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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Ademaro Di Lorenzo Lun Mar 18, 2013 4:44 pm

Ahí estaba, buscando en el silencio de la noche a aquella mortal, deseando que aquel juego que me habían propuesto comenzara. No es que en si me importara lo que la vampiresa dijera, pero estaba claro que había llamado mi interés, mostrando al mundo cuan poderoso era. ¿Por qué rechazar esa oportunidad? Sonreí ladino, oliendo la sangre que había a mi alrededor.

La familias enteras se juntaban en aquellas horas, mandado ya a dormir a los pequeños y, algunos, durmiendo ya porque al día siguiente se levantaban demasiado temprano, siguiendo la monotonía de sus vidas. Absurdos y débiles humanos. Mortales que serían mis juguetes, como todos aquello siglos habían sido. Pero estaba ahí para algo especial, para algo que haría mi día a día más ameno durante un tiempo. Una nueva prueba, un nuevo reto que había puesto el destino a mi alcance. Sí. Estaba deseoso de empezar.

Andaba con tranquilidad hasta que llegué a la casa, con la carta de Sara aun en el bolsillo, y, sin pensar mucho más, subí al piso de arriba sin ningún tipo de dificultad, sentándome en la ventana abierta, dejando caer una pierna al exterior. ¿Qué era lo máximo que podía pasarme? ¿Qué intentaran tirarme y se cayeran ellos? Una leve carcajada salió de mis labios, despreocupado totalmente por si me había escuchado alguien. Sabía lo que quería, tenía claro lo que debía hacer y coger. ¿Quién podía impedírmelo? Estaba seguro que, aquella humana, no sería la que lo impidiera. Ni ella, ni nadie de su familia mortal. Tan débiles, tan escoria putrefacta que no tardarían ni un siglo en fallecer.


Última edición por Ademaro Di Lorenzo el Mar Mar 26, 2013 7:22 am, editado 1 vez
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Mensaje por Anaís Jacobi Lun Mar 18, 2013 10:34 pm

Las pesadillas se aglutinaban, incesantes, en su inconsciente adormilado. Figuras deformes, fofas, de colores estridentes por momentos y de colores oscuros en otros, gritos desesperados, su propia voz se ahogaba en espasmos indescifrables, imposibles de detener. Una mirada oscura y luminosa a la vez, repleta de lujuria sangrienta la observaba sin reparos, y ella se sentía desnuda ante semejante acto de desparpajo medido. Despertó cuando una mano imaginaria la tomaba del cuello y las fosas nasales comenzaban a presionarse. La habitación estaba oscura, la piel le sudaba con gotas frías de transpiración provocadas por el terror de la pesadilla. Una briza que entró por la ventana abierta le erizó la piel y le irguió los pezones. Sus brazos le rodearon el pecho, el acto reflejo fue doloroso. Se refregó con las palmas abiertas hasta que sus antebrazos tomaron coloración rojiza. Se levantó lentamente, como si fuera a pisar arenas movedizas, y sus pies recibieron con agrado la textura suave de la madera, que no estaba tan fría como la ventisca. Aún era verano, pero el otoño se aproximaba y no perdonaba a las hojas de los árboles, que volaban y aterrizaban en el interior del habitáculo, ensuciando lo que Anaís se esmeraba en mantener pulcro. Era un lugar pequeño, alejado de la casa, cerca de las caballerizas, que era donde descansaban los tiradores de los vehículos de la familia, que le había dado la noche libre y había aprovechado a descansar. Se acercó a la ventana y la cerró, sintiendo unas palpitaciones inusuales, que amenazaban con romper la tranquilidad que tanto la había acogido durante los meses de estancia en París. No podía negar que extrañaba su Virginia natal, pero Francia y su gente habían sido generosos con una extranjera de dudosa reputación, por más que ella se quejara de la vida política del país.

