Drusila's Insanity [Libre]

No acostumbraba a salir de día, de hecho Drusila jamás lo había hecho desde que había adquirido su nueva condición, ni si quiera en aquellos días oscuros en los que bien podría decirse que la noche se había alargado durante 24 horas. Pero estaba cansada de deambular de noche y en solitario, sin más compañía que la de su cochero y la de Rayo de Sol, su gato. ¿De qué servía poder vivir eternamente, si el precio era permanecer en solitario de por vida, rodeada de otros tantos vampiros que como ella, su único fin en esta vida era alimentarse y esperar a aque llegase un nuevo día?

Por una vez, decidió embarcarse en una nueva aventura y cometer la gran imprudencia de salir de su castillo en pleno día. Obviamente, no lo habría hecho de no ser porque el cielo estaba completamente nublado, haciendo desaparecer el sol y dando el aspecto de estar en plena noche. No obstante y pese a la imprudencia que estaba cometiendo esta tarde, Drusila siempre era precavida y guardaba un As en la manga, frente a posibles inconvinientes que pudiesen surgir y que estuviesen fuera de su jurisdicción. Siempre que salía de su castillo lo hacía utilizando como medio de transporte su carruaje, el cual tenía todas las ventanas tapadas completamente, evitando que cualquier rayo de sol indeseado se colara en sun interior. Con el paso de los años su cochero se había convertido en alguien de confianza y siempre lo llevaba consigo a donde quiera que fuese. Éste era un humano al que Drusila había conocido hace décadas y al que le había perdonado la vida por serle de extrema utilidad. Poseía una memoria innata y se conocía la totalidad de las calles de muchas ciudades europeas, sin contar con lo excelente que era manejando el carruaje, sobre todo en situaciones que requerían salir huyendo a toda velocidad.

Esa tarde tan especial la joven decidió desplazarse hasta la laguna, lugar predilecto para ella y que jamás había visitado en pleno día. Aún estando en el interior del carruaje comenzó a llover sutilmente, por lo que su cochero descendió de éste y sosteniendo un paraguas le abrió la puerta para que bajara. - Gracias, Ambrosio. - Le agradeció sutilmente a su anciano acompañante, mientras le tendía su mano enguantada para que le ayudara a bajar el pequeño escalón que separaba el carruaje del suelo. Aún bajo el paraguas dorado, a juego con su gran vestido lleno de encajes, comenzó a caminar por el sendero que comunicaba con la laguna. La tierra se había convertido en barro debido a las gotas de agua que caían del cielo, pero antes de que sus zapatos entraran en contacto con la húmeda tierra, el cochero extendió una larga alfombra, lo suficiente como para llegar hasta el lugar al que Drusila quería llegar. De esta forma mantuvo sus zapatos imecables, ajenos a lo que ocurría bajo la alfombra carmesí.

Al llegar al árbol bajo el que siempre se sentaba, la muchacha se detuvo y contempló el paisaje, admirando cada detalle que observaba, puesto que sería improbable que volviese a aquél lugar mientras fuese de día. Pese a que el cielo estaba completamente nublado y reinaba la oscuridad, el paisaje era completamente diferente. Había una sutil iluminación sobre el lugar, y las flores se mostraban abiertas, preparadas para recibir toda la radiación que del sol emanara. El cochero colocó el enorme paraguas estratégicamente en una rama, de forma que abarcara a la joven por completo y no se moviera ni un solo centímetro. Cuando se disponía a colocar una sábana sobre la tierra aún seca, se escuchó una voz masculina cerca de allí. El hombre se giró y, decidido a ir en busca del origen de aquellas voces, dejó de lado la sábana y comenzó a caminar. La muchacha de clase alta le agarró el brazo con sus delicadas manos, evitando que éste continuara la marcha. - No os preocupéis, dejadlo. Hoy no he venido a eso. - Soltó el brazo del ansiano y éste regresó al lugar donde segundos antes había permanecido de pie, y colocó la sábana en la tierra, ayudando a Drusila a sentarse sobre un taburete que éste había traído bajo el brazo todo el camino.

De su pequeño bolso de mano extrajo un frasco de perfume francés, en cuya etiqueta se leía "Eau de la vie". Con su mano derecha apretó el difusor en forma de pera, expulsando el perfume que contenía sobre el cuello de la inmortal. La fragancia, con un aroma a frambuesas y a rosas, era una de las pocas cosas que le hacían sentir "viva", haciendo alusión al nombre del perfume. Tres gotas más sobre su cuello y el frasco de cristal regresó a su bolso. Los minutos pasaron y Drusila continuó allí sentada, con brazos y piernas cruzadas, absorta en sus pensamientos.