neo Gallup como fuera. Era lo único que lograría que se fuera del mundo terrenal con lo más parecido a la paz, el hacer sufrir al desgraciado, y saber que hizo todo lo posible por llegar a él. Porque llegaría a su cuñado, aunque tardara años lo haría, y no importaban todos los sacrificios que tuviera que hacer. Y eso, la vampiresa lo sabía. Recordó el viaje a Egipto con su padre y un grupo de arqueólogos, que eran una comitiva contratada por el patriarca de los Capet para dar con un vampiro al cual Maurice le seguía los pasos desde su juventud. No le había sido fácil encontrar su paradero, pero él lo había logrado haciendo uso de su mente ágil y probando teorías que casi lo llevan a ser tildado de demente. Habían empacado sus cosas en la oscuridad de la noche, la había sacado de Francia en medio de la noche y sin decir nada a nadie, y el corazón de una Francine casi adolescente, había latido con gran fuerza, la adrenalina le había recorrido las venas en completa ebullición. Esa fue la primera vez que la dejaron participar de un interrogatorio, y jamás olvidaría la expresión de dolor, furia y sarcasmo que recorría el rostro del malnacido. A pesar de haber querido cerrar los ojos, no pudo quitar su mirada cuando sacaron al torturado vampiro al Sol... Fue un espectáculo macabro y apasionante.

¡¿Qué tenía ella para ofrecerle a Amanda Smith?! La Reina tenía toda la razón, traidores había en todos lados. Lo que más le molestaba, era que la vampiresa sabía cómo hacer que ella corriera sus márgenes. Se produjo un silencio eterno, Francine agachó la cabeza, cerró los ojos, y comenzó a hacer lo que le había dicho: imaginar… Lo único que le quedaba era su alma, que no valía nada, debía de haber algo más, alguna cosa que Smith disfrutara de poseer. <<Nikôlaus>>, levantó sus párpados de súbito. Él le quedaba, su esposo estaba en el mundo, a pesar de la separación inminente y de los asuntos que jamás lograrías zanjar, el amor que la carcomía aún seguía dentro de un cofre. Era su gran valor, y por más que se negara a admitirlo, él era su último soporte, aferrarse a lo que él seguía significando, quizá, era lo que la había llevado hasta allí. A su marido también debía vengarlo, Nikôlaus sería eternamente un infeliz si ella no le entregaba la cabeza de su hermano, por más que jamás volvieran a estar juntos, se lo debía. Esperaba haber dado con la respuesta correcta, Amanda no iba a querer a Gallup porque lo necesitase para algo, lo que quería, era el último vestigio de luz que le quedaba a Francine, lo que ella realmente deseaba, ¡su maldito límite! ¿Estaba dispuesta a sacrificarlo a él en pos de su venganza?

Lo único que me queda es…Nikôlaus. Si lo quieres, te lo daré. Vivo o muerto, tú decides —<<¡Oh Dios!>> Alzó la cabeza para darle énfasis a sus palabras, que habían salido casi susurradas— ¿Quieres a mi marido, Amanda Smith? Dímelo, por favor, pero consigue el paradero de Neo, no quiero información vaga e imprecisa, quiero la verdad, nada de ambigüedades. —Lo dicho, dicho estaba, ya no podía retirar ni una sola coma de su discurso. ¿Estaba arrepentida? Eso sólo lo sabría el día que saldaran deudas la una con la otra. Se preguntó para qué querría a su esposo, y evitó las imágenes haciendo uso de una voluntad de la que no se creía capaz. Reprimió todos sus impulsos, y, por primera vez en meses, recordó que poseía algo llamado orgullo, y también se dio cuenta que acababa de perderlo. —¿Trato hecho? —estiró su mano extendida. Francine era una mujer de palabra, pero comenzaba a flaquear, aunque, algún día, terminaría pagándole a la Reina de los Países Bajos todos los datos que pudiera brindarle y que la llevarían hacia el asesino de su hijo. Lo sometería a las peores vejaciones, disfrutaría de las súplicas de Neo Gallup, mientras elevaba plegarias por el eterno descanso de Noah, ¿y luego de que el vampiro pereciera? Nada, una vez más, la nada.
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Mensaje por Invitado Jue Ago 08, 2013 5:14 am

Una de las cosas que más me agradaban de Francine, dentro de la constante y creciente irritación que me producía su persona, su victimismo, y su comportamiento, era que de vez en cuando, probablemente sin saber siquiera hasta qué punto lo hacía (ya que, estaba segura, de saberlo conscientemente lo utilizaría más a menudo), daba en el clavo y acertaba respecto a mí. No cuando decía cosas como que yo no era una mujer de verdad, algo sobre lo que podríamos estar horas discutiendo y argumentando a favor y en contra y acabaría ganando la idea de que yo no solamente era muy mujer, sino que lo era más que ella; no, más bien acertaba cuando se refería a cosas más concretas, como mi falta de deseo de matarla, al menos de momento. Por mucho que estuviera vinculada de por vida, ya que esa era la clase de contratos que a la Inquisición le gustaba sellar con la sangre de sus afiliados, a una organización marchita, había sabido ganarse algo parecido a mi respeto, si bien los rastros de la admiración que un día hubiera podido sentir por ella estaban desapareciendo tan lenta como progresivamente lo hacía incluso el propio respeto por ver su límite tan fácilmente, sin apenas haber habido insistencia por mi parte. ¿De verdad estaba tan desesperada, si ni siquiera luchaba por mantenerse despierta verbal y mentalmente ante un ataque que ni siquiera era la máxima demostración de mis capacidades? ¿De verdad pensaba que estaba en posición de pedirme un favor como aquel cuando ni siquiera era capaz de mantenerse despierta en la conversación donde se suponía que tenía que convencerme de llevar a cabo una idea sobre la que me mostraba reticente?

La gota que colmó el vaso del cúmulo de pequeñas circunstancias que, como en una duna los granos de arena, iban apilándose en su contra, fue precisamente su respuesta última, la demostración de que era absolutamente ignorante de la historia de mi vida humana y, sobre todo, lo que confirmaba que al final estaba dispuesta a cualquier cosa, sí, incluso a violar algo tan sagrado como lo era la libertad ajena, algo que ni siquiera le pertenecía. Habría estado dispuesta a aceptar cualquier tipo de soborno en la forma que ella quisiera, era lo propio de alguien desesperado pero con acceso a un poder considerable como lo era el de la por desgracia aún no tan marchita Inquisición, pero por primera vez en más tiempo del que era capaz de recordar, alguien me había dejado sin palabras, y el dudoso honor lo había tenido Francine Gallup al ofrecerme a su marido como si se tratara de una vulgar mercancía. Lo irónico de la situación era que, probablemente, a su juicio estaba haciendo lo correcto porque esa era la mejor demostración de que ya no le quedaba nada que entregar salvo su amor, con lo que mi victoria era total, mientras que en la realidad probablemente estaba cometiendo el peor error al que podía atreverse a acercarse en mi presencia y relacionada conmigo como lo estaba, simplemente por su desconocimiento. Esa era la mayor debilidad de Francine, su pretensión de saber cosas más allá de lo que le correspondía o de donde tenía una auténtica certeza, ya que lo que a ella podía parecerle una actuación impecable respecto a mí y la situación en la que nos habíamos estado moviendo a mí me parecía un gran chiste. ¿Pensaba que estaba en disposición de entregarme a alguien ajeno a ella tan felizmente, sin consecuencias? De acuerdo, yo también podía jugar.