Se sentó y envolvió con los dedos de su mano derecha el guardapelo que la acompañaba a toda hora y del cual nunca se despegaba. Lo abrió y acarició los dos mechones que descansaban en él, el único recuerdo material que le quedaba de sus dos pequeños bebés, muertos demasiado temprano, injustamente. Ya no los lloraba, pero el pecho le ardía de ira y dolor al recordar sus cuerpos helados, esos cuerpitos que una vez le dieron calor, a los cuales amamantó y acarició. Se le humedecieron los párpados y las pestañas, pero ninguna lágrima rodó por sus mejillas. Cerró el guardapelo y se alisó la tela del camisón blanco que le cubría todas las piernas. Estaba agitada, pero ya no era por los sueños oscuros e inestables, era una advertencia, un peligro inminente, aquella misma sensación la había invadido todas las veces que la tragedia había tocado su puerta, pero había una sola persona en el mundo que le quedaba: su padre. Le escribiría, por más que eso supusiera un peligro al declarar su paradero, o pusiera en riesgo la vida política de Thomas, que había cubierto a su bastarda adúltera.

Caminó a tientas hasta la pequeña mesa que oficiaba de escritorio y encendió una vela, la única que tenía. Apiladas sobre la izquierda descansaban unas cuantas hojas de papel, abrió el tintero y mojó la pluma, garabateó la fecha y se dispuso a escribirle unas escuetas líneas en las que preguntaba por la salud del gobernador de Virginia y por sus medios hermanos. Le comentó que ella se encontraba bien, que no pasaba penurias –mintió- y que sus jefes eran bondadosos –una nueva falta a la verdad-. La firmó con un sentido “te quiero” y su nombre sólo con iniciales. Tomó un sobre, lo rellenó, dobló la carta y la metió dentro. A falta de un anillo para sellar con lacre, usó su lengua y humedeció los pliegues, los apretó contra el papel y espero a que éste se cerrara. Sopló la vela y volvió a su cama, donde fijó sus ojos en el techo. No había conseguido sosiego, a pesar de haber escrito. Se incorporó y bebió un poco de agua a temperatura ambiente que había en un vaso sobre la mesa de luz. Se dio cuenta que todo en esa habitación era diminuto, sólo la cama tenía un tamaño estándar, y si bien no era cómoda, tampoco era un colchón de clavos. Una corazonada y dio un salto hasta quedar al lado de la ventana, nuevamente. La abrió y miró en dirección a la casa grande, ya todos dormían, pero algo no andaba bien. Había alguien en una ventana, ¿un asaltante? ¿Qué se suponía que debía hacer? Estiró su brazo y tomó un cuchillo que tenía siempre a mano, a modo de precaución. Iba a gritar, eso advertiría a todos, pero su mueca se atragantó cuando el rostro se giró y la mirada, a pesar de la distancia, la atravesó. Era igual a su pesadilla.
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Mensaje por Ademaro Di Lorenzo Mar Mar 26, 2013 10:39 pm

La temperatura que reinaba en el ambiente podría calificarse de frío para cualquier otra persona, pero no para mí. Aquéllo no era frío. El verdadero frío era estar batallando con tus hombres en una planicie nevada del centro de la madre Rusia a bastantes grados bajo cero la mayor parte del tiempo, sin apenas víveres y abrigo, sufriendo continuas emboscadas y saqueos, ventiscas, heladas, sin nada que pueda servir de hoguera. Miedo, ira, dolor y rencor recorriéndote las venas tan ardientemente como el fuego. Eso era el frío. No sólo sentir frialdad en el ambiente y en la piel, sino también en el alma. Sentir que, por mucho que lucharas, la causa estaba perdida y todo lo que estabas haciendo no serviría para nada.

