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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Dianna Gomelsky Miér Mar 05, 2014 5:17 pm

Las hojas caídas a sus pies crujían lentamente bajo su pausado caminar. Había oscurecido de forma paulatina, aunque a sus ojos, siempre apagados, eso no le afectase realmente. La luz hacía mucho que se había apagado para ella. La lápida a sus pies parecía destartalada en comparación con el resto, y aunque no lo viese, podía percibirlo. El lento devenir del tiempo hacía estragos hasta en los materiales más fuertes, ¿cómo podría no afectar, entonces, al alma de quienes yacían bajo aquel terreno removido hasta la saciedad? Nadie se acuerda de los muertos. Todos siguen con sus vidas, ignorando a quienes ya se fueron a fin de sentirse mejor. Pero olvidar no es la solución. Y nunca lo sería, por más que se engañaran. Arregló el ramillete de flores y lo colocó junto al nombre del párroco al que había cuidado durante sus últimos momentos, después de que el cuidase de ella cuando más lo necesitaba. Pese a la pérdida, no se sentía triste, ni lastimada. Ni siquiera la sensación de abandono que normalmente acusan las personas que pierden a un ser querido la asaltó, ni aun estando preparada para recibirla. Y quizá fuese por eso.

Se levantó de la tierra húmeda sujetándose en el ángel de piedra que había junto a la tumba de aquel a quien alguna vez consideró como un maestro. Y entonces llegó la primera lágrima, mientras se alejaba del lugar de su reposo eterno, tratando de no chocar con ningún obstáculo. Y luego la segunda. Y tres más... Y cuando se quiso dar cuenta estaba deshaciendo el camino hacia la salida a trompicones. Por fin, la esperada emoción de desahogo la sacudió de arriba abajo, arrastrando a la conciencia todos aquellos pensamientos que había estado reprimiendo desde hacía tanto tiempo. No podía sentirse abandonada porque hacía mucho que se había marchado de vuelta con el Creador. Pero la amargura que le suponía no tener aquella guía "espiritual" era demasiado poderosa como para ignorarla. Aquellos hábitos que alguna vez significaron todo, habían comenzado a perder su sentido. Y eso la disgustaba. ¿Qué era ella, aparte de una luchadora de su Señor? Nada. Una oveja descarriada, como otras tantas que vagaban por la tierra sin saber cuál era su misión en el mundo.

Se sentó con las piernas pegadas sobre el pecho, y la espalda contra la fría lápida. Dejó que la rabia se fuese convirtiendo en pena, y la pena en lágrimas, mientras dibujaba círculos en la tierra, una vez se hubo deshecho de los zapatos. Sentir la tierra siempre la reconfortaba, como recordándole que formaba parte de ella, pese a no poder verla como otros lo hacían. Todo a su alrededor le resultaba tan ajeno, que a menudo necesitaba hacer cosas como esa para asegurarse de que seguía estando allí, y no se había difuminado entre las brumas de un tiempo que pasaba demasiado deprisa para que ella se acostumbrara. Vivía encerrada voluntariamente en unos hábitos decadentes, y en los que nunca había confiado del todo. Todo por ayudar. Todo por deshacerse de aquella pesada carga de no ser lo suficientemente importante, ni fuerte, para hacer más de lo que hacía. Ayudar. Ayudar en lo que podía y conformarse. No era una misión tan difícil, después de todo. Al menos no, si no te molestabas en ver más allá. Llevó sus ojos blanquecinos hacia una luna resplandeciente, que la observó con cierta lástima. O eso pensó ella. Riéndose de sí misma por seguir pensando, al final de todo, que había alguien allí arriba que cuidaba de ella. Aunque no lo hiciese demasiado bien. Suspiró y entrecerró los ojos, comenzando sus oraciones. Porque al final, lo único que conseguía aliviarla, era orar por el bienestar de otros.


Última edición por Dianna Gomelsky el Mar Mar 25, 2014 4:39 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Stephan Bibrowski Vie Mar 07, 2014 11:29 am

Le gustaba el cementerio Montmartre. Allí todos callaban. Nadie soltaba gilipolleces por la boca. Y, sobre todo, nadie juzgaba. ¿Cómo iban a hacerlo los muertos? Aún cuando las almas de los que allí descansaban fueran capaces de ver, tocar y escuchar, ¿cómo iban ellos a juzgar, cómo? Si lo habían visto todo. Lo habían tocado todo. Y lo habían escuchado todo. En resumen, lo habían vivido todo y conocían y sabían y entendían...

Sí, a Stephan le gustaba el cementerio de Montmartre. Y aunque no tuviese a nadie especial enterrado bajo aquel camposanto, el Hombre León se contentaba con cruzarlo cada vez que salía a alguna de sus expediciones nocturnas. Pues, en el seguro manto de la noche se sentía normal. Nadie lo miraba esperando que hiciera alguna pirueta, o enseñase sus fauces leonadas. Nadie se detenía a observar su nariz felina, en una mezcla de horror y compasión. En definitiva, nadie lo acechaba como el monstruo de feria que era. Porque, sencillamente, no había nadie en ese lugar abandonado.

Caminaba por entre las tumbas, obviando su error fatal en sus anteriores cavilaciones solitarias, imaginando que alguna de ellas sería la de su madre, muerta tiempo atrás en la -ahora- lejana tierra de Polonia. No fue hasta pasado un rato cuando el Hombre León se dio cuenta de la segunda figura que lo acompañaba aquella noche. En la oscuridad de la noche, parecía sólo un bulto cubierto con una capa similar a la suya propia. Pensó que debía tratarse de uno de los muchos mendigos que buscaban refugio del frío entre las tumbas de granito. ¡Cuán equivocado estaba, de nuevo, en sus reflexiones! Pues no era mendigo, si no joven solitaria de pies descalzos, de la que apenas pudo adivinar el rostro.
-El frío es un viejo condenado. Más vale que se ponga los zapatos si no quiere perder algún dedo -repuso, con la voz ronca y el tono de voz más brusco de lo que pretendía realmente.

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Mensaje por Dianna Gomelsky Mar Mar 25, 2014 5:24 pm

La tristeza desarma los sentidos poco a poco, emborronando todo cuanto encuentra a su paso. Los pensamientos lógicos desaparecen paulatinamente, siendo sustituidos por recuerdos confusos y desordenados, por emociones diversas y contradictorias que desatan una tempestad en el interior de aquellos que las sienten. Ira. Dolor. Nostalgia. Rencor. Pena. Fatiga. Todas surgen a la vez, manifestándose en un torrente de lágrimas que, con suerte y con la ayuda del transcurso de los minutos, acababa logrando que el nudo formado en la garganta descendiese. Después sólo quedaría el vacío. Y lo cierto es que esperaba su llegada con cierto anhelo.

