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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Abr 22, 2013 12:24 am

Todos usamos máscaras y llega un momento en el que no podemos
quitarlas sin retirar nuestra propia piel

Días atrás, Áedán, que había pasado con su madre gran parte de la mañana bebiendo un excelso café en uno de los restaurantes más concurridos en la ciudad, había sido testigo, una vez más, de la gran importancia y popularidad que la familia Lemoine-Valoise poseía entre la sociedad, especialmente en París. Esa familia que pudo haber sido la suya y que le fue negada por el patriarca, su padre. En ese instante, mientras el sabor agridulce del humeante café recorría su garganta, había tomado la decisión: los visitaría esa noche. Según la conversación ajena de la que sin querer se había vuelto escucha, esa noche se celebraría el cumpleaños del viejo, del hombre que lo había engendrado pero cuyo egoísmo era tan grande al grado de ni siquiera haber deseado conocer el nombre o el sexo del hijo que había concebido Magdalena. Terminó de beber el café y mientras colocaba la tacita de porcelana sobre un plato, su mirada fría se perdió en un punto ciego de aquel local. Supo lo que debía hacer; era el momento perfecto, el momento justo en que debía amargarle la noche al viejo.

No le habló de sus planes a su madre, a su padrastro o a sus hermanos; quiso que su plan fuera secreto e íntimo, solamente padre e hijo. Los tranquilizó a todos argumentando que estaría fuera de París durante algún tiempo, específicamente en Pontoise, una ciudad cercana a la que supuestamente acudiría para atender unos pendientes de los cuales no quiso dar detalles. Les aseguró que estaría cerca y al pendiente de ellos y que si su estadía en tal lugar se alargaba más de lo esperado, iría a París a visitarles frecuentemente. Nadie lo contradijo, pues Áedán se había ganado la confianza y el respeto de cada uno de los miembros de la familia, quienes además comprendían que siendo él un hombre que pertenecía a la milicia, debía tener muchos contactos y por ende muchas más ocupaciones que atender que sencillamente quedarse en París a relajarse y gozar de esa licencia médica que ahora tenía a causa de un reciente accidente en un ataque. Según sus propias palabras, el altercado no había pasado a mayores, se había reducido a simples rasguños y uno que otro malestar, pero aún así siendo él una pieza importante dentro de la milicia española, querían asegurarse de que gozara de excelente salud y él había aceptado la licencia porque le convenía tomarse un respiro para atender ciertos asuntos, como el que estaba en puerta.


***

Se vistió de gala y cuando llegó a su destino se detuvo en seco y acomodó las mangas de su elegante vestimenta de esa noche. Había elegido un clásico traje negro muy elegante y lo había combinado con una camisa blanca cuyo cuello salía a relucir por encima de las demás prendas; una corbata, también en color negro, le daba el toque especial y por debajo del saco podía distinguirse el destello plateado de la cadena del reloj que descansaba en su bolsillo. Distinguido y gallardo permaneció observando la maravillosa arquitectura que poseía la gran mansión de los Lemoise-Valoise, el lugar que esa noche alojaba a más de una decena de los integrantes de esa familia que se reunía para festejar un año más de vida de un hombre al que verdaderamente no conocían, un hombre que se jactaba de una intachable reputación, al que se le llenaba la boca dando discursos sobre todo eso que no ponía en práctica y que, no conforme con eso, exigía a todos los demás.

Los ojos del militar enfocaron la entrada principal y posteriormente decidió recorrer cada milímetro de aquella fortaleza. Áedán había sido pobre la tercera parte de su vida, no había gozado de una educación buena, de renombrados profesores o un costoso tutor que le hubiera mostrado cómo desenvolverse en el mundo, pero afortunadamente siempre había poseído hambre de salir adelante, y precisamente eso era lo que había logrado hacerlo el hombre que hoy era: uno educado y bastante bien instruido. Era capaz de hablar de casi cualquier tema que se le abordara. Después de que su madre, Magdalena Zaitegui, se había casado, Áedán no había perdido la oportunidad de gozar de las nuevas oportunidades que su nuevo padrastro le podía brindar, entre ellas la educación. Había pasado horas enteras en la biblioteca del hombre, devorando libros enteros de todos los tamaños; gracias a eso es que Áedán había podido identificar la influencia barroca que poseía la arquitectura de la mansión de los Lemoine-Valoise. Esa noche sería la primera vez que entraría a ese lugar y se las arreglaría para quedarse el tiempo que le diera la gana.

Avanzó por el jardín dejando atrás el carruaje que le había llevado y como siempre, puso especial énfasis en disimular la pierna que lo había aquejado por años, lo cual probablemente era lo único que le era imposible lograr, ya que hiciera lo que hiciera siempre se vería visiblemente más rígida que la pierna sana. El hombre de la entrada lo abordó y con un gesto amable pero precavido y quizás hasta un poco contrariado, le preguntó su nombre y quiso saber si le habían invitado al festejo del señor.

Dígale a su patrón que lo busca su viejo amigo, el señor Áedán Zaitegui. Eso es todo lo que necesita saber. —Sonrío, desvió la mirada con esa seguridad que le garantizaba no estar luciendo nervioso o dudoso, y con una voz repentinamente vivaz, le habló al hombre mientras colocaba su mano sobre el pecho ajeno y le acomodaba el cuello del traje en un gesto de superioridad. Soltó un suspiro cuando el hombre se alejó con el fin de entregar el mensaje y esperó paciente por su regreso. Sabía de antemano que estaba jugándosela, que así como podía sembrar la intriga en Auguste Lemoine-Valoise y provocar que quisiera conocerlo, también podía dejarlo allí afuera, esperando toda la noche sin haber tenido suerte. Pero confiaba en que ese era su día de suerte y que, al fin, la vida le daría la oportunidad de hacer justicia, aunque fuera por su propia mano.

El hombre volvió en menos de diez minutos y le abrió la puerta. Sin decir una sola palabra lo condujo hasta el interior de la casa y ya adentro una de las criadas lo llevó hasta el despacho de su patrón, lo invitó a sentarse y le pidió amablemente que esperara. Áedán permaneció de pie y aprovechando que le habían dejado solo, se dedicó a observar la pomposa atmosfera que desprendía la habitación. Estudió cada objeto, cada pintura que colgaba de la tapizada pared y cuando escuchó que la puerta se abría nuevamente a sus espaldas, tragó saliva y se preparó para lo que estaba por ocurrir. Estuvo seguro de que era él, pudo sentirlo en su ser, en su sangre que de pronto se heló de manera inexplicable. La sangre llama.

No hace falta que pregunte quién soy y qué hago aquí. Yo le daré las respuestas, todas y cada una de ellas. —Habló antes de que Auguste pudiera tomar la palabra. Se giró lentamente y cuando al fin los ojos del militar se encontraron con los del hombre al que había despreciado por años, volvió a experimentar una extraña sensación que no fue capaz de catalogar como algo que hubiera vivido antes ni tampoco como algo placentero. El hombre de cabello entrecano lo miró de arriba abajo y frunció el ceño, incapaz de reconocerlo como el viejo amigo que Áedán había asegurado que era, su rostro desconcertado lo corroboraba.

Adelante, le recomiendo cerrar la puerta si es que quiere que sus sucios secretos se queden dentro de esta habitación. —Sugirió al hombre con una falsa sonrisa mientras tomaba asiento.



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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Lun Abr 29, 2013 1:31 am

Lo sintió, como la víctima a la respiración de su asesino


Un poco más bajo…un poco más… Más, chérie. Muy bien, así —el maestro cerró los ojos y balanceó suavemente su cabeza, dejando que sus dedos acariciaran las teclas del piano, mientras la voz grave de Geneviève se hacía eco por toda la mansión. El instrumento de color blanco, emitía las notas del aria Voi, che sapete de Las Bodas de Fígaro, una ópera de Mozart, que su alumna interpretaba a la perfección.

La joven estaba preparando su último ensayo antes de irse a vestir para la celebración del natalicio de su adorado abuelo. A pedido de éste, haría una presentación privada para el exclusivo y selecto grupo de invitados que acudirían a la velada. Unas gotas de transpiración le corrían por las sienes, seguían por su cuello y se perdían en el escote del sencillo vestido de diario en color púrpura, que resaltaba su piel nívea. Llevaba el cabello color cobre suelto hasta más abajo de la cintura, era la primera vez que lo tenía tan largo, lo estaba dejando crecer para que no le pusieran las incómodas pelucas retocadas para sus presentaciones. Tenía los dedos finos y largos entrelazados sobre la boca del estómago, la espalda recta y su pecho subía y bajaba con delicadeza cuando tomaba aire para que las palabras obtuvieran forma de canción en su garganta. Era el aria favorita de su abuelo, juntos habían asistido a una ópera en Viena cuando ella tenía ocho años, era uno de sus mejores recuerdos. Cuando finalizó, tenía las mejillas sonrosadas y estaba ligeramente agitada, pero elevó las comisuras cuando su afeminado maestro francés –al cual había contratado para su corta estadía en París- se levantó aplaudiendo y dando brinquitos se acercó a ella y la abrazó, yéndose en elogios y agradeciéndole la oportunidad de ayudarla con aquella actuación. No cualquiera tenía la fortuna de ser su colaborador, por ello, el joven se sentía sumamente halagado, le daría mucho prestigio aquel trabajo. A pesar de que no era un experto, Edward Toubert era muy reconocido, no sólo por su talento, si no, por ser de muy corta edad –no pasaba los veintitantos- y talentoso.

La criada que descansaba en un sillón, se puso de pie y le llevó agua y un pañuelo, la joven le agradeció y bebió de a pequeños sorbos, por más que hubiera deseado lanzarse el agua sobre el rostro. Mientras ayudaba a Edward a recoger las partituras y guardarlas, se percató que la noche ya había caído. La habitación, minutos antes había estado iluminada completamente por el Sol, y en ese momento, la doncella comenzaba a prender las velas de la araña de cristal que caía del techo, subida a una escalera, en una tarea muy peligrosa. Geneviève se quedó parada, mirando desde abajo la pericia de la muchacha, que con gran agilidad, logró devolverle la luminosidad al cuarto, que había sido construido y equipado, especialmente, para las visitas de la cantante. Auguste había contratado a un prestigioso arquitecto para que agrandara el ala oeste de la mansión y agregase ese habitáculo con acústica perfecta. Lo había hecho pintar de color amarillo muy claro, había hecho construir un piano como regalo de cumpleaños número catorce de su nieta predilecta, colocó un sillón de tres cuerpos estilo Luis XV, forrado en terciopelo rojo, una mesa ratona haciendo juego y en centro de ésta un jarrón blanco muy simple, con un ramillete de jazmines, además, grandes ventanales y cortinas blancas con hilos de oro formando figuras extrañas. La decoración había sido sencilla, sólo unos cuadros de autores desconocidos cortaban con el impoluto color de las paredes. Contra lo que no había podido luchar Geneviéve, era con el regalo de su cumpleaños número quince, aquella asombrosa araña de cristal que colgaba, lo único ostentoso en aquellos metros cuadrados.

Iré a darle su regalo al señor duque, quiero que lo luzca en la velada —comentó la muchacha, que tomó de la mesita un pequeño estuche color negro. Le agradeció a Edward –el cual era invitado, además de pianista- y luego a la doncella, que se ofreció a acompañarla, pero la joven se negó, sabía que ella también debía prepararse para la ajetreada tertulia.

El taconeo de Geneviéve retumbó en los desolados pasillos de aquella parte de la mansión, que contaba con tres sectores de habitaciones y cuatro patios. Ella se encontraba en el segundo, el menos concurrido, pues era donde estaba la biblioteca, escritorio y el sector privado de cada miembro de la familia, salvo el despacho de Auguste, que se encontraba en la parte delantera, para no tener que hacer un gran recorrido con sus visitantes. Cruzó el jardín que conectaba con el ala principal y saludó con amabilidad a los empleados, que corrían de un lado a otro, con bandejas, vajillas, y demás menesteres. A pesar de que la velada había sido organizada con anticipación, y que hasta hacía una hora la anciana duquesa había repartido órdenes a diestra y siniestra, los detalles de última hora nunca faltaban. Le preguntó a una empleada si había visto a su abuelo y si éste estaba listo, la dependiente, un poco desconcertada, le contestó que lo había visto pasar hacía varios minutos, y que no llevaba puesto su uniforme militar de gala ni su peluca, por lo que deducía que aún no se había cambiado. A la cantante le llamó la atención, no debía faltar mucho para la hora de cita de los invitados, y el duque era un hombre de puntualidad prusiana, y no soportaba que las cosas quedaran para último momento. Apuró el paso y se paró frente a la puerta de madera maciza, material que no le permitía escuchar voces en el interior, por lo que giró el picaporte y abrió.

¿Señor? —preguntó por inercia, y descubrió al anciano con un gesto de sorpresa, sentado en su sitio habitual del otro lado del escritorio, con un habano en la mano. Geneviève se preguntó si el gesto desencajado se debía a su abrupta interrupción, o al hecho de no encontrarse solo. Vio a un hombre sentado de espaldas a ella, con el cabello negro abundante, y desde su sitio bajo el umbral, distinguió su espalda ancha. —Disculpen la interrupción —realmente lo sentía, no tenía idea quién podía ser tan inoportuno para aparecer en la residencia Lemoine-Valoise una noche tan importante. Toda la sociedad, por más que no estuviese invitada gran parte, sabía que se celebraba el cumpleaños de Auguste.

Tranquila, cariño —el duque de Aquitania relajó el ceño, se puso de pie, y caminó hacia su nieta. El matiz grave de la voz de su predilecta, nunca dejaría de sorprenderlo. La muchacha percibió en su abuelo una tonalidad pálida en su piel, estaba bebiendo whisky y fumando, algo muy poco común en su persona. Auguste la tomó de un brazo, cerró la puerta, y la hizo entrar. Jamás rechazaría ni incomodaría a la hija de su primogénito. —El señor es un invitado que llegó antes porque teníamos asuntos que tratar.