Pero esta vez iba a ser diferente. Todo indicaba que iba a ponerse a llover de un momento a otro. La luz de la luna se filtraba costosamente por entre los nubarrones negros que de vez en cuando lanzaban un relámpago fugaz cuyo sonido no tardaba demasiado en escucharse. Se avecinaba una tormenta, una gran tormenta. Y eso era perfecto para mis planes de secuestro. Mi material podría gritar cuanto quisiese, y yo me divertiría haciéndole sufrir. Ahí, en medio de la calle, con la gabardina abierta y mi camisa asomando por debajo de ésta, solitario, maquinando mi tortura, extendí los brazos hacia los lados como otrora se encontrase Cristo crucificado y me eché a reír con una risa tan ronca, oscura y aterradora que los pájaros que se encontraban cerca volaron despavoridos lejos de aquel lugar donde la muerte se disfrazaba de mí. Y fue entonces cuando la primera gota de lluvia de esa noche se estrelló contra mi frente y resbaló por mi rostro hasta caer por mis labios y barbilla y morir en el empedrado suelo parisino. Me relamí. No tenía sabor alguno, mas me sirvió como preludio a la sangre que pronto mancharía mis labios malditos.

No lejos de allí, al lado de una casa apartada, a una pequeña choza se le iluminaba el interior. Esa era la dirección marcada por la vampiresa de los cojones. Sonreí triunfal. Si el material estaba despierto sería mucho más interesante y divertido asustarlo un poco antes de asestar el gran golpe y llevármelo de allí al sótano un antiguo monasterio en ruinas alejado de la ciudad, donde tenía pensado encerrarlo. Los sótanos de ese monasterio estaban malditos. Si sus muros pudiesen hablar podrían reproducir día y noche todos y cada uno de los gritos de dolor que los torturados profirieron hasta su muerte. Sí... La oportunidad de ganarme el renombre de Príncipe Macabro estaba mucho más cerca desde la proposición de esa sanguijuela. Esa mujer, hija de la noche como yo, tenía una mente tan retorcida que la envidiaba. Jamás se me hubiese ocurrido a mí montar semejante tinglado básicamente porque yo no perdía el tiempo con juegos. A mí me gustaba atrapar, hacer sufrir y matar. Simple, divertido, adictivo y satisfactorio. No había nada mejor que llenar una copa con la sangre de una víctima y beberla mientras se observaba cómo ésta se desangraba hasta morir.

Me acerqué cauteloso a la choza y me aseguré de que no hubiese nadie cerca salvo el material y yo. Todo estaba silencioso a excepción de las gotas de lluvia cayendo sobre cualquiera de sus destinos, tejados, balcones o el suelo. Observé por una de las ventanas cómo mi material caminaba enfundado en un mísero camisón que no realzaba demasiado sus curvas pero sí dejaba bastante más a la vista que un vestido normal. Una sonrisa torcida se instaló en mi rostro y seguí observando mientras daba rienda suelta a mi imaginación. La vi dar vueltas y finalmente sentarse a escribir algo. Oh, pequeña, ¿te gusta escribir? No temas, a mí también. Te escribiré mi sello en el cuello como un prefacio y luego editaré segundas y terceras partes por todo tu cuerpo. El epílogo no. El epílogo será tu último aliento escapándose de tus labios cuando te arranque la vida. Y entonces, habré creado la obra de arte perfecta.

Me miró. No me vio gracias a la oscuridad que me rodeaba, pero me miró. Supe entonces que sabía que no estaba sola. Una risita ronca afloró de mi garganta y con un movimiento rápido me encontré dentro de la estancia. Olía a mujer. Cállate, idiota. ¿A qué si no?

-Buenas noches. -saludé, con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, despreocupado. La educación siempre era divertida. Te permitía parecer una gran persona cuando en realidad no eras más que un tosco asesino. Furcios manuales de universidad... -Suelta eso y pórtate bien. He venido a llevarte conmigo.
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Mensaje por Anaís Jacobi Miér Abr 03, 2013 8:42 am

