AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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En el eco de mis muertes aún hay miedo | Privado
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En el eco de mis muertes aún hay miedo | Privado
Corre, corre, corre, corre, corre, corre. Se instaba Mathilde a través del espeso bosque. Sus pies desnudos se enterraban en el barro, las ramas le cortajeaban los brazos y le rasgaban la bata de seda verde. Un alto muro de piedras finalizó su recorrido, se quedó apoyada en él, con la espalda completamente empapada de transpiración. El cielo estaba gris opaco, las gotas comenzaron a chispear. La vio moviéndose ágilmente a través de la vegetación, y de pronto, la tuvo ante sus ojos. Rouge tenía la misma edad que el día que las separaron, jamás había logrado imaginarla de otra manera. Sus ojos la miraban con reproche. Su voz le preguntó por qué la había abandonado. Mathilde respondió, de manera entrecortada, que no había sido su decisión, pero la hizo callar. Se acercó lentamente, y las puntas se fueron clavando en la piel de la joven, que creía que podría traspasar aquella pared. Las separaban pocos centímetros y la menor de las hermanas, cayó desplomada a los pies de la otra, que apoyó la palma en su cabeza. Mathilde lloró y le suplicó piedad para su infelicidad. Cuando levantó la vista se encontró con aquel gesto dulce que le había pertenecido desde el primer minuto. Sus ojos se dirigieron hacia el brillo que irradiaba el puñal que había en su mano. Mathilde le sonrió, agradecida. Le apretó los dedos con afecto y luego, se abrazó a la muerte, cuando la hoja del arma le rasgo la garganta. Fue feliz, por primera vez en mucho tiempo.
Despertó con el rostro bañado en lágrimas. El gusto salado le había inundado la boca. Se sentía en paz y aún creía navegar en los océanos a los que Rouge la había llevado, una vez más. Cuando tomó consciencia del sitio donde estaba, su habitación oscura y pálida, la diminuta sonrisa que había aparecido en sus labios, desapareció, y le dio paso a su rictus amargo, ese que la acompañaba desde hacía años. Se levantó, y una oleada de frío la obligó a tomar, casi con desesperación, su bata de seda azul. Se envolvió y ató el cintillo, mientras la baja temperatura le calaba las yemas de los dedos y los nudillos se le entumecían. Estuvo tentada de llamar al servicio para que encendieran el fuego, pero el humo y las brasas le daba tos, por lo que prefería estar ausente o dormida cuando realizaban esa tarea. Caminó hacia la ventana, corrió la cortina, y a lo lejos, el Sol comenzaba a clarear un cielo escasamente despejado, en el que las nubes pugnaban por unirse y tapar al astro milenario.
Junto al canto de algunos pájaros, el sonido de las pisadas de sus dos doncellas le llegó desde el pasillo. No tocaron la puerta, creyéndola dormida, y ahogaron una exclamación al verla junto al umbral. Mathilde las saludó cordialmente y les pidió que le prepararan, de manera urgente, un baño caliente. Las dos muchachas estuvieron a punto de chocarse para llevar a cabo la tarea encomendada, pero eran sumamente eficientes, y no tardaron en tener lista la tina. La ayudaron a desvestirse y a sumergirse en el agua a punto de hervir, como le gustaba a su ama. En realidad, a la joven no le gustaba, pero le generaba cierto placer el daño de la alta temperatura en la piel, que la quemaba y le provocaba escozor. Una de las doncellas le lavó el pelo y la otra el cuerpo, refregando hasta dejarla enrojecida y laxa. Cuando volvieron a la habitación, alguien ya había encendido el fuego, y el cuarto estaba cálido. Al informar que iría al cementerio, la enfundaron en un vestido gris plomo, de tela gruesa y cuello alto, con bordados de un tono más claro en la zona del corsé y el centro de la falda. Tras desayunar, se cubrió con una mantilla celeste, subió al carruaje y partió con una rosa en la mano.
La desolación del lugar, acompañaba la de su alma. No había nadie, sólo podía verse a algún trabajador, que no tardaba en perderse dentro o detrás de un mausoleo. Mathilde caminó sola, sosteniendo su falda para que no tocara el suelo. Su madre no había querido ser enterrada en el panteón familiar, pero ostentaba una tumba con lápida alta y dos ángeles de piedra que la custodiaban, uno a cada costado. Se agachó para dejar la flor y quedó en esa posición, dejando que las lágrimas brotasen en un arranque de melancolía. Recordó a la mujer de gesto adusto que la sacó de una vida de horror y que le dio todo lo que podía dar, mucho o poco, no importaba, pero sus intenciones siempre habían sido las de hacer de su hija adoptiva, una mujer mejor. Anette no fue una mala madre, sólo que no podía cargar con su propia existencia, y había encontrado en Mathilde alguien con quien compartir sus pesados clavos, y la niña había aceptado gustosa, demasiado agradecida por todo lo que recibía. La extrañaba, con profunda tristeza y desazón. Estaba sola, su padre no la comprendía, y nadie lograría llenar el vacío de su pecho.