Ella me había ofrecido su mano para que, con un apretón propio de los hombres de negocios que nunca en la historia habían dejado de proliferar, selláramos nuestro acuerdo, y yo inicialmente no la acepté, aunque más que rechazarla hice como si ni siquiera existiera y siguiéramos en planos tan diferentes que tocarla ni se me pasaba por la cabeza porque, a decir verdad, no lo hacía. Era indudablemente hermosa, pero no ejercía sobre mí ningún tipo de atracción que otras mujeres sí me provocaban, por lo que el contacto físico, ahora empañado por las ideas sobre ella que no dejaban de colarse en mi mente, ni siquiera era una opción. Toda la relación que habíamos construido durante el tiempo que llevábamos conociendo y que se acercaba peligrosamente al respeto mutuo se estaba desmoronando como si fuera un castillo de naipes en medio de vientos huracanados y peligrosos, pero la única que era testigo de la caída era yo porque, probablemente, ella ni supiera las consecuencias que habían tenido en mí sus palabras, y si era por mí ni siquiera lo descubriría, puesto que prefería guardarme mi opinión en la medida de lo posible para, así, gozar de una posición aún más ventajosa sobre ella que la que ya tenía. Poco me importaba si dilucidaba o no, y menos aún lo hacía el hecho de que estuviera dispuesta a cualquier cosa por una información que yo podía conseguir, aunque no supiera exactamente lo que me costaría hacerlo; lo que me interesaba era que, una vez había llegado a su límite, no solamente se había arrastrado ella misma más allá de lo que creía posible sino que se había aferrado a alguien que no había tenido ni voz ni voto a la hora de decidir si quería o no ser mío, ya que a lo mejor él la amaba... aunque lo dudaba. O, al menos, dudaba que fuera el mismo tipo de amor que debía de sentir ella, tan lejano a la idea que tenía yo del sentimiento como lo estaban las personas de la luna, y lo que en principio no era asunto mío lo había empezado a ser desde el momento en el que ella había transgredido un límite peligroso en un acto cuyas consecuencias ni siquiera yo conocía.

– Estás tan deliciosamente segura de que cualquiera de tus hermanos podría instruirme en el arte de la tortura que dudas de mi capacidad de producir daño si piensas que aún hay algo nuevo que pueda aprender porque aún no lo sé. Es la misma certeza que te ha llevado a pensar en mí como algo distinto a una mujer, o ¿cómo lo has dicho tú? ¿Sólo he sido una mujer de verdad en un antiquísimo pasado? Ciertamente, entonces lo fui, pero si deseas engañarte a ti misma pensando que ahora ya no lo soy, es elección tuya y yo no voy a opinar al respecto. – comenté, retomando un tema que habíamos dejado atrás hacía bastante rato, al menos en el tiempo de nuestra conversación. Ella no sabría leer las pistas implícitas que había en mis palabras, precisamente porque no estaba en mi mente y se le escapaban los dobles sentidos que se escondían en lo que le había dicho, pero yo sabía por qué había utilizado todas las palabras que había pronunciado sin ningún temor, con total certeza, y la verdad era que no pintaba nada bien para ella. Por mucho que mi tono no hubiera sido de advertencia, sino más bien de pura cordialidad, se podía leer implícitamente, entre líneas, un freno a esa arrolladora seguridad que durante un instante había demostrado poseer en contra de su pasividad hasta ese mismo momento. Se había comportado como si tuviera algo contra mí o, mejor, como si pudiera tener algún control sobre mi entidad que le permitiera unos actos como los que había llevado a cabo, y ¿cuál era la realidad? Ella desconocía lo que yo podía hacer, no tanto al contrario, y ni siquiera sabía que encajaba perfectamente con la imagen de mujer sibilina y con miles de segundas intenciones que rondaba por ahí. Entendiendo así mis palabras, no podía ser ni siquiera un poco más mujer, especialmente por mi capacidad de doblegas las cosas para que cumplieran mi voluntad, pero eso ella lo desconocía, y ahí se encontraba un nuevo error por su parte.

– Conozco los límites de los humanos, Francine, y aunque no sepa exactamente de qué eres capaz me hago una idea tan aproximada de ello que seguramente te sorprendería, como lo haría cada descubrimiento que podrías hacer si estuvieras dentro de mi mente. Creo recordar, y mi memoria no falla en estas circunstancias, que me admirabas... así que no ha sido solamente necesidad lo que te ha traído hasta mí, también está el deseo irracional de ver hasta qué punto uno de tus ídolos prohibidos se ajusta a la imagen que tienes de él, en este caso de mí. No necesito que me digas si me equivoco, porque sé que no lo estoy haciendo. Trata de justificarte como desees, pero podrías haber elegido a un vampiro más dispuesto y más conocedor de la localización de tu objetivo que yo, y aun así aquí estamos, según tú por respeto mutuo y según yo por el cumplimiento de uno de tus anhelos secretos. Pero no voy a juzgarte, no cuando me has propuesto un acuerdo cuyos pros y contras estoy ponderando ahora mismo. – añadí, retorciendo de nuevo las palabras para que ella sacara de ellas el sentido que quisiera, que seguramente sería totalmente diferente al que podía extraer yo de mis juicios y mis ideas. ¿Cómo podría ser de otra manera? Con la carga cultural que cargaba a mi espalda no podía tener la misma visión del mundo que ella, una humana joven y cegada por la venganza y la religión hasta puntos que yo podía llegar a comprender, pero jamás a asimilar. Yo misma estaba en pleno acto de venganza personal, sí, pero incluso los tiempos de mi actuación eran diferentes a los de ella, y desde luego no implicaban tanto la muerte como hacer de su vida (o no vida, mejor) un infierno total y absoluto que compensara la ofensa. Esa era otra de las grandes diferencias entre nosotras: Francine carecía de la crueldad de la que yo podía llegar a hacer gala cuando la ocasión así lo ameritaba, y por eso en sus objetivos se encontraban la tortura y la muerte, pero jamás la ruina total de una vida por parte de un ser amado. Eso era lo que verdaderamente dolía, pero yo no se lo diría; bien podía averiguarlo por ella misma si de verdad había llegado a su límite, tal y como había proclamado hacía tan sólo unos instantes.