Dianna siempre fue una persona afable, aparentemente alegre y, sobre todo, tranquila. Su vida era sencilla, en parte por ser lo que era, una servidora de su Dios y del pueblo y, sobre todo, por no necesitar nada más para vivir. Siendo así, la postura que siempre adoptaba en su vida diaria era la de persona bondadosa, que mostraba gratitud simplemente por estar viva y compartía lo poco que tenía con todos los demás. Sus sentimientos también eran simples: tranquila felicidad, neutralidad y piedad, hasta el punto de que lo más emocionante que podía pasarle en un día cualquiera era tropezarse con alguien mientras caminaba por la calle, ante lo que sonreiría a modo de disculpa y proseguiría con su paseo con total tranquilidad. Y era precisamente por esto, por su extraña -a ojos de otros- forma de ser, por lo que, en contra de lo que dictaría la lógica, deseaba que la sensación de vacío llegase de una vez por todas: estaba tan acostumbrada a no sentir casi nada, que cualquier cambio en ese patrón solía ser a peor.

Para llevar una vida dedicada a Dios, lo más sencillo era acallar cualquier clase de sentimientos que no te llevara a estar más cerca de él. Cualquier otra emoción sólo te alejaba del camino correcto. Y eso sí que no podría soportarlo. Inhaló y exhaló de forma lenta y pesada, tratando de recuperar la calma. La frialdad de la tumba la reconfortaba en cierta forma, devolviéndola al mundo real y sacándola de sus cavilaciones. Se encogió sobre sí misma, ahora embargada por la culpa. Él no querría verla así. Pero no podía evitarlo. No sabía cómo evitarlo. Se sentía extrañamente desamparada, como si a causa de su ausencia ya no pudiera percibir a su Creador. Y era la primera vez que le pasaba. No sabía cómo reaccionar, así que hizo aquello para lo que estaba "codificada": se entregó de forma más aplicada a sus oraciones, como si por el hecho de reclamar de forma más continuada la presencia de su creador, éste fuera a regresar. Nada más importaba en aquel momento, ni la neblina gélida que se arremolinaba en torno a las tumbas, ni el hecho de que sus hábitos estuviesen ahora manchados de barro, inservibles. Necesitaba recuperar la compostura, volver a ser ella, tal y como siempre había sido.

Y fue en ese momento cuando lo escuchó. Unos pasos solitarios caminando por el campo santo, llegados como una señal de regreso al presente. Recordó de repente que estaba en una propiedad privada, y que solía permanecer cerrado por la noche. ¿Vendrían a echarla de allí? O tal vez ni siquiera la viesen, ya que salvo por sus oraciones recitadas en un murmullo no había hecho ningún otro ruido. Una voz ronca siguió a los pasos. Giró la cabeza lentamente en la dirección en que el sonido había llegado a ella, sonriendo levemente, sin pizca de alegría. - ¿Para qué los necesito? Me parecía mejor respetar la pureza de esta tierra que contaminarla con ese accesorio material... Aunque lo cierto es que también me relaja sentir la tierra bajo los pies... -Murmuró retornando la mirada a un horizonte que jamás había visto. - ¿He cometido alguna falta por estar aquí? Pensaba mancharme, os lo juro. -Buscó por el suelo sus zapatos, frunciendo el ceño al no encontrarlos donde deberían estar. No le gustaba sentirse torpe en presencia de otros. - ¿Seríais tan amable de decirme qué hora es? No sé cuánto tiempo llevo aquí sentada...


Última edición por Dianna Gomelsky el Jue Abr 17, 2014 7:57 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Stephan Bibrowski Dom Abr 06, 2014 1:16 pm

Curiosa respuesta la de aquella muchacha, que consiguió, en algún punto lejano de la consciencia de Stephan Bibrowski -que en verdad no era tan lejano como él pensaba- despertar cierta simpatía por aquella criatura, tan menuda, a juzgar por sus ojos y en comparación con su alta figura, apocada en lágrimas de cristal que ni la brisa fría ni la oscuridad de la hora podían disimular. Por sus ropas, el polaco no tardó en adivinar qué era la joven acurrucada en la tumba. Una servidora de Dios. No supo, sin embargo, averiguar de qué orden podría ser. Él nunca se había considerado religioso, a pesar de que su madre Maria sí había sido una mujer devota. La única cosa para la que Stephan precisaba de Dios era para echarle en cara el por qué de esa jugarreta sucia y traicionera a un niño al que apenas le había dado tiempo para flaquear. ¿Se divertía, acaso, Dios creando seres amorfos como él para que no pudieran encajar en ningún mundo por Él creado? Sí, mucha ira acumulada contra Dios, más que contra cualquiera. Pero, por suerte, ese odio no había llegado a transferir todavía a sus representantes en la Tierra, por lo que la muchacha quedaba a salvo de la rabia del Hombre León en ese aspecto.

-No hace falta que os marchéis. No soy ninguna autoridad a la que debáis explicación ninguna -repuso, y se encogió de hombros. Observó que la muchacha buscaba torpemente sus zapatos, con escaso éxito. Pensó que tal vez su adusta presencia la había puesto nerviosa. Stephan se inclinó y cogió un par de escarpines de tela, que supuso que eran los que la joven buscaba, y se los tendió sin mucha delicadeza- El reloj de la catedral casi va a dar las doce. Imagino que vuestra Madre Superiora se pondrá echa un basilisco si ve que falta una de sus polluelas en el nido, ¿me equivoco? -luego, en un exceso de galantería nada propia en él, y suscitada, sin la menor duda, por el simpático afecto que le había tomado a la joven con su curiosa respuesta y su torpeza ingenua, tendió una de sus garras cuidadosamente enguantadas para ayudarla a ponerse en pie.

-¿Lo conocíais? -inquirió, refiriéndose sin duda a la lápida sobre la cual la muchacha se había encogido y sobre la que sin duda se habría dejado morir de frío. Stephan conocía las estelas del dolor. Desde muy pequeño él las había experimentado, aunque no fue hasta más tarde cuando supo que se trataba de eso. ¿Acaso no produce dolor en el corazón contraído de un niño de cinco años saber que su padre no lo amaba, que lo consideraba una aberración que debía estar encerrada de por vida en un ático, y que nadie, nadie, nadie, bajo ningún concepto, podría tener consciencia de la existencia de tal bestia en aquella su casa? Claro que sí. La estela del dolor la tenía muy presente Stephan Bibrowski, y sabría reconocerla en cualquier parte, en cualquier rostro.
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Mensaje por Dianna Gomelsky Jue Abr 17, 2014 8:32 pm

- Os agradezco por vuestra amabilidad... No todo el mundo se pararía a ayudar a un desconocido, y menos en un lugar como este. Estoy segura de que la vida os lo compensará de algún modo... O Dios. Quién sabe. -Una arruga se dibujó en su frente al escuchar la hora. Si bien era cierto que tenía vía libre aquella noche para llorar la pérdida de uno de los pocos seres queridos que aún le quedaban, nunca había regresado tan tarde a su celda. ¿Cómo había podido pasar casi ocho horas allí sentada sin percatarse? - Oh, no, no, joven. Incluso nosotras tenemos permitido salir en situaciones... Especiales. Desde luego, llorar no es que sea el tema más interesante en el que invertir mi tiempo libre, pero... -Se detuvo un instante para calmarse, el simple hecho de pensar en ello le resultaba doloroso hasta el punto de que se le saltaran las lágrimas. Luego sonrió levemente, como disculpándose por su interrupción. - En cuanto a la Madre Superiora... Bueno, ella no suele estar demasiado pendiente de nosotras. Tiene asuntos más importantes que atender. Además, no soy una monja de clausura, buen señor. Él... Él fue quien me entregó a la Iglesia, y por eso le estaré eternamente agradecida.

