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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Abr 22, 2013 12:24 am

All sins tend to be addictive,
and the terminal point of addiction is damnation.

Tres semanas después de haber dado inicio a su esperada venganza, Áedán se sentía agotado. Antes de eso, él nunca había llegado a imaginar lo cansado que podía ser el proponerse destrozarle la vida a alguien, pero ahora, que era su día a día y que el desdichado en su mira era ni más ni menos que el hombre que le había dado la vida (aunque no se mereciera tal merito), estaba seguro de que recorrer el desierto del Sahara de punta a punta habría sido mucho más llevadero. Lo más extenuante era, sin duda, el tener que fingir que realmente disfrutaba su estancia en la casa, que le significaba un regocijo el sentarse diariamente a la mesa para compartir los sagrados alimentos con una familia que ostentaba un apellido que aborrecía, el tener que contener esa rabia que hervía en lo más recóndito de sus entrañas cada vez que alguien le preguntaba sobre su supuesta gran amistad con Auguste Lemoine-Valoise, que en realidad era su padre. Todas esas veces su mandíbula se ponía rígida sin poner evitarlo, luego, se tomaba unos segundos antes de responder, hasta que finalmente se sentía listo para continuar con la mentira. Era difícil, muy duro, y aún así su actuación frente a todos ellos resultaba magistral.

Medio día y él se encontraba recostado sobre la cama que le habían designado en la laberíntica casa de los Lemoine-Valoise, con el cuerpo acomodado a lo ancho del lecho, la cabeza hacia atrás y el cabello extendido sobre la suave y cómoda almohada con relleno de plumas de ganso. Sus ojos verdes, clavados en el cielo de la habitación, contemplando el elegante acabado, cada figurilla que había sido cuidadosamente tallada. El único sonido que llegaba a sus oídos era el de su propia y acompasada respiración y el ir y venir de las empleadas de la casa que circulaban por los salones y corredores. Era casi la una de la tarde, pero nadie se atrevía a tocar a su puerta para corroborar que todo estuviera en orden. Por al menos unas horas, deseaba mantenerse lejos de esa gente que odiaba. Realmente no eran personas desagradables, la mayoría de ellos eran simpáticos y amables, le trataban dignamente, le brindaban una atención especial que sólo podían ofrecer a un íntimo y viejo amigo del patriarca de la familia, pero él no podía permitirse sentir simpatía por algunos de ellos porque sería como traicionarse a sí mismo. Imposible.

Pasada la una de la tarde, finalmente decidió ponerse de pie y se vistió con un traje azul. Había decidido que lo mejor que podía hacer para olvidarse un poco de esa tensión dentro de la casa era, precisamente, salir de ella. Ansiaba mirar algo que no fueran las paredes de la mansión repletas de retratos de la familia, donde todos los integrantes sonreían orgullosos de sus ricas vestimentas y el poderío que significaba su elegante apellido, porque sólo le recordaban la miseria en la que él había tenido que vivir junto a su madre, abandonados a su suerte. Pensar en Magdalena le reconfortaba, ella, que era su madre y el ser que más amaba sobre la tierra, era la única que podía traer algo de calidez a su corazón cuando éste comenzaba a ponerse gélido, gobernado por el vil sentimiento de la venganza. Mientras recorría los pasillos de la mansión, mismos que inevitablemente debía cruzar para poder salir al exterior, recordó la dulce y amable voz que su madre poseía, diciéndole que era hora de olvidar el pasado, que la venganza no traía nada bueno y que ya dios de encargaría de hacer justicia, pero a Áedán no le consolaba la idea de que el creador se llevara toda la satisfacción de vengarlos, él quería gozar un poco de ello, aunque con ello se condenara de por vida.

Una indescriptible paz lo invadió cuado al fin se vio liberado de esa jaula de ladrillo en la que él mismo se había metido. La expresión de su rostro se suavizó visiblemente, las arrugas en el ceño, que hacía días empezaban a parecer permanentes, se atenuaron. Comenzó a andar sin un rumbo fijo, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. Se encontró de cara con muchas personas, hombres y mujeres que paseaban plácidamente por las calles parisienses, enfundados en sus mejores ropas de calle y una expresión de paz en el rostro que dejaba claro que era un domingo por la tarde, el día en que toda la comunidad trabajadora descansaba, el día en que más atestadas estaban las calles. Se detuvo en casi cada local por el que pasó pero no entró a ellos, tan sólo se dedicó a estudiarlos desde fuera, a través de los brillantes cristales, observando con atención los productos que ofrecían al público, comparando precios y calidad entre unos y otros, como si estuviera haciendo una lista mental para luego regresar e ingresar a la tienda que más le hubiera convencido. Cuando menos acordó, la luz del día se estaba extinguiendo. Áedán cogió el reloj de bolsillo que guardaba en el bolso derecho de su pantalón y se dio cuenta de que en cuestión de minutos empezaría a anochecer. Para ese entonces ya podía sentir cómo su rodilla herida empezaba a aquejarlo y, antes de que el dolor se intensificara, decidió sentarse en una banca que estaba en la orilla de la acera y que afortunadamente estaba vacía. Permaneció allí durante un buen rato, masajeando con movimientos circulares el área de la articulación que estaba rígida y caliente.

¿Quiere algo de compañía, caballero? Yo podría darle ese masaje mucho mejor —estaba tan concentrado en su molestia que la voz de una mujer lo tomó por sorpresa. Cuando levantó la vista se encontró no solo con una, sino con tres mujeres que permanecían de pie frente a él. Dos de ellas permanecían detrás de la que le había hablado, con una mano en la cintura, sosteniendo el alto su falda con la intención de dejar  la vista sus piernas e incitar al pecado a todo aquel que pasara por allí. Las prendas que vestían podían ser catalogadas como poco morales y dejaban claro que se trataba de mujeres que se ganaban la vida ofreciendo favores sexuales, lo que le hizo comprender mejor la pregunta que estaba en el aire. Áedán sonrió de lado y negó con la cabeza, con ese sencillo gesto hizo que las mujeres se alejaran y le dejaran nuevamente solo. Pero él continuó observándolas con curiosidad, dándose cuenta de que el que estuvieran allí no era una casualidad. La banca estaba situada justo enfrente de un burdel, y justo en ese momento en el que su vista entornó la entrada del vistoso local, sus ojos se clavaron en la silueta de una mujer de larga cabellera negra que cruzaba la puerta del inmoral sitio.

