AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Killers {Privado} {+18}
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Killers {Privado} {+18}
Había algo absolutamente perfecto en la sensación de atravesar la pétrea piel de un inmortal con una estaca de madera, o al menos a mí me ponía de muy buen humor. La pelea de antes, unos preliminares cualesquiera, solía abrirme el apetito de manera considerable, y siempre me dejaban con ganas de utilizar las armas con las que la Inquisición y mi querido padre me habían educado desde que había tenido uso de razón. Gregory creía que yo no estaba hecha para aniquilar sobrenaturales al servicio de Dios, siempre había pensado que era un fallo, sobre todo desde que me había mordido aquel licántropo al que no podía agradecérselo lo suficiente, pero el hecho de estar en aquel cementerio rodeada de las cenizas que habían sido cuatro sanguijuelas en otros tiempos lo contradecía de una manera que me hacía gracia, tanta que me eché a reír. Cuando se acercaba la luna llena y el ciclo lunar estaba a punto de llegar a su clímax mis emociones se descontrolaban... más de lo habitual, quiero decir. Era en aquellos momentos cuando mi parte animal más salía a la luz y más en contacto me sentía con mi nueva naturaleza, que realmente no lo era tanto. Sentía que era algo que había anhelado desde que era una niña, aunque no lo supiera; en vez de verlo como una maldición, para mí la licantropía significaba la libertad que me proporcionaba no pensar en nada cuando me transformaba y nada me ataba a ningún sitio salvo el instinto animal. Era entonces cuando me sentía plena, entonces y cuando mataba vampiros.
Había sabido de la existencia del aquelarre que yacía a mi alrededor, en aquel mausoleo abandonado tiempo atrás por los vivos para que lo dominaran los muertos, gracias precisamente a los archivos de esa Inquisición que tanto detestaba. Se rumoreaba que aquellas bestias pardas, porque luego encima con dos pares de narices eso era lo que me llamaban a mí por ser una licántropa, se habían alimentado de más o menos un cuarto de la población gitana de París. No era como si me importara, pero cualquier excusa era buena para matar a unos vampiros descarriados cuya desaparición nadie lamentaría, y los inquisidores superiores en rango a mí no habían puesto objeciones. ¿Cómo iban a hacerlo? Una vez se me metía la idea en la cabeza no había manera de sacarla, y para cuando les informé de mi decisión ya tenía el maletín con mis armas listo y a mis pies, así que más bien se resignaron. Lo que hacían por una Zarkozi que, además, tenía la cara bonita... y más grande que la espalda, desde luego. Así que al final allí estaba, en el cementerio de Montmartre, después de una masacre que había sido preciosa, poesía en movimiento, una alegoría de la muerte... y una contaminación del aire que respiraba en cuanto sus pieles se habían apergaminado y habían pasado a ser ceniza y polvo. Malditas sanguijuelas...
Los había pillado por sorpresa sólo al principio, pero mi olor me delató. El problema para ellos fue que en vez de molestarme por aquel minúsculo detalle, apenas una menudencia sin importancia, me gustó que lo supieran... Por favor, quienes apestaban en realidad eran ellos, a mí que no me fastidiaran, y eliminarlos de la faz de París era, más bien, un trabajo hacia la comunidad, que me hacía parecer hasta buena cristiana. Si mi padre se enterara... Bueno, seguiría odiándome con todas sus fuerzas, igual que yo a él, así que las cosas no cambiarían demasiado. La cuestión era que me habían dado una batalla interesante, e incluso me habían herido, pero no lo suficiente para que mi vida corriera peligro, al menos no inminente. Lo que más revelaba que hasta hacía un momento había estado batallando contra inmortales era mi ropa, fresca para luchar contra el húmedo verano parisino que hacía que cualquier prenda sobrara. Llevaba la camisa blanca rasgada como si hubieran sido licántropos quienes me la habían roto, de tal manera que, a través de los rasgones, mi piel morena y parte de la ropa interior que llevaba eran muy visibles. Respecto a los pantalones negros que llevaba... bueno, una de las piernas terminaba a la altura de medio muslo, y la otra también tenía un par de arañazos por las uñas de los condenados bichos aquellos. Las botas seguían intactas, eso sí, y era un alivio, porque tener que volver andando descalza por París no era algo que me apeteciera lo más mínimo.
Y ahí estaba yo, sentada en el suelo y con la espalda apoyada sobre una tumba sin nombre, estacas de madera en el suelo a mi alrededor y montoncitos de ceniza esparcidos por aquí y por allí en aquel mausoleo sin nombre. Todo muy idílico y bohemio, ¿verdad? Pues bien, yo me aburría increíblemente. Había infravalorado mis capacidades o sobrevalorado las de los vampiros, eso daba igual, y había contado con que la caza duraría más rato, así que no había preparado nada más y la noche solamente acababa de empezar. Enfurruñada, y con un mohín en los labios, busqué entre mis armas una caja de cerillas de las que vendían por unos céntimos los mendigos en la calle, y que siempre venían bien porque los vampiros ardían mejor que los fuegos artificiales de Versalles. Agité la cajita, y mi mueca de disgusto se acentuó más cuando escuché solamente una de ellas rebotar en la superficie de cartón duro que la contenía. Genial... Pero como el sentido común no iba a ganar a mi impulsividad, eso nunca, saqué uno de los cigarros liados a mano que guardaba por allí, encendí el fósforo y la llama enseguida impregnó el papel, de tal manera que el humo del tabaco sustituyó al olor a vampiro muerto. Ah, mucho mejor... Con el cigarro en los labios, y consciente de que mi otra naturaleza me curaría del daño que pudiera hacerme ese mal vicio tarde o temprano, recogí mis cosas y salí al exterior del mausoleo, donde el cementerio me recibió con su quietud habitual... o no. Para mi fino oído lupino, que había alguien más cerca de mí era tan evidente como el humo de mi cigarro encendido, el mismo que expulsé por los labios entreabiertos, que formaban una sonrisa de medio lado, divertida.
– ¿No vas a salir a jugar conmigo...?
Había sabido de la existencia del aquelarre que yacía a mi alrededor, en aquel mausoleo abandonado tiempo atrás por los vivos para que lo dominaran los muertos, gracias precisamente a los archivos de esa Inquisición que tanto detestaba. Se rumoreaba que aquellas bestias pardas, porque luego encima con dos pares de narices eso era lo que me llamaban a mí por ser una licántropa, se habían alimentado de más o menos un cuarto de la población gitana de París. No era como si me importara, pero cualquier excusa era buena para matar a unos vampiros descarriados cuya desaparición nadie lamentaría, y los inquisidores superiores en rango a mí no habían puesto objeciones. ¿Cómo iban a hacerlo? Una vez se me metía la idea en la cabeza no había manera de sacarla, y para cuando les informé de mi decisión ya tenía el maletín con mis armas listo y a mis pies, así que más bien se resignaron. Lo que hacían por una Zarkozi que, además, tenía la cara bonita... y más grande que la espalda, desde luego. Así que al final allí estaba, en el cementerio de Montmartre, después de una masacre que había sido preciosa, poesía en movimiento, una alegoría de la muerte... y una contaminación del aire que respiraba en cuanto sus pieles se habían apergaminado y habían pasado a ser ceniza y polvo. Malditas sanguijuelas...
Los había pillado por sorpresa sólo al principio, pero mi olor me delató. El problema para ellos fue que en vez de molestarme por aquel minúsculo detalle, apenas una menudencia sin importancia, me gustó que lo supieran... Por favor, quienes apestaban en realidad eran ellos, a mí que no me fastidiaran, y eliminarlos de la faz de París era, más bien, un trabajo hacia la comunidad, que me hacía parecer hasta buena cristiana. Si mi padre se enterara... Bueno, seguiría odiándome con todas sus fuerzas, igual que yo a él, así que las cosas no cambiarían demasiado. La cuestión era que me habían dado una batalla interesante, e incluso me habían herido, pero no lo suficiente para que mi vida corriera peligro, al menos no inminente. Lo que más revelaba que hasta hacía un momento había estado batallando contra inmortales era mi ropa, fresca para luchar contra el húmedo verano parisino que hacía que cualquier prenda sobrara. Llevaba la camisa blanca rasgada como si hubieran sido licántropos quienes me la habían roto, de tal manera que, a través de los rasgones, mi piel morena y parte de la ropa interior que llevaba eran muy visibles. Respecto a los pantalones negros que llevaba... bueno, una de las piernas terminaba a la altura de medio muslo, y la otra también tenía un par de arañazos por las uñas de los condenados bichos aquellos. Las botas seguían intactas, eso sí, y era un alivio, porque tener que volver andando descalza por París no era algo que me apeteciera lo más mínimo.
Y ahí estaba yo, sentada en el suelo y con la espalda apoyada sobre una tumba sin nombre, estacas de madera en el suelo a mi alrededor y montoncitos de ceniza esparcidos por aquí y por allí en aquel mausoleo sin nombre. Todo muy idílico y bohemio, ¿verdad? Pues bien, yo me aburría increíblemente. Había infravalorado mis capacidades o sobrevalorado las de los vampiros, eso daba igual, y había contado con que la caza duraría más rato, así que no había preparado nada más y la noche solamente acababa de empezar. Enfurruñada, y con un mohín en los labios, busqué entre mis armas una caja de cerillas de las que vendían por unos céntimos los mendigos en la calle, y que siempre venían bien porque los vampiros ardían mejor que los fuegos artificiales de Versalles. Agité la cajita, y mi mueca de disgusto se acentuó más cuando escuché solamente una de ellas rebotar en la superficie de cartón duro que la contenía. Genial... Pero como el sentido común no iba a ganar a mi impulsividad, eso nunca, saqué uno de los cigarros liados a mano que guardaba por allí, encendí el fósforo y la llama enseguida impregnó el papel, de tal manera que el humo del tabaco sustituyó al olor a vampiro muerto. Ah, mucho mejor... Con el cigarro en los labios, y consciente de que mi otra naturaleza me curaría del daño que pudiera hacerme ese mal vicio tarde o temprano, recogí mis cosas y salí al exterior del mausoleo, donde el cementerio me recibió con su quietud habitual... o no. Para mi fino oído lupino, que había alguien más cerca de mí era tan evidente como el humo de mi cigarro encendido, el mismo que expulsé por los labios entreabiertos, que formaban una sonrisa de medio lado, divertida.
– ¿No vas a salir a jugar conmigo...?
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
Hacía mucho tiempo que no meditaba tantas horas seguidas al aire libre. Más incluso del que se esperaba, porque Fausto controlaba tal cantidad de cosas que alguna vez se le escapaba la más insignificante de todas. Y no es que sus meditaciones fueran ni remotamente insignificantes, ya quisiera el mundo y sus consecuencias, pero no haberse percatado antes de dónde las llevaba a cabo se quedaba bastante corto en comparación a los puntos de presión para paralizar un cuerpo o calcular los días exactos que quedaban para el próximo eclipse solar. Aunque realmente el lugar no importaba cuando decidía concentrar toda su atención en la fluidez de sus pensamientos, nunca se cansaba de acudir a la omnipotencia de liberar sus sentidos y disolverlos fuera del espacio y del tiempo, únicos y exclusivos. Ahí no había cabida para el exterior porque éste sólo era uno más de sus tantos apartados, y no, ni siquiera llegaba a situarse entre los más poderosos. La muerte proporcionaba enormes nubarrones de pura nada, si había que ponerla al lado de lo que conseguía el cazador en sus viajes mentales, de modo que mientras la vida le continuara haciendo un favor, a muy pocos les convendría lo que Fausto tuviera la intención de obtener de sus pasos por la tierra. Para algunos sólo se hablaba de una de sus actividades diarias, y no empezarían ni a imaginarse lo falsamente inofensivo que sonaba eso. Muy buena suerte.
Recurrir al aire libre para recrearse en las ilimitadas posibilidades de su cabeza se asociaba más a su vida antes de asentarse en París. No necesariamente a cuando Georgius aún vivía y lo quisiera o no, la India todavía le ofrecía vastos parajes donde dar rienda suelta a construir las particularidades de aquella especie de espiritualidad con la que podía manejarlo todo a su antojo y prepararse para la vida tangible y preconcebida, porque el control que alguien como él podía adquirir se volvía más evidente e insultante para los demás después de que abriera los ojos de nuevo. Se había basado en unas cuantas para impulsar su metodología, pero ninguna tradición que promoviera ese tipo de prácticas se aproximaba especialmente a lo que Fausto hacía cada vez que se separaba de su cuerpo físico para asegurarse la autenticidad de su persona, presente dentro y fuera de una esfera que daba vueltas alrededor del sol. No todos necesitaban del vampirismo para alcanzar la inmortalidad, de esa manera muchas cosas podían ser eternas, que el resto de seres vivos se percataran de ello o no era algo muy distinto y que dadas las circunstancias, a él no le importaba lo más mínimo. Bajo un alto y doloroso precio, absolutamente irrecuperable, pero Fausto había aprendido muchas cosas sobre dicha inmortalidad que nada tenían que ver sólo con beber sangre. Su mayor error fue el de la joven impaciencia. No pretendía paliarlo, actualmente le ocupaban muchísimo más otra clase de cometidos muchísimo más acordes a la evolución con la que cada día se abría paso, pero sencillamente tampoco quería borrarlo de sí mismo, el solo hecho de que aumentara la perfección por la que había llegado a matar a su maestro, a su propio padre, ya era suficiente memorial de su pasado. Fausto únicamente fue un niño a sus treinta años de edad, nunca de antes había experimentado esa fase ni tampoco lo volvería a hacer en adelante. La certera condena de un semi-dios atrapado en la tierra.
Los cementerios se presentaban como un escenario atrayente desde el cual contemplar cómo un tipo desconocido (o no) se sentaba en el suelo y tapiaba el azul de su mirada hasta nuevo aviso. De hecho, ya había llegado a plantearse hacerlo una vez que había acudido allí para encontrarse con un cliente, cuando la nieve abundaba tanto que alguna gélida gota habría llegado hasta a colarse entre los muertos (hecho que evidenciaba de nuevo la poca influencia que el entorno tenía en todo aquello). Su presencia allí aquella noche no se debía a nada en particular, las gestiones del día le habían llevado cerca del lugar y cuando se percató de lo tarde que era, simplemente no se le presentó como una opción, sus meditaciones no debían practicarse más allá de la madrugada, si quería ceñirse a un horario, y aunque ordenar los minutos no le decía nada, sí se lo decía ordenar las ideas. De modo que allí permaneció, sentado sobre una lápida con su característico abrigo ajustándose a su encorvada silueta a la vez que le protegía de todo lo que ocurría fuera. Incluyendo el espectáculo que pasó a presenciar cuando sus pupilas regresaron al mundo, no supo cuántas horas después (pero debían de haber sido demasiadas para el juicio de una persona normal).
No había sido decisión suya cesar la meditación, pero se conocía los gajes de estar en un lugar público. Además, de no tratarse de un asunto mínimamente interesante, ni una sola de las arrugas de su cuerpo habría hecho amago de inmutarse. Fausto ya sabía que estaba siendo presente de algo que merecía su curiosidad, incluso si sólo hacía dos segundos que había abierto los ojos. Aquel cementerio tenía un tamaño importante y todo sucedió a una enorme distancia de donde él se encontraba, suficiente para que su infalible vista detectara todo sin tener que ser descubierto. Contemplar cómo una chiquilla aniquilaba a tantos vampiros seguidos se volvió una actividad bastante entretenida con la que finiquitar su estricta rutina, como si le hubieran ofrecido un postre especial que no siempre tenía el gusto de probar, y aunque la ejecución de la fémina distara bastante de cómo él cazaba o mataba chupasangres, nunca estaba de más ser testigo accidental de la muerte de éstos. Además, después de haber meditado no solía tener mucho apetito, le venía bien aceptar su rol como simple espectador.
Cuando vio que la chica terminaba la extenuante faena y tras unos momentos de solazarse, se aproximaba más hacia el lugar donde él estaba acomodado, no le costó reconocerla. Se trataba sin duda de una inquisidora que había tenido oportunidad de fichar en los trabajos eventuales que había hecho para aquella facción de la, siempre cómica, iglesia. A Fausto le conocían bastante en el ámbito, pero él no sabía su nombre. En ningún momento tuvo intención de esconderse, pero se aprovechó de que conforme más se acercaba, el resto de lápidas que había próximas le terminaron ocultando y para ponerla a prueba, pateó una piedra. Al escuchar que llegaba un momento que la muchacha se detenía y le hablaba, haciendo gala de sus sentidos, sonrió de medio lado y continuó sin moverse de su asiento para mostrarse ante ella.
¿No has tenido ya suficiente diversión? Mejor harías en volver a casa pronto, cachorra, y más si te han robado la ropa.
Recurrir al aire libre para recrearse en las ilimitadas posibilidades de su cabeza se asociaba más a su vida antes de asentarse en París. No necesariamente a cuando Georgius aún vivía y lo quisiera o no, la India todavía le ofrecía vastos parajes donde dar rienda suelta a construir las particularidades de aquella especie de espiritualidad con la que podía manejarlo todo a su antojo y prepararse para la vida tangible y preconcebida, porque el control que alguien como él podía adquirir se volvía más evidente e insultante para los demás después de que abriera los ojos de nuevo. Se había basado en unas cuantas para impulsar su metodología, pero ninguna tradición que promoviera ese tipo de prácticas se aproximaba especialmente a lo que Fausto hacía cada vez que se separaba de su cuerpo físico para asegurarse la autenticidad de su persona, presente dentro y fuera de una esfera que daba vueltas alrededor del sol. No todos necesitaban del vampirismo para alcanzar la inmortalidad, de esa manera muchas cosas podían ser eternas, que el resto de seres vivos se percataran de ello o no era algo muy distinto y que dadas las circunstancias, a él no le importaba lo más mínimo. Bajo un alto y doloroso precio, absolutamente irrecuperable, pero Fausto había aprendido muchas cosas sobre dicha inmortalidad que nada tenían que ver sólo con beber sangre. Su mayor error fue el de la joven impaciencia. No pretendía paliarlo, actualmente le ocupaban muchísimo más otra clase de cometidos muchísimo más acordes a la evolución con la que cada día se abría paso, pero sencillamente tampoco quería borrarlo de sí mismo, el solo hecho de que aumentara la perfección por la que había llegado a matar a su maestro, a su propio padre, ya era suficiente memorial de su pasado. Fausto únicamente fue un niño a sus treinta años de edad, nunca de antes había experimentado esa fase ni tampoco lo volvería a hacer en adelante. La certera condena de un semi-dios atrapado en la tierra.
Los cementerios se presentaban como un escenario atrayente desde el cual contemplar cómo un tipo desconocido (o no) se sentaba en el suelo y tapiaba el azul de su mirada hasta nuevo aviso. De hecho, ya había llegado a plantearse hacerlo una vez que había acudido allí para encontrarse con un cliente, cuando la nieve abundaba tanto que alguna gélida gota habría llegado hasta a colarse entre los muertos (hecho que evidenciaba de nuevo la poca influencia que el entorno tenía en todo aquello). Su presencia allí aquella noche no se debía a nada en particular, las gestiones del día le habían llevado cerca del lugar y cuando se percató de lo tarde que era, simplemente no se le presentó como una opción, sus meditaciones no debían practicarse más allá de la madrugada, si quería ceñirse a un horario, y aunque ordenar los minutos no le decía nada, sí se lo decía ordenar las ideas. De modo que allí permaneció, sentado sobre una lápida con su característico abrigo ajustándose a su encorvada silueta a la vez que le protegía de todo lo que ocurría fuera. Incluyendo el espectáculo que pasó a presenciar cuando sus pupilas regresaron al mundo, no supo cuántas horas después (pero debían de haber sido demasiadas para el juicio de una persona normal).
No había sido decisión suya cesar la meditación, pero se conocía los gajes de estar en un lugar público. Además, de no tratarse de un asunto mínimamente interesante, ni una sola de las arrugas de su cuerpo habría hecho amago de inmutarse. Fausto ya sabía que estaba siendo presente de algo que merecía su curiosidad, incluso si sólo hacía dos segundos que había abierto los ojos. Aquel cementerio tenía un tamaño importante y todo sucedió a una enorme distancia de donde él se encontraba, suficiente para que su infalible vista detectara todo sin tener que ser descubierto. Contemplar cómo una chiquilla aniquilaba a tantos vampiros seguidos se volvió una actividad bastante entretenida con la que finiquitar su estricta rutina, como si le hubieran ofrecido un postre especial que no siempre tenía el gusto de probar, y aunque la ejecución de la fémina distara bastante de cómo él cazaba o mataba chupasangres, nunca estaba de más ser testigo accidental de la muerte de éstos. Además, después de haber meditado no solía tener mucho apetito, le venía bien aceptar su rol como simple espectador.
Cuando vio que la chica terminaba la extenuante faena y tras unos momentos de solazarse, se aproximaba más hacia el lugar donde él estaba acomodado, no le costó reconocerla. Se trataba sin duda de una inquisidora que había tenido oportunidad de fichar en los trabajos eventuales que había hecho para aquella facción de la, siempre cómica, iglesia. A Fausto le conocían bastante en el ámbito, pero él no sabía su nombre. En ningún momento tuvo intención de esconderse, pero se aprovechó de que conforme más se acercaba, el resto de lápidas que había próximas le terminaron ocultando y para ponerla a prueba, pateó una piedra. Al escuchar que llegaba un momento que la muchacha se detenía y le hablaba, haciendo gala de sus sentidos, sonrió de medio lado y continuó sin moverse de su asiento para mostrarse ante ella.
¿No has tenido ya suficiente diversión? Mejor harías en volver a casa pronto, cachorra, y más si te han robado la ropa.
Última edición por Fausto el Lun Oct 06, 2014 6:36 pm, editado 1 vez
Fausto- Cazador Clase Alta
- Mensajes : 389
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Localización : En tu cara de necio/a
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Re: Killers {Privado} {+18}
Y justo cuando creía que la noche no iba a dar más de sí después de haber matado a esos vampirillos de pacotilla, va y aparece un cazador al que le tenía echado el ojo hacía tiempo. Nos conocíamos de vista, de alguna vez que habíamos coincidido por los cuarteles generales de la Inquisición, pero eso había sido suficiente para que yo le echara el ojo... ¡y qué apropiado había sido! Visto allí, después de una cacería extenuante y con los sentidos al máximo como estaban los días previos a la luna llena, me parecía que estaba aún más guapo que como solía, aunque no fuera eso en lo que, según mis superiores, debía fijarme. Casi me dieron ganas de poner los ojos en blanco por la absurda idea de lo que los amargados de los inquisidores mayores (igual que mi padre) pensaran de mí, pero no lo hice porque, francamente, tenía cosas mejores que observar. En aquel momento agradecí ser un licántropo porque, con la oscuridad, me habría sido difícil distinguir sus rasgos a la perfección, pero podía hacerlo gracias a aquella criatura que me había mordido en el vientre tanto tiempo atrás. Así, podía atisbar el brillo de sus ojos azules, los rasgos firmes de su rostro, y ese cuerpo que se perfilaba por debajo de sus ropas y me abría apetitos distintos a los que me abrían los licántropos... Debería haberlo mencionado, ¿no? Si algo tenía de particular aquel cazador sobre mí era que lograba volverme loca, físicamente hablando claro estaba, con una simple mirada, incluso aunque fuera de reojo y en la distancia un día lejano a la luna llena. Por eso lo recordaba, y por eso me permití sonreír con el cigarro humeante aún en los labios.
– Te recordaba más divertido, Fausto.
No pude evitar cierto desafío en mi tono, igual que antes. Su nombre se me había quedado grabado a fuego cuando lo había oído la primera vez por su sonoridad tan poco francesa, tan diferente a lo que acostumbraba a escuchar. Fausto... Luego había descubierto que había un personaje de la mitología de la zona de Baviera y por ahí que respondía a aquella denominación, pero para entonces ya era tarde: ya me interesaba. Seguramente él no supiera exactamente quién era yo, ni tampoco a qué familia pertenecía, pero eso, más que una desventaja, era un alivio increíble. Estaba hasta las narices de todos aquellos que creían que por ser una Zarkozi era igual que mi padre, y sería un soplo de aire fresco tratar con alguien como él, que incluso estaba lejos de la Inquisición aunque tuviera en común conmigo que, como afición, matábamos vampiros. Eso unía tanto... Y nosotros éramos la prueba, o más bien lo seríamos, en cuanto pasáramos aquella fase de saludos y comentarios mordaces, de esos que tan bien se me daban, aunque no era culpa mía, sino de todos aquellos que me habían obligado a volverme una perra, no solamente de manera literal... como si no me gustara mi forma de ser, tan parecida a lo que mi padre quería que fuera como el nombre Abigail al nombre de Solange. Es decir, nada, para aquellos que no han sido capaces de entender la comparación.
– Nunca se tiene demasiada diversión cuando se trata de lo que se puede hacer en un cementerio, cazador, ¿o necesito darte una lección práctica porque has perdido facultades...?