Dianna dirigió una última caricia a la fría losa de mármol, antes de tratar de ponerse los zapatos con aquella torpeza que caracterizaba a aquellos que habían perdido uno de sus sentidos. El más importante, quizá, de todos. Se demoró demasiado para su gusto, ya que odiaba parecer necesitada de ayuda ante otros, pero estaba sobreexcitada. No estaba nada acostumbrada a dejarse embargar por emociones tan intensas como las de aquella noche. Finalmente, cuando sus pies volvieron a estar cuidadosamente cubiertos por aquellos trozos humildes de tela, movió los brazos de forma cuidadosa en dirección a la voz del hombre que ahora la acompañada, topándose en el camino con su mano, extendida para ayudarla. Dibujó una sonrisa triste aunque agradecida, y se levantó apoyándose con la mano que le quedaba libre en el que sería el lugar de reposo eterno de su mentor. De aquel que la había tratado durante años como un padre. De aquel al que nunca volvería a ver. Una nueva punzada de dolor la sacudió de arriba abajo, haciendo que se estremeciese. No sabía cómo continuar, qué hacer a continuación. Siempre que su fe se había tambaleado, pudo volver al camino correcto gracias a él. ¿Qué pasaría ahora? ¿Rezaría para tratar de recuperarla, o esperaría eternamente por un regreso que no sabía si llegaría en algún momento? Ella no podía hacer otra cosa, no sabía ser otra cosa. Siempre pensó que orar y proteger a los más desfavorecidos en nombre de su Dios sería lo que ocuparía su vida hasta que su hora llegase. Ahora estaba más perdida que nunca. Y eso no era bueno.

- Él era mi mentor. Mi protector. El sacerdote que me trajo hasta aquí desde mi país, cuando mi padre decidió que servir a la Iglesia era la mejor vida que podría permitirse alguien como yo... Aunque no puedo aseguraros si lo conocía mejor que nadie, la verdad es que él si era quien mejor me conocía a mi. Supongo que por eso perdí la noción del tiempo... De nuevo, gracias por vuestra ayuda, buen señor. Un catarro no sería ideal en estos momentos. -Una sonrisa sincera apareció en su semblante, tras la cual ejecutó una elegante reverencia y se volteó, preparándose mentalmente para marcharse. Sus manos buscaron en la oscuridad algún obstáculo y algo donde apoyarse, mientras sus pasos tímidos se alejaban de la tumba de su cuidador. Había dejado un sencillo ramo de flores azuladas junto a la tumba, que ni de lejos representaban lo que significaba para ella, pero sabía que sería un buen indicativo para él de lo mucho que lo extrañaría. Allí donde estaba, en el cielo, junto al Creador. Esperaba que la protegiese, que la guiase, que su luz no la hubiera abandonado del todo. Porque ya había en su vida demasiado oscuridad de la que podía soportar. Su alma no era tan fuerte. Tras tropezar un par de veces, se sumergió en el mar de tumbas, sin tener muy claro hacia dónde se dirigía.
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Mensaje por Stephan Bibrowski Mar Mayo 06, 2014 12:17 pm

Por un momento, una risa extraña se escapó de las fauces del Hombre León cuando la joven mencionó su amabilidad. Sería la primera vez en mucho, mucho tiempo, que alguien utilizaba aquel adjetivo para referirse a él. El propio Stephan tampoco se esforzaba, sin embargo, en hacer creer lo contrario a los del circo. Muchos decían del insólito hombre que era huraño y desagradable, tal vez, por aquel complejo de bestia que desde muy pequeño le fue inculcado por la verdadera bestia de aquella historia.

Había algo puro en la muchacha, y no sólo en el hecho de que fuera una religiosa. Bien sabía el Hombre León que habían hermanas crueles y malvadas, con reglas en mano, de nariz aguileña y ojos pequeños, que se hacían más diminutos aún cuando miraban a alguien con actitud reprobatoria. La muchacha que se había encontrado fortuitamente en el cementerio no respondía a aquella descripción. Era de facciones suaves, labios finos y ojos alicaídos, reflejando una tristeza que, Stephan pensaba, permanecería ahí mucho tiempo después de que la herida por aquel maestro del que ella hablaba hubiera sanado.

-Ni la vida, y mucho menos Dios, me compensarán nada. Dudo mucho que ni siquiera escuche -dijo, con desprecio y resentimiento, porque siempre salía aquella ira contenida cuando hablaba de Él, por la necesidad de culpar a alguien. ¿Quién más, si no, tendría la culpa de su maldición? No le importó, en aquel momento, que su interlocutora estuviese entregada a Dios cuando habló así de Él. La delicadeza tampoco era una virtud en Stephan Bibrowski.

Cuando hubo ayudado a la muchacha a ponerse en pie, retiró la garra rápidamente y caminó unos pasos hacia atrás, volviendo a ocultar su figura cuanto pudiera de los ojos de la religiosa. Aunque las sombras de la noche y la capucha de su capa lo cobijaban, ¿qué pasaría si un rayo lunar, indiscreto, revelase su horrible ser? ¿Cómo reaccionaría la joven hermana? Era impensable para él que una apariencia tan abominable e inhumana se descubriese ante la grácil belleza de la muchacha.

No dijo mucho más y se apresuró a inclinar la cabeza, con un gruñido que pretendía ser una despedida para la joven. Cuando ella se alejó unos pasos, y si figura ya sólo era una especie de bruma entre las tumbas, Stephan se quedó unos momentos allí parado, observando la lápida en la que hacía unos momentos estaba recostada la joven. Se percató de que ni siquiera le había preguntando su nombre. "Bah. Lo mejor será que vuelva al circo cuando antes", se dijo. Aunque, lo cierto era que le hubiera gustado saberlo.


No fue capaz de dar ni dos pasos, sin embargo, cuando un quejido y un golpe seco traspasó el silencio del camposanto. De alguna forma supo que era la religiosa, que se había perdido. Pensó en seguir su camino, porque tenía ganas de volver al circo, y no quería prolongar más aquel encuentro, porque no tenía ganas de continuar llenando una conversación vacía con una extraña, y porque tenía miedo de que ella llegase a ver su verdadero aspecto y saliese despavorida, una escena por la que no tenía intención de pasar. Sin embargo, algo lo hizo detenerse en su paso. Lanzó un bufido cansado, y cambió de dirección, en busca de la joven.

No tardó en encontrarla, tratando de ponerse en pie y volver a encontrar su camino de vuelta.
-No lleváis mucho por aquí, ¿no es cierto? -dijo, casi con un tono jocoso en la voz- ¿Sabéis, acaso, el camino que debéis tomar para regresar al convento?