La garganta se le había secado, las palabras que podría haber emitido se habían ahogado en un catarro de terror que le presionaba la boca del estómago hasta casi hacerla torcer del dolor. Sentía el sudor frío nacerle en la nuca y finalizar en su ropa interior bajo la espalda. Estaba paralizada por completo, ninguno de sus músculos reaccionaba, sólo su corazón le daba señales de seguir viva, pues latía con desesperación, el pulso de la muñeca, la garganta y la parte interna de las rodillas estaba tan acelerado que Anaís pensó que iba a estallar en pedazos. No era la visión del maleante lo que la atormentaba, pues éste había desaparecido en un simple parpadeo, si no, el hecho sentir que no estaba sola, alguien se encontraba tan cerca que hasta podía leerle la mente en blanco, anulada por el miedo. Tenía los ojos tan abiertos que comenzaban a arderle, los pies los tenía entumecidos, y sus brazos habían caído laxos y tambaleantes a los costados de su cuerpo, y habían llegado a tal grado de calambre, que luego aseguraría que se los habían cortado. La rubia era una mujer valiente, no se amedrentaba con facilidad, y quizá aquella idea que se había cruzado por un vacilante instante en su mente, y que había plantado la semilla del temor, era lo que más la asustaba, pues dejó de padecer aquella sensación el día que sus niños murieron. Si a ellos no los tenía, ¿a qué podía temerle? Pero allí estaba, estacada al suelo helado, sin ninguna reacción aparente y con el alma en vilo por no saber a qué carajo se estaba enfrentando. Un suspiro profundo, lastimero, entrecortado, salió de sus labios secos y le supuso un esfuerzo mayor del que creía. ¿Había escuchado pasos? ¿Realmente el leve sonido que se había colado por sus aturdidos oídos eran pasos? Apretó el cuchillo que, milagrosamente, no había caído ni se había clavado en su empeine, reaccionaba de a poco, en cuenta gotas, como si cada acción fuese deliberada y no era más que un reflejo alimentado por el instinto de supervivencia, ese que ella había desarrollado tan bien con los años de padecimientos. Ni siquiera las batallas con la esposa de su padre suponían aquel grado de zozobra, todo lo contrario, la hacían sentir viva, era un motivo por el cual luchar, la sangre le hervía en aquellas ocasiones, y cuando la mujer la abofeteaba, Anaís parecía haber sido incentivada a defenderse, en cambio, esa noche, no era ni la sombra de lo que ella conocía.

Una voz, profunda, gutural, de ultratumba. Podría haber salido de cualquier lado, de las profundidades del Infierno o de las fauces del purgatorio, de su propia imaginación o de la maldita y acuciante realidad. Quizá era de los cuatro sitios, todos conjugados en un solo ser que se encontraba frente a ella. Al fin podía verlo, ¿había estado allí todo ese tiempo? Parpadeó una, dos, tres, cuatro veces seguidas y por sus mejillas rodaron dos lágrimas, nunca adivinaría si por terror o por el alivio que significó para sus lagrimales. Les pestañas húmedas le pesaban, la boca, de un momento a otro, había comenzado a temblarle al igual que el mentón. Su pequeño refugio estaba siendo invadido por un desconocido de piel pálida y con una despreocupación que, lejos de aliviarla, la amedrentaba. Sentía que los años le pasaban por encima y ella se iba encogiendo conforme corrían los segundos en presencia del extraño hombre. Era alto, mucho más que ella, o eso le pareció. Sus hombros anchos sugerían una contextura enorme, o eso caviló. Su mandíbula era masculina, cuadrada, y sus ojos… Oh, Dios Santo, sus ojos eran la figuración del Demonio, como si en ellos hubiera sido tatuada la maldad, como si ésta hubiera tomado la forma de orbes para observar todo a su paso y aprehenderlo cual obra de arte. Otro grito se perdió en su inconsciente, podía sentir como su vientre temblaba y las piernas comenzaban a aflojarse, lenta y pausadamente, como una agonía de la cual jamás podría librarse. Una brisa corrió y la puerta de la habitación, que se encontraba mal cerrada, se abrió. El chirrido la sacó del estupor, junto con la frase final del desconocido. Dio un respingo y volvió a alzar su arma.