—¿Por qué no me llevaste, mamá? —preguntó en un susurro, y se cubrió el rostro con ambas manos.
Despertó con el rostro bañado en lágrimas. El gusto salado le había inundado la boca. Se sentía en paz y aún creía navegar en los océanos a los que Rouge la había llevado, una vez más. Cuando tomó consciencia del sitio donde estaba, su habitación oscura y pálida, la diminuta sonrisa que había aparecido en sus labios, desapareció, y le dio paso a su rictus amargo, ese que la acompañaba desde hacía años. Se levantó, y una oleada de frío la obligó a tomar, casi con desesperación, su bata de seda azul. Se envolvió y ató el cintillo, mientras la baja temperatura le calaba las yemas de los dedos y los nudillos se le entumecían. Estuvo tentada de llamar al servicio para que encendieran el fuego, pero el humo y las brasas le daba tos, por lo que prefería estar ausente o dormida cuando realizaban esa tarea. Caminó hacia la ventana, corrió la cortina, y a lo lejos, el Sol comenzaba a clarear un cielo escasamente despejado, en el que las nubes pugnaban por unirse y tapar al astro milenario.
Junto al canto de algunos pájaros, el sonido de las pisadas de sus dos doncellas le llegó desde el pasillo. No tocaron la puerta, creyéndola dormida, y ahogaron una exclamación al verla junto al umbral. Mathilde las saludó cordialmente y les pidió que le prepararan, de manera urgente, un baño caliente. Las dos muchachas estuvieron a punto de chocarse para llevar a cabo la tarea encomendada, pero eran sumamente eficientes, y no tardaron en tener lista la tina. La ayudaron a desvestirse y a sumergirse en el agua a punto de hervir, como le gustaba a su ama. En realidad, a la joven no le gustaba, pero le generaba cierto placer el daño de la alta temperatura en la piel, que la quemaba y le provocaba escozor. Una de las doncellas le lavó el pelo y la otra el cuerpo, refregando hasta dejarla enrojecida y laxa. Cuando volvieron a la habitación, alguien ya había encendido el fuego, y el cuarto estaba cálido. Al informar que iría al cementerio, la enfundaron en un vestido gris plomo, de tela gruesa y cuello alto, con bordados de un tono más claro en la zona del corsé y el centro de la falda. Tras desayunar, se cubrió con una mantilla celeste, subió al carruaje y partió con una rosa en la mano.
La desolación del lugar, acompañaba la de su alma. No había nadie, sólo podía verse a algún trabajador, que no tardaba en perderse dentro o detrás de un mausoleo. Mathilde caminó sola, sosteniendo su falda para que no tocara el suelo. Su madre no había querido ser enterrada en el panteón familiar, pero ostentaba una tumba con lápida alta y dos ángeles de piedra que la custodiaban, uno a cada costado. Se agachó para dejar la flor y quedó en esa posición, dejando que las lágrimas brotasen en un arranque de melancolía. Recordó a la mujer de gesto adusto que la sacó de una vida de horror y que le dio todo lo que podía dar, mucho o poco, no importaba, pero sus intenciones siempre habían sido las de hacer de su hija adoptiva, una mujer mejor. Anette no fue una mala madre, sólo que no podía cargar con su propia existencia, y había encontrado en Mathilde alguien con quien compartir sus pesados clavos, y la niña había aceptado gustosa, demasiado agradecida por todo lo que recibía. La extrañaba, con profunda tristeza y desazón. Estaba sola, su padre no la comprendía, y nadie lograría llenar el vacío de su pecho.
—¿Por qué no me llevaste, mamá? —preguntó en un susurro, y se cubrió el rostro con ambas manos.
Mathilde Höffer- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/05/2013
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Re: En el eco de mis muertes aún hay miedo | Privado
El mundo no es cruel, son las personas las que nacen con una mente tan jodida que esperan contaminar a los demás con sus desgracias. Así como el invierno es temporal, el dolor también puede desaparecer, pero hay quienes se empeñan en hacerlo refulgir desde las cenizas, alimentarlo y dejarlo crecer hasta el punto en que ya no hay más agonía, sólo odio y un irrevocable deseo de venganza, pero ¿Qué es la venganza exactamente? El hombre suele equivocar su camino creyendo que hiriendo al enemigo conseguirá la paz de su tormentosa existencia, otros tantos –como lo es Rouge- se van por el camino fácil, intoxicándose el cuerpo hasta el punto en que el alma no importa.