– Hablas de confianza, una característica humana, pero después me tachas de inhumana. Dices que conoces mi obra, pero que has visto peores, y aun así me comparas con aquellos que pecan de bestias auténticas sin siquiera serlo cada medianoche, porque créeme, los hay peores que los lobos. ¿Y aún reniegas de tu doble rasero? Cuanto antes dejes de engañarte a ti misma, querida, antes podrás empezar a darte cuenta de tus errores y a planear tu estrategia. ¿O crees que, aunque te de la ubicación de tu objetivo, será tan fácil como saberlo? Es un vampiro, por muy novato que sea, y ni siquiera sé si realmente lo es, tiene sus maneras de protegerte, y por inquisidora que seas tú no creo que sea buena idea cegarte por tus sentimientos e ir sin un plan. ¿Y aún reniegas de mí? Te estoy ayudando más de lo que me corresponde... – irónicas, las palabras salieron de mis labios en una suave y lenta cadencia que no significaba más que mi tono aparentemente sincero de antes, ya que era todo parte de mi juego, uno en el que ella había decidido participar sin ser siquiera consciente de cuáles eran las reglas porque las iba inventando yo sobre la marcha, a medida que los acontecimientos iban girando en una o en otra dirección. Ella jamás sería capaz de darme caza, ni literal ni intelectualmente, y su gran maldición era que me necesitaba para llevar a cabo la venganza que se había convertido en su obsesión, una que había borrado todo rastro de la Francine que un día fue y que la había convertido en un ser desesperado y, por tanto, débil, así como manipulable... ¡y tanto que lo era! Aunque tampoco podía utilizarme a mí y mi capacidad de manejarla como quería para reafirmar que cualquiera podría hacerlo porque era bien sabido que mi capacidad de manipulación había engrosado el núcleo de las leyendas sobre mí hasta convertirme en poco más que una conspiradora, como si no tuviera otros talentos.

– Aceptar o no aceptar... Es una lástima que no tenga una margarita para que, al deshojarla, ella tome la decisión por mí. ¿Qué crees que elegiría ella? O, mejor, ¿qué crees que voy a elegir yo? – continué jugando, provocando con mis palabras y buscando deliberadamente su reacción al tiempo que alargaba la partida un poco más, cuando la decisión estaba tomada de antemano en lo más profundo de mi mente. Lo había hecho en cuanto ella lo había propuesto con el premio final, lo que estaba dispuesta a darme, con la reacción en cadena que me había provocado algo tan aberrante como no dejaba de parecérmelo el hecho de que ella había decidido disponer de alguien y convertirlo en mi esclavo personal. Me había recordado, por un momento, a mi vida humana con tal intensidad que era incluso una lástima que ella no supiera hasta qué punto lo había hecho, pero era asunto mío y sobre todo la clave para que ella no sospechara de mi estratagema, que también estaba en marcha. Sonriendo, finalmente, acerqué la mano a la suya, frialdad contra calidez humana y casi febril, y la estreché con una delicadeza inusitada en lo que ella esperaba en un ser como yo, y sobre todo teniendo en cuenta el sombrío rumbo que habían tomado mis pensamientos.
– Te tomo la palabra, Francine, Nikôlaus ahora es mío y dispondré de él como desee. Por lo pronto lo deseo vivo, pero ¿quién sabe cuál será mi próxima intención para con él? Al fin y al cabo, soy una vampiresa, y soy caprichosa; nunca sabes cuál será mi próximo paso, pero eso es parte de nuestro misterio, así que no te desvelaré más. Trato hecho, querida. – concluí, sonriendo ampliamente y de manera misteriosa, porque ella no tenía ni idea de mis intenciones ni, tampoco, de que acababa de meterse en la boca de un lobo particularmente hambriento que no dudaría en cerrarla y aplastar a todo aquel que hubiera en su interior.
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Mensaje por Francine Capet Vie Nov 29, 2013 12:06 pm

Era en vano preguntarse qué había hecho. Había coartado la libertad de su marido, lo había vendido como si se tratase de un trozo de carne en el mercado, lo había expuesto a merced de una venganza que era tan suya como propia. Había cometido el segundo peor error de su vida, el primero había sido no barajar todas las posibilidades de lo que querría Amanda a cambio de un miserable ápice de información, de la cual comenzaba a dudar si, en caso de que lograra conseguirla, fuese fidedigna. No había pensado ninguna de las consecuencias nefastas que acarrearía su acción irresponsable; había sido impulsiva y crédula, dos de las características que podían costarle el puesto en la Inquisición, la vida o, en éste caso, el alma. Le había dado a la vampiresa el último vestigio de pureza que albergaba su corazón. No podía odiar a Nikôlaus por más que fuese una bestia, y al mismo tiempo, lo detestaba con una fuerza demencial, que poseía la análoga potencia arrasadora del amor que le profesaba. Antes, en un pasado que le parecía milenario, habían sido uno, se habían consultado desde las cosas más insignificantes, hasta aquellas de vital importancia. Entre ellos no habían existido los secretos, se habían respetado hasta en las discusiones maritales, y allí radicaba el mayor fracaso de su relación, no en la nueva naturaleza de su esposo, si no, en que Francine no podía respetarlo más, y la prueba fehaciente estaba frente a ella. ¿Podía honrar sus votos sagrados y al hombre que representaba todo lo contrario? Ni siquiera pensaba en el hecho de que haya sido el mismo Nikôlaus el que le había dado fin a la vida de Noah, eso era algo que no lograba asimilar, y que prefería negar.

Allí estaba Francine, con el vacío ondulante de las promesas rotas, y con las trascendentes decisiones que tanto le pesaban. Flexionó los dedos de la mano que Amanda rechazó, y no disimuló la mueca de descontento. Volvió a aceptar que la vampiresa tenía el control, que siempre lo había tenido y que, a partir de ese momento, lo tendría hasta que la muerte tomase su existencia.  ¿En qué momento su inteligencia se había erosionado hasta el punto de no cavilar ante aquella realidad? ¿Cómo había sido tan ciega y necia de creer que podría dominar a semejante entidad? Amanda Smith había tenido en su poder la vida de Francine desde aquel primer encuentro, y había decidido seguir otorgándosela. No debía agradecérselo, si la hubiera matado, no se habría casado con Nikôlaus, Noah no habría nacido y Néo nunca lo hubiera asesinado. ¡Estaba tan arrepentida de todas las veces que se defendió! De haber conocido lo que el destino le depararía, ella misma habría acabado con todo, como había intentado desde el instante en que sus piernas recuperaron movilidad. Pero ya no valía la pena seguir insistiendo en aquel asunto, debía continuar atada a los grilletes que su propia estupidez había cernido sobre sus tobillos, como una muralla que no le permitía ver más allá. Era tan asquerosamente humana, que habría sonreído para darle la razón a la vampiresa, de lo insignificante que era ante una figura que se había vuelto atemporal. Quizá hasta la habría aplaudido por haber soportado el correr de los años y los acontecimientos sin haber caído en un abismo de patética auto compasión. Pero algo de orgullo le quedaba, o eso era lo que quería creer.

Lo que más la irritaba, y al mismo tiempo, le provocaba una siniestra admiración, era la autosuficiencia de Amanda. No era fingida, como la de tantas otras, ni siquiera se esforzaba, ¡ella era así! Nacía con naturalidad y gracia, emanaba de sus poros con soberbia y fruición. Observó sin remilgos la belleza detenida en el tiempo, congelada en los años mozos. La piel lozana, los pómulos altos, los ojos brillantes. Cuánto la envidiaba… Otrora también había sido hermosa, había provocado que los muchachos pelearan por sacarla a bailar en las fiestas de temporada, había reído y su risa había contagiado a quienes estaban a su lado. Nikôlaus la había elogiado incontables veces, y ella, lejos de amilanarse o fingir timidez, abría su boca en una sonrisa luminosa y cálida, y alzaba el mentón como si se tratase de una reina. Los vestidos le habían lucido, el cabello le había brillado y su piel desprendía aquel perfume de rosas que su padre le compraba a unos traficantes turcos, que luego ella misma había conocido cuando Capet ya no pudo comprarlo más. Uno de ellos hasta había ofrecido dinero por convertirla en su esposa, prendado de sus adorables pecas y de sus labios rojos y carnosos. Francine había mirado con suspicacia a aquel caballero de piel morena, y le había explicado, con la frescura que la había caracterizado, que su corazón le pertenecía a otro hombre. “¿Y ese hombre lo sabe?” había preguntado con interés. “¡Claro que lo sabe!” había exclamado con alegría, y le terminó relatando como, cada vez que lo veía, se lanzaba a sus brazos sin importarle el qué dirán. Ya no podría hacerlo, nunca más.