Ni…ni en tus putos sueños —masculló. ¿Esa había sido su voz? Le había salido en un hilo, aguda y punzante. Había sido más difícil hablar que surcar el océano en un barco de mala muerte. Aquel hombre era un sicario enviado por su marido, habían dado con su paradero y el final de aquella mentira que parecía haber sido trazada a la perfección, se desmoronaba como la esperanza de continuar con ella. Pero no se entregaría con tanta facilidad, era una luchadora por naturaleza, como lo había sido su abuela Greta, su madre y como lo era su mismísimo padre, que a fuerza de inteligencia y resistencia corporal se había convertido en Gobernador de Virginia. ¿Y si nunca volvía a verlo? ¿Si moría esa noche y no tenía la posibilidad de enviarle la carta y que él supiera que lo pensaba, lo quería y que estaba agradecida por haberla levantado del suelo? No, su existencia no se iría esa noche, claro que no. —No se quién demonios eres, pero vete por donde viniste si no quieres que te mate —aseguró mostrándole el puñal, enfundándose de valor—, te advierto que no me temblará el pulso —dio un paso atrás, otro más y luego corrió rodeando la diminuta cama, interponiéndola entre ellos —No gritaré ni mencionaré éste episodio si te vas en éste preciso instante —había vuelto la mujer que ella conocía, aquella que no se amilanaba ante la adversidad. Respiraba con dificultad y su pulso aún no se encontraba restablecido, sin embargo, la había abandonado aquel temor, nadie se la llevaría, absolutamente nadie.
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Mensaje por Ademaro Di Lorenzo Dom Abr 07, 2013 6:51 am

Todas putas. Sin duda alguna y tras haber profanado infinidad de vaginas, vírgenes y no vírgenes, que refutarían mi teoría, son todas unas putas. No hay ninguna que se respete ni un poco a sí misma a la hora de decidir si abrir las piernas o no, hasta lo buscan, libertinas asquerosas; pero ahora, eso sí, en cuanto ven peligrar sus miserables vidas y la posibilidad de seguir follando como conejas insaciables que son se asustan y se defienden empuñando ¿qué? un ridículo cuchillo. Pequeña, ¿acaso no sabes que matar con una hoja no es tan sencillo? Debes afilarla primero y después asegurarte de que el golpe es certero, o no conseguirás nada. Pero eso no voy a decírtelo para que juegues con ventaja, furcia de mierda.

-He dicho -repetí, amable, pero con una mayor dureza en la voz -que sueltes eso y vengas conmigo -me acerqué unos pasos hasta que pude respirar bien su olor. Joder... -Pórtate bien o te tendré que hacer mucho daño antes de tiempo, y me gustaría que llegaras al menos viva para poder follarte mientras la otra nos observa desde las sombras -me relamí. Ella no sabía de qué estaba hablando, pero la oportunidad de poder hundirme en esa carne joven, tierna y cálida me gustó desde el principio. Metérsela a la mayor velocidad posible mientras me bebía su sangre, brotando de innumerables heridas por todo su cuerpo, era algo indescriptible que me la ponía dura con tan sólo pensarlo. Y así ocurrió. En mis pantalones algo se abultó y en mi garganta se engendró una risa completamente diabólica y carente de vida; poseedora de una maldad tal que de haber tenido forma sería como esas nieblas blanquecinas y putrefactas que ambientan las historias de terror . -Oh -mustié -¡Mira lo que has hecho! -exclamé, ceñudo, señalándome la verga con los dos índices -Eres muy pero que muy mala, Anaís. Esto ha sido culpa tuya, tú lo has provocado... y tú vas a arreglarlo. Has sido mala, Anaís... voy a tener que castigarte.

