AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Soñando travesuras {Privado}
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Soñando travesuras {Privado}
Cuando avistaron tierra, el corazón de la pequeña se aceleró, y apretó la mano de su institutriz hasta que ésta emitió un quejido de reprobación. Era la segunda vez que viajaba sin sus padres, estaba cansada y la jornada era soleada, anticipando un día de calor. El sol le obligó a hacerse sombra con la mano libre, y así contempló cómo los montículos se iban agrandando a medida que se acercaban a ellos. Hacía varios meses que no se instalaba en un lugar, primero había pasado por Londres, donde estuvo dos semanas esperando que su acompañante firmara unos papeles de no sabía qué, y luego se embarcaron hacia Francia, donde, se suponía, llegaría a su nueva casa, aunque ella hubiera preferido quedarse en Siena, su verdadero hogar, con sus amigos, el personal de la mansión y el aroma de la naturaleza. Se le cayó una lágrima al evocar la despedida de todos los empleados, que la abrazaron, llenaron de besos y dulces, también hubo promesas de verse pronto, y que cuidarían de las muñecas que no pudo empacar y de los animales que habían quedado. Algún día ella sería la dueña de todas aquellas tierras y residencias, pero aún era demasiado niña para tomar dimensión de lo que eso significaba, en su cabecita sólo se reproducía el nombre de la mujer que se encargaría de su crianza, Bárbara Destutt de Tracy. Intentaba imaginarla, y veía a una mujer baja, canosa, gorda, con una verruga en su nariz, ojos saltones, voz aguda y muy pero muy mandona. Claro que en la misma imagen se veía a sí misma corriendo alrededor de ella y levantándole las faldas frente a sus amistades, y luego huyendo para no ser castigada. Su institutriz le había rogado de todas las maneras posibles que no hiciera travesuras y se comportara como una verdadera dama con la nueva tutora, pues ella había sido muy generosa al no rechazar la tenencia, pero en uno de los berrinches de la niña, la paciencia de la pobre Lady Herm se dio de bruces contra el piso y le gritó que aunque sea tuviera consideración ya que era una huérfana que viviría de regalo. A pesar de no comprender la totalidad de la connotación de aquellas palabras y la posterior angustia y disculpas de la señora, le provocaron una gran tristeza, emoción también que le generó escuchar –escondida tras puertas o dentro de muebles- a los amigos de sus padres o a los sirvientes referirse a ella como “la pobre huérfana”, o dar a conocer la lástima que les generaba que “se hubiera quedado sola para siempre”. Y las dudas sobre si era verdad que estaría sola para siempre, se profundizaron con el correr de los días.
El capitán de la embarcación, un hombre alto, con el cabello entrecano, la piel blanquísima, los ojos celestes como el mar y gesto amable, se acercó a ellas y se acuclilló para quedar a la altura de Allegra, quien le correspondió la sonrisa. El hombre les dijo que se prepararan para arribar, pues estaban próximos a desembarcar. La niña no pudo reprimir su alegría, pues tenía gran curiosidad por conocer la fantástica Francia. Había oído a varias personas hablar sobre su belleza y esplendor, y ella no podía más que crear ilusiones sobre cómo sería. Se llevó una gran decepción cuando puso un pie en tierra firme, el puerto estaba repleto de gente que iba y venía, de mendigos, de personas de lo más alto de la sociedad, de comida y el olor a pescado le resultaba tan tentador como repugnante. Llevaba contra su pecho la jaula en la cual descansaba su conejito “Blue”. No tenía miedo, pero el ajetreo de tanta gente comenzaba a asustarla, además, un pordiosero se puso frente a ella y le tocó el vestido de fina confección en color rosado que llevaba puesto y le pidió unas monedas, luego le mostró su sonrisa desdentada, apestaba y obligó a la niña a dar un paso atrás, por lo que la persona que pasaba caminando tropezó con ella y la hizo caer. La jaula de Blue se abrió y el animal salió saltando, mezclándose entre la gente. Allegra no dudó en levantarse y corrió tras él, con las lágrimas asaltándole los ojos y llamándolo a los gritos para que regresara. Lo vio meterse entre unas grandes torres de cajas de madera, y hacia allí se encaminó. "Mami, papi, por favor, que a Blue no le pase nada”, rogó cuando se adentró entre los pasadizos que formaban las columnas. Sabía que Lady Herm se preocuparía, pero Allegra jamás medía las consecuencias de sus actos, no sólo por la mera negligencia de la edad, si no, porque poco le importaban las represalias.