¿Eugénie? —se preguntó a sí mismo, sin poder creer lo que veía. ¿Qué tenía que hacer su hermana en un sitio como ese? Imposible. Áedán se rió se sí mismo, de lo absurdo que parecía todo. No podía creer que estuviera pensando que su hermana, la dulce y bella Eugénie, una mujer elegante a la que no le hacía falta nada, se daba cita en una casa de citas. Pero, aún así, por un motivo que no lograba explicarse, sus ojos verdes permanecieron clavados en el sitio. Un extraño sentimiento lo invadió, un repentino y mal presentimiento. Sin ser plenamente consciente de ello, se puso de pie, olvidándose por completo del dolor que lo aquejaba, y se digirió hasta el burdel. Ya adentro, no prestó atención alguna a música estridente o las decenas de mujeres que en paños menores se paseaban frente a sus narices, toda su atención la tenía la misteriosa mujer a la que seguía sin perder de vista. Mientras más se acercaba, sus sospechas de que se trataba de ella lo hacían ponerse más nervioso, pero, cuando estuvo a punto de alcanzarla, la perdió de vista cuando un hombre alcoholizado se le atravesó en el pasillo del segundo piso. Mientras lo esquivaba para continuar su camino, fue capaz de distinguir en el lugar el familiar perfume de su hermana en forma de una tenue estela que se negaba a desvanecerse. Sintió terror de estar en lo cierto y, decidido a no quedarse con la incertidumbre, agilizó su paso y recorrió el pasillo de principio a final, buscando en cada rincón. Con una actitud desesperada empezó a abrir las puertas de cada habitación.

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Mensaje por Eugénie Florit Sáb Mayo 25, 2013 6:55 pm

Magdalena se encontraba sentada en uno de los sillones de su ostentosa sala de estar. La mujer mantenía una sonrisa amplia en el rostro, sus labios se movían, se abrían de forma apresurada, las cuerdas bucales de la mujer, tenían un tono melodioso, incluso tan hermoso que llegaba a embelesar a cualquiera que la escuchara. En está ocasión su rostro estaba inclinado hacía abajo, observaba una larga cabellera obscura a la que estaba peinando. Su única hija se encontraba sobre un cojín de seda marrón, sentada con sus ropajes de cama, lista casi para dormir, todas las noches le peinaba los cabellos a su hija, se los acomodaba en una trenza pues según ella, y las señoras de edad entrada eso hacía que el cabello creciera más rápido, y también sumamente brillante. Ambas mujeres tenían muchos puntos en común, siempre se le decía a la madre que su "pequeña" era a su imagen y semejanza, en parte era cierto, pues la jovencita tenía grandes valores dentro del hogar, compartiendo el habla con alguien, también en grandes reuniones, sus formas elegantes con aires sensuales también fueron hereditarios, y no se diga de la belleza, pues la mujer más grande aún conversaba ese atractivo que no se puede pasar desapercibido; al poco tiempo se acercó un tercero formando un cuadro más amoroso y perfecto, Ilhan había llegado de una cacería, desde temprano se había ido con un grupo de amigos a buscar cabezas de venado, conejos, u otros animales que se les pusiera en medio. El joven dejó caer su cuerpo en el sillón, se sacó las botas haciendo que su madre lo viera de forma reprobatoria, pues esos modales tan malos no se los había enseñado ella. Al poco tiempo todo enojo se había pasado, algunas risas retumbaban en las paredes del lugar, ellos eran felices en su vida, pero cada uno llevaba secretos escondidos que no, no podían revelar.

Ilhan se encontraba ya de nueva cuenta de pie, haciendo unas poses de defensa un tanto extrañas, le enseñaba a su madre y hermana la forma correcta a la hora de cazar, las dos se volteaban a ver con complicidad pues les parecía innecesarias las lecciones, pero era grato ver al muchacho emocionado al contarles, el tiempo siempre pasaba volando cuando los tres estaban juntos. Todos estaban a punto de despedirse cuando la madre de los jóvenes aclaró un punto que regocijó el corazón de la más joven de los tres. El mayor de los hermanos volvería a Paris ¿Cuándo? La verdad no tenían una fecha exacta, pero la simple idea ya llenaba el corazón de aquellos tres individuos de dicha. El jovencito comenzó a decir los planes que tendría si su hermano llegaba a la casa, la madre ya estaba pensando en meterse a la cocina para hacerle su platillo favorito, por su parte Eugénie se quedó en silencio, demasiado preocupada pero disimulándolo con una sonrisa amplia. La idea de que su hermano mayor volviera no era nada más y nada menos que magnifica, pero sabía una cosa, el tenerlo en casa sería un peligro para ella, para su pasa tiempo favorito, para aquella enfermedad que se había vuelto más un vicio que cualquier otra cosa, pues ella no deseaba dejarla, la disfrutaba.

Después de aquel aviso, después de aquella noche ya nada había sido igual. Genie, como se hacía llamar en el burdel, pasó semanas enteras dentro de casa, aguantando su ansiedad por pisar el burdel, ella sabía que debía permanecer encerrada, sin mover ni un solo dedo en dirección a su maleta especial, o incluso a los antifaces, era lo mejor con eso se evitaría de demasiados problemas ¿Qué pasaría si se encontraba a su hermano en aquel lugar? No es que pensara que el mayor de ellos frecuentara a prostitutas, no, para nada, pero era hombre, además en más de una ocasión se encontró con conocidos, con incluso familiares quienes la habían pedido, claramente ella buscaba la mejor salida para evitarles, pues incluso aunque tuviera un antifaz en el rostro, lo cierto era que quien la conociera por completo podría descubrirla de un momento a otro. Observándola con detenimiento, claramente. La morocha poseía características especial, no se trataba de una mujer completamente delgada como la mayoría de las jovencitas, ella poseía curvas, un escote considerable, unas caderas llamativas, y un trasero que se respingaba llamando la atención al caminar, encima sus cabellos, y el color de sus ojos eran tan especiales que es descubrirla no era la incógnita más grande del mundo, pero para su buena suerte, ya había pasado tiempo en ese lugar, pasando desapercibida, sin que nadie levantara sospechas, y mucho menos sin ser descubierta. Habían sido sin duda las peores semanas de su vida, pues la abstinencia no se trataba de algo grato, no, para nada.