Acepto que me sorprende el tiempo que te haz tomado en analizarme —se encogió de hombros— Sería un verdadero sacrilegio decir que eres mi ídolo, Amanda. Por ahora, no he incursionado en el mal llamado politeísmo, pero cuando lo haga, procuraré hacerte una oración. ¿Que seas mi anhelo secreto? Lo cierto es que no he tenido tanto tiempo para reparar en si estás dentro de los deseos que reprimo, como verás, he estado demasiado ocupada llorando mis penas y lamentando mi suerte. Pero sí, quizá sea como tú dices, pues estás tan convencida que hasta siento lástima de contradecirte, y eso que últimamente he sentido lástima solamente por mí misma.

Francine era una mujer de los libros, de los papiros, de las palabras. Jamás había sido tan buena combatiendo como sus familiares, sí tenía buena puntería con las armas de fuego porque en el salvajismo inocente de la niñez había salido a cazar con sus hermanos, que le habían enseñado; tampoco era una negociante innata, cuando aún vivían sus padres, conseguía todo con una facilidad increíble, tan sólo una sonrisa o un pequeño puchero, y voilà, su pedido se hacía realidad. Creció y con ello las dificultades, pero se caracterizaba por una tenacidad admirable, y así aprendió a expresarse correctamente, a usar otros términos para cumplir sus caprichos. La muerte de Charlotte, su madre, fue caótica, y su padre sintió la necesidad de compensarla por haber sido la que menos la disfrutó y la que menos la tendría en su vida, y se apegaron tanto que no importaba a dónde fuera, él la llevaba como una extensión más de su cuerpo. Así habría querido ella que fuera su relación con Noah, los dos juntos a la par, siempre; el vínculo maternal trascendía cualquier estado del cuerpo y del alma, y en ello encontraba un atisbo de justificación a su terrible accionar. Todo se reducía a él, al fruto de sus entrañas. Ella, y nadie más que ella había sido testigo de su crecimiento desde que era del tamaño de un poroto. El primer movimiento de la nueva vida era imperceptible para cualquiera que fuese ajeno, pero no para ella. Cada vez que evocaba la mínima cosquilla en su vientre cuando cumplió el cuarto mes de embarazo, lloraba como aquella mañana en soledad, no había sido capaz de contarle a Nikôlaus, era un pequeño secreto entre madre e hijo. Valía la pena cualquier sacrificio. Sí, sí, valía… ¿No?

Fuere como fuere, aquella ridícula escena, a pesar de todo, la divertía. No pudo evitar imaginar a la frívola reina de los Países Bajos deshojando una margarita en un campo de verde intenso. Claro que el Sol no le permitiría ni arrancar un mísero pétalo sin desintegrar aquel maravilloso cuerpo en cuestión de segundos. Habría carcajeado como una loca, pero se contuvo, pues su cordura era tan dudosa como el hecho de una imagen casamentera de Amanda. Era una buena pregunta. <<Aceptarás, sé que lo harás>> pensó, <<estás jugando conmigo, estás alargando la agonía>>. Se limitó a observarla con una expresión vacua, y sólo alzó levemente su ceja cuando la vio cambiar de posición. Por el movimiento, supo que tomaría su mano, y el impacto de frialdad al tacto, la obligó a contener la respiración. No porque jamás hubiera tocado a un vampiro, de hecho, lo había hecho infinidad de veces y nunca se había impresionado de aquella manera, sino, porque cayó en la cuenta de que así debía de sentirse Nikôlaus. Él también habría de estar helado, él también habría perdido la calidez de la vida, él también no era más que un cadáver ambulante sediento de sangre. El golpe de la inminente realidad significó un mazazo más, otro de los tantos que recibía desde los últimos meses. A pesar de no querer aceptarlo, debía agradecer el hecho de no haber visto a su dulce Noah convertido en vampiro, prefería guardar en su cuerpo la calidez de su pequeño cuerpo infantil, de la vida recorriendo sus venas incansablemente, de su corazón bombeando a ritmo lento, de su aliento cálido acariciándole el pecho. Su marido no volvería a ser así, dos mundos los separaban, y quizá le hacía un favor entregándoselo a Amanda. Era un buen engaño para sí misma, sí que lo era. Se percató que había estado buscando, una y otra vez, la manera de justificar lo injustificable. Apretó la mano de Smith, sin la delicadeza que ella había utilizado para estrechar la suya. Alguien, no recordaba quién, le había dicho que aquel que no aprieta con fuerza la mano del prójimo, no es sincero. Y Francine deseaba creer que lo era.


Soy una mujer de palabra, estimada Amanda —no la soltó— Nikôlaus te pertenecerá si colaboras conmigo —su alma se fue en aquella frase, pero se encargó de remarcarla— y no es de mi incumbencia lo que hagas o dejes de hacer con él —otra vulgar mentira, como toda aquella falsa pantomima que había montado desde el instante en que decidió comunicarse con ella. —Simplemente, si la información que consigues es veraz, te quedas con él. Si es falaz, te perseguiré, y no es una amenaza —la soltó y alzó la mano, mostrándole la palma— Y no quiero tu insoportable risa, pues no es una broma lo que te estoy diciendo —sabía o intuía que Amanda reiría ante aquella frase, y decidió que no quería volver a escuchar el goteo de diversión que emanaría de su garganta y que expulsaría por la boca.

Un audaz gato pasó caminando por su lado. Las observó con aquellos ojos verdes que brillaban a pesar de la oscuridad. No se amedrentó ante la incólume presencia de la vampiresa, y a Francine le pareció distinguir un deje de pena cuando los orbes se clavaron en ella. Hasta aquella criatura irracional distinguía lo que ella tanto se esmeraba en ocultar y que, evidentemente, no conseguía. Siguió su paso elegante, no sin antes dirigirle una mirada de desafío a Amanda, quizá seguro de que ella no era del tipo de seres que andaban cazando animales. Era admirable la certeza de que no era amenazado por ninguna de las dos mujeres. El felino trepó a un montículo y se perdió, de lejos llegó su ronroneo, o quizá era de otro. No importaba. Sólo que la libertad con la que se movía, a Francine, le anudó la garganta. Sabía que Amanda no la engañaría, no por consideración a la causa, si quiera por solidaridad, sino porque no la creía capaz de manchar su orgullo brindando información falaz que hiciera dudar de su bien ¿o mal? ganada reputación. Aunque, la inquisidora, tampoco tenía interés alguno en divulgar que había “unido a sus filas” a uno de los especímenes más buscados por el Santo Oficio, y que éste tanto se esmeraba en cazar. Que Smith hubiera evadido la rigurosa y exhaustiva persecución de la Iglesia durante tantos años, era la clara evidencia del peso que su persona tenía. Y era eso lo que a Francine la había movido a contactarla.