El capitán de la embarcación, un hombre alto, con el cabello entrecano, la piel blanquísima, los ojos celestes como el mar y gesto amable, se acercó a ellas y se acuclilló para quedar a la altura de Allegra, quien le correspondió la sonrisa. El hombre les dijo que se prepararan para arribar, pues estaban próximos a desembarcar. La niña no pudo reprimir su alegría, pues tenía gran curiosidad por conocer la fantástica Francia. Había oído a varias personas hablar sobre su belleza y esplendor, y ella no podía más que crear ilusiones sobre cómo sería. Se llevó una gran decepción cuando puso un pie en tierra firme, el puerto estaba repleto de gente que iba y venía, de mendigos, de personas de lo más alto de la sociedad, de comida y el olor a pescado le resultaba tan tentador como repugnante. Llevaba contra su pecho la jaula en la cual descansaba su conejito “Blue”. No tenía miedo, pero el ajetreo de tanta gente comenzaba a asustarla, además, un pordiosero se puso frente a ella y le tocó el vestido de fina confección en color rosado que llevaba puesto y le pidió unas monedas, luego le mostró su sonrisa desdentada, apestaba y obligó a la niña a dar un paso atrás, por lo que la persona que pasaba caminando tropezó con ella y la hizo caer. La jaula de Blue se abrió y el animal salió saltando, mezclándose entre la gente. Allegra no dudó en levantarse y corrió tras él, con las lágrimas asaltándole los ojos y llamándolo a los gritos para que regresara. Lo vio meterse entre unas grandes torres de cajas de madera, y hacia allí se encaminó. "Mami, papi, por favor, que a Blue no le pase nada”, rogó cuando se adentró entre los pasadizos que formaban las columnas. Sabía que Lady Herm se preocuparía, pero Allegra jamás medía las consecuencias de sus actos, no sólo por la mera negligencia de la edad, si no, porque poco le importaban las represalias.
Allegra Ceccherini- Cambiante Clase Alta
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Re: Soñando travesuras {Privado}
- ¡Corre, copito, nos han pillado! Estaba claro que el pequeño no sabía nada sobre el peligro que corría mientras empujaba a quienes se metían en su camino. Se reía, como si acabara de cometer una travesura y no un robo. Llevaba en su mano un reloj que había sacado del bolsillo de un caballero. El objeto pesaba, lo que significaba – según su tío – que el señor que les compraba todas esas antigüedades, debía darles más francos que los habituales. Vio aparecer a su mascota bajo el faldón de una dama, quien no tardó en pegar de gritos. Esa era la reacción que la mayoría de las mujeres – incluida su madre – tenía en cuanto veían a su perrito. A Copito le gustaba jugar en la tierra, así que tenía todas las patas – e incluso el hocico – embarradas de lodo. No se veía tan sucio como para que ya le tocara un baño, había tenido días peores. Corrió tras él. Las personas solo le veían aparecer y se hacían a un lado, ahorrándoles tener que meterse entre sus cuerpos. Escondió su botín en su bolsillo derecho, el izquierdo estaba roto y su madre aún no lo había remendado. El puerto era uno de los lugares que visitaba desde temprano debido a su demandada actividad. Al parecer, los ricos siempre estaban viajando y era a ellos a quienes principalmente debía robar. Su tío decía que les hacían un favor quitándoles cosas viejas, así luego, tenían el pretexto para remplazarlas por nuevas. Además, le gustaban mucho los barcos. Una vez, se había subido a uno a escondidas, incluso había fingido ser el capitán de una gran tripulación. Esa era razón suficiente para visitar el puerto. Se detuvo para tomar aire. El peligro ya había pasado. Atrás había quedado el caballero. – Ven acá, muchacho. Un anciano le señaló con su bastón. Al principio, creyó que alguien le había reconocido, hasta que vio un par de baúles apilados a su alrededor. – ¿Quieres ganarte unos francos? Ayúdanos a subir el equipaje. Sí que quería. Estaba ahorrando para comprar una deliciosa tarta. Al día siguiente, su padre estaría cumpliendo años y, por lo tanto; debía ser una enorme pieza de pastel, ya que era el festejo de su tío también. Le dio al perro la orden de que le esperara. Una de las habilidades que había desarrollado como cambiaformas era el poder comunicarse con otros animales, aún cuando no fuera de la misma especie. Había sido de mucha utilidad cuando se metía en apuros y tenía que encontrar el modo de salir de ellos. Copito había ido a buscar a su tío en más de una ocasión para que le ayudara.