Suficientes horas, días y semanas habían pasado desde que la noticia se había dado y aquel desconsiderado de su hermano ni sus luces. Ya había sido tiempo de dejar de lado sus malos humores, sus deseos frenéticos de placer, y las simples masturbaciones que apenas y le daban algo de placer. Aquel día había decidido que saldría a buscar lo que tanto necesitaba: Sexo. Para su buena suerte, sus padres habían recibido una invitación para una fiesta importante, Ilhan había decidido acompañarlos, ella simplemente prefirió quedarse en casa con el pretexto de no sentirse bien, que necesitaba reposo. Dado que nunca se negaba a asistir a lugares así con sus padres, ambos decidieron creerle, dejando a la joven sola en el hogar, creyendo de forma ingenua que pasaría la velada dormida, sin que nadie la molestara; ni siquiera había terminado de obscurecer, cuando la joven ya llegaba su maleta de trabajo en el hombro, un carruaje la esperaba para llevarla al burdel, uno especial que todas las noches la esperaba para ver si iría a su lugar de trabajo, está vez lo abordó, en medio de la obscuridad del transporte se comenzó a cambiar, colocándose esas modernas y finas telas diminutas que apenas acababan de salir, se trataba de la nueva tendencia para las mujeres, para incrementar la fogosidad en los actos carnales con sus parejas, y claro, para que las prostitutas como ella mostraran de mejor manera sus atributos. Por supuesto que en la vestimenta no podría faltar el antifaz que hacía juego con las prendas, pues tenían un color vino especial.

Con paso presuroso, la cortesana se adentró a los pasillos del burdel, muchas de sus compañeras le dedicaron una sonrisa amplia al notar que estaba de vuelta, ella era una atracción especial, pues el antifaz siempre llevaba un gran misterio que ocasionaba por ejemplo, que muchos hombres la fueran a buscar, la pidieran, y al negarse tener que buscar compañía en otros brazos, entre otras piernas. Eugénie ya estaba siendo esperada por un cliente en especial, mientras apretaba el paso, una mujer, la encargada del burdel, musitó que era un hombre muy especial, pues había pagado una cantidad de dinero muy considerable al burdel por su cuerpo, y no sólo eso, también por ella, cosa que no le importaba en lo más mínimo a la cortesana, pues dinero no le faltaba. Al entrar a la habitación, un hombre piel pálida, mirada mordaz y cabellos obscuros la esperaba con una sonrisa ladina. La mujer se acercó como él hombre le indicó, pero no sólo eso, al estar frente a él dejó que la criatura le hiciera un completo análisis de su figura hasta quedar completamente deleitado con lo que tenía enfrente. La noche comenzó bien, el sexo fue placentero, los gemidos demasiado intensos, pero algo ocurrió, algo pasó que todo se fue por la borda cuando el hombre le dio los primeros golpes en los costados, en un principio para Genie las cosas solo eran parte de un fetiche especial del hombre, pero conforme los golpes se hicieron más fuertes, más profundos, se dio cuenta que nada tenía que ver aquello con un deseo carnal, sino con la mera bestialidad. A los minutos ya estaba sola en la cama, tendida con un dolor que casi no la hacía respirar, tomaba grandes bocanas de aire, podía incluso sentir el olor de aquel liquido carmín impregnando el cuarto.

- ¡Fuera de aquí! - Gritó, según ella lo había hecho, pero a causa del cansancio las palabras apenas salieron en un susurró, su cuerpo estaba envuelto en la fina tela color café que aquella noche había sido tendidas en la cama, pero se podía notar tonos distintos por la sangre que humedecía algunas zonas. Ni siquiera volteó, ni siquiera se giró, estaba más concentrada en tranquilizar su alma, su corazón, aclarar su mente, y dejar que pasaran alguno de los dolores para poder, aunque fuera a rastras, volver a casa.


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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Oct 07, 2013 11:44 pm

Interrumpió actos carnales que se llevaban a cabo detrás de las gruesas puertas de madera cuyos protagonistas eran lujuriosos hombres y fogosas  y complacientes prostitutas, se ganó insultos que tenía bien merecidos por su falta de sensatez al haber irrumpido de tal modo al burdel, pero nada impidió que continuara con la búsqueda de la misteriosa mujer de cabellera negro azabache. Hasta que la encontró, aunque por las condiciones en las que la halló, deseó no haberlo hecho, no ser espectador ni cómplice de tan horrible situación. Ella estaba al fondo de una habitación que era casi idéntica a todas las demás en las que había irrumpido: un cuartucho de cuatro por cuatro que tenía el mismo olor a sexo, a tabaco y alcohol impregnado hasta en la fibra más insignificante de cada mueble que conformaba tan vulgar escenario. Estaba recostada sobre la cama, con una sábana color café encima cubriéndola casi hasta la cara en un intento fallido de esconder su desgracia y vergüenza. Áedán se acercó corriendo y con delicadeza tomó el rostro herido de la muchacha entre sus manos. Ya no había duda alguna de que se trataba de Eugénie. Esa mujer que sangraba en un sucio burdel parisiense, era su hermana, a la que había visto crecer, volverse una verdadera aristócrata, una dama perteneciente a una clase social privilegiada, pero ahora estaba allí, desnuda, mancillada, herida, tan indefensa que era imposible no sentir rabia y pena.

¿Qué estás haciendo aquí, Eugénie? ¡¿Quién te ha hecho esto?! —no lo preguntaba, exigía saberlo. Su voz retumbó en la habitación al ser incapaz de contener la frustración que lo invadía.

Se levantó del suelo en el que se había arrodillado para tener una mejor visión de la herida y guió sus ojos en todas direcciones en busca del culpable. Allí parecía no haber nadie más pero, como buen militar, desde muy joven había sido entrenado para no dejarse llevar por las apariencias y siempre indagar hasta llegar a la raíz del asunto. Recorrió de punta a punta el cuarto, revisó el bañó, miró por la ventana y salió al pasillo para ver si lograba ver algo sospechoso y se encontró con que éste ya estaba invadido de mujeres semidesnudas y hombres alcoholizados que, motivados por los ruidos provenientes de la habitación, se habían dado cita fuera de ella para enterarse de qué era lo que estaba ocurriendo. Las peleas en el burdel eran el pan de cada día porque nunca faltaban los clientes que se ponían violentos y se agredían entre ellos mismos, pero también había ocasiones en las que las putas se llevaban la peor parte, cuando arremetían contra ellas sin razón alguna. Eso fue lo que todos creyeron de Áedán al ignorar que él era su hermano, cuando se enteraron de lo que le había ocurrido a la bella Eugénie.