Y mis ojos se tornaron del color del fuego. Mi sonrisa se agrandó hasta que mis colmillos quedaron a la vista y se iluminaron brillantes con la luz de la estancia, mis habilidosos dedos se deslizaron por i cinturón y... de repente me detuve. Sería muy divertido hacerla gritar, pero era algo que debía pertenecerme sólo a mí, a nadie más. Sólo yo se la metería, sólo yo me la bebería, sólo yo la escucharía suplicar hasta su muerte. No dejaría que nadie acudiera en su ayuda, ni ahora ni cuando la encerrara. Sonreí. Sólo había una forma de que fuera íntegramente mía, y así sería. Apagué la vela mentalmente y nos quedamos a oscuras -¿Tienes miedo, Anaís, estás perdida? No te preocupes- murmuré, haciendo sonar mis pasos hacia ella -yo te encontraré. -Podría utilizar mi persuasión para que se pusiera a cuatro patas o me la chupara sin rechistar, pero entonces sólo sería placentero y no divertido (y sin diversión, el placer se reduce a la mitad); podría confundirla también y hacerle creer que aún estaba haciendo lo que fuere que hubiese hecho esa tarde, e incluso podría hacerle creer que era otra guarra chupasangre como sólo lo eran las vampiresas y jugar con ella al juego del placer... pero no. No quería compartir, quería poseer; quería dominar y no ser correspondido, quería sentirme dueño de su cuerpo y de sus ganas de vivir. Quería que sufriera y que su llanto atronador me golpeara en los oídos una y otra vez. Sí... Quería sangre y lágrimas y sangre y lágrimas tendría. Lo que hice fue crear una barrera entre el resto del mundo y nosotros, como una burbuja dentro de la cual ya podría estarse librando la mayor guerra de la Historia que por fuera todo sería absolutamente silencioso. Mi sexo empezó a impacientarse de forma que me dolió cuando creció por completo y con la punta golpeó la hebilla del cinturón -No me gusta que me hagan esperar, puta de mierda -espeté, enfadado y excitado, repentinamente transformado al liberar mis instintos más básicos -Ven aquí y deja que te haga mía, Anaís, déjate poseer por las buenas o lo haré yo por las malas... -todo lo que decía, cada una de mis palabras y risas estaban bañadas con un poco de veneno llamado terror. Iba a follármela de todas maneras... pero qué divertido era ver sus caras. El terror la paralizaría y le impediría correr, y yo me encargaría, mentalmente, de que ese miedo fuera el justo para que no pudiera escaparse a la vez que no fuera tan poderoso como para evitar que tuviera fuerzas para defenderse. Sería un miedo divertidísimo -Te lo repetiré una última vez, y después ya no podrás hacer nada: ven aquí.
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Mensaje por Anaís Jacobi Dom Abr 07, 2013 5:03 pm

En el derrotero del imaginario popular existían emblemáticas figuras de todo tipo, atribuidas a la ignorancia del populacho. Anaís había crecido leyendo historias de terror o escuchando los relatos fantásticos de seres sobrenaturales que se llevaban a doncellas hacia sus calabozos y tras torturarlas, éstas terminaban siendo asesinadas. Nunca las había creído, el pensamiento racional al que su familia la había acostumbrado le impedía comprender la magnitud de aquellas leyendas, ni siquiera les temía, sólo le causaba gracia que hubiera gente que creyera en poderes más allá de lo físico o lo psíquico. Pero, cuando se encontró cara a cara con el terror, todas aquellas historias que un día parecieron inocentes y fantásticas, se volvieron un eco resonante y ensordecedor. Todas las formas amorfas que alguna vez le describieron, se convirtieron en un solo ente real y avasallador. El temple se le comenzaba a desgajar como un témpano de hielo expuesto al calor. Primero un crujido, luego otro, mientras las grietas inminentes empezaban a multiplicarse sin cesar, confiriéndole un aspecto débil y roto a un esquema natural que un día fue magnífico. Todo lo que conocía y admitía se desmembraba lenta y profundamente. Acorralada contra el abismo del miedo ante lo desconocido, sabía que no había escapatoria, algo profundo le dictaba que le dirigiera los últimos pensamientos a los seres amados, pues nunca volvería a saber de ellos, ni tampoco tendría un entierro digno, ni siquiera se enterarían de que había sido asesinada. ¿Y si existía un sitio en el que volvía a encontrarse con sus hijos? ¿Cuántas veces había deseado tener la tentadora oportunidad de abrazarse a la muerte y volver a ver a los dos niños? Infinidad, pero nunca había planeado la formalidad del acto, y, ni siquiera ante lo que se presentaba verídico ante su mirada desencajada, podía, siquiera, pensar en una opción viable el ser vejada por un ser con colmillos y aceptar que éste la sometiese a tormentos imposibles de imaginar, para terminar cometiendo un crimen insensato sobre una mujer inocente. Aceptaba, con culpa degenerada, que no deseaba ese final injusto para ella, que el único pecado que había cometido en su vida había sido entregarse a los brazos de un amante amoroso en el peor momento de su insignificante existencia.

