Spirits Embrancing Chords of Blood and Passion.[Privado]

No era fácil ser como ella. Hermosa, sagaz, inteligente, inolvidable e irrepetible, con una elegancia natural impropia para las de su especie. Carcajeó ante el espejo, con su risa sin gracia y repleta de sarcasmo, mientras se delineaba los ojos, de pura dicha de ser eternamente bella. El precio que había pagado, de manera obligada, por tal beneficio, había sido demasiado alto, pero lo hecho, hecho estaba, y las expectativas, a lo largo de todos esos años, habían sido ampliamente superadas. Dejó el carboncillo sobre el tocador, se colocó los sencillos pendientes de diamantes, y abandonó la habitación, dejando tras ella su perfume dulce y el hedor de la muerte a sus espaldas. La pareja de prostitutas yacían sobre la cama, desnudas, muertas, desangradas y con sus gargantas rasgadas. Le habían proporcionado una diversión tan momentánea, que su garganta ya clamaba por más sangre, y su sexo por más placer. El aire se removió en cuanto la puerta se abrió y se cerró, el olor atraería pronto a los curiosos, y a pesar de que la vampiresa gustaba de ver las caras de espanto cuando descubrían su obra, en ese momento, tenía otras prioridades.

Al salir del burdel de mala muerte pisó las hojas secas del otoño, que crujieron bajo sus pies delicados y de paso firme. Enfundada en su atuendo púrpura, se perdía entre la oscuridad de las callejuelas parisinas, con su melena pelirroja apenas mecida por el viento fresco. Alquiló un carro que la llevó a hacer un recorrido nocturno en el cual deleitó su vista y seleccionó víctimas, sin embargo, su atención se centró en un ratero flacucho, escondido tras un tonel, creyendo que nadie lo veía. A ojos humanos, seguramente, no podía ser percibido, pero no para ella, con sus habilidades sobrenaturales que la ponían en ventaja. Le ordenó al chofer que frenara, el hombre estacionó, bajó, colocó la escalerilla en la puerta, y luego, la ayudó a descender tomándola de la mano. Le agradaba el anciano de cabello cano y mirada perspicaz, no hacía preguntas y obedecía sin la necesidad de hacer uso de sus poderes.

Olió el miedo del niño con la misma facilidad con que lo escuchó acurrucarse contra la pared. El estómago del pequeño crujía y sus ojos se abrieron de par en par, cuando la silueta de Svetlana se plantó frente a él. Le sonrió con falsa benevolencia, y le dijo que ella le daría comida si la acompañaba. Él la miró con la sabia desconfianza que da la vida callejera, con sus mejillas hundidas casi pálidas por el hambre. Ella percibió su duda, se acuclilló, estiró su mano enguantada y le acarició los pómulos como si se tratase de una madre amorosa. Sus labios se curvaron una vez más, y su sonrisa se dulcificó.

—Aceptarás —dijo, imperativa.

El nene se levantó, la tomó de la mano, y juntos volvieron hacia el carruaje tirado por dos caballos. El empleado miró a ambos y abrió la puerta para que entrasen, sin decir ni una palabra. Svetlana pensó que quizá no lo matara si seguía con tan buena actitud. Sentó al pequeño entre sus piernas, él le dijo que se llamaba Sebastian, y se relajó cuando ella se quitó los guantes y le acarició la cabellera. Tenía once años, aunque parecía menor, y suspiró profundo cuando la palma de la vampiresa recorrió su entrepierna y luego se metió por su raído pantaloncillo. Lo sintió acalorado, y sonrió, mientras lo masturbaba con paciencia mesurada. Sus colmillos se clavaron en la vena del cuello y comenzaron a beber, el éxtasis que alcanzó Sebastian cuando liberó su semen, acompañó a la pérdida de conocimiento debido a la acción de la vampiresa.

Al llegar a una taberna, Svetlana se limpió la mano, la boca y el cuello del nene. Lo tomó en brazos y se adentraron en el sucio lugar. No le gustaba esa maldita taberna, pero en buen lugar para no ser molestada. No miró a nadie, y se ubicó en una mesa alejada, sentando a Sebastian a su lado. Le ordenó que despertase, y éste lo hizo con una amplia sonrisa en sus labios. Le dijo que ordenara algo de comer, mientras ella centraba su atención en acomodarse la falda del vestido, para nada interesada en el entusiasmo que ponía su pequeña presa. Que disfrutara de su última cena.