Quisiera él o no, desde el momento en el que le puse la vista encima se había convertido en parte de mi juego, y los dos nos lo pasaríamos muy bien si él participaba... como estaba segura de que, en el fondo, quería hacer. Arrojé el cigarro ya gastado al suelo y me mordí el labio inferior, pícara, al tiempo que jugaba con uno de los botones superiores de mi ¿camisa? O, más bien, de lo que quedaba de ella. Los vampiros me habían conseguido hacer, con sus garras afiladas, cortes tan sumamente considerables en la tela que más valía que no llevara nada, porque para lo que tapaba... Fausto podía ver, incluso, el modelo de ropa interior que llevaba puesta, aunque no era como si yo me escondiera, o algo. ¿Para qué? La noche era cálida, yo tenía toda mi atención y gran parte de mis deseos puestos en él, así que no había ningún motivo para decidir no jugar... A fin de cuentas, todo se reducía a eso, una partida entre él y yo, algo que nos permitiera conocernos un poco mejor y pasar de ser dos extraños que se saludan de esquina a esquina con la mirada a intercambiar al menos un par de palabras. Un aliado como él, que tenía una fama más que considerable a la hora de matar sobrenaturales, me podía venir tan bien... Y todo dependía de lo que consiguiera de él aquella noche, una perspectiva que me daba aún más ganas de empezar lo que fuera con él que antes. ¡Bendita fuera la luna llena y la bendición a la que daba fuerza su cercanía!
– Los vampiros son malos y crueles, se han aprovechado de una cachorra indefensa para reducir a jirones la ropa que la cubría... Ahora entiendes por qué quería vengarme de ellos, ¿verdad? ¡No puedo dejar pasar semejante ofensa contra mí! Para lo que me han dejado, tanto da no llevar nada encima, porque total, todo esto no son más que harapos.
En momentos como aquellos, lo animal de mis instintos y de mi subconsciente salía a la luz en mis actos y se transformaba, en mis palabras, en un tono juguetón y sensual que prácticamente parecía el ronroneo de un gato, una comparación inapropiada dado que yo más bien era una licántropa. Podía decirse que ni siquiera era consciente de lo que hacía, pero vaya si lo era... Lo que a otras personas solía significar represión instantánea, para mí no era sino la actitud más deseable en un momento como aquel, y por eso mismo me olvidé de las normas sociales que, en teoría (y lo remarco) conocía para hacer, en fin, lo que me daba a mí la gana. Ese era otro de los muchos ámbitos donde tenía la libertad de decidir, algo que tanto había ansiado durante toda mi vida, y por eso tendía a no pensar en quién podía molestarse con lo que hacía, porque eso era problema suyo, no de Fausto ni mío. Volviendo al tema, continué el camino que había comenzado antes hacia él con tranquilidad, y al mismo tiempo avancé a través de los botones de mi camisa, que en un abrir y cerrar de ojos iban abriéndose y revelando la piel que cubrían (o algo así). Para cuando llegué a su altura y sólo nos separaban unos pocos pasos, la tela blanca ya estaba en el suelo y los pantalones seguían el mismo camino, hasta que finalmente sólo iba cubierta por mi escasa ropa interior, que apenas tapaba lo justo y necesario. Pero no me incomodaba, al contrario; la casi desnudez me acercaba aún más a mi naturaleza salvaje, era algo que me parecía incluso necesario, y sobre todo deseable, y a él no debía de desagradarle del todo, a juzgar por su mirada. Apoyé las manos sobre las caderas y adopté con el cuerpo una curva sinuosa, de estatua antigua, por la que el peso de mi cuerpo estaba enteramente apoyado sobre una pierna mientras la otra permanecía inclinada.
– No puedo volver a casa así. ¿Qué diría mi padre si me viera con este aspecto?
– Te recordaba más divertido, Fausto.
No pude evitar cierto desafío en mi tono, igual que antes. Su nombre se me había quedado grabado a fuego cuando lo había oído la primera vez por su sonoridad tan poco francesa, tan diferente a lo que acostumbraba a escuchar. Fausto... Luego había descubierto que había un personaje de la mitología de la zona de Baviera y por ahí que respondía a aquella denominación, pero para entonces ya era tarde: ya me interesaba. Seguramente él no supiera exactamente quién era yo, ni tampoco a qué familia pertenecía, pero eso, más que una desventaja, era un alivio increíble. Estaba hasta las narices de todos aquellos que creían que por ser una Zarkozi era igual que mi padre, y sería un soplo de aire fresco tratar con alguien como él, que incluso estaba lejos de la Inquisición aunque tuviera en común conmigo que, como afición, matábamos vampiros. Eso unía tanto... Y nosotros éramos la prueba, o más bien lo seríamos, en cuanto pasáramos aquella fase de saludos y comentarios mordaces, de esos que tan bien se me daban, aunque no era culpa mía, sino de todos aquellos que me habían obligado a volverme una perra, no solamente de manera literal... como si no me gustara mi forma de ser, tan parecida a lo que mi padre quería que fuera como el nombre Abigail al nombre de Solange. Es decir, nada, para aquellos que no han sido capaces de entender la comparación.
– Nunca se tiene demasiada diversión cuando se trata de lo que se puede hacer en un cementerio, cazador, ¿o necesito darte una lección práctica porque has perdido facultades...?
Quisiera él o no, desde el momento en el que le puse la vista encima se había convertido en parte de mi juego, y los dos nos lo pasaríamos muy bien si él participaba... como estaba segura de que, en el fondo, quería hacer. Arrojé el cigarro ya gastado al suelo y me mordí el labio inferior, pícara, al tiempo que jugaba con uno de los botones superiores de mi ¿camisa? O, más bien, de lo que quedaba de ella. Los vampiros me habían conseguido hacer, con sus garras afiladas, cortes tan sumamente considerables en la tela que más valía que no llevara nada, porque para lo que tapaba... Fausto podía ver, incluso, el modelo de ropa interior que llevaba puesta, aunque no era como si yo me escondiera, o algo. ¿Para qué? La noche era cálida, yo tenía toda mi atención y gran parte de mis deseos puestos en él, así que no había ningún motivo para decidir no jugar... A fin de cuentas, todo se reducía a eso, una partida entre él y yo, algo que nos permitiera conocernos un poco mejor y pasar de ser dos extraños que se saludan de esquina a esquina con la mirada a intercambiar al menos un par de palabras. Un aliado como él, que tenía una fama más que considerable a la hora de matar sobrenaturales, me podía venir tan bien... Y todo dependía de lo que consiguiera de él aquella noche, una perspectiva que me daba aún más ganas de empezar lo que fuera con él que antes. ¡Bendita fuera la luna llena y la bendición a la que daba fuerza su cercanía!
– Los vampiros son malos y crueles, se han aprovechado de una cachorra indefensa para reducir a jirones la ropa que la cubría... Ahora entiendes por qué quería vengarme de ellos, ¿verdad? ¡No puedo dejar pasar semejante ofensa contra mí! Para lo que me han dejado, tanto da no llevar nada encima, porque total, todo esto no son más que harapos.
En momentos como aquellos, lo animal de mis instintos y de mi subconsciente salía a la luz en mis actos y se transformaba, en mis palabras, en un tono juguetón y sensual que prácticamente parecía el ronroneo de un gato, una comparación inapropiada dado que yo más bien era una licántropa. Podía decirse que ni siquiera era consciente de lo que hacía, pero vaya si lo era... Lo que a otras personas solía significar represión instantánea, para mí no era sino la actitud más deseable en un momento como aquel, y por eso mismo me olvidé de las normas sociales que, en teoría (y lo remarco) conocía para hacer, en fin, lo que me daba a mí la gana. Ese era otro de los muchos ámbitos donde tenía la libertad de decidir, algo que tanto había ansiado durante toda mi vida, y por eso tendía a no pensar en quién podía molestarse con lo que hacía, porque eso era problema suyo, no de Fausto ni mío. Volviendo al tema, continué el camino que había comenzado antes hacia él con tranquilidad, y al mismo tiempo avancé a través de los botones de mi camisa, que en un abrir y cerrar de ojos iban abriéndose y revelando la piel que cubrían (o algo así). Para cuando llegué a su altura y sólo nos separaban unos pocos pasos, la tela blanca ya estaba en el suelo y los pantalones seguían el mismo camino, hasta que finalmente sólo iba cubierta por mi escasa ropa interior, que apenas tapaba lo justo y necesario. Pero no me incomodaba, al contrario; la casi desnudez me acercaba aún más a mi naturaleza salvaje, era algo que me parecía incluso necesario, y sobre todo deseable, y a él no debía de desagradarle del todo, a juzgar por su mirada. Apoyé las manos sobre las caderas y adopté con el cuerpo una curva sinuosa, de estatua antigua, por la que el peso de mi cuerpo estaba enteramente apoyado sobre una pierna mientras la otra permanecía inclinada.
– No puedo volver a casa así. ¿Qué diría mi padre si me viera con este aspecto?
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
Vaya, no perdía el tiempo, la cachorra… Buenos sentidos, buena ofensiva y buenas respuestas, fáciles de adular aunque un halo de mundanidad las envolviera, para compensar el resto de cosas en ella que ya hacía rato que no envolvían nada. Dejaba mucho más a la vista de lo que se debía de estar pensando, en caso de que el aroma cegador de las hormonas le permitiera usar el cerebro para más cosas, aparte de impulsar ese brillo de febrilidad en la mirada que precedía al deseo. Le precedía o, más bien, le hacía una insana compañía. No estaba tratando con una niñata estúpida, por descontado, se podía presumir de un intelecto tan supremo como el de Fausto (no, como el de Fausto no) y, a la vez, disfrutar del sexo, poco importaba si hombre, mujer o animal. Y en el caso de la chica, parecía estar tratando con las dos últimas cosas. Encantador.
Está visto, pues, que recuerdas a tu antojo.
Repuso aquello con la misma tranquilidad que había mostrado desde un principio. Quizá incluso más, pues para él no hacía apenas unos minutos que acababa de emerger de las interminables cavidades de su mente y eso podía significar muchas más cosas de las que cabría esperarse: que aún no hubiera sacado a relucir toda su esencia porque estaba dándose un margen de tiempo para que sus músculos volvieran a fluir con normalidad, o que el efecto de resurgir de las profundidades con un solo parpadeo hiciera sus características principales el doble de magnéticas y, por tanto, el doble de insufribles. Aunque a juzgar por la forma en la que entonces estaba siendo tratado, ése fuera uno de los últimos calificativos que la chica le asociaría. Claro que tampoco se trataba de un calificativo que ignorar a la hora de sentirse atraído hacia Fausto. Normalmente eso no era algo que se decidiera (si no, seguramente nadie con un mínimo de cautela se acercaría a él con más intenciones de las justas en sociedad). De poca autenticidad estaríamos hablando y ella precisamente no fingía un ápice sus ansias de pura cacería carnal. No se podía fingir lo que respirabas.
El nuevo descubrimiento de la noche se presentaba divertido. Y esto sí que era un descubrimiento; lo hacía en un sentido nada peyorativo. La mujer sabía sacarle el jugo perfecto a las particularidades de la situación para mezclarlas con una ración de sorna, adecuada para sonar segura y suficiente para que él continuara sonriendo de medio lado. Lo mejor es que todo su comportamiento estaba inundado de una obscena y completa espontaneidad, así que ni siquiera se molestaba en medir sus palabras, esa especie de carisma le pertenecía de forma natural, como el color de sus ojos o la esbelta línea que formaban sus pechos. Por ese motivo, le pasó por alto la burla referente a sus facultades, de las que no se podría dudar menos, así que de todas maneras tampoco encontraba satisfacción en emplear su tiempo con obviedades. Aunque la palabra 'obvio' se hiciera más y más grande a medida que la jovencita seguía desatándose en su presencia.
Si ya le resultaba descomunal la cara dura con la que aprovechaba su comentario para evidenciar el aspecto con el que se había quedado, digno de retratarse en cualquier panfleto erótico que los adolescentes de clase baja traficaban para los de mayor estatus, se vio en la enorme obligación de alzar las cejas cuando la inquisidora se deshizo de cualquier excusa relacionada con la masacre vampírica para sustituirla por su, más que 'obvia', insolencia. Se aproximó hacia donde él continuaba sentado, sin dar muestras de pretender lo contrario, ni siquiera después de contemplar cómo se terminaba de desnudar hasta que sólo las prendas más siesas y delicadas recorrían con suculencia los escasos recovecos de piel que tenían a su disposición. Tapando lo que terminaría de provocar embolias y desmayos entre los más puritanos de su supuesta religión, al mismo tiempo que pocas opciones ofrecía a la imaginación de Fausto. En su actitud había muy poca paciencia o muy poca civilización. En resumidas cuentas, nada que estuviera acostumbrado a comprobar en la Inquisición. No hacía falta decir que ya sólo eso le agradaba, así como le agradaba permanecer aún sentado. Sentado se apreciaba muchísimo mejor todo, no en vano había estado meditando en esa postura, y después de una presentación como aquella, no iba a reaccionar tan rápidamente. Ella aún no se lo había ganado.
¿Voy a tener que levantarme por caballerosidad? –lanzó un suave suspiro de condescendencia y negó con la cabeza lentamente, directo a su rostro antes que a cualquier otra parte de su arrogante silueta- A juzgar por cómo te acabas de plantar ahí en medio, la etiqueta brilla por su ausencia, así que yo también actuaré como me plazca y disfrutaré un poco más de esta posición –sus labios volvieron a estirarse hacia un costado y se recostó contra la lápida-. A fin de cuentas, has interrumpido mi meditación, es un privilegio demasiado alto, incluso halagador, que no haya decidido ignorarte, porque de haberlo hecho, no habrías conseguido 'despertar' mi atención ni ensartándome uno de esos pezones en el ojo.
Las frases que la chica continuaba expulsando de su boca y el tono de su voz no eran menos sugerentes, jugando con esa amalgama tan contradictoria entre movimientos felinos y talante de perra. Toda ella se paseaba con un garbo sibilino y mundano, algo que después de haberla visto matar a sus criaturas más queridas le añadía un interés personal del que pocos podían presumir.
No obstante, todavía en sus campantes e imperiosos trece, Fausto, en efecto, no se puso en pie, pero sí movió una de sus manos para apresarla de la muñeca, ejerciendo un dominio seco y eficaz con el que la hizo encorvarse y aproximar su rostro lo bastante como para que el frío de su traviesa desnudez conociera el calor déspota de las palabras del cazador.
¿Qué tal si antes de ponerte un acceso tan fácil me dices cómo te llamas? –le habló, sin que nada más que su aliento llegara a tocarle la cara, pero en una distancia tan limitada que pudo girar la barbilla para dirigirse a su oído y rozarle la mandíbula, que percibió mucho más expectante que al principio.
Está visto, pues, que recuerdas a tu antojo.
Repuso aquello con la misma tranquilidad que había mostrado desde un principio. Quizá incluso más, pues para él no hacía apenas unos minutos que acababa de emerger de las interminables cavidades de su mente y eso podía significar muchas más cosas de las que cabría esperarse: que aún no hubiera sacado a relucir toda su esencia porque estaba dándose un margen de tiempo para que sus músculos volvieran a fluir con normalidad, o que el efecto de resurgir de las profundidades con un solo parpadeo hiciera sus características principales el doble de magnéticas y, por tanto, el doble de insufribles. Aunque a juzgar por la forma en la que entonces estaba siendo tratado, ése fuera uno de los últimos calificativos que la chica le asociaría. Claro que tampoco se trataba de un calificativo que ignorar a la hora de sentirse atraído hacia Fausto. Normalmente eso no era algo que se decidiera (si no, seguramente nadie con un mínimo de cautela se acercaría a él con más intenciones de las justas en sociedad). De poca autenticidad estaríamos hablando y ella precisamente no fingía un ápice sus ansias de pura cacería carnal. No se podía fingir lo que respirabas.
El nuevo descubrimiento de la noche se presentaba divertido. Y esto sí que era un descubrimiento; lo hacía en un sentido nada peyorativo. La mujer sabía sacarle el jugo perfecto a las particularidades de la situación para mezclarlas con una ración de sorna, adecuada para sonar segura y suficiente para que él continuara sonriendo de medio lado. Lo mejor es que todo su comportamiento estaba inundado de una obscena y completa espontaneidad, así que ni siquiera se molestaba en medir sus palabras, esa especie de carisma le pertenecía de forma natural, como el color de sus ojos o la esbelta línea que formaban sus pechos. Por ese motivo, le pasó por alto la burla referente a sus facultades, de las que no se podría dudar menos, así que de todas maneras tampoco encontraba satisfacción en emplear su tiempo con obviedades. Aunque la palabra 'obvio' se hiciera más y más grande a medida que la jovencita seguía desatándose en su presencia.
Si ya le resultaba descomunal la cara dura con la que aprovechaba su comentario para evidenciar el aspecto con el que se había quedado, digno de retratarse en cualquier panfleto erótico que los adolescentes de clase baja traficaban para los de mayor estatus, se vio en la enorme obligación de alzar las cejas cuando la inquisidora se deshizo de cualquier excusa relacionada con la masacre vampírica para sustituirla por su, más que 'obvia', insolencia. Se aproximó hacia donde él continuaba sentado, sin dar muestras de pretender lo contrario, ni siquiera después de contemplar cómo se terminaba de desnudar hasta que sólo las prendas más siesas y delicadas recorrían con suculencia los escasos recovecos de piel que tenían a su disposición. Tapando lo que terminaría de provocar embolias y desmayos entre los más puritanos de su supuesta religión, al mismo tiempo que pocas opciones ofrecía a la imaginación de Fausto. En su actitud había muy poca paciencia o muy poca civilización. En resumidas cuentas, nada que estuviera acostumbrado a comprobar en la Inquisición. No hacía falta decir que ya sólo eso le agradaba, así como le agradaba permanecer aún sentado. Sentado se apreciaba muchísimo mejor todo, no en vano había estado meditando en esa postura, y después de una presentación como aquella, no iba a reaccionar tan rápidamente. Ella aún no se lo había ganado.
¿Voy a tener que levantarme por caballerosidad? –lanzó un suave suspiro de condescendencia y negó con la cabeza lentamente, directo a su rostro antes que a cualquier otra parte de su arrogante silueta- A juzgar por cómo te acabas de plantar ahí en medio, la etiqueta brilla por su ausencia, así que yo también actuaré como me plazca y disfrutaré un poco más de esta posición –sus labios volvieron a estirarse hacia un costado y se recostó contra la lápida-. A fin de cuentas, has interrumpido mi meditación, es un privilegio demasiado alto, incluso halagador, que no haya decidido ignorarte, porque de haberlo hecho, no habrías conseguido 'despertar' mi atención ni ensartándome uno de esos pezones en el ojo.
Las frases que la chica continuaba expulsando de su boca y el tono de su voz no eran menos sugerentes, jugando con esa amalgama tan contradictoria entre movimientos felinos y talante de perra. Toda ella se paseaba con un garbo sibilino y mundano, algo que después de haberla visto matar a sus criaturas más queridas le añadía un interés personal del que pocos podían presumir.
No obstante, todavía en sus campantes e imperiosos trece, Fausto, en efecto, no se puso en pie, pero sí movió una de sus manos para apresarla de la muñeca, ejerciendo un dominio seco y eficaz con el que la hizo encorvarse y aproximar su rostro lo bastante como para que el frío de su traviesa desnudez conociera el calor déspota de las palabras del cazador.
¿Qué tal si antes de ponerte un acceso tan fácil me dices cómo te llamas? –le habló, sin que nada más que su aliento llegara a tocarle la cara, pero en una distancia tan limitada que pudo girar la barbilla para dirigirse a su oído y rozarle la mandíbula, que percibió mucho más expectante que al principio.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Killers {Privado} {+18}
Mi cuerpo actuó solo, ¡lo juro! Yo no tuve nada que ver a la hora de acercarme a él todo lo que pude, ni tampoco a la hora de responder a su contacto. Había sido todo cosa suya y de lo que me había hecho al empezar un juego conmigo que, francamente, era mi especialidad, aunque eso él no tenía por qué saberlo. ¿Quién imaginaría que una inquisidora como seguía siéndolo yo sería capaz de mostrarse tan poco recatada y religiosa...? Él, seguramente, no, y sin embargo ahí estaba yo para demostrarle que se equivocaba y que yo era mucho más de lo que la gente creía que era, la historia de mi vida se mirara por donde se mirase. Eso, en cierto modo, me resultaba un poco aburrido: yo que había elegido molestarlo (bueno, molestar no, más bien interrumpirlo) para que fuera un buen final para mi noche y él me demostraba que tenía que hacerle lo mismo que les hacía a todos, ¡qué aburrido! Aunque, bueno, el método de hacerlo bien podía ser diferente, ¿no había dicho él mismo que no iba a mostrarse caballeroso...? Eso, de entrada, ya era mucho más interesante que mantener las formas, algo que desde el momento en el que nos habíamos encontrado de una manera tan poco ortodoxa quedaba fuera de toda intención, por mi parte al menos. Y él, a la vista estaba, tampoco iba a seguir un juego aburrido y pasado de moda que no habíamos elegido, sino que estaba siguiendo el mío. ¡Fausto, el mismísimo tentado por el demonio de nombre impronunciable, al menos en la literatura, se iba a soltar la melena! Y yo iba a estar ahí para verlo y para ayudarlo a desinhibirse como yo siempre hacía, especialmente cerca de la luna llena.
– Y ¿por qué no debería? La memoria es un arma de doble filo, lo más inteligente es utilizarla como a mí me place para evitarme sorpresas desagradables después.
En realidad, aquel comentario mío había sido condescendiente, no tan reaccionario como podría parecerlo. Estaba acostumbrada a sacar punta a todo lo que decían y a no callarme la boca ni aun cuando me querían poner un bozal, y lo que en otro momento me habría traído innumerables problemas no era en aquel momento sinónimo de meterme en líos ni, tampoco, de un ansia especial por ser mordaz. Simplemente me había salido como algo automático, de la misma manera que no había sido yo la responsable de sentarme sobre él. O, bueno, sí, mi cuerpo había sido quien lo había hecho, pero ni siquiera había tenido que dar la orden de ”oye, cuerpo, siéntate a horcajadas sobre Fausto, ya que si no va a levantarse bien puedo ponerme cómoda yo también” Que sí, vale, lo pensaba de una manera totalmente inconsciente, pero era tan impulsiva que en muchas ocasiones actuaba siguiendo mis pensamientos antes incluso de saber cuáles eran, y esa era una de ellas. Podía estar jugando con fuego, sin duda, y más cuando él en apenas unos minutos que llevábamos frente a frente se había demostrado tan arisco como lo era yo, pero el peligro me envalentonaba... Era como echar licor a una hoguera encendida, una manera de avivar las llamas ya existentes y de provocar un incendio forestal que lo arrasaría todo a su paso, pero ¿a quién le importaba? A él, quizá, pero lo dudaba mucho.
– Tu atención no la habré llamado, pero bien que te has fijado en mis pezones. ¿Debería sentirme honrada, Fausto, por hacer que pienses con algo que no sea la cabeza, al menos por un momento?
Esta vez sí había diversión en mi voz, la misma que torció las comisuras de mis labios en una sonrisa de medio lado. Entre sus comentarios mordaces que se le habían escapado de esos labios tan mordibles había habido esa pequeña observación que no era un halago, sino una realidad, porque por muy caliente (literalmente, que nadie vaya a pensar mal, ¡que yo soy casta y pura!) que mi cuerpo estuviera por tener una temperatura ligeramente superior a la normal, el viento actuaba sobre mi ausencia de ropa y, bueno, la interior no ocultaba precisamente lo que había. Me sentía orgullosa de mi cuerpo, sobre todo de utilizarlo a mi antojo le pesara a quien le pesase, y no tenía ningún motivo para no enseñarle las reacciones físicas del frío, no tanto de él, aunque se lo estaba currando bastante, y eso tenía que reconocérselo, puesto que el truco del aliento era la mar de sensual... e imitable. ¿Creía que yo no poseía las mismas armas? La sutileza de los vestidos y dejar entrever algo que en realidad no vale nada era algo que yo no seguía, porque incluso aunque ya estuviera prácticamente desnuda tenía una infinidad de trucos en mi harén para conseguir doblegarlo o, simplemente, que se uniera en cuerpo y alma (especialmente en cuerpo) a la partida que teníamos entre manos. Por eso, me acerqué a él y recorrí su mandíbula con mi aliento, aún sin tocarlo, para concluir en su oreja, que por mucho que me tentara volví a ignorar, carnalmente hablando.
– Tú eres Fausto, tienes un nombre tan difícil de olvidar como tu rostro, aunque apenas te haya visto un par de veces, y encima de lejos. Te ahorraré el esfuerzo de fingir que te importa mi apellido o mi segundo nombre, y también el de memorizar demasiado. Me llamo Abigail.
Entonces, obviando el hecho de que estaba sentada sobre él y eso para los puristas era contacto por mucho que ni siquiera fuera voluntario del todo (ya lo había dicho, yo no quería y había sido mi cuerpo quien lo había provocado... claro), lo toqué por primera vez. Mis manos se apoyaron en su pecho, sin afán tan sensual como curioso, aunque fueron abandonando esa intención en pos de la primera a medida que las fui subiendo y terminaron una a cada lado de su cuello. Desde ahí, podría herirlo si era lo que deseaba, pero no tenía ningún motivo para desear acabar con un cazador experto en herir tanto humanos como licántropos, que me lo pondría hasta difícil. ¿Para qué, si podía seguir jugando con él como lo estaba haciendo? Apenas llevábamos cuatro palabras mal contadas intercambiadas y ya me lo estaba pasando casi tan bien como cuando mataba vampiros, pero sólo casi... Nada podía igualar el placer de ensartar una estaca en el corazón parado de una sanguijuela como aquellas, y eso lo pensaba tanto por mi naturaleza humana como por la no tan humana, que era la que dominaba aquella noche y la que solía hacerlo aun cuando no tenía la excusa de la cercanía de la luna llena. Además, algo me decía que aquel que había estado meditando hasta que yo lo había interrumpido compartía conmigo ese afán macabro de matar chupasangres, y ¿qué une más que un odio común...? Ah, sí, tu cuerpo, como lo hizo el mío al apoyar ambas manos en la lápida sobre la que él se apoyaba e impulsarme hacia delante, para que la distancia entre nuestros rostros fuera mínima y le costara un esfuerzo similar al mío mirarle sólo a los ojos.