Volvió al interior de la habitación y cerró la puerta tras de él. Eugénie tenía la boca rota y el maquillaje corrido a causa de la humedad en su rostro, Áedán la tomó entre sus brazos y la abrazó tan fuerte como le fue posible pero con sumo cuidado para no lastimarla, ya que no sabía cuál era la magnitud de sus heridas. Le alarmaba ver las manchas en la sábana que la cubría, le aterraba descubrir que había sido apuñalada o alguna otra grave herida de muerte cuando la retirara.  

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te duele? ¿Qué te hicieron? —estaba consciente de que bombardear a la pobre mujer con un sin fin de preguntas de ese tipo, estando en las condiciones en las que estaba, seguramente era lo último que ella deseaba, pero era importante, no podía ayudarla si no tenía conocimiento de los hechos.

La ayudó a sentarse sobre la cama y esperó paciente por una explicación.


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Mensaje por Eugénie Florit Vie Mayo 02, 2014 11:30 am

En ocasiones anteriores también había recibido agresiones, aunque ninguna como las de esa noche. Cada parte de su cuerpo le dolía, incluso aunque en esas zonas no hubiera recibido maltrato, quizás se trataba también de la fuerza que ejerció intentando cubrirse o apartar las manos del agresor. Aquello salía sobrando, el punto es que la habían golpeado, incluso mordido. Aquel vampiro apenas pudo desquitar un poco su frustración, lo único que le generaba miedo es que deseara una segunda vez con ella, y en la siguiente vez si terminar con lo que había empezado.

En ese momento al único que deseaba ver era a Jules, con anterioridad su amigo cambiante la había ayudado a salir de un maltrato, aunque deseara que el joven llegara no lo haría, en París no se encontraba. Lamentablemente la cosa no mejoro con aquella voz que podía reconocer aunque estuviera en medio de una explanada repleta de gente. Su hermano, por el que había dejado tantos días de asistir al burdel llegaba en la noche que precisamente decidió regresar. Una mueca de disgusto se formó en su rostro, ahora no se trataba de dolor, sino de coraje pero sobretodo de vergüenza. Su vida hasta ese momento había sido fácil, se encontraba segura que todo daría un giro, todo cambiaría porque hay secretos que al ser revelados explotan de tal magnitud que dañan por todo donde avance.

Eugénie no supo que decir en ese momento. La verdad es que ni siquiera quería hablar, deseaba correrlo pero no tenía el derecho. Su hermano seguramente se decepcionaría de ella, sentiría asco. Reconocer eso le quitaba la respiración. ¿Por dónde debía empezar a contar? ¿Desde su primera vez o sólo debía decirle que estaba obsesionada con las relaciones carnales? Aquello se estaba volviendo más complicado de lo que imaginó y deseó. Para la cortesana la actividad sexual, el satisfacer sus necesidades físicas no le resultaba un pecado o cosa del otro mundo, evidente era por su profesión secreta, se encontraba consciente que de la forma en que llenaba esa necesidad no era la correcta. Una conducta por completo desaprobatoria.

No entiendo que haces aquí — Se atrevió a romper el hielo recordándole a su hermano en qué lugar se encontraba. Ella no era tonta, para nada, evidentemente un hombre va a buscar consuelo aunque fuera en la cama de una puta. Ella lo vivía cada noche que pisaba el burdel. — Estoy aquí porque aquí trabajo — Lo dijo sin pensarlo demasiado, ya la había encontrado, no valía la pena mentir o decir cosas para ocultar el sol con un dedo. — Soy prostituta en este burdel, y quien me lastimó de esa forma es el príncipe de los países bajos, una criatura un tanto peculiar — Se atrevió a bromear, aunque seguramente su hermano no conocía de la existencia de las criaturas de la noche. ¿Por qué no le daba miedo el nombre de su agresor? Había una parte de ella que se sentía excesivamente protegida por la amistad que había formado con Dragos, además, decir el nombre de un príncipe no comprometía su título, a diario se sabían mucho peores cosas de quienes supuestamente gobernaban.

Decidí volverme prostituta cuando conocí que el placer es necesario para tener motivos por los cuales vivir. No me digas que no entiendes de que hablo hermano — Giró su rostro para poder encontrarse con el ajeno. Si lo miraba directamente estaba segura que todo se volvería real, que aquel secreto por fin sería una carga menos sobre sus hombros. Su hermano hasta la fecha era de sus tres personas importantes, uno de sus más grandes amores. Lo que menos deseaba era perderlo, sino es que ya lo había hecho. Ahora sólo le quedaba seguir hablando con la verdad — No sé cómo llamar a esto que me ocurre cuando vivo mucho tiempo sin poder sentir placer de este tipo, créeme he intentado evitarlo pero todo resulta peor, y cuando vuelvo se vuelve más adictivo, sé que no es lo que esperabas de tu hermana pero me gusta, por eso lo hago en secreto, nadie lo sabe, ni nuestros padres — Aclaró, si su hermano sabía leer entre líneas se daría cuenta que le suplicaba se uniera a su secreto.


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Mensaje por Aedan Zaitegui Mar Jul 08, 2014 8:12 pm

Lo que resultaba verdaderamente extraño para la época en la que vivían, no era el que los hombres buscaran satisfacer sus deseos carnales metiendo a prostitutas en sus camas, sino el que nunca había sentido la necesidad de recurrir a ellas. Todo el mundo lo hacía. Era bastante común que los caballeros, incluso esos que apellidos rimbombantes poseían, tuvieran sus aventuras, y luego volvieran como si nada a sus casas, con sus familias, con sus esposas.  

