Todos somos llamados en la villa del Señor [M. Argeneau]

La sangre fría mermaba violentamente bajo la tez blanquecina de sus brazos, su garganta se convertía sin cesar en violentos espasmos que culminaban cual abismo sin fin, punzadas de dolor martillaban su sien aumentando el grado de tortura… mas su cuerpo permanecía intacto, como si fuertes raíces hubieran atado sus pies al carruaje cuyo movimiento no hacía más que remover la calma absurda que aparentaba. Mirada profunda y grisácea la que se perdía por el cristal de la ventana, en aquellos momentos representaba su única calma, el espejismo de que su porte no correspondía a lo que su abrupta mente se limitaba a pensar.

Había perdido el control del paso de los días, ocurrencias en la vida muerta de los que deambulan más allá del límite trazado por el Dios, los que se jactan de retarlo con un solo respiro vacío. Supo entonces al tener en sus manos aquel trozo de papel que sería algo que no podía considerar fuera de sus prioridades; la fina caligrafía, la pulcritud del material, pero más allá de ello, la firma trazada con firmeza que dictaba claramente a un desconocido Mikhail Argeneau. El juvenil mensajero de sangre llameante desde luego no regreso a su destino; temeroso y cabizbajo, la diosa asesina supo que la sospecha deambulaba por sus ojos y no le dio tiempo de recibir el sacramento de la unción, despiadada y enfermiza se permitió darse un banquete hasta arrebatar el último ápice carmín de su corazón. El rostro sin vida, expresando una súplica que nunca fue escuchada, fue puesto en medio de la casa del señor, para que las discípulas del pueblo supieran que el diablo también rondaba en el salón de su padre; una cría maldita en un juego de niños ¿necesitaba entretenimiento?… la pista para que su remitente supiera a quién solicitaba. Desde luego su encuentro fortuito nunca sería parte del conocer de los inquisidores, ellos oraban porque su alma se elevara a los cielos, ella se desviaría al infierno, ¿solo por un momento, quizás?

Los lujos recibidos eran bien parecidos a una burla divina que no perdió la oportunidad de disfrutar. Un amplio y lujoso barco la trasladó a la isla que sería su destino, nunca nadie emitió comentario alguno durante la claridad del día en la que su preferencia era dormir abrazada a los lazos de las sombras, el misterio se encadenaba a su mente haciéndola prisionera de la curiosidad, seduciendo y envolviendo su claro interés asesino, no recordaba momento alguno en el que hubiese deseado algo más que su preciado elixir de fuente inmortal… o mortal. Antes de desembarcar, decidió usar un disfraz invisible que no le permitiese a su acompañante desnudar su verdadero ser con una mirada. La tela se ceñía a la figura de mármol con facilidad, el corsé resaltaba las finas curvas y unos pechos voluptuosos y llamativos sin llegar a semejar a una vulgar cortesana, la fina cabellera danzaba en metódicas ondas alzadas en un elaborado arreglo que permitía vislumbrar el esbelto cuello de la doncella; la representación divina de un ángel oscuro.

La luna platina acababa de cubrir cual manto sus hombros desnudos al momento que se disponía a subirse a un carruaje que la llevaría a la guarida de su anfitrión, fue entonces cuando ese preciado aroma inundó sus fosas nasales al borde de hacerla perder la cordura, de todas maneras no había cometido ninguna trastada en el camino y su cuerpo reclamaba esa sed insaciable. Iba más allá de sus límites, era su manjar predilecto, la fruta prohibida a su alcance; la yugular de un vampiro.

¿Sorpresa? Lo había sobreestimado, ahora más allá de la sed quería conocer al fruto de la discordia, aunque su mente divagara las posibilidades de acortar la eternidad del cochero inmortal.

Esperaba que Mikhail Argeneau supiera de sus preferencias, ¿quizás la razón de su llamado?, pero aún así le había puesto en bandeja de plata una tentación poco resistible.

Confusión fue la cuerda amiga que pasados ya minutos la mantuvo aislada de la realidad mientras veía alzarse ante sus ojos de antaño a un palacio más allá de su imaginación, solo un poderoso que no se jactaba de sus posesiones sería el amo de tal maravilla. El inquieto suplicio desapareció dándole paso a una incesante agonía cada vez que la distancia no parecía acortarse con el galopar de los caballos y la imagen suponía ser la misma sin importar los pasos que dieran.

Finalmente su deseo fue concedido, se deslizo con la gracia de una diosa fuera del carruaje aceptando la ayuda del vampiro (más parecido a un sirviente) mientras su oído se percataba del crujir del magnifico portón frente a ella. La luz dibujaba la sombra de su silueta…