Con la punta de su lengua, toca el labio inferior. Aún sabe a sangre, un poco salada y bastante tóxica si se lo preguntan, pero era su sangre y así la prefería. Sus ojos destellan ante la gigantesca luz de la antorcha frente a ella. Es perseguida por un grupo de civiles que la atraparon robando dos sacos de harina, ¿Para qué demonios la quería? Fácil, necesitaba intercambiarla por más armas, por más alcohol, por más opio, por más de lo que fuese que le hiciera desaparecer de la jodida realidad a la cual se encuentra atada. Sonríe. La comisura de sus labios está enrojecida, pero lentamente vuelve a tomar su color natural. El golpe en el ojo, aquel que casi le deja ciega, se está cerrando con avanzada velocidad. Su cuerpo se mueve a través del bosque, pero no es sigilosa, sólo corre despavorida en ninguna dirección, moviendo hojas y ramas para que ellos sepan donde se encuentra. Baja la cabeza a escasos centímetros de que un machete le amenaza con desprenderla de sus hombros y se carcajea socarronamente. Dos hombres la acorralan, uno está dispuesto a lanzarle un golpe a la cara y quemarla, el otro aún no distingue si aquello que hacen es mejor o peor de lo que ella hizo. Sus pensamientos mutan rápidamente al darse cuenta de lo que ella ha hecho con su compañero, lo ataca cuerpo a cuerpo sólo para dejársele ir con brusquedad buscando un punto donde clavar esos filosos dientes. Cuando lo encuentra, la sangre baña la tierra y Rouge escupe la oreja del individuo quien se arrastra en el suelo gimiendo de agonía.
Aprovecha el estado de confusión del segundo y corre en dirección opuesta, en esta ocasión lo hace de la forma más grácil y silenciosa que puede. Sube hasta la copa de un árbol buscando entre las ramas la horda que le persigue. Unos están cerca, otros han decidido marcharse, pero a los pocos segundos todos se reúnen donde el hombrecillo se retuerce. La persecución se vuelve personal y la pelirroja decide bajar de su escondite y comenzar a jugar con ellos, más de cerca, más excitante, más mortífera.
Se mueve a través de los árboles, chocando con algunos y dejando que el rastro de ramas rotas los guíe hasta ella. Atraviesa el bosque sin darse cuenta y llega hasta la vereda que separa a la ciudad del cementerio. Hace rechinar las gigantescas puertas de metal, estridente, sonoro y sombrío. Los hombres corren tras la mujer, la señalan apenas logran salir del bosque, tienen planes para ella pues en el cementerio no se puede esconder, pue ahí quedará atrapada según sus intenciones. Rouge se muerde el labio expectante, espera que aquella adrenalina logre disipar la carencia de éxtasis en su sistema. No corre entre las lápidas, no esquiva los mausoleos. Los salta. Va por encima de ellos como si se tratase de un gato salvaje ¡Eso es lo que es! Y en cada piedra agigantada, se queda quieta para girar la cabeza y asegurarse de que aún estén detrás de ella. Los incita con la mano, los provoca con las carcajadas; sin prestar atención al resto de la gente o de lo que sea que estuviese ahí en ese momento, llega a un claro en el cementerio donde dos ángeles se imponen, va a saltar encima de sus cabezas pero antes de hacerlo, escucha la pregunta de una mujer… Su voz la desconcierta y alude a tiempos ajenos a ella. Pierde el equilibrio y resbala entre las piedras. Cae. Alguien grita ‘Por allá’ y las acorrala a ambas. Rouge la toma como prisionera y saca de entre sus viejas y repugnantes ropas una daga que no duda en colocar en el frágil cuerpo de la mujer. –Déjenme ir o la asesinaré- Su mirada se clavó en cada orbe ajeno, sólo para dejar en claro sus intenciones. No, no miente al decir que le quitará la vida, no es la primera y tampoco será la última…
Con la punta de su lengua, toca el labio inferior. Aún sabe a sangre, un poco salada y bastante tóxica si se lo preguntan, pero era su sangre y así la prefería. Sus ojos destellan ante la gigantesca luz de la antorcha frente a ella. Es perseguida por un grupo de civiles que la atraparon robando dos sacos de harina, ¿Para qué demonios la quería? Fácil, necesitaba intercambiarla por más armas, por más alcohol, por más opio, por más de lo que fuese que le hiciera desaparecer de la jodida realidad a la cual se encuentra atada. Sonríe. La comisura de sus labios está enrojecida, pero lentamente vuelve a tomar su color natural. El golpe en el ojo, aquel que casi le deja ciega, se está cerrando con avanzada velocidad. Su cuerpo se mueve a través del bosque, pero no es sigilosa, sólo corre despavorida en ninguna dirección, moviendo hojas y ramas para que ellos sepan donde se encuentra. Baja la cabeza a escasos centímetros de que un machete le amenaza con desprenderla de sus hombros y se carcajea socarronamente. Dos hombres la acorralan, uno está dispuesto a lanzarle un golpe a la cara y quemarla, el otro aún no distingue si aquello que hacen es mejor o peor de lo que ella hizo. Sus pensamientos mutan rápidamente al darse cuenta de lo que ella ha hecho con su compañero, lo ataca cuerpo a cuerpo sólo para dejársele ir con brusquedad buscando un punto donde clavar esos filosos dientes. Cuando lo encuentra, la sangre baña la tierra y Rouge escupe la oreja del individuo quien se arrastra en el suelo gimiendo de agonía.