Jugó con un mechón de su cabello rojizo mientras observaba, sin interés, como el pequeño idiota se alimentaba con fruición de un guiso que, por su olfato tan agudo, le provocaba lo más parecido a las nauseas. La debilidad del niño era tan evidente que sus mejillas comenzaban a tomar coloración nuevamente, a medida que ingería la cerveza y el alimento. Torció la boca en una mueca de asco, al observar cómo se chupaba los dedos llenos de tierra y salsa. <<Le tendría que haber ordenado que se lavase las manos>> pensó con un deje de indignación, y con un gesto, le ordenó al camarero que le trajese servilletas. El dependiente cumplió la orden con rapidez, y Svetlana le estiró la tela al niño, que la miró confundido. La vampiresa, con un gesto de impaciencia, le tomó la muñeca y comenzó a frotar la mugre, casi le arranca un dedo por el empeño que ponía en su tarea. A continuación, Sebastian siguió con la tarea interrumpida, sin reparar en las normas básicas de modales. La diversión, para la pelirroja, estaba llegando a su fin, detestaba la falta de educación de su víctima, y eso sólo había hecho que los ánimos se exacerbaran. Sebastian, sin saberlo, había adelantado su momento de muerte. Svetlana lo dejaría tener su última cena en paz. Se cruzó de piernas, de brazos, y se dedicó a sopesar la forma en que lo asesinaría.

Una vez hubo terminado su comida –para pesar de la vampiresa se había tomado demasiado tiempo-, lo llevó hacia el exterior tomado de la mano, haciendo caso omiso de un hombre que estaba sentado junto a la puerta y le dio un golpecito en los glúteos. Ella ni se detuvo a mirarlo, y sólo pensó que sería bueno arrancarle un brazo y observarlo cómo se desangra. Observó a Sebastian a la luz tenue de un farol, con sus pulgares le cerró los ojos, sus labios le besaron la frente, la nariz, la boca, el mentón. Apretó las orbes, lo levantó sosteniéndolo de la cabeza, mientras el nene pataleaba e intentaba liberarse, sin embargo, sus gritos habían sido acallados por una orden. La sangre no tardó en caer por el rostro, y a Svetlana le fascinó la imagen de esas líneas rojas que parecían lágrimas. Arrastró su lengua a lo largo y lo llevó hacia la oscuridad del callejón, donde bebió del niño hasta que no quedó ni una sola gota de sangre.

Al regresar al salón, se sentía reconfortada y hambrienta, una vez más. El hombre que, anteriormente, había intentado llamar su atención, la interceptó a los pocos pasos de haber cruzado la puerta. Svetlana lo miró con desdén, y no opuso cuando éste la tomó de la cintura, la llevó hacia su mesa y la sentó en sus piernas. Dejó que la mano del marinero –era evidente por su vestimenta- se perdiera por debajo de sus faldas, mientras su boca –que apestaba a alcohol- se movía en su cuello. Luego, fue su turno, y nadie percibió el momento en que los colmillos de la vampiresa se perdieron en la garganta del hombre. Quedó tirado, con la boca abierta y la cabeza hacia atrás. Nadie le prestó atención, era un borracho y podía esperarse que terminase en aquella posición luego de beber y beber sin cesar.

Svetlana miró a derredor y descubrió a un joven sentado en una mesa, con su gesto pensativo. La pelirroja hizo uso de una dosis de sus poderes para ver qué le sucedía, y no fue necesario llegar a un tiempo muy lejano, vio la escena de hacía pocos minutos, y sonrió. Aquello había sucedido en sus narices y no se había percatado, ¡qué entretenido hubiera sido! Se acercó caminando a paso lento, contoneando sus caderas naturalmente. Se paró detrás de él y le apoyó una mano en el hombro con suavidad, cuidándose de no sobresaltarlo. Cuando éste volteó, descubrió que era joven y hermoso, y reprimió una sonrisa de satisfacción, sin embargo, volvió al personaje que tenía estipulado.

—No siempre podemos complacer a todos, Monsieur —su voz salió dulcificada, y la acompañó una mirada de comprensión, como si se tratase de una hermana de la caridad, y no de la bestia que era.