No voy a juzgar tus tácticas, ni tampoco pretendo dirigirte. Sólo que, te agradecería, no dejaras soslayar mi nombre en ninguno de tus círculos. No quisiera que Néo o quienes lo rodean queden advertidos, y tampoco quisiera que llegue a los oídos equivocados, y mucho menos que se involucre a la Inquisición de manera, claramente, errónea —le transpiraban las manos, y no gastó energía en camuflarlo. Las secó a los costados del cuerpo— Espero que eso no tenga otro precio —ya no tenía nada más que entregarle, y no creía que Amanda la tuviera en tan alta estima como para pedirle su vida a cambio, de hecho, sabía lo insignificante que la consideraba; y en eso último, ambas compartían sentimiento. Francine, a fuerza de muchas pruebas, había comprendido la pequeñez humana ante los designios de Dios y la desidia del Diablo, y había aprendido que todo terminaba reducido a la eterna lucha entre el bien y el mal; lo que no lograba saber aún era cuál de los dos ganaría la contienda, o lo que era peor, si algún día ésta llegaría a su fin. Era una verdadera quimera aventurarse a dar una respuesta a eso. Lo único que podía hacerse era vivir el día a día, transitar caminos cortos, pues nunca se sabía cuándo se desmoronaría todo. Claro, eso la joven no lo supo hasta mucho después de haber construido sueños, de haber armado proyectos y de haber amado con todo su ser.
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Mensaje por Invitado Miér Feb 12, 2014 6:02 pm

La verdad pugnaba por salir de sus labios pálidos, llenos de una muerte que ella se había autoimpuesto aunque todo en su ser clamara por la vida que le correspondía por tratarse de una humana y no, como yo, de una vampiresa. El grito amargo por renunciar al amor de su vida para ofrecérmelo a mí se le había quedado atascado en la garganta, comprimido entre cientos de palabras que ella nunca diría y entre sensaciones que no se estaba permitiendo dejar salir en su totalidad porque, quizá, pensaba que sería una victoria para mí, obviando que el mismo hecho de su ofrecimiento ya constituía en sí mismo la prueba más evidente de que la batalla había contado con un triunfo mío. No podía compararse siquiera la fuerza de las dos contendientes, ella y yo, a un mismo nivel, pues mientras que ella apenas había contado con una vida humana para entrenarse, yo había superado hacía ya siglos el milenio de experiencia y de trato con los seres humanos, algo tan habitual que pocas veces lograban sorprenderme con sus actos o provocarme sentimientos sinceros de admiración. Francine, con la flagrante renuncia a todo lo que poseía a la que se había visto obligada por una rabia mal encauzada, que había terminado convirtiéndose en puro y desnudo deseo de venganza, no era nada que en cierto modo no hubiera conocido ya, tal vez no con esas mismas características, pero desde luego sí en situaciones parecidas y contextos semejantes. Cuando los seres humanos eran aprisionados contra un rincón, se volvían animales que abandonaban el culto a su diosa Razón y abrazaban sus impulsos animales como si jamás los hubieran abandonado, y mientras que algunos se volvían violentos, los había que optaban por otras soluciones, grupo al cual Francine había demostrado su pertenencia al elegir una vía diplomática y sacrificada que, por otra parte, tan acorde iba con ella y con su personalidad.

De una bibliotecaria no podían esperarse grandes hazañas bélicas, batallas cruentas como las que poblaban las páginas de las obras de Tácito o de César, campañas de tal dureza física que el resultado podía ser para un soldado un rápido retiro a una villa en Hispania o en alguna de las colonias del Imperio. De una mujer como ella tampoco esperaba gran rechazo, pues la consideraba débil de cuerpo y de mente, tan abnegada y sacrificada que ni siquiera su considerable intelecto lograba salvar el conjunto, tan egoísta que en vez de ofrecerse a sí misma había elegido que fuera otro quien cargara con la culpa de sus errores y de su obsesión. De la mezcla de ambas, era evidente que en ningún momento había esperado un resultado muy distinto al que tuvo lugar, y por eso no fue sino satisfacción lo que dibujó mi sonrisa y la expresión de mis ojos entrecerrados, más dirigida a mí y mi sagacidad que a ella por comportarse exactamente como yo suponía que iba a hacerlo. No respondí aún, no obstante, pues ella apenas acababa de pronunciar sus primeras palabras admitiendo su rendición y yo deseaba saborear el momento, porque había algo increíblemente satisfactorio en ver cómo un miembro de la Inquisición termina derrotado ante un intelecto superior, y por tanto pretendía disfrutarlo, cosa que hice hasta que ella puso en duda mis habilidades y llegó el momento de que yo la mirara con las cejas alzadas, como preguntándome si realmente había escuchado bien (cosa que ambas sabíamos que así era, pues mis sentidos vampíricos pocas veces se equivocaban en lo referente a expresiones) o si realmente pensaba que deslizaría la información a oídos poco apropiados. La duda, en realidad, me ofendía, tanto que sin que ella lo supiera en mi fuero interno decidí que mi plan inicial de utilizar como destinatario de la información a su marido quedó anulado porque decidí que, aunque fuera por demostrar que se equivocaba, ella sería quien escuchara todo lo relacionado con su cuñado cuando el momento llegara y la información estuviera, por fin, a mi alcance.

– Tu investigación debería haberte enseñado que también yo soy una mujer de palabra. ¿A qué se debe la desconfianza en tu tono, Francine, acaso piensas que avisaría a Néo antes de darte la información para que te tienda una trampa? Si tuviera que elegir entre un vampiro al que ni siquiera conozco y un humano al que en ocasiones puedo tener cierto aprecio, probablemente eligiera al humano porque siempre puede pasar a engrosar la vida de nuestra especie tarde o temprano. – expuse, haciendo caso de sus palabras durante el momento en el que no me reí, aunque finalmente no pude evitar hacerlo y una breve carcajada se me escapó de los labios. No dudaba de ella, no exactamente, puesto que sabía de su adhesión a la Inquisición y sobre todo del fuego que alimentaba las brasas de su odio; de lo que sí dudaba era de ella y de su doble rasero, que una vez más salía a la luz cuando era capaz de decir que confiaba en mis métodos y que, segundos después, me pedía que consiguiera la información de una determinada manera. El hecho de haberme convertido en una vampiresa no había vapuleado mi lógica y mi buen juicio, aunque fuera cierto que en ocasiones las sensaciones me manipularan y me comportara de acuerdo a cómo deseaba hacerlo y no a cómo debía hacerlo, pero aquel no era el caso. Era capaz de mantener una distancia suficiente hacia ella y a sus desgracias para no considerar el favor como algo personal en lo que implicarme en cuerpo y alma, y por tanto no había nada que empañara la claridad de mis actuaciones, tan matemática y formal que la lógica de la escolástica parecería parecer a mi lado. Ella parecía olvidar constantemente que era una reina, y que una posición tal bien podía conseguirse mediante el uso del poder y de las conexiones favorables con quienes lo sostenían de hecho, pero el mantenimiento de una posición como aquella requería de un saber hacer que ella me estaba arrebatando con sus palabras tan fácilmente como, estaba segura, le quitaría un caramelo a una criatura de pecho. Eso era lo que me hacía tanta gracia… sólo que ella probablemente no lo comprendería, igual que era incapaz de comprenderme a mí.

