La familia es lo primero [Gaia]

Varios días habían pasado desde mi regreso al “hogar, dulce hogar”. El gris con el que aparecían teñidos los días reflejaba el estado de ánimo general en aquella casa. Apenas cruzaba palabra con Gaia, quien además últimamente pasaba las horas recluida en sus aposentos. La había observado de cerca, invisible a sus ojos, vigilando que no se le ocurriera tratar de hacer algo con el niño. Sabía que en muchas de esas ocasiones ella sabía de mi presencia debido a la bajada de temperatura en el ambiente cada vez que me encontraba presente. En cualquier caso, prefería no alimentar sus deseos de enfrentarme e iniciar nuevas discusiones, permitiéndole relativa privacidad.

Cécile solía hacerle compañía esporádicamente, cuando Gaia así lo deseaba. El ama de llaves siempre había intentado suavizar las cosas entre nosotros, y sospechaba que era eso lo que trataba de hacer en sus visitas a Gaia. Tenía buenas intenciones, pero jamás conseguiría reunir a dos personas que solo tenían en común el odio de una hacia otra.

Aquella tarde, me encontraba leyendo la prensa en la sala de estar, tratando de distraer mis pensamientos, cuando escuché los apresurados pasos de Cécile descendiendo por la escalera.

-¡La señora está muy mal! ¡Lleva con fiebre alta toda la mañana, en la cama, sin moverse…!

El estrés de esos últimos días, el mal tiempo y su estado depresivo habían influido muy negativamente en su embarazo, empeorando su salud rápidamente. Al principio, pensé que era lo normal, nada grave, y a Gaia se le daba bien fingir encontrarse perfectamente con tal de no mostrarse débil ante mí. Algo que, la verdad, compartíamos en vida.

-Encárgate de ella, voy a buscar al médico.

En otras circunstancias, habría hecho aquello por el simple hecho de evitar que se mostrase con aspecto enfermizo ante los demás y diera que pensar que no teníamos el dinero suficiente para permitirnos a un médico, que no me ocupaba de ella, o cualquier otro agravio hacia nuestra familia o mí persona. Hoy tenía otro motivo: ella llevaba a mi hijo en sus entrañas. Aquello me había dado mucho que pensar. Un hijo no podía criarse solo con una figura paterna, necesitaba una madre a su lado. Esa madre podría haber sido Lafayette… y quería evitar pensar más en ese tema para evitarme el dolor que me producía el hacerlo. En el fondo, albergaba en mí la esperanza de que con la llegada de nuestro hijo, Gaia cambiase. Que aquello despertase su instinto maternal y la hiciera razonar con respecto a la postura que siempre había mantenido. No esperaba dejar de odiarla, mucho menos volver a quererla. Lo que esperaba era que, de una vez por todas, admitiera que yo había tenido razón.

No tardé en llegar a la vivienda del doctor, avanzando rápidamente gracias a mi condición espectral. Asegurándome de que no había miradas inesperadas, mi figura se volvió corpórea antes de llegar frente a la puerta. Le expliqué brevemente la situación y, tras darme la enhorabuena por el embarazo de Gaia, preparó su maletín y me acompañó en carruaje hasta la mansión. Una vez allí, subimos hasta la habitación de Gaia, donde todavía se encontraba Cécile tratando de aliviarla.

Siete semanas... así que llevaba la cuenta exacta. Recordaba que, como en cada ocasión, el yacer con ella me resultaba una experiencia aborrecible y humillante, al recordarme todos y cada uno de los años que había pasado sin quererme imponer a ella. Siempre había pensado que la situación actual podría haberse evitado de haberlo hecho antes. No me refería al sexo, ni mucho menos. Aún con todo mi rencor hacia ella, respetaría tanto sus deseos como los de cualquier otra mujer en ese aspecto. Incluso cuando Gaia no lo mereciera...