Áedán también lo había hecho. Todo hombre dedicado a la milicia tiene que hacer ciertos sacrificios, sufrir cosas, y la soledad era, sin duda, una de las que más costaba aprender a sobrellevar. Áedán había aprendido a manejarla bastante bien, se podría decir que hasta se había acostumbrado, a tal grado de que él mismo aseguraba que disfrutaba sus ratos de soledad. Pero, aun con todo el autocontrol que tenía de sí mismo, había ocasiones en las que su necesidad de compañía era más fuerte que todo. El no estar casado, no tener una pareja y no tener a su familia cerca, lo había llevado a seguir los mismos pasos que todos esos hombres y en más de una ocasión había terminado en la cama de una prostituta. Así que no era ningún santo, tampoco iba a escandalizarse por haber entrado en un burdel, pero eso no significaba que aceptaría lo que su hermana le estaba confesando.

La noticia le cayó como un balde de agua fría. Por unos instantes, quedó en shock. Tuvo que sostenerse del barandal de la cama y sentarse en la orilla del colchón, porque la noticia lo había dejado tan confuso, tan perplejo, que por un instante llegó a creer que sus rodillas se doblarían y caería al piso. Ya sentado, inhaló para tomar el aire que sentía que le hacía falta y, cuando se sintió preparado para enfrentar la realidad, alzó la vista y buscó con la mirada los preciosos ojos azules de Eugénie.

¿Qué estás diciendo, Génie? —Preguntó con voz ronca, una voz impregnada de un sentimiento parecido a la derrota. Quizá porque en el fondo sabía muy bien lo que había escuchado y conocía lo suficientemente bien a su hermana como para saber que hablaba en serio, que jamás bromearía con algo tan delicado—. ¿He escuchado bien? ¿Has dicho que trabajas aquí? ¿Estás diciéndome que eres una prostituta? ¿Cómo es eso posible? —La indignación también afloró por un momento—. No puedo creer que sea verdad. No concibo la idea de que mi hermana, mi hermana pequeña —alzó la mano y se tocó el pecho, palmeando el área del corazón para así enfatizar la importancia que ella tenía en su vida, lo profundo que era su dolor en ese momento—, sea tocada por hombres todas las noches a cambio de unas cuantas monedas —la sola idea lo horrorizó, lo asqueó, y no porque fuese un católico empedernido que se escandalizaba con las prácticas sexuales fuera del matrimonio, sino porque se trataba de su hermana y simplemente se negaba a imaginarla en tales condiciones. Simplemente, no lograba comprenderlo.


¿Por qué? ¿Por qué no buscar el placer que tanto dices que te gusta y que tanto necesitas de otra manera, en otro lugar, bajo otras circunstancias? ¿Por qué vender tu cuerpo? ¿Por qué humillarte y humillar a tu familia de este modo? ¿Puedes imaginarte cómo se sentirían nuestros padres si se enterasen? —Pudo notar cómo Eugénie se tensaba al mencionarlos, probablemente porque temía que él pudiera delatarla—. ¿Te das cuenta de quién eres? ¡Eres una Florit! Eres una dama de honor, una señorita de sociedad, no una callejera. ¿Tienes idea a las cosas que te expones al estar aquí? ¡Golpes, enfermedades, humillaciones! ¿Cómo pretendes que pase eso por alto? ¿Cómo esperas que te entienda si es sencillamente incomprensible? —la voz de Áedán fue subiendo de volumen y de intensidad, hasta que sus cuestionamientos se volvieron exigencias, reclamos. Nunca le había hablado de ese modo y no quería faltarle al respeto, pero eso era lo que se había ganado. No había otra manera para tratar lo que estaba ocurriendo.

No te imaginas lo decepcionado que estoy de ti… —le dijo con una voz mucho más suave, casi melancólica.

Se levantó de la cama y le dio la espalda para intentar tranquilizarse. Suspiró, lo hizo en dos ocasiones y se llevó las manos al rostro para tallar su barbilla, señal de que estaba pensando en alguna posible solución. Se sentía con esa responsabilidad, por ser su hermano mayor, por ser el único que tenía conocimiento de la vida secreta de Eugénie. Él tenía la obligación de llevar a casa a su hermana, sana y salva.

Después de unos minutos, cuando al fin creyó haber encontrado la posible solución, finalmente se dio la vuelta para volverla a mirar, aunque en esos momentos era lo que menos le apetecía hacer, no en aquellas condiciones.

Estoy dispuesto a guardar tu secreto, a pretender que esto nunca pasó. Nuestros padres nunca sabrán de esto, pero a cambio tienes que prometerme que nunca más volverás a este lugar, que no volverás a prostituirte —propuso, esperando que ella aceptara el trato que le hacía, uno que le convenía, desde luego—. Sólo… sólo prométemelo, Eugénie —volvió a insistir—, hazlo y vayamos a casa, olvidémoslos de esto para siempre.


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Mensaje por Eugénie Florit Vie Ago 29, 2014 12:41 pm

Tantos días había estado alejada del burdel, todos ellos con la esperanza de encontrar a su hermano en casa, con el deseo de frenar esos instintos primarios que poseía. No lo comprendía, ¿por qué la vida le daba tan fuerte? Había hecho su lucha por dejar de lado las ganas de disfrutar del sexo, por abandonar toda obsesión enfermiza por tener a un hombre dentro de ella, pero por más lucha que hizo, no pudo evitar aquello, ese momento. Hizo una mueca de desaprobación, no para ella, tampoco para él, sino para el destino que se empecinaba en atacarla.

Hasta ese momento la cortesana había realizado sus actividades de prostituta sin ser detectada. No sólo eso, sus padres, y sus clientes seguían creyendo (en la vida real, por supuesto), que era una jovencita de bien, con educación perfectamente inculcada. Seguramente todos creían que llegaría virgen al matrimonio, y que sería leal, fiel, servicial a su futuro marido, no sólo eso, que sus hijos tendrían a una madre decente. Ella no aspiraba a eso, quizás sí a un amor, pero uno salvaje, rebelde, que no amarra sus cadenas, ¿por qué era difícil de entender? Sí, comprendía que la sociedad ataba más de la cuenta, pero ¿ni siquiera su hermano podía comprenderla? Parecía que no había escuchado nada de lo que pronunció. Eso la fastidió por completo. Estaba herida, y encima las cicatrices del alma, de su corazón, se estaban formando con cada palabra que salía de los labios de Áadán.

