Una fría y espeluznante noche... (Sara Ascarlani)

La fría y tenebrosa oscuridad de la noche de Paris me abrazo como nunca tras salir de la catedral, la conversación que tenía con el sacerdote, cada tarde después de misa, se habían alargado más de lo normal aquel día, pero no pude evitar contarle la conversación que había tenido con Evangeline aquella mañana. Las palabras de mi vieja amiga me habían hecho pensar en mi adorado hogar en Londres, no podía negar que extrañaba mi país, mis amigos, mis vecinos, hasta el chico que nos llevaba el periódico cada mañana, extrañaba todo lo que ahora me parecía tan dolorosamente lejano y necesitaba hablar con alguien cercano a mi Dios para saber si mi decisión había sido la correcta.

Una sonrisa apareció en mi rostro, al pensar en el amable sacerdote, mientras bajaba los peldaños de la catedral para adentrarme a las calles de Paris, no podía menos que agradecerle a Dios por haber puesto en mi camino a ese adorable anciano que me había escuchado día tras día durante más de seis meses, sacando poco a poco de mi corazón aquella tristeza que se había apoderado de cada instante de mi vida al verme sola y sin nadie con quien poder hablarlo al ser yo el único pilar de mi familia. Era realmente increíble la carga que se tenía cuando se era el cabecilla de familia, ahora más que nunca entendía cada palabra de preocupación, cada consejo, cada castigo, cada sonrisa y cada reto que solían darnos cuando estaban vivos y ahora los admiraba el doble por habernos educado tan bien llevando toda esa carga encima, lo único que esperaba era poder tener un mínimo de criterio moral para continuar haciéndolo de igual manera con mis hermanos.

El frío de la noche hizo que me arreglara el chal de manera que me cubriera la espalda, el pecho y el cuello a la vez, llegando al tope de mi barbilla por un lado y cerca de mi cintura por el otro. Esperaba que tía Kate no se preocupara por lo tarde que era o que a Jean Claude no se le ocurriera salir a buscarme por miedo a que no pudiera encontrar el camino a casa, era verdad que no conocía mucho París, pero si había un camino que me sabía de memoria era el que me conducía de la catedral a la mansión, lo había recorrido todos los días por seis meses y, aunque jamás hubiese salido de noche, sabía que mi sentido de orientación junto a la compañía de mi Dios me permitirían llegar sana y salva a casa.

Un fría brisa recorrió el callejón penetrando cada poro de mi piel haciendo que, por primera vez en esa noche, me reprochara por no haberle dicho a Pierre que me esperara con el carruaje fuera de la catedral, aunque si era completamente honesta no me hubiese atrevido a ordenarle al anciano que me estuviera esperando por tantas horas, podía ser un empleado, pero era un ser humano al igual que todos y con esas frías noches que nos cubrían a diario lo más probable es que hubiese sido víctima de una pulmonía al tener que esperarme tanto tiempo fuera de mi adorada iglesia.
Seguí avanzando por aquel callejón que tenía un aire espeluznante debido a la oscuridad de la noche, sin escuchar más sonido que el que producían mis zapatos de tacón bajo al caminar y sin tener más luz que la que me brindaba la plateada luna, definitivamente era una noche espeluznante que haría espantar a cualquier ser que caminara de forma desconfiada al no saber que todos teníamos a un guardián arriba de nosotros observándonos constantemente, cuidándonos como el mejor de los ángeles, iluminando cada sitio como la mayor de las luces y protegiéndonos de cualquier mal como la más poderosa arma.