Aprovecha el estado de confusión del segundo y corre en dirección opuesta, en esta ocasión lo hace de la forma más grácil y silenciosa que puede. Sube hasta la copa de un árbol buscando entre las ramas la horda que le persigue. Unos están cerca, otros han decidido marcharse, pero a los pocos segundos todos se reúnen donde el hombrecillo se retuerce. La persecución se vuelve personal y la pelirroja decide bajar de su escondite y comenzar a jugar con ellos, más de cerca, más excitante, más mortífera.
Se mueve a través de los árboles, chocando con algunos y dejando que el rastro de ramas rotas los guíe hasta ella. Atraviesa el bosque sin darse cuenta y llega hasta la vereda que separa a la ciudad del cementerio. Hace rechinar las gigantescas puertas de metal, estridente, sonoro y sombrío. Los hombres corren tras la mujer, la señalan apenas logran salir del bosque, tienen planes para ella pues en el cementerio no se puede esconder, pue ahí quedará atrapada según sus intenciones. Rouge se muerde el labio expectante, espera que aquella adrenalina logre disipar la carencia de éxtasis en su sistema. No corre entre las lápidas, no esquiva los mausoleos. Los salta. Va por encima de ellos como si se tratase de un gato salvaje ¡Eso es lo que es! Y en cada piedra agigantada, se queda quieta para girar la cabeza y asegurarse de que aún estén detrás de ella. Los incita con la mano, los provoca con las carcajadas; sin prestar atención al resto de la gente o de lo que sea que estuviese ahí en ese momento, llega a un claro en el cementerio donde dos ángeles se imponen, va a saltar encima de sus cabezas pero antes de hacerlo, escucha la pregunta de una mujer… Su voz la desconcierta y alude a tiempos ajenos a ella. Pierde el equilibrio y resbala entre las piedras. Cae. Alguien grita ‘Por allá’ y las acorrala a ambas. Rouge la toma como prisionera y saca de entre sus viejas y repugnantes ropas una daga que no duda en colocar en el frágil cuerpo de la mujer. –Déjenme ir o la asesinaré- Su mirada se clavó en cada orbe ajeno, sólo para dejar en claro sus intenciones. No, no miente al decir que le quitará la vida, no es la primera y tampoco será la última…
Rouge Höffer- Cambiante Clase Baja
- Mensajes : 21
Fecha de inscripción : 14/06/2013
Re: En el eco de mis muertes aún hay miedo | Privado
El cuerpo le temblaba con los sollozos que no se esmeraba en reprimir, mientras los tristes recuerdos emanaban de la tumba. Los hedores de la muerte le llegaban a las fosas nasales, y una vez más, odió su naturaleza monstruosa. Podría haber detallado la descomposición de cada órgano y de cada centímetro de piel de su madre. Ni la profundidad en la que estaba sumergido el ataúd, ni lo definitivo del deceso, coronarían jamás el olvido. Olvido que se acumulaba en tortuosas memorias, que se mezclaban con un pasado lejano, tan lejano que habría creído formaba parte de lo ya no recordado. Un olor distinto, un olor familiar, un olor amado significó una bocanada de pureza, y sacudió la cabeza para disiparlo, no era posible. La distracción la regresó al mundo real, el cual seguía siendo tan doloroso como su cápsula emocional. Voces, ruidos, gritos, una caída, y se levantó rápidamente cuando divisó una silueta. Luego varias más, muchas más. Insultos, de las bocas de aquellos extraños emanaban palabras soeces y rastros de saliva. Nuevamente el olfato odiado le jugaba una mala pasada, y sentía el espantoso mal aliento de los desconocidos. Los hechos se concatenaban uno a uno con tanta rapidez que las sienes le latían hasta convertir el dolor en insoportable. No supo en qué momento, pero una joven pelirroja la tenía atrapada y una daga estaba peligrosamente cerca de su garganta. Ahogó un grito, demasiado aterrada para poder defenderse o suplicar.