¿Acaso estás escuchando lo que te estoy diciendo? — Si Áadén sentía decepción, ella sintió abandonó, uno grande, y no por la partida que constantemente hacía, eso ella podía entenderlo. Más bien se sentía abandonada, incomprendida. Eugénie había intentando dejar ese mal vicio no sólo una vez, y no sólo por él, lo había intentado infinidad de ocasiones por ella misma — No lo hago porque quiera venderme, lo hago porque lo necesito, porque se ha vuelvo una especie de adicción, y sino lo tengo empeoro, me enfermo de otra manera, incluso dejo de comer — Esperaba que su hermano comenzara a escucharla, porque sin duda estaba desesperándose. — ¡No busqué decepcionarte! No busqué esto, es como un monstruo que llevó dentro y reclama, y sino se lo doy arremete contra mí — Se tocó la altura del veinte. Nadie que no lo hubiera vivido, nunca la entendería.

No lo hago por monedas — La cortesana buscó terminar de vestirse lo más rápido que podía, no le daba vergüenza que su hermano la viera desnuda, a fin de cuentas era su hermano, ella estaba segura de su cuerpo, y sabía que él no la vería con morbo. Una de las grandes ventajas de la prostitución, es que aprendías a aceptar cosas que antes podían ser vergonzosas. Además, el cuerpo humano para ella era una de las obras de artes más maravillosas, y sí existía un Dios, entonces se había encargado de ser misericordioso y complaciente con ellos. Le agradecía en demasía — Ya te dije, es una adicción — Suspiró para ponerse frente a él. Se notaban los golpes, la sangre; el maltrato - Estiró su mano para tomar la ajena con suavidad. — Si quieres podemos irnos de aquí, supongo que tienes mucho que preguntarme — O ella que confesarle, daba igual, era momento de contar su secreto más grande.

No me chantajees, Áedán — Comentó  — Sino quieres guardar mi secreto, no lo hagas, sé las consecuencias que puedo tener, lamentablemente no puedo prometerte algo así — Le abrió la puerta para invitarlo a salir. Se colocó un antifaz, así nadie la reconocía al andar, dado que muchos de sus clientes resultaban ser hombres (e incluso mujeres), de la alta sociedad. Sobre su cabeza la capucha la adornó, y así caminó con su hermano por los pasillos — ¿Lo vuelvo a repetir? Estoy enferma de deseo, de placer — Poco debía de saberse de su enfermedad sí su hermano no la entendía, aunque ella misma ni siquiera había investigado al respecto, se rehusaba a dejar de sentir un buen orgasmo, o uno malo, el punto era sentir el miembro de un hombre en su interior.


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Mensaje por Aedan Zaitegui Miér Oct 08, 2014 9:05 pm

Mirar a su hermana hacía todo mucho menos incomprensible. Eugénie era una mujer hermosa que no tenía ninguna necesidad de pasar por semejantes humillaciones, porque si era cierta la supuesta enfermedad que argumentaba, quizá ella no era capaz de verlo, de medir la magnitud de la situación, como sucedía con todos los adictos. Áedán, como buen hermano, decidió calmarse e intentó ponerse en sus zapatos por un momento con el fin de entenderla, pero la realidad era que no era nada sencillo cuando tenía tan poca información sobre esa rara obsesión que apenas estaba conociendo. ¿De verdad existía? ¿Era posible que una persona no concibiera su existencia sin el sexo y toda clase de placeres carnales, que las percibiera como algo vital? Era una desgracia que justamente su hermana fuera víctima de ello en una sociedad tan conservadora como en la que vivían, porque si se corría el rumor, su hermana iba a ser el blanco de cientos de chismorreos y duras críticas; todo el mundo la señalaría en la calle, los hombres le harían sucias insinuaciones e intentarían aprovecharse de su enfermedad y las mujeres se dirigirían a ella llamándola despectivamente “ramera”. Nadie volvería a tomarla en serio, su reputación se reduciría a nada, de tal modo que nunca recibiría una propuesta de matrimonio y no tendría la oportunidad de formar una familia. Un aire pestilente abrazaría a todos los integrantes de la familia Florit de por vida, y a sus amigos, si es que fueran capaces de conservar a alguno. Sería el fin.

Áedán no podía permitirlo.

Aturdido por la situación, permaneció en silencio y esperó a que ella se vistiera. Mientras aguardaba, intentó esquivar la mirada porque le resultaba incómodo mirarla desnuda. Después de conocer su secreto, era casi imposible contemplarla y no pensar en la cantidad de cosas que había vivido durante quién sabe cuánto tiempo. Ni siquiera sabía si realmente deseaba saber cuándo había empezado todo. Era devastador para él pensar que incontables hombres la habían manoseado y la habían hecho a su antojo, y peor aún, que ella estaba tan enferma que lo había permitido abiertamente y que hasta lo había disfrutado. Parpadeó en un intento de alejar los horribles pensamientos y salió la habitación sin volver a mirar atrás.

En el pasillo, escaleras y el resto del recorrido por el burdel, Áedán tuvo que soportar las miradas de las prostitutas que cuchicheaban entre ellas la suerte que Eugénie tenía siempre para hacerse de los mejores clientes. Algunas la admiraban, otras eran víctimas de la profunda envidia que les provocaba que ella se llevara siempre lo mejor, a los hombres más atractivos y con más dinero, mientras que el resto debía conformarse con sucios borrachos malolientes que muchas veces ni siquiera llevaban el dinero suficiente para pagar por los servicios completos que por obvias razones eran los que les dejaban más ganancias. Lo de Eugénie no era cuestión de suerte, por supuesto, todo se lo adjudicaban a su belleza, porque indudablemente ella era la más bonita de aquel lugar, y probablemente una de las mujeres más hermosas de todo París. Para todas ellas, Áedán era uno más de sus clientes, y verlos salir juntos de una habitación sólo podía significar que ya se habían revolcado.

Una de las empleadas encargadas los interceptó muy cerca de la salida, una mujer madura pero que vestía muy similar a todas las jovencitas que allí trabajaban; tenía una mirada muy sugerente y una sonrisa turbia.

