Lo que yace en el interior [Privado]

Una vez más la oscuridad comenzaba a extender sus dominios como si con un dulce abrazo pretendiera consolar todo cuanto el sol había calentado en su influjo. Una vez más, no le quedó más remedio que rendirse ante la dulce voz que le susurraba desde dentro, cediendo al fuego líquido que sentía en sus venas y que lo marcaba como un ser maldito en noches como aquella.

Aun no terminaba de acostumbrarse a ello. No importaba las veces que se transformara, el licántropo estaba roto por dentro, y no era una herida que podría sanarse de forma natural en alguien de su especie. Era una herida causada por su falta de recuerdos y su incapacidad de poder perdonarse a sí mismo y admitir de una vez por todas que no era humano pero que tampoco era una bestia.

Había intentado permanecer encerrado en situaciones como ésa, pero tan sólo había servido para retrasar lo inevitable y causar más víctimas de lo necesario. Pero aquella noche se le había hecho tarde por su turno como Guardia en el Teatro, de modo que apenas le dio tiempo a alcanzar una zona de la ciudad que a esas horas apenas habría un alma recorriendo sus calles.

Sus glaciales ojos grises se encararon al astro pálido que comenzaba su mandato en el horizonte, dos orbes inquisidores y exigentes. ¿Por qué? ¿Por qué tal pesar? ¿Por qué merecía aquél castigo? ¿Acaso el evanescente destino no le aguardaba nada más que soportar aquél infierno en la tierra, mes tras mes?

Un grito de pura rabia se gestó en su interior, pero acabó muriendo en un gorgoteo de dolor. Intentó respirar, pero el esfuerzo le causó un inmenso dolor. Nunca se acostumbraba a ello, a pesar de poseer un don innato para soportar tan incómodas molestias. Intentó ponerse en pie, y entonces una oleada ardiente le recorrió por completo, emitiendo un gorgoteo agónico que sonó más como un gruñido: ya había comenzado su transformación. El demonio que yacía en su interior estaba saliendo a la superficie, y no podría detener su avance.

Esta vez no iba a ser capaz de contenerse.

Nuevos azotes de dolor recorrieron sus articulaciones, perforándolas y notando como hervía cada poro de su piel. Sus músculos se aplanaron y se abultaban con ruidos secos al tiempo en que sus ropajes se desgarraban y quedaban hechos trizas. Sus manos se retorcían y sus huesos crujían mientras éstas desaparecían para dejar paso a unas afiladas garras. El resto de su cuerpo sufrió el mismo destino, adquiriendo una mayor masa muscular y cubriendo toda su piel de un denso pelaje negro mancillado por mechones glaucos. Un proceso doloroso que, pese a que él había sentido tan sólo el transcurrir de unos segundos, en realidad había tomado varios minutos: no resultaba fácil discernir el paso del tiempo ante tan tortuoso proceso. Lo mismo sucedía a la inversa, cuando el poder de la Luna se desvanecía del firmamento y estos seres extraviados recuperaban su cordura.

Una vez superado aquél dolor, y con la respiración entrecortada, pudo incorporarse. Lucía un aspecto vagamente humano pero sin duda alguna su figura seguía luciendo antropomórfica. Con agilidad y fuerza, pero sin la grácil facilidad de escalar, logró impulsarse hasta el techo de una vivienda de altura modesta, y miró con sus vacíos ojos al firmamento. Se irguió por completo sobre sus dos patas traseras y con los brazos extendidos profirió un audible aullido que resonó por toda la zona.