La mujer era fuerte, sus músculos se notaban firmes, y sus convicciones aún más. La envidió. Su padre hubiera querido que ella también tuviera una salud tan privilegiada como aquella delincuente. A su lado se sentía pequeña, muy pequeña, frágil como una copa de cristal que se ha roto y tiene sus trozos unidos de manera que un soplido volvería a hacerlos añicos. La multitud se había detenido y murmuraba, mientras le lanzaban miradas amenazantes a la potencial asesina, y otras tantas de lamento a la posible víctima. Quizá no les habría importado si fuera una muchacha común y corriente, pero a leguas se notaba que Mathilde era una dama respetable, sus ropas, su aroma, su cabello, hasta su rostro demacrado eran las señales de lo obvio. Seguramente, nadie querría quedar involucrado con el linchamiento público de una señorita de la alta sociedad, pero tampoco querían irse con las manos vacías. Habían ido por la pelirroja, y todo indicaba que no se irían sin ella.
Uno de los hombres exclamó un insulto y salivó. El escupitajo fue a parar a la lápida de Anette. Mathilde hizo un movimiento brusco para liberarse, pero los brazos que la aprisionaban se ajustaron más, y la daga le provocó un pequeño corte a la altura de la garganta. El gentío gritó ante la impresión. Mathilde comenzó a contraer los músculos para que el sangrado no cesase, sabía que si de pronto dejaba de hacerlo, descubrirían que era un ser sobrenatural, y no les importaría asesinar a ambas. Sentía la transpiración fría correrle por la nuca. Había deseado morir en muchas ocasiones, hasta hacía pocos minutos había sido una de ellas, pero jamás imaginó que sería sacrificada como un cordero ante la tumba de su querida madre. El olor familiar no se había ido, aunque no lograba distinguir de quién era o a quién le recordaba. Esa pequeña distracción fue el puntapié inicial para todo lo que ocurrió después, con demasiada rapidez.
—¡No sangra más! —se sorprendió uno, y todos prestaron atención a su cuello sano. —¡Es cómplice de la bandida! —arengó a la multitud que estaba comenzando a agitarse. —¡Matémoslas! —ordenó.
La horda se lanzó sobre ellas. En un acto de inconsciencia, Mathilde se desembarazó de la pelirroja, la empujó hacia atrás. Las encías comenzaron a dolerle, lo mismo que las uñas, a medida que colmillos y garras empezaban a crecer. En un instante fugaz, una de sus tres facetas, se hizo presente. Todos se quedaron quietos ante la visión del leopardo albino, que lanzó un rugido y un zarpazo a un desprevenido. El animal se paseó en círculo. Algunas mujeres salieron corriendo, pero fueron más los que se decidieron a enfrentar a la bestia, aunque no con el mismo coraje que habían tenido para atacar a dos simples mujeres. El que había vociferado inicialmente, fue el primero, y el felino tomó su pierna y la dejó separada a la mitad. Hacía muchísimo tiempo que no probaba el gusto de la sangre humana, habían sido pocas las ocasiones, y el animal se relamió. El pelaje blanco de su hocico se tornó de un color rosado, mientras arrancaba la piel hasta dejar expuesto, mientras el hombre gritaba de dolor. Los movimientos iniciales había sido suaves, temerosos, pero el instinto se había desatado, y ante la mirada atónita de todos, colocó una pata en el pecho de su presa y hundió sus dientes en el estómago, arrancándole las vísceras de un solo tirón. Muchos huyeron, aterrados, pero hubo un valiente que aprovechó el festín que estaba dándose la hembra de leopardo, y clavó en su pata trasera izquierda un hacha. El felino soltó su alimento, lanzó un rugido, y Mathilde volvió a la realidad. Estaba empapada en sangre, la ropa hecha jirones y no entendía qué había sucedido. Gritó como una loca, por la herida y por la impresión, y no se dio cuenta de que los pocos que se habían quedado, se abalanzaban sobre ella.