Cuando el caballero se puso de pie y giró, Geneviève tuvo un instante de conmoción. No por la belleza del extraño, ni su porte gallardo, o su altura, que la superaba bastante, si no, por el fugaz parecido con Auguste. Logró disimular el estupor, y evitó mirarlo fijamente mientras se acercaba a ella. Era una gran observadora, y no le pasó por alto su extraño caminar, seguramente, tendría dificultad en alguna pierna. Le llamó la atención que no llevara puesta la típica peluca empolvada, y se sorprendió a sí misma pensando que con aquella cabellera oscura y varonil, no necesitaba hacer uso de ningún accesorio. Más de una mujer hubiera deseado hundir sus dedos en ella…

Mi nieta —la voz del anciano la sacó de aquellas imágenes que acentuaron el rosado natural de sus mejillas, pero que disimulaba con el hecho de haber hecho una caminata.

Geneviève Lemoine-Valoise —se presentó sola, no soportaba que su abuelo la presentase como la famosa cantante lírica que era, la pompa con la que siempre se dirigía a ella frente a otros, le parecía patética, pero sólo a él le permitía que agregarse el Marie-Thérèse, y demás títulos a su nombre. Y a pesar de su aspecto sencillo, pues aún se encontraba con el vestido del ensayo, y más que la nieta de un duque parecía una empleada, estiró la mano derecha en la que descansaba el solitario de oro blanco con un pequeño rubí, su anillo de compromiso. El corazón de Geneviève se agitó, como hacía mucho tiempo no lo hacía, ante la perspectiva de que el amigo de Auguste tomara su pequeña mano, y acercara sus labios al dorso de ésta. Sin embargo, en la mirada del extraño, hubo algo que a la joven no le gustó, y la sensación inicial, se convirtió en prudencia.
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Mensaje por Aedan Zaitegui Miér Mayo 15, 2013 2:08 am

Y el hombre obedeció. Algo en el rostro de Áedán le dejó claro que no estaba bromeando, quizá fue la aguda mirada con la que lo observó todo el tiempo, como desmenuzando cada movimiento que éste realizaba, cada respiración, cada vibración que hacía su pecho al inhalar y exhalar, o tal vez la determinación con la que habló, denotando con cada sílaba que tenía los suficientes argumentos para hacer semejante amenaza. El hombre, que podía ser catalogado como un anciano, se apresuró a cerrar la puerta con seguro, luego se giró y le devolvió a Áedán una mirada que se podía definir como temerosa, insegura, lo cual era bastante extraño en un hombre tan seguro de sí mismo como él.

Pero por favor, Auguste, tome asiento, está en su casa, no quiero que le de un infarto y se muera antes de tiempo, no sin antes saber a lo que he venido y lo que tengo que decirle —la voz del militar tenía el mismo tono que utilizaban las grandes personalidades que al poseer tanta riqueza y fama se dan el lujo de ser petulantes.

La frivolidad nunca había sido parte del Zaitegui pero, en situaciones como ésta, definitivamente era necesario sacarla a relucir, sobretodo cuando se estaba frente a un hombre que sabía de verdadera crueldad. Áedán cruzó la pierna, y fingiendo no dar demasiada importancia a lo que acababa de decirle a su propio padre, buscó comodidad en el asiento donde se encontraba sentado, luego alzó su mano y con ella hizo un gesto aparentemente amable que invitaba a su acompañante a sentarse frente a él. El hombre volvió a obedecer a las peticiones de su “invitado”.

¿Quién diablos es usted? Dígame lo que quiere… —preguntó el hombre, sacando por primera vez un poco de ese carácter demandante que sí era propio de el. ¿Así que esa era la voz que tenía su padre? No quería admitirlo, pero era notorio el parecido con la suya.

No, no… —le interrumpió él groseramente, echando un manotazo al aire—, no es así como empezaremos. Creo que usted está confundido, señor Lemoine-Valoise. Usted y yo no vamos a conversar. Déjeme contarle de qué tratará esto, es simple: yo hablo, usted escucha; yo ordeno, usted obedece, de lo contrario, esto no funcionará y me veré obligado a salir por esa puerta y contarle a todos sus sucios secretos, y no queremos eso, ¿verdad? —hizo una pausa, como esperando darle oportunidad al viejo de que hiciera algún comentario, pero, tal y como imaginó, éste nunca llegó—. No, por supuesto que no desea eso —sonrió complacido. Le regocijaba que su plan estuviera funcionando, tenerlo en sus manos.

Los minutos transcurrieron sin que Áedán lo notara, estaba tan metido en su papel de hombre mezquino y vengativo, que poco le importó que hubieran permanecido cerca de media hora dentro de esa habitación, en esa “plática” en la que no paraba de hablar. Se lo dijo todo, le dijo quién era, que llevaba su sangre; le recordó la aventura que había tenido con su madre, Magdalena, y la manera tan cruel en la que la había botado con un hijo en el vientre. Le hirvió la sangre al darse cuenta que tales hechos no le habían movido un solo pelo al hombre que tenía frente a sus ojos, que no demostrara arrepentimiento alguno, sólo miedo, miedo a ser expuesto frente a los que sí le importaban, frente a su familia.

Áedán estuvo a punto de ponerse de pie y abofetearlo de pura rabia, pero alguien llamó a la puerta y le quitó la intención. Auguste se quedó pasmado en su asiento, inmóvil como una estatua, y la saliva recorrió su garganta al imaginar que en cuanto entrara la persona que llamaba, la verdad le sería revelada por su propio hijo, que se le acusaría de haberse aprovechado de una joven mujer y haberla dejado desamparada con un bastardo, lo cual ya de por sí era bastante vergonzoso para él, algo indigno y terrible que echaría abajo su intachable imagen.

Abra la puerta —le ordenó Áedán, con toda la frialdad que le fue posible y que calaba hasta los huesos. Y, mientras el Duque se ponía de pie, dudoso de lo que hacía, lo observó sin despegarle los ojos de encima y alerta ante cualquier hecho que necesitara de un acto desesperado.

Una joven apareció tras la puerta y, pese a que Áedán jamás la había visto en persona, supo de quien se trataba. Tenía que ser ella, había investigado lo suficiente a la familia como para dudar. Se quedó callado, observando a la nieta y al abuelo, intentando descifrar en silencio lo que escondía la joven Geneviève tras los bellos ojos que poseía. La devoción con la que la jovencita miraba al patriarca de la familia era indiscutible. Ella debía verlo como a un intruso que se atrevía a irrumpir en su hogar en medio de una importante celebración familiar, probablemente eso la hacía sentir molesta o contrariada, pero su temple era tan inescrutable que logró intrigarlo como pocas personas habían logrado a lo largo de su vida. Ella tenía la mirada dulce y a la vez aguda y penetrante, un rostro perfecto y aniñado que delataban su indiscutible juventud, y un sencillo vestido le envolvía el cuerpo menudo, lo cual era bastante extraño tratándose de una personalidad de su calaña, que además era una artista. Dejando de lado el apellido que la condenaba, a Áedán le pareció que era una encantadora jovencita, y por un momento su femineidad logró distraerlo de su cometido. Se puso de pie y se acercó a ella cuando Auguste lo presentó como su amigo y a ella como su nieta.

Áedán Zaitegui, un placer, señorita —se presentó sin demasiados preámbulos y en sus labios se formó una inquietante e inesperada sonrisa—. En verdad me regocija conocerla, había estado deseándolo desde hace ya bastante tiempo. En primer lugar porque ¿quién no querría conocer a semejante artista?, y por otro lado Auguste no ha dejado de hablar de usted, y debo decir que no mintió cuando aseguró que era usted una hermosa dama, pero ahora sé que sus palabras no lograron hacer verdadera justicia a su belleza —la elogió como los caballeros solían hacer con las damas. La sortija, que a simple vista parecía bastante costosa y que anunciaba un compromiso, brilló ante sus ojos cuando ella alargó su mano. Áedán la tomó con delicadeza y depositó un fino y breve beso en ella. Su piel era suave y estaba impregnada con un aroma tenue pero exquisito que el militar percibió de inmediato.

El tiempo pasa y yo supongo que ha venido por Auguste —añadió antes de que alguno de los presentes pudiera retomar la palabra y arrebatarle el momento tan triunfal en el que se había convertido ese primer encuentro. Se sentía bastante satisfecho con el resultado como para arruinarlo con algo inesperado como era la presencia de un tercero—. De verdad lamento incordiar en su festejo llegando tan inoportunamente. Mi viaje a Francia fue un tanto espontáneo y no quise desaprovechar la oportunidad de visitar a mi viejo amigo, de convivir con él durante algunos días, luego de tantos años de no vernos —se disculpó con ella, modulando intencionalmente su voz hasta sonar verdaderamente arrepentido, casi martir, quizá algo exagerado—. Así que es mejor dejarlos solos para que puedan prepararse para el gran festejo —finalizó, entornando sus ojos verdes en Auguste, que de pronto parecía más pálido que hacía unos instantes. Se quedó de pie, observando a su padre fijamente y no fue necesario volver a hablar para indicarle, para ordenarle silenciosamente, lo que debía pasar a continuación.

El señor Zaitegui va a quedarse con nosotros por algunos días, cariño. ¿Podrías, por favor, llevarlo tú a una de las habitaciones de huéspedes? —le pidió a su nieta con una voz débil pero decidida, luego tomó asiento y su mirada pareció perderse en el puro que sostenía en la mano. Su expresión era la de un hombre contrariado, quizá resignado, de pronto pareció varios años más viejo. No había duda de que el plan del militar estaba dando resultado, el que tuviera un efecto en las emociones del viejo era una buena señal, la mejor de todas. Los labios de Áedán volvieron a adoptar una apenas visible sonrisa.
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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Dom Mayo 26, 2013 2:10 am

La sensación de haber irrumpido en un sacro ritual, no la abandonaba. Geneviève detestaba ser inoportuna, la habían educado para todo lo contrario, y la perspectiva de causarle un malestar a su adorado abuelo, la convertía en una intrusa, en aquello que nunca había sido en presencia de Auguste. La joven podía jurar que el anciano temblaba, que los años tan bien llevados, lo habían atropellado como una estampida mortal de caballos salvajes. Los labios del extraño tenían la textura que había imaginado, eran suaves, firmes, hasta la línea que enmarcaba al superior podía denotarse su personalidad decidida y demandante. Los elogios le habían asqueado y rompieron con el instantáneo hechizo que emanaba el caballero. Pocas cosas detestaba tanto como ser adulada con aquellas palabras vacías y que se repetían a lo largo de su vida desde que tenía cinco años. No había quién no las hubiera dicho, casi conocía de memoria los discursos que emitían los caballeros y las damas para ganarse un favor que jamás llegaría. Pretender recordarle su talento era una tarea a la que se arrojaban todos y en la cual sólo encontraban abismo. Geneviéve hubiera querido ser cordial y sonreír como el común de las jóvenes que eran elogiadas de aquella manera, algunas hasta hiperventilaban cuando un hombre con las características de Áedán Zaitegui les dirigía palabras agradables, que les endulzaban los oídos. Pero la cantante no era como las demás, y tampoco le interesaba serlo. Sin embargo, cuando su mano se acomodó junto a la otra y contuvo el regalo, su pulgar acarició el rastro invisible del saludo formal y de rigor. La caja de terciopelo ya no era tan importante como en un principio, y en su piel suave y nívea, se había colado una sensación que fundía la extrañeza y la familiaridad. Sintió un resquemor al relacionar el tacto del extraño con su abuelo, un ademán que contenía una similitud que no se le escapó. No supo si fue la forma de inclinarse, o cómo tomó su mano, o quizá la lentitud para posar sus labios y la calidez del aliento que se escapó en ese breve segundo, pero Geneviève habría jurado que Auguste y ese caballero eran similares. Se convenció pensando que si eran viejos amigos, seguramente habrían adoptado uno costumbres del otro, en una extraña identificación. Consuelo para pobres, sin lugar a dudas.

Si el caballero recién se daba cuenta de su interrupción, a criterio de la muchacha, era un verdadero idiota. Y deseó decírselo, pero la prudencia pudo más que la sinceridad, y se mordió la lengua para que la mordaz y casi soez contestación no se abriera paso entre sus labios. Geneviève reflexionó que a lo mejor la visita era portadora de malas noticias, y que éstas ya habían hecho mella en la vida de su abuelo, y que él no quería compartir la información para no opacar el festejo que con tanto ahínco le habían organizado. El anciano se daba su buena vida, y las fiestas siempre habían formado parte de su rutina. La residencia en París, en Burdeos o la recientemente remodelada Abadía de Saint-Germain, constantemente recibían visitas y eran testigos de memorables eventos sociales, que todos esperaban con gusto y honor. Le extrañó que habiendo aproximadamente unos cien empleados a disposición, le pidiese a ella, que aún no comenzaba con sus arreglos personales, que acompañase al visitante a una habitación. Ni siquiera tenía las llaves del sector de huéspedes. ¿Acaso Auguste estaba tan perturbado que no era capaz de distinguir a su nieta del ama de llaves? Geneviève notó a su abuelo enajenado, como si no fuese él mismo. Estaba tan ensimismado que ni su habitual porte de guerrero lograba disimular el temblor de sus manos al sostener el puro.

