Broken Moonlight. [Stephan Bibrowski]

La noche lo acompañaba como siempre lo había hecho. La bestia se sentía más protegida entre sombras que ante la cruel luz del sol, cuando todas sus imperfecciones y deformidades se presenciaban tan palpables como una pústula afeando el bonito rostro de una bella cantante de ópera. Claro que Stephan Bibrowski no tenía nada bello. No era hermoso por fuera, pues tampoco lo sería por dentro. Y era así como el Hombre León se había convertido en un ser cascarrabias, oscuro, mustio; él mismo mató a su madre de pena, y a su padre de decepción.

El frío de París provocaba el vaho que salía de sus labios inhumanos, mas el sucio pelaje le cubría de las atrocidades del diciembre. ¡Estúpido, estúpido, estúpido pelo animal! Le recordaba cada día que estaba muy lejos, muy, muy lejos, de ser alguien corriente. Corriente, sí. Pero también mediocre, ¿o no crees eso, mi pobre león?

Torció por la avenida de Chamberlain para así cruzar el parque de La Gûte hasta encontrar el pequeño sendero que lo llevaría directamente a la zona de la Corte de los Milagros, un lugar donde la gente decente y medianamente cuerda no se atrevería a pisar jamás. Porque de todos era sabido que allí sólo convivían ladrones, rateros, gitanos y engendros. El único sitio donde el polaco podía decir que se sentía como en casa.

Unos gritos y un crujir de cristales lo distrajo de su tranquilo paseo hasta casa. Por alguna razón, aquello le molestó sobremanera, y pensó en ignorar el sonido para continuar recto. Mas, justamente cuando estaba a punto de desviarse tuvo que pararse al escuchar un alarido de voz femenina. Soltó un suspiro muy largo. ¿Por qué tendría él que ser el héroe si era claramente el villano de toda historia?

Se dejó guiar hasta llegar a donde procedían los gritos. La escena era, tristemente, el pan de cada día en una ciudad como París. Todas las noches, en cada callejuela, en cada esquina, en cada casa, alguien sufría por la crueldad de los demás. Ese alguien era una muchacha escuálida, de cabellos pulcramente blancos. Stephan nunca había visto unos cabellos así. Dos borrachos trataban de aprovecharse de ella.

Aprovechando su situación ventajosa desde lo lejos del callejón, emitió un rugido salvaje y feroz que no se diferenciaba en nada a aquellos emitidos por los reyes de África. Pero ninguno de los dos miserables había estado nunca en el País Negro, así que pensaron que se trataba de alguna criatura maligna de los avernos.
-¿Has escuchado eso, Lafou? ¡Es el Afang! ¡El Afang! -gritó uno. Ambos empezaron a mirar alrededor y vieron la figura cubierta de sombras de el Hombre León, tan alto como lo pudiera ser un gigante de Tuamotu.

No tuvo más que enseñar un milímetro de su rostro para que los dos rufianes percibiesen la inhumanidad de la criatura. Dirigieron una mirada cargada de pavor hacia la muchacha.
-Ha sido la bruja, Lafou. ¡Ella lo ha conjurado! ¡Salgamos de aquí!
Casi dando un traspié, Lafou y su compañero, aún con los mofletes rosados a causa de la bebida, partieron despavoridos por el miedo y se perdieron en la inmensidad de la noche francesa.

El polaco rodó los ojos ante tamaña imbecibilidad y cobardía. Se acercó unos pocos pasos más a la muchacha, pero todavía guardando una distancia considerable de cinco o seis pies. Desde su privilegiado lugar en las sombras, las fauces de Stephan se abrieron para dejar escapar una voz ronca:
-¿Eres idiota? ¿Qué cojones hacías en esta mierda de sitio de madrugada?

Tan encantador como siempre.