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Mensaje por Dianna Gomelsky Vie Mayo 09, 2014 7:19 pm

Su rostro se nubló ligeramente al oír su último comentario, mientras se alejaba lentamente de la tumba de aquel a quien sabía que jamás olvidaría. Yo también lo dudo... Dijo para sí misma, para arrepentirse instantáneamente de tan blasfemo pensamiento. Aunque aún dentro de su arrepentimiento, sabía que, en lo más hondo de su corazón, la espina de la duda siempre estaría ahí. Porque después de todo, aquel Dios al que había decidido -y le habían impuesto- servir de por vida, nunca se dignó a demostrarle ni una ínfima parte de aquel infinito amor que supuestamente sentía por todas las personas. Por sus hijos. Dianna nunca se había sentido especial ni diferente al resto de monjas. No pretendía ser la mejor, o la favorita de aquel que ocupaba en todo momento la mayor parte de sus pensamientos. No, ella tan sólo aspiraba a conseguir su perdón, su trato, su eterna bondad. ¿Y qué había recibido hasta el momento? Nada. Una nada pesada, incómoda, que hacía tambalear los cimientos de una fe que siempre consideró férrea, característica de su persona. Una nada que hasta ese momento siempre había aceptado con pacífica resignación. No es que pudiera haber hecho otra cosa. Pero antes, la presencia del sacerdote dotaba de estabilidad aquellos pensamientos que lograban sumir su mente en el caos. ¿Qué pasaría ahora?

¿Hasta cuándo podría seguir controlando aquellas emociones por sí sola? No es como si alguna vez le hubiesen enseñado como manejarlas. Las siervas de Dios no tenían permitido sentir como el resto de mortales, aunque obviamente esto fuese más sencillo de decir que de hacer. Siempre les habían recalcado la importancia de la abstinencia, de la oración, de la bondad y de la sencillez, ¿pero cuántos hacían uso efectivo de aquellas órdenes sagradas? Pocos, muy pocos. Aunque ella estuviese incluida en esa minoría, eso no la hacía sentir mejor. Sabía que su misión en el mundo era distinta a la de cualquiera, pero con el paso del tiempo y con todos los desengaños a los que había sido sometida, el significado de aquel propósito se había desvirtuado considerablemente. Y el hecho de no saber si rezaba al aire o a alguien que realmente estaba escuchando no es que ayudase, precisamente. Aún así, sabía que tenía que continuar avanzando, además de porque no sabía hacer otra cosa, porque realmente sentía que aquella ciudad, que el mundo entero, necesitaba un poco de aquella bondad de la que siempre solía hacer gala. Aunque nadie la obligara a hacerlo. Ya que otros estaban ciegos ante las penurias que la gente pasaba, ella, como ciega y como persona que había sido despojada de casi todo cuanto tuvo alguna vez, no podía sentirse de otra forma.

Las lejanas campanadas del reloj de alguna Iglesia cercana la alarmaron. No solía salir de la catedral sin compañía, ya que ante su negación para usar un bastón, esa era la única forma que tenía para poder desplazarse sin correr demasiados peligros. Aquella noche era diferente. Todo aquel cúmulo de infortunios, de pensamientos y emociones tan dispares, la habían hecho actuar de forma demasiado atropellada. Y no había pensado en cómo regresaría una vez llorada la muerte de su mentor. ¿Tenía acaso tanta importancia? No era como si alguien la estuviese esperando, o estuviese preocupado por su paradero. Sin embargo, el hecho de estar fuera de un entorno conocido la ponía bastante nerviosa. Era uno de los efectos que tenía el haber pasado toda su vida enclaustrada tras cuatro paredes. Siguió tropezando a medida que avanzaba en lo que ella consideraba que era una línea recta, hasta que un ángel de piedra de considerable tamaño se puso en su camino, haciéndola caer. - Oh... vaya. -Farfulló, llevándose las manos al tobillo que se había dañado. Se apoyó en la estatua para tratar de levantarse. Un dolor punzante la recorrió de arriba abajo, aún así, siguió caminando. Necesitaba seguir caminando. Pero la voz del hombre la hizo detenerse. Una sonrisa sincera se dibujó en su semblante. Ahora sí que no le cabía duda de la bondad existente en aquella persona era mayor de lo que él creía.

- Lo cierto es que llevo tanto tiempo aquí, que ni siquiera recuerdo cómo era mi ciudad natal. Aunque bueno, siempre tuve que imaginármela, así que... Pero bueno... -Sacudió la cabeza y se apoyó en el ángel de piedra, elevando el pie dolorido ligeramente sobre el suelo. - No suelo salir sin compañía de mi celda, buen señor. Soy propensa a perderme, me temo. Os agradecería que me dijeseis si voy en la dirección correcta... Aunque la posibilidad de que Dios os lo compense no sea suficiente... Supongo que no lo es para nadie. -Tampoco lo es para mi... Esperó a que el hombre rechazara su compañía, aunque en el fondo supiera que si había regresado, significaba que no lo haría. Aguardó un instante, para luego voltearse de forma torpe hacia donde había escuchado la voz. Sus ojos vacíos miraban a la nada, aunque en su cabeza una imagen mental iba cobrando forma acerca de cómo sería. Por dentro. Rígido, desconfiado y con la necesidad de mostrarse más fuerte de lo que realmente era. ¿Quién o qué podría haberle herido de aquella forma? ¿Habría sido aquel Dios ausente, de haber creído alguna vez en él? Tampoco es que fuera de extrañar. Si alguien encargado de servirle dudaba de su existencia ante determinados problemas cotidianos, ¿cómo podría reaccionar una persona cualquiera?
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Mensaje por Stephan Bibrowski Jue Jun 05, 2014 4:10 pm

Emitió un bufido. Él no era una niñera, ¿por qué se había empeñado en actuar como tal? Mirando a aquella jovencita despistada una parte de él había temido por ella, porque sabía qué seres habitaban París por las noches. Eran bestias –algunas más mortales que otras, claro- pero bestias al fin y al cabo. De todas ellas, él era la menos dañina. ”La llevaré sana y salva a su convento y ya está”, se obligó a pensar con ese mal humor siempre latente en él, con desgana, como si no quisiera demostrarse a sí mismo la generosidad de su propio corazón. Era más fácil ser un monstruo, era el papel que su señor padre le había asignado desde que nació. El más sencillo de interpretar.

-A mí Dios me trae sin cuidado. Pero voy a acompañarla hasta su convento a riesgo de que se vuelva a perder y acabe los demonios saben dónde –probablemente no era la idea más lúcida que había tenido, porque poco contacto había tenido con las gentes “normales” de París a excepción de las que se acercaban para echarle algunas monedas en su jaula de la feria. Ahí la relación estaba clara; él rugía y los pueblerinos lo miraban con una mezcla de miedo, asombro y repugnancia. A veces se reían, porque sabían que estaba enjaulado y no podía hacerles daño –aunque en ningún caso lo hubiera hecho-, pero allí, sin las frías rejas de la carreta, no sabía bien cómo debía o se suponía que debía actuar.

Alzó una de sus cejas peludas al escuchar la poco ortodoxa respuesta de la monja. Tampoco había tenido mucha relación nunca con miembros de la Santa Iglesia, y, a decir verdad, tampoco quería tenerla. No sabía, entonces, que las crisis de fe no son algo exclusivo de la clase secular.