Claro, abuelo. Acompañaré al señor —miró de reojo al casi desconocido— a la habitación que le corresponda —asintió con sumisión—. Antes me gustaría entregarle esto —estiró la caja y la abrió, mostrando una medalla de oro con la imagen de Nuestra Señora de Knotenlöserin, o vulgarmente conocida como la Virgen Desatanudos. La pieza era un trabajo maestro de orfebrería, a pesar de que su tamaño era mediano, la figura de María rodeada de ángeles, protegida por la luz del Espíritu Santo, sus pies pisando la serpiente, simbología del Diablo, y sus manos con tiras de tela, eran tan nítidos que parecían cobrar vida ante la mirada asombrada del homenajeado. — ¿Recuerda la oración que me enseñó? —Auguste asintió, y todos los problemas parecieron desaparecer por un fugaz instante, su nieta tenía esa capacidad— Quiero que la use y la repita cada vez que algún asunto se complique más de la cuenta —Geneviève le entregó el paquete y le depositó un suave beso en la mejilla, haciendo caso omiso del tercero que habitaba el despacho. —Lo amo mucho, abuelito —le susurró. El duque no podía ocultar su emoción, simplemente, su nieta predilecta lo desarmaba. Le palmeó las manos y guardó el presente en un bolsillo. La joven miró de reojo al viejo amigo del anciano, y su expresión volvió a la seriedad que la caracterizaba. —Acompáñeme, Monsieur —le hizo una reverencia al patriarca, alzó el mentón y salió del despacho.

Al taconeo de Geneviève se perdía entre las voces de los empleados que iban y venían. Esquivaron a varias mujeres que cargaban arreglos florales y a hombres con bandejas. La joven detuvo a algunas para retocar los ramos, que estaban desprolijos o no combinaban, estos últimos quedaban descartados rápidamente. <<¿Están celebrando el cumpleaños o el funeral de mi abuelo?>> se preguntó mientras le ordenaba, con serenidad, a una doméstica que se deshiciera en ese preciso instante de un horrible arreglo que su abuela había encargado. Observó a su silencioso acompañante cuando éste se distrajo en un cuadro familiar que colgaba de una pared, y el particular color de sus ojos le llamó la atención. Hubiera deseado tenerlo más cerca para admirarlo. En su mirada no sólo había dureza, a la joven cantante le pareció que en lo profundo de aquellos impenetrables orbes, había una profunda decepción. Se dijo a sí misma que no le interesaba lo que a tan poco educado hombre le sucedía, y siguieron su recorrido hasta quedar frente a una habitación. Geneviève golpeó dos veces, y una mujer de cabello platinado tomado en la coronilla, con un atuendo sencillo pero elegante en color púrpura, salió a su encuentro. Hizo unas presentaciones formales y explicó que Murielle era el ama de llaves. La señora, que trabajaba desde niña para el servicio del ducado de Aquitania, fue hasta un cajón y se tomó unos segundos para escoger una llave, luego, se la entregó a madeimoselle Lemoine-Valoise y se despidió del caballero. Subieron la escalera que conectaba el vestíbulo principal con el piso superior, tomaron el pasillo de la izquierda, en la esquina doblaron a la derecha, y en la tercera habitación, Geneviève colocó la llave y giró el picaporte.

Ésta será su alcoba, Monsieur Zaitegui. Haré subir su equipaje cuanto antes —le entregó el juego de llaves— La cena es en… —buscó el reloj de pared y calculó brevemente— cuarenta y siete minutos. Su aspecto me hace suponer que es militar —y como no escuchó negativa continuó—, así que si ha traído su uniforme de gala, será el más correcto para la velada. Puede dirigirse a Murielle por cualquier consulta, si no, estoy a su disposición —le dio un leve empujón a la puerta para que ésta se abriera del todo. —Y no tiene nada que agradecer, supongo que si mi abuelo me ha pedido que lo acompañe hasta aquí, es porque debe tenerle un alto grado de estima. Ahora debo retirarme a mis aposentos para prepararme, con permiso —sin esperar una charla, Geneviéve se retiró a paso rápido. Tenía menos de una hora para arreglarse, eso era menos de la mitad del tiempo que utilizaba normalmente para un evento de tal magnitud.

Encontró a sus tres doncellas subiendo la escalera, buscándola como desquiciadas, y lanzaron suspiros de alivio al verla. A una le ordenó que enviase a Charles, un robusto empleado, a buscar las pertenencias del recién llegado. Se dirigieron a paso rápido hacia el pasillo de la derecha, donde estaban las habitaciones de los familiares. A la joven no le cerraba el hecho de que Zaitegui fuera un viejo amigo de su abuelo. Aquel hombre debía pasar los treinta y cinco años, su abuelo pisaba los setenta. Claro que no sería la primera vez que conocía a un afecto de Auguste de edad mucho menor, pero, generalmente, los viejos amigos de los cuales tenía conocimiento, tenían, aproximadamente, la misma edad que el duque. Estuvo distraída mientras la ayudaban con el baño, también con el vestido y ni hablar con el peinado. Se quejó varias veces de lo ajustado del corsé, que estaba tan apretado que no la dejaría cantar. Las doncellas hicieron caso omiso a su mal humor, que se debía, al retraso del cual era víctima. Las campanadas de los relojes marcaron las ocho, el horario de recepción, ¡y ella aún no estaba lista! El tocado que habían ensayado días antes iba a tener que quedar para otra ocasión. Elizabeth, la especialista en peinados, hizo gala de toda su habilidad e improvisó un sencillo tocado, con un hierro caliente le armó bucles, y con dos prencillas de plata le tomó los costados. El resultado le acentuaba el aspecto juvenil, acompañado del vestido borgoña. Se miró al espejo y se detestó por haberle hecho caso a su madre. Las tres muchachas aplaudieron y la elogiaron, pero ella se sentía como una prostituta con aquel escote pronunciado, y la falda con menos enaguas que las que exigía el protocolo. Agradeció que el maquillaje fuera tenue, sólo los ojos delineados, carmín en los labios y un suave colorante en los pómulos. Y se colocó unos sencillos pendientes, nada extravagante, suficiente con la moda parisina, y tras colocarse los chapines, dio por finalizada su preparación.

Cuando bajó las escaleras, se encontró con su prometido esperándola al final, y las doncellas, que la ayudaban con el vestido, suspiraron como si se tratase de un caballero de armadura dorada. Geneviève puso los ojos en blanco. Lo cierto era que el hombre era muy bien parecido, medía casi metro noventa, tenía los hombros anchos, la piel curtida por el sol, los ojos azules intensos y no parecía tener más de cuarenta años. Había dejado de lado los atuendos coloridos de su cultura, y estaba enfundado en la más pulcra etiqueta europea. Dirigió su vista hacia su abuelo, ya había hecho su entrada triunfal y ella no había estado esperándolo para darle un abrazo. Se lo veía junto a su mujer, sonriendo, como si nada sucediera, y la joven le atribuyó sus cavilaciones a la paranoia de la desconfianza que la perseguía constantemente. Sintió la mano cálida del árabe tomar la suya y besársela, se deshizo en elogios y su mirada se mantuvo demasiado tiempo en ese sitio que ella se esmeraba constantemente en disimular y que su madre, con sus ideas transgresoras, dejaba a la vista. A su lado, de espaldas, estaba el extraño visitante, y Geneviéve decidió que pondría a prueba al “viejo amigo” de Auguste.

Monsieur Zaitegui —lo interrumpió tocándole el brazo, y cuando atrajo su atención se quedó pasmada, aquel hombre le había provocado el mismo efecto dos veces en menos de dos horas— Le presento a mi prometido. Monsieur Al-Saud, Áedán Zaitegui, un antiguo amigo de mi abuelo. —se arrepintió inmediatamente, había olvidado que el jeque era extremadamente celoso, y al evocar el leve contacto de su mano con el brazo del desconocido, supo que había sido imprudente, y lo confirmó al notar la mirada endurecida del árabe, y la manera poco protocolar que la tomó de la cintura.
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Mensaje por Aedan Zaitegui Sáb Jul 27, 2013 6:41 pm

Él la miró mientras alzaba discretamente una ceja, y por un momento estuvo a punto de soltar una risa. ¿Acaso creía ella que un hombre con su experiencia no era capaz de tomar la decisión acertada al elegir la vestimenta a utilizar? Su sugerencia le pareció inapropiada. Quizá si en otra dimensión él hubiera tenido ocho o nueve años en lugar de casi cincuenta, y en lugar de ser ella la nieta del hombre despreciable que le había dado la vida hubiera sido su madre, la recomendación le habría venido bien. Vestir el uniforme era una cuestión de honor para todo soldado, llevarlo entre sus pertenencias casi una obligación, una necesidad. La notó mandona y obsesiva, quizá demasiado perfeccionista para su gusto. O quizá justamente esa característica en su autoritaria personalidad fue la que logró hacerlo sucumbir momentáneamente ante sus encantos, encontrarla terriblemente atractiva. Uno no se encuentra todos los días con mujeres con tales atributos además de la belleza física, y él lo sabía. Sin embargo, aunque en el fondo había empezado a surgir una necia necesidad de conocerle más a fondo y llegar a descubrir si era una digna Lemoine-Valoise, por aquello de la mojigatería que se les daba bastante bien, permaneció callado. Se quedó de pie junto a ella, con ambas manos enlazadas tras su espalda, y asintió brevemente a las indicaciones que la joven le hizo, llegando a poner un notorio énfasis en el gesto cuando ésta le aviso que se retiraría para continuar preparándose para la velada.

El militar pensó en Geneviève la siguiente media hora, después de que ella partió y le dejó en la que sería su alcoba durante toda su estancia; durante su espera sentado en la orilla de la cama, mientras los criados llevaban su equipaje hasta sus aposentos, cortés y servilmente, como debía hacerse con todos los invitados, incluso los no deseados. Lo hizo también mientras abría una de las valijas y elegía el traje que justamente ella había señalado, el de gala. Cuando se miró al espejo se preguntó si realmente estaría a la altura de las distinguidas personalidades que seguramente acudirían al festejo, si todo aquello no era una locura. El teniente resultaba una figura imponente enfundado en su uniforme pero, ni la seguridad en sí mismo que siempre había poseído, o el porte galante que era innegable, lo exentaban de las típicas inseguridades humanas. No era el tipo de fiestas a las que estaba acostumbrado. Ésta no sería una de esas parrandas militares en las que acabaría ebrio y despertaría en cualquier rincón al día siguiente. No habría aguardiente o cerveza de malta, no haría nuevas amistades, no reforzaría los lazos con sus viejos conocidos, porque sencillamente no estaba allí para permitirse disfrutar nada de lo que lo rodeaba. La verdad es que tenía que admitir que el procedimiento para llevar a cabo su venganza resultaba más complejo de lo que Áedán suponía, y eso que las cosas apenas comenzaban.

Estuvo listo antes del tiempo que la nieta de su padre había indicado. Bajó las escaleras y se dirigió directamente hasta donde la celebración ya tenía a lugar. Inmediatamente, su vestimenta llamó la atención. Su uniforme de gala estaba conformado por una semilevita en color azul turqui con cuello alto, solapas y puños en color rojo escarlata y bordados dorados, cerrada por siete botones dorados y con cola abierta en la parte trasera. En la cintura llevaba bien sujeto su sable enfundado, junto a una faja también en color rojo, haciendo juego con los pantalones rectos del mismo tono que tenían un galón dorado a lo largo de la costura. Una banda gruesa de color celeste y fabricada en seda cruzaba su pecho, y a la altura de la cintura sostenía con firmeza el bicornio de terciopelo azul, con vueltas y pequeñas borlas doradas en los picos del sombrero. Lucía también unos relucientes zapatos negros con un pequeño tacón, y se esmeraba en disimular todo lo que le era posible su irreversible problema en la rodilla, pero de todos modos se notaba bastante más rígida que la pierna buena. A pesar de todo, lucía muy bien, irradiaba salud y fuerza. Miró a todos con un gesto agradable, haciendo un leve movimiento con la cabeza, y enseguida cogió de la charola de uno de los sirvientes una copa con champagne.

El salón, jardín y todos los alrededores, ya estaban infestados de personas, entre los que destacaban miembros de las familias más distinguidas de la ciudad. No faltó ni una sola jovencita de familia respetable, porque todas las madres deseaban que esa noche, finalmente, sus queridas hijas se hicieran de un buen pretendiente. Muchos de los caballeros presentes conversaban en pequeños grupos sobre política y negocios, haciendo caso omiso a las baladas románticas que la gran orquesta ejecutaba. Áedán supo que era el momento perfecto para desenmascarar al hombre que tanto daño había hecho a su familia. Tendría la atención de todos, decenas de ojos mirándole, juzgando al viejo, dándole la victoria. Miró a su alrededor, desmenuzando las posibilidades que tenía a su favor, pero toda intención se disipó en su mente cuando a la luz de las lámparas de araña y al son de la espléndida orquesta vio llegar a una joven deslumbrante, vestida y peinada a la moda europea. Geneviève lucía más hermosa que nunca, su brillo era innegable, cegador. Quizá era cruel tal pensamiento, pero todas las jóvenes presentes, por más bellas y bien arregladas que estuvieran, parecían insignificantes a su lado. El militar bebió de su copa y disimuló cuando la observó avanzar hacia él sin vacilar. Ella se le plantó al frente con una seria expresión en compañía de un hombre de rasgos extranjeros.

Un placer, Monsieur —saludó al hombre cortésmente cuando éste le fue presentado, pero en el fondo supo que no había sido capaz (o no había querido hacerlo) de disimular del todo la sorpresa al conocer finalmente al hombre que desposaría a la rubia—, y mis felicitaciones por su compromiso, por supuesto —comentó, siendo totalmente hipócrita. Era un hombre viejo, casi tan viejo como él, pero mucho más rico, de eso no había dudas. No hacía falta adentrarse demasiado en la situación para darse cuenta de que ese era otro matrimonio arreglado, y que seguramente el mismo Auguste había sido el que se lo había sugerido a la muchacha.