La mujer era fuerte, sus músculos se notaban firmes, y sus convicciones aún más. La envidió. Su padre hubiera querido que ella también tuviera una salud tan privilegiada como aquella delincuente. A su lado se sentía pequeña, muy pequeña, frágil como una copa de cristal que se ha roto y tiene sus trozos unidos de manera que un soplido volvería a hacerlos añicos. La multitud se había detenido y murmuraba, mientras le lanzaban miradas amenazantes a la potencial asesina, y otras tantas de lamento a la posible víctima. Quizá no les habría importado si fuera una muchacha común y corriente, pero a leguas se notaba que Mathilde era una dama respetable, sus ropas, su aroma, su cabello, hasta su rostro demacrado eran las señales de lo obvio. Seguramente, nadie querría quedar involucrado con el linchamiento público de una señorita de la alta sociedad, pero tampoco querían irse con las manos vacías. Habían ido por la pelirroja, y todo indicaba que no se irían sin ella.
Uno de los hombres exclamó un insulto y salivó. El escupitajo fue a parar a la lápida de Anette. Mathilde hizo un movimiento brusco para liberarse, pero los brazos que la aprisionaban se ajustaron más, y la daga le provocó un pequeño corte a la altura de la garganta. El gentío gritó ante la impresión. Mathilde comenzó a contraer los músculos para que el sangrado no cesase, sabía que si de pronto dejaba de hacerlo, descubrirían que era un ser sobrenatural, y no les importaría asesinar a ambas. Sentía la transpiración fría correrle por la nuca. Había deseado morir en muchas ocasiones, hasta hacía pocos minutos había sido una de ellas, pero jamás imaginó que sería sacrificada como un cordero ante la tumba de su querida madre. El olor familiar no se había ido, aunque no lograba distinguir de quién era o a quién le recordaba. Esa pequeña distracción fue el puntapié inicial para todo lo que ocurrió después, con demasiada rapidez.
—¡No sangra más! —se sorprendió uno, y todos prestaron atención a su cuello sano. —¡Es cómplice de la bandida! —arengó a la multitud que estaba comenzando a agitarse. —¡Matémoslas! —ordenó.
La horda se lanzó sobre ellas. En un acto de inconsciencia, Mathilde se desembarazó de la pelirroja, la empujó hacia atrás. Las encías comenzaron a dolerle, lo mismo que las uñas, a medida que colmillos y garras empezaban a crecer. En un instante fugaz, una de sus tres facetas, se hizo presente. Todos se quedaron quietos ante la visión del leopardo albino, que lanzó un rugido y un zarpazo a un desprevenido. El animal se paseó en círculo. Algunas mujeres salieron corriendo, pero fueron más los que se decidieron a enfrentar a la bestia, aunque no con el mismo coraje que habían tenido para atacar a dos simples mujeres. El que había vociferado inicialmente, fue el primero, y el felino tomó su pierna y la dejó separada a la mitad. Hacía muchísimo tiempo que no probaba el gusto de la sangre humana, habían sido pocas las ocasiones, y el animal se relamió. El pelaje blanco de su hocico se tornó de un color rosado, mientras arrancaba la piel hasta dejar expuesto, mientras el hombre gritaba de dolor. Los movimientos iniciales había sido suaves, temerosos, pero el instinto se había desatado, y ante la mirada atónita de todos, colocó una pata en el pecho de su presa y hundió sus dientes en el estómago, arrancándole las vísceras de un solo tirón. Muchos huyeron, aterrados, pero hubo un valiente que aprovechó el festín que estaba dándose la hembra de leopardo, y clavó en su pata trasera izquierda un hacha. El felino soltó su alimento, lanzó un rugido, y Mathilde volvió a la realidad. Estaba empapada en sangre, la ropa hecha jirones y no entendía qué había sucedido. Gritó como una loca, por la herida y por la impresión, y no se dio cuenta de que los pocos que se habían quedado, se abalanzaban sobre ella.