– No me río de ti, querida, me río de la situación… Sé que no bromeas, conozco la determinación de tus ojos porque me imagino qué es lo que la provoca, y una mujer desesperada como lo eres tú hará cualquier cosa por cumplir sus objetivos, incluido declarar una guerra que no puede ganar. No deseo entrar en debates infinitos e inútiles acerca de quién tiene razón, si tú en tu creencia de que podrías llegar a destruirme o yo en la mía de que no lo conseguirás. Debería bastarte con saber que no consigo informaciones falaces porque eso arruinaría mi reputación, y aunque no vaya a proclamar ni tu nombre ni tu búsqueda a los cuatro vientos voy a causar barullo si contacto con ciertos informadores, un riesgo que voy a correr por ti. Como comprenderás, dado que te hago un favor no voy a permitir que redunde en mi contra de ninguna manera, es una mera cuestión de negocios que estoy segura de que comprendes a la perfección. – expliqué, aunque realmente no fuera necesario, igual que tampoco lo era alargar tanto la conversación, mas no podía negar que, en el fondo, era divertido… Su desesperación resultaba reconfortante en el mar de hipocresía y buenos sentimientos en el que me movía constantemente, ya fuera en el museo, en la Corte o con la aristocracia, tanto flamenca como francesa, por lo que Francine era, muy a su pesar, un soplo de aire fresco del que estaba dispuesta a disfrutar cuanto durara, el mayor tiempo posible si dependía de mí, y por lo menos aún lo hacía. En el futuro, solamente el tiempo diría qué sería de mí y de ella, de la relación tan curiosa que habíamos decidido entablar tanto tiempo ha y que había cristalizado en un acuerdo que ya estaba formalizado.,

De uno de los múltiples escondrijos que formaban los pliegues de mis ropas, saqué un pañuelo de suave seda blanca, que parecía nuevo aunque en realidad el estilo de los bordados con mi nombre se revelara, al menos, como de medio siglo de antigüedad. No estaba segura de si ella estaba al tanto de la evolución de las artes, mayores o menores me era indiferente, y probablemente no supiera captar aquel detalle dado el excelente estado de conservación de la pieza, que extendí suavemente en un gesto que para un humano podría significar bandera blanca, pero que conmigo jamás sería tan sencillo. Lo deslicé por la otra mano a la que lo sujetaba, de tal manera que el blanco de la tela pareció competir con mi piel pálida, uno de los rasgos de mi conversión que más había cambiado desde que era humana. Cuando vivía en la tribu britanna con mi familia, los veranos siempre terminaba con la piel morena y despellejada para cuando llegaba el mes de la cosecha del trigo, pero los inviernos permanecía pálida como el cadáver en el que me habría convertido de no haber adquirido una palidez mortal de otra manera: con la sangre inmortal que me había sido entregada hacía una eternidad. Entonces, el color marfileño de mi piel no me había supuesto más que disgustos y prefería que llegara el verano para que el sol volviera mi piel de color dorado, una tonalidad que nadie de los que me rodeaban poseía, igual que el color de mi pelo, aún rojo por aquel entonces. Había cambiado mucho desde mi humanidad, pero eran los rasgos físicos los que más habían acusado la evolución en el tiempo, no así mis costumbres o mis rasgos mentales, cuyos cambios habían sido más paulatinos. No habría resultado extraño verme encajar las ondulaciones de la tela del pañuelo, de haber poseído uno así, cuando vivía en Britannia o cuando, por ejemplo, era protegida de la familia de Médici. Tampoco habría resultado extraño verme extender la mano y atrapar la suya en un apretón que la tela impedía que fuera directo por completo, en parte porque lo había hecho más de una y de dos veces a lo largo de mi eterna existencia, por lo que aunque a ella la sorprendiera, a mí no lo hacía ni lo más mínimo.

– Tenemos un trato, Francine, me encargaré de contactar contigo cuando tenga la información que me has pedido. Te recomiendo tener paciencia, los vampiros tenemos un concepto de tiempo distinto al humano y no nos suele gustar regirnos por las prisas de un mortal, más en un tema tan delicado como este, como estoy segura de que entenderás. Yo marcaré los tiempos, o de lo contrario puedes olvidar que he accedido a ayudarte. Y respeto al pañuelo… Como sabes, físicamente no me produces repulsión alguna, y he aceptado tu contacto en otros momentos, pero ahora prefiero que te domines y que no mancilles mi piel con tus efluvios sudoríparos, porque te aseguro que si comenzaras a provocarme auténtico y profundo asco, necesitarías mucho más que tu intelecto y tu posición para salvarte. – afirmé, quizá con cierta superficialidad en mi tono, pero con una sinceridad que era imposible de ignorar proveniente de un ser como yo, que mentía cuando lo consideraba apropiado y no tenía por costumbre decir la verdad, al menos no la verdad absoluta que pudiera beneficiar a ambas partes en una situación como la suya y como la mía. Una vez se produjo la muestra física de que nuestro trato había desembocado en buen puerto, aparté la mano y dejé que el pañuelo quedara en la suya por si deseaba limpiarse con una tela más agradable que la de su vestido, tosco en comparación con el mío, de igual modo que nuestros aspectos tampoco podían ser más diferentes. Al fin y al cabo, ella era una mujer que lo había perdido todo, y yo era una ganadora vestida de seda y lujo que se aprovechaba de la debilidad de la mujer en su propio beneficio, era evidente que no podíamos parecer iguales, y ni siquiera lo pretendíamos.

– No te cobraré otro precio, cuenta con ello. Tú asegúrate de cumplir tu parte y, por lo pronto, podemos concluir esta transacción. Diría que ha sido un placer hacer negocios contigo, y probablemente lo haya sido, pero no creo que sea lo que tú o yo queremos escuchar. Somos mujeres ocupadas, y que no deberían perder tiempo entre palabras vacías y desafíos tontos una vez se ha producido ya el acuerdo. Ahora, si me disculpas, debo irme. Estaremos en contacto, Francine. – me despedí, inclinando graciosamente la cabeza al final de la frase como había aprendido que era costumbre en ciertos aspectos del protocolo, uno que consideraba inútil pero que seguía y conocía a la perfección, y entonces volví a mirarla a los ojos, una vez más antes de irme de allí para siempre. Nuestros encuentros continuarían, por descontado; aún debíamos cumplir ambas nuestras respectivas partes de la promesa mutua que habíamos forjado mediante palabras, pero no había lugar en su agotada mente para continuar con el encuentro, y yo no deseaba prolongarlo más. Tras una última mirada, me giré con elegancia y me dirigí hacia la salida del lugar donde nos habíamos reunido, en dirección a la salvaje noche parisina que me esperaba y que aguardaba mis pasos, bien fuera en dirección a tomar un aperitivo nocturno que resultaría casi totalmente inesperado, bien fuera de vuelta a mi palacete, donde aguardaría la salida del sol, que a juzgar por los colores del cielo nocturno aún tardaría en venir. La noche era mía; el manto oscuro plagado de estrellas se mostraba como una capa que permitía el anonimato para cometer los más atroces crímenes y las más salvajes muestras de la libertad que yo me enorgullecía de poseer, por lo que mis pasos se dirigieron hacia las calles más cercanas a aquel barrio y que menos transitadas estuvieran salvo de vicio y sangre, una de mis combinaciones preferidas. Al parecer, la noche aún me reservaba ciertas sorpresas…