Cuando terminó de cargar los baúles, con un par de francos ahora tintineando junto al reloj en su bolsillo, no encontró ninguna señal de su perrito. Bueno, solo tenía que caminar y esperar a que alguien gritara para saber dónde hallarlo. Fue más fácil de lo que esperaba. Pronto vio a Copito saltando sobre unos tablones de madera, ladrando y moviendo la cola, persiguiendo un… ¿conejo? Silbó para obtener la atención de su mascota, pero fue en vano. El cachorro estaba concentrado en atrapar al animal. – Ahí está, oficial. Ese ese el niño. Oh, oh. Problemas a las tres en punto. Si sus padres se enteraban que le habían atrapado robando, iban a castigarlo. Además, esta vez Julius no estaba consigo. ¿A quién iba a echarle la culpa? Sin pensárselo, se agachó. Una vez más, estuvo envuelto entre gruesos faldones y sacos de lana. Se metió entre las piernas de un caballero y, justo en ese momento, vio al conejo pasar a su lado. Esa vez, no era solo Copito quien iba tras él. No quería que aplastaran al pequeño animalito. Casi tropieza con una niña en el camino, pero logró esquivarla justo a tiempo al ver al conejo desaparecer bajo la rueda de una carreta. El perro se sentó, señal de que por el momento no iba a ir a ningún lado. Maximus se dejó caer de rodillas para echar un vistazo. Así que tenía que arrastrarse si quería sacarlo. Suspiró. - ¿No puedes asustarlo? Sugirió a Copito, mientras le acariciaba el hocico. Tenía ahora la mano manchada de lodo. El cachorro tenía la lengua de fuera. Estaba cansado, pero por la forma en que paraba la oreja, más interesado en seguir jugando. – Bien. A falta de voluntarios. Yo iré. Se metió bajo la carreta, estirando la mano para hacerse con el conejo, mientras se preguntaba si su madre se enojaría de tener un nuevo miembro en la familia. ¡Con qué facilidad olvidaba que estaba siendo perseguido por el robo de un reloj de bolsillo!
Cuando terminó de cargar los baúles, con un par de francos ahora tintineando junto al reloj en su bolsillo, no encontró ninguna señal de su perrito. Bueno, solo tenía que caminar y esperar a que alguien gritara para saber dónde hallarlo. Fue más fácil de lo que esperaba. Pronto vio a Copito saltando sobre unos tablones de madera, ladrando y moviendo la cola, persiguiendo un… ¿conejo? Silbó para obtener la atención de su mascota, pero fue en vano. El cachorro estaba concentrado en atrapar al animal. – Ahí está, oficial. Ese ese el niño. Oh, oh. Problemas a las tres en punto. Si sus padres se enteraban que le habían atrapado robando, iban a castigarlo. Además, esta vez Julius no estaba consigo. ¿A quién iba a echarle la culpa? Sin pensárselo, se agachó. Una vez más, estuvo envuelto entre gruesos faldones y sacos de lana. Se metió entre las piernas de un caballero y, justo en ese momento, vio al conejo pasar a su lado. Esa vez, no era solo Copito quien iba tras él. No quería que aplastaran al pequeño animalito. Casi tropieza con una niña en el camino, pero logró esquivarla justo a tiempo al ver al conejo desaparecer bajo la rueda de una carreta. El perro se sentó, señal de que por el momento no iba a ir a ningún lado. Maximus se dejó caer de rodillas para echar un vistazo. Así que tenía que arrastrarse si quería sacarlo. Suspiró. - ¿No puedes asustarlo? Sugirió a Copito, mientras le acariciaba el hocico. Tenía ahora la mano manchada de lodo. El cachorro tenía la lengua de fuera. Estaba cansado, pero por la forma en que paraba la oreja, más interesado en seguir jugando. – Bien. A falta de voluntarios. Yo iré. Se metió bajo la carreta, estirando la mano para hacerse con el conejo, mientras se preguntaba si su madre se enojaría de tener un nuevo miembro en la familia. ¡Con qué facilidad olvidaba que estaba siendo perseguido por el robo de un reloj de bolsillo!