¿Qué tal lo han tratado, señor? —Preguntó sin dejar de sonreír, dejando a la vista un diente de oro—. Espero que nuestra chica haya sabido complacerlo lo suficiente para volver a verlo muy pronto por aquí, de lo contrario, siempre puede probar con otras, como podrá darse cuenta, tenemos mucha variedad en la casa —sugirió refiriéndose al resto de las muchachas y un grupo de prostitutas que estaba muy cerca le sonrió al escuchar—. En cuanto a ti, muchacha, quita esa cara y muestra tu mejor sonrisa, uno de tus mejores clientes te espera —se dirigió esta vez a Eugénie y se le acercó un poco como si fuera a confesarle un secreto— no lo hagas esperar más, lleva un buen rato esperando su turno en aquella mesa —le susurró, pero no lo suficientemente bajo para impedir que su hermano escuchara.

Áedán no pudo tolerar más que Eugénie fuera vista y tratada como una mujerzuela, que esa mujer se refiriera a ella como si se tratase de un objeto barato que estaba al alcance de todos. Sintió que la sangre le hervía y le fue difícil contenerse.

Esta chica, como usted la ha llamado, es mi hermana, una dama de sociedad, y no volverá a pisar este lugar lo que le resta de vida —alzó la voz, ronca y varonil, para que todos los presentes pudieran escucharle, en especial el hombre que la esperaba—. Así que ya puede ir buscando su reemplazo. Nadie volverá a tocarla, en especial usted —finalizó señalando al hombre que era uno de los clientes más frecuentes de Eugénie, un caballero que lucía bastante decente y adinerado, pero que para Áedán no era más que otro depravado que no se merecía ninguna clase de consideración o respeto.


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Mensaje por Eugénie Florit Sáb Oct 25, 2014 1:58 am

Ella no lloraba. Se había programado que la vida tenía más carencias y dificultades como para dejar escurrir lagrimas por cualquier cosa, era afortunada en muchos aspectos, dado que había nacido en cuna de oro, no pasaba hambre, ni frío, y encima de todo disfrutaba del placer. Dentro del burdel había aprendido que no debía quejarse, que existían quienes de verdad lloraban porque su vida era dura, cruel. Sin embargo en ese momento, en ese corto camino del cuarto a la salida reflexionó. Era un ser humano como cualquiera, tenía una enfermedad seria (que probablemente de seguir así le acarrearían más problemas, más enfermedades y padecimientos), sufría, le dolía, y ahora se sentía expuesta. Decepcionar a su hermano había sido lo peor que le había ocurrido, y aunque pudo soportar de pie el explicarle de todo, lo cierto es que aquello era lo peor que le pudo pasar.

Eugénie quiso detener el paso. Quiso dar la vuelta, abrazar a su hermano y explicarle con total tranquilidad lo que le ocurría. Contarle los días que pasó en casa encerrada intentando volver a ese lugar, también quiso pedirle perdón, rogarle que no la dejara de amar, ni de creer que era una mujer de bien, sin embargo no pudo. El dolor de su corazón congelaba sus acciones, le hacían seguir avanzando hasta dejar atrás ese lugar, incluso dejarlo a él. Porque el burdel y su hermano - persona, y luego que más ama - le estaban entregando su dolor más grande. Uno que ella misma generó. Sus ganas incrementaban a cada paso firme que daba, eran impulsos fuertes de querer correr a brazos de uno de sus amores, y estuvo a punto de hacerlo, hasta que escuchó aquella voz, y se paralizó de nuevo, pero está vez ni siquiera avanzó. La cosa iba de mal en peor.

Por favor, hermano… — Susurró con tranquilidad dándose la vuelta en ese momento. Ni siquiera la capucha había caído. Mantenía escondiendo su rostro magullado, el antifaz de la perdición, pero aquella oscuridad en sus mejillas, en su mentón y labios, no apagaron la intensidad de su mirada. La suplica, la vergüenza, y el perdón y arrepentimiento que en ese momento experimentaba — Por favor… No digas más — Le suplicó. Se acercó y se atrevió a tomarlo del brazo a pesar de saberse posiblemente rechazada. — No digas nada. Aquí nadie sabía que yo entraba en esa clase social, todos creían que mis prendas eran donaciones de clientes agradecidos — No dejaba de mirarlo. — Acabas de rebelar algo que eso si podrá traerme problemas — Porque él en su dolor, en su miedo, o en su decepción había hecho algo incorrecto: rebelar información. — Vayamos a otro lugar, no a casa, otro lugar donde exista la posibilidad de hablar bien, no aquí ¿si? — Suplicó de nuevo y agradeció que su hermano hubiera accedido al paso.

En el camino a la salida del lugar, se aferró a su hermano, con miedo de que pudiera desaparecer. Avanzaron unos metros fuera del lugar, donde las vistas ya se volvían ciegas y el único sonido que existía era el canto de los insectos. Seguía sin soltarlo. No podía soltarlo, el cuerpo se le había enfriado ya, y los dolores incrementaban. Incluso sollozó, sin embargo su problema más grande era él. Cuando se sintió más segura retiró la capucha con una mano, retiró el antifaz, y no sólo eso, lo dejó caer en medio del camino. Se limpió los labios con el antebrazo y siguió avanzando como podía. En un momento de arrebató lo miró de reojo, se veía tan perturbado, jamás lo había notado en ese estado. Darse cuenta del problema tan grande en el que se encontraba la hundió un poco más, pero necesitaba aguantar un poco más aquella noche. Necesitaba poder tener la fortaleza necesaria para recuperar a su hermano del todo. Nunca más iba a dejar que le dirigiera esas miradas tan cargadas de sentimientos negativos.

Lo lamento — Rompió el silencio. — De verdad lo lamento, que pases por esto, que me encontraras de esta forma, que lo descubrieras de la manera en que lo hiciste — La voz de la joven se cortó, y las lagrimas brotaron, no pudo evitarlo más. — En verdad intenté dejarlo, pero era horrible, sentía impulsos, nervios, mi necesidad de volver me volvía loca — Ella misma se sintió avergonzada al recordar aquellos momentos. — Quiero que comprendas lo que me sucede, quiero que me observes, que estés conmigo unos días, que notes mis cambios, mis humores, mi sueño, mi apetito, quiero que lo notes para que sepas que no te miento — Le soltó, le miró de frente, y se encogió de hombros — Estoy dispuesta a dejar esto por ti, pero necesito que me creas, que confíes en mi cuando te digo que estoy enferma — Ya no dijo más, guardó silencio. Tenía esperanzas de recuperar de nuevo a su hermano y que ambos olvidaran ese momento.