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Mensaje por Francine Capet Mar Jul 15, 2014 11:47 am

Sabía que no debía fiarse de Amanda Smith, pero no podía hacer más que aferrarse al minúsculo as de esperanza que había ido a buscar y que había encontrado. La desconfianza le carcomía los pensamientos, lo había expresado en voz alta y se había arrepentido instantáneamente. La batalla moral que se llevaba a cabo en su interior la desgajaba, iba en contra de todo lo aprendido, de todo lo asimilado, de todo lo que había aceptado y había hecho propio; sin embargo, se había terminado despojando de sus prejuicios, de su dignidad y de su orgullo, para plantarse frente a la vampiresa y negociar el cuerpo de su marido, un marido que ni siquiera veía, uno que estaba sumido en la oscuridad, un marido por el cual se habría dejado arrastrar al Infierno de habérselo permitido, pero ni él se lo había ofrecido, ni ella se lo había propuesto, quizá, porque en el fondo, tenía esa ilusión de arrancarlo de su penumbra para devolverlo a la luz, una luz que ni ella misma poseía y que no sabía cómo darle. Entre ellos todo estaba roto, y de todas formas, la inquisidora había tenido la desfachatez de convertirlo en una mercancía. Su cobardía y su ausencia de cordura habían llegado a límites impensados. Francine no estaba segura de nada, ni de estar allí, ni de si era correcto lo que estaba haciendo, ni siquiera estaba segura de poder cumplir con su palabra. Una vez más, terminaría ensuciando el apellido que su familia, con tanto esmero y dedicación, habían construido a lo largo de tantos años de trabajo. Pero si había algo que poco le importaba era el honor; sin su hijo, sin su familia, sin lo único bueno que había construido en ese lapso corto de tiempo, que sus hermanos se vieran envueltos en un escándalo era lo último que podía cruzarse por su cabeza.

Francine se había abandonado cuando el Dios que tanto amaba, la abandonó frente a sus ojos, testigos del horror. Era huérfana, tenía un hermano bajo tierra, pronto estaría viuda, pero la muerte de su hijo no tenía nombre, ¿cómo se le dice a una madre que perdió a su niño? No había calificativo, no existía una palabra que pudiera resumir en su significado el tamaño de ese dolor, que encerrara o, simplemente, se acercara a rotular una situación que iba en contra de la naturaleza, iba en contra de las leyes de la vida. Los hijos entierran a los padres, y no viceversa. La inquisidora no tenía nada para ofrecer, y su Nikôlaus era un poco de “algo” en esa gran “nada” que era su existencia. Amanda lo sabía, sabía perfectamente que ella no se valoraba a sí misma como para ofrecerse, pues había intentado suicidarse, y lo intentaría una y otra vez hasta terminar consiguiéndolo. Lo único que deseaba era cumplir con su misión, y luego entregarse a ese perecimiento que la acompañaba aún cuando su corazón latía, aún cuando sus pulmones cumplían sus funciones, aún cuando podía moverse, cuando podía alimentarse, beber. La injusticia le había dado la maldición de conservar su presencia terrenal, y ella haría todo lo posible por demostrar que era en vano, que era un despojo humano, que era un simple trozo de carne que respiraba. Ese mohín autodestructivo, también significaba arrastrarse ante la vampiresa que otrora significaba el honor de su cargo, de su rango, su pequeña obsesión, su pequeña misión. Si había algo que, realmente podía disfrutar, era que Smith hubiera perdido el poco respeto que alguna vez le tuvo. Sí, eso era lo que quería, quería demostrar al mundo que nada de lo que fue, quedaba en ella, que la vida se había encargado de arrebatarle la dignidad, la humanidad. Y la mejor manera, era dejándose humillar por aquella dama; dama de la que había buscado el reconocimiento, lo había conseguido, y que con una corta charla de pocos minutos, había minado, explotado y, finalmente, vuelto cenizas. Y si con eso no había alcanzado, sopló los restos, para que el viento se los llevara, para que no quedara testimonio alguno de la mujer.

Mi investigación me enseñó muchas más cosas de las que crees. Pero aprendí, y no dentro de la Inquisición, a no confiar. La última vez que lo hice, las consecuencias fueron terribles. Por ello, estoy aquí, parada frente a ti —respondió sin desdén, sin ganas, sin siquiera detenerse a reflexionar sobre lo que decía. Ya había abandonado la táctica de analizar, de pensar antes de hablar. Qué triste y deplorable imagen dejaba; ella, que en el pasado había tenido sagacidad en su mente y veneno en sus palabras, que habría respondido con ingenio y podría haber pasado horas en un duelo verbal con Amanda, estaba reducida a aquella humana empequeñecida, minúscula, denigrada, destrozada. Todo su cuerpo clamaba por ella; delgada, consumida, encogida de hombros, ausente, total y completamente ausente. Seguía perdiendo el hilo de las frases, ni se había percatado de que hasta balbuceaba. Sus labios parecían más carnosos en su rostro de pómulos destacados por la falta de alimentación, todos los huesos de su cara aparentaban un tamaño gigante, en nada acorde con la vivaz expresión que se le conocía. Francine había optado por dejar de mirarse en los espejos, cada vez que lo hacía, se proponía estar peor, mucho peor; ver su imagen reflejada significaba un paso más hacia el abismo al cual caminaba sin detenerse, no quería hacerlo. Cuando llegase al borde, sería más fácil saltar, pero alargaba el camino con aquellos instantes de flagelo personal. Medirse con la reina, en aquel estado, era una forma de recordarse lo bajo que había caído, lo poco que valía, lo inútiles que habían sido todos sus estudios, todos los sacrificios; su camino se había tornado bifurcado, sinuoso, tortuoso, y lo haría lento, muy lento, para destrozar lo poco que quedase de su persona, lo poco que conservase de lo anterior. Estaba dispuesta a lo que sea para reventar contra el firmamento su existencia anterior, para reventarse contra el suelo, y estallar.