– ¿Para qué querrías ser un caballero con alguien que cree que la etiqueta está sobrevalorada?
– Y ¿por qué no debería? La memoria es un arma de doble filo, lo más inteligente es utilizarla como a mí me place para evitarme sorpresas desagradables después.
En realidad, aquel comentario mío había sido condescendiente, no tan reaccionario como podría parecerlo. Estaba acostumbrada a sacar punta a todo lo que decían y a no callarme la boca ni aun cuando me querían poner un bozal, y lo que en otro momento me habría traído innumerables problemas no era en aquel momento sinónimo de meterme en líos ni, tampoco, de un ansia especial por ser mordaz. Simplemente me había salido como algo automático, de la misma manera que no había sido yo la responsable de sentarme sobre él. O, bueno, sí, mi cuerpo había sido quien lo había hecho, pero ni siquiera había tenido que dar la orden de ”oye, cuerpo, siéntate a horcajadas sobre Fausto, ya que si no va a levantarse bien puedo ponerme cómoda yo también” Que sí, vale, lo pensaba de una manera totalmente inconsciente, pero era tan impulsiva que en muchas ocasiones actuaba siguiendo mis pensamientos antes incluso de saber cuáles eran, y esa era una de ellas. Podía estar jugando con fuego, sin duda, y más cuando él en apenas unos minutos que llevábamos frente a frente se había demostrado tan arisco como lo era yo, pero el peligro me envalentonaba... Era como echar licor a una hoguera encendida, una manera de avivar las llamas ya existentes y de provocar un incendio forestal que lo arrasaría todo a su paso, pero ¿a quién le importaba? A él, quizá, pero lo dudaba mucho.
– Tu atención no la habré llamado, pero bien que te has fijado en mis pezones. ¿Debería sentirme honrada, Fausto, por hacer que pienses con algo que no sea la cabeza, al menos por un momento?
Esta vez sí había diversión en mi voz, la misma que torció las comisuras de mis labios en una sonrisa de medio lado. Entre sus comentarios mordaces que se le habían escapado de esos labios tan mordibles había habido esa pequeña observación que no era un halago, sino una realidad, porque por muy caliente (literalmente, que nadie vaya a pensar mal, ¡que yo soy casta y pura!) que mi cuerpo estuviera por tener una temperatura ligeramente superior a la normal, el viento actuaba sobre mi ausencia de ropa y, bueno, la interior no ocultaba precisamente lo que había. Me sentía orgullosa de mi cuerpo, sobre todo de utilizarlo a mi antojo le pesara a quien le pesase, y no tenía ningún motivo para no enseñarle las reacciones físicas del frío, no tanto de él, aunque se lo estaba currando bastante, y eso tenía que reconocérselo, puesto que el truco del aliento era la mar de sensual... e imitable. ¿Creía que yo no poseía las mismas armas? La sutileza de los vestidos y dejar entrever algo que en realidad no vale nada era algo que yo no seguía, porque incluso aunque ya estuviera prácticamente desnuda tenía una infinidad de trucos en mi harén para conseguir doblegarlo o, simplemente, que se uniera en cuerpo y alma (especialmente en cuerpo) a la partida que teníamos entre manos. Por eso, me acerqué a él y recorrí su mandíbula con mi aliento, aún sin tocarlo, para concluir en su oreja, que por mucho que me tentara volví a ignorar, carnalmente hablando.
– Tú eres Fausto, tienes un nombre tan difícil de olvidar como tu rostro, aunque apenas te haya visto un par de veces, y encima de lejos. Te ahorraré el esfuerzo de fingir que te importa mi apellido o mi segundo nombre, y también el de memorizar demasiado. Me llamo Abigail.
Entonces, obviando el hecho de que estaba sentada sobre él y eso para los puristas era contacto por mucho que ni siquiera fuera voluntario del todo (ya lo había dicho, yo no quería y había sido mi cuerpo quien lo había provocado... claro), lo toqué por primera vez. Mis manos se apoyaron en su pecho, sin afán tan sensual como curioso, aunque fueron abandonando esa intención en pos de la primera a medida que las fui subiendo y terminaron una a cada lado de su cuello. Desde ahí, podría herirlo si era lo que deseaba, pero no tenía ningún motivo para desear acabar con un cazador experto en herir tanto humanos como licántropos, que me lo pondría hasta difícil. ¿Para qué, si podía seguir jugando con él como lo estaba haciendo? Apenas llevábamos cuatro palabras mal contadas intercambiadas y ya me lo estaba pasando casi tan bien como cuando mataba vampiros, pero sólo casi... Nada podía igualar el placer de ensartar una estaca en el corazón parado de una sanguijuela como aquellas, y eso lo pensaba tanto por mi naturaleza humana como por la no tan humana, que era la que dominaba aquella noche y la que solía hacerlo aun cuando no tenía la excusa de la cercanía de la luna llena. Además, algo me decía que aquel que había estado meditando hasta que yo lo había interrumpido compartía conmigo ese afán macabro de matar chupasangres, y ¿qué une más que un odio común...? Ah, sí, tu cuerpo, como lo hizo el mío al apoyar ambas manos en la lápida sobre la que él se apoyaba e impulsarme hacia delante, para que la distancia entre nuestros rostros fuera mínima y le costara un esfuerzo similar al mío mirarle sólo a los ojos.
– ¿Para qué querrías ser un caballero con alguien que cree que la etiqueta está sobrevalorada?
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
¿Para qué querría nadie con un mínimo de intelecto fijar unas normas de conducta que después sólo derivarían en pobres y mecánicos comportamientos o reacciones? Un asentimiento de cabeza, el esfuerzo gratuito de quitarse el sombrero o hacer una inclinación, decir cosas que no pensabas (y que además, se veía a la legua que no pensabas) o, incluso, sonreír sin tintes nocivos… Por favor, la educación era un precepto humano verdaderamente mofante, y aunque no desaprobaba el objetivo en su totalidad, a día de hoy toda la parafernalia de la que lo acompañaban le resultaba ridícula, por no hablar que ese codiciado camino que los demás habían construido con el fin de llegar a un mutuo respeto paradójicamente llevaba a la hipocresía y a la burla, a una mucho mayor que si se hubieran quedado calladitos o quietecitos. Fausto no tenía por qué levantarse, si no estaba entre sus intenciones, y la joven y precoz Abigail tampoco tenía por qué darse a conocer con la ropa intacta. O bueno: puesta, dado que cualquier definición relativa a ese campo semántico se hacía insuficiente para describir su desvergonzado aspecto. Por lo pronto, le había dejado claro que no creía en toda esa patraña preconcebida por la lacra social con tanta y patética presunción, eso tenía mucho más valor que cualquier camisa o pantalón o ropa interior sin agujeros. Probablemente Abigail acababa de usar una tarjeta de presentación mucho mejor que la de cualquier burguesa que se hubiera puesto de rodillas con el parasol en la mano. Qué gracioso (y pusilánime) que la gran mayoría lo tuviera difícil para llegar a esa conclusión.
¿Así que un arma de doble filo? –replicó ante su pretenciosa opinión sobre el uso de la memoria- Que utilizarla como te plazca sea 'lo más inteligente' está sujeto a discusión, aunque no es una idea poco interesante. Que sea peligroso, no obstante, es algo que no importa si ahora crees o no, algún día lo descubrirás como quien protagoniza una fábula de morbosa moraleja. Sólo que algo me dice que aunque fueras consciente de que la manzana está prohibida, la probarías de todas maneras –añadió, mientras torcía de nuevo los labios frente a ella y casi negaba con la cabeza, como un padre orgulloso de las trastadas de su hijo. Y hacer comparaciones con esa clase de símiles en semejante situación (Fausto sujetando a la mujercita de la mano mientras ella se sentaba encima de él medio desnuda) corroboraba todavía más toda la atmósfera de escándalo y desafío ante conceptos morales que tanto preocupaban a la Iglesia por fuera y tan poco les significaban a ellos dos, por fuera, por dentro y por donde hiciera falta.
Y si Fausto no había negado de verdad con la cabeza, tuvo que dar rienda suelta a ese gesto de condescendencia y satisfacción al mismo tiempo cuando escuchó el comentario de los pezones… Demasiado en bandeja, hasta para alguien que se anunciaba original. No iba a tenérselo en cuenta, dado que la sutileza no se había presentado tan bien como ella ni él la había echado de menos en ningún momento, estaba claro que se encontraba frente a una mujer distinta y que para rematarlo, alegraba la vista, entrando en un canon de belleza de fácil acceso, tanto a imbéciles como a pensadores. Sumándolo todo a su descaro, igual de despampanante que cada rincón de su cuerpo, cualquiera habría actuado de muchas maneras ante la aparición estelar de aquella inquisidora, todas altamente relacionadas con uno de los instintos más básicos de la biología. Y que no estuviera siendo el caso de Fausto no quería decir que a su miembro viril no le gustara lo que veía, nada podría haber más lejos de la realidad, sino que las exigencias en las que se orientaba su sexualidad no podían contentarse con algo tan ridículamente sencillo y banal como la desnudez, proviniera del género que proviniera. Y sin duda alguna, si aquella muchachita tan divertida gozaba de tanto atractivo, no guardaba ninguna relación con lo que, en sí, tan orgullosamente mostraba, sino con el modo tan personal en el que sabía mostrarlo, sacándole un provecho decidido y, más importante, inteligente. Tras tantas disertaciones y obras de arte y literatura y temas manidos por la existencia, en resumidas cuentas, el concepto de la belleza estaba tan masticado y dado de sí que, a veces, sólo las verdaderas muestras de reinventarlo captaban toda su atención. Tan simple como que poco importaba lo trabajada que estuviera una portada, si después el contenido no tenía valor alguno. Para su suerte y su dignidad como hembra, Abigail sabía cómo enseñar su portada para que el contenido no se menospreciara antes de ser visto. O más bien, era el contenido lo que prevalecía y volvía la portada aún más apetitosa. Algo que no había visto conseguir a todo el mundo y menos en cueros. Manejaba muy bien las sensaciones a pesar de dejar sueltas tantas otras, quizá por eso, Fausto le permitiría manejar también otros asuntos menos… abstractos.
Lamento desinflarte la ilusión, pero no necesito mirarte a los pezones para saber que están ahí, Abigail, pequeña anatomista –chistó, enarcando otra de sus cejas para dar por respondida también su pregunta, pues el cazador todavía no había dejado de pensar con algo que no fuera la cabeza, no, y la hormonal jovencita no parecía caer en la cuenta de que, en cualquier caso, ése podía ser un órgano todavía más sexual que el que restaba cerca de donde se había sentado. Y Fausto no lo dejaba de lado ni siquiera cuando ambos se ponían de acuerdo. Todo un reto para ella, posiblemente el de toda su intensa vida.
La muchacha también se encargó de que no abandonara ese puro entretenimiento en su media sonrisa. Primero, acertando en toda la parafernalia insulsa de los nombres y apellidos, que aunque pudieran esconder muchos más entresijos de los que los responsables de elegirlos se imaginaran en su día, para él sólo significaban lo que la persona que los llevaba en cuestión quisiera otorgarles, de modo que si aquella chiquilla sólo tenía interés en formalizar el de 'Abigail', encantado estaría de centrar allí todo su análisis. A pesar de que también dejara un regusto sospechoso que el alemán aún no sabía si decidiría investigar en lo que les quedaba de noche, pero que seguramente tendría más trascendencia la próxima vez que pisara los pasillos de la Inquisición y se informara por su propia cuenta.
Y la otra cuestión que mantenía intacto su viperino ensanche de labios se la concedía finalmente a los estratégicos movimientos de su seducción, al contacto que le era devuelto con creces gracias a la continua escasez de prendas que ella ahora se dedicaba a restregar con una envidiable tersura por encima de su cuerpo, fuertemente custodiado por las capas de su vestuario oscuro y de eventual acceso. Fausto tan sólo estiró el cuello unos centímetros y por primera vez contentó esa, ya exagerada, necesidad de Abigail por direccionar sus ojos hacia las zonas que un poco más y le estampaba en la cara, pero lo hizo gustoso, puesto que en ningún momento había negado estarlo ¿Quién lo estaría, acaso? Tal vez los ciegos, por la irritante frustración de no poder presenciar el espectáculo de sus curvas, o los sordos, por no poder añadirle a la esbelta arrogancia de su silueta el carácter aún más apetecible de su conversación.
Finalmente, Fausto se movió, y de una forma dudosamente esperada: presionó gran parte de su fuerza para ponerse finalmente en pie sin tirar al suelo a su interlocutora, sino que agarrándola del cuello con una sola mano y una firmeza tan decisiva como cómoda, se encargó de depositarla él mismo a un paso de la lápida, encorvando la espalda para ponerse a su altura y que la única cercanía en no romperse fuera la de sus rostros. Con ambos pisando de nuevo la tierra del cementerio, no alejó sus dedos de ella hasta no asegurarse de que la prolongación de esa mirada que acababa de embestir le había dejado claro que por mucho que hubiera aceptado su juego, un juego que la cachorra parecía dominar de sobras, las normas por las que se regía el cazador podían sorprenderla, y mucho.
Te veo escandalosamente liberada, igual que si se acercara un ciclo. Uno que tiene lo mismo de sensible que de agresivo –comentó, en un tono falsamente casual-. Y seguro que sabes que no me estoy refiriendo a la menstruación –su mano se deslizó definitivamente por su garganta hasta finalizar el recorrido en su mejilla y propinarle allí unas suaves palmaditas-. Sea lo que sea lo que pretendes encontrándote así conmigo, espero que seas consciente de que va a costarte mucho más que lo que sueles conseguir sólo con un aullido de celo.
Si por algún ínfimo instante había pensado que iba a privarse de tener que reinventar algunas de las fórmulas que le surgían efecto en ese campo, Abigail aún no tenía derecho a relajarse. Todo ese poderío sexual no funcionaba de la misma manera con Fausto, y voto al Diablo que ningún otro hecho podría elogiarla más como mujer que ése.
¿Así que un arma de doble filo? –replicó ante su pretenciosa opinión sobre el uso de la memoria- Que utilizarla como te plazca sea 'lo más inteligente' está sujeto a discusión, aunque no es una idea poco interesante. Que sea peligroso, no obstante, es algo que no importa si ahora crees o no, algún día lo descubrirás como quien protagoniza una fábula de morbosa moraleja. Sólo que algo me dice que aunque fueras consciente de que la manzana está prohibida, la probarías de todas maneras –añadió, mientras torcía de nuevo los labios frente a ella y casi negaba con la cabeza, como un padre orgulloso de las trastadas de su hijo. Y hacer comparaciones con esa clase de símiles en semejante situación (Fausto sujetando a la mujercita de la mano mientras ella se sentaba encima de él medio desnuda) corroboraba todavía más toda la atmósfera de escándalo y desafío ante conceptos morales que tanto preocupaban a la Iglesia por fuera y tan poco les significaban a ellos dos, por fuera, por dentro y por donde hiciera falta.
Y si Fausto no había negado de verdad con la cabeza, tuvo que dar rienda suelta a ese gesto de condescendencia y satisfacción al mismo tiempo cuando escuchó el comentario de los pezones… Demasiado en bandeja, hasta para alguien que se anunciaba original. No iba a tenérselo en cuenta, dado que la sutileza no se había presentado tan bien como ella ni él la había echado de menos en ningún momento, estaba claro que se encontraba frente a una mujer distinta y que para rematarlo, alegraba la vista, entrando en un canon de belleza de fácil acceso, tanto a imbéciles como a pensadores. Sumándolo todo a su descaro, igual de despampanante que cada rincón de su cuerpo, cualquiera habría actuado de muchas maneras ante la aparición estelar de aquella inquisidora, todas altamente relacionadas con uno de los instintos más básicos de la biología. Y que no estuviera siendo el caso de Fausto no quería decir que a su miembro viril no le gustara lo que veía, nada podría haber más lejos de la realidad, sino que las exigencias en las que se orientaba su sexualidad no podían contentarse con algo tan ridículamente sencillo y banal como la desnudez, proviniera del género que proviniera. Y sin duda alguna, si aquella muchachita tan divertida gozaba de tanto atractivo, no guardaba ninguna relación con lo que, en sí, tan orgullosamente mostraba, sino con el modo tan personal en el que sabía mostrarlo, sacándole un provecho decidido y, más importante, inteligente. Tras tantas disertaciones y obras de arte y literatura y temas manidos por la existencia, en resumidas cuentas, el concepto de la belleza estaba tan masticado y dado de sí que, a veces, sólo las verdaderas muestras de reinventarlo captaban toda su atención. Tan simple como que poco importaba lo trabajada que estuviera una portada, si después el contenido no tenía valor alguno. Para su suerte y su dignidad como hembra, Abigail sabía cómo enseñar su portada para que el contenido no se menospreciara antes de ser visto. O más bien, era el contenido lo que prevalecía y volvía la portada aún más apetitosa. Algo que no había visto conseguir a todo el mundo y menos en cueros. Manejaba muy bien las sensaciones a pesar de dejar sueltas tantas otras, quizá por eso, Fausto le permitiría manejar también otros asuntos menos… abstractos.
Lamento desinflarte la ilusión, pero no necesito mirarte a los pezones para saber que están ahí, Abigail, pequeña anatomista –chistó, enarcando otra de sus cejas para dar por respondida también su pregunta, pues el cazador todavía no había dejado de pensar con algo que no fuera la cabeza, no, y la hormonal jovencita no parecía caer en la cuenta de que, en cualquier caso, ése podía ser un órgano todavía más sexual que el que restaba cerca de donde se había sentado. Y Fausto no lo dejaba de lado ni siquiera cuando ambos se ponían de acuerdo. Todo un reto para ella, posiblemente el de toda su intensa vida.
La muchacha también se encargó de que no abandonara ese puro entretenimiento en su media sonrisa. Primero, acertando en toda la parafernalia insulsa de los nombres y apellidos, que aunque pudieran esconder muchos más entresijos de los que los responsables de elegirlos se imaginaran en su día, para él sólo significaban lo que la persona que los llevaba en cuestión quisiera otorgarles, de modo que si aquella chiquilla sólo tenía interés en formalizar el de 'Abigail', encantado estaría de centrar allí todo su análisis. A pesar de que también dejara un regusto sospechoso que el alemán aún no sabía si decidiría investigar en lo que les quedaba de noche, pero que seguramente tendría más trascendencia la próxima vez que pisara los pasillos de la Inquisición y se informara por su propia cuenta.
Y la otra cuestión que mantenía intacto su viperino ensanche de labios se la concedía finalmente a los estratégicos movimientos de su seducción, al contacto que le era devuelto con creces gracias a la continua escasez de prendas que ella ahora se dedicaba a restregar con una envidiable tersura por encima de su cuerpo, fuertemente custodiado por las capas de su vestuario oscuro y de eventual acceso. Fausto tan sólo estiró el cuello unos centímetros y por primera vez contentó esa, ya exagerada, necesidad de Abigail por direccionar sus ojos hacia las zonas que un poco más y le estampaba en la cara, pero lo hizo gustoso, puesto que en ningún momento había negado estarlo ¿Quién lo estaría, acaso? Tal vez los ciegos, por la irritante frustración de no poder presenciar el espectáculo de sus curvas, o los sordos, por no poder añadirle a la esbelta arrogancia de su silueta el carácter aún más apetecible de su conversación.
Finalmente, Fausto se movió, y de una forma dudosamente esperada: presionó gran parte de su fuerza para ponerse finalmente en pie sin tirar al suelo a su interlocutora, sino que agarrándola del cuello con una sola mano y una firmeza tan decisiva como cómoda, se encargó de depositarla él mismo a un paso de la lápida, encorvando la espalda para ponerse a su altura y que la única cercanía en no romperse fuera la de sus rostros. Con ambos pisando de nuevo la tierra del cementerio, no alejó sus dedos de ella hasta no asegurarse de que la prolongación de esa mirada que acababa de embestir le había dejado claro que por mucho que hubiera aceptado su juego, un juego que la cachorra parecía dominar de sobras, las normas por las que se regía el cazador podían sorprenderla, y mucho.
Te veo escandalosamente liberada, igual que si se acercara un ciclo. Uno que tiene lo mismo de sensible que de agresivo –comentó, en un tono falsamente casual-. Y seguro que sabes que no me estoy refiriendo a la menstruación –su mano se deslizó definitivamente por su garganta hasta finalizar el recorrido en su mejilla y propinarle allí unas suaves palmaditas-. Sea lo que sea lo que pretendes encontrándote así conmigo, espero que seas consciente de que va a costarte mucho más que lo que sueles conseguir sólo con un aullido de celo.
Si por algún ínfimo instante había pensado que iba a privarse de tener que reinventar algunas de las fórmulas que le surgían efecto en ese campo, Abigail aún no tenía derecho a relajarse. Todo ese poderío sexual no funcionaba de la misma manera con Fausto, y voto al Diablo que ningún otro hecho podría elogiarla más como mujer que ése.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/11/2011
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Re: Killers {Privado} {+18}
Sin que fuera literalmente cierto, porque aún me quedaban un par de prendas encima de las que me desharía probablemente dentro de muy poco tiempo, me sentía desnuda ante él, pues tal era el efecto de la mirada de Fausto incluso sobre alguien como yo, que era capaz de igualar esa intensidad e incluso multiplicarla, si era mi deseo. Sin embargo, lo que deseaba era conseguirlo, y si para eso debía dejar que me sorprendiera como lo había hecho cuando me había subido a la lápida, puesto que nada de su actitud anterior me había hecho sospechar que iba a salir por ahí, ¡que lo hiciera, yo encantada! A fin de cuentas, él sabía todo lo que en un primer momento se debía saber de mí, y yo por el contrario de él conocía muy poco, desde luego mucho menos de lo que me gustaría, aunque en su defensa tenía que decir que cuando sentía interés por algo lo hacía de tal manera que no me cansaría hasta descubrir cómo era su arma preferida... en detalle. Y depende de cómo fuera ni siquiera entonces, pero era pronto para saberlo sin haber probado la mercancía, y ni siquiera yo gustaba de arriesgarme tanto cuando había mucho en juego y las consecuencias bien podían resultar interesantes. ¡Que yo en ciertos temas no bromeaba! Vale que soliera tomármelo casi todo a broma, sobre todo porque había pocas cosas que me preocuparan lo suficiente para que se me notara si no me venía bien que así fuera (porque, con un padre como el mío, lo último que había podido salir era sincera...), pero también tenía mis excepciones y todo lo relacionado con ciertas armas para mí era tan serio como para alguien normal la religión... y eso que se perdían, porque al final salía ganando yo.
– Oh, maldita sea, ¡ahora que me lo has dicho ya no podré vivir de la misma manera! Qué cruel eres, Fausto, rompiendo la ilusión de una pobre chica dulce e inocente como lo soy yo...
Y para que no se le olvidara de lo que estábamos hablando, me acerqué a él lo suficiente para que los enhiestos pezones (por el frío, por la excitación, por la poca ropa o por todas las anteriores, el motivo en realidad poco importaba), que no dudaban a la hora de presionar contra el satén de mi sostén, rozaran su pecho. Por gruesa que fuera su ropa, ni siquiera él podría no notarlo, y por si eso no fuera suficiente opté por recordarle que no iba a irse de rositas de la manera más sencilla que se me ocurrió sin pensar y con la mente centrada en el efecto que tenía el maldito germano sobre mí: rodeando su cintura con las piernas y obligándolo a permanecer contra mi cuerpo. Él tenía fuerza, mucha para tratarse de un simple humano que, hasta donde yo sabía, no había tomado nunca sangre de vampiro para fortalecerse y de paso envenenarse a sí mismo, no como uno que yo conocía y que respondía al nombre de Gregory, pero yo tenía la fuerza del lobo en mi interior, y más intensamente aún con la muerte anterior de los vampiros de hacía tan sólo un rato y con la cercanía de la luna, elementos ambos que combinados hacían que mi parte animal tuviera casi más fuerza que la humana y que me hacían ser aún más impulsiva... Cosa que para cualquiera que me conociera un poco probablemente no pareciera posible pero que, de hecho, lo era. La vida estaba llena de sorpresas, especialmente cuando se trataba de mí, y al parecer Fausto había captado esa pequeña paradoja (si es que podía llamársele así, aunque a mí la verdad es que el nombre me importaba bien poco) a la perfección.
– Pregúntate una cosa: ¿es la cercanía del ciclo, y no precisamente el menstrual porque te aseguro que hasta a ti que pareces tan puesto en la anatomía femenina te costaría notarlo en mí, o esto es cosa de que yo soy así habitualmente?
