AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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You Don't Know Me [Stephan Bibrowski]
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You Don't Know Me [Stephan Bibrowski]
Las cuatro de la tarde en punto, una hora tarde respecto a la hora acordada. Ese infeliz de Carlos se la iba a pagar con creces, de hecho ahora mismo debería estarse imaginando lo caro que le saldría el haber dejado plantada a la muchacha que ahora se frotaba las manos insistentemente tratando de combatir el frío. Ni siquiera sabía qué demonios estaba haciendo en un lugar como este, relativamente apartado del centro de la ciudad. El circo era una buena atracción, pero no acababa de entender por qué necesitaba que trajeran su teatro hasta este lugar. Aquello de fingir el compromiso parecía traer más problemas que beneficios, y cada día se volvía más pesado, pero se lo debía, le conocía los suficientes secretos como para arruinarla, así que no le quedaba más que obedecerle.
Por eso estaba aquí ahora, congelándose y esperando que se dignara a llegar, en medio de la nada, y sin haber comido antes. Todo eso sumaba un malestar que no hacía más que alimentar su rabia, una que de explotar sacaría su bien conocido mal genio, uno que antes no pasaba de grandes berrinches de mocosa malcriada, pero que ahora debido a su nueva condición, fácilmente podría desencadenar males mucho peores que algo de cristalería rota, sobretodo porque Gianella no estaba ahí para calmarla y devolverla a su cabales cuando eso pasaba.
Frotó sus manos de nuevo, esta vez en sus brazos, pero al ver que ya no era suficiente para hacer soportable el frío decidió entrar al dichoso circo sola, en busca de algo de comer y de paso, un refugio improvisado, las carpas de atracciones. Entonces, un aroma inconfundible llegó a ella, potenciado por esos dones que estaba comenzando a dominar. El azúcar de esos algodones de colores, la condujo a uno de esos carritos como si de un rastro en medio de un laberinto se tratara. Como es obvio, no tardó demasiado en llegar, movida probablemente por el hambre.
La misma que le susurraba al oído que no comprara solo uno, consejo al que su vanidad no le prestó atención ¿Cuán glotona parecería cargando dos algodones de azúcar? Sin considerar la complicado de comerlos y llevarlos al mismo tiempo. Por eso, con el dolor de su alma, o más bien su estómago, solo pidió uno.
Lo que no sabía, es que iba a ser esa misma vanidad suya la que la iba a meter en problemas. Porque acostumbrada a moverse en un mundo donde joyas y vestidos pomposos eran vistos como un estándar mínimo, no había sido capaz de seguir su sentido común ¿Lo tenía? Y que le decía que no era adecuado llamar así la atención en un lugar tan pintoresco, pero soberbia como ella sola, se había adornado como un blanco perfecto para cualquier truhán de poca monta. En este caso, dos de ellos, que ahora pisaban sus talones mientras merodeaba mirando las atracciones.
Isabella pagó la entrada para una de las carpas, no tenía idea de qué había dentro ni tampoco le interesaba, ni siquiera había prestado atención a la promoción que el mismo sujeto que le vendió aquel ticket estaba haciendo. Lo único que quería era un lugar para pasar el rato, uno en el que de preferencia no fuese a morir de frío. Pero aun esa barrera que significaba pagar la entrada detuvo a esos sujetos, que aun dentro continuaron siguiéndola. Eso hasta que ella misma se detuvo.
- Me pareces familiar – dijo al tiempo que golpeaba suavemente con un dedo el enorme frasco en que flotaba una cobra de dos cabezas, como si con ello la fuese a despertar de su muerte, o al menos conseguir alguna reacción – Pero supongo que hay muchos como tú dando vueltas – alcanzó a decir antes de que una mano enguantada cubriera sus labios, al tiempo que otra trataba de inmovilizarla. Definitivamente, cuando saliera de ésta, le cobraría cada uno de los malos ratos a su “prometido”.