Mathilde Höffer- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/05/2013
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Re: En el eco de mis muertes aún hay miedo | Privado
Los días siempre fluyen en la vida de los desdichados, algunas veces corren rápidamente, otras más parecen volverse toda una eternidad. En esta ocasión, para Rouge el tiempo parece enloquecer, los segundos se alargan demasiado, pero los minutos se esfuman sin sentido alguno. Es una vaga sensación que ya conoce, que ha padecido desde que tiene memoria. Frunce el ceño y ruge por debajo al sentir la mirada inquisidora de los hombres que iban a por ella. El escupitajo le parece gracioso y a no ser porque ha caído en la lápida, se lo habría tragado si alguno la hubiese bautizado a ella. La fémina forcejea y el filo de la daga se clava en su fina y delicada piel. El líquido escarlata fluye por el destello en la hoja del cuchillo y se desliza como miel espesa sobre el arco de su cuello. El olor a sangre es exquisito, cierra los ojos y se embriaga, gruñe. Sus párpados se abren de golpe al escuchar la acusación estridente de la multitud. ¿No sangra? Frunce el ceño, empuja a la ‘dama’ delante de ella y la observa. Si su mirada fuese de fuego, aquella mujer habría muerto en una hoguera cuando los orbes de la pelirroja se posaron sobre su cuerpo. Rouge señala con su mano el sitio exacto donde debería estar la herida, la toca y su dermis luce perfecta. Sonríe de medio lado. ¿En qué momento sus instintos se quedaron dormidos? ¡Es un cambiante!
Aprovechándose de la conmoción, arroja a la pobre criatura hasta las manos de turba iracunda. –¡Vade retro Satanás! Criatura inmunda. Repugnante adefesio- Comienza a balbucear. El tono con que pronuncia las palabras es despectivo, con odio pero al mismo tiempo con la pasión pueril con la que se profesa la fe. -¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja!- Para que su acto sea más real, Rouge decide arrinconarse bajo los ángeles de piedra; se persigna y cita: -“El Señor es mi pastor, nada me falta.”- Cualquier ente comprendería que aquella plegaría es la viva señal de un alma desamparada. Los hombres alternan miradas de la frágil e inmunda mendiga a la señora de la nobleza. Han visto con sus propios ojos el cambio de la segunda mujer, pero aún no logran concretar el paso siguiente. Pero en ese instante, como si el circo no fuese suficiente, la estúpida dama pierde el control. Rouge no sabe si soltar la carcajada por su patética actuación, rodar los ojos, suspirar y largarse o sencillamente disfrutar del espectáculo. Decide quedarse a curiosear, pero lo que observan sus ojos, lejos de enorgullecerla, la decepciona por completo. ¡La muy idiota se transformó! ¡En plena luz del día! ¡Con miradas inquisitivas tras ellas! ¡Maldición! ¡Jodida y cabrona suerte!
La sangre salpica su rostro y es cuando ha decidido que es suficiente. Aquella chiquilla babosa ha reprimido tanto su lado salvaje que, en cada despertar, la bestia está hambrienta. A Rouge no le interesa si esa mujer pierde el control, si asesina como un maldito demente a esos hombres. No, ella no está ahí para satisfacer su morbo sádico, a decir verdad, se aburre tras el desmembramiento del primer hombre. Bufa y se escabulle entre las piedras mientras los hombres observan el horror de la muerte. Estuvo a punto de desaparecer a no ser porque la jodida hembra profirió un alarido agónico. La pelirroja vira su rostro y la mira tirada en el suelo, con la pierna lastimada y sin consciencia alguna sobre lo que ha sucedido. Arquea una ceja en lo alto emprendiendo su camino. No la va a defender si fue ella quien se arrojó la soga al cuello, además ¿Qué era esa mujer de ella? ¡Nada! El resto de los hombres, temerosos del monstruo, pero mucho más de lo que les haría si la dejaban con vida, se abalanzaron sobre ella arrojando piedras y cuchillazos. Rouge se disputó si debía actuar, al final no soportó la idea de que la torturasen. Fue por ello que interviene al final de cuentas.
No hace falta que se transforme, ella es demasiado fuerte para ellos, además de ágil y una guerrera implacable. Los derriba uno por uno con golpes secos al abdomen para sofocar y después a la cara para noquear. Al último le lanza el hacha que se encajó en la pierna de Mathilde y este queda atrapado entre el filo del arma sobre su hombro y el muro de un mausoleo. Rouge lo fulmina con la mirada dejando en claro que le asesinara si intenta algo estúpido. –Levántate y cubre tu miseria, niña. ¡AHORA!- Le grita sin esperar siquiera que ella responda. Va por el hacha, la saca con un único movimiento asica al hombre, le sonríe. Sabe que irá tras de ellas. Regresa hasta donde la otra y esta aún se encuentra en el suelo, Rouge se fastidia y la toma del hombro con brutalidad. La ha lastimado, pero le importa una mierda. –Anda, levántate carajo. Vendrán más, las engreídas mujeres que corrieron tras tu pendeja revelación, han ido por ayuda y puedo oler a la inquisición metida en esto.- Le resta importancia a los balbuceos que ella pudiese dedicarle o si en verdad le duele la pierna o no. Lo que quiere es salir de ahí antes de que las encuentren, no es que le deba algo a esa imbécil, pero criaturas como ellas han ido en decadencia y todo se lo debe a ellos, dejarla en manos de la inquisición sería una reverenda estupidez, quizá mayor a la que Mathilde cometió al mutar frente a los humanos.