Yo sabía la respuesta, y tenía la buena impresión acerca de él para imaginarme que probablemente Fausto, que podía ser muchas cosas pero tonto era la última que yo diría que era, también lo supiera, pero era tan divertido preguntárnoslo en voz alta como podía serlo provocarlo de la manera tan burda en la que lo hacía. Bueno, en realidad no es que fuera burda, sino que más bien no era para nada sutil, aunque si teníamos en cuenta que yo a la sutileza había renunciado, con él, desde que me había deshecho de los harapos en los que se había convertido mi ropa, lo que estaba haciendo era exactamente lo que podía esperarse de mí, y por mucho que odiara comportarme de acuerdo a algún parámetro determinado no iba a cambiar de opinión. No, mi cuerpo tenía otros planes, y por eso, sin que yo quisiera controlarlo (porque podía, el lobo era tan parte de mí como yo de él y si tocaba actuar conjuntamente lo hacía), se estaba moviendo lentamente contra él, en contraste con mi expresión más de curiosidad intelectual que sexual, aunque no mentiría ni le ofendería diciendo que no me la producía, ¡al contrario! Acercarme a él me había bastado para comprobar que no era una impresión mía, sino que su pecho era fuerte y duro por el entrenamiento, o eso era lo que yo creía, y eso me gustaba... Sobre todo en unas circunstancias a las que probablemente terminaríamos acercándonos tarde o temprano, según se dieran los acontecimientos, aunque por mi parte sabía que yo ganas tenía.
– Sólo para que conste, yo no pretendía nada, estaba tan tranquila cazando a unos asquerosos vampiros cuando tú has aparecido, una cosa ha llevado a la otra y así hemos terminado, esto es tanto culpa mía como tuya.
Aunque mi tono fuera cordial y bromista, e incluso aunque dejara la puerta abierta a considerar lo que había dicho como una pequeña burla, la verdad era que lo había dicho sinceramente y que tenía razón, porque si en algún momento le hubiera desagradado algo de lo que había dicho o hecho se habría apartado en vez de acercarme. Alguien como él, con un dominio tan considerable de la mente sobre el cuerpo, no se dejaría arrollar por alguien como yo, por mucho que fuera capaz de seducir a cualquiera que me propusiera y él fuera la prueba viviente de ello. No podía evitarlo, estaba en mi naturaleza con una fuerza similar a la que me hacía aullar a la luna llena de una forma más lobuna que humana, y aunque no hubiera sido lo suficientemente madura entonces para darme cuenta sospechaba que eso, en realidad, estaba en mí antes de recibir el mordisco, y el lobo simplemente lo había intensificado. Mi teoría era que la Abigail de antes era una semilla que aún no había germinado, pero que cuando recibí la maldición terminé de abandonar el caparazón de Solange y me convertí en la Abigail del momento, la que estaba muy ocupada acariciando el cuerpo de Fausto y deseando que él hiciera lo mismo que yo y se librara de la estúpida ropa que no dejaba de cubrirlo pese a que mi deseo fuera destrozársela. Lo haría, la verdad era que si no me daba el capricho pronto no respondería de mí misma y rasgaría sus ropajes como si fueran una hoja de papel que contiene malas noticias, igual que la gran mayoría de notas que me pasaban mis superiores, pero iba a darle un poco más de tiempo todavía como un regalo inesperado que ni yo misma acababa de creerme del todo.
– Si fueras a ser tan fácil como los demás, créeme, no sería tan satisfactorio haber hecho que abandones tu meditación para dedicarme un minuto de tu tiempo, al margen de lo mucho o poco que eso pueda influir en mi ego.
Sin que sirviera de precedente, había sido sincera, pero sabía que él no iba a conformarse con menos que con el acceso en mayor o menor medida a mi mente porque por mucho que su cuerpo tuviera intenciones de responder a mi contacto, como lo estaba haciendo porque de lo contrario me habría enfadado y aún no lo estaba, así que en realidad todo era porque me beneficiaba a largo plazo, igual que acercarme a él. Tuviéramos o no una noche de pasión como a mí me encantaría que sucediera (y a él también, quisiera admitirlo o no), aquel encuentro nos haría pasar de ser simples conocidos, y aunque no fuéramos a convertirnos de la noche a la mañana en amigos de toda la vida, quizá podría tenerlo como aliado y que me enseñara un par de truquitos de los que seguro que conocía. No me creía que en esa cabeza suya no hubiera cientos de secretos escondidos, y aunque probablemente muchos no fueran de mi incumbencia (para él, porque en lo que a mí respectaba si me interesaban pasaban a ser inmediatamente asunto mío y por eso haría lo que fuera por averiguarlos) yo quería saber cuantos más mejor... Y si su objetivo había sido llegar a interesarme de una manera más allá de la física ya lo había conseguido, por fin podía decirlo en voz bien alta para que se enterara todo el mundo, y a mí no me importaría porque ¿qué había de vergonzoso en eso cuando ya había abandonado, hacía un rato, a cualquier idea de etiqueta o educación que sólo quería controlarme?
– Puedo aullarte al oído, si eso es lo que te gusta, y te diría que algo me dice que no es así pero, en realidad, no tengo ni idea. ¿Qué buscas tú de mí, Fausto? ¿Al lobo, a la mujer, o a Abigail? Porque, sea lo que sea lo que elijas, puedo satisfacer tu capricho siempre y cuando el resultado me interese...
– Oh, maldita sea, ¡ahora que me lo has dicho ya no podré vivir de la misma manera! Qué cruel eres, Fausto, rompiendo la ilusión de una pobre chica dulce e inocente como lo soy yo...
Y para que no se le olvidara de lo que estábamos hablando, me acerqué a él lo suficiente para que los enhiestos pezones (por el frío, por la excitación, por la poca ropa o por todas las anteriores, el motivo en realidad poco importaba), que no dudaban a la hora de presionar contra el satén de mi sostén, rozaran su pecho. Por gruesa que fuera su ropa, ni siquiera él podría no notarlo, y por si eso no fuera suficiente opté por recordarle que no iba a irse de rositas de la manera más sencilla que se me ocurrió sin pensar y con la mente centrada en el efecto que tenía el maldito germano sobre mí: rodeando su cintura con las piernas y obligándolo a permanecer contra mi cuerpo. Él tenía fuerza, mucha para tratarse de un simple humano que, hasta donde yo sabía, no había tomado nunca sangre de vampiro para fortalecerse y de paso envenenarse a sí mismo, no como uno que yo conocía y que respondía al nombre de Gregory, pero yo tenía la fuerza del lobo en mi interior, y más intensamente aún con la muerte anterior de los vampiros de hacía tan sólo un rato y con la cercanía de la luna, elementos ambos que combinados hacían que mi parte animal tuviera casi más fuerza que la humana y que me hacían ser aún más impulsiva... Cosa que para cualquiera que me conociera un poco probablemente no pareciera posible pero que, de hecho, lo era. La vida estaba llena de sorpresas, especialmente cuando se trataba de mí, y al parecer Fausto había captado esa pequeña paradoja (si es que podía llamársele así, aunque a mí la verdad es que el nombre me importaba bien poco) a la perfección.
– Pregúntate una cosa: ¿es la cercanía del ciclo, y no precisamente el menstrual porque te aseguro que hasta a ti que pareces tan puesto en la anatomía femenina te costaría notarlo en mí, o esto es cosa de que yo soy así habitualmente?
Yo sabía la respuesta, y tenía la buena impresión acerca de él para imaginarme que probablemente Fausto, que podía ser muchas cosas pero tonto era la última que yo diría que era, también lo supiera, pero era tan divertido preguntárnoslo en voz alta como podía serlo provocarlo de la manera tan burda en la que lo hacía. Bueno, en realidad no es que fuera burda, sino que más bien no era para nada sutil, aunque si teníamos en cuenta que yo a la sutileza había renunciado, con él, desde que me había deshecho de los harapos en los que se había convertido mi ropa, lo que estaba haciendo era exactamente lo que podía esperarse de mí, y por mucho que odiara comportarme de acuerdo a algún parámetro determinado no iba a cambiar de opinión. No, mi cuerpo tenía otros planes, y por eso, sin que yo quisiera controlarlo (porque podía, el lobo era tan parte de mí como yo de él y si tocaba actuar conjuntamente lo hacía), se estaba moviendo lentamente contra él, en contraste con mi expresión más de curiosidad intelectual que sexual, aunque no mentiría ni le ofendería diciendo que no me la producía, ¡al contrario! Acercarme a él me había bastado para comprobar que no era una impresión mía, sino que su pecho era fuerte y duro por el entrenamiento, o eso era lo que yo creía, y eso me gustaba... Sobre todo en unas circunstancias a las que probablemente terminaríamos acercándonos tarde o temprano, según se dieran los acontecimientos, aunque por mi parte sabía que yo ganas tenía.
– Sólo para que conste, yo no pretendía nada, estaba tan tranquila cazando a unos asquerosos vampiros cuando tú has aparecido, una cosa ha llevado a la otra y así hemos terminado, esto es tanto culpa mía como tuya.
Aunque mi tono fuera cordial y bromista, e incluso aunque dejara la puerta abierta a considerar lo que había dicho como una pequeña burla, la verdad era que lo había dicho sinceramente y que tenía razón, porque si en algún momento le hubiera desagradado algo de lo que había dicho o hecho se habría apartado en vez de acercarme. Alguien como él, con un dominio tan considerable de la mente sobre el cuerpo, no se dejaría arrollar por alguien como yo, por mucho que fuera capaz de seducir a cualquiera que me propusiera y él fuera la prueba viviente de ello. No podía evitarlo, estaba en mi naturaleza con una fuerza similar a la que me hacía aullar a la luna llena de una forma más lobuna que humana, y aunque no hubiera sido lo suficientemente madura entonces para darme cuenta sospechaba que eso, en realidad, estaba en mí antes de recibir el mordisco, y el lobo simplemente lo había intensificado. Mi teoría era que la Abigail de antes era una semilla que aún no había germinado, pero que cuando recibí la maldición terminé de abandonar el caparazón de Solange y me convertí en la Abigail del momento, la que estaba muy ocupada acariciando el cuerpo de Fausto y deseando que él hiciera lo mismo que yo y se librara de la estúpida ropa que no dejaba de cubrirlo pese a que mi deseo fuera destrozársela. Lo haría, la verdad era que si no me daba el capricho pronto no respondería de mí misma y rasgaría sus ropajes como si fueran una hoja de papel que contiene malas noticias, igual que la gran mayoría de notas que me pasaban mis superiores, pero iba a darle un poco más de tiempo todavía como un regalo inesperado que ni yo misma acababa de creerme del todo.
– Si fueras a ser tan fácil como los demás, créeme, no sería tan satisfactorio haber hecho que abandones tu meditación para dedicarme un minuto de tu tiempo, al margen de lo mucho o poco que eso pueda influir en mi ego.
Sin que sirviera de precedente, había sido sincera, pero sabía que él no iba a conformarse con menos que con el acceso en mayor o menor medida a mi mente porque por mucho que su cuerpo tuviera intenciones de responder a mi contacto, como lo estaba haciendo porque de lo contrario me habría enfadado y aún no lo estaba, así que en realidad todo era porque me beneficiaba a largo plazo, igual que acercarme a él. Tuviéramos o no una noche de pasión como a mí me encantaría que sucediera (y a él también, quisiera admitirlo o no), aquel encuentro nos haría pasar de ser simples conocidos, y aunque no fuéramos a convertirnos de la noche a la mañana en amigos de toda la vida, quizá podría tenerlo como aliado y que me enseñara un par de truquitos de los que seguro que conocía. No me creía que en esa cabeza suya no hubiera cientos de secretos escondidos, y aunque probablemente muchos no fueran de mi incumbencia (para él, porque en lo que a mí respectaba si me interesaban pasaban a ser inmediatamente asunto mío y por eso haría lo que fuera por averiguarlos) yo quería saber cuantos más mejor... Y si su objetivo había sido llegar a interesarme de una manera más allá de la física ya lo había conseguido, por fin podía decirlo en voz bien alta para que se enterara todo el mundo, y a mí no me importaría porque ¿qué había de vergonzoso en eso cuando ya había abandonado, hacía un rato, a cualquier idea de etiqueta o educación que sólo quería controlarme?
– Puedo aullarte al oído, si eso es lo que te gusta, y te diría que algo me dice que no es así pero, en realidad, no tengo ni idea. ¿Qué buscas tú de mí, Fausto? ¿Al lobo, a la mujer, o a Abigail? Porque, sea lo que sea lo que elijas, puedo satisfacer tu capricho siempre y cuando el resultado me interese...
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
La temperatura nunca era un detalle a tener en cuenta cuando Fausto meditaba, al igual que todo lo que tuviera que ver con su entorno 'físico', y después de emerger de su perfecto y apacible oleaje de pensamientos, los efectos de la insensibilidad en su cuerpo todavía podían durar mucho más aunque ya hubiera devuelto sus pasos al mundo terrenal. Y resultó horriblemente cómico que la primera sensación que experimentara no fuera la del frío de la noche que, además, aún se colaba por los desvergonzados retales que quedaban de la ropa de Abigail, sino la del calor que ésta consiguió transmitir con el inicuo abrazo de sus piernas en torno a la cintura del cazador. Estupendo, la felicitaba por lo entregada que había sido en su desesperación: ya había rozado parte del terreno, y la expresión se quedaba corta. Seguramente, la única oportunidad que encontrarían allí de usar esa palabra…
De todas maneras, no fue sólo un acto tan banalmente sencillo lo que hizo que terminaran de regresar todos sus sentidos, sino que ella lo acompañara de sus continuas sornas con esa insistencia tan grotesca que se hacía incluso especial. Porque si la situación seguía rezumando surrealismo se debía por encima de todo a las delicias ardientes de su desparpajo, a que de unos cuantos vistazos entre las paredes de quienes promovían la palabra del Señor, Fausto hubiera acabado sentado en una lápida de Montmartre, con el cuerpo medio desnudo de la joven a horcajadas mientras daban rienda suelta a la charla más sofisticada que pudiera asociarse a semejante escenita. Y sentir el firme apretón de los muslos de Abigail contra su propia ropa, todavía intacta e imperturbable, fue un contraste demasiado apetecible como para ignorarlo.
Claro que no tenía nada de extraño que su excitación general se rigiera por otros imperativos más metafísicos, ni siquiera se separaba de ellos en sus esporádicas visitas al burdel, la delirante y fogosa Genie podía dar fe (y su antifaz también, el amigo había presenciado de todo). Y bueno, la pequeña y pertinaz Abigail no era una prostituta (a pesar de la gran controversia que pudiera causar dicha afirmación), pero a decir verdad, tampoco le hacía falta. Ya había captado la atención de sus instintos masculinos sin necesidad de pertenecer al menú que otros hubieran seleccionado previamente y ahora mismo eso a él le garantizaba una especie de comodidad que difícilmente podría haberle dado alguien cuyo primer encuentro formal hubiera sido prácticamente en cueros. Así pues, el lugar de aquella muchachita en la escala se volvía cada vez más exclusivo. Peligrosamente exclusivo, de hecho. ¿Lo tendría tan en cuenta como debía en esa preciosa cabecita suya?
Si esto es cosa de cómo eres habitualmente, sabes que vas a tener que cambiar de táctica muy pronto. Si no, debo decirte que has elegido un momento muy interesante para tu primera vez –igual de apropiado que de irónico. El sarcasmo de su voz se percibió tan caliente como el tacto de la piel de Abigail que perturbaba las impávidas compuertas de su abrigo-. Has tenido suerte, esta noche no me importaría supervisarte.
Y allí estaban, de nuevo pisando el suelo y a una distancia escandalosamente prudencial en comparación a cómo había empezado todo. Muy gracioso, en especial para su ansiosa compañera de ¿Juegos? ¿Casualidades nocturnas? Cualquier cosa que los alejara notoriamente de la cara más delicada del destino. Las palmaditas en las mejillas de la inquisidora habían hecho su función de palanca oxidada, igual que si le hubiera dado un par de empujones más a la piedra antes de dejarla justo al borde del precipicio. Para ver cuánto más podía aguantar sin desprenderse por sí sola o, por el contrario, necesitaba que alguien le diera el golpe de gracia. ¿No había hablado hacía un momento de las culpas? En realidad, Fausto ni siquiera había negado la suya, simplemente le gustaba en exceso regodearse en la de los demás, por si no había quedado claro a esas alturas. Pero teniendo en cuenta que la cría no era corta de mente ni tampoco había apartado sus ojos golosos de él en ningún momento, en todo caso ya estaría acostumbrándose… La cuestión sería hasta cuándo.
'Si fueras a ser tan fácil como los demás, créeme, no sería tan satisfactorio…'
Mientras tú lo tengas claro -respondió tranquilamente, sin dejar de mirarla ahora que se había levantado por primera vez y estaban frente a frente en sus respectivas alturas, a la vez que ella podía corroborar con sus recuerdos cuán considerable era la de aquel hombre, y más todavía en esa distancia que nunca antes habían tenido tan próxima-, eso es lo que te hará destacar por encima de otros.
Tras apretar un nudo aún más asfixiante entre sus miradas, Fausto dio unas lentas pisadas alrededor de la chica y con eso aprovechó para inspeccionar las zonas traseras que aún no habían llegado a su campo de visión, con ese toque tan irrelevante y casual que parecían desprender sus pupilas azules hasta que finalmente daban de pleno con las de su objetivo. Y aun así, no dejaba de ser terriblemente inquietante (sobre todo para determinados rincones del cuerpo) pues que la sombría figura de Fausto buscara algo de ti, podía trastocarlo todo y que desearas no volver a recomponerlo nunca. Fascinación como moneda de cambio a cuantas atrocidades traspasaran tu mente.
Loba, mujer y Abigail… ¿No sois todas la misma? –inquirió, y le dio un pequeño toquecito para quitarle un pedazo de tela rota que llevaba colgando bajo sus paletillas desde hacía un buen rato; un roce rápido y automático, propio de las buenas formas, que de sus dedos podría haberle derretido la piel- Con razón hace tanto calor aquí –comentó, justo antes de desviarse del perímetro más cercano a Abigail y llevarse una mano al cuello para retirarse el abrigo y depositarlo justo encima de la cruz de una lápida. Su camisa blanca parecía ser lo único que la escasa luz de la luna hacía relucir, taponada a medias por su chaleco, de un color casi tan oscuro como el de la prenda de la que acababa de desprenderse. Y quién sabía si por todo lo que imponía, si por el continuo contraste con el aspecto de la chica o porque era la primera vez que ella le veía sin su abrigo (ella y la gran mayoría de transeúntes del mundo), pero casi daba la extraña sensación de tenerle desnudo-. Puedes estar segura, te interesarán muchas más cosas que el resultado –afirmó y se apoyó de brazos cruzados contra la lápida para después volver a clavarle la mirada como el dueño de todo que era-. Lo que yo busco depende primero de la otra persona, porque por mi parte siempre está todo hecho. Así que dime, te ha gustado matar a esos murciélagos, ¿verdad? ¿No crees que ha sido un regalo encontrarte con alguien que puede comprender eso?
Por su parte, sí había sido un regalo encontrarse con alguien como ella a la vuelta de uno de sus viajes mentales. Contentar a su cabeza era imprescindible, pero que su cuerpo también participara era una obligación.
De todas maneras, no fue sólo un acto tan banalmente sencillo lo que hizo que terminaran de regresar todos sus sentidos, sino que ella lo acompañara de sus continuas sornas con esa insistencia tan grotesca que se hacía incluso especial. Porque si la situación seguía rezumando surrealismo se debía por encima de todo a las delicias ardientes de su desparpajo, a que de unos cuantos vistazos entre las paredes de quienes promovían la palabra del Señor, Fausto hubiera acabado sentado en una lápida de Montmartre, con el cuerpo medio desnudo de la joven a horcajadas mientras daban rienda suelta a la charla más sofisticada que pudiera asociarse a semejante escenita. Y sentir el firme apretón de los muslos de Abigail contra su propia ropa, todavía intacta e imperturbable, fue un contraste demasiado apetecible como para ignorarlo.
Claro que no tenía nada de extraño que su excitación general se rigiera por otros imperativos más metafísicos, ni siquiera se separaba de ellos en sus esporádicas visitas al burdel, la delirante y fogosa Genie podía dar fe (y su antifaz también, el amigo había presenciado de todo). Y bueno, la pequeña y pertinaz Abigail no era una prostituta (a pesar de la gran controversia que pudiera causar dicha afirmación), pero a decir verdad, tampoco le hacía falta. Ya había captado la atención de sus instintos masculinos sin necesidad de pertenecer al menú que otros hubieran seleccionado previamente y ahora mismo eso a él le garantizaba una especie de comodidad que difícilmente podría haberle dado alguien cuyo primer encuentro formal hubiera sido prácticamente en cueros. Así pues, el lugar de aquella muchachita en la escala se volvía cada vez más exclusivo. Peligrosamente exclusivo, de hecho. ¿Lo tendría tan en cuenta como debía en esa preciosa cabecita suya?
Si esto es cosa de cómo eres habitualmente, sabes que vas a tener que cambiar de táctica muy pronto. Si no, debo decirte que has elegido un momento muy interesante para tu primera vez –igual de apropiado que de irónico. El sarcasmo de su voz se percibió tan caliente como el tacto de la piel de Abigail que perturbaba las impávidas compuertas de su abrigo-. Has tenido suerte, esta noche no me importaría supervisarte.
Y allí estaban, de nuevo pisando el suelo y a una distancia escandalosamente prudencial en comparación a cómo había empezado todo. Muy gracioso, en especial para su ansiosa compañera de ¿Juegos? ¿Casualidades nocturnas? Cualquier cosa que los alejara notoriamente de la cara más delicada del destino. Las palmaditas en las mejillas de la inquisidora habían hecho su función de palanca oxidada, igual que si le hubiera dado un par de empujones más a la piedra antes de dejarla justo al borde del precipicio. Para ver cuánto más podía aguantar sin desprenderse por sí sola o, por el contrario, necesitaba que alguien le diera el golpe de gracia. ¿No había hablado hacía un momento de las culpas? En realidad, Fausto ni siquiera había negado la suya, simplemente le gustaba en exceso regodearse en la de los demás, por si no había quedado claro a esas alturas. Pero teniendo en cuenta que la cría no era corta de mente ni tampoco había apartado sus ojos golosos de él en ningún momento, en todo caso ya estaría acostumbrándose… La cuestión sería hasta cuándo.
'Si fueras a ser tan fácil como los demás, créeme, no sería tan satisfactorio…'
Mientras tú lo tengas claro -respondió tranquilamente, sin dejar de mirarla ahora que se había levantado por primera vez y estaban frente a frente en sus respectivas alturas, a la vez que ella podía corroborar con sus recuerdos cuán considerable era la de aquel hombre, y más todavía en esa distancia que nunca antes habían tenido tan próxima-, eso es lo que te hará destacar por encima de otros.
Tras apretar un nudo aún más asfixiante entre sus miradas, Fausto dio unas lentas pisadas alrededor de la chica y con eso aprovechó para inspeccionar las zonas traseras que aún no habían llegado a su campo de visión, con ese toque tan irrelevante y casual que parecían desprender sus pupilas azules hasta que finalmente daban de pleno con las de su objetivo. Y aun así, no dejaba de ser terriblemente inquietante (sobre todo para determinados rincones del cuerpo) pues que la sombría figura de Fausto buscara algo de ti, podía trastocarlo todo y que desearas no volver a recomponerlo nunca. Fascinación como moneda de cambio a cuantas atrocidades traspasaran tu mente.
Loba, mujer y Abigail… ¿No sois todas la misma? –inquirió, y le dio un pequeño toquecito para quitarle un pedazo de tela rota que llevaba colgando bajo sus paletillas desde hacía un buen rato; un roce rápido y automático, propio de las buenas formas, que de sus dedos podría haberle derretido la piel- Con razón hace tanto calor aquí –comentó, justo antes de desviarse del perímetro más cercano a Abigail y llevarse una mano al cuello para retirarse el abrigo y depositarlo justo encima de la cruz de una lápida. Su camisa blanca parecía ser lo único que la escasa luz de la luna hacía relucir, taponada a medias por su chaleco, de un color casi tan oscuro como el de la prenda de la que acababa de desprenderse. Y quién sabía si por todo lo que imponía, si por el continuo contraste con el aspecto de la chica o porque era la primera vez que ella le veía sin su abrigo (ella y la gran mayoría de transeúntes del mundo), pero casi daba la extraña sensación de tenerle desnudo-. Puedes estar segura, te interesarán muchas más cosas que el resultado –afirmó y se apoyó de brazos cruzados contra la lápida para después volver a clavarle la mirada como el dueño de todo que era-. Lo que yo busco depende primero de la otra persona, porque por mi parte siempre está todo hecho. Así que dime, te ha gustado matar a esos murciélagos, ¿verdad? ¿No crees que ha sido un regalo encontrarte con alguien que puede comprender eso?