Por eso estaba aquí ahora, congelándose y esperando que se dignara a llegar, en medio de la nada, y sin haber comido antes. Todo eso sumaba un malestar que no hacía más que alimentar su rabia, una que de explotar sacaría su bien conocido mal genio, uno que antes no pasaba de grandes berrinches de mocosa malcriada, pero que ahora debido a su nueva condición, fácilmente podría desencadenar males mucho peores que algo de cristalería rota, sobretodo porque Gianella no estaba ahí para calmarla y devolverla a su cabales cuando eso pasaba.
Frotó sus manos de nuevo, esta vez en sus brazos, pero al ver que ya no era suficiente para hacer soportable el frío decidió entrar al dichoso circo sola, en busca de algo de comer y de paso, un refugio improvisado, las carpas de atracciones. Entonces, un aroma inconfundible llegó a ella, potenciado por esos dones que estaba comenzando a dominar. El azúcar de esos algodones de colores, la condujo a uno de esos carritos como si de un rastro en medio de un laberinto se tratara. Como es obvio, no tardó demasiado en llegar, movida probablemente por el hambre.
La misma que le susurraba al oído que no comprara solo uno, consejo al que su vanidad no le prestó atención ¿Cuán glotona parecería cargando dos algodones de azúcar? Sin considerar la complicado de comerlos y llevarlos al mismo tiempo. Por eso, con el dolor de su alma, o más bien su estómago, solo pidió uno.
Lo que no sabía, es que iba a ser esa misma vanidad suya la que la iba a meter en problemas. Porque acostumbrada a moverse en un mundo donde joyas y vestidos pomposos eran vistos como un estándar mínimo, no había sido capaz de seguir su sentido común ¿Lo tenía? Y que le decía que no era adecuado llamar así la atención en un lugar tan pintoresco, pero soberbia como ella sola, se había adornado como un blanco perfecto para cualquier truhán de poca monta. En este caso, dos de ellos, que ahora pisaban sus talones mientras merodeaba mirando las atracciones.
Isabella pagó la entrada para una de las carpas, no tenía idea de qué había dentro ni tampoco le interesaba, ni siquiera había prestado atención a la promoción que el mismo sujeto que le vendió aquel ticket estaba haciendo. Lo único que quería era un lugar para pasar el rato, uno en el que de preferencia no fuese a morir de frío. Pero aun esa barrera que significaba pagar la entrada detuvo a esos sujetos, que aun dentro continuaron siguiéndola. Eso hasta que ella misma se detuvo.
- Me pareces familiar – dijo al tiempo que golpeaba suavemente con un dedo el enorme frasco en que flotaba una cobra de dos cabezas, como si con ello la fuese a despertar de su muerte, o al menos conseguir alguna reacción – Pero supongo que hay muchos como tú dando vueltas – alcanzó a decir antes de que una mano enguantada cubriera sus labios, al tiempo que otra trataba de inmovilizarla. Definitivamente, cuando saliera de ésta, le cobraría cada uno de los malos ratos a su “prometido”.
Isabella Di Visconti- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/01/2012
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Re: You Don't Know Me [Stephan Bibrowski]
Si lo trataban como a una bestia, bestia sería. Ese era su vehículo conductor, su leit motiv, su causa figurante para mantenerse en este mundo. Había comprendido -algo tarde, quizás- que los monstruos eran necesarios. Y Stephan se esforzaba por ser el peor de todos.
El Hombre León, lo llamaban. Con una punzada de resentimiento, pensó que el nombre tenía cierta ironía venenosa; sonaba gallardo, fiero, e incluso regio. Parecía un apelativo que utilizara algún soberano vanidoso para pasar a los albores de la Historia. Pero no había corona alguna sobre la cabeza de Bibrowski, y si a duras penas llegaba la comida a través de su jaula.
