AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mi bálsamo (Amelie)
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Mi bálsamo (Amelie)
Recuerdo del primer mensaje :
Tenía que encontrarla.
Horas de desesperación, días, meses... ya hacía más de una década que me había replanteado encontrar todos los instrumentos de mi teatro, y ahora, doce años después, había reabierto el teatro. No podía esperar más, no podía dejar de mostrar al público parisino las maravillas que en cada momento de la historia creaba la música, la danza, la ópera, y cómo no, el teatro. Necesitaba enseñar los pequeños tesoros que sólo tenían cabida en mi teatro, y además, tampoco me vendría mal aumentar mi fondo económico. Había decidido reabrir el teatro, y así lo hice. Estaba buscando personal, ya casi estaba todo. Tenía compositores propios, compañías de teatro interesadas, tenía público deseoso de volver a frecuentar el teatro del casco antiguo de París, el Teatre Lumière, que tantos secretos y recuerdos ocultaba tras sus muros, tantas penas y alegrías vividas entre bambalinas, tras las rejas de la entrada, o quién sabe, en las butacas y en las zonas reservadas. Pero me faltaba algo... lo mismo que llevaba buscando exactamente doce años. Una docena de periodos de trescientos sesenta y cinco días que había arrojado por la borda en busca de aquel instrumento ausente. El único que me faltaba para completar el escenario y ofrecer un buen espectáculo; el mismo por el que habían pasado artistas de las mejores tallas y cuyas teclas había acariciado mi maestro, mi creador, mi dios Zouis. Recordé a mi maître, el día que me regaló aquel joven piano de cola con teclas de marfil y con dos candelabros que perpetuaban la luz durante las noches más oscuras que había pasado componiendo.
Necesitaba encontrar aquel instrumento antes de que él acabara con mi cordura. Y tenía que hacerlo ya.
El estrés durante los últimos días había hecho mella en mí. Estaba destrozado, apenas podía descansar, y no podía dejar de pensar en él. Me corroía por completo. Llevaba más de una semana sin alimentarme, sin saciar mi sed porque no la tenía, y sin matar a nadie. No había probado la carne ni la sangre de nadie, y mucho menos el calor de una mujer. Mi casa estaba impoluta, y cada vez había más correo esperando a ser respondido. Pero no me importaba. Recordé a Carolina, preguntando a todas horas por aquel piano, y esperando una respuesta convincente que le explicase por qué la música que ella creaba para mí sólo sería interpretada por violín, violonchelo y percusión. Ella no lo entendía. Pero yo no le debía explicaciones, al fin y al cabo sólo era una empleada más, quizás con más sensibilidad que el resto, y por supuesto una excelente música, pero ya está.
Lo único que podía sacarme de mi ensimismamiento, de la tortura que suponía la ausencia de aquel instrumento, era verla a ella. No vestía mi mejor traje, ni tampoco iba más limpio que nunca, y ni mucho menos tenía mi mejor cara. Pero quería verla, y como digo, tenía que encontrarla. Al menos mi hermosa pieza de luna podría apartar de mi mente unos instantes el único pensamiento que había anidado en mí durante los últimos días.
Hice que mi mayordomo buscara el lugar dónde vivía, que se enterase de dónde residía la bella duquesa que merecía todo mi cariño y respeto. Tan sólo le di el apellido, y pudo encontrar un enorme castillo que llevaba su sobrenombre. Decidí ir a visitarla, aunque ella no se lo esperaba. Sabía que sería descortés, poco formal, y sin duda, una encerrona. Desconocía si estaba casada y por tanto no sería bien recibido allí, pero no podía esperar más. Ni siquiera estaba en mis cabales, me estaba quedando completamente exhausto y vacío de cordura, no podía pensar en las consecuencias. Sólo pensaba que ella podría minar mi dolor. Así que aparecí allí, aquella noche veraniega, esperando a que ella me recibiera con los brazos abiertos. Sólo de pensar en su piel fría pero cálida bajo mi vista y en su abrazo suave y tímido se me ponían los pelos de punta.