Es usted un hombre muy afortunado, su prometida es la más hermosa de la noche —y cogió la mano de la muchacha para depositar el segundo beso del día. Por supuesto que lo había hecho a propósito. En el fondo el militar deseaba divertirse un poco provocando al hombre cuyas muestras de posesividad no habían pasado inadvertidas ante sus ojos—. En cuanto a usted, señorita —sus ojos se posaron esta vez en Genevieve—, espero que me conceda una pieza en algún momento, si su prometido no tiene inconveniente alguno, por supuesto.

Monsieur Al-Saud captó de inmediato la intención de sus palabras, y Áedán sintió la gelidez de sus ojos azules cuando éste los clavo en él como dos estacas silenciosas. Zaitegui deseó sonreír al ver que el elegante hombre proveniente de lejanas tierras era en realidad un hombre fácil de perturbar. Levantó levemente la barbilla y lo observó con tal fijeza, que éste terminó por incomodarse.  
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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Miér Jul 31, 2013 12:02 am

<<Le gusta jugar sucio>> pensó, inmediatamente, Geneviève, al tiempo que intentaba sofocar la súbita oleada de calor que le subía por el escote, la garganta y se le depositaba en las mejillas cuando los labios Áedán Zaitegui se posaban, por segunda vez en el día, en su mano. ¿Eran sólo ideas suyas o aquel “caballero” exudaba hipocresía? Ninguno de sus movimientos, ni siquiera el parpadeo de sus ojos, le parecieron sinceros. Estaba sugestionada con el antiguo amigo de su abuelo, podía oler el conflicto, la desconfianza se ataba a su garganta en un Nudo Giordano, y nada le gustaba más que devanarse la mente para desatarlo. El instinto le dictaba que protegiera a su abuelo, sin embargo, ya no podía negar la atracción que le generaba el hombre, y que la obligaba a un esfuerzo casi sobrehumano para mantener la compostura y no salir del círculo de normas de recato. Con suavidad fingida, las manos de su prometido se cerraron en torno a las suyas y la obligaron a tomarlo del brazo, ella actuó con naturalidad, como si ese gesto afectuoso no encerrase ninguna intención más que la de no poder separarse debido al cariño profundo que los unía. Agradeció que la actitud del jeque, que tragaba con dificultad mientras su nuez de Adán subía y baja con pesadez, la hubiera sacado de sus cavilaciones que rozaban lo pecaminoso. Los dedos del árabe se enredaron en los de la cantante, con parsimonia; al apretón posterior fue imperceptible, o eso quiso creer ella, pues miró con dulzura a quien, en un futuro cercano, se convertiría en su marido. ¿Era para eso para lo que la habían entrenad? ¿Para la sumisión? ¿Y la libertad de la que había osado y de la que había hecho gala a lo largo de todo ese tiempo? Un vil paraíso, la serpiente ya había actuado, y la manzana había sido mordida, ¿o no? Por pocos segundos, pensó en el militar como una fuente de pecado.

Por supuesto, Monsieur. Encantada aceptaré una pieza con un amigo tan querido por mi abuelo —respondió, sin darle tiempo a Al-Saud de que lo hiciera por ella. Aún no estaban casados, y algo de independencia le quedaba. —Mi prometido no pondrá objeción, pues sabe que no soy de su propiedad. No todavía, claro —¿ese era un reproche dicho en voz alta? Nuevamente, se sintió un objeto de exposición.

Como caída del Cielo apareció Edna, su madre, que saludó afectuosamente a su futuro yerno, y luego miró, sin remilgos, a Áedán Zaitegui. Geneviève hizo las presentaciones formales, y antes de que la saludaran como a una dama, ella lo tomó de los hombros y le depositó un beso en cada mejilla. La joven, acostumbrada a la falta de recato de su progenitora, se encogió de hombros e intentó suavizar su gesto. Acostumbrada no significaba que lo aprobara. La mujer comentó que siempre era bienvenido un gran amigo de Auguste, y más si era tan bien parecido. Sonrió con sus dientes perfectos y blanquísimos, con su cabellera rojiza como la de su hija meciéndose suavemente debido a sus gestos. ¡Era un cascabel! La sociedad ya no ocultaba los comentarios sobre la irlandesa, había terminado aceptándola, suficiente la habían despellejado en las primeras ocasiones que se mostró en público del brazo de Pierre. Era una deidad, despertaba amores u odios, pero nunca grises, y quizá allí radicaba el encanto de la señora de Lemoine-Valoise, en el sentirse objeto de miradas y comentarios de todo tipo. Su ego, que parecía crecer cada vez que despertaba, no le permitía escuchar críticas y sólo halagos, y tenía la capacidad para simular que se sonrojaba cuando alguien la adulaba por su apariencia. Geneviève, si no fuera porque eran tan parecidas, hubiera jurado que no había crecido en el vientre de Edna. Claro que, las asperezas entre madre e hija, se fueron acentuando con el correr de los años, hasta que a la muchacha no le quedó más que un remoto cariño, una melena color cobre y las pecas –que tanta vergüenza le provocaban- heredadas de la parte materna.

No escuchó el parloteo de su madre, había desarrollado esa extraña capacidad para no prestarle atención, y asentir con lo más parecido a una sonrisa, cada una de las aseveraciones que ella hacía. Quizá porque siempre trataban de lo mismo, sobre sí misma, sobre alguna invitada que pasaba y, una vez más, sobre sí misma. Claro que ella debía parecer una hija devota, estaba aleccionada con un libreto que sabía de memoria. Su vista se perdió, por un instante, en su abuelo, que estaba a unos cuantos metros de distancia, a espaldas de Zaitegui. Veía la escena con una palidez mortal, que casi la llevan hacia él, pero en cuanto él volteó, decidió quedarse en su sitio. Escuchó el sonido de la campanilla que anunciaba la hora de la cena, y Edna tomó del brazo al militar, con el comentario de que lo escoltaría hasta la mesa. <<¿No es al revés, madre?>> reflexionó con más resignación que indignación. Con la espontaneidad que sólo tienen las grandes damas, la señora de Lemoine-Valoise le impregnó un ritmo a la caminata, que disimulaban, por completo, la renguera del hombre. Revoleó los ojos al ver cómo ella lo presentaba con cada uno de los que se acercaban a saludarla. Se preguntó dónde estaba su padre. Lo vio acompañado de su abuela, la impecable Eloise, que siempre tenía ese gesto afable en la boca y la mirada sesgada como un animal de caza. Nada escapaba al análisis de la Duquesa de Aquitania. A pesar de los años, la anciana se mantenía erguida, con el cabello plateado prolijamente peinado, y deslumbrante como un diamante recién pulido.

Imagino que has aceptado la invitación por mera cortesía —irrumpió Al-Saud. —No bailarás con él…ni con nadie.

Oh, Monsieur —exclamó en voz baja, y fingió sorpresa, para cambiar, inmediatamente, a un gesto de total y completa molestia. —Lamento decepcionarlo, pero usted no me dirá con quién puedo o no bailar, y mucho menos en la celebración del natalicio de mi querido abuelo. Ahora —apretó su mano, cerrada en el antebrazo del árabe-, vayamos a la mesa y hagamos de cuenta que ésta conversación no ha existido.

Al jeque, por obvias razones, le molestó que esa muchacha de poco más de metro cincuenta, le dijera lo que tenía que hacer. ¡Era suya! ¡Por ella había pagado! Lo había encandilado su belleza, su juventud, su talento y su mente ágil, que bailara con quien quisiera, luego de la boda, se la llevaría lejos para adorarla dentro de la habitación de su palacio donde nadie más que él pudiese contemplarla. Hasta llegar al comedor, se cruzaron con varias personas que la felicitaron y que le manifestaron su admiración. Geneviève, siempre tomada de su prometido, agradeció cada palabra con la frialdad que la caracterizaba, con ese tono que no invitaba a aventurarse a una conversación, pero que no se alejaba de la cordialidad. Era medida, hasta para ese tipo de actitudes. Se lo había enseñado su abuelo, el viejo Duque le había repetido en cientos de ocasiones: “Nunca muestres tus sentimientos a nadie, pequeña, que nadie sepa de tu dolor o de tu alegría, ni de tu llanto ni de tu risa. Si quieres llorar, ven a mí, éste viejo pecho absorberá tus lágrimas, la gente es muy mala, y si le muestras tu debilidad, sabrá por dónde hacerte daño. No lo olvides. Jamás.” Y ese diálogo que habían tenido una de las tantas veces que se despidieron, le había quedado grabado a fuego en la memoria, en el alma y en el carácter.

Se sentaron en la mesa que encabezaba Auguste, secundado por Eloise del lado izquierdo, y del derecho, su padre, al lado de éste estaba su madre y le seguían sus hermanos mayores, luego ella. Su tíos estaban al frente, sus tías y cuñadas, más alejadas. El sitio a su lado quedó vacío, se preguntó si allí se sentaría Al-Saud. Se alegró de que su abuelo hubiera recuperado la compostura, volvía a ser el hombre adusto y digno que ella conocía. <<Los años no vienen solos, abuelito>>, observó con un deje de amargura. Sus miradas se cruzaron, como de costumbre, y él le dulcificó el gesto el tiempo necesario para que sólo ella lo captase, le correspondió de la misma manera. Los ojos del anciano se desviaron y luego se fijaron en otro sitio, con rapidez y con cierto nerviosismo. Sintió curiosidad, y cuando giró su cabeza, a su lado, en el espacio que no estaba ocupado, se sentó Áedán Zaitegui. Se hubiera ofrecido a ayudarlo con su bastón, pero consideró que el hombre lo tomaría como un insulto, o por lo menos, así hubiera reaccionado ella. Lo miró con detenimiento, y supo que ese sitio casi de honor se lo había asignado de su madre. <<Siempre nadando contra la corriente, Edna Mac Alpin>>. No supo por qué, pero cuando el militar se hubo acomodado, inspiró como si estuviese a punto de comenzar a cantar, sin embargo, lo que hizo, fue inhalar su aroma varonil, soltó el aire con dificultad. ¿Era posible que alguien le quitase la respiración? <<¡No! Eso no existe.>> se reprendió, y se instó a pensar en el hecho de la desconfianza que le generaba. Si, era recelo, no podía ser de otra manera.

Luce regio, Monsieur Zaitegui. Mientras intercambiaba palabras con mi prometido, observé su sable. Un arma maravillosa, lista para matar —observó con su voz repleta de inocencia, y los orbes invadidos de desafío.
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Mensaje por Aedan Zaitegui Dom Abr 27, 2014 1:44 am

¿Le interesan las armas? —preguntó el militar, con su inconfundible acento valenciano, una vez que ocupó el asiento vacío al lado de Geneviève. Ladeó un poco su cabeza para mirarla y prestarle toda su atención. Era hermosa, la criatura más preciosa que él hubiera conocido en sus casi cuarenta años, y era una verdadera lástima que, precisamente ella, formara parte de esa familia, que llevara el maldito apellido que él tanto odiaba y que fuera, ni más ni menos, la nieta consentida de Auguste. Así fuera la criatura más gloriosa sobre la faz de la tierra, él no podía —y no debía— verla como algo más, solamente como lo que era, como su enemiga, y la única razón que podía llevarlo a acercarse a la bella jovencita, debía ser el utilizarla a su favor, hacer de ella un arma más, una que, a la larga, podía resultar siendo la más letal y más dolorosa para Auguste—. Jamás lo hubiera imaginado, no de una dama tan delicada como usted —alzó ambas cejas, denotando un poco de sorpresa—. Esta en especial, significa mucho para mí. He de coincidir con usted: son hermosas, aunque peligrosas. En más de una ocasión tales adjetivos me han llevado a compararlas con las mujeres, pero, sinceramente, dudo que exista en la tierra un hombre al que le resulte más irresistible un sable que la presencia de una dama, en especial si es tan bella —y con esas palabras, que muchos podían catalogar como impropias y atrevidas, le hizo un nuevo y audaz cumplido a la mujer que le escuchaba, uno que era real, puesto que su confesión era lo más verdadero que diría esa noche, pero que había dicho con la plena intención de dejar explícito su interés por ella y de ese modo dejar abierta la puerta por la que él esperaba verla entrar.

Monsieur Zaitegui, papá nunca nos habló de usted, ¿cómo es que se conocieron? —preguntó, de pronto, una de las hijas de Auguste, mientras se llevaba a la boca un trozo pequeño de tostada con caviar y lo mordía con gracia y elegancia. Áedán levantó la vista y le sonrió. Se tomó unos segundos antes de responder, pero no los suficientes como para provocar en los presentes alguna sospecha.

Oh, esa es una larga historia. Créame, nos llevaría toda la noche… —se esforzó en sonar natural y sonrió, como habría hecho un amigo recordando alguna divertida y vieja anécdota que se negaba a compartir, aunque, en su mente, la única imagen que figuraba era la de su madre sufriendo el abandono   y la humillación, misma imagen que lo alentaba a seguir con su venganza—. En lugar de ello, propongo un brindis por mi buen amigo Auguste —tomó una copa y se puso de pie, alentando al resto para imitarlo, lo cual hicieron, por supuesto. Todos sonrieron con la copa en la mano, esperando el brindis que Áedán haría por su queridísimo amigo—. Brindo por los hombres honorables como Auguste, cuya vida espero sea muy larga. Que su honor y conducta intachable sigan intactas, siendo un ejemplo a seguir. ¡Salud! —Miró a Auguste, que se había quedado repentinamente serio, completamente mudo ante las palabras de su bastardo. Todos alzaron su copa y brindaron por él, sonrientes y complacidos hicieron que sus copas chocaran, pero el caos se apoderó de todos los presentes cuando el festejado soltó la copa que sostenía en su mano y esta cayó al suelo haciéndose añicos. El viejo se desplomó sobre su silla, mostrando indicios de no poder respirar. Áedán se quedó inmóvil ante la situación. No le importó saber que el viejo podía morirse de un infarto en ese instante.