La vio adentrarse en las carpas. Llamó su atención su expresión altiva y sus vestiduras de gala, como si fuera a acudir a una recepción con la mismísima reina Victoria. Pensó que sería un blanco perfecto para cualquier maleante de poca monta de los muchos que se adentraban en el circo para robar a los que poco tienen. Stephan no había estado en ciudad más contradictoria que París. El Hombre León siguió su curso, sin pretender molestarse en la seguridad de una total desconocida. El polaco no eran de los del tipo de rescatar a damas en apuros. Él era la bestia, después de todo. El monstruo, el engendro.
Iba a doblar la esquina para perderse por la parte trasera del circo, donde los gitanos tenían sus carromatos cuando una punzada de honor salida de no sé dónde lo hizo retroceder, con una mueca de hastío. Con frecuencia, Stephan se empeñaba en ejercer un papel de villano en su propia obra teatral ficticia, y eso a veces le costaba doble esfuerzo pues no se hallaba en su naturaleza ser tan mezquino y egoísta. Al menos, no hasta el punto de dejar a una inocente pasar por tal mal trago.
El rugido atravesó las suaves telas de la carpa y provocó que ambos truhanes se diesen la vuelta. Al clavar la mirada en la figura extraña y leonada de Stephan abrieran los ojos como si hubiesen visto al mismo Satán. Empezaron a balbucear algo -monstruo, engendro, algo parecido- y se disponían a marcharse de allí como alma que lleva el Diablo.
-Aquí tiene -declaró con voz penetrante mientras le lanzaba a la dama la lismonera que los dos granujas habían intentado robar sin éxito-La próxima vez tal vez debierais vestiros sin el cartel de “róbenme” -replicó gratuitamente, con esa venenosa ironía suya.
El Hombre León, lo llamaban. Con una punzada de resentimiento, pensó que el nombre tenía cierta ironía venenosa; sonaba gallardo, fiero, e incluso regio. Parecía un apelativo que utilizara algún soberano vanidoso para pasar a los albores de la Historia. Pero no había corona alguna sobre la cabeza de Bibrowski, y si a duras penas llegaba la comida a través de su jaula.
La vio adentrarse en las carpas. Llamó su atención su expresión altiva y sus vestiduras de gala, como si fuera a acudir a una recepción con la mismísima reina Victoria. Pensó que sería un blanco perfecto para cualquier maleante de poca monta de los muchos que se adentraban en el circo para robar a los que poco tienen. Stephan no había estado en ciudad más contradictoria que París. El Hombre León siguió su curso, sin pretender molestarse en la seguridad de una total desconocida. El polaco no eran de los del tipo de rescatar a damas en apuros. Él era la bestia, después de todo. El monstruo, el engendro.
Iba a doblar la esquina para perderse por la parte trasera del circo, donde los gitanos tenían sus carromatos cuando una punzada de honor salida de no sé dónde lo hizo retroceder, con una mueca de hastío. Con frecuencia, Stephan se empeñaba en ejercer un papel de villano en su propia obra teatral ficticia, y eso a veces le costaba doble esfuerzo pues no se hallaba en su naturaleza ser tan mezquino y egoísta. Al menos, no hasta el punto de dejar a una inocente pasar por tal mal trago.
El rugido atravesó las suaves telas de la carpa y provocó que ambos truhanes se diesen la vuelta. Al clavar la mirada en la figura extraña y leonada de Stephan abrieran los ojos como si hubiesen visto al mismo Satán. Empezaron a balbucear algo -monstruo, engendro, algo parecido- y se disponían a marcharse de allí como alma que lleva el Diablo.
-Aquí tiene -declaró con voz penetrante mientras le lanzaba a la dama la lismonera que los dos granujas habían intentado robar sin éxito-La próxima vez tal vez debierais vestiros sin el cartel de “róbenme” -replicó gratuitamente, con esa venenosa ironía suya.
Stephan Bibrowski- Gitano
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Fecha de inscripción : 09/02/2013
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