Ríete, ríete de lo quieras, ahora que puedes —sacudió su mano flacucha y huesuda, y chasqueó la lengua. Allí estaba su constante contradicción, segundos antes le había dicho que no quería que se riera, y ahora le pedía que lo hiciera. Te lo ruego, te lo ruego, humíllame más y más, pisotéame, destrózame, parecía pedir, y lo conseguía. —No estás haciéndome ningún favor. Voy a darte algo a cambio de tus servicios, aquí no existe tu buena fe, ni la mía tampoco. Y agradezco el riesgo que correrás por mí. —contestó con voz queda. Los párpados comenzaban a pesarle, había entrado en un estado de somnolencia debido a la debilidad de su cuerpo, aún no se recuperaba, y tampoco pensaba hacerlo. Si así pensaba enfrentar Néo, realmente estaba equivocada, lo único que conseguiría era que la asesinara antes de que pudiera emitir sonido. Y sí, quizá, muy en el fondo, estaba buscando eso; perecer de la misma manera que lo hizo su hijo, desangrada bajo el yugo de su opresor, del gran mago que había simulado, que había envuelto a todos, y que con sus colmillos le había arrebatado lo bueno y lo malo a una familia que sólo quería ser feliz. Pero Néo, al igual que todos los que compartían su condición, era egoísta. Francine se había preguntado, cientos de veces, si su esposo no conocía la naturaleza de su hermano, ¿cómo era posible que nunca hubiera sospechado nada? Ella no había insistido lo suficiente, pero todo en él le resultaba sospechoso, pero no había querido ver, no había querido aceptar la realidad por temor a perder a Nikôlaus, por pánico a las peleas que se llevaban a caso cuando ella indagaba en la cuestión. Poner en tela de juicio a un Gallup era una verdadera afrenta al honor de su esposo, y había callado, porque el amor que sentía por él era mayor a cualquiera, y había pagado demasiado caro por eso.

El amor la había enceguecido en todos los momentos cruciales. Cuando su madre murió, ella era feliz por amor a su padre, cuando su padre murió, ella era feliz porque tenía a Nikôlaus y luego a Noah, cuando ellos fueron arrebatados de su vida, ella decidió destruirse por amor, inmolarse por no ser digna de un hombre como él, de un hijo como el que tuvo. Era la única explicación que encontraba para un castigo semejante. Nadie podía soportar tanto dolor, o al menos, no ella. Su amor había sido excesivo, desmedido, completamente irracional, y los resultados estaban a la vista. El amor había sido el motor que la había llevado a la gloria, y el amor, o el desamor, el amor inconcluso, el amor desterrado, el amor destruido, fueron los escombros que se fueron cimentando hasta llegar a formar la lanza que la atravesó y la hizo rodar por los escalones de su pedestal, que se desmoronó sobre ella, aplastándola. De reojo, Francine observó a la vampiresa moverse con aquella delicadeza que sólo alguien de su condición, podía tener. Se preguntó cómo sería sentirse Amanda Smith por una noche, y la imagen de la boca de su cuñado aferrándose y desgarrando el cuello de su hijo, la despojó de cualquier curiosidad. Aquello había aprendido a dominarlo, y era otro de los tantos aspectos que era hora de aniquilar. No debía quedar un ápice de lo que hasta ahora la había rodeado. Cuando la mano de la vampiresa, a través del pañuelo, tocó la suya, dio un leve respingo. No esperaba aquello, y sí, muchas veces había existido el contacto físico entre ellas, aunque no en demostraciones de cariño, ni mucho menos que significasen sellar un pacto. Sin embargo, hizo acopio de su última voluntad, y devolvió el apretón con firmeza, más por rendir honor a la relación que tuvieron, que por rubricar una unión que, mirase por donde se la mirase, era una falacia anti natural, anti religiosa, una verdadera herejía que le podría costar la cabeza. Sabía que había colocado a la vampiresa en una situación de incomodidad, de saberse que ayudaba a una humana tan inferior como Francine, su reputación, realmente, se habría visto puesta en jaque. La menor de los Capet no abriría su boca con respecto a la vampiresa, por más que ésta la traicionase. Entre ellas había algo tácito, algo que habían construido a fuerza de ignorarse y estudiarse, y Francine, a pesar de querer extirpar todo de su vida para dejar el espacio para su venganza, no sería capaz de mancillar lo último que la tenía atada a la sensatez, si es que todavía quedaba algo de eso en su cabeza.

Tenemos un trato, Amanda. No te buscaré, te esperaré. Respetaré tus tiempos —hizo una pausa y en sus labios se figuró una sonrisa vacua— y no mancillaría tu piel con mi humanidad, no debes preocuparte por ello —escondió la mano y enredó el pañuelo en los dedos, una vez que la vampiresa la soltó, y a pesar de la frialdad que cubría su cuerpo debido a su vampirismo, aún podía jurar que la mantenía aferrada. Se dijo que era la tela, que mantenía ceñida, como si fuese la tabla que la salvaría del naufragio. Y, de cierta forma, lo era. Quizá el día que todo concluyera, el día que encontrara el sosiego que le concedería acabar con Néo, se lo devolvería. Quizá, también, le pediría a Amanda que la asesinase, era una excelente perspectiva, pero demasiado buena para ella. Francine no merecía morir en manos de una reina de su talla. Sólo en ese momento, cuando el mundo había terminado para ella, cuando no había una Institución de por medio, cuando los valores de una se habían dado de lleno contra el acantilado, mientras los de la otra se mantenían firmes y constantes, la inquisidora fue capaz de comprender por qué nunca había sido capaz de matarla –en caso de haber tenido la mínima oportunidad-, por qué había omitido información, por qué había ocultado su paradero, por qué había callado ante su hermana, por qué había pasado tantos años obsesionada con su figura, con saber de ella, con inmiscuirse en el círculo íntimo de la extraordinaria fémina. De pequeña, había jugado a ser reina, a ser poderosa, a ser una monarca maravillosa; en sus fantasías de infancia, Francine había jugado a ser Amanda, y en ese instante, lograba darse cuenta de ello. <<Misión cumplida, Capet>>, aceptó. Había encontrado una razón de ser dentro del Santo Oficio.

Hasta pronto, Amanda. Que disfrutes tu noche, Alteza —una vez más, como tantas, la dejaba partir sin un rasguño. Incontables habían sido las ocasiones en que el manto nocturno las había encontrado, una intentando cumplir su misión, la otra, siguiendo sus instintos. La noche le pertenecía a Smith, el día a los humanos simples y mortales como ella. Francine siempre había respetado su hora, y nunca hubiera sido capaz de atacarla en desventaja. Cuando la observó perderse entre las callejuelas, apoyó la espalda en la pared y se deslizó lentamente, hasta que quedó en posición fetal, abrazada a sus rodillas. Las lágrimas cayeron por el puente de su nariz, le empaparon las sienes. No había vuelta atrás, su suerte estaba echada. Las manecillas del reloj seguían girando hacia el momento de la verdad, hacia el momento en el que le daría fin a su sufrimiento. Amanda la ayudaría a morir en paz, y se lo agradecía más de lo que hubiera estado dispuesta a admitir, aún en aquel aspecto. Sintió que unos brazos la tomaban y le preguntaban cómo se encontraba. —Bien, estoy bien. No, no me hizo nada. —aseguró a los viejos amigos de su padre, que tenían la mirada desorbitada, y que giraban sus cabezas de un lado a otro, buscando un rastro de la vampiresa, que ya se había perdido en su territorio. Su dominación estaba por encima de todos. —Ya se ha ido, no la busquen más. Llévenme a casa, por favor —apoyó su mejilla en el pecho del inquisidor, apretó sus ojos para no llorar. No tenía casa, no tenía a dónde ir. Un hotel no era un hogar, y nunca más tendría uno. <<Por favor, Smith, que tus tiempos sean más rápidos que mi fuerza. >> rogó antes de caer presa del cansancio, del agotamiento. Se durmió, y soñó cosas hermosas, increíblemente, Amanda le había dado paz.

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