Observó la escena y ya no tuvo duda de que Auguste era el pilar de la familia, bastaba ver el alboroto que todos armaron a causa de su malestar, sus rostros consternados ante la sola idea de perderlo. Todos los presentes habían abandonado la mesa para correr a auxiliarlo, todos excepto Áedán, que se había quedado de piedra y, mientras hundía ambas manos en los bolsillos de su pantalón, se debatía internamente en una curiosa disyuntiva: ¿qué era más fuerte, su deseo de verlo muerto cuanto antes o rogar porque no se muriera y tener así la posibilidad de gozar con la planeada y muy esperada venganza? Definitivamente, la segunda opción le parecía la más adecuada, la que le daría más satisfacciones, y era la que él se merecía. Un hombre tan vil, como lo era su padre, no se merecía un poco de su compasión, ni una sola gota de ella, y aun así tuvo que actuar como si le importara. Fue hasta donde los Lemoine-Valoise, completamente consternados, intentaban ayudar al viejo con el aparente infarto que amenazaba detener su corazón, quizás para siempre. Áedán se abrió paso entre ellos y, cuando al fin logró visualizar de cerca al viejo y fue testigo de lo mal que se encontraba, no le movió un pelo el sufrimiento ajeno.

Auguste, ¿puedes escucharme? —Preguntó al hombre con una voz gélida, mientras deshacía hábilmente el nudo de su corbata. La voz de Áedán no denotaba preocupación alguna, pero estaban todos tan conmocionados, que seguramente nadie notaría ese pequeño detalle como para atreverse a sospechar que algo extraño estaba ocurriendo.

El hombre tenía los ojos muy abiertos y miraba a su propio hijo con una expresión que bien podía compararse con el temor; las pupilas de los ojos llorosos estaban visiblemente dilatadas y una capa de sudor frío le cubría todo el arrugado cuerpo. Auguste intentó jalar aire hacia sus pulmones cuando Áedán logró quitarle la corbata, lo hizo desesperadamente, como si se encontrara sumergido en una pequeña cámara, privado de todo contacto con el oxígeno. Con dificultad, alzó sus manos y las aferró con una fuerza al cuello de Áedán; intentó decir algo, pero fue inútil, la falta de aire le provocaba esa imposibilidad para el habla. Áedán se preguntó qué sería lo que un tipo tan despreciable como él tenía para decirle; se imaginó que, muy probablemente, el viejo estaba tan molesto con sus recientes amenazas, su irrupción en su casa y la intención de quedarse a vivir durante un tiempo indefinido entre su propia familia que, lo único que lo inspiraba a rodear su cuello con las manos, era la mínima posibilidad que tenía de poder apretarlo y estrangularlo lentamente. Pero eso, por supuesto que no ocurriría. Auguste estaba tan débil que apenas lograba conservar la vida.

Tienen que dejar que respire —pidió a todos alzando la vista y encontrándose con una Geneviève destrozada, que lloraba y luchaba contra su propio padre, porque éste trataba de impedir que se acercara de más al anciano moribundo. Era increíble ver el contraste de la Geneviève que lo había recibido anteriormente y la que ahora apreciaba. De pronto, la jovencita con mirada altanera había desaparecido para dar paso a la niña consentida que temía quedarse si su abuelo, su consentidor más absoluto.

Vaya por un doctor —ordenó Áedán a uno de los mayordomos, con la autoridad que se atrevió a tomar al ver que todos los presentes estaban demasiado asustados al grado de volverse inútiles. El hombre asintió y salió corriendo en busca de un médico. Auguste perdió el conocimiento. Los sollozos y berreos de las mujeres presentes se intensificaron.



***



Cuando el médico llegó, todos se mostraron un poco más tranquilos. En sus rostros meditabundos podía apreciarse que aun se preguntaban en silencio si el viejo se salvaría o no la libraría esta vez, ya que, según las propias palabras de una de sus hijas, no era el primer infarto que el hombre sufría. Todos se encontraban fuera de la habitación donde el médico lo atendía y realizaba los pertinentes chequeos. Áedán, por su parte, prefirió quedarse de pie frente a un ventanal que daba al jardín, justamente donde Geneviève se encontraba, ya sin su padre sujetándola.

¿Se encuentra bien, Geneviève? —preguntó, fingiendo que realmente le interesaba su bienestar. Utilizó un tono de voz suave por respeto a los presentes que, aunado a su ya natural y peculiar acento español, resultaba bastante melódico y quizás un tanto seductor. No esperó a que ella respondiese, dio dos pasos al frente para acortar la distancia entre los dos—. Él estará bien, el médico ha llegado a tiempo y, además, ya sabe lo que dicen: hierba mala nunca muere —intentó bromear con el fin de liberar un poco de la tensión que la muchacha tenía por el susto, pero la verdad es que su hazaña pareció no dar demasiado resultado. La madre de Geneviève lo miró y en silencio hizo una seña a Áedán, pidiéndole como un favor especial que la alejara de allí para que se despejara un poco. Áedán no pudo estar más de acuerdo, resultaba tremendamente oportuno para conocerse y empezar a echar a andar lo que ya había decidido hacer con ella. Alargó su brazo y se lo ofreció, pero la muchacha pareció no reaccionar ante la muda invitación—. Quedarse aquí no hará la diferencia, ahora él está en buenas manos, además, necesita descansar, no le permitirán verlo por ahora. Venga, le invito a dar una vuelta por el jardín, le hará bien un poco de aire fresco, está demasiado pálida —insistió, atreviéndose a tomar el brazo de Geneviève, guiándola hasta el exterior.

Afuera podía sentirse una brisa fresca y agradable que despertaba los sentidos. Áedán condujo a la joven hasta una banca situada justo al pie de una fuente con la forma de Neptuno, el dios de todos los mares. La soltó allí, con la intención de que tomara asiento, y él se dedicó a observar el panorama que el jardín brindaba a esas horas de la noche.

Sabe, tal vez no sea el mejor momento para decirlo, pero he tenido la sospecha y el extraño presentimiento de que, exceptuando a su prometido, ha sido la única allá adentro que no ha visto con buenos ojos mi irrupción en su casa —la miró de reojo, sin dejar de contemplar la imponente fuente que parecía tallada por las manos más talentosas—. Lamento haberla incordiado de ese modo. Pareciera que no está muy acostumbrada a recibir inquilinos en su casa. ¿Se muestra así de inconforme con todos? —Dejó a un lado la fuente y la formalidad, centrando sus ojos verdes en ella, mirándola fijamente, con la boca levemente curvada, como si deseara reír en cualquier momento.


Off: Perdón por la gran demora y porque me salió bastante extenso.
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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Mar Jul 15, 2014 11:30 am

Geneviève se preguntó si era posible que la voz de un hombre le hiciera vibrar cada fibra de su ser, si podía invadirla y retumbar en sus oídos, rodeándola con destreza y sin permiso. De pronto, se sintió aún más incómoda ante la presencia de Zaitegui, que describía su arma mientras un peculiar brillo aparecía en sus ojos, sus bellos ojos. Se cuidó de mantener su rostro impávido; de descuidarse, habría puesto el mismo gesto que las féminas presentes, que lo observaban con la boca abierta y ojos soñadores, como si se tratase de un príncipe salido de los cuentos que a las señoritas les prohibían leer –y que lo hacían de todas maneras-más que de un simple militar amigo del patriarca de la familia, algo de lo que no estaba completamente segura. Intentando centrar sus pensamientos en que debía cuidarse de él, se despojó de toda buena imagen, regresando a su objetividad, esa de la que tanto se jactaba y de la que tanto le estaba costando hacerse. Pero era tan difícil… Si estiraba levemente sus manos, podría rozar la chaqueta que lo cubría, podría acariciar la funda de su sable, podría borrar de sus labios el movimiento que permitía que sus dientes blancos –y hermosos- brillaran con cada letra, podía arrancarle de la comisura aquella sonrisa arrebatadora, que inspiró suspiros en todas las presentes. ¡Ni su madre era ajena al embrujo de aquel extraño! Y parecía que los hombres también se veían atraídos por su presencia, pues toda su atención estaba puesta en él y en su explicación, explicación que iba dirigida a ella. Geneviève se hacía la desentendida, pero percibía el sutil coqueteo, y encantada se lo habría devuelto de no ser por su matrimonio arreglado, el cual recordó gracias al destello que emanó su anillo de compromiso cuando movió sutilmente la mano para frenar el impulso que sentía. Era demoníacamente guapo y, eso lo hacía peligroso; como el arma que portaba.

Iba a responderle con la intención de demostrar que ella era una dama que se respetaba, no podía concebir su descaro. Estaba comprometida y su futuro esposo estaba allí, a poca distancia, y él lo sabía. Nadie con buenas intenciones podía faltar a la moral de esa manera bajo el techo de quien consideraba su amigo. Sin embargo, su tía, se adelantó a su réplica, con aquel tono de boba que la exasperaba. Estaba casada, sus hijos estaban sentados en esa misma mesa, y se permitía aquel desparpajo al mirarlo. Pero la pregunta fue tan oportuna, que se tragó el orgullo y escuchó con atención. El silencio mantuvo expectante a la platea de comensales, y el buen oído que poseía le permitió percibir el pequeño cambio en la respiración de su abuelo; siempre estaba pendiente de él, lo conocía como nadie, y constantemente estaba atenta a lo que le sucedía. Giró su rostro para mirar a su abuelo. Auguste había empalidecido, su rostro había tomado el tono ceniciento que le había visto antes, justamente en el despacho, mientras conversaba con Zaitegui. Apretó los nudillos contra la mesa, veía sus labios secos y la dificultad con que su pecho subía y bajaba. La capacidad de reacción de la pelirroja parecía haberse anulado por completo, no podía hacer más que observar cómo su malestar crecía conforme pasaban los segundos. Todos se pusieron de pie por un motivo que no entendió, alzó la vista y los vio chocar sus copas, felices, sonrientes, ¿es que nadie se había dado cuenta que su abuelito no estaba bien?

Cuando Auguste se desplomó, sintió que su mundo se desmoronaba junto a él. Su abuelo representaba todo lo amado, en su figura se resumía su felicidad. Podía faltarle todo, podría hasta no tener su talento, pero el duque debía seguir en su vida, por él hacía lo que fuera; hasta había aceptado ser esposa del árabe para que el negocio de los Lemoine-Valoise prosperara, y si bien se sentía una mercancía, nada haría para contrariarlo. A ella también le faltaba el aire, le dolía el pecho, y era presa de la desesperación. Los presentes habían volado para rodear al anfitrión y lo había perdido de vista. Quiso acercarse y vio a Zaitegui abrirse paso, seguro, altivo, y también distinguió lo más parecido al terror en los ojos de Auguste. Por su cabeza pasó la idea de que el español acabara con su vida allí, frente a todos, y fue presa de una desesperación de la que no se creía capaz. Intentó correr, pero su padre la retuvo. Ella gritaba por su abuelo, que llamaran a un médico, que no lo dejaran solo, pero nadie parecía escucharla. Su progenitor la apretó contra su pecho y ahogó sus lamentos, sus advertencias, sus ruegos. Era demasiado menuda para luchar contra la contextura física de Pierre, que era como la de todos los Lemoine-Valoise, alto y musculoso. Quiso creer que su calor la tranquilizaría, pero sólo los brazos de Auguste tenían ese efecto bálsamo en su alma. Su madre la tomó de las manos y la acompañó a sentarse, y pudo ver cómo los hombres de la familia iban tras Auguste y su improvisado enfermero. Él no lo había asesinado, pero ya no tenía dudas de que era el causante de los males que aquejaban a su abuelo. No podía permitir que estuvieran a solas, pero guardó su lugar junto a las mujeres, que sollozaban a su lado y bebían valeriana, que las sirvientas habían preparado con una rapidez que le parecía extraordinaria. Ella no aceptó, pero se quedó allí, esperando le permitieran verlo.

El médico llegó y se encerró con el convaleciente y su hijo mayor. Geneviève no había soportado quedarse en la sala, y se había trasladado al ala de las habitaciones junto a sus tíos y su madre. Allí también estaba el español. Agachó su cabeza cuando lo tuvo a su lado y apretó la cruz del rosario, el cual la acompañaba en la oración que estaba murmurando. Quería gritarle que se fuera, que ella no creía su farsa, pero no haría un escándalo en aquella situación. Por lo que aceptó su invitación, e ignoró que su piel se erizaba cuando estuvo en contacto con el brazo del militar. Le agradeció con un murmullo. Se dejó guiar por él. Era tan alto, olía tan bien, que quiso olvidar la precaución, que era el responsable de que su abuelo estuviese a punto de morir, que era un completo extraño, que debía estar alerta; pero no podía y no debía. Era la única que parecía advertir lo nocivo que podía ser aquel caballero, y la tranquilidad que había obtenido durante pocos instantes, le dio paso a la tensión que le generaba el halo de misterio que lo rodeaba y que sólo ella veía. Cuando él la soltó, estuvo a punto de rogarle que la sostuviera nuevamente, pero se abstuvo de tan indecoroso y desleal comentario, y se alejó de la banca para sentarse en la fuente. El reflejo que le devolvió el agua le pareció espantoso, sus cabellos rojos estaban completamente fuera de lugar, y lo escuchó mientras tiraba en vano de uno de sus bucles, para intentar que volviera a lugar.