El recinto estaba vallado, tal como pensaba. El coche de caballos que me llevaba paró justo en la puerta. Tras abrir la cortina y comprobar que era un castillo señorial propio de un miembro de la realeza, me despedí de mi mayordomo y del cochero. Cuando bajé, observé mi reflejo en la pueta de la vaya, de negro metálico. Estaba demacrado y mis ojeras eran cada vez más sonadas. Parecía un vivo agonizando, qué ironía.
Los dos vigilantes de la puerta se acercaron a mí. Les dije mi nombre y ambos se miraron, negando con la cabeza. Me advirtieron de que no estaba invitado y que no esperaban recibirme.
-Ella... ella sabrá quién soy. Dimitri Lumière. Seguro que sabe quién soy -repetí.
Me costaba hablar cada vez más. Los días que llevaba sin alimentarme se notaban demasiado, y a pesar de todo no tenía ganas de nada, tan sólo de verla a ella.
Tenía que encontrarla.
Horas de desesperación, días, meses... ya hacía más de una década que me había replanteado encontrar todos los instrumentos de mi teatro, y ahora, doce años después, había reabierto el teatro. No podía esperar más, no podía dejar de mostrar al público parisino las maravillas que en cada momento de la historia creaba la música, la danza, la ópera, y cómo no, el teatro. Necesitaba enseñar los pequeños tesoros que sólo tenían cabida en mi teatro, y además, tampoco me vendría mal aumentar mi fondo económico. Había decidido reabrir el teatro, y así lo hice. Estaba buscando personal, ya casi estaba todo. Tenía compositores propios, compañías de teatro interesadas, tenía público deseoso de volver a frecuentar el teatro del casco antiguo de París, el Teatre Lumière, que tantos secretos y recuerdos ocultaba tras sus muros, tantas penas y alegrías vividas entre bambalinas, tras las rejas de la entrada, o quién sabe, en las butacas y en las zonas reservadas. Pero me faltaba algo... lo mismo que llevaba buscando exactamente doce años. Una docena de periodos de trescientos sesenta y cinco días que había arrojado por la borda en busca de aquel instrumento ausente. El único que me faltaba para completar el escenario y ofrecer un buen espectáculo; el mismo por el que habían pasado artistas de las mejores tallas y cuyas teclas había acariciado mi maestro, mi creador, mi dios Zouis. Recordé a mi maître, el día que me regaló aquel joven piano de cola con teclas de marfil y con dos candelabros que perpetuaban la luz durante las noches más oscuras que había pasado componiendo.
Necesitaba encontrar aquel instrumento antes de que él acabara con mi cordura. Y tenía que hacerlo ya.
El estrés durante los últimos días había hecho mella en mí. Estaba destrozado, apenas podía descansar, y no podía dejar de pensar en él. Me corroía por completo. Llevaba más de una semana sin alimentarme, sin saciar mi sed porque no la tenía, y sin matar a nadie. No había probado la carne ni la sangre de nadie, y mucho menos el calor de una mujer. Mi casa estaba impoluta, y cada vez había más correo esperando a ser respondido. Pero no me importaba. Recordé a Carolina, preguntando a todas horas por aquel piano, y esperando una respuesta convincente que le explicase por qué la música que ella creaba para mí sólo sería interpretada por violín, violonchelo y percusión. Ella no lo entendía. Pero yo no le debía explicaciones, al fin y al cabo sólo era una empleada más, quizás con más sensibilidad que el resto, y por supuesto una excelente música, pero ya está.
Lo único que podía sacarme de mi ensimismamiento, de la tortura que suponía la ausencia de aquel instrumento, era verla a ella. No vestía mi mejor traje, ni tampoco iba más limpio que nunca, y ni mucho menos tenía mi mejor cara. Pero quería verla, y como digo, tenía que encontrarla. Al menos mi hermosa pieza de luna podría apartar de mi mente unos instantes el único pensamiento que había anidado en mí durante los últimos días.