Por su parte, sí había sido un regalo encontrarse con alguien como ella a la vuelta de uno de sus viajes mentales. Contentar a su cabeza era imprescindible, pero que su cuerpo también participara era una obligación.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Killers {Privado} {+18}
Bien podían estar cayendo las tormentas más intensas que París había registrado en toda su historia o una tromba de nieve y hielo tan grande que ni siquiera estar resguardado en una casa evitaría el frío: a mí, mientras estuviera cerca de él, me seguiría sobrando hasta la ropa que ya no llevaba puesta porque, en fin, a quién quería engañar, ni siquiera estando intacta había sido demasiado gruesa o útil como abrigo... No podía evitar que incluso vistiéndome salieran a la luz pequeñas cosas de mí (o no tan pequeñas si era mi escote de lo que hablaba) como lo mucho que me gustaba lucir mi cuerpo, e incluso en el supuesto de poder evitarlo tampoco habría querido hacerlo a menos que tuviera que pasar por una puritana. Lo odiaba... no sería la primera vez que me tocaba hacerlo, eso era cierto, y mentía con tanta naturalidad por tantos años haciéndolo que no me costaba mucho esfuerzo meterme en el papel, pero era algo tan opuesto a mí que mi subconsciente debía de verlo como una manera de cubrir la verdadera yo, lo asociaba con mi padre y, claro, ahí era donde todo se liaba. Con él no tenía que fingir, sin embargo, con él podía hacer lo que me viniera en gana porque era evidente que no tenía la misma moralidad que aquellos demasiado restrictivos con alguien que no estaba hecho para ser atado por nada ni por nadie durante mucho tiempo; efectivamente, yo. Era la ventaja de tratar con cazadores y no con inquisidores, al menos con esos que creían sinceramente en las patrañas que contábamos y por las que matábamos a los sobrenaturales. ¡Por favor! A mí los vampiros me parecían repulsivos, pero no precisamente por tratarse de engendros de un dios en el que no creía, sino más bien porque era un lobo y ellos eran mis enemigos, era tan sencillo como eso. Que me diera más o menos placer (intelectual, físico aún no lo había probado, pero cerca estaba y eso era un hecho) era lo de menos; se trataba de algo de mi naturaleza animal, y por eso no necesitaba justificarme, algo que él comprendía a la perfección.
– La verdad es que hace tiempo que he dejado de distinguirnos, pero solíamos ser distintas al principio, más o menos los primeros días después de que me mordieran y, en fin, todo fuera historia.
Era un secreto a voces lo que mi padre había hecho con mi hermano y conmigo, así que no me sorprendería que él lo supiera y que se imaginara que precisamente el rechazo me había hecho ser aún más testaruda respecto a lo mucho que me gustaba ser un lobo y lo bien que se compaginaba con el resto de facetas de mí, que ya era compleja incluso antes de que hubiera una parte literalmente animal en la mezcla. Él también lo sabía, porque me daba cuenta de que su capacidad de observación en un sujeto como lo era yo se podía desarrollar a la perfección hasta alcanzar cotas que como poco eran impresionantes, pero no me molestaba en absoluto que así fuera porque incluso sin tener que decirle demasiado ya sabía que teníamos en común mucho más de lo que aparentábamos a simple vista, alguien que apenas parecía recién salida de la adolescencia y un hombre maduro de ojos claros pero intensos como lo era él. Qué pareja debíamos de formar... Y más tonteando en un cementerio, un lugar supuestamente sacro en el que sin embargo yo prácticamente había hecho de todo salvo lo que planeaba hacer con él a medida que siguiéramos jugando y su ropa siguiera volando de su cuerpo y me dejara ver más y más. ¡Que siguiera, por favor...! Lo que estaba empezando a vislumbrar frente a mí no dejaba de darme ganas de relamerme y de devorarlo como si ya fuera luna llena y me tocara transformarme y dejar salir mis instintos, como siempre hacía en realidad porque yo lo de controlar mis ansias no lo solía poner en práctica a menos que fuera estrictamente necesario, y con él no me lo podía parecer ni siquiera un poquito menos.
– Adoro matar vampiros, pero eso no es ningún secreto, tengo una reputación que mantener y que me encanta reafirmar con cosas como esas. Es... vocacional, y no lo tiene todo que ver con el hecho de que, bueno, de vez en cuando la luna y yo tengamos una relación particularmente intensa.
Me encogí de hombros y me crucé de brazos, divertida. Entonces aproveché para volver a acercarme a él, aunque esta vez sin segundas intenciones demasiado visibles, y sentarme en el suelo con las piernas dobladas a la manera india, según tenía entendido, aunque llevaba haciéndolo desde antes de saber que había un grupo de gente a la que les caracterizaba aquella posición. A quién quería engañar, en realidad; lo de las segundas intenciones era una broma porque habían pasado a ser las primeras cuando se trataba de él y de cualquier hombre que me pareciera merecedor de mi atención y mi cuerpo, sobre todo de lo primero, aunque lo segundo fuera lo que me daba otra gran parte de mi fama de... en fin, de ligera de cascos. Como si me importara lo más mínimo lo que la flor y nata de París pensara de mí, sobre todo teniendo en cuenta el desprecio que yo sentía por ellos y por sus actitudes desdeñosas desde sus vestidos horribles, emperifollados y almidonados hasta la extenuación. Yo también había formado parte de ese grupo alguna vez, y lo hacía en ocasiones cuando se trataba de inmiscuirme en asuntos ajenos para conseguir lo que necesitara en cada momento, pero me repugnaba la idea tanto que continué deshaciéndome de ropa y en unos escasos segundos ya no quedaba nada que me cubriera el torso de ninguna de las maneras posibles. Que lo hicieran sus manos siempre era una posibilidad interesante, e incluso deseable, así que hice lo que más me apetecía hacer en ese momento, me senté a horcajadas sobre él tan pegada que cualquier movimiento bastaría para encendernos a ambos aunque solamente se me notara a mí a primera vista, y cogí sus manos para que subieran por mi perfil e intentara cubrirme los pechos con ellas, sin conseguirlo por completo pero dejándome sentir de lleno su contacto y su calidez, que era mi mayor excusa a juzgar por el estado de mis pezones contra sus palmas.
– Yo diría que es muy buena suerte haberme encontrado contigo, sí, y que me gustaría saber hasta qué punto podemos entendernos. Por lo pronto te encomiendo la tarea de seguir conociéndome, estoy segura de que no vas a negarte... y, si lo hicieras, la verdad es que te perderías una ocasión perfecta.
– La verdad es que hace tiempo que he dejado de distinguirnos, pero solíamos ser distintas al principio, más o menos los primeros días después de que me mordieran y, en fin, todo fuera historia.
Era un secreto a voces lo que mi padre había hecho con mi hermano y conmigo, así que no me sorprendería que él lo supiera y que se imaginara que precisamente el rechazo me había hecho ser aún más testaruda respecto a lo mucho que me gustaba ser un lobo y lo bien que se compaginaba con el resto de facetas de mí, que ya era compleja incluso antes de que hubiera una parte literalmente animal en la mezcla. Él también lo sabía, porque me daba cuenta de que su capacidad de observación en un sujeto como lo era yo se podía desarrollar a la perfección hasta alcanzar cotas que como poco eran impresionantes, pero no me molestaba en absoluto que así fuera porque incluso sin tener que decirle demasiado ya sabía que teníamos en común mucho más de lo que aparentábamos a simple vista, alguien que apenas parecía recién salida de la adolescencia y un hombre maduro de ojos claros pero intensos como lo era él. Qué pareja debíamos de formar... Y más tonteando en un cementerio, un lugar supuestamente sacro en el que sin embargo yo prácticamente había hecho de todo salvo lo que planeaba hacer con él a medida que siguiéramos jugando y su ropa siguiera volando de su cuerpo y me dejara ver más y más. ¡Que siguiera, por favor...! Lo que estaba empezando a vislumbrar frente a mí no dejaba de darme ganas de relamerme y de devorarlo como si ya fuera luna llena y me tocara transformarme y dejar salir mis instintos, como siempre hacía en realidad porque yo lo de controlar mis ansias no lo solía poner en práctica a menos que fuera estrictamente necesario, y con él no me lo podía parecer ni siquiera un poquito menos.
– Adoro matar vampiros, pero eso no es ningún secreto, tengo una reputación que mantener y que me encanta reafirmar con cosas como esas. Es... vocacional, y no lo tiene todo que ver con el hecho de que, bueno, de vez en cuando la luna y yo tengamos una relación particularmente intensa.
Me encogí de hombros y me crucé de brazos, divertida. Entonces aproveché para volver a acercarme a él, aunque esta vez sin segundas intenciones demasiado visibles, y sentarme en el suelo con las piernas dobladas a la manera india, según tenía entendido, aunque llevaba haciéndolo desde antes de saber que había un grupo de gente a la que les caracterizaba aquella posición. A quién quería engañar, en realidad; lo de las segundas intenciones era una broma porque habían pasado a ser las primeras cuando se trataba de él y de cualquier hombre que me pareciera merecedor de mi atención y mi cuerpo, sobre todo de lo primero, aunque lo segundo fuera lo que me daba otra gran parte de mi fama de... en fin, de ligera de cascos. Como si me importara lo más mínimo lo que la flor y nata de París pensara de mí, sobre todo teniendo en cuenta el desprecio que yo sentía por ellos y por sus actitudes desdeñosas desde sus vestidos horribles, emperifollados y almidonados hasta la extenuación. Yo también había formado parte de ese grupo alguna vez, y lo hacía en ocasiones cuando se trataba de inmiscuirme en asuntos ajenos para conseguir lo que necesitara en cada momento, pero me repugnaba la idea tanto que continué deshaciéndome de ropa y en unos escasos segundos ya no quedaba nada que me cubriera el torso de ninguna de las maneras posibles. Que lo hicieran sus manos siempre era una posibilidad interesante, e incluso deseable, así que hice lo que más me apetecía hacer en ese momento, me senté a horcajadas sobre él tan pegada que cualquier movimiento bastaría para encendernos a ambos aunque solamente se me notara a mí a primera vista, y cogí sus manos para que subieran por mi perfil e intentara cubrirme los pechos con ellas, sin conseguirlo por completo pero dejándome sentir de lleno su contacto y su calidez, que era mi mayor excusa a juzgar por el estado de mis pezones contra sus palmas.
– Yo diría que es muy buena suerte haberme encontrado contigo, sí, y que me gustaría saber hasta qué punto podemos entendernos. Por lo pronto te encomiendo la tarea de seguir conociéndome, estoy segura de que no vas a negarte... y, si lo hicieras, la verdad es que te perderías una ocasión perfecta.
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
Si se quería saber algo del infierno, allí estaba él, impávido y mitológico, para responder a cualquier pregunta. Porque vivía en uno desde el primer segundo que pasó en la tierra, porque toda su existencia había estado marcada por los episodios de cuantos demonios asomaran sus burbujeantes hocicos para husmear en aquella rebeldía, porque la trágica historia del doctor Fausto se empezó a escribir desde que prendió fuego al papel y la casa se incendió junto al alma de sus nefastos progenitores. No hacía falta esperarse un siglo entero más para que a Jean Paul Sartre le diera la gana de decir que el infierno éramos nosotros; el hombre que se recostaba allí contra una lápida se bastaba solito para abarcar todas las llamas posibles, no le hacía falta más compañía. Es decir, si no le interesaba expresamente...
Por fin la ocurrente y divertida Abigail le confirmaba que era una hija de la luna, como los llamaban algunos en aquella poesía tan irrisoria, aunque de hecho, se estaba acordando de quién más era hija. Abigail Zarkozi, por supuesto, el aciago producto de un padre que había metido mano de su maldición y la de su hermano para contentar oficialmente a esa Inquisición de coyotes sebosos y falsos testimonios. Sin duda, la mujer se iba llenando de más interés por momentos, y ni siquiera le hacía falta, que era cuando a Fausto más le gustaba que la gente lo demostrara. Ahora, tenía un contexto detrás que enriquecía los apartados más siniestros de su peculiaridad, al igual que él (bueno, nunca igual que él, pero a veces se sentía generoso de aceptar que algunas comparaciones pasaran por su lado, y ya le había concedido demasiadas libertades a esa muchacha como para ponerse tan remilgado en ésa). El ambiente parecía querer dotarles de más matices a medida que hablaban, y lo que no hablaban, para seguir evidenciando que aquel encuentro tenía lo mismo de inevitable que de frío. Ya que los pechos de Abigail se erizaban sin ninguna capa más que la de su propia piel y el abrigo de Fausto aún había tenido tiempo de ondear un poco al viento antes de deshacerse de él. Pero el frío propiamente dicho, el frío que sería lógico estando prácticamente desnudo o mínimamente descubierto, todavía no había hecho acto de presencia. Tendría miedo de que se rieran de él tanto como se habían reído del protocolo de la humanidad.
En estos momentos, nada de ti es un secreto a simple vista, cachorra. Sé que también es un aporte verbal innecesario, pero ya me has demostrado lo mucho que aprecias que se hagan, y bueno, puesto que la vista no deja de ser 'simple', concedámosle algo de crédito, a la pobre –replicó, en tanto miraba cómo ella le miraba a él, en un ciclo consecutivo y singular que tenía pinta de irse a quedar por mucho rato junto a aquella sarta de desfachatez y represión incompatibles, pero intensamente fluidas. Ay, hasta cuándo más...-. Interesante. ¿Cuánto tiempo tardaste en darte cuenta de que te gustaba tu condena? Imagino que habría sido incluso menos, si te hubiesen dejado más a tu aire. Conténtate con que ahora se necesita apenas un vistazo para saber que oprimir tus caprichos, loba solitaria, es tan sencillo como mirarse la nuca sin un espejo.
Hasta el veneno de su lengua podía escurrirse por sus palabras cuando las usaba para halagar. Decían que los insultos de Fausto dolían, pero que más aún dolían sus cumplidos y el cazador lo sabía tanto como sabía que la lujuriosa mirada de la inquisidora le estaba ayudando a desnudarse desde que había dado con él entre las tumbas del cementerio. Éste tan sólo se había deshecho de la primera y más convencional prenda y las ansias de sus pupilas verdes sólo hacían que desparramarse con avidez sobre el resultado a la velocidad con la que su esbelta silueta quedaba al descubierto; del aire, de la noche y de la 'simple vista'.
Iba a decir algo al respecto de los chupasangres, pero la niñita revoltosa consiguió hacer algo de lo que muy pocos podían vanagloriarse: le interrumpió, le interrumpió de verdad. Lo hizo sin darse cuenta, pues todo había permanecido atorado en las firmes cavernas de su mente y por fuera ni siquiera había dado muestras de ir a abrir la boca, pero de todas maneras, lo hizo. Y eso había sido innegable para la realidad de la que Fausto fue plenamente consciente al sostener el tacto de los pezones de Abigail en sus firmes manos que habían aniquilado de todo y que ahora se dedicaban a descansar su poder sobre el cuerpo de una valquiria desnuda. Un gesto sencillo para un vulgar resultado que, sin embargo, le sorprendía lo mismo que le escandalizaba. En efecto, absolutamente nada.
Gracias a ti, ahora mismo nadie diría que me he perdido una ocasión perfecta –comentó, y para la enorme satisfacción de su interlocutora, el teólogo le devolvió el primer contacto de toda la velada al deslizar sus dedos justo por donde la chica había elegido, y un poco más... Hasta que ésta notó cómo la firmeza de sus caricias se convertía en un completo agarre cuando la levantó unos segundos desde esos pechos perfectos sólo para luego sentarla encima de una tumba especialmente grande. De nuevo, alejó las manos de su desnudez y recuperó su largo y oscuro abrigo que, acto seguido, le colocó a ella sobre los hombros-. Cómo iba a negarme a estas peligrosas alturas, pero para conocerte, necesitaría que no te murieras de frío –el tono mordaz de su voz tuvo una capacidad especialmente perforadora, mientras contemplaba a Abigail desde su altura superior, y más si permanecía así de pie-. Bueno, espera, ¿de frío? –apuntó, y en un parpadeo digno de las cualidades predadoras de ambos, le arrancó de su parte de abajo todas las trizas de ropa que aún podían restar en su figura, ya completa y absolutamente como el Dios en el que ninguno de los dos creía la había traído al mundo (a excepción del abrigo de Fausto que, de todas maneras, no le ayudaba a ocultar nada de frente)- Mucho mejor, había que compensar por algún lado o tu cuerpo no iba a saber de qué matarte. Aunque eso no era lo que nos interesaba, ¿verdad?
Apoyó el brazo entero encima de la lápida que ella ahora usaba de respaldo y con una pierna flexionada al lado de las suyas, se inclinó sobre la mujer para llenarla hasta arriba del azul de su mirada. Todavía podía oler a la muerte de vampiro que desprendían sus largos cabellos. Excitante.
Por fin la ocurrente y divertida Abigail le confirmaba que era una hija de la luna, como los llamaban algunos en aquella poesía tan irrisoria, aunque de hecho, se estaba acordando de quién más era hija. Abigail Zarkozi, por supuesto, el aciago producto de un padre que había metido mano de su maldición y la de su hermano para contentar oficialmente a esa Inquisición de coyotes sebosos y falsos testimonios. Sin duda, la mujer se iba llenando de más interés por momentos, y ni siquiera le hacía falta, que era cuando a Fausto más le gustaba que la gente lo demostrara. Ahora, tenía un contexto detrás que enriquecía los apartados más siniestros de su peculiaridad, al igual que él (bueno, nunca igual que él, pero a veces se sentía generoso de aceptar que algunas comparaciones pasaran por su lado, y ya le había concedido demasiadas libertades a esa muchacha como para ponerse tan remilgado en ésa). El ambiente parecía querer dotarles de más matices a medida que hablaban, y lo que no hablaban, para seguir evidenciando que aquel encuentro tenía lo mismo de inevitable que de frío. Ya que los pechos de Abigail se erizaban sin ninguna capa más que la de su propia piel y el abrigo de Fausto aún había tenido tiempo de ondear un poco al viento antes de deshacerse de él. Pero el frío propiamente dicho, el frío que sería lógico estando prácticamente desnudo o mínimamente descubierto, todavía no había hecho acto de presencia. Tendría miedo de que se rieran de él tanto como se habían reído del protocolo de la humanidad.
En estos momentos, nada de ti es un secreto a simple vista, cachorra. Sé que también es un aporte verbal innecesario, pero ya me has demostrado lo mucho que aprecias que se hagan, y bueno, puesto que la vista no deja de ser 'simple', concedámosle algo de crédito, a la pobre –replicó, en tanto miraba cómo ella le miraba a él, en un ciclo consecutivo y singular que tenía pinta de irse a quedar por mucho rato junto a aquella sarta de desfachatez y represión incompatibles, pero intensamente fluidas. Ay, hasta cuándo más...-. Interesante. ¿Cuánto tiempo tardaste en darte cuenta de que te gustaba tu condena? Imagino que habría sido incluso menos, si te hubiesen dejado más a tu aire. Conténtate con que ahora se necesita apenas un vistazo para saber que oprimir tus caprichos, loba solitaria, es tan sencillo como mirarse la nuca sin un espejo.
Hasta el veneno de su lengua podía escurrirse por sus palabras cuando las usaba para halagar. Decían que los insultos de Fausto dolían, pero que más aún dolían sus cumplidos y el cazador lo sabía tanto como sabía que la lujuriosa mirada de la inquisidora le estaba ayudando a desnudarse desde que había dado con él entre las tumbas del cementerio. Éste tan sólo se había deshecho de la primera y más convencional prenda y las ansias de sus pupilas verdes sólo hacían que desparramarse con avidez sobre el resultado a la velocidad con la que su esbelta silueta quedaba al descubierto; del aire, de la noche y de la 'simple vista'.
Iba a decir algo al respecto de los chupasangres, pero la niñita revoltosa consiguió hacer algo de lo que muy pocos podían vanagloriarse: le interrumpió, le interrumpió de verdad. Lo hizo sin darse cuenta, pues todo había permanecido atorado en las firmes cavernas de su mente y por fuera ni siquiera había dado muestras de ir a abrir la boca, pero de todas maneras, lo hizo. Y eso había sido innegable para la realidad de la que Fausto fue plenamente consciente al sostener el tacto de los pezones de Abigail en sus firmes manos que habían aniquilado de todo y que ahora se dedicaban a descansar su poder sobre el cuerpo de una valquiria desnuda. Un gesto sencillo para un vulgar resultado que, sin embargo, le sorprendía lo mismo que le escandalizaba. En efecto, absolutamente nada.
Gracias a ti, ahora mismo nadie diría que me he perdido una ocasión perfecta –comentó, y para la enorme satisfacción de su interlocutora, el teólogo le devolvió el primer contacto de toda la velada al deslizar sus dedos justo por donde la chica había elegido, y un poco más... Hasta que ésta notó cómo la firmeza de sus caricias se convertía en un completo agarre cuando la levantó unos segundos desde esos pechos perfectos sólo para luego sentarla encima de una tumba especialmente grande. De nuevo, alejó las manos de su desnudez y recuperó su largo y oscuro abrigo que, acto seguido, le colocó a ella sobre los hombros-. Cómo iba a negarme a estas peligrosas alturas, pero para conocerte, necesitaría que no te murieras de frío –el tono mordaz de su voz tuvo una capacidad especialmente perforadora, mientras contemplaba a Abigail desde su altura superior, y más si permanecía así de pie-. Bueno, espera, ¿de frío? –apuntó, y en un parpadeo digno de las cualidades predadoras de ambos, le arrancó de su parte de abajo todas las trizas de ropa que aún podían restar en su figura, ya completa y absolutamente como el Dios en el que ninguno de los dos creía la había traído al mundo (a excepción del abrigo de Fausto que, de todas maneras, no le ayudaba a ocultar nada de frente)- Mucho mejor, había que compensar por algún lado o tu cuerpo no iba a saber de qué matarte. Aunque eso no era lo que nos interesaba, ¿verdad?
Apoyó el brazo entero encima de la lápida que ella ahora usaba de respaldo y con una pierna flexionada al lado de las suyas, se inclinó sobre la mujer para llenarla hasta arriba del azul de su mirada. Todavía podía oler a la muerte de vampiro que desprendían sus largos cabellos. Excitante.
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Si conseguí reprimir al jadeo que quiso escapárseme cuando él me devolvió la caricia a la que lo había obligado (sí, bueno, porque él estaba asqueado con mi contacto, con verme desnuda y con todo lo demás... Estaba claro) había sido, únicamente, por una cuestión de orgullo, nada más. Aparte de la Marsellesa, pocas cosas nos identificaban tanto a los enfants de la patrie que nuestro orgullo, uno muy distinto según en qué persona se hubiera materializado con más o menos fuerza, pero que en mí brillaba tanto como un diamante bajo la luz del sol, le pesara a quien le pesase. Sólo que a él no parecía molestarle demasiado, sino más bien al contrario: por lo que parecía, le hacía tanta gracia mi actitud como a mí me volvía loca la suya, entre su voz al llamarme cachorra (con diferencia la palabra más sensual que había oído) y sus gestos, galantes y bruscos a la vez. Sin poder evitarlo, me rebocé un poco en su abrigo para que aunque no tapara mucho de lo que le estaba dejando ver de frente, sí que al menos cumpliera con otra función no menos importante: quitarme el frío... si lo tuviera. Como no lo tenía, probablemente un interesante efecto secundario de mi ardiente naturaleza (sí, de la lupina también), conseguí algo no menos interesante: embriagarme de su esencia al mismo tiempo que me apresaba poco a poco en sus intensos ojos azules, tan oscuros en la noche como el mar cuando no hay ni un rayo de luz, salvo la luna, para mirarlos. La combinación, como descubrí enseguida, fue un afrodisiaco aún mayor que cualquiera de los que había probado durante mi extensa experiencia en el mundo carnal, ya fuera con hombres o con mujeres, y sin poder (ni querer, que a fin de cuentas era un capricho mío, como él bien lo había dicho antes...) evitarlo lo agarré de la cara para besarlo. Y aquel no fue un beso cualquiera, no; fue uno de los más intensos que recordaba dar, especialmente porque aunque a él lo cogí por sorpresa supo enredar su lengua con la mía con tanta intensidad que, cuando me separé, jadeaba, esta vez sí.
– Supongo que fue a la vez que los colmillos del lobo me empezaron a desgarrar la piel, pero la verdad es que nunca he sido muy buena calculando el tiempo cuando soy presa de sensaciones muy intensas, ya sea un orgasmo o la pérdida generalizada de sangre y el mayor dolor que conozco.
En el momento en que sonreí, me noté la piel tirante por el frío que le estaba dando de lleno, incluso prácticamente apretada contra el cuerpo del hombre a quien había interrumpido en plena meditación... como si no le hubiera ofrecido una alternativa muchísimo mejor a dedicarse a la introspección, a las pruebas me remitía. Por eso, retomando la excusa que él mismo me había dado y que en boca de cualquier otro sonaría hasta patética, reduje aún más la distancia que nos separaba y prácticamente lo abalancé sobre mí para que fuera su cuerpo lo que terminara el emparedado en el que estaba atrapada, gracias también a la lápida. Prefería mil veces, eso sí, a Fausto... Sobre todo porque parecía impasible en apariencia aunque yo supiera que no lo estaba, había observado tan ávidamente sus ojos que me era posible hasta diferenciar cada nuevo impulso que se pasaba por ellos, y desde luego había reaccionado ante mi acercamiento. Exactamente igual que yo, aunque a diferencia de él mi naturaleza no era tan misteriosa si yo no quería que lo fuera y no había parte de mi anatomía, visible o no visible, que no hubiera reaccionado al sentir su peso sobre el mío como si estuviéramos en otras circunstancias muy diferentes... Las únicas en las que me gustaba que me sometieran o que alguien ejerciera presión sobre mi cuerpo, aparte de mí, claro. Pero como él aún estaba demasiado vestido para que llegáramos a la fantasía que tenía en mente desde que lo había atrapado, sin siquiera buscármelo, preferí facilitarnos la tarea a los dos llevando las manos a su pecho y jugando con los botones de su camisa, como una maravillosa excusa para acariciar su piel e incluso rizar el vello que se colaba a través de la tela entreabierta, tan sediento de mi contacto como lo estaba él. O como lo estaba yo, que probablemente llegados a aquel punto nuestro ardor era muy similar incluso si él lo expresaba de manera ligeramente distinta a la mía. Una mera cuestión de matices que no me daba demasiados dolores de cabeza, en realidad, porque ni siquiera le dedicaba más de un pensamiento, no pudiendo concentrarme en él por completo.