Se equivoca, Monsieur —se sentía demasiado pequeña, y se puso de pie— Ésta no es mi casa, no vivo aquí, he venido a visitar a mi abuelo, quien sí es el dueño de ésta propiedad. —No le diría que ella no tenía hogar, que vivía un tiempo aquí y otro allá, que desde pequeña su vida había sido así, sin un lugar fijo donde quedarse. —Quien debe lamentarlo soy yo, no he querido en ningún momento incomodarlo con mi actitud, sepa disculparme —le sostuvo la mirada, desafiante. —Y, realmente, éste no es el mejor de los momentos para hablar de éstas cuestiones, sin embargo —se acercó a él, un poco más y podría tocarlo, pero la distancia aún no lo permitía —si hay algo que deba saber sobre usted, me gustaría que fuera en éste momento. Tal vez pueda contarme la historia inconclusa de cómo usted y mi abuelo se conocieron, quizá de esa manera, pueda distraerme y darle un poco de paz a mi corazón, que tan dolido está por tan triste suceso. Los caballeros siempre deben velar por el bienestar de las damas. Por favor, Monsieur Zaitegui —estiró su mano y la apoyó en el brazo del español— reláteme esa bella historia de amistad para ahuyentar los malos pensamientos. —Rogó que fuera un buen mentiroso, quería creer en lo que saliera de su boca, quería que la engatusara como a todos los demás, quería que sus mentiras le sonaran a verdad; quería que la persona que tenía frente a ella, que le aceleraba el corazón de una forma que no creía posible, le narrara una bonita realidad, donde todos sus presentimientos no tuvieran peso, donde no tuviera que sospechar de él. Deseó que sonara convincente, que aplacara a su sentido de alerta; pero sabía que sería imposible. Había condenado a Áedán Zaitegui desde el primer momento, y sólo un milagro haría que cambiara de posición.
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Mensaje por Aedan Zaitegui Sáb Ago 23, 2014 9:01 pm

Zaitegui estudió el rostro de la pelirroja durante un largo momento, solamente para reafirmar lo que ya sabía: era una visión hermosa. Le sorprendía que una mujer pudiera lucir tan atractiva sin demasiados adornos y realces cosméticos. Sin duda, su belleza era natural, probablemente genética, ya que no se podía negar que además de riqueza y fortuna, la belleza era algo que tenían en común el resto de los Lemoine-Valoise. Sí, Geneviève Lemoine-Valoise era atractiva, terriblemente atractiva, y de más maneras de las que él quería reconocer. Su rostro resultaba muy seductor a esa poca distancia, con su extraña combinación de inocencia y abierta sensualidad, no adquirida, no forzada, sino innata. A la luz de la luna, sus ojos eran de un color indefinido, entre azul y violáceo. De pronto, Áedán vio reflejado en ellos a un hombre hipnotizado. Se vio a sí mismo, y no le gustó lo que vio.

La mujer le gustaba, de eso ya no había duda, pero no debía olvidar la razón que lo había llevado hasta esa casa, a mezclarse con esa familia. Estaba consciente de que estar ahí, frente a ella, no era obra del destino, sino más bien que él lo había propiciado, que no era más que una de las tantas consecuencias que tendrían sus actos, y que por tanto, debía verlo como tal, no desviarse de su cometido. Tenía reglas para sí mismo y la que encabezaba la lista era precisamente mantenerse alejado de cualquier miembro de esa familia, no permitirse crear ningún lazo, ningún afecto, ninguna simpatía. Todos y cada uno de ellos eran sus enemigos; quizá no lo habían dañado directamente a él y a su madre, pero el apellido los condenaba y no había duda de que, inconcientemente, le habían robado todos los derechos de los que ellos ahora gozaban. Mientras ellos se habían regocijado entre la opulencia, él se había revolcado en la miseria. Él era el hijo de nadie, un bastardo, el resultado de la burla de un hombre rico e importante hecha a una mujer humilde, ingenua y desgraciada, y eso, definitivamente, no era algo fácil de olvidar.

En silencio se juró que no volvería a tener un momento de debilidad como el que acababa de experimentar junto a Genèvieve, que por más encantos que ella poseyera, no se dejaría hechizar por su belleza. Se prometió que mantendría la cabeza fría ante su presencia y que lo único que lo orillaría a acercarse a ella, a propiciar la cercanía entre sus cuerpos y sus almas, sería la decisión que ya había tomado: utilizarla a su conveniencia. Estaba dispuesto a despertar en ella el interés por él, a ganarse su confianza; la seduciría y la enamoraría de ser necesario, pero por ningún motivo dejaría escapar la oportunidad que ella significaba en todo aquello. Y ese era un buen momento para comenzar.

Llevó una de sus manos hasta donde la de la muchacha descansaba sobre su brazo, y con cuidado se la colocó encima, para después dar un par de palmaditas a modo de consuelo.

Me temo que para relatarle la historia como es debido, tendría yo que remontarme irremediablemente a la parte más desagradable y triste de mi vida, algo que resulta tan incómodo para mí como para el que lo escucha —en su boca se dibujó una mueca, no de desagrado o de incomodidad, sino una que intentaba reflejar un poco del dolor que la supuesta historia le provocaba—. Como dije antes, es una larga historia, una que tal vez debería contarle Auguste una vez que se haya recuperado, no yo. Seguramente él, con su inagotable elocuencia, sabrá relatarla mucho mejor que yo con mis burdas palabras. Porque no hay duda de que el viejo habrá de recuperarse, tiene más vidas que un gato, ya lo verá —la animó dando otra palmadita en su mano. El contacto con su piel despertaba en él sensaciones desconocidas, algunas de ellas muy intensas, pero él decidió ignorarlas y seguir su juego sin distraerse con nimiedades.

No se angustie, Geneviève, una mujer como usted no debería conocer el significado de la tristeza. Luce usted tan radiante como una rosa y sería una lástima que algo como esto opacara su belleza —la alabó, siendo consciente de la cantidad de veces que la muchacha había escuchado halagos como esos, por lo que decidió atreverse, ir más allá, para así diferenciarse entre el resto—. En verdad creo que su prometido es un hombre afortunado —confesó con coquetería y la observó con detenimiento, contemplándola, ya sin intentar disimular, puesto que su principal objetivo en esa conversación era que ella se diera cuenta del supuesto interés que él tenía por ella.

Señorita Geneviève, ¿puedo hacerle una pregunta? —Preguntó tras una larga pausa, dando muy lentamente un paso hacia adelante para acortar la distancia, sin soltar su mano, que ahora ya sostenía entre las suyas—. ¿Lo ama? No parece usted muy entusiasmada. ¿Es acaso una más de esas bodas arregladas? Porque, honestamente, no parece usted una mujer que se deje gobernar —Le soltó sin tapujos, siendo consciente de lo atrevido de sus cuestionamientos, de su actitud que bien podía ser catalogada como sumamente grosera al intentar indagar en temas tan íntimos con alguien a quien apenas conocía—. Quizá estoy siendo impertinente, pero siempre me he caracterizado por ser franco y directo sin importar las consecuencias, y no veo por qué reprimirme con usted que ha sido igualmente sincera conmigo —añadió para suavizar un poco.
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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Lun Sep 15, 2014 12:36 am

Debía quitar su mano. Era consciente de que el contacto con un hombre que no fuese de su familia era completamente incorrecto. Estaba teniendo un comportamiento desvergonzado. Y por primera vez en su solitaria existencia, no quería hacer lo que debía, sino lo que sentía. Siguiendo los insoportables y acelerados latidos de su corazón, permitió que él la palmeara con confianza, como si fueran viejos amigos. Se sorprendió a sí misma cuando sus delicados dedos se apretaron a los de él. Le fascinó el contraste entre su pequeña mano, blanca, suave, prolija, y la de Áedán, grande y curtida. El tacto no era como la seda, pero jamás experimentó algo tan fascinante como el contacto casi áspero de las yemas masculinas. Podría haberse quedado horas admirando la unión, como si se tratase de una obra de arte. Sabía que eran una verdadera estupidez aquellas emociones, pero emanaban de sus poros de forma inevitable, obligándola a permanecer estaqueada al suelo, casi con la respiración contenida, por miedo a que él fuese capaz de escuchar su palpitar. Su cercanía la afectaba como nada. Se sentía peligrosamente atraída y lo único que deseaba era que el español se acercase más. Como si estuviera leyendo sus pensamientos, él cumplió, acortando la distancia escasa que los separaba. Geneviève era capaz de sentir que perdía el control de sus sentidos, que todo se desvanecía, hasta la voz grave y de extraña entonación que poseía Zaitegui. Era desconocido, enfermizo, pero al mismo tiempo gratificante, lo que estaba experimentando. Él había despertado en la cantante algo que ella no sabía que poseía.

No importaba si no tenía una historia para contar. Antes de aquella pantomima, estaba segura de que no lograría sacarle ni una pequeña frase que le diera una idea del propósito del militar. Y, para ser sincera con ella misma, no le interesaba. Luego, cuando el momento se desvaneciera –porque todo lo bueno desaparece pronto- podría pensar mal de él, podría cavilar sobre su presencia en la mansión y hasta podría trazar un plan para desenmascararlo. Pero, estando parados allí, tan juntos, en uno de los patios de la residencia, solos, quería perpetuar el encuentro, consciente de que no volvería a sentirse así nunca más en su vida. Parecía inmiscuida en la mente de alguno de los personajes que interpretaba, no era a lo que estaba acostumbrada. No podría poner en palabras el ardor que le provocaba Áedán, la forma en que la miraba se clavaba profundamente en su cuerpo, la boca del estómago le temblaba de pura ansiedad, de pura urgencia. ¿Qué era lo que quería de él? ¿Por qué no podía describir de forma racional lo que sentía? Ella, que pregonaba su independencia y exaltaba su no necesidad de estar en compañía, no podía si quiera moverse, porque la idea de romper el contacto le provocaba pánico.

Se preguntó si él le pasaba lo mismo, si sentía en su garganta aquella sed, si también lo urgía detener el tiempo. Zaitegui hablaba y Geneviève, que se caracterizaba por su rapidez de reflejos y de palabras, había enmudecido, embrujada por el efecto de aquella intimidad no buscada. Comenzaba a comprender a las mujeres de la fiesta, que se habían embobado con su exótica belleza. No se había permitido observarlo con detenimiento, y tampoco podía permitírselo, pero dadas las circunstancias, le era imposible no admirar la oscuridad de su cabello, la profundidad de sus ojos, la sensualidad de su boca. Lo peor de todo aquello, es que su rostro se mantenía imperturbable, no mostraba el efecto devastador que él desencadenaba. Se relamió los labios, había caído en la cuenta que necesitaba beber agua, algo que acabase con la sequedad de su garganta, pero no se atrevía a retirarse. Sin embargo, se removió levemente inquieta por sus preguntas inquisitorias, había terminado entrando en un escabroso tema, del cual ella tenía una opinión formada que no se atrevía a expresar abiertamente; primero, porque implicaba demostrar un profundo desacuerdo con su abuelo y su familia, y segundo, porque no estaba moralmente bien visto que creara un juicio de valor sobre una decisión que ya estaba tomada y pronta a concretarse.

Monsieur, ¿usted cree en el amor? —preguntó con sorna. —Ha viajado, es alguien de mundo, sabe a ciencia cierta que los matrimonios son un contrato de conveniencia que no tienen que, necesariamente, implicar sentimientos —se soltó. Fin. La magia se había roto. —Mi unión al señor Al-Saud será beneficiosa para todos, cumpliré mi deber como heredera de la familia, y le daré a mi esposo hijos que porten su apellido y honren su memoria cuando hayamos muerto. Es el deber de toda mujer —giró sobre sus talones, incapaz de mostrarse angustiada. Eso no era lo que había soñado para su vida. —He cantado, viajado, he hecho cosas que ninguna joven de mi posición hace, he disfrutado y disfruto plenamente de mi profesión, debo retribuirle a mis padres y a mi abuelo, la libertad que me regalaron desde pequeña. Cuando tenía cuatro años me enviaron a estudiar, desde ese momento, he pasado cada día de mi vida perfeccionándome, intentando ser mejor, aprendí hábitos que le transmitiré a los hijos que tenga con Al-Saud; todo en lo que me he instruido, me servirá para mantener mi matrimonio y mi familia unida —aquellas eran las palabras de su abuelo. Auguste había enfatizado el hecho de aplicar su buena conducta a la vida conyugal. Ella estaba en total desacuerdo, pero la palabra del patriarca era lo que importaba.

Ya que estamos haciendo preguntas indiscretas… —se volvió hacia él, recompuesta tanto de lo que Zaitegui provocaba como del terrible panorama en el que visualizaba su futuro. —¿Puedo saber a qué se debe su cojera? ¿Una historia de héroe de batalla? —se sentó al borde la fuente. — ¿O es algo que tampoco puede compartir conmigo y deberé preguntarle a mi abuelo una vez se haya recompuesto? —se cruzó de piernas, torció levemente su rostro en señal de atención. —Antes de que comience, debe saber que Al-Saud no es afortunado, nadie que se una a un Lemoine-Valoise lo es. Téngalo en cuenta si llega a caer en las redes de alguna de las féminas de mi familia.
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Mensaje por Aedan Zaitegui Dom Mar 08, 2015 1:31 am

Cuando ella se alejó, Áedán soltó el aire que no sabía que retenía. Sus músculos se relajaron, pero algo, muy dentro de su ser, lo alertó de manera casi inmediata ante la posibilidad de que aquella magia que se había suscitado entre ellos de manera inesperada, pero indudablemente pertinente, se desvaneciera en el aire, quizá para siempre. ¡No podía permitirlo! No podía ser tan tonto. Esa era la oportunidad que había estado esperando por tantos años, y ahora que la tenía allí, justamente frente a él y a apenas escasos centímetros, no podía desperdiciarla. Tenía que aferrarse a ella con ambas manos, con toda su alma. Haber descubierto lo que él lograba provocar en Geneviève –porque sin duda lo había percibido–, le daba una posibilidad, una esperanza de cumplir con su objetivo. Y mientras más pronto lo hiciera, más rápido podría irse de allí para siempre, olvidar para siempre su pasado e iniciar una nueva vida libre de resentimientos y deseos de venganza. Lo ansiaba como nada en el mundo. Habían sido demasiados años cargando con ese peso, deteriorándose con sentimientos tan negativos, pero la posibilidad de deshacerse de ellos olvidándose por completo de la venganza, nunca había sido una opción, pues había crecido pensando que era su deber, y ahora que era adulto, estaba convencido de ello. Se sentía un hombre completamente capaz de salir victorioso de una tarea tan nefasta.