Hice que mi mayordomo buscara el lugar dónde vivía, que se enterase de dónde residía la bella duquesa que merecía todo mi cariño y respeto. Tan sólo le di el apellido, y pudo encontrar un enorme castillo que llevaba su sobrenombre. Decidí ir a visitarla, aunque ella no se lo esperaba. Sabía que sería descortés, poco formal, y sin duda, una encerrona. Desconocía si estaba casada y por tanto no sería bien recibido allí, pero no podía esperar más. Ni siquiera estaba en mis cabales, me estaba quedando completamente exhausto y vacío de cordura, no podía pensar en las consecuencias. Sólo pensaba que ella podría minar mi dolor. Así que aparecí allí, aquella noche veraniega, esperando a que ella me recibiera con los brazos abiertos. Sólo de pensar en su piel fría pero cálida bajo mi vista y en su abrazo suave y tímido se me ponían los pelos de punta.
El recinto estaba vallado, tal como pensaba. El coche de caballos que me llevaba paró justo en la puerta. Tras abrir la cortina y comprobar que era un castillo señorial propio de un miembro de la realeza, me despedí de mi mayordomo y del cochero. Cuando bajé, observé mi reflejo en la pueta de la vaya, de negro metálico. Estaba demacrado y mis ojeras eran cada vez más sonadas. Parecía un vivo agonizando, qué ironía.
Los dos vigilantes de la puerta se acercaron a mí. Les dije mi nombre y ambos se miraron, negando con la cabeza. Me advirtieron de que no estaba invitado y que no esperaban recibirme.
-Ella... ella sabrá quién soy. Dimitri Lumière. Seguro que sabe quién soy -repetí.
Me costaba hablar cada vez más. Los días que llevaba sin alimentarme se notaban demasiado, y a pesar de todo no tenía ganas de nada, tan sólo de verla a ella.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 314
Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Mi bálsamo (Amelie)
La voz aterciopelada y suave de mi vampiresa y el hermoso tacto de supiel, que notaba a través de las caricias que sus dedos me profesaban,fue suficiente agredicimiento ante mi canción. El pequeño concierto quehabía estado dedicado únicamente a Amelie y a mí, a mis recuerdos y ami pasión más bella, había causado gran fervor en la dama que meacompañaba aquella noche. Me giré y la abracé con suavidad, aún sentadosobre la banqueta del hermoso piano.
Hizo una pequeña broma sobre sus dotes musicales, a lo que le correspondía con una sonrisa triunfante.
-Puedo ser tu maestro si así lo deseas -dije continuando con su pequeña broma- Sería una bonita relación.
Ella, por toda respuesta, me besó fugazmente. Adoraba todos aquellospequeños gestos y detalles de Amelie, que hablaban de su fuerte apreciohacia mí. Disfrutaba cada momento a su lado, y era algo inevitable.Incluso a veces me preguntaba qué podía faltarle a aquella dama, peronunca hallaba respuesta. Siempre llegaba a la constante conclusión deque era un ser perfecto. Una oportunidad magnífica en la vida decualquier ser inmortal, puesto que sólo nosotros, los vampiros,seríamos capaz de apreciarla.
Tomó un violín entre sus manos, y le dedicó las caricias que antes mehabía dedicado a mí. Veía sus dedos desliándose por la madera yresbalando por el barniz acuoso que había cubierto la madera de aquelpequeño instrumento. Fue entonces cuando me dí cuenta de que en elresto de la habitación había multitud de instrumentos. Hasta entoncessabía que estaban allí, a mi alrededor, pero no era realmenteconsciente. Tan sólo las teclas de marfil habían atrapado mipensamiento, enredándome en ellas como una vid trepadora que crece ensu orgullo y sube rodeándolas. Había sido fantástico poder volver atocar aquel instrumento, y si bien eso me había calmado, ahora sabíaque necesitaba más que nunca mi hermoso piano. Pero esa noche no. Yaera demasiado tarde, y probablemente dentro de poco el amanecer daríacomienzo a un nuevo día humano y daría fin a uno vampírico.
Así me lo hizo saber Amelie, que pese a expresar su tristeza ante este hecho, me recordó que debía marcharme.