Fue por aquellos principios por los que aparté la mirada cuando el doctor apartó su camisón, cruzando los brazos sin poder evitar el nerviosismo ante lo que ocurría dentro de ella. No quería experimentarlo otra vez. El dolor de perder a un hijo. Gaia probablemente creía que no tenía ni idea, siempre me lo había ocultado, pero yo tenía formas de saber cuándo la muerte visitaba mi hogar. Ninguno de los dos habló nunca de aquello, fingiendo ambos la máxima naturalidad que nos permitía la depresión que experimentamos en esos duros momentos. nunca le eché en cara que me lo ocultara. Y nunca lo haría. Ni siquiera con ella sería tan despreciable.


Pedí a Cécile que saliera de la habitación, que tomase nota de los medicamentos necesarios y que acompañase al doctor a la salida, no sin antes pagarle al hombre por sus servicios. Quedé entonces a solas con mi esposa, todavía desviando la mirada. Las palabras del doctor me habían inquietado notablemente. Perder de nuevo a mi hijo... no sabía cómo afrontaría algo así. Y, sinceramente, todavía no sabía cómo iba a criarlo adecuadamente. Lejos del motivo de ser padre primerizo, pues me consideraba perfectamente capaz de criar a un hijo, estaba el hecho de mi nueva condición. Un muerto no era el más adecuado para ello. ¿Cómo enfrentaría esa situación? ¿Cómo enfrentaría el hecho de que yo no era el mejor para ocuparme de una familia? Y todo "gracias" a ella. A Gaia. Todo. me lo había quitado todo.

Esos pensamientos se acumulaban en mi cabeza. No podía soportarlo, ni siquiera podía mantener mi forma, apareciendo como una pobre sombra a un lado de aquella cama. Eso tenía un lado positivo. No le daría el gusto de ver mi rostro.

-Dime si... necesitas algo.

El día de nuestra primera pelea tras mi regreso, ella había salido de casa, como siempre hacía, para gastar mi dinero y restregármelo. Se lo había permitido, porque no tenía ganas de verle más la cara. No obstante, cambié de opinión al pensar que se le podría ocurrir hacer alguna estupidez. Encontrarla no fue complicado. Sentía aquél vínculo que me llevaba hasta ella cuando no estaba presente, el mismo que me arrastró de vuelta al mundo y el que tanto despreciaba. Escuché su conversación con el carpintero, y ese fue el motivo que me dio a pensar que aquél hijo la haría cambiar. Hablaba como una madre.

-Creí haberle dejado claro a Cécile que me consultara a mi ese tipo de...

Me interrumpí secamente. Quería evitar comenzar otra discusión, especialmente cuando el doctor bien claro lo había dejado: ningún sobresalto, si no mejoraba el bebé moriría.

-Tomaré las medidas e iré mañana sin falta.

Mi cuerpo comenzó a hacerse visible de nuevo, solo de cintura para arriba, quedando mi otra mitad difuminada y confusa. Ya le había entregado el pago y las medidas al carpintero, pero prefería no revelárselo a ella a sabiendas de que no le haría ninguna gracia que la hubiese seguido y ahorrarnos la discusión. Tomé asiento en sillón dispuesto a cierta distancia junto a la cama, quedando en silencio unos momentos para después volver a dirigirme a ella, sin mirarla.

-Por muy complicado que resulte, debemos dejar de lado nuestras "agradables charlas" mientras dure el embarazo. Llámalo un acuerdo de conveniencia, de esos con los que tan familiarizados estamos. Deja tu orgullo a un lado y avísame si necesitas algo. Ahora no estará Cécile para hacer de intermediaria entre ambos.

Relajé algo el tono, empezando por poner mi granito de arena a la situación propuesta. Mi aborrecimiento hacia ella no desaparecería, así como el suyo hacia mí tampoco, pero por mi parte lo contendría por el bien del bebé. La verdad, sabía que a ella le resultaría infinitamente más complicado. No tenía tanta paciencia como yo.

-¿Has pensado qué nombre te gustaría que tuviera?-pregunté, carraspeando.- Ya sabes que no se me dan bien ese tipo de cosas.