La escuchó en silencio, comprobando así sus sospechas respecto al matrimonio, y más tarde, cuando ella decidió sentarse a la orilla de la fuente de Neptuno, decidió unírsele y se sentó a su lado, lo más cerca que le fue posible. Ya no intentó disimular la dificultad que le significaba la herida pierna en determinadas situaciones, entre ellas el tomar asiento, ya que debía flexionarla y luego estirarla para evitar el dolor.

Supongo que era inevitable que lo notara… —dijo mirándose la pierna, la cual mantenía extendida— así como ha sido inevitable que yo notara ciertas cosas sobre su próximo matrimonio. Ambos intentamos disimular, y me temo que ninguno lo consigue del todo. No obstante, me parece justo que yo le hable sobre algo de lo que no me gusta hablar, cuando usted ya me ha complacido hablándome de algo que evidentemente no la entusiasma en absoluto —sonrió de lado, sin ningún tipo de remordimiento por exponerla de tal modo. Siempre había sido directo, ¿por qué empezar a contenerse? Además, si lo hacía jamás llegaría a ningún lado.

Sí, fue en una batalla. Resulté herido, la bala me destrozó la rodilla —relató con sin ningún tono en particular, pese a que realmente era algo que evitaba; nunca hablaba de eso con nadie—. Afortunadamente estuve consciente cuando el médico llegó a la conclusión de que lo mejor era amputar la pierna para salvar mi vida, pero me negué rotundamente, lo que me llevó a estar al borde de la muerte, y posteriormente en cama durante una larga temporada —su mirada se perdió un momento, mientras evocaba mentalmente aquellos difíciles días—. Pero gracias a las terapias, logré recuperarme, y me alegró terriblemente haberle callado la boca a los que se les hizo más fácil la posibilidad de dejarme lisiado. La cojera, me temo, es una secuela permanente, y bastante notoria, especialmente en la forma de sentarme o incorporarme… incluso al bailar, lo cual, debo confesar, me resulta prácticamente imposible. Si se lo he ofrecido antes fue solamente porque deseaba ver si aceptaba aún estando su prometido presente, y debo decir que me sorprendió agradablemente su respuesta —confesó.

Hubo una pausa, pero antes de que ella pudiera retomar la palabra y desviar el tema, Áedán decidió proseguir, retomando el tema que realmente le interesaba abordar, porque ese era el camino que lo conduciría a donde deseaba llegar con ella.

Me preguntó si creía en el amor… —comentó de pronto retomando el tema, y la observó detenidamente, como si fuera a confesarle algo muy importante—. Por supuesto que creo en el amor, Geneviève. Estuve enamorado, profundamente, hace algún tiempo. Y, aunque he tenido decepciones, como todos, procuro no mantener cerrado mi corazón ante nuevas posibilidades. El amor… el amor es una de esas cosas que hacen la vida mucho más llevadera, que le dan sentido. ¿Lo ha experimentado usted? —Preguntó de pronto, mirándola fijamente a los ojos, realmente interesado, pero sin darle la oportunidad de responder—. Sinceramente, no imagino otra manera de ser más infeliz que casándose con alguien a quien no se ama. Estoy consciente de los matrimonios hoy en día, pero, ¿sacrificar el amor por la riqueza y el poder, peor aún, para complacer a otros? —Arqueó una ceja en señal de reprobación—. No sé, considéreme un romántico, pero no es algo que yo haría. Soy un hombre apasionado, muy obstinado, jamás me prestaría a tal cosa.

¿Qué era lo que pretendía? ¿Deshacer el compromiso de la muchacha con Al-Saud? Definitivamente, aunque parecía complicado, la idea no le desagradaba, y tampoco podía ser tan imposible. Hasta podía considerarlo como un reto. Qué mejor manera de fastidiar al viejo echando abajo los planes que tenía para su nieta predilecta, guiándola por un camino escabroso, destruyendo su reputación y al mismo tiempo su apellido. Se hizo un largo e incómodo silencio, al menos debía ser así para Geneviève, pues no podía estar tan tranquila tras haber puesto en tela de juicio un acto que el militar consideraba tan reprobable, un acto que ella parecía dispuesta a concretar… a menos de que él lograra impedirlo.

¿Qué defecto tan aborrecible tienen las Lemoine-Valoise para pensar algo como lo que ha dicho, Geneviève? Porque, francamente, por más que la veo, no le encuentro ninguno —lentamente, casi imperceptiblemente, fue inclinando su cuerpo hacia ella, hasta quedar muy cerca de su rostro. Le miró los labios, y luego los ojos, como si quisiera provocar en ella el deseo, la necesidad de un beso—. Quizá debería compartirlo conmigo, tal vez lo necesite… Cosas extraordinarias ocurren todos los días, algunas de ellas realmente inesperadas. Uno nunca sabe cuándo el amor puede sorprendernos y es mejor estar preparado —su voz, grave y profunda, era tan seductora, tan irresistible, que parecía expresar una especie de… anhelo poético.
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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Dom Mar 22, 2015 9:25 pm

Geneviève había buscado tomar distancia, por ello se había sentado en la fuente, deseando externamente que Áedán no decidiese acompañarla hasta allí; sin embargo, en lo hondo de su ser, sólo quería que él caminase hasta ella y se sentase a su lado. Y así lo hizo. Lo observó venir, ya no se detuvo en su cojera, pues la había advertido una vez y le parecía incorrecto seguir remarcándoselo con su mirada, suficiente había sido con su indiscreta pregunta. Reparó en lo dificultoso que se le hacía al militar tomar asiento, y no podía ni imaginar cómo había sufrido tal lesión. Sabía la clase de males que aquejaban a aquellos que habían ido a combatir por sus naciones, había tenido suficiente contacto con militares a lo largo de su vida como para comprender lo traumático de la situación. Pensó, no sólo en la secuela física que había representado la carrera en el Ejército para Zaitegui, sino también en las atrocidades de las que había sido testigo. Muchos hombres volvían con imágenes que los perseguirían hasta el final de sus días, recordándoles el horror del que habían sido parte, tanto en el papel de víctimas como en el de victimarios. Detuvo, por unos segundos, sus ojos en sus manos grandes, masculinas, pero a su vez delicadas y pulcras, y se preguntó con la sangre de cuántos hombres las había manchado. Había algo oscuro en ese caballero, que le hacía creer que él podría, tranquilamente, envolver su cuello y retorcerlo con gran facilidad. La idea de un nuevo contacto le enrojeció las mejillas, acentuándole las pecas, y agradeció la calidez de la luz de la Luna, que le otorgaba la ventaja de ocultar aquel rubor.

Lo escuchó con atención y curiosidad. Primero con la expectativa de descubrir baches en su historia que le permitieran descubrir quién era verdaderamente, pero su voz le colmaba los sentidos, y poco a poco se dejó llevar por el relato. El español era un excelente orador, sabía utilizar el énfasis en los momentos justos, y le hizo preguntarse a Geneviève si todo aquello era cierto. Pero cuando descubrió en sus ojos el dolor, supo que era verdad. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, haciéndosele imposible de imaginar el tormento por el que debía de haber pasado. Por su cabeza ni siquiera había cruzado jamás la idea de una amputación, sólo había visto a algún que otro aristócrata al cual le faltaba un brazo, pero que suplía la discapacidad con un cuento que, seguramente, no era verídico, pero que lo convertían en un verdadero héroe. Sin embargo, Zaitegui no había permitido someterse a una mutilación, a la pelirroja le despertó un profundo respeto la decisión de no tomar el camino más fácil. Ella, quizá, no habría tenido el valor para convertirse en el centro de atención de especialistas que harían de todo para sacarle dinero y calmar, levemente, su dolencia. Pensó cómo sería vivir con sus capacidades motrices reducidas, y tragó con dificultad. Un profundo deseo de calmar su dolor la acometió sin reparos, y se sintió sofocada ante aquel pensamiento. Nunca había querido cuidar de nadie, salvo de su abuelo; pero la distancia jamás le había permitido estar si algún mal lo aquejaba, y se había acostumbrado a pensar sólo en proteger su salud. No recordaba la última vez que había estado enferma, pero su antiguo mentor, Giuseppe, la había atormentado en más de una ocasión con el relato de una vez que tuvo que ser sangrada porque la fiebre no cedía. Según le había dicho, pensó que iba a morir, aunque ella no estaba segura, pues el italiano siempre había tendido a la exageración; lo cierto, sí, era lo del sangrado, pues unas pequeñísimas cicatrices se dibujaban en la fosa de sus brazos.

Estuvo a punto de expresar sus palabras de admiración hacia su valentía, cuando Zaitegui no le permitió articular una frase, que se ahogó rápidamente en su garganta. Estaba coqueteando abiertamente con ella, y se sentía incapaz de ponerle punto final a una situación que podía tornarse peligrosa. Intentaba convencerse de que no hacía ningún mal permitiéndole que la tratase con aquella deferencia casi desmedida, que desplegara sus encantos de macho seguro de sus aptitudes, pero no podía ser hipócrita con su propia consciencia, y no negaba el hecho de que jamás se había sentido tan hondamente atraída por un hombre. Lo acababa de conocer, pero las luces y las sombras del militar se mostraban con la misma intensidad, y ella era una conocedora de las miserias humanas. Había recorrido Europa y había visto lo suficiente como para distinguir las maldades y las bondades de las personas, y no podía pecar de ingenua. Se dijo que lo correcto era zanjar el tema, ponerse de pie y disculparse con una vil excusa de que estaba con dolor de cabeza y retirarse a sus aposentos, pero se sentía estaqueada a la fuente, y sólo pudo removerse incómoda, aunque se cuidó de mantener su postura erguida y el mentón en alza. Lo estudió con detenimiento y caviló cada una de las palabras que él emitía. Le hablaba del amor con tal pasión, que ella misma pensó en la posibilidad de ese sentimiento. Lo cierto es que Geneviève jamás se había planteado el hecho de amar a alguien o de que alguien la amase, conocía perfectamente su lugar y sus deberes, y unirse a alguien por una emoción que, tarde o temprano se terminaría, le parecía un completo absurdo. Quién diría que Áedán Zaitegui era un romántico…

Usted es hombre, Monsieur. Puede permitirse el amar… —sugirió con convicción. Estaba segura que las mujeres no podía entregarse a aquel sentir sin ser rotuladas por la sociedad o sin perder su dignidad en el camino. —Creo que el amor es una construcción social, algo que inculcan los cuentos, algo que todos desean y que jamás consiguen. Lo máximo a lo que se puede aspirar es a un encantamiento pasajero, que puede acarrear consecuencias terribles —completó. Reflexionó por unos segundos la frialdad de sus palabras, y se sintió en la necesidad de herirlo, quizá porque lo imaginó en los brazos de todas sus primas y tías, y le pareció aberrante que por su mente se cruzaran ese tipo de cosas. —Si esos amores de los que se jacta hubieran sido reales, no estaría aquí conmigo, sino criando hijos junto a una esposa amorosa —se acomodó nuevamente, su cercanía la perturbaba de una manera que juzgaba espantosa por el hecho de querer que acortase la distancia. —Salvo que nos haya engañado a todos y esté casado y tenga cinco hijos —bromeó. La escasa ironía que demostró en su tono y en su expresión, se borró de un plumazo al notar el rumbo que estaba tomando aquel pandemónium.

Ese es nuestro mayor defecto —respondió con suavidad, y su voz se tornó aún más grave que de costumbre. —Hacemos creer a los demás que somos perfectos, y luego…cuando los tenemos en nuestras manos, ya no pueden escapar —se sintió guiada hacia él, e inclinó su cabeza, hasta sentir su aliento acariciándole los labios. Se relamió con dificultad, la acometía una sed insaciable, y no daba crédito a su propio descaro. ¡Era una desvergonzada! —Le aconsejo que no desperdicie el amor en el cual dice creer en alguien de mi familia, saldrá herido. Todos lo hacen —pensó en la fingida alegría de su abuela, en la de su madre, en las de sus cuñadas, en las de sus parientes políticos. Los Lemoine-Valoise eran destructivos para quienes vivían con ellos, y Geneviève sabía que cargaba con aquel peso sobre sus hombros. Siempre había sido una carga para su familia, seguramente por ello en muy pocas ocasiones sus padres la visitaban en los diversos conservatorios europeos en los que estudió. Con atrevimiento, la cantante fijó sus pupilas verdosas en las maravillosas del militar, y se sintió encadenada a su profundidad. ¿Quién había caído en la trampa de quién?
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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Jul 13, 2015 11:02 pm

Al escucharla, Áedán sonrió abiertamente. Sus ojos verdes chispearon y la dentadura blanca y regular, relució. Desde luego, aquella sonrisa no era sinónimo de una burla, porque, ahora más que nunca había entendido que ella no era ninguna ingenua de la que podía aprovecharse. Es probable que se tratara del miembro más inteligente de los Lemoine-Valoise, una mujer joven, sí, pero culta, con los pies bien puestos sobre la tierra y una visión del mundo bastante acertada. Por eso, que llegara pronto un completo extraño proveniente de la nada, con la plena intención de desequilibrar su mundo, no podía ser una tarea tan sencilla. No, desde luego que no lo sería. Áedán estaba aprendiendo rápidamente muchas cosas sobre ella; ya había logrado acercarse, pero, ¿ganarse su confianza? Esa era otra historia. Un paso en falso y entendía que podía significar retroceder tres más y volver al inicio de todo. Sin embargo, él tenía algo a su favor, el hecho de que tanto en lo físico como en la actitud, resultaba tan atrayente que difícilmente alguien sospecharía que se trataba de un patán con la intención de hacerles daño. Desde luego, él sabía cómo utilizar eso a su favor, por eso se lanzó al ruedo, con cautela, ejecutando los movimientos precisos.