Escúchame, desgraciado —musitó, enarbolando la bandera de un valor que no le pertenecía. De pronto, la oscuridad absoluta se arrojó sobre ellos, y a Anaís se le agotaron las palabras. El desenlace fatal se acercaba, y sus pies, nuevamente, perdían su movilidad. Aquel extraño conocía su nombre, y la única manera de que lo hiciera, era que su esposo lo hubiera contratado. Las sospechas se confirmaban una a una. El marido despechado no sólo había pedido que la asesinaran, si no, que la hicieran padecer hasta la humillación. Sentía que la desolación le daba paso al odio visceral hacia aquel que quería acabar con ella y hacia aquel que se había convertido en el verdugo por el miserable dinero. Anaís había huido de su país natal con una mano atrás y otra adelante, con la ropa puesta y cambiándose partes de su nombre para poder volver a empezar. Pero el pasado era traidor, y se le enclaustraba en el presente como una muralla infranqueable. Podía sentir la voz del extraño sacudiéndole la dignidad y regodeándose en su miedo. Él lo percibía, y ella no lo disimulaba. Distinguía su silueta, sus ojos eran el reflejo del suplicio. Tragó con dificultad, y la sensación de que por su garganta pasaba arena, hizo acto de presencia. La joven ya no podía cavilar, estaba atrapada por las frases del vampiro, y se encontraba al borde del precipicio, como jamás había estado. ¿Podía ser real sentir tal grado de terror? ¿Era, el temblor de sus músculos una verdad o estaba paralizada y su mente la obligaba a creer que aún no había perdido los reflejos? Quería defenderse, lo haría, no sabía cómo, pero lo haría.

No iré, ¿a caso no lo entiendes? —susurró, soportando las lágrimas que luchaban por abrirse paso. Dio un respingo ante la mirada del extraño, y el cuchillo saltó de sus manos y se clavo en el suelo, entre sus pies descalzos. Los orbes de la muchacha lo buscaron con ansias, pero sólo descubrieron lo negro de la oscuridad. Volvió a levantar la cabeza, irguió su espalda y alzó el mentón, un gesto desafiante se dibujó automáticamente. Sabía que aquella actitud no hacía más que encender la ira y la lascivia de aquel ser, pero su naturaleza guerrera le impedía convertirse en el cobarde conejillo de indias que sería utilizado para el experimento. —Te haré tragar las palabras y luego deberás comerte tu verga, no te me acerques —dio un paso atrás, se agachó, y se encontró con el cuchillo. Intentó arrancarlo, pero sólo consiguió hacerse un corte en los dedos. Cayó sentada y dio un leve grito ante el ardor que le provocaba la herida. Nuevamente, buscó con la mirada al verdugo, y desde aquella posición de completa indefensión, el corazón se le apremió. Se envolvió los dedos con parte del camisón, que no tardó en teñirse de color carmín. Todo había empeorado en su impulso de coraje, y si alguna vez pudo tener un ápice de ventaja, lo había perdido por completo. Se mordió el labio inferior, y se arrastró un par de centímetros hasta encontrarse con la pared, más fría que lo normal, ¿o era su propia temperatura corporal la que disminuía? —No te me acerques, maldito, no te me acerques —deseó haber sonado más amenazante, sin embargo, pareció un ruego, y eso la enfureció. Recordó que él había nombrado a “ella”, ¿quién demonios era? ¿Se había confundido? ¿Su esposo había utilizado a alguna conocida para hacer el contacto? ¿O, todo aquellos, era obra de alguna mente superior que, con su dedo maldito, había trazado el destino de su vida? —No se por qué me elegiste, pero, te advierto, no encontrarás beneplácito a ninguno de tus deseos —aseguró, y alzó las rodillas, en un gesto protector.
Anaís Jacobi
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