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Mensaje por Aedan Zaitegui Miér Mayo 27, 2015 1:01 am

Tras aquella confesión, hubo quien se atrevió a burlarse de las palabras del militar. Todos los presentes, en especial la mujer mayor que le había interceptado con la intención de sondear la calidad de los servicios, no daban crédito a lo que decía. Se rieron de él sin remordimiento alguno.

¿Ésta, una dama de sociedad? ¡No me haga reír! ¿En cuál de sus anteriores vidas? —Ironizó la mujer, refiriéndose a Eugénie sin poder creerle, para luego abrir la boca enormemente y carcajearse sin ningún reparo—. Con trapos o sin trapos de seda, para mí no es más que una ramera, igual que todas las aquí presentes.

Áedán se sintió tan ofendido por la manera en la que los estaban tratando, las palabras que utilizaban para referirse a su hermana, que por poco y pierde los estribos. En un impulso dio un paso al frente y su mano se movió, aunque no llegó a levantarse por completo. Fue tanta su frustración que casi olvidó que a quien tenía enfrente, quizá podría no ser una dama, pero dejaba de ser una mujer, y solo por eso le debía respeto. No avanzó más, conteniéndose, y su mano se cerró hasta volverse un puño que lentamente regresó a su anterior posición. No obstante, a nadie le pasó inadvertida la mirada envenenada que les lanzó antes de abandonar el lugar, cuando su hermana le pidió que se calmara, lo tomó del brazo, y lo arrastró a la salida.

Una vez afuera, Eugénie se deshizo del antifaz, se disculpó, y Áedán observó como ésta hacía un esfuerzo admirable por disimular su vergüenza, pero pronto no pudo más y se quebró.

Quizá no intentaste lo suficiente, Eugénie… —fue todo lo que fue capaz de decir cuando ella intentó justificarse, y lo hizo como si se lo recriminara, con tanta frialdad que solo ocasionó que las lágrimas de Eugénie brotaran con más fuerza.

Hubiera deseado poder acercarse y rodearla con sus brazos para brindarle soporte y comprensión, como cuando había sido niña y recibía algún regaño de parte de sus padres y él era el único que la hacía sentir comprendida. Pero no pudo. Tenía demasiados sentimientos encontrados en esos momentos que simplemente no se sentía capaz. Había dejado de verla como su hermanita pequeña, a la que había mimado incluso habiendo alcanzado la mayoría de edad. Por primera vez en su vida, empezaba a verla como lo que era: una mujer. Quizá si lo hubiera hecho antes habrían tenido la oportunidad de mantener conversaciones más maduras, mucho más personales y se hubiera podido evitado todo lo ocurrido. Pero eso jamás lo sabría.

El dolor del desengaño lo hizo agarrarla más fuerte del brazo para echar a andar hacia la avenida principal. Se detuvieron al llegar a la esquina, y sin decir más nada, ni siquiera qué había decidido sobre lo que ella había propuesto o si la delataría con sus padres o no, Áedán hizo la seña que detuvo al coche de alquiler que afortunadamente pasó justo en ese momento. La ayudó a subir y una vez dentro el hombre se recostó sobre el asiento. Intentó pensar con claridad, pero le fue difícil llegar a la solución más conveniente con tanta información y preocupaciones en su cabeza. Finalmente dio la indicación al chofer e hizo que los llevara a un hotel.

He decidido considerar tu propuesta —dijo finalmente tras registrarse en el lobby del hotel y ocupar la habitación alquilada—. Nuestra madre y tu padre definitivamente no pueden enterarse de lo ocurrido, por eso te quedarás aquí —su voz era firme y decidida y sonaba más a una orden que a una petición—. Traeré las cosas que necesites, desde luego. Ya yo me encargaré de inventar alguna excusa que justifique tu ausencia en la casa. ¿Por cuánto tiempo estarás aquí? No lo sé. El suficiente. Hasta que pueda entender lo que te ocurre, porque es la única manera en la que puedo ayudarte —empezaba a sentir que le dolía un poco la cabeza, así que deshizo el nudo de su corbata—. Yo no podré estar contigo todo el tiempo, tengo algunos asuntos por atender, pero estaré muy al pendiente de ti, y sobre todo procuraré pasar la mayor parte del día contigo. En cuanto a las noches… Eugénie, necesito que cooperes. Quiero que cumplas tu promesa de no volver jamás a ese burdel, ni a ningún otro.

Él la miró fijamente con sus ojos verdes, serios y firmes, pero también afligidos. Inmediatamente se dio cuenta de que a Eugénie no le entusiasmaban para nada las exigencias de su hermano, porque eso eran, en ningún momento le había dado la posibilidad de decidir si quería hacerlo o no. Esperaba que en su mente enferma aún quedara la suficiente cordura como para darse cuenta de que no tenía más remedio que secundar las decisiones de su hermano, en quien dadas las circunstancias, recaía toda la responsabilidad.

Sé que todo esto debe ser difícil para ti como lo es para mí, pero ambos sabemos que siempre fuiste una mujer de fuerte voluntad, por lo que confío en que sabrás controlarte —la alentó mientras tomaba asiento en la orilla de una de las camas de la habitación—. Ahora… es evidente que esto resultará incómodo para ambos, pero irremediablemente tenemos que hablar del tema. Quiero que me lo cuentes todo, desde cómo empezó, cuándo, dónde y por qué crees que te ocurrió… esto. Quiero saber qué es exactamente lo que te ocurre si te resistes a esa necesidad de la que me hablaste y lo que sientes cuando finalmente sucumbes ante ella. Quiero entender lo que te llevó a terminar en un maldito burdel… las cosas que has tenido que hacer.

Por supuesto, a Áedán no le produciría ningún placer enterarse de todo aquello pero sentía la imperiosa necesidad de conocer hasta el mínimo detalle. Un pequeño escalofrío le recorrió la espina dorsal al imaginar las respuestas que su hermana tendría a todos sus cuestionamientos. Sin embargo, recuperó la compostura y se armó de valor para enfrentarse a lo que tendría que escuchar.


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