Aprovechándose de la conmoción, arroja a la pobre criatura hasta las manos de turba iracunda. –¡Vade retro Satanás! Criatura inmunda. Repugnante adefesio- Comienza a balbucear. El tono con que pronuncia las palabras es despectivo, con odio pero al mismo tiempo con la pasión pueril con la que se profesa la fe. -¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja!- Para que su acto sea más real, Rouge decide arrinconarse bajo los ángeles de piedra; se persigna y cita: -“El Señor es mi pastor, nada me falta.”- Cualquier ente comprendería que aquella plegaría es la viva señal de un alma desamparada. Los hombres alternan miradas de la frágil e inmunda mendiga a la señora de la nobleza. Han visto con sus propios ojos el cambio de la segunda mujer, pero aún no logran concretar el paso siguiente. Pero en ese instante, como si el circo no fuese suficiente, la estúpida dama pierde el control. Rouge no sabe si soltar la carcajada por su patética actuación, rodar los ojos, suspirar y largarse o sencillamente disfrutar del espectáculo. Decide quedarse a curiosear, pero lo que observan sus ojos, lejos de enorgullecerla, la decepciona por completo. ¡La muy idiota se transformó! ¡En plena luz del día! ¡Con miradas inquisitivas tras ellas! ¡Maldición! ¡Jodida y cabrona suerte!
La sangre salpica su rostro y es cuando ha decidido que es suficiente. Aquella chiquilla babosa ha reprimido tanto su lado salvaje que, en cada despertar, la bestia está hambrienta. A Rouge no le interesa si esa mujer pierde el control, si asesina como un maldito demente a esos hombres. No, ella no está ahí para satisfacer su morbo sádico, a decir verdad, se aburre tras el desmembramiento del primer hombre. Bufa y se escabulle entre las piedras mientras los hombres observan el horror de la muerte. Estuvo a punto de desaparecer a no ser porque la jodida hembra profirió un alarido agónico. La pelirroja vira su rostro y la mira tirada en el suelo, con la pierna lastimada y sin consciencia alguna sobre lo que ha sucedido. Arquea una ceja en lo alto emprendiendo su camino. No la va a defender si fue ella quien se arrojó la soga al cuello, además ¿Qué era esa mujer de ella? ¡Nada! El resto de los hombres, temerosos del monstruo, pero mucho más de lo que les haría si la dejaban con vida, se abalanzaron sobre ella arrojando piedras y cuchillazos. Rouge se disputó si debía actuar, al final no soportó la idea de que la torturasen. Fue por ello que interviene al final de cuentas.
No hace falta que se transforme, ella es demasiado fuerte para ellos, además de ágil y una guerrera implacable. Los derriba uno por uno con golpes secos al abdomen para sofocar y después a la cara para noquear. Al último le lanza el hacha que se encajó en la pierna de Mathilde y este queda atrapado entre el filo del arma sobre su hombro y el muro de un mausoleo. Rouge lo fulmina con la mirada dejando en claro que le asesinara si intenta algo estúpido. –Levántate y cubre tu miseria, niña. ¡AHORA!- Le grita sin esperar siquiera que ella responda. Va por el hacha, la saca con un único movimiento asica al hombre, le sonríe. Sabe que irá tras de ellas. Regresa hasta donde la otra y esta aún se encuentra en el suelo, Rouge se fastidia y la toma del hombro con brutalidad. La ha lastimado, pero le importa una mierda. –Anda, levántate carajo. Vendrán más, las engreídas mujeres que corrieron tras tu pendeja revelación, han ido por ayuda y puedo oler a la inquisición metida en esto.- Le resta importancia a los balbuceos que ella pudiese dedicarle o si en verdad le duele la pierna o no. Lo que quiere es salir de ahí antes de que las encuentren, no es que le deba algo a esa imbécil, pero criaturas como ellas han ido en decadencia y todo se lo debe a ellos, dejarla en manos de la inquisición sería una reverenda estupidez, quizá mayor a la que Mathilde cometió al mutar frente a los humanos.
Rouge Höffer- Cambiante Clase Baja
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