AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Obscurité | Adelaide of York
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Obscurité | Adelaide of York
Despertó con la cabeza embotada, y la terrible sensación de que se olvidaba de algo. Abrió los ojos lentamente, topándose de lleno con la más absoluta oscuridad. Como si hubiese despertado de un sueño para meterse en otro diferente. Miró hacia el lado derecho de la cama con el rostro ligeramente contraído en una mueca que denotaba cierto dolor. Más no tenía una herida abierta que le causara aquel sentimiento. Al menos, no de las visibles. Aquel lado era el que siempre estaba vacío. Intacto. Frío. El lado sin usar. El que le recordaba la soledad que llevaba implícita en su naturaleza inmortal... Quitó un par de arrugas de la superficie de la colcha, roja como la sangre, y se volteó para observar el techo, como si la verdad acerca del universo se hallase en aquella lisa y uniforme superficie. Sonrió con cierta melancolía, recordando. La noche anterior -día, en su caso-, había acordado quedar en algún lugar del centro de París con un empresario bastante reconocido, dedicado a la venta y exportación de perfumes, que estaba interesado en contratar sus servicios. Eso era lo que había olvidado, la cita... Evidentemente, no le importaba demasiado y por eso se le había pasado la hora. El hombre en cuestión era un tipo podrido de dinero, con tantos crímenes a su espalda como hijos no reconocidos. Y el dinero, francamente, no le importaba en absoluto. Tenía el suficiente para vivir de forma desahogada durante los siguientes seiscientos años. Y tendría hasta entonces para acumular de nuevo la cantidad necesaria para vivir los siguientes seiscientos. Aquella siempre había sido su forma de proceder. Cuando no puedes morir, el tiempo libre resulta una molestia, y el dinero acaba perdiendo su significado. Aunque había gente que no lo entendía de la misma forma.
Se incorporó lentamente, sumido en sus pensamientos y teniendo aún las brumas del sueño recorriéndole la cabeza. Prendió la vela con cuidado y acto seguido inspeccionó la habitación de forma pausada, recorriendo cada rincón con la mirada. Los años lo habían vuelto desconfiado, y hacía un par de noches que tenía la extraña sensación de que algo malo iba a sucederle. Se vistió con unos pantalones sencillos y una camisa de color negro, para luego resguardarse bajo una larga gabardina también de color negro. Bajó a la cocina rápidamente, donde le esperaba una jarra de dos litros de sangre de alce. Su dieta, desde que llegara a París, había empeorado notablemente, ya que se había negado en redondo a alimentarse de humanos nada más establecerse en la ciudad. No le gustaba levantar sospechas, ni consideraba que necesitaba volver a beber su sangre de momento. Se la bebió de una sentada y salió al exterior con rostro sereno y complacido. La noche lucía oscura pero hermosa. La Luna, llena, plena, se alzaba en mitad del firmamento, gobernando la noche como siempre hacía.
Paseó por las calles repletas del bullicio propio de esas horas. Aún no eran ni las diez de la noche, y la ciudad entera bullía de vida y de gente. De haber sido un vampiro joven, lo estaría pasando realmente mal. Pero no era el caso. Ante aquella visión de la gente paseando tranquilamente, aparecía un pensamiento sorpresivo, por la tristeza que le transmitía. Ninguna de aquellas personas se saludaba entre ellas. Todos eran seres humanos, seres vivos, idénticos. Y se limitaban a ignorarse mutuamente, como si la interacción entre ellos no fuese importante. Eran incapaces de preocuparse por algo ajeno a sus propias vidas. Hacían oídos sordos a las miserias de los demás, como si por no mirar lo evidente, fuera a desaparecer. Entremezclados entre los grupos de personas que charlaban animosamente, habían varios niños pequeños de aspecto triste y hambriento, que alzaban las manos esperando por la bondad de alguien que tal vez nunca llegaría. Las víctimas del sistema, los peor parados de la ciudad, y del mundo. Un par de chiquillos se acercaron a él un tanto temerosos, por su aspecto extraño y su gesto contrariado. Solía causar aquella reacción con bastante frecuencia. Era un hombre alto, de casi dos metros de altura, musculoso y de aspecto salvaje. ¿Acaso era de extrañar la expresión de temor que dibujaban aquellos que se acercaban a él? Dibujó una gentil sonrisa, y se agachó hasta situarse a la altura de los niños, a los que tendió una bolsa llena de monedas de oro. Sus miradas se iluminaron al mismo tiempo, y todos entonaron un "gracias" al que no supo responder. Sonrió nuevamente mientras se alejaban, y continuó su paseo sin prestar atención a nada más. Una figura alta, destacando entre la multitud. Una noche fría de festejos. Felicidad y miserias compartiendo el mismo espacio, sin llegar a tocarse nunca. Él, sin embargo, se movía en el mundo neutro de las tinieblas donde, aunque nada es lo que parece, es fácil identificar la mentira.