Geneviève… —moduló la voz, alzándola un poco, hasta volverla una suave exclamación, como si las palabras de la joven lo hubieran consternado y quisiera refutar sus afirmaciones mediante razones y argumentos propios. Su expresión cambió y la miró fijamente, con la boca entre abierta, fingiendo así que realmente le indignaba la manera en la que se estaba expresando de ella misma, de todos los Lemoine-Valoise—. Habla de usted y de su familia como si se tratase de un nido de víboras venenosas de las que debería cuidarme —vaya hipócrita. ¡Pero si eso era lo que pensaba realmente de cada uno de ellos! Todos, sin excepción alguna. Para él no eran más que un montón de alimañas que con gusto aplastaría a la menor oportunidad que se le presentara—. Es increíble, tan completamente inaudito, que no sé si puedo tolerarlo. Y es que por más que lo intento, no logro comprenderlo. ¿Cómo podría yo llegar a pensar algo así de las personas que no han hecho más que brindarme todas sus atenciones? Su familia entera es maravillosa. Usted es excepcional… —una vez más, buscó su mano y cerró la suya alrededor de la ajena—. Espero que entienda que nada de lo que diga me hará cambiar de opinión.

Sus últimas palabras fueron un susurro, casi una confesión. Zaitegui no deseaba perder más el tiempo, así que se arriesgó a acercar su rostro al de la joven, tan lentamente que su movimiento resultó casi imperceptible. No obstante, en cuestión de segundos, se encontraba a escasos centímetros de ella. ¡Qué atrevimiento! Un ligerísimo aroma floral y afrutado acarició sus sentidos. Alzó la mirada, y así, mirándola directamente a los ojos, siguió con su farsa, continuó mintiendo de una manera tan entregada, tan apasionada que no podía evitar estremecerse. Su mano todavía sujetaba la ajena, podía sentir su calor, un ardor indescriptible quemándole la piel que secretamente él deseaba atribuir al rechazo que sentía por todo aquel que portara el maldito apellido.  

Sé que acabamos de conocernos, que pensará que esto es una locura, pero usted me intriga, Geneviève… —pronunció arrastrando las palabras, haciendo énfasis en cada una de las sílabas que conformaban su nombre su nombre de una forma seductiva, como si las acariciara con la punta de la lengua. Sí, eso era lo que sería, seducirla, tentarla—. Parece usted tan preocupada por lo que podría llegar pasarle a cualquiera que decida acercarse un poco, pero debe tener en cuenta que siempre habrá quien quiera arriesgarse… Yo, por ejemplo —confesó con visible apasionamiento—. No temo al dolor, me despierto y me voy a dormir con él, me acompaña todo el tiempo. De algún modo, logré acostumbrarme a él —desde luego, estaba haciendo referencia su pierna mala—. ¿Por qué debería renunciar a algo que deseo por algo tan insignificante como eso? Cuando le dije que consideraba a su prometido un hombre en verdad afortunado, no bromeaba. Es una lástima que yo no sea él, que no pueda estar en su lugar…

Él se inclinó con la intención de besarla, pero se detuvo en el momento preciso, antes de poder rozar sus labios, simulando que una fuerza invisible, sumamente poderosa, le impedía consumar su deseo ardiente. Sabía que ella también lo deseaba, podía sentirlo. Si frustraba ese deseo, ¿éste crecería y se fortalecería con el transcurso de los días, hasta volverse un anhelo irreprimible? Definitivamente… era muy probable.
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Mensaje por Geneviève Lemoine-Valoise Mar Jul 14, 2015 11:37 pm

Seguramente Áedán podía sentir el martilleo irracional de su corazón, que pugnaba con su esternón por salir expulsado y revolcarse en la tierra; ese debía ser el motivo por el cual su propio pulso la aturdía y la obligaba a respirar con dificultad, como si hubiera pasado horas enteras sobre un escenario cantando sin cesar. Sentía la boca seca, el calor de sus mejillas se iba expandiendo a lo largo de todo su rostro, y una piedra se había asentado en la boca de su estómago, y unas leves cosquillas la circundaban. ¡Bésame! Quería exclamar, quería que siguiera acercándose, que sus labios la atraparan, quería que siguiera mirándola como si fuese la única mujer en el mundo. Jamás imaginó que un hombre podía mirarla con aquella intensidad; sus ojos eran dos espadas clavándose en ella, y a pesar de que correspondía que apartara el rostro y tuviera un mínimo de decoro, se quedó quieta, expectante, como si su mundo se hubiera reducido al aliento cálido de Zaitegui, como si no estuviera comprometida, como si no estuviera en el patio de la casa de su abuelo, con su familia a escasos metros. Si los descubrían, sería un completo escándalo; pero quería seguir escuchando su nombre en la voz del español, grave, profunda, que le acariciaba los oídos como la melodía más dulce y más peligrosa. Era un demonio seductor, él lo sabía, y Geneviève también. Tragó con dificultad y entreabrió sus labios, dejando escapar un suspiro entrecortado. Estaba dispuesta a completar lo que él parecía no querer. Apretó su mano, colocó la otra encima, podía sentirlo tan cerca…

¡Geneviève! —la voz de su madre la obligó a dar un respingo que amenazó con tirarla a la fuente. Se alejó como si hubiera estado entrando al infierno, y en parte, así había sido. — ¡Hija! ¿Dónde estás? —la mujer estaba más cerca, y la muchacha se puso de pie, incapaz de enfrentar al soldado. ¿Qué se había cruzado por su cabeza? No podía permitirse aquella flaqueza, no con un hombre al cual debía observar y no perderle pisada. Áedán Zaitegui ocultaba algo, y nadie le quitaría eso de la cabeza.

No juegue conmigo —susurró, más recompuesta. —No es una petición, es una amenaza —nuevamente, era dueña de sí, y se atrevió a mirarlo de reojo. —Llevo el veneno de los Lemoine-Valoise en la sangre, soy una víbora como ellos. Le recomiendo que deje de lado los planes que tenga, porque voy a descubrirlo, voy a desenmascararlo —volteó para enfrentarlo. —Y cuando sepa quién es, qué quiere con mi abuelo, prometo que le haré la vida imposible —aseguró con una firmeza que realmente no tenía. No estaba segura de querer que Áedán Zaitegui fuese un enemigo; no, no lo quería. Deseaba que aquello que habían compartido segundos atrás hubiese sido sincero, y no un acto para derribar sus barreras y tener la vía libre dentro de la familia. Todos parecían encantados con él, y sólo Geneviève se había mostrado hostil.

Jamás, en sus veintiún años, había compartido una intimidad semejante con alguien. Nunca había experimentado aquella cercanía, aquel deseo ardiente que la atravesaba como un rayo. Le habría gustado que su corazón dejase de torturarla de aquella manera, ¡era insoportable! Sentía que un caballo galopaba dentro de su cuerpo obligándola a abandonar todo lo que era. Tenía la certeza de que el militar podía hacer de ella lo que quisiera, que su voluntad había dejado de pertenecerle, que se la había entregado a aquel completo desconocido, porque no dejaba de ser un desconocido. Hacía pocas horas que había arribado a la residencia, y en ese corto trayecto habían ocurrido más cosas que en toda su vida. No dudaba de la intensidad de lo que Zaitegui le producía. Le temía, lo deseaba y, al mismo tiempo, le parecía un ser repugnante, como si debiera rechazarlo por naturaleza. Estaba tan confundida que no se percató de que su madre ya le había tomado el brazo y saludaba con picardía al español.

Geneviève, ¿por qué tienes esa cara? ¿Monsieur Zaitegui te ha estado contando historias de terror? —bromeó la mujer.

¿Cómo está mi abuelo? —la interrumpió con una brusquedad que era impropia en ella.

Muy bien, pidiendo por ti, por eso me ofrecí a buscarte —le lanzó otra de aquellas miradas cómplices al militar, y la cantante se preguntó qué buscaba su madre con esa actitud tan innecesaria. — ¿Nos acompaña? Seguramente mi suegro querrá ver el rostro de su buen amigo, ahora que ya se siente mejor.

No creo que debamos molestarlo —se desembarazó del brazo que la sostenía. —Con permiso —hizo una leve reverencia, y se alejó a paso rápido, con el alma pendiendo de un hilo. ¿Qué había sido todo aquel espectáculo? ¿Por qué sentía que algo le faltaba? ¿Por qué seguía sintiendo ese deseo imposible de controlar? Quería que la besase, quería que Áedán Zaitegui fuese su perdición.
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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Oct 12, 2015 12:56 am

Era injusto de su parte que la utilizara para su propio beneficio, para propósitos tan viles, como si se tratara de un ser sin sentimientos, pero eso no lo detendría. Los dedos del militar rozaron la muñeca de la muchacha y sintió su pulso acelerado. Estuvo a punto de susurrarle algo, con la única intención de acariciarle el rostro con su aliento, pero en ese instante su intención se vio frustrada cuando les interrumpieron tan abruptamente. El contacto visual se rompió y, una Geneviève mucho consciente de sus actos, se soltó de sus manos. Zaitegui apretó la mandíbula, lamentándose internamente. Lo que vino a continuación logró dejarlo atónito. La cantante no solo le exigió mantener distancia entre ellos, sino que se atrevió a amenazarlo, expresándose fría y llanamente. También le hizo comprobar sus sospechas: ella no se fiaba de él, y no lo haría jamás. Sabía que ocultaba algo, que su presencia en esa casa no podía ser a causa de algo bueno. Áedán sintió que un balde de agua fría le caía encima ante tan directa acusación. No obstante, supo mantenerse sereno como hasta entonces. Algo en su interior le gritó que actuara rápido, que debía hacer algo para que ella cambiara la opinión que tan acertadamente se había hecho de él.

Geneviève, espere… —dijo con una expresión de seriedad en la cara, que le hacía parecer mayor de lo que era, mientras se ponía de pie y movía la mano con la intención de detenerla. Sin embargo, fue demasiado tarde.

La muchacha se movió con rapidez y la distancia que con tanto esmero él se había encargado de acortar, volvió a separarlos. El hombre, que no deseaba darse por vencido, movió sus pies con la intención de alcanzarla, pero la intención le fue arrebatada cuando la madre de Geneviève finalmente apareció ante ellos. Áedán irguió la espalda y alisó la tela de su traje, que se había arrugado durante la que él consideraba la primera sesión de conquista. Se produjo otro de esos silencios incómodos.

Carraspeó cuando la mujer notó la seriedad en ambos, en especial en su hija, y él se limitó a esbozar una forzada y breve sonrisa cuando la mujer bromeó sobre ello. Después de eso, no fue capaz de volver a sonreír, ni siquiera si se trataba de un gesto fingido. La noticia de que Auguste se encontraba bien y que había logrado librar la muerte, lo amargó tremendamente. Admitía que una parte de él había deseado que así ocurriera, que viviera, tan solo para que él pudiera darle su merecido, pero también aceptaba que otra parte de su ser, probablemente su alma atormentada por tantos años, habría descansado inmensamente de haberse enterado de lo contrario.

Afortunadamente Geneviève no volvió a mirarlo y no tuvo que presenciar su gesto de decepción ante la noticia. Simplemente se alejó sin mirar atrás y con pasos apresurados tomó el camino de vuelta a la casa. Áedán se quedó mirándola un momento, observando cómo se alejaba como si tuviera prisa. Solo él sabía que sus ansiosos movimientos, no eran solamente porque ardía en deseos de comprobar con sus propios ojos la noticia que su madre le había llevado, sino porque ansiaba alejarse cuanto antes de él.

Debo admitir, señora, que su hija es de armas tomar —confesó a la mujer cuando la muchacha hubo desaparecido de su vista.

Oh, dios mío —exclamó ella, llevándose una mano a la boca en un intento de reprimir su angustia—, si lo ha ofendido de algún modo, le ruego la disculpe. Todo este asunto con mi suegro la tiene muy sensible, demasiado nerviosa y…  

Es completamente comprensible —interceptó él con voz serena—. Yo tampoco he dejado de pensar en la salud de Auguste ni un segundo  —mintió, o al menos no aclaró que si pensó en él, fue solo con el deseo de que si se moría, deseaba que fuera con mucho dolor y sufrimiento de por medio—. ¿Cómo está?

¿Por qué no entramos y lo ve usted mismo? —sugirió moviéndose de su sitio, acercándose a él con la clara intención de que Áedán le ofreciera su brazo y la escoltara hasta la casa. Y así lo hizo él—. Ese hombre es un verdadero roble —añadió mientras andaban—, tiene más vidas que un gato, se lo aseguro. He llegado a pensar que él nos enterrará a todos.

Ya lo creo… —concedió él sin demasiado entusiasmo, preparándose psicológicamente para el momento en que tuviera que volver a verle la cara y fingir, una vez más, que como su amigo ansiaba su pronta recuperación, cuando lo único que corría por sus venas, además de la misma sangre que el viejo, era el ferviente deseo de acabarlo.


TEMA FINALIZADO
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