Tentando a la suerte. {Antoline}

La luna había despertado de su letargo y lucía como una sonrrisa amenazante en el cielo estrellado. No obstante, las nubes y el humo de las fabricas más cercanas enturbiaban su majestuosidad e impedían a los lúgubres habitantes de Paris tan grandiosa visión. El reloj de la plaza marcaba las doce pasadas, a esas horas en la gente que se preciase se encontraba en casa, protegida tras las cuatro paredes de su hogar y a salvo de las almas malditas que caminaban errantes sin rumbo por los callejones de la ciudad. Una misteriosa figura caminaba desafiante por las previamente abarrotadas calles, no sabía cual era su destino y aun así caminaba segura y sin miramientos. El eco del mercado que horas antes había cubierto aquella zona resonaba, se veían restos de pescado podrido que habían pasado a ser el manjar de los gatos callejeros, desechos de todo tipo de alimentos, vestijios de la ajetreada mañana que se había vivido allí. Pero, sobre todo, lo que recordaba lo ocurrido allí era el olor a podredumbre que se mantenía pegado a la tierra y parecía incluso dejar una densa estela. La misteriosa mujer caminaba resguardada bajo una negra capucha, sus andares denotaban decisión, peligro y algo increible teniendo en cuenta su atuendo: magestuosidad. Esa mujer era la última persona en el mundo por la que podría correr sangre azul, sin embargo, la mágia de sus andares, su postura ergida y su expresión altanera y orgullosa la hacían digna de cualquier trono en el viejo continente. Era una flor, una orgullosa rosa con espinas que habia aflorado en las más crudas condiciones. Ella sabía hacía donde ir, en que esquina girar y cuando parar. Parecía tenerlo todo bajo control, nada se le escapaba, daba la sensación de tener controlados hasta el chirriar de las puertas o el vuelo de las moscas que se agolpaban sobre el suculento festín que el cadaber de una rata les proporcionaba.

Salió del mercado y se encaminó calle abajo, conocía aquel lugar como la palma de su mano. Contaba con 21 primaveras y más experiencia que muchos de los que le doblaban la edad. Se había visto en tantos aprietos y había tenido que pelear tanto por salir adelante que había perdido el miedo y su ego había crecido en proporción al descenso de este. Se encontraba en casa, por fin. Acababa de llegar de Londres, el rastro de su padre le había devuelto a casa. Él era su escapatoria, le devolvería al trono que creía merecer. Pero, mientras tanto había trazado un plan alternativo para poder ascender. Aquella mujer no tenía escrúpulos, carecía de moralidad. Venía del burdel donde solía pasar las noches y los días tratando de seducir a hombres con la cartera llena y el cráneo hueco y lo cierto es que se le daba bastante bien. No obstante, sabía que si realmente quería hacerse valer no tenía que esperar a sus presas en el burdel, allí tan solo sería expuesta como carne de cañón sin ninguna opción a decidir o a escoger. Aunque lo cierto es que solía tener bastante mano ancha en eso, se podía permitir el lujo de seleccionar a sus víctimas, pero, en la calle podía conseguir que se rindieran a sus pies hombres que ni tan siquiera habían pensado ir al burdel.

Ataviada con sus mejores galas, no parecía una simple prostituta. Se notaba que no era de alta cuna, mas, sin embargo, sus largos cabellos rubios estaban cuidadosamente peinados como los de una dama aunque adornados con plumas y demás adornos exóticos. Su apretado corsé dejaba poco a la imaginación y el color esmeralda de su vestido era demasiado llamativo para ser cualquier clase de refinada señora. Llevaba a cuestas sus mejores joyas, pocas y de bastante mala calidad la verdad, pero estas le conferían el exotismo que tanto ansían los hombres y que tan poco muestran las mujeres que se precian. Era una cazadora de almas y de ello no había duda.