-No parece un pensamiento propio de una buena cristiana, hermana. Aunque claro, yo tampoco voy a juzgaros. A decir verdad, creo que a Dios le importamos un carajo y medio. Todos nosotros –reprimió un bufido- En fin, dígame donde está su convento y la llevaré. Al menos lo más cerca que pueda –bien sabía que no estaría bien visto que una novicia llegase a a las tantas de la noche al convento acompañado de… bueno, de algo parecido a un hombre. Si la Madre Superiora estaba despierta y lo veía podía caerle una buena bronca a la muchacha, y puede que incluso algo más.

-Y espero que para la próxima vez se aprenda el camino -¿era eso un reproche? Bueno, la delicadeza, de nuevo, no era el punto fuerte del hombre león. Empezaron a caminar y salieron del campo santo. La calle adoquinada estaba fría y solitaria, y sólo la tenue luz de unos farolillos colgados iluminaban a los transeúntes, que en aquellos momentos eran solamente ellos dos. Stephan se echó más la capa sobre la cabeza, pareciendo así un monje benedictino cuatro palmos más alto que su acompañante.

-Y si no sois de aquí, ¿de dónde carajos procedéis? –volvió a hablar, empleando un vocabulario vulgar, como si no supiese en presencia de quién estaba. O puede que sí lo supiese y lo hacía a posta para incomodar a la muchacha- Vuestro francés es bastante correcto –casi más que el suyo propio, aunque él tampoco era francés.
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Mensaje por Dianna Gomelsky Lun Jun 09, 2014 4:11 pm

En su vida habían únicamente dos cosas importantes. Dos cosas que eclipsaban a todas las demás, que hacían que el resto resultara irrelevante. En su vida, habían dos cosas que marcaban su camino a seguir, y el ritmo con el que debía recorrer dicho camino. Sus pensamientos, sus acciones, su voluntad... Su persona giraba en torno a aquellas dos cosas. O al menos, lo había hecho hasta aquel entonces, porque ahora una de aquellas cosas descansaría para siempre bajo el suelo que ahora pisaba. Podría parecer extraño que alguien dotase de tantísima importancia en su vida a un simple mentor. Había aprendices por todas partes, en cada oficio, ¿y cuántos agradecían de forma tan íntima, tan intensa, a su maestro, por haberles enseñado lo que sabían? Realmente pocos. Casi ninguno, a decir verdad. Eso no la convertía, sin embargo, en alguien extraño o que desconocía las costumbres que solían ser usuales para el grueso del resto de la población. Al menos, no en su opinión. Dianna sólo era agradecida, sumamente, quizá excesivamente, agradecida. Y la gratitud siempre había sido para ella una virtud. Sin embargo, podía reconocer que haberse esclavizado de tal forma a la necesidad de agradecer sus conocimientos al párroco, aparte de rayar en lo obsceno por lo similar a idolatrarlo que resultaba, no auguraba nada bueno para ella desde el principio. Porque los aprendices no solamente se arriesgan a superar a sus maestros, sino también a que éstos desaparezcan.

Se daba cuenta de su error de raíz, pero era incapaz de arreglarlo. Su vida no es que hubiera estado repleta de cariño, precisamente, así que cualquier sentimiento que se pareciera a ese gran desconocido le resultaba sumamente preciado. Y era aquí donde entraba en juego la segunda variable que daba sentido a su vida: Dios. Dios, fuente infinita de cariño, amor y comprensión, se había convertido, a partes iguales, en su carga y en su mejor amigo. Debía confiar -y aún, en determinadas veces, confiaba- en que él escuchaba todas sus plegarias, todas sus tristezas, y de alguna forma que no entendía del todo, la apoyaba. Debía confiar que la perdonaría por todos esos posibles pecados que pudo haber cometido sin darse cuenta. Debía confiar en que, después de toda una vida de miserias y de dificultades, le aguardaba un futuro mucho mejor a su lado. Y era en este punto donde se daba cuenta de que había más suposiciones en las que debía confiar, que realidades que pudiera percibir con sus propios ojos. Metafóricamente hablando, claro. Entonces, su Dios se tornaba en una carga. Una carga pesada, que la obligaba a vivir siempre por debajo de sus posibilidades y limitaba enormemente su capacidad de sentir alegría o amor por otras personas que no fueran Él, o su recién fallecido maestro.

Pero de ahí, de pensar todas esas cosas, a reconocerlo en voz alta, había un trecho insalvable. Una suerte -relativa, por supuesto- que se hubiese ido a topar con alguien bastante poco vinculado a la creencia religiosa que ella debía defender. No se sentía orgullosa de sus pensamientos poco cristianos, pero al menos no tendría que disculparse por algo que le reconcomía la conciencia. - Ya veo... No os culpo. Con los tiempos que corren, no son muchos los que aún confiamos en su bondad... -Y entre los que debemos confiar, tampoco estamos muy seguros de si es verdad. Quiso añadir, aunque su pudor la convenció de que era mejor callar. - Me temo que no lo es, buen señor, y no es que me sienta especialmente orgullosa de ello... Pero Dios y yo mantenemos siempre cierta discusión al respecto de cómo se relaciona con nosotros. Las crisis existenciales las inventó él, después de todo. No creo que me culpe... O confío en que no lo haga. Después de todo, no puedo culparle a él por haberme creado tan imperfecta. ¿Por qué me dio ojos y no la capacidad de poder utilizarlos? ¿Por qué me dotó de sentimientos y decretó que no debía ponerlos en práctica? Como no puedo, ni deseo, suponer que mi Dios, nuestro Dios, es cruel... Debo limitarme a discutir con él de vez en cuando, hasta que la paz regrese a mi alma envuelta en pecado. Es el único camino. -Se encogió de hombros, mostrando su sencillez, su pasividad, en todo su esplendor.

No podía dejarse llevar por la emotividad, después de todo. Ni aunque la situación invitara a ello o ésta resultara de lo más normal. Sonrió ante la brusquedad de las palabras emitidas por el joven. El dolor salía perfectamente reflejado en ellas, a cada momento. Eso era algo que siempre había sabido percibir: el alma de las personas a partir de su discurso. Cuando Dios te quita un sentido, te capacita para poder utilizar mejor los otros, ¿no? Quería pensar que sí. - Mi convento es la catedral de la ciudad, Monsieur, Notre Dame... Y realmente lamento haberos importunado con mi torpeza. Como ya os dije, no suelo salir sola. Por más que intente memorizar las calles, para mi siempre es difícil. -Pudo apreciar un cambio más que evidente en el aire una vez salieron del cementerio. Incluso podía asegurar que hacía menos frío una vez se sumergieron en la ciudad, silenciosa en aquellos momentos. Aunque tal vez se tratase simplemente de una percepción subjetiva. El cementerio invitaba a recordar la muerte. Y la muerte, como tal, no es cálida. - Bueno... lo cierto es que provengo de Alemania. Al menos, allí es donde nací. Aunque no recuerdo mucho de aquel lugar. Vos también tenéis un acento de otro lugar. ¿De dónde procedéis? Si no es mucha molestia que os pregunte... -Giró la cabeza hacia donde intuía que se encontraba el hombre, para luego dibujar una sonrisa afable.