-¡Para de una vez!

No pude evitarlo. Alcé la voz, furioso y frustrado con ella. ¿Ni siquiera con buenas intenciones por delante iba a dar su brazo a torcer? Le ofrecía dejar a un lado nuestras diferencias, aunque fuese solo por el bien de nuestro futuro hijo, y ella tomaba esas buenas intenciones y me las tiraba a la cara.

-No te pido que dejes de odiarme, no te pido que finjas ser feliz. Te pido que no sigas buscando el enfrentamiento contra mí, tanto por tu bien como por el del bebé. ¡Piensa en tu hijo si no quieres volver a perderlo!

Lo había dicho. La rabia que sentía había sido el detonante para ello. No obstante, a pesar de no haber pensado aquellas palabras, no habían sido empleadas con la intención de hacerle daño y, a pesar de haber sido expresadas en exclamación furiosa, fueron entonadas con una mezcla de tristeza y dolor. Llevé ambas manos a mi rostro, aún sentado, tratando de calmarme. Me sacaba de quicio, todo en ella lo hacía, y aún así intentaba llegar a un acuerdo con ella. No se puede razonar con un monstruo...

-No hablemos de eso. Ni se te ocurra sacar ese tema.

Me puse en pie, pasando una mano por mi rostro, serenándome. Que ella me recordase a Lafayette no ayudaba en absoluto. Esta vez, ella tenía ventaja, porque tenía más formas de hacerme daño, mucho daño. Y mis principios me impedían utilizar aquél aborto para devolvérselo por triplicado.

-Me metí en tu cama porque quería tener un hijo. Lo sabes. Si tanto detestabas esa idea, ¿por qué no te negaste como tantas otras veces? Nunca te he forzado a acostarte conmigo, y lo sabes de sobra. Tal cosa nos resulta a ambos igual de aborrecible.

-BASTA.

Fue una sola palabra, tajante. No quería seguir con aquella discusión que tantas veces habíamos tenido, menos aún en su estado. Si seguíamos por ese camino, terminaríamos de nuevo a gritos y ella se llevaría la peor parte. ¿Por qué? Porque no tenía razón, y su ego le impedía admitir la verdad en mis palabras. Porque bien dicen que la verdad duele. En lo único que le concedía la razón era en una cosa: el amor nace, no se hace. Y Gaia se había encargado de matar cualquier amor que pudiera haber sentido por ella.

-Dices ser siempre la víctima de mis acusaciones, cuando tú eres la única que señala con el dedo. ¿Cómo te atreves a culparme de algo así? ¿Cómo puedes siquiera ser capaz de decirme eso? ¿Tan bajo puedes llegar a caer? No, claro que no soy perfecto, pero tengo algo llamado principios. No como tú.

No era perfecto, pero sí un caballero. Alguien que nunca sería capaz de restregarle la culpa de la muerte de un hijo. ¿Cómo había podido llegar a querer a alguien así? ¿Cómo había estado tan ciego? Una palabra, de saber cómo sería ella, solo habría necesitado de una palabra para que nuestro matrimonio nunca hubiese sido acordado. Pero era joven e ingenuo, y aquél era un error que estaba destinado a cometer. Uno que había resultado con un destino peor que la muerte.

-Deja de perderte en tus propias historias. Nunca he discutido contigo con respecto a ese tema. Si vas a insultarme y a humillarme, que no sea por tus cuentos sin sentido.

¿Cómo era posible que después de todo lo que me había hecho siguiera intentando manchar mi honor? Su bífida lengua nunca encontraba descanso en sus hirientes palabras, pero yo no deseaba caer a su nivel. Eso sería humillarme a mí mismo. Por ello, cuando me pidió ayuda de aquella forma que tanto dejaba que desear, se la presté no sin el desagrado pintado en el rostro, permitiendo que se apoyara en mi para tirar de ella y levantarla.

-¿Qué quieres hacer? El médico te ha dicho que guardes reposo.