-No te preocupes, querida. Estoy seguro de que volveremos a vernos, yespero que tú también lo estés. -me levanté de la banqueta y comencé aabrochar mi camisa. Mientras lo hacía, observaba la mirada pícara deaquella dama.- Antes o depués, el destino volverá a unir alguna denuestras noches, y sé que entonces podremos disfrutar más plácidamentey sin ningún tipo de temor -dije recordando mi paso por su castillo.Cuando terminé de abrochar los botones de mi camisa, tomé su barbillacon los dedos pulgar e índice de mi mano derecha y la levanté hacia mí,de forma que su mirada sólo pudiese dirigrse a mis ojos- Cuídate mucho,Amelie -dije pronunciando su nombre con especial cariño.- Y muchasgracias por la sangre y por el piano. Pero sobre todo, gracias porquedarte conmigo y darme cobijo una vez más en una noche de huida.Sabes que eres lo que me cura, un bálsamo que alivia mi dolor y aminoramis penas.
Acerqué mis labios a los suyos, y ambos nos fundimos en un pasional ycariñoso beso. Cuando me retiré, solté su mano con delicadeza y memarché en busca del resto de mi ropa, para dejar a aquella preciosavampiresa en el lugar que le pertenecía: su hogar.
Mientras salía por la puerta me preguné cuándo volvería a verla.
Hizo una pequeña broma sobre sus dotes musicales, a lo que le correspondía con una sonrisa triunfante.
-Puedo ser tu maestro si así lo deseas -dije continuando con su pequeña broma- Sería una bonita relación.
Ella, por toda respuesta, me besó fugazmente. Adoraba todos aquellospequeños gestos y detalles de Amelie, que hablaban de su fuerte apreciohacia mí. Disfrutaba cada momento a su lado, y era algo inevitable.Incluso a veces me preguntaba qué podía faltarle a aquella dama, peronunca hallaba respuesta. Siempre llegaba a la constante conclusión deque era un ser perfecto. Una oportunidad magnífica en la vida decualquier ser inmortal, puesto que sólo nosotros, los vampiros,seríamos capaz de apreciarla.
Tomó un violín entre sus manos, y le dedicó las caricias que antes mehabía dedicado a mí. Veía sus dedos desliándose por la madera yresbalando por el barniz acuoso que había cubierto la madera de aquelpequeño instrumento. Fue entonces cuando me dí cuenta de que en elresto de la habitación había multitud de instrumentos. Hasta entoncessabía que estaban allí, a mi alrededor, pero no era realmenteconsciente. Tan sólo las teclas de marfil habían atrapado mipensamiento, enredándome en ellas como una vid trepadora que crece ensu orgullo y sube rodeándolas. Había sido fantástico poder volver atocar aquel instrumento, y si bien eso me había calmado, ahora sabíaque necesitaba más que nunca mi hermoso piano. Pero esa noche no. Yaera demasiado tarde, y probablemente dentro de poco el amanecer daríacomienzo a un nuevo día humano y daría fin a uno vampírico.
Así me lo hizo saber Amelie, que pese a expresar su tristeza ante este hecho, me recordó que debía marcharme.
-No te preocupes, querida. Estoy seguro de que volveremos a vernos, yespero que tú también lo estés. -me levanté de la banqueta y comencé aabrochar mi camisa. Mientras lo hacía, observaba la mirada pícara deaquella dama.- Antes o depués, el destino volverá a unir alguna denuestras noches, y sé que entonces podremos disfrutar más plácidamentey sin ningún tipo de temor -dije recordando mi paso por su castillo.Cuando terminé de abrochar los botones de mi camisa, tomé su barbillacon los dedos pulgar e índice de mi mano derecha y la levanté hacia mí,de forma que su mirada sólo pudiese dirigrse a mis ojos- Cuídate mucho,Amelie -dije pronunciando su nombre con especial cariño.- Y muchasgracias por la sangre y por el piano. Pero sobre todo, gracias porquedarte conmigo y darme cobijo una vez más en una noche de huida.Sabes que eres lo que me cura, un bálsamo que alivia mi dolor y aminoramis penas.
Acerqué mis labios a los suyos, y ambos nos fundimos en un pasional ycariñoso beso. Cuando me retiré, solté su mano con delicadeza y memarché en busca del resto de mi ropa, para dejar a aquella preciosavampiresa en el lugar que le pertenecía: su hogar.
Mientras salía por la puerta me preguné cuándo volvería a verla.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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