Fue en ese momento cuando escuchó el sonido de pasos a su espalda. Pasos que se dirigían de forma apresurada hasta ellos. Nerviosos, firmes. La idea de que acababa de cometer una posible falta por estar a tan altas horas de la noche en el cementerio regresó a su cabeza. ¿Qué harían con ella? Y más importante, ¿qué harían con él? Una monja ciega en el cementerio por la noche era extraño, pero no parecía un peligro, en realidad. Pero un hombre acompañándola fuera del mismo sí podía resultar confuso. Se detuvo y miró en la dirección en que había escuchado aquel sonido, para luego fruncir el ceño ante las voces que se alzaron. - ¡Eh! ¡Mira! Una monja de esas... Y un ¿monje?... ¿De dónde vendrán? -El muchacho se acercó a ellos, y la religiosa pudo percibir claramente el aroma a alcohol que desprendía. Y si su oído no le fallaba, habían otros tres con él. - ¡De ahogar niños, seguro! No te puedes esperar nada bueno de esta escoria... -La simple idea de que nadie hiciera algo tan atroz como eso la horrorizó, mucho más si lo hacía alguien de la Iglesia. Si bien era cierto que el colectivo en general sí había cometido bastantes crímenes, declarar abiertamente que todos sus integrantes eran criminales era, cuanto menos, injusto. Detestaba más que nadie aquellos sucesos, como para que la culpasen por ellos. - Vayámonos de aquí... -Murmuró a su acompañante, dándole la espalda a los desconocidos.
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Mensaje por Stephan Bibrowski Lun Jun 30, 2014 12:41 pm

Sus palabras, de nuevo, destilaron esa sabiduría tan extraña, preciada y parca en aquellos tibios días de un 1800 parisino y todavía convulso por la reciente Revolución. No quiso añadir nada más al comentario, quizá porque no tenía nada con qué rebatir la sincera puesta en alza de los sentimientos de la joven. En el fondo, y ahora que lo pensaba, él siempre había envidiado a los que tenían fe. La fe era para él tan volátil como las ideas. Era abstracta, vaga. Algo que no se podía tocar ni ver. Por eso no le gustaba, y por eso nunca la había tenido. Bueno, o puede que sí. Puede que aquel niño de leonado rostro y garras como las de las bestias hubiese sentido la necesidad, en algún punto de su encierro en el ático de una mansión que escondía más desgracias que virtudes, de creer en algo. Sencillamente en algo. Pero eso había pasado hacía una vida entera.

-Notre Dame. En tal caso no está muy lejos de aquí.

La observaba. A la luz de los farolines de las adoquinadas calles el Hombre León la observaba de reojo. Andaba con cuidado, tanteando cada paso que daba, como si… ¡Oh, pero qué era aquello! ¡Qué había descubierto! Él, que tanto empeño había puesto tan solo unos minutos antes en no dejarse ver entre las brumas, para así no dañar la vista de la joven monja descubría ahora que sus ojos ya estaban velados. Sintió primero sorpresa, luego cierto alivio, y, más tarde, cierta proximidad más verdadera con ella, porque Stephan Bibrowski había visto todas las miserias del mundo –y las había vivido, también- pero esa se le antojó la más horrible de todas; despojar a una muchacha tan hermosa de contemplar los bellos días. Pero, ¿qué estaba diciendo? ¿Acaso era un viejo sentimental? No. En cualquier caso, tanto mejor, porque no podría ver los bellos días pero tampoco los malos, y como en aquellos tiempos había más días malos que buenos supuso que su Dios le habría hecho, en tal caso, un favor.

Qué cínico podía llegar a ser a veces.

-Supongo que provengo de todas partes. No tengo ningún lugar al que llamar hogar –se encogió de hombros, volviendo a la realidad y contestando a la pregunta que le había formulado la joven monja. Era verdad, después de todo. ¿Había sido Varsovia su hogar? ¿lo había sido Rumanía? ¿Luxemburgo? ¿Lo era París? ¡Bah, bobadas! Él no tenía más hogar que el circo.

Los escuchó casi al mismo tiempo que ella. Hablaban a voces, en el francés barriobajero de los alrededores del Montmartre. Stephan se debatió unos momentos, pero al final optó por hacer caso a la sensatez de su compañera.
Sin embargo, los borrachos seguían con su letanía de insultos y provocaciones, mientras los seguían.

-¡Eh! ¿Qué es lo que andabais haciendo? ¿Saquear en las tumbas?
-Pero, ¡qué dices, Mannett! Los de la Iglesia no necesitan saquear a los muertos, ya lo hacen con los vivos.
-Ah, entonces será el monje viene de follársela. ¿Le ha gustado, fray?

Sus voces eran insoportablemente parecidas a las que escuchaba cada día tras las rejas de su carreta del circo. Insoportablemente parecidas. La joven monja no se volvió pero él sí lo hizo. Avanzó con zancadas gigantes, y, cuando estuvo a tan solo unos pocos metros de ellos, arrugó el morro leonado y se bajó la capucha de la capa, mostrando todo lo que era. ¿Querían la monstruo de la función? Pues ahí lo tenían, damas y caballeros.

Emitió un rugido amenazador, como el del leopardo del África que advierte a los que invaden su territorio. Sus colmillos blancos y afilados se dejaron ver por debajo del hocico animal. La mata de cabello largo y avainillado, como la melena del animal al que daba su nombre de feria, le caía hasta los hombros. No necesitó ni siquiera sacar las garras, porque los dos borrachos del Montmartre se echaron hacia atrás, atemorizados por la visión irreal y casi fabulesca.

-¿Qu-qué eres…? –se escuchó el murmullo de uno de ellos, un hilo de voz perdido en la nada de la noche.
-Soy lo que ves –contestó él, en tono amenazador, aunque en realidad ni él mismo sabría como responder a esa pregunta-Largaos de mi vista, puta escoria –infló el pecho y resopló delante de ellos, y el vaho caliente de sus fauces fue suficiente para que los dos le diesen la espalda y saliesen corriendo, dando traspiés y cayendo al suelo. Uno de ellos se dejó la botella que llevaba en la mano. Stephan frunció el ceño, recordando brevemente la noche en la que recibió una paliza en las calles de París. Era una noche parecida a aquella. Sonrió amargamente ante las ironías de quién quiera que fuese.

Avanzó hacia la joven de nuevo y no dijo nada. No sabía cuánto habría escuchado, o cómo se habría imaginado ella en su cabeza la escena que había tenido lugar segundos antes.
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Mensaje por Dianna Gomelsky Lun Jul 07, 2014 1:21 am

Una punzada de temor recorrió su espalda al escucharlos aproximarse aún más hacia ellos. Temor por el otro hombre que la acompañaba, por ese buen samaritano de corazón herido y brusco, por ese ser que, aun invitándola a pensar que se sentía molesto en su compañía, había decidido por sí mismo acompañarla al convento, aun sin saber que su torpeza se debía a la incapacidad para guiarse por la vista en un mundo que, a veces, podía resultar bastante hostil. Temor porque aunque sabía perfectamente su propia reacción ante toda aquella retahíla de insultos e improperios, desconocía la forma en que él reaccionaría ante ellos. No parecía un hombre demasiado paciente, ni tampoco demasiado dado a dejarse pisotear por otros. Y aunque ella se sentía calmada en aquellos instantes, pese a lo complejo de la situación, ¿cómo transmitirle a él su calma? ¿Qué palabras debía utilizar para convencerle de que aquellas palabras eran fruto de una sociedad enferma, de una sociedad rencorosa con sucesos del pasado, y que tendía a generalizar lo hecho por unos pocos, al resto de integrantes de un colectivo? Dianna no era buena con las palabras, nunca lo había sido, quizá por eso cerró la mano en torno al brazo ajeno, apretando suavemente, intentando transmitirle de alguna forma todo aquello que no era capaz de decir.