Julius/Maximus Gaffigan- Cambiante Clase Baja
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Re: Soñando travesuras {Privado}
Blue estaba esmerándose en complicar la existencia de su dueña. Corría de un lugar a otro, cuando Allegra por fin creía que iba a alcanzarlo, éste se escabullía nuevamente. La niña se había raspado las manos y las rodillas en sus intentos fallidos por dar con el conejito que saltaba como si estuviera burlándose de ella. El hedor a pescado le provocaba nauseas por su sensible olfato, si tan sólo pudiera convertirse… Se quedó parada, apretó los puños, los párpados y se encogió de hombros, pero ni una pluma cambió en todo su cuerpo. Estaba frustrada, agotada y preocupada. No había esperado aquel acto de travesura de su más fiel compañero, y lograba comprender a su institutriz cuando la reprendía no una, si no, varias veces al día. Negó con la cabeza, le correspondía, dada su escasa edad, tomarse el atrevimiento de ser una niña inquieta, ¡pero no a Blue! Él debía ser bueno con ella y no un animalito atrevido y descortés. Se suponía que era un caballero, ella misma lo educaba como tal y le ponía moños negros en su cuello para que pareciera un muchacho de la clase alta. De pronto volvió a desaparecer entre la gente, y ella comenzó a correr esquivando las faldas, los bastones, los carruajes, a todos y cada uno de los transeúntes que se cruzaban en su camino. El cabello comenzaba a soltársele del peinado y eso le molestaba, pero no pararía de perseguir a su mascota. Entre Allegra y Blue se interpuso un cachorro blanco que corría tras el conejo. —¡No te lo vayas a comer, amiguito! —gritaba. Un muchacho salió de Dios sabía dónde y corrió tras el perro, y por extensión, tras la mascota de la niña, que había gritado débilmente cuando el niño casi la tira al piso. Todo aquello iba a terminar mal, muy mal, detrás suyo pudo escuchar a un grupo de policías que se abrían paso entre la gente. ¿Lady Herm había enviado por ella o era el revuelo que estaba causando lo que había atraído la atención de los oficiales? No estaba dispuesta a irse de allí sin Blue, por lo que corrió más rápido, pero la distracción había hecho que perdiera de vista a sus perseguidos. De pronto, sus pies ya no tocaban el piso, y podía ver rostros a su altura. Un hombre de bigote ancho y cachetes rechonchos la había tomado en sus brazos y le preguntaba si estaba perdida, ella sólo se removía intentando deshacerse de su opresor. Una mujer con la cara tan delgada y larga como una jirafa, le acarició el mentón y le dijo que no se preocupara, que pronto la llevarían con sus padres. —¡Mis padres están muertos! —exclamó, y aprovechó el segundo de perplejidad para liberarse y salir corriendo, la altura la había ayudado a divisar al niño, y a los dos animales.
Cuando se abrió paso en el gentío, salió a la calle. Del otro lado estaban estacionados los coches y el niño metido debajo de uno, Blue acurrucado en una rueda y el perrito ladraba y movía la cola, celebrando el acto heroico. Allegra vio cómo dos policías se paraban a esperar que el joven saliera, y también al chofer del carruaje acomodándose y tomar las riendas de los caballos. Por fin, con Blue entre sus manos, apareció triunfal y reparó en los dos representantes de la autoridad. “No cruces la calle sin mirar, Allegra Ceccherini”, la voz de Lady Herm sonó atronadora, y como de costumbre, la niña la ignoró, y se lanzó a la calle a toda prisa. Escuchó la exclamación de un hombre y luego un ruido atronador, como si algo se hubiera estampado contra otro algo, giró levente la cabeza y vio que un carro cargado de fruta, que había hecho una maniobra por esquivarla, se había estrellado contra tres que estaban estacionados. Los caballos relinchaban molestos y los choferes se gritaban obscenidades. Ella siguió, ignorando el desastre que había provocado. Los policías estaban dispuestos a llevarse al salvador de su conejo, eso significaría que Blue volvería a perderse. Se paró detrás de los hombres, se puso derecha y entrelazó sus dedos —Señores, ¿podrían dejar a mi lacayo en paz, por favor? —los oficiales, desconcertados, miraban de un lado a otro sin encontrar a la voz angelical —Detrás de ustedes —alzó una ceja. ¿Podía ser ella