– No lo sé, Fausto, ¿no es matarme a orgasmos lo que más te apetece en este momento? Aunque, bueno, es posible que esa sea yo... De todas maneras, sería enteramente culpa tuya, ¿sabes? Vienes provocando y, claro, así no se puede.
Lo separé, esta vez, un instante de mí, pero solamente para hacer alarde de la fuerza que me había regalado la bendición a la que muchos llamaban maldición y que corría por mis venas. ¿Qué hice con aquella fuerza, podría ser la siguiente pregunta? Bueno, digamos que lo giré para que él se quedara sentado contra la lápida y yo me senté sobre su regazo, tan absolutamente desnuda como él se había encargado de que estuviera y apenas cubierta por un abrigo, el suyo, que me estaba enorme... especialmente a la altura de las mangas. Era poco práctico, lo reconocía, pero la sensualidad de la situación me estaba volviendo increíblemente loca y me hacía desear tener más de su contacto o ver más de su cuerpo o, por qué no, ambas. Por ese motivo, terminé de desabrocharle la camisa con mucha más delicadeza que la que él había utilizado conmigo, ya que ni siquiera rompí un solo botón, pero en vez de arrancársela me quedé examinando la obra de arte pagano que tenía delante, con los músculos tan definidos que podría escribir un estudio de anatomía con su simple visión. Y como la idea esa última me pareció tan buena, mis dedos se dedicaron a delinear sus pectorales, primero, y sus abdominales después, al tiempo que me lamía los labios en la señal más universalmente clara de lo que él me provocaba: hambre. No necesitaba ni hablar mi mismo idioma, aunque lo hacía, para entender el impulso que me había estado provocando desde hacía tanto rato, especialmente si yo no hacía nada para esconderlo, ni falta que hacía. Sería insultar a su inteligencia pretender que no se había dado cuenta desde hacía un rato de cosas de la conversación que ni siquiera tenían que ver con el lenguaje verbal, sino sólo con el corporal, y yo era más inteligente que eso... Probablemente por eso lo atraía, y no tanto por mi físico.
– Mi capricho, ahora mismo, es dejarte seco aquí y ahora, hasta que me tiemblen tanto las piernas como a una potra recién nacida o a una cachorra. Y, como bien sabes, no soy de las que se reprimen en lo que desean...
– Supongo que fue a la vez que los colmillos del lobo me empezaron a desgarrar la piel, pero la verdad es que nunca he sido muy buena calculando el tiempo cuando soy presa de sensaciones muy intensas, ya sea un orgasmo o la pérdida generalizada de sangre y el mayor dolor que conozco.
En el momento en que sonreí, me noté la piel tirante por el frío que le estaba dando de lleno, incluso prácticamente apretada contra el cuerpo del hombre a quien había interrumpido en plena meditación... como si no le hubiera ofrecido una alternativa muchísimo mejor a dedicarse a la introspección, a las pruebas me remitía. Por eso, retomando la excusa que él mismo me había dado y que en boca de cualquier otro sonaría hasta patética, reduje aún más la distancia que nos separaba y prácticamente lo abalancé sobre mí para que fuera su cuerpo lo que terminara el emparedado en el que estaba atrapada, gracias también a la lápida. Prefería mil veces, eso sí, a Fausto... Sobre todo porque parecía impasible en apariencia aunque yo supiera que no lo estaba, había observado tan ávidamente sus ojos que me era posible hasta diferenciar cada nuevo impulso que se pasaba por ellos, y desde luego había reaccionado ante mi acercamiento. Exactamente igual que yo, aunque a diferencia de él mi naturaleza no era tan misteriosa si yo no quería que lo fuera y no había parte de mi anatomía, visible o no visible, que no hubiera reaccionado al sentir su peso sobre el mío como si estuviéramos en otras circunstancias muy diferentes... Las únicas en las que me gustaba que me sometieran o que alguien ejerciera presión sobre mi cuerpo, aparte de mí, claro. Pero como él aún estaba demasiado vestido para que llegáramos a la fantasía que tenía en mente desde que lo había atrapado, sin siquiera buscármelo, preferí facilitarnos la tarea a los dos llevando las manos a su pecho y jugando con los botones de su camisa, como una maravillosa excusa para acariciar su piel e incluso rizar el vello que se colaba a través de la tela entreabierta, tan sediento de mi contacto como lo estaba él. O como lo estaba yo, que probablemente llegados a aquel punto nuestro ardor era muy similar incluso si él lo expresaba de manera ligeramente distinta a la mía. Una mera cuestión de matices que no me daba demasiados dolores de cabeza, en realidad, porque ni siquiera le dedicaba más de un pensamiento, no pudiendo concentrarme en él por completo.
– No lo sé, Fausto, ¿no es matarme a orgasmos lo que más te apetece en este momento? Aunque, bueno, es posible que esa sea yo... De todas maneras, sería enteramente culpa tuya, ¿sabes? Vienes provocando y, claro, así no se puede.
Lo separé, esta vez, un instante de mí, pero solamente para hacer alarde de la fuerza que me había regalado la bendición a la que muchos llamaban maldición y que corría por mis venas. ¿Qué hice con aquella fuerza, podría ser la siguiente pregunta? Bueno, digamos que lo giré para que él se quedara sentado contra la lápida y yo me senté sobre su regazo, tan absolutamente desnuda como él se había encargado de que estuviera y apenas cubierta por un abrigo, el suyo, que me estaba enorme... especialmente a la altura de las mangas. Era poco práctico, lo reconocía, pero la sensualidad de la situación me estaba volviendo increíblemente loca y me hacía desear tener más de su contacto o ver más de su cuerpo o, por qué no, ambas. Por ese motivo, terminé de desabrocharle la camisa con mucha más delicadeza que la que él había utilizado conmigo, ya que ni siquiera rompí un solo botón, pero en vez de arrancársela me quedé examinando la obra de arte pagano que tenía delante, con los músculos tan definidos que podría escribir un estudio de anatomía con su simple visión. Y como la idea esa última me pareció tan buena, mis dedos se dedicaron a delinear sus pectorales, primero, y sus abdominales después, al tiempo que me lamía los labios en la señal más universalmente clara de lo que él me provocaba: hambre. No necesitaba ni hablar mi mismo idioma, aunque lo hacía, para entender el impulso que me había estado provocando desde hacía tanto rato, especialmente si yo no hacía nada para esconderlo, ni falta que hacía. Sería insultar a su inteligencia pretender que no se había dado cuenta desde hacía un rato de cosas de la conversación que ni siquiera tenían que ver con el lenguaje verbal, sino sólo con el corporal, y yo era más inteligente que eso... Probablemente por eso lo atraía, y no tanto por mi físico.
– Mi capricho, ahora mismo, es dejarte seco aquí y ahora, hasta que me tiemblen tanto las piernas como a una potra recién nacida o a una cachorra. Y, como bien sabes, no soy de las que se reprimen en lo que desean...
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
Seguramente alguna parte recóndita de su organismo pensó ('pensó', no se había equivocado de verbo, no, pues en el caso de Fausto hasta los instintos más primarios de la naturaleza humana se servían de paradojas) que ya había (¿habían?) esperado lo suficiente. O lo que vulgarmente (para él, que solía moverse al revés de todo lo habitual en los demás) se expresaba con un contundente 'ya era hora': su cuerpo había empezado a reaccionar de un modo parecido al de la mujer que llevaba con el deseo inyectado en sangre desde su aparición semidesnuda (y ese prefijo debía de ser lo más considerado de toda la velada, y ni siquiera había formado parte de la conversación. Cuánta ironía… calcinada y húmeda, como la bienvenida que recibió entre las piernas de la dulce Abigail).
Por muy larga que se hubiera hecho la espera, no había nada que se pudiera equiparar al impacto de una colisión que llevaba ansiándose desde hacía largo rato, incluso si el resultado podría significar un amasijo de huesos rotos, la pérdida de los sentidos o la muerte misma. La urgencia de tocar fondo y hundir allí las uñas hasta llenarlas de sangre en lo que ya sería el final de la agonía… y en aquel caso, el principio de una nueva. El golpe maestro que extinguía de una vez por todas la tortura de la vida se parecía mucho a la culminación del éxtasis sexual, y aquella conclusión tan certera como perturbadora sólo podía ser experimentada a manos de un hombre de la locura de Fausto. Pues algo similar debió de sentir por fin aquella loba hambrienta en su fuero interno cuando traspasó la primera barrera carnal en forma de beso y cada una de sus impaciencias le fue devuelta por él con una intensidad diabólica.
De bestia a bestia, la que el teólogo tenía enroscada cuerpo a cuerpo se había esforzado por incitarle con una habilidad deslumbrante, la prueba estaba en que irónicamente se había presentado cubierta sólo por un par de harapos y, sin embargo, no había llegado a tastar la lengua del cazador hasta hacía pocos segundos. ¿Qué podría medir mejor su dominio sexual que descubrir las armas de su cuerpo perfecto para después conseguir excitar ante todo por lo que decía y cómo lo decía? No era algo que le hubiera pasado antes con ninguna mujer, mucho menos si ésta ni siquiera buscaba una respuesta económica. Sin duda alguna, Abigail Zarkozi se merecía una recompensa. ¿Y para qué omitir lo obvio? Fausto también.
Imagino, pues, que habrás desistido de calcular todo esto –los jadeos de su voz hablaron con la misma puntería que una flecha, de punta afilada y candente; dispuesta a marcar al ternero que había provocado su disparo-. Estás muy alterada, cachorra, deberías empezar a calmarte un poco.
Interesante que ésas fueran sus palabras exactas después de haber devorado sus labios con la destreza que se asociaba más bien a las criaturas que él mismo cazaba (pero, ¿acaso los animales no se cazaban también entre ellos?). Aunque el colmo de la contradicción llegó de pleno entonces, tras rodear uno de sus muslos con toda la mano y acoplarse infinitamente mejor a su silueta desnuda… contra su propia reacción aún vestida. Desesperante, acalorada y borrosa, la sensación de tenerlo así pegado, tras un intercambio salvaje de mordiscos propio de las mejores cacerías y unas frases insistentemente estoicas… bueno, si la joven ya estaba loca de atar, por culpa de aquello podría acabar en lobotomías y sesos esparcidos por el suelo.
'Matarte a orgasmos'… –repitió, y el color azul de sus ojos oscurecido por la noche parecía el de una tormenta reflejada en el mar. Mar, agua, azul, frío. Un contraste igual de cruento que su comportamiento ante el calor que les barría la piel en aquellos instantes de contacto pleno- A ti nadie te ha hecho probar de verdad eso de 'cuidado con lo que deseas', ¿no es cierto? –sonrió, y aprovechó los momentos que ella empleaba en empezar a descubrirle el torso, pues él ya no tenía que hacer absolutamente nada por desnudar a la otra parte, para repasarla de arriba abajo y proyectar en su mirada el último resquicio de tranquilidad que le quedaba… Al menos, hasta nuevo y satisfecho aviso- Tienes toda la razón, así no se puede.
Permitió que la fuerza sobrenatural de Abigail volviera a cambiar las posiciones, permitió que el temblor de su excitación se desparramara por donde se le antojara en aquel mapa de cicatrices que cubrían el cuerpo del hombre, incluida la parte del pecho que ahora se dedicaba a delinear con sus dedos húmedos. Permitió que se contentara con la anatomía masculina que ya se conocería a la perfección y que, aun así, necesitaba zamparse con los ojos y con las manos y seguramente con muchas otras zonas más. Porque era la anatomía de Fausto, y no de cualquiera, porque se había hecho de rogar en un terreno carnal que había logrado trasgredir al habla misma, a una distancia sexual capaz de encender su clítoris sin ni siquiera rozarlo. Algo que, de todos modos, acabó haciendo y cuando esto ocurrió, la inquisidora pudo comprobar a qué se refería con su advertencia.
Apoyó la espalda contra la lápida, su chaleco negro se deslizó por sus brazos a la vez que la camisa que ella le había dejado a medias y no tardó ni un segundo más en hundir las uñas hasta el centro de sus nalgas y acomodar la mano contraria justo en su sagrado agujero. Una oleada de espasmos salió disparada desde la punta de sus uñas, movidas por el largo y extenuante vaivén de unos dedos que sabían perfectamente lo que se hacían, y que causaban el doble, el triple, el cuádruple de efecto al ser éste causado por la misma persona impasible que había retrasado esa situación con una insolencia arrolladora. No sólo extrajo hasta la última gota que quedaba entre sus piernas, sino que aumentó la producción sin darse un respiro, sin frenar los arañazos con la otra mano que iban de su trasero a su columna vertebral, y de ahí a sus caderas, y luego a los escalofríos de su vientre que acababan descendiendo a una mayor humedad; a una lubricación perfecta.
Sujétate bien –indicó de golpe, tras aquella abrumadora sucesión de minutos, e igualmente no le dio mucho tiempo a procesar la orden porque él mismo la sostuvo de la cintura al ponerse en pie por enésima vez, pero siendo ésta muy distinta a las anteriores. Colocó a la muchacha encima del borde de la lápida para tener plena libertad a la hora de terminar de deshacerse de sus ropajes y ofrecerle una visión impecable de su gladiadora figura-. ¿Tu capricho es dejarme seco aquí y ahora? –replicó, y volvió a aproximarse para apresarle la barbilla con dos dedos, al tiempo que retiraba su propio abrigo de los hombros de la chica… La única prenda que él había podido quitarle- Eso será si queda algo de ti.
Por muy larga que se hubiera hecho la espera, no había nada que se pudiera equiparar al impacto de una colisión que llevaba ansiándose desde hacía largo rato, incluso si el resultado podría significar un amasijo de huesos rotos, la pérdida de los sentidos o la muerte misma. La urgencia de tocar fondo y hundir allí las uñas hasta llenarlas de sangre en lo que ya sería el final de la agonía… y en aquel caso, el principio de una nueva. El golpe maestro que extinguía de una vez por todas la tortura de la vida se parecía mucho a la culminación del éxtasis sexual, y aquella conclusión tan certera como perturbadora sólo podía ser experimentada a manos de un hombre de la locura de Fausto. Pues algo similar debió de sentir por fin aquella loba hambrienta en su fuero interno cuando traspasó la primera barrera carnal en forma de beso y cada una de sus impaciencias le fue devuelta por él con una intensidad diabólica.
De bestia a bestia, la que el teólogo tenía enroscada cuerpo a cuerpo se había esforzado por incitarle con una habilidad deslumbrante, la prueba estaba en que irónicamente se había presentado cubierta sólo por un par de harapos y, sin embargo, no había llegado a tastar la lengua del cazador hasta hacía pocos segundos. ¿Qué podría medir mejor su dominio sexual que descubrir las armas de su cuerpo perfecto para después conseguir excitar ante todo por lo que decía y cómo lo decía? No era algo que le hubiera pasado antes con ninguna mujer, mucho menos si ésta ni siquiera buscaba una respuesta económica. Sin duda alguna, Abigail Zarkozi se merecía una recompensa. ¿Y para qué omitir lo obvio? Fausto también.
Imagino, pues, que habrás desistido de calcular todo esto –los jadeos de su voz hablaron con la misma puntería que una flecha, de punta afilada y candente; dispuesta a marcar al ternero que había provocado su disparo-. Estás muy alterada, cachorra, deberías empezar a calmarte un poco.
Interesante que ésas fueran sus palabras exactas después de haber devorado sus labios con la destreza que se asociaba más bien a las criaturas que él mismo cazaba (pero, ¿acaso los animales no se cazaban también entre ellos?). Aunque el colmo de la contradicción llegó de pleno entonces, tras rodear uno de sus muslos con toda la mano y acoplarse infinitamente mejor a su silueta desnuda… contra su propia reacción aún vestida. Desesperante, acalorada y borrosa, la sensación de tenerlo así pegado, tras un intercambio salvaje de mordiscos propio de las mejores cacerías y unas frases insistentemente estoicas… bueno, si la joven ya estaba loca de atar, por culpa de aquello podría acabar en lobotomías y sesos esparcidos por el suelo.
'Matarte a orgasmos'… –repitió, y el color azul de sus ojos oscurecido por la noche parecía el de una tormenta reflejada en el mar. Mar, agua, azul, frío. Un contraste igual de cruento que su comportamiento ante el calor que les barría la piel en aquellos instantes de contacto pleno- A ti nadie te ha hecho probar de verdad eso de 'cuidado con lo que deseas', ¿no es cierto? –sonrió, y aprovechó los momentos que ella empleaba en empezar a descubrirle el torso, pues él ya no tenía que hacer absolutamente nada por desnudar a la otra parte, para repasarla de arriba abajo y proyectar en su mirada el último resquicio de tranquilidad que le quedaba… Al menos, hasta nuevo y satisfecho aviso- Tienes toda la razón, así no se puede.
Permitió que la fuerza sobrenatural de Abigail volviera a cambiar las posiciones, permitió que el temblor de su excitación se desparramara por donde se le antojara en aquel mapa de cicatrices que cubrían el cuerpo del hombre, incluida la parte del pecho que ahora se dedicaba a delinear con sus dedos húmedos. Permitió que se contentara con la anatomía masculina que ya se conocería a la perfección y que, aun así, necesitaba zamparse con los ojos y con las manos y seguramente con muchas otras zonas más. Porque era la anatomía de Fausto, y no de cualquiera, porque se había hecho de rogar en un terreno carnal que había logrado trasgredir al habla misma, a una distancia sexual capaz de encender su clítoris sin ni siquiera rozarlo. Algo que, de todos modos, acabó haciendo y cuando esto ocurrió, la inquisidora pudo comprobar a qué se refería con su advertencia.
Apoyó la espalda contra la lápida, su chaleco negro se deslizó por sus brazos a la vez que la camisa que ella le había dejado a medias y no tardó ni un segundo más en hundir las uñas hasta el centro de sus nalgas y acomodar la mano contraria justo en su sagrado agujero. Una oleada de espasmos salió disparada desde la punta de sus uñas, movidas por el largo y extenuante vaivén de unos dedos que sabían perfectamente lo que se hacían, y que causaban el doble, el triple, el cuádruple de efecto al ser éste causado por la misma persona impasible que había retrasado esa situación con una insolencia arrolladora. No sólo extrajo hasta la última gota que quedaba entre sus piernas, sino que aumentó la producción sin darse un respiro, sin frenar los arañazos con la otra mano que iban de su trasero a su columna vertebral, y de ahí a sus caderas, y luego a los escalofríos de su vientre que acababan descendiendo a una mayor humedad; a una lubricación perfecta.
Sujétate bien –indicó de golpe, tras aquella abrumadora sucesión de minutos, e igualmente no le dio mucho tiempo a procesar la orden porque él mismo la sostuvo de la cintura al ponerse en pie por enésima vez, pero siendo ésta muy distinta a las anteriores. Colocó a la muchacha encima del borde de la lápida para tener plena libertad a la hora de terminar de deshacerse de sus ropajes y ofrecerle una visión impecable de su gladiadora figura-. ¿Tu capricho es dejarme seco aquí y ahora? –replicó, y volvió a aproximarse para apresarle la barbilla con dos dedos, al tiempo que retiraba su propio abrigo de los hombros de la chica… La única prenda que él había podido quitarle- Eso será si queda algo de ti.
Última edición por Fausto el Sáb Mar 28, 2015 5:51 pm, editado 1 vez
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Killers {Privado} {+18}
Si en algún momento alguien me hubiera dicho que el tieso y meditabundo (atención al juego de palabras) hombre al que conocía como Fausto pudiera mostrarse tan pasional como lo estaba haciendo conmigo, no sé si no lo habría creído o directamente me habría reído de la feliz ocurrencia de aquel pobre desgraciado que hacía las veces de mensajero. Por supuesto, la posibilidad se me había ocurrido como una fantasía que cosechaba desde la primera vez que había posado los ojos sobre él y me había seducido con su mirada, a sabiendas o no, pero de ahí a verlo absolutamente confirmado, ¡y de qué manera!, había un enorme trecho sobre el cual yo me iba a revolcar enseguida. En cierto modo, comprender que él podía resultar a la vez abrasador como helador con un simple movimiento servía para volverme completamente loca por el contraste, y también para que me planteara que quizá él fuera la horma de mi zapato, al menos carnalmente hablando: yo tan arrolladoramente explosiva; él, tan meditadamente frío y aun así tan cálido al mismo tiempo. Lo fuera o no, aunque eso podría dar para un interesante debate a posteriori, cuando recuperara la capacidad de razonar que él me había arrancado de cuajo, lo que sí que sabía era que me estaba haciendo disfrutar de una manera absolutamente deliciosa e impredecible, y por eso mismo me dejé llevar... aún más de lo normal. Si algo me caracterizaba en lo carnal era, precisamente, que como hacía en la vida lo llevara todo al extremo y las medias tintas me dejaran insatisfecha, por lo que las evitaba, así que resultaba apropiado que con él siguiera mi máxima de siempre y permitiera que la intensa corriente que provocaban sus dedos entre mis piernas me arrastrara hasta lo más profundo del océano. Tan azul, por cierto, como esos ojos a los que no dejaba de mirar porque sabía que así sería mucho más placentero que si los cerraba y dejaba que mi mente desvariara.
– ¿Piensas arrebatármelo todo hasta que no quede de mí más que una sombra? Pues adelante, Fausto, estoy deseando...
Me reí al final, sin poder ni querer evitarlo, ante la ironía de pedirle algo que deseaba cuando él me había casi echado en cara que jamás nadie me había hecho temer lo que deseaba ni tener el menor cuidado a la hora de hacerlo. Mi risa, no obstante, sonó ronca, tan inevitablemente llena de deseo como yo me encontraba y sin ser capaz de disimularlo incluso aunque mi vida dependiera de ella. De todas maneras, ¿qué importaba alimentar su ego un poco más y demostrarle que todo lo que me había hecho funcionaba a la perfección a la hora de hacerme sentir fuego hasta en las yemas de los dedos? La sensación era mutua, lo habría sabido incluso de no haberse pegado él completamente a mí para permitirme sentirlo en toda su longitud, pero a mí también me resultaba agradable, un precioso eufemismo, darme cuenta de que hasta a él, tan estoico en apariencia, le era posible caer en mis redes... Estábamos los dos hechos un par de egocéntricos de cuidado, pecadores de uno de los más capitales de todos: el orgullo. Probablemente por eso encajábamos tan bien aunque no lo hubiéramos descubierto hasta que él se pegó a mi cuerpo y yo descubrí que se le daba tan bien resbalar por mi piel como a mí arañar la suya y arrastrarme por ella, como hice en cuanto, una vez llegué a uno de los orgasmos más intensos que recordaba, mi cuerpo tomó las riendas en lugar de mi mente y lo empujé contra mí, casi como antes. Sólo que, a diferencia de antes, ahora yo estaba desnuda por completo y él no se chocó contra la barrera de mis piernas, sino que pudo utilizar ese fluido movimiento para entrar en mí sin cuidado, pero a la vez sin la falta de él que me hubiera hecho daño, como si yo no supiera lo que era el dolor mezclado con el placer o no lo disfrutara... Se lo demostré, de hecho, cuando empecé a moverme contra su cuerpo y se lo empecé a arañar de arriba abajo, pero especialmente abajo, a la altura de sus nalgas, ya que le clavé las uñas para guiarlo.
– Para qué calmarme cuando puedes alterarme... Eres maquiavélico, y eso es precisamente lo que me gusta de ti.
Sólo pude intentar habar, pues conseguirlo estaba absolutamente fuera de cualquiera de mis posibilidades. La voz me salió a jadeos, tan entrecortada que resultaría difícil que me entendiera si no hubiera sabido perfectamente a qué me refería y que el mensaje estaba más que claro: madre de Dios, sigue, sigue, ¡sigue! Eso siempre y cuando tradujera los gemidos que se me escapaban de la boca a román paladino, pero no estaba dispuesta a hacerlo porque eso le quitaría interés al nuevo juego de obligarle a que me escuchara e interpretara las consecuencias de lo que estaba haciendo. ¿Le parecía eso cumplir suficientemente mi deseo, ese que no me había hecho temer sino, si cabía, desearlo con más fuerza? ¿O necesitaba más intensidad para darse cuenta de hasta qué punto me desgarraba por dentro con cada una de sus embestidas? Yo, al menos, sí que lo hacía, y por eso aumenté la fuerza con la que lo estaba agarrando para que se chocara violentamente con mis ingles cada vez que me embistiera, una batalla campal entre nuestros cuerpos que era probablemente lo más lejos que llegarían los conflictos entre nosotros. Como si eso fuera poco, baladí o moco de pavo, especialmente teniendo en cuenta que no podía arquear un poco más la espalda y que mi cuerpo estaba esclavizado a su voluntad y a la de sus movimientos hasta tal punto que para cuando tuve el primer orgasmo ya me encontraba lista para seguir recibiéndolo por completo, como si nada hubiera pasado salvo ese placer que aún me recorría entera y por oleadas. A aquellas alturas, ya ni siquiera me contuve a la hora de recordarle al mundo lo que estaba teniendo lugar en aquel cementerio, y mis jadeos aumentaron tanto de volumen que probablemente, hacia el final, habríamos los dos despertado como mínimo a un par de muertos... si no a más.