Pero no funcionó. De hecho, ocurrió todo lo contrario. El siguiente comentario emitido por aquellos desconocidos le hizo perder la paciencia. O eso intuyó ella, al sentir que se alejaba hacia ellos con paso firme y decidido. La joven entornó los ojos, tratando de percibir mejor los sonidos que se sucedían a su alrededor, y caminó a trompicones hacia donde sintió que se había marchado. El mundo, cuando no puedes ver lo que sucede, y todo es un profundo pozo del que no puedes salir, se torna mucho más caótico. No sabes hacia dónde ir o qué hacer. No sabes si el peligro está delante de ti, o a tu espalda... Pero te permite conocer mucho mejor a las personas. Y ella sabía que aquellos hombres, aun ebrios, no tenían intención de hacerles daño. Físicamente hablando, claro. Sus comentarios eran hirientes, sí, pero las palabras son sólo palabras. Los tiempos que corrían invitaban a la desconfianza, era cierto, pero Dianna siempre tendía a pensar que las personas eran mejores de lo que aparentan ser. Y normalmente acertaba, como le había pasado con... ¡Si ni siquiera sabía su nombre! ¿Tanto se había alejado de las costumbres socialmente aceptadas, que ni siquiera podía seguir un protocolo tan básico como era preguntar el nombre a tu acompañante? Probablemente. Tanto tiempo de encierro debía tener sus consecuencias.

Pero ahora, nuevamente, se topaba con el problema de cómo hacerle saber a aquel buen hombre que aquellos que no dejaban de molestarlos, en realidad sólo pretendían eso, molestarlos. Y una vez dicho, ¿le creería? Probablemente no. La gente tendía a pensar que la bondad era un defecto en situaciones como aquella, y que las personas que, como ella, pensaban que todos eran buenos en el fondo, tendían a meterse en problemas más de lo debido. Y tal vez fuera cierto, pero no en su caso. Ella conocía el interior de las personas, por el simple hecho de que era la única manera en que las podía conocer. Era un don, una cualidad. Y no solía equivocarse. No se había equivocado con él, ni con su mentor, ni con su padre. Con nadie. Hubiera maldad o bondad en el interior del resto de personas, ella solía intuirlo. Y siempre había más de lo segundo que de lo primero. Aquellas personas estaban ebrias, y probablemente pasaban por tantas penurias que sería imposible enumerarlas. Debían interpretar aquellas poco acertadas palabras como eso, como una consecuencia de la vida complicada que seguramente tendrían. Siguió avanzando lentamente, sumida en su eterna oscuridad, hasta que las voces se hicieron más claras... Y fue entonces cuando la confusión se adueñó de su semblante por completo. Se quedó quieta, a varios metros de aquellos individuos y de su acompañante, con el ceño fruncido, incapaz de comprender lo que había oído.

¿Aquello había sido un rugido? ¿Cómo era posible? ¿Un gran felino en París? Temió por su acompañante, por su propia vida y por la de aquellos desconocidos, para que luego, aquellas clarificadoras palabras, emitidas con aquel tono de auténtico terror, la hicieran percatarse de algo que se le había escapado hasta entonces. Les escuchó echar a correr, entre gritos de terror y de confusión. Y luego él se acercó. La religiosa se limitó a alzar la cabeza hacia donde creía que estaba la ajena. Ladeó el rostro, sintiendo que las brumas de su confusión iban desapareciendo poco a poco. Le notó detenerse frente a ella, sin decir nada. Una sonrisa sincera, profunda, se adueñó de su semblante, y alzando una mano, acarició la mejilla ajena, topándose con aquel suave pelaje que el otro tanto se afanaba en esconder. - Puedo veros. Ahora... os veo. -Fue lo único que dijo, sin perder la sonrisa. - Me he dado cuenta de que mi descortesía es mayor de lo que pensaba... Ni siquiera sé vuestro nombre. El mío es Dianna. Ya que habéis sido tan amable para querer acompañarme hasta el convento, creo que debía disculparme. -Se volteó con torpeza, comenzando a caminar hacia donde ella creía que era el camino correcto, aunque realmente estaba volviendo al cementerio, sin darse cuenta. No preguntó nada, ni hizo ningún comentario. Si él había decidido ocultarlo era por algún motivo que a ella no le incumbía. Pero ahora sabía que ella había tenido razón desde el principio, y su sonrisa la delataba. Su acompañante era mucho más especial de lo que pensaba. - Todos tenemos un hogar, aunque a veces es más difícil encontrarlo que otras... -Aventuró, buscando volver a su conversación de antes de que aquellos individuos les interrumpieran. Esperaba que aquel incidente no lo convenciera de que era mejor abandonarla a su suerte, porque ambos tenían más en común de lo que parecía. Ella no podía ver. Y él no quería dejarse ver.


Última edición por Dianna Gomelsky el Jue Sep 11, 2014 8:55 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Stephan Bibrowski Mar Jul 29, 2014 12:24 pm

”Puedo veros. Ahora os veo”. Esa certeza en sus palabras. La candidez con las que las había pronunciado, puso en alerta a Stephan. Por un segundo, creyó que era real. Que lo había visto y no había salido huyendo. Pero la joven solo habló de manera figurada, lo que no dejaba de inquietarle en cierta manera. ¿Qué había querido decir? La joven solo había esbozado una enigmática sonrisa que no consiguió arrancar otra del rostro leonino de Stephan.

Dianna. Era un nombre melódico y poderoso. Dianna, como la antigua diosa griega. De niño siempre le habían gustado las historias de los clásicos. Era lo único que su madre le leía cuando podía escapar de las viciosas manos de Stannislaw Bibrowski para visitar al espectro monstruoso que vivía en el ático de la mansión.
Si no recordaba mal, Dianna era la protectora de la caza y la virginidad. Supuso que quién quiera que la hubiese bautizado con ese nombre debía tener una pequeña percepción del futuro que le auspiciaba a la monja.

-A mi podéis llamarme Stephan –ronqueó. No estaba acostumbrado a la simple convención social de dar su nombre. Los que vivían con él en el circo ya lo sabían, y ellos eran, en verdad, el único contacto que el Hombre León se permitía tener con el resto de la humanidad. Eso, y los días de función, claro. Pero ahí no necesitaba ser nada más que el Hombre León, y punto.

-Ya, bueno. No hace falta que me agradezcáis nada ni os disculpéis por nada –manifestó, visiblemente incómodo por el tono de su voz. ¿Amable? Debía ser la primera persona en el mundo que le decía que había sido amable con ella, y no sabía cómo reaccionar al respecto. Se sentía avergonzado, por alguna extraña razón. No estaba a gusto con esos sentimientos, acostumbrado como había estado, desde que nació, a ser tratado con repulsión y asco, había aprendido a devolver las dentelladas que le daba la vida.
Definitivamente, estaba deseando llegar a Notre Dame y deshacerse de aquella chiquilla y sus entrañables palabras ya.