más inteligente que los adultos? Si, ¡claro que sí! Ellos voltearon y vieron su sonrisa celestial, sus ropas elegantes y su cabello algo desmarañado, pero, sin dudas, era una jovencita perteneciente a la alta alcurnia. El que tenía tomado por la remera, en lo alto, al niño, lo fue bajando lentamente y lo apoyó en el suelo, pero no lo soltó. Le preguntaron si realmente era su empleado, y ella asintió. Entre ellos se miraron y se convencieron que se habían equivocado de ladronzuelo. La saludaron con una reverencia que ella devolvió y se alejaron. —¡Blue! —exclamó cuando éstos se perdieron en una esquina, y le quitó el conejo de las manos al nene. —Oh, amore mío, il mio bello ragazzo, il mio piccolo, perché hai lasciato?—repetía mientras lo abrazaba y lo refregaba contra su mejilla. Luego de llenarlo de besos vio que el extraño seguía allí —Estamos a mano —quiso sonar como una adulta. Así solían decirse los amigos de sus padres. —Has salvado a Blue y yo te salvé de que te llevaran preso —agregó, como si hiciera falta reconocer su propio mérito. —Soy Allegra —le mostró su sonrisa más luminosa y le estiró la mano, saludándolo— estoy llegando a París y no tengo amigos —finalizó, poniéndole énfasis a la frase moviendo su mano para que el nene la tomara y le besara el dorso. Ya había notado que aquel niño tenía su misma condición.
Cuando se abrió paso en el gentío, salió a la calle. Del otro lado estaban estacionados los coches y el niño metido debajo de uno, Blue acurrucado en una rueda y el perrito ladraba y movía la cola, celebrando el acto heroico. Allegra vio cómo dos policías se paraban a esperar que el joven saliera, y también al chofer del carruaje acomodándose y tomar las riendas de los caballos. Por fin, con Blue entre sus manos, apareció triunfal y reparó en los dos representantes de la autoridad. “No cruces la calle sin mirar, Allegra Ceccherini”, la voz de Lady Herm sonó atronadora, y como de costumbre, la niña la ignoró, y se lanzó a la calle a toda prisa. Escuchó la exclamación de un hombre y luego un ruido atronador, como si algo se hubiera estampado contra otro algo, giró levente la cabeza y vio que un carro cargado de fruta, que había hecho una maniobra por esquivarla, se había estrellado contra tres que estaban estacionados. Los caballos relinchaban molestos y los choferes se gritaban obscenidades. Ella siguió, ignorando el desastre que había provocado. Los policías estaban dispuestos a llevarse al salvador de su conejo, eso significaría que Blue volvería a perderse. Se paró detrás de los hombres, se puso derecha y entrelazó sus dedos —Señores, ¿podrían dejar a mi lacayo en paz, por favor? —los oficiales, desconcertados, miraban de un lado a otro sin encontrar a la voz angelical —Detrás de ustedes —alzó una ceja. ¿Podía ser ella más inteligente que los adultos? Si, ¡claro que sí! Ellos voltearon y vieron su sonrisa celestial, sus ropas elegantes y su cabello algo desmarañado, pero, sin dudas, era una jovencita perteneciente a la alta alcurnia. El que tenía tomado por la remera, en lo alto, al niño, lo fue bajando lentamente y lo apoyó en el suelo, pero no lo soltó. Le preguntaron si realmente era su empleado, y ella asintió. Entre ellos se miraron y se convencieron que se habían equivocado de ladronzuelo. La saludaron con una reverencia que ella devolvió y se alejaron. —¡Blue! —exclamó cuando éstos se perdieron en una esquina, y le quitó el conejo de las manos al nene. —Oh, amore mío, il mio bello ragazzo, il mio piccolo, perché hai lasciato?—repetía mientras lo abrazaba y lo refregaba contra su mejilla. Luego de llenarlo de besos vio que el extraño seguía allí —Estamos a mano —quiso sonar como una adulta. Así solían decirse los amigos de sus padres. —Has salvado a Blue y yo te salvé de que te llevaran preso —agregó, como si hiciera falta reconocer su propio mérito. —Soy Allegra —le mostró su sonrisa más luminosa y le estiró la mano, saludándolo— estoy llegando a París y no tengo amigos —finalizó, poniéndole énfasis a la frase moviendo su mano para que el nene la tomara y le besara el dorso. Ya había notado que aquel niño tenía su misma condición.
Allegra Ceccherini- Cambiante Clase Alta
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