– ¿Piensas arrebatármelo todo hasta que no quede de mí más que una sombra? Pues adelante, Fausto, estoy deseando...
Me reí al final, sin poder ni querer evitarlo, ante la ironía de pedirle algo que deseaba cuando él me había casi echado en cara que jamás nadie me había hecho temer lo que deseaba ni tener el menor cuidado a la hora de hacerlo. Mi risa, no obstante, sonó ronca, tan inevitablemente llena de deseo como yo me encontraba y sin ser capaz de disimularlo incluso aunque mi vida dependiera de ella. De todas maneras, ¿qué importaba alimentar su ego un poco más y demostrarle que todo lo que me había hecho funcionaba a la perfección a la hora de hacerme sentir fuego hasta en las yemas de los dedos? La sensación era mutua, lo habría sabido incluso de no haberse pegado él completamente a mí para permitirme sentirlo en toda su longitud, pero a mí también me resultaba agradable, un precioso eufemismo, darme cuenta de que hasta a él, tan estoico en apariencia, le era posible caer en mis redes... Estábamos los dos hechos un par de egocéntricos de cuidado, pecadores de uno de los más capitales de todos: el orgullo. Probablemente por eso encajábamos tan bien aunque no lo hubiéramos descubierto hasta que él se pegó a mi cuerpo y yo descubrí que se le daba tan bien resbalar por mi piel como a mí arañar la suya y arrastrarme por ella, como hice en cuanto, una vez llegué a uno de los orgasmos más intensos que recordaba, mi cuerpo tomó las riendas en lugar de mi mente y lo empujé contra mí, casi como antes. Sólo que, a diferencia de antes, ahora yo estaba desnuda por completo y él no se chocó contra la barrera de mis piernas, sino que pudo utilizar ese fluido movimiento para entrar en mí sin cuidado, pero a la vez sin la falta de él que me hubiera hecho daño, como si yo no supiera lo que era el dolor mezclado con el placer o no lo disfrutara... Se lo demostré, de hecho, cuando empecé a moverme contra su cuerpo y se lo empecé a arañar de arriba abajo, pero especialmente abajo, a la altura de sus nalgas, ya que le clavé las uñas para guiarlo.
– Para qué calmarme cuando puedes alterarme... Eres maquiavélico, y eso es precisamente lo que me gusta de ti.
Sólo pude intentar habar, pues conseguirlo estaba absolutamente fuera de cualquiera de mis posibilidades. La voz me salió a jadeos, tan entrecortada que resultaría difícil que me entendiera si no hubiera sabido perfectamente a qué me refería y que el mensaje estaba más que claro: madre de Dios, sigue, sigue, ¡sigue! Eso siempre y cuando tradujera los gemidos que se me escapaban de la boca a román paladino, pero no estaba dispuesta a hacerlo porque eso le quitaría interés al nuevo juego de obligarle a que me escuchara e interpretara las consecuencias de lo que estaba haciendo. ¿Le parecía eso cumplir suficientemente mi deseo, ese que no me había hecho temer sino, si cabía, desearlo con más fuerza? ¿O necesitaba más intensidad para darse cuenta de hasta qué punto me desgarraba por dentro con cada una de sus embestidas? Yo, al menos, sí que lo hacía, y por eso aumenté la fuerza con la que lo estaba agarrando para que se chocara violentamente con mis ingles cada vez que me embistiera, una batalla campal entre nuestros cuerpos que era probablemente lo más lejos que llegarían los conflictos entre nosotros. Como si eso fuera poco, baladí o moco de pavo, especialmente teniendo en cuenta que no podía arquear un poco más la espalda y que mi cuerpo estaba esclavizado a su voluntad y a la de sus movimientos hasta tal punto que para cuando tuve el primer orgasmo ya me encontraba lista para seguir recibiéndolo por completo, como si nada hubiera pasado salvo ese placer que aún me recorría entera y por oleadas. A aquellas alturas, ya ni siquiera me contuve a la hora de recordarle al mundo lo que estaba teniendo lugar en aquel cementerio, y mis jadeos aumentaron tanto de volumen que probablemente, hacia el final, habríamos los dos despertado como mínimo a un par de muertos... si no a más.
Invitado- Invitado
Re: Killers {Privado} {+18}
Maquiavélico. Pocas palabras sueltas podían ser tan efectivas como ésa a la hora de describirle. Casi ninguna conseguía saciar sus exigencias y hasta la descripción más exhaustiva de todas podía herrar en el último momento —si no le hacía bostezar desde el primero—. Pero maquiavélico parecía haber nacido para hablar de él, estaba directamente ligada a sus proezas, al arte imperecedero de su mito, su leyenda. No la que se había originado en Alemania antes de su nacimiento sino la que el cazador amamantado por dos diablos distintos llevaba cultivando desde que prendió fuego a sus falsos padres. Y oírla resurgir en un momento tan frenético como ése no hacía más que evidenciar la calidad de aquel abrupto encuentro.
Que para ser tan abrupto, se estaba deslizando a las mil maravillas por el cuerpo de la inquisidora Abigail Zarkozi…
—Lo estás deseando… —repitió mientras sus garras se enroscaban por el cuello de la chica y la ensartaban más en el interior de las embestidas que irónicamente ella había empezado. Qué mujer— No es necesario que lo jures, cachorra, eres fácil de desear.
Sus gemidos se escuchaban ya por cada humeante recoveco del cementerio y los restos de escarcha que solían invadir las noches frías de París se habían convertido en lo más parecido a la niebla debido a la humareda de vaho que salía del propio infierno hacia el que habían excavado. Fausto sabía arder y hacer arder, ya lo habíamos dejado claro, y el hambriento estallido de deseo que poseía el cuerpo de la licántropa estaba 'sufriendo' las consecuencias. Esas consecuencias que ella también había deseado con la misma intensidad que su sagrado agujero siendo profanado una, y otra, y otra vez hasta el éxtasis religioso que ninguna obra de arte consagrada a esa Iglesia que ambos desdeñaban podría siquiera empezar a reproducir.
Sin embargo, sí se vio reproducida en la expresión del rostro de la joven la primera vez que entre los alaridos de sus labios se asomó un orgasmo; uno de los incontables que él tenía pensado brindarle, uno de los inabarcables con los que tenía esclavizado su precioso cuerpo entre estocada y estocada de satisfacción, acompañadas de algún que otro gruñido depredador que incluso en la calma seguridad con la que salían de la boca de Fausto se escuchaban tan penetrantes como el alcance de su miembro entre las piernas de la loba.
—Tienes razón, Abigail, alterarte es lo único que pretendo ahora mismo —reconoció. A medias, exactamente con su media sonrisa que, aun así, daba la vuelta entera a todo lo que habían empezado allí, entre tumbas y contra lápidas, blasfemando en el aire que olía a sexo. Lo habían impregnado de pecados terrenales y con la mundanidad de ella y el despotismo de él habían abierto escuela de herejía—. Tal vez haga algo contigo cuando te deje sin fuerzas.
A partir de ese momento, se volvieron ciegos. Los dos. Ciegos en mitad de un círculo vicioso en el que sus figuras en llamas habían destrozado los límites. Los músculos eran de carbón en pleno funcionamiento, de la piel goteaban ríos de lava y el sabor de la saliva no podía engullirse sin la avidez de un aullido sorprendido: gritos quemados de placer. No era humano, por mucho que dentro de él correteara el pulso de la sangre o continuara siendo un hombre bajo la luna llena, Fausto no podía ser humano. No con todo lo que estaba pasando allí, no con la bacanal de catarsis que estaba merendándose minuto a minuto, sin parar a recoger aliento. Abigail habría perdido la cuenta de las veces en las que el alemán había llegado al clímax para después volver a alzarse con otro y ponerse a la altura de su vasta capacidad femenina para alcanzar orgasmos. No descansó hasta sentir cómo temblaban las piernas de la chica y ni siquiera entonces se detuvo, sino que hizo que se ciñera mucho más a su cintura y hundió las manos entre sus nalgas, húmedas por el sudor y los continuos rastros de libido, para elevarla más sobre la lápida, sobre el sacro lugar en el que estaban, y seguir descontrolando su salvaje desvergüenza en el punto de mira inevitable de todo el espacio, todo el cielo y la tierra y el inframundo que ya habían recreado allí sin ningún miramiento ni por sí mismos.
—Asegúrate de sonreír con todo tu descaro, porque ellos ya no pueden dejar de mirar.
Que para ser tan abrupto, se estaba deslizando a las mil maravillas por el cuerpo de la inquisidora Abigail Zarkozi…
—Lo estás deseando… —repitió mientras sus garras se enroscaban por el cuello de la chica y la ensartaban más en el interior de las embestidas que irónicamente ella había empezado. Qué mujer— No es necesario que lo jures, cachorra, eres fácil de desear.
Sus gemidos se escuchaban ya por cada humeante recoveco del cementerio y los restos de escarcha que solían invadir las noches frías de París se habían convertido en lo más parecido a la niebla debido a la humareda de vaho que salía del propio infierno hacia el que habían excavado. Fausto sabía arder y hacer arder, ya lo habíamos dejado claro, y el hambriento estallido de deseo que poseía el cuerpo de la licántropa estaba 'sufriendo' las consecuencias. Esas consecuencias que ella también había deseado con la misma intensidad que su sagrado agujero siendo profanado una, y otra, y otra vez hasta el éxtasis religioso que ninguna obra de arte consagrada a esa Iglesia que ambos desdeñaban podría siquiera empezar a reproducir.
Sin embargo, sí se vio reproducida en la expresión del rostro de la joven la primera vez que entre los alaridos de sus labios se asomó un orgasmo; uno de los incontables que él tenía pensado brindarle, uno de los inabarcables con los que tenía esclavizado su precioso cuerpo entre estocada y estocada de satisfacción, acompañadas de algún que otro gruñido depredador que incluso en la calma seguridad con la que salían de la boca de Fausto se escuchaban tan penetrantes como el alcance de su miembro entre las piernas de la loba.
—Tienes razón, Abigail, alterarte es lo único que pretendo ahora mismo —reconoció. A medias, exactamente con su media sonrisa que, aun así, daba la vuelta entera a todo lo que habían empezado allí, entre tumbas y contra lápidas, blasfemando en el aire que olía a sexo. Lo habían impregnado de pecados terrenales y con la mundanidad de ella y el despotismo de él habían abierto escuela de herejía—. Tal vez haga algo contigo cuando te deje sin fuerzas.
A partir de ese momento, se volvieron ciegos. Los dos. Ciegos en mitad de un círculo vicioso en el que sus figuras en llamas habían destrozado los límites. Los músculos eran de carbón en pleno funcionamiento, de la piel goteaban ríos de lava y el sabor de la saliva no podía engullirse sin la avidez de un aullido sorprendido: gritos quemados de placer. No era humano, por mucho que dentro de él correteara el pulso de la sangre o continuara siendo un hombre bajo la luna llena, Fausto no podía ser humano. No con todo lo que estaba pasando allí, no con la bacanal de catarsis que estaba merendándose minuto a minuto, sin parar a recoger aliento. Abigail habría perdido la cuenta de las veces en las que el alemán había llegado al clímax para después volver a alzarse con otro y ponerse a la altura de su vasta capacidad femenina para alcanzar orgasmos. No descansó hasta sentir cómo temblaban las piernas de la chica y ni siquiera entonces se detuvo, sino que hizo que se ciñera mucho más a su cintura y hundió las manos entre sus nalgas, húmedas por el sudor y los continuos rastros de libido, para elevarla más sobre la lápida, sobre el sacro lugar en el que estaban, y seguir descontrolando su salvaje desvergüenza en el punto de mira inevitable de todo el espacio, todo el cielo y la tierra y el inframundo que ya habían recreado allí sin ningún miramiento ni por sí mismos.
—Asegúrate de sonreír con todo tu descaro, porque ellos ya no pueden dejar de mirar.
- Spoiler:
- Alucinante es lo mío, en serio, de ciencia ficción, no merezco tu inmensa paciencia. Juro y perjuro que el próximo será mejor y más largo.
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Re: Killers {Privado} {+18}
Los dos lo estábamos deseando, eso era un hecho tan claro como que Francia era un reino o como que mi reputación estaba más en entredicho que la de cualquier prostituta del burdel más lleno de sífilis de la ciudad de París, pero ¿me importaba? No, en absoluto. Únicamente era capaz de pensar en satisfacer el deseo que llevaba sintiendo por él desde el instante en que lo había conocido, como un cazador duro e imposible de comprender a menos que se estuviera dispuesta a lanzarse a las llamas del Infierno con el que él batallaba a diario. Por suerte para ambos, yo debía de ser medio suicida, pues nunca había sentido el más mínimo miedo ante el peligro, y de hecho lo encontraba tan excitante como su mirada fría o sus labios que hasta aquella noche nunca se habían curvado en una sonrisa para mí. Tal vez porque siempre intuía dónde se encontraría mi placer y no podía evitar lanzarme como disparada hacia él, pero la cuestión era que mi intuición inicial se veía corroborada con hechos, como que él me estaba regalando tantos orgasmos que difícilmente podía seguir pensando en nada que no fuera gemir con todas mis ganas, o con las que me quedaran después de marcarlo a base de arañazos para que no se olvidara de las consecuencias de yacer con una bestia. Pero ¿quién de los dos era la bestia, yo o él? Personalmente, me inclinaba por el hombre que no se rendía mientras me hacía subir hasta la montaña más alta, sólo para hacerme caer a sabiendas de que el placer serviría como colchón que amortiguaría mi caída y me haría desear volver a repetir el castigo una vez más, como una Sísifo moderna que no podía ni quería parar nunca. La principal diferencia sería que esta vez el castigo me lo había buscado yo, del mismo modo que buscaba su boca para besarlo con ansia y necesidad de devorarlo hasta que no quedara nada de él que no me hubiera penetrado como lo seguía haciendo sin parar.
– Pero, dime, ¿es a mí a quien miran o es a ti? Estoy bastante segura de que conmigo han tenido ocasiones suficientes para saber cómo me comporto y cómo me da igual que todos me observen con tal de salirme con la mía, pero ¿contigo? Verte salvaje es aún más satisfactorio que cuando por fin consiga que acabes y lo disfrutes más que con nadie antes de mí.
Apenas podía hablar, y me sorprendí a mí misma siendo capaz de articular algo tan lógico, si bien no lo estaba pensando en absoluto. Las palabras tuvieron la facultad de seguir el mismo ritmo que sus embestidas y el contrario a mi respiración jadeante, difícil, como si me costara recuperar el aliento, y eso no era normal, porque el humano era yo y no él. Ante eso, decidí tomar las riendas de la situación, y aunque sabía que él no me lo iba a permitir mucho rato (y que yo tampoco querría apartarme de él en exceso), le permití seguir con sus embestidas a su ritmo mientras yo lo acariciaba, lo mordía y buscaba rincones nuevos y erógenos en su cuerpo para seducirlo con mis labios. Me conformé con mordisquearlo en los pezones durante una cantidad de tiempo que no supe especificar, pues me guiaba más por instinto que por la razón, y la intuición no comprende de tablas horarias de ningún tipo. Cuando me di por satisfecha, y a sabiendas de que él también lo estaba, consideré que había llegado el momento de separarme y de tomar realmente las riendas de la situación, arriesgándome a que él no me dejara y tuviera que usar la fuerza para salirme con la mía. Así, cuando se separó para tomar el impulso de la siguiente embestida lo empujé para que saliera de mí, y no quise controlar mi fuerza, de forma que lo empujé para que cayera al suelo. Dada su agilidad, por supuesto, se negó, pero me encargué a continuación de incorporarme y de empujarlo con mi propio cuerpo, enganchada a sus labios mientras una de mis manos se dirigía al instrumento de mi placer para acariciarlo y conseguir que perdiera la razón como yo misma lo estaba haciendo, sin pausas de ningún tipo. Solamente así lo convencí, así y con mi cuerpo enroscado absolutamente con el suyo, el preludio de devorarlo como quería hacer y como él probablemente ignorara que deseaba hasta que no empecé. Lo tenté, eso sí, antes de continuar llevándolo hasta el más allá... hasta que no pudiera aguantarlo más y terminara de una vez por todas, dándome el regusto a él que parecía incapaz de obtener simplemente besándolo.
– Me va a ser difícil sonreír ahora que voy a tener la boca ocupada, ¿te encargas de hacerlo tú por mí? Esa imagen nunca se me quitará de la cabeza... Asegúrate de que merezca la pena el recuerdo, ¿quieres?
– Pero, dime, ¿es a mí a quien miran o es a ti? Estoy bastante segura de que conmigo han tenido ocasiones suficientes para saber cómo me comporto y cómo me da igual que todos me observen con tal de salirme con la mía, pero ¿contigo? Verte salvaje es aún más satisfactorio que cuando por fin consiga que acabes y lo disfrutes más que con nadie antes de mí.
Apenas podía hablar, y me sorprendí a mí misma siendo capaz de articular algo tan lógico, si bien no lo estaba pensando en absoluto. Las palabras tuvieron la facultad de seguir el mismo ritmo que sus embestidas y el contrario a mi respiración jadeante, difícil, como si me costara recuperar el aliento, y eso no era normal, porque el humano era yo y no él. Ante eso, decidí tomar las riendas de la situación, y aunque sabía que él no me lo iba a permitir mucho rato (y que yo tampoco querría apartarme de él en exceso), le permití seguir con sus embestidas a su ritmo mientras yo lo acariciaba, lo mordía y buscaba rincones nuevos y erógenos en su cuerpo para seducirlo con mis labios. Me conformé con mordisquearlo en los pezones durante una cantidad de tiempo que no supe especificar, pues me guiaba más por instinto que por la razón, y la intuición no comprende de tablas horarias de ningún tipo. Cuando me di por satisfecha, y a sabiendas de que él también lo estaba, consideré que había llegado el momento de separarme y de tomar realmente las riendas de la situación, arriesgándome a que él no me dejara y tuviera que usar la fuerza para salirme con la mía. Así, cuando se separó para tomar el impulso de la siguiente embestida lo empujé para que saliera de mí, y no quise controlar mi fuerza, de forma que lo empujé para que cayera al suelo. Dada su agilidad, por supuesto, se negó, pero me encargué a continuación de incorporarme y de empujarlo con mi propio cuerpo, enganchada a sus labios mientras una de mis manos se dirigía al instrumento de mi placer para acariciarlo y conseguir que perdiera la razón como yo misma lo estaba haciendo, sin pausas de ningún tipo. Solamente así lo convencí, así y con mi cuerpo enroscado absolutamente con el suyo, el preludio de devorarlo como quería hacer y como él probablemente ignorara que deseaba hasta que no empecé. Lo tenté, eso sí, antes de continuar llevándolo hasta el más allá... hasta que no pudiera aguantarlo más y terminara de una vez por todas, dándome el regusto a él que parecía incapaz de obtener simplemente besándolo.
– Me va a ser difícil sonreír ahora que voy a tener la boca ocupada, ¿te encargas de hacerlo tú por mí? Esa imagen nunca se me quitará de la cabeza... Asegúrate de que merezca la pena el recuerdo, ¿quieres?
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Dos potencias sin miedo a colisionar entre sí, encantadas de los destrozos a su paso que habían jugado con la muerte enterrada a la que los vivos rendían homenaje en el purgatorio conocido como Tierra. Allí mismo, en un lugar como Montmartre, sangre y sexo se revolcaban aquella noche para contentar la trágica blasfemia que llevaban sus nombres: uno que se había bautizado él mismo con la ayuda de un demonio y el otro, que buscaba alejarse continuamente del recuerdo del segundo, acuñado por la horrible figura paterna. Su encuentro no había sido cosa de algo tan sentimental y vergonzoso como el destino, pero conforme más escarbabas, más curiosidades como aquella extraías de su colisión, igual que el funcionamiento que estaban teniendo entre sus herramientas de placer encajando ahí abajo para el falso pudor de allá arriba.
¿Y qué llevaría a pensar que en el cielo no tenían ni idea de disfrutar los contactos carnales? Quién sabía, pero desde luego, así no, de la forma en la que lo hacían ellos no. Ni siquiera las perversidades del infierno se acercaban un mínimo a la creatividad que estaban sodomizando entre ese par de cazadores concebidos para no dejar nada.
¡Claro, joder! ¿Cuál sería el primero en cansarse de atacar si considerábamos la calidad de su trabajo? Probablemente sólo una tregua podría pararlos… eso, o que ambos se agotaran al mismo tiempo.
El oído del alemán se deleitó con las frases tan ilustrativas que le dedicaba la mente desquiciada de aquella mujer que tenía agarrado el terreno por donde estaba demostrando saber maniobrar y conducir a los demás hasta la catarsis más envidiable. Era un hecho que no negaría el dueño de la objetividad más perfecta si precisamente había conseguido gemir gracias a su destreza, sino que le iba a devolver el efecto por triplicado, mientras ella lo cuadriplicaba, y él lo quintuplicaba en consecuencia, hasta que la tierra acabó probando el choque directo de sus pieles y se hundió bajo las llamas con las que se asfixiaban por cada orificio accesible de sus cuerpos. Saliva, fricciones y aullidos que confundirían a cualquier bestia habitable en la vegetación que custodiaba el monumento conmemorativo del más allá.
Pero entonces, ahora y allí no había nada más allá de lo que podía verse en la maraña de carne y lenguas que le había robado todo el protagonismo a cualquier paraíso terrenal.
Fausto permitió que la experta más convencionalmente hablando —y sólo a la hora de usar el término, pues las enfermizas ínfulas de exigencia y superioridad que guiaban la mirada de aquel hombre habían dejado abismalmente claro que su compañera de convencional tenía lo mismo que de monja de clausura— se hiciera con el control de su entrepierna. Su último comentario en respuesta al suyo fue tan ingenioso que él no pudo evitar que sus propios labios evidenciaran sus palabras al curvarse en una sonrisa poderosa que lo definía todo para ambos.
—Quiero —respondió con una simple repetición, tajante, concisa pero certera, digna de su estilo y de la huella que ya había dejado en torno a su esbelta figura, a la vez que la boca de Zarkozi más abajo continuaba descontrolándolo todo hasta la pérdida de un raciocinio que los dos tenían macerado en la lucha y que ahora estaba siendo hábilmente toreado por otro experto en la materia.
Los orgasmos ocuparon la escena, en un millar de posturas, modos de ensartarse dentro a través de manos húmedas, lametones insaciables y el eterno, aunque nunca único, órgano que ardía cada vez más cerca del desafío que, al menos en aquella primera cruzada, quedaría en un arrollador empate. Fausto terminó de girar la última llave de la noche que abría y cerraba la veda para batallar al otro lado, como si cada nueva forma de éxtasis no hubiera sido suficiente, con la cara desparramada entre las piernas de aquella 'Sísifo moderna' que había logrado aficionarle a su voz agitada y presa del extremo gozo de sus dedos y en ese caso concreto, su lengua.
—Por mi parte, he comprobado que cuanto más sonrío, mejor te retuerces —dejó escapar su burlona, pero deliciosamente cierta, afirmación mientras ella gestionaba el nuevo y definitorio clímax que, a juzgar por la ronca y agitada respiración con la que el germano habló manchado de su néctar, había vuelvo a ser compartido a su manera.
¿Y qué llevaría a pensar que en el cielo no tenían ni idea de disfrutar los contactos carnales? Quién sabía, pero desde luego, así no, de la forma en la que lo hacían ellos no. Ni siquiera las perversidades del infierno se acercaban un mínimo a la creatividad que estaban sodomizando entre ese par de cazadores concebidos para no dejar nada.
¡Claro, joder! ¿Cuál sería el primero en cansarse de atacar si considerábamos la calidad de su trabajo? Probablemente sólo una tregua podría pararlos… eso, o que ambos se agotaran al mismo tiempo.
El oído del alemán se deleitó con las frases tan ilustrativas que le dedicaba la mente desquiciada de aquella mujer que tenía agarrado el terreno por donde estaba demostrando saber maniobrar y conducir a los demás hasta la catarsis más envidiable. Era un hecho que no negaría el dueño de la objetividad más perfecta si precisamente había conseguido gemir gracias a su destreza, sino que le iba a devolver el efecto por triplicado, mientras ella lo cuadriplicaba, y él lo quintuplicaba en consecuencia, hasta que la tierra acabó probando el choque directo de sus pieles y se hundió bajo las llamas con las que se asfixiaban por cada orificio accesible de sus cuerpos. Saliva, fricciones y aullidos que confundirían a cualquier bestia habitable en la vegetación que custodiaba el monumento conmemorativo del más allá.
Pero entonces, ahora y allí no había nada más allá de lo que podía verse en la maraña de carne y lenguas que le había robado todo el protagonismo a cualquier paraíso terrenal.
Fausto permitió que la experta más convencionalmente hablando —y sólo a la hora de usar el término, pues las enfermizas ínfulas de exigencia y superioridad que guiaban la mirada de aquel hombre habían dejado abismalmente claro que su compañera de convencional tenía lo mismo que de monja de clausura— se hiciera con el control de su entrepierna. Su último comentario en respuesta al suyo fue tan ingenioso que él no pudo evitar que sus propios labios evidenciaran sus palabras al curvarse en una sonrisa poderosa que lo definía todo para ambos.