-Sí, bueno –fue su hosca contribución a la respuesta de ella acerca del hogar. El hogar, que él supiera, era una cosa tan estúpida e imprecisa como la idea del amor romántico o la libertad humana de la que tanto se ufanaban los revolucionarios. Y, sin embargo, sí que tenía algo parecido a lo que otros llamaban hogar, y ese era El Circo de lo Extraño, porque, como su propio nombre indicaba, habían abrigado lo insólito sin hacer preguntas.

Preguntas. Era lo que Stephan más odiaba. ”¿Qué eres? ¿Por qué eres así?”. ¿Y él qué cojones sabía? Era lo que era, y punto.

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Mensaje por Dianna Gomelsky Jue Sep 11, 2014 10:09 pm

Lo había visto, con toda claridad, dentro de su mente. Acariciar aquel pelaje suave y áspero al mismo tiempo, lejos de alarmarla o asustarla, hizo que su curiosidad despertara de forma aún más evidente. ¿Cómo podía ser cierto? ¿Acaso algo tan maravilloso como él podía existir en un mundo tan falto de milagros? Así era. Sabía lo que había oído, y lo que acababa de sentir. Y aquel milagro era tan real como el hecho de que ambos estaban allí, de pie, uno frente al otro. Ahora, la pregunta que rondaba su cabeza era el por qué alguien como él querría esconderse u ocultarse al mundo. Simplemente, no podía entenderlo. Si bien comprendía que tal vez la realidad en la que habitaban no estaban preparado para un secreto como el suyo, no tenía absolutamente nada de lo que esconderse. Era especial, diferente a todos cuantos habitaban en aquella ciudad, en aquel país... Probablemente en el mundo entero. Era algo de lo que sentirse orgulloso, agradecido, no avergonzado. Esa era la forma en que Dios se manifestaba: creando a personas increíbles en medio de tanta simplicidad.

Aunque probablemente, Stephan no lo vería así. Tampoco era sencillo para ella asumir que su ceguera era más un don que una maldición. Pero debía verlo así. No podía verlo de otra manera. - Stephan... Es un precioso nombre... ¿Tiene algún significado? Mi corta experiencia con el mundo convencional me limita demasiado. -Un leve rubor se extendió por sus mejillas, normalmente blanquecinas. Aquella forma de vida que llevaba sí que resultaba vergonzoso. Depender de otros para hacer cosas básicas, como pasear, leer un libro o volver de regreso a su hogar resultaba sumamente frustrante para alguien que, en su fuero interno, ansiaba enormemente alcanzar una libertad de la que jamás gozaría. Era un ave sin alas buscando una salida que era incapaz de encontrar. Para ella nunca habría luz al final del túnel, y de haberla, no sería capaz de verla.

- Bueno, tal vez no sea necesario que insista tanto en mis disculpas, ¿pero qué sería de una monja ciega sin modales? ¡Qué me quedaría! Además, por más que digáis que no es para tanto, pocas personas se hubieran detenido a ayudar a alguien como yo. Tenéis más de un motivo para ser admirado... -Y de nuevo, una sonrisa con un deje de ternura se dibujó en su semblante. Se sentía a gusto con aquel joven, y la incapacidad de éste para ver que era una especie de milagro andante fomentaba ese sentimiento. ¿Cuán enorme había sido el daño que la vida había causado en él para que se mostrase tan reacio a confiar en sus palabras? Y lo más importante, ¿lograría hacerle entrar en razón? El repiqueteo cercano de las campanas de la catedral le indicó que aquella probablemente no sería la noche adecuada. ¿Cuándo se había acercado tanto hasta su destino? Y sobre todo, ¿cuándo se había hecho tan tarde? Se detuvo un momento y giró la cabeza para mirar en su dirección, sin saber si realmente estaba allí. - ¿Sabéis? Espero de todo corazón que algún día encontréis ese lugar al que llamar hogar... Os lo merecéis. -Susurró sin perder aquella amplia sonrisa cargada de sinceridad. Por un momento, la tristeza que antes atormentaba su corazón se había visto desplazada por aquella sensación de estar maravillada. Había descubierto algo fantástico, cuando esperó pasar una noche más de lágrimas. Y lo agradecía.

Notre Dame parecía inmensa y desierta a aquellas horas. Pudo percibir aquel silencio sepulcral desde aquella distancia. Y le pareció mucho más frío que de costumbre.
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Mensaje por Stephan Bibrowski Dom Sep 28, 2014 10:00 am

La manera en la que acariciaba su pelaje, casi de la misma forma en la que acariciaba las palabras, estremecieron a Stephan Bibrowski. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie le profesaba palabras tan cálidas? A excepción de su familia del circo -y de su pobre madre- nunca había recibido más entendimiento que el del desprecio. Y, ¿cómo era posible que una ciega novicia de la que nada sabía (y ella mucho menos de él) pudiera ser capaz de amansar con suaves vocablos anodinos a la bestia? Con lo displicente que se había mostrado durante todo el tiempo, pero ella no había cejado en su melosidad.

Apartó el brazo cubierto por las mangas de una fina y andrajosa camisola cuando llegaron a su destino. La plaza de Notre Dame. Ya la había visitado en otras ocasiones, aprovechando la oscuridad y el viaje del circo a París. Sin embargo, nunca jamás había entrado, y nunca jamás lo haría.

Resopló cuando ella le preguntó por el significado de su nombre. Pero, aunque trató de que fuera un gruñido tan cretina como las demás, esta vez cierta ternura imprimió su agrio carácter aquella vez.
-No que yo sepa -se encogió de hombros- De todas formas, ¿qué más da? Un nombre es sólo un nombre, a fin de cuentas.
Que se lo dijeran a él, que lo habían llamado de todas las formas posibles, y nunca ninguna de ellas fue benévola.

-Gracias, supongo -carraspeó, un poco azorado, ante el afectuoso deseo de la muchacha e hizo un gesto que sabía que la monja no iba a apreciar que indicaba que podían dejar sus palabras donde estaban.

-Bueno, ya estamos aquí. Buenas noches -habló con rapidez, quizá demasiada. Y pensó que ella debía haberse dado cuenta de cuánto él estaba deseando acabar aquel encuentro casual y fortuito pero que, sin duda alguna, había abierto las puertas a algo mucho más allá. La dulce y piadosa Dianna, y la bestia monstruosa del circo. Já, vaya pareja. ¿Quién iba a dar un penique por ambos? Bueno, Dios tiene senderos muy extraños para entrelazar a todas sus criaturas.

Se marchó de allí. Una gigantesca figura atravesaba la plaza de Notre Dame con la cabeza gacha y cubierta. El villano, el espectáculo dantesco de un circo nómada. Atrás dejaba a la otra figura, más menuda y diminuta. La heroína romántica.

Sí, Dios tiene senderos muy extraños para entrelazar a todas sus criaturas.
TEMA TERMINADO
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