Se incorporó lentamente, sumido en sus pensamientos y teniendo aún las brumas del sueño recorriéndole la cabeza. Prendió la vela con cuidado y acto seguido inspeccionó la habitación de forma pausada, recorriendo cada rincón con la mirada. Los años lo habían vuelto desconfiado, y hacía un par de noches que tenía la extraña sensación de que algo malo iba a sucederle. Se vistió con unos pantalones sencillos y una camisa de color negro, para luego resguardarse bajo una larga gabardina también de color negro. Bajó a la cocina rápidamente, donde le esperaba una jarra de dos litros de sangre de alce. Su dieta, desde que llegara a París, había empeorado notablemente, ya que se había negado en redondo a alimentarse de humanos nada más establecerse en la ciudad. No le gustaba levantar sospechas, ni consideraba que necesitaba volver a beber su sangre de momento. Se la bebió de una sentada y salió al exterior con rostro sereno y complacido. La noche lucía oscura pero hermosa. La Luna, llena, plena, se alzaba en mitad del firmamento, gobernando la noche como siempre hacía.
Paseó por las calles repletas del bullicio propio de esas horas. Aún no eran ni las diez de la noche, y la ciudad entera bullía de vida y de gente. De haber sido un vampiro joven, lo estaría pasando realmente mal. Pero no era el caso. Ante aquella visión de la gente paseando tranquilamente, aparecía un pensamiento sorpresivo, por la tristeza que le transmitía. Ninguna de aquellas personas se saludaba entre ellas. Todos eran seres humanos, seres vivos, idénticos. Y se limitaban a ignorarse mutuamente, como si la interacción entre ellos no fuese importante. Eran incapaces de preocuparse por algo ajeno a sus propias vidas. Hacían oídos sordos a las miserias de los demás, como si por no mirar lo evidente, fuera a desaparecer. Entremezclados entre los grupos de personas que charlaban animosamente, habían varios niños pequeños de aspecto triste y hambriento, que alzaban las manos esperando por la bondad de alguien que tal vez nunca llegaría. Las víctimas del sistema, los peor parados de la ciudad, y del mundo. Un par de chiquillos se acercaron a él un tanto temerosos, por su aspecto extraño y su gesto contrariado. Solía causar aquella reacción con bastante frecuencia. Era un hombre alto, de casi dos metros de altura, musculoso y de aspecto salvaje. ¿Acaso era de extrañar la expresión de temor que dibujaban aquellos que se acercaban a él? Dibujó una gentil sonrisa, y se agachó hasta situarse a la altura de los niños, a los que tendió una bolsa llena de monedas de oro. Sus miradas se iluminaron al mismo tiempo, y todos entonaron un "gracias" al que no supo responder. Sonrió nuevamente mientras se alejaban, y continuó su paseo sin prestar atención a nada más. Una figura alta, destacando entre la multitud. Una noche fría de festejos. Felicidad y miserias compartiendo el mismo espacio, sin llegar a tocarse nunca. Él, sin embargo, se movía en el mundo neutro de las tinieblas donde, aunque nada es lo que parece, es fácil identificar la mentira.
Última edición por Rasmus A. Lillmåns el Sáb Nov 23, 2013 10:48 am, editado 1 vez
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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Re: Obscurité | Adelaide of York
La noche avanzaba rauda con el bullicio de la calle debajo de mi ventana mientras yo estaba encerrada en la fortaleza como si fuera una esas princesas de cuentos de hadas mirando el mundo pasar desde un balcón. Mis vacaciones en París habían sido sumamente aburridas ya que mi abuela y su devoción por Dios y la iglesia convertían todo lo que Camille y yo queríamos hacer (ella era mi guía por los caminos de la diversión en París) terminaran siendo obras inapropiadas y del demonio a los ojos de la santa iglesia católica y el santísimo Papa que gracias a Dios no regía en Inglaterra. Por ahora solo me quedaba suspirar y mirar por la ventana tratando de respetar el legado de mi abuela pensando que Robert estaba también en algún lugar de París y allí me esperaba mi destino.
Toda mi ansiedad se agolpaba con cada hora que pasaba, estaba molesta, asustada y sorprendida por la calidez y delicadeza de Robert; estaba aburrida y ansiosa… todo junto revoloteaba por mi cabeza haciendo que mi corsé se apretara en torno a mi pecho y el sonrojo subiera a mis mejillas y se apoderara de ellas mientras me giraba dispuesta a ir a la biblioteca por algún libro que lograra calmarme.
Camino a la biblioteca (en el primer piso y el ala contraria del pequeño palacio donde me hospedaba) tomé la decisión de que hoy no era noche para quedarme en casa, si lo hacía iba a saltar por ese balcón presa de la desesperación abrumadora de todo lo que sucedía. Fui corriendo a mi habitación por un vestido de salir y un chal (el clima no era tan frío) luego de cambiarme con dificultad el vestido recorrí los salones, con precaución pues si mi abuela me veía iba a tener que enfrentar un interrogatorio, buscando a Camille (la dama de compañía de mi abuela y mía por el momento); pasé por uno de los salones principales donde el reloj cucu marcaba las 9, me recompuse, aumenté el ritmo de mis pasos y