—Quiero —respondió con una simple repetición, tajante, concisa pero certera, digna de su estilo y de la huella que ya había dejado en torno a su esbelta figura, a la vez que la boca de Zarkozi más abajo continuaba descontrolándolo todo hasta la pérdida de un raciocinio que los dos tenían macerado en la lucha y que ahora estaba siendo hábilmente toreado por otro experto en la materia.
Los orgasmos ocuparon la escena, en un millar de posturas, modos de ensartarse dentro a través de manos húmedas, lametones insaciables y el eterno, aunque nunca único, órgano que ardía cada vez más cerca del desafío que, al menos en aquella primera cruzada, quedaría en un arrollador empate. Fausto terminó de girar la última llave de la noche que abría y cerraba la veda para batallar al otro lado, como si cada nueva forma de éxtasis no hubiera sido suficiente, con la cara desparramada entre las piernas de aquella 'Sísifo moderna' que había logrado aficionarle a su voz agitada y presa del extremo gozo de sus dedos y en ese caso concreto, su lengua.
—Por mi parte, he comprobado que cuanto más sonrío, mejor te retuerces —dejó escapar su burlona, pero deliciosamente cierta, afirmación mientras ella gestionaba el nuevo y definitorio clímax que, a juzgar por la ronca y agitada respiración con la que el germano habló manchado de su néctar, había vuelvo a ser compartido a su manera.
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Un cementerio. De entre todos los malditos lugares de la no menos maldita capital del reino que me había visto nacer, una metáfora apropiada teniendo en cuenta lo que estábamos haciendo Fausto y yo, habíamos terminado en un cementerio, por vez... ¿primera? ¿En mi vida? Ni lo sabía. Se suponía que era algo que se tendría que recordar por lo transgresor y porque tampoco es algo que nadie, ni siquiera yo, hiciera constantemente, ¿no?, pero recordar no era fácil en ciertas circunstancias ni siquiera con la memoria de un lobo, y siendo ensartada por un cazador como él era el mejor ejemplo posible de cuándo no se es capaz de pensar en nada, simplemente de sentir. ¡Y vaya que si sentía! Placer, para empezar, hiciera lo que hiciese, y si algo bueno tenía que decir de Fausto era que se estaba entregando por completo a los revolcones conmigo en el lugar menos apropiado, y a la vez más tratándose de dos bichos raros como nosotros dos, al igual que lo estaba haciendo yo, convirtiendo todo nuestro encuentro en algo todavía más memorable de lo que, de por sí, era. De acuerdo, tal vez no pudiera recordar si había profanado antes un cementerio o no entre orgasmo y orgasmo, pero desde luego sabía que, en caso de haberlo hecho, la experiencia no se podría comparar ni por asomo a la que estaba teniendo con él, y eso era digno de tenerse en cuenta. También lo era que no estuviera hablando de más, eso era algo que le había cedido a él, y ¿en qué momento habíamos cambiado las tornas, vamos a ver? Se suponía que yo era la que hablaba en los momentos menos adecuados intentando provocar y a la que todos tenían por una golfa insaciable, pero al parecer Fausto tenía a todo el mundo engañado y, por lo que terminó de demostrar, éramos tal y para cual. Interesante descubrimiento; una lástima que nadie fuera a creerme y, justo por eso, no me mereciera la pena comentárselo al mundo.
– Qué afortunada soy, no solamente he tenido la oportunidad de ver tus sonrisas sino de comprobar que sabes utilizarlas para lo que te apetece. Qué astuto eres, Fausto, desde luego tu fama es más que merecida, y a las pruebas me remito. Aunque debes admitir, tú también, que yo tampoco he estado nada mal... Como siempre, vamos.
¿Había refrescado o simplemente era un efecto de su lejanía y de la quietud post-carnal? Mi cuerpo lo estaba sintiendo, especialmente entre las piernas, aunque esa tirantez se terminaría pasando, siempre lo hacía, más temprano que tarde. Además, aún estaba apoyada en una lápida recuperando el aliento, literal y figuradamente, y mi cuerpo parecía el de un potrillo recién nacido, así que tenía que seguir rozando la piedra fría con la piel aún demasiado ardiente y eso no ayudaba. Me repuse rápido, no obstante, y cuando lo hice me incorporé y busqué mi ropa para volver a cubrirme como pudiera, dado que estaba condenadamente destrozada, hasta el punto de que él me ofreció una de las capas que llevaba y que parecía que hacía siglos que le había retirado para que me pusiera sobre los harapos. Se lo agradecí con una sonrisa rápida y terminé de vestirme, agradeciendo al dios en el que no creía la suerte que teníamos los dos por no ser de esos que creen que lo de enredarse equivale a una declaración de amor o al hecho de que yo le pertenecía y, por tanto, convierten el rato de después en uno incómodo. No, por suerte los dos éramos afortunados y sabíamos que lo que había pasado era simplemente diversión sin ningún tipo de atadura, y era una auténtica fortuna cruzarme con alguien que pensara como yo, así que a lo mejor sí que debía empezar a pensar en quedármelo, ¿no? No dejaba de ser paradójico que pensar en algo que me gustaba de él me llevara a plantearme como una loca posibilidad hacer exactamente lo contrario, pero había aprendido que con Fausto nada era lo que parecía ser, y por eso no iba a desperdiciar mi tiempo sorprendiéndome ni ninguna tontería así. Es más, lo aproveché terminando de cubrirme y volviendo hacia él a través de las lápidas que habíamos convertido en mudos testigos de algo que yo, como mínimo, no tenía la menor intención de olvidar.
– En fin, está claro que este recuerdo lo vamos a tener los dos, ¿no?, en eso estamos de acuerdo. ¿Y qué pasa con los demás? ¿Vas a volver a querer relacionarte con la Inquisición, Fausto, o seguimos siendo demasiado institucionales para un alma libre como la tuya...? A lo mejor puedes hacer una excepción para mí ya que somos tan buen equipo y a ninguno nos hacen gracia los vampiros. No sé, piénsalo.
– Qué afortunada soy, no solamente he tenido la oportunidad de ver tus sonrisas sino de comprobar que sabes utilizarlas para lo que te apetece. Qué astuto eres, Fausto, desde luego tu fama es más que merecida, y a las pruebas me remito. Aunque debes admitir, tú también, que yo tampoco he estado nada mal... Como siempre, vamos.
¿Había refrescado o simplemente era un efecto de su lejanía y de la quietud post-carnal? Mi cuerpo lo estaba sintiendo, especialmente entre las piernas, aunque esa tirantez se terminaría pasando, siempre lo hacía, más temprano que tarde. Además, aún estaba apoyada en una lápida recuperando el aliento, literal y figuradamente, y mi cuerpo parecía el de un potrillo recién nacido, así que tenía que seguir rozando la piedra fría con la piel aún demasiado ardiente y eso no ayudaba. Me repuse rápido, no obstante, y cuando lo hice me incorporé y busqué mi ropa para volver a cubrirme como pudiera, dado que estaba condenadamente destrozada, hasta el punto de que él me ofreció una de las capas que llevaba y que parecía que hacía siglos que le había retirado para que me pusiera sobre los harapos. Se lo agradecí con una sonrisa rápida y terminé de vestirme, agradeciendo al dios en el que no creía la suerte que teníamos los dos por no ser de esos que creen que lo de enredarse equivale a una declaración de amor o al hecho de que yo le pertenecía y, por tanto, convierten el rato de después en uno incómodo. No, por suerte los dos éramos afortunados y sabíamos que lo que había pasado era simplemente diversión sin ningún tipo de atadura, y era una auténtica fortuna cruzarme con alguien que pensara como yo, así que a lo mejor sí que debía empezar a pensar en quedármelo, ¿no? No dejaba de ser paradójico que pensar en algo que me gustaba de él me llevara a plantearme como una loca posibilidad hacer exactamente lo contrario, pero había aprendido que con Fausto nada era lo que parecía ser, y por eso no iba a desperdiciar mi tiempo sorprendiéndome ni ninguna tontería así. Es más, lo aproveché terminando de cubrirme y volviendo hacia él a través de las lápidas que habíamos convertido en mudos testigos de algo que yo, como mínimo, no tenía la menor intención de olvidar.
– En fin, está claro que este recuerdo lo vamos a tener los dos, ¿no?, en eso estamos de acuerdo. ¿Y qué pasa con los demás? ¿Vas a volver a querer relacionarte con la Inquisición, Fausto, o seguimos siendo demasiado institucionales para un alma libre como la tuya...? A lo mejor puedes hacer una excepción para mí ya que somos tan buen equipo y a ninguno nos hacen gracia los vampiros. No sé, piénsalo.
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Re: Killers {Privado} {+18}
Ni siquiera contemplar la vívida y sensual imagen de un alma aparentemente inagotable, como lo era la de Abigail Zarkozi gestionando el ritmo acelerado de sus propios jadeos, escapaba al criterio de un juez más que asentado, cuya humanidad parecía tan lejana como la de los cadáveres vampíricos que todavía restaban a unos metros de ellos dos. O como la del brillo desafiante en los ojos de aquella licántropa recostada en una lápida que no le pertenecía y que, sin embargo, había hecho suya. Con un poco de ayuda del cazador legendario que ella había podido convertir en amante para su propio disfrute, con una maestría que todos los santos y los condenados allí bajo tierra envidiarían desde su lugar espiritual en los tres pisos de la existencia. Lugar que seguramente acababa de ser profanado una y otra vez aquella noche, perdidamente revolcados entre tanta metáfora coital y sobre todo, de éxtasis.
Quizá de haberlos visto en el acto —o espiado en su mayoría, dada la represión social que en aquel penoso tributo a la muerte el dúo dinámico ya se había dedicado a perturbar igualmente hasta el hartazgo—, hubieran causado la cantidad suficiente de epifanías en las mentes de unos cuantos como para que quisieran añadirles un par de anotaciones nuevas a las sagradas escrituras. A fin de cuentas, ¿qué había más natural y a la vez, más místico que lo que habían estado homenajeando, sin ningún recuerdo vago de lo que era el pudor, a las puertas del ojo falsamente impúdico de Montmartre?
Fausto siguió mirando las líneas y las curvas del cuerpo femenino que habían memorizado sus entrañas, que estaba perlado de sudor y ahora erizado por la falta de contacto, tan casual como esculpido, delicioso en su constante subversión incluso a través de las mundanidades post-coitales de un regreso al mundo real civilizado —Ja, muy buena ésa—. Sólo en apariencia, a juzgar por la forma en la que se continuaban comiendo con la mirada durante el proceso; la de ella tan sibilina, la de él tan imperturbable y aun así, tan sencilla de imaginar acompañándola de un mordisco ronco y vibrante.
Por su parte, se encontraba de pie, y esperó unos lánguidos segundos, los mismos que Abigail empleó para unirse al movimiento de la recuperación, antes de imitarla. Se vistió con su contundencia característica, pero sin ninguna prisa, y menos frente al espectáculo sin fin que suponía la inquisidora a la que había poseído varias e incontables veces, a pesar de que ese verbo no se ajustara a nada real cuando llegaba la hora de volver a ponerse la ropa. Algo que a la joven llevaba un buen rato costándole, tal y como se había mostrado en su descocada tarjeta de presentación, por lo que aprovechó que sus pantalones y su ropa interior masculina estaban cerca de su capa y se colocó sólo las dos primeras mudas para después aproximarse a ella y librarla de la insistente desnudez de aquellas telas desgarradas con la prenda más icónica de su vestuario.
—Creo que existe una expresión popular referente a las abuelas, pero no seré yo quien se ponga a escarbar en los asuntos familiares de una Zarkozi —respondió a la soberbia de su último comentario, aunque la sonrisa —precisamente ésa que había mencionado la chica— que torció a la hora de examinarla a unos centímetros que ambos, cada uno en su estilo, se habían permitido dominar fue la auténtica respuesta. Mejor dicho: el auténtico reconocimiento. Aquella concesión, aquella omisión de vanidades por parte de alguien como él —por parte de Él, una figura que ya se traía estudiada de casa— también era un tesoro que la desesperación masoquista de los pobres diablos a los que intimidaba mataba durante la travesía antes de encontrarlo o de ponerse a desenterrarlo siquiera, con piedras en las uñas y llantos de sangre en la tumba final. Estaba seguro de que la ardiente compañera de semejante noche sabía a la perfección que, contrario a todos esos infelices, ella había barrido el camino sólo con un soplido.
Por algo hablábamos de una loba.
—Tampoco sé si tienes más apremio en decírtelo todo tú o en escuchar… —se detuvo. El rugiente azul de sus ojos podía bastarles como medio de comunicación. Un hombre como él nunca solía dejar muchas más evidencias— en saber lo que opino de esto. Pero, ¿qué clase de incoherencias aportaría a una trama tan intrigante como la que hemos montado si ahora optara por frenar en su curiosidad a la bestia? Descuida, mi trato con la Inquisición, sea ésta institucional o no, siempre lo he marcado yo, volátil y conveniente, así que añadirle esta 'nueva información'... —su deliberado eufemismo ante lo que acababa de pasar en un jodido cementerio para la posteridad, al tiempo que se echaba la camisa encima. De nuevo esa falsa pureza de un blanco levemente manchado de barro, medio tapado por el chaleco que le siguió a la mezcla— Digamos que bastaría para alargar mi curiosidad y, por tanto, mi presencia.
No hizo ningún amago de recuperar la prenda que permanecía en los hombros de la semi-desnuda amazona y ése fue el gesto revelador más digno de acompañar a la silenciosa afirmación de su mirada. Nadie iba a creer aquella húmeda aventura entre lápidas, pensaba la propia loba, pero Fausto así le permitía llevarse una prueba. Un trofeo.
—Lo pensaré, Abigail. Puedes devolverme la capa la próxima vez. Si dejo que te marches sin ella, bueno, el resto de París no tiene mi capacidad de supervivencia.
Quizá de haberlos visto en el acto —o espiado en su mayoría, dada la represión social que en aquel penoso tributo a la muerte el dúo dinámico ya se había dedicado a perturbar igualmente hasta el hartazgo—, hubieran causado la cantidad suficiente de epifanías en las mentes de unos cuantos como para que quisieran añadirles un par de anotaciones nuevas a las sagradas escrituras. A fin de cuentas, ¿qué había más natural y a la vez, más místico que lo que habían estado homenajeando, sin ningún recuerdo vago de lo que era el pudor, a las puertas del ojo falsamente impúdico de Montmartre?
Fausto siguió mirando las líneas y las curvas del cuerpo femenino que habían memorizado sus entrañas, que estaba perlado de sudor y ahora erizado por la falta de contacto, tan casual como esculpido, delicioso en su constante subversión incluso a través de las mundanidades post-coitales de un regreso al mundo real civilizado —Ja, muy buena ésa—. Sólo en apariencia, a juzgar por la forma en la que se continuaban comiendo con la mirada durante el proceso; la de ella tan sibilina, la de él tan imperturbable y aun así, tan sencilla de imaginar acompañándola de un mordisco ronco y vibrante.
Por su parte, se encontraba de pie, y esperó unos lánguidos segundos, los mismos que Abigail empleó para unirse al movimiento de la recuperación, antes de imitarla. Se vistió con su contundencia característica, pero sin ninguna prisa, y menos frente al espectáculo sin fin que suponía la inquisidora a la que había poseído varias e incontables veces, a pesar de que ese verbo no se ajustara a nada real cuando llegaba la hora de volver a ponerse la ropa. Algo que a la joven llevaba un buen rato costándole, tal y como se había mostrado en su descocada tarjeta de presentación, por lo que aprovechó que sus pantalones y su ropa interior masculina estaban cerca de su capa y se colocó sólo las dos primeras mudas para después aproximarse a ella y librarla de la insistente desnudez de aquellas telas desgarradas con la prenda más icónica de su vestuario.
—Creo que existe una expresión popular referente a las abuelas, pero no seré yo quien se ponga a escarbar en los asuntos familiares de una Zarkozi —respondió a la soberbia de su último comentario, aunque la sonrisa —precisamente ésa que había mencionado la chica— que torció a la hora de examinarla a unos centímetros que ambos, cada uno en su estilo, se habían permitido dominar fue la auténtica respuesta. Mejor dicho: el auténtico reconocimiento. Aquella concesión, aquella omisión de vanidades por parte de alguien como él —por parte de Él, una figura que ya se traía estudiada de casa— también era un tesoro que la desesperación masoquista de los pobres diablos a los que intimidaba mataba durante la travesía antes de encontrarlo o de ponerse a desenterrarlo siquiera, con piedras en las uñas y llantos de sangre en la tumba final. Estaba seguro de que la ardiente compañera de semejante noche sabía a la perfección que, contrario a todos esos infelices, ella había barrido el camino sólo con un soplido.
Por algo hablábamos de una loba.
—Tampoco sé si tienes más apremio en decírtelo todo tú o en escuchar… —se detuvo. El rugiente azul de sus ojos podía bastarles como medio de comunicación. Un hombre como él nunca solía dejar muchas más evidencias— en saber lo que opino de esto. Pero, ¿qué clase de incoherencias aportaría a una trama tan intrigante como la que hemos montado si ahora optara por frenar en su curiosidad a la bestia? Descuida, mi trato con la Inquisición, sea ésta institucional o no, siempre lo he marcado yo, volátil y conveniente, así que añadirle esta 'nueva información'... —su deliberado eufemismo ante lo que acababa de pasar en un jodido cementerio para la posteridad, al tiempo que se echaba la camisa encima. De nuevo esa falsa pureza de un blanco levemente manchado de barro, medio tapado por el chaleco que le siguió a la mezcla— Digamos que bastaría para alargar mi curiosidad y, por tanto, mi presencia.
No hizo ningún amago de recuperar la prenda que permanecía en los hombros de la semi-desnuda amazona y ése fue el gesto revelador más digno de acompañar a la silenciosa afirmación de su mirada. Nadie iba a creer aquella húmeda aventura entre lápidas, pensaba la propia loba, pero Fausto así le permitía llevarse una prueba. Un trofeo.
—Lo pensaré, Abigail. Puedes devolverme la capa la próxima vez. Si dejo que te marches sin ella, bueno, el resto de París no tiene mi capacidad de supervivencia.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Fausto no era un caballero. Menudo eufemismo, ¿no?, referirme al cazador legendario, con nombre de mito teutónico, salido de las leyendas para todos aquellos que no lo conocían (y ya ni me metía en si lo hacían con la profundidad con la que lo había hecho yo en cada una de sus embestidas, o cuando casi me había atragantado con él), pero parecía apropiado recordarme que no lo era, en absoluto, dadas las circunstancias. Qué curioso resultaba, también, que los que más fama tenían de ser un auténtico peligro terminaran comportándose como los más civilizados, pues cuántos otros en su posición se habrían olvidado de mí y de mi satisfacción, en más de un sentido, mientras que él hasta me había procurado su capa... Sí, era un trozo de tela, de calidad bastante buena pero no extraordinaria, algo que se utilizaba para cubrirse y nada más, pero cuando era Fausto el que la entregaba por su propia voluntad se convertía en un símbolo, y cuando lo hacía tras lo que había afirmado, con su rotundidad habitual, era incluso más: una maldita promesa que, por mi parte, estaba bastante dispuesta a cumplir. ¿Y por qué no? En embrollos peores, y desde luego mucho menos satisfactorios, me había metido durante mis años como inquisidora, y también en los anteriores a esos; además, el que hacía tratos con el demonio era él, ¿no?, para hacer honor a su nombre y a toda la mitología que tenía detrás, así que no tenía que temer nada, y por eso no lo hacía. Por eso y porque, en mi línea, era muy difícil provocarme miedo de verdad, y se necesitaba algo más que Fausto, por imponente que fuera, para conseguirlo. ¿Qué podía decir? A veces me pasaba de atrevida, estaba más que dispuesta a reconocerlo ante mí y ante quienes consideraba dignos de mi escasa sinceridad, así que, en esos casos, sólo tenía que lidiar con las consecuencias y ya estaba, simple hasta decir basta por octava vez... O hasta todas las veces que nos habíamos revolcado, tantas que había perdido la cuenta. ¿Lo siento?
– Tendré que escribirle al rey de Francia para declarar este día algo extraordinario. No todos los días tiene una la garantía tan tangible de que un hombre como tú, mi estimado Fausto, se va a quedar cerca para lo que se le necesite. Aunque al rey de Francia tal vez le ahorre ciertos detalles, como ese dolor tan agradable de entre las piernas o el posible tembleque de mis rodillas si dejo de concentrarme en mantenerme a la altura de alguien como tú.
Incapaz de tomarme tampoco eso en serio, bromeé y sonreí al tiempo que me arrebujaba mejor en la capa prestaba, y que suplía la carencia de la ropa que, ya desde antes, estaba insalvable, así que ni de broma habría podido sobrevivir a la pasión que se había desatado en aquel cementerio, de entre todos los lugares posibles para retozar de toda la maldita ciudad de París. Bueno, siempre había disfrutado de una buena ironía, y ¿qué mejor que un acto carnal lleno de fuego en un lugar gélido, infestado por las brumas frías de la muerte que se encontraba bajo tierra? Visto así, casi parecía más una decisión que hubiéramos tomado los dos de antemano que un encuentro casual que había terminado lo mejor posible, como había sido el caso, pero realmente me daba igual, porque la velada improvisada de aquella noche estaba llegando a su fin y no iba a ser yo quien la alargara más de la cuenta. ¡Ni de broma! No me gustaba suplicar, ni a mí misma ni a nadie más, y consideraba que intentar robar minutos de más a algo que nos había dejado buen sabor de boca a los dos era una pérdida de tiempo que sólo conseguiría amargar lo que tan dulce y picante a la vez se había sentido. Por todo eso, decidí que iba siendo hora de ponerme ya en marcha, pero no pude evitar querer poner el colofón final más sabroso que se me ocurrió, dadas las circunstancias y mi mente poco de fiar después de las oleadas de placer a las que había sido sometida. Así fue, básicamente, como terminé de puntillas ante él, dándole un nuevo beso que fue más bien un roce, poco apasionado en comparación con los que habíamos compartido hacía no demasiado, pero no todos debían ser intentos de devorar al otro, ¿no...? Para todo había su momento, y para una despedida no me apetecía lo más mínimo sacar la lengua a pasear, mucho menos cuando iba a hacerlo de todas maneras al decirle lo último que tenía que decirle a Fausto aquella noche.
– No te recordaba tan caritativo con el resto de París, pero no puedo negarme a tu generosidad e impedir que el resto de París pueda dormir tranquilo por la impresión que es verme desnuda. Así que, Fausto, muchísimas gracias: te devolveré tu capa la próxima vez que nos veamos. Hasta entonces... Cuídate, ¿quieres? No soportaría que a tu leyenda le saliera un poco de realidad que me la arruine por completo.
– Tendré que escribirle al rey de Francia para declarar este día algo extraordinario. No todos los días tiene una la garantía tan tangible de que un hombre como tú, mi estimado Fausto, se va a quedar cerca para lo que se le necesite. Aunque al rey de Francia tal vez le ahorre ciertos detalles, como ese dolor tan agradable de entre las piernas o el posible tembleque de mis rodillas si dejo de concentrarme en mantenerme a la altura de alguien como tú.
Incapaz de tomarme tampoco eso en serio, bromeé y sonreí al tiempo que me arrebujaba mejor en la capa prestaba, y que suplía la carencia de la ropa que, ya desde antes, estaba insalvable, así que ni de broma habría podido sobrevivir a la pasión que se había desatado en aquel cementerio, de entre todos los lugares posibles para retozar de toda la maldita ciudad de París. Bueno, siempre había disfrutado de una buena ironía, y ¿qué mejor que un acto carnal lleno de fuego en un lugar gélido, infestado por las brumas frías de la muerte que se encontraba bajo tierra? Visto así, casi parecía más una decisión que hubiéramos tomado los dos de antemano que un encuentro casual que había terminado lo mejor posible, como había sido el caso, pero realmente me daba igual, porque la velada improvisada de aquella noche estaba llegando a su fin y no iba a ser yo quien la alargara más de la cuenta. ¡Ni de broma! No me gustaba suplicar, ni a mí misma ni a nadie más, y consideraba que intentar robar minutos de más a algo que nos había dejado buen sabor de boca a los dos era una pérdida de tiempo que sólo conseguiría amargar lo que tan dulce y picante a la vez se había sentido. Por todo eso, decidí que iba siendo hora de ponerme ya en marcha, pero no pude evitar querer poner el colofón final más sabroso que se me ocurrió, dadas las circunstancias y mi mente poco de fiar después de las oleadas de placer a las que había sido sometida. Así fue, básicamente, como terminé de puntillas ante él, dándole un nuevo beso que fue más bien un roce, poco apasionado en comparación con los que habíamos compartido hacía no demasiado, pero no todos debían ser intentos de devorar al otro, ¿no...? Para todo había su momento, y para una despedida no me apetecía lo más mínimo sacar la lengua a pasear, mucho menos cuando iba a hacerlo de todas maneras al decirle lo último que tenía que decirle a Fausto aquella noche.
– No te recordaba tan caritativo con el resto de París, pero no puedo negarme a tu generosidad e impedir que el resto de París pueda dormir tranquilo por la impresión que es verme desnuda. Así que, Fausto, muchísimas gracias: te devolveré tu capa la próxima vez que nos veamos. Hasta entonces... Cuídate, ¿quieres? No soportaría que a tu leyenda le saliera un poco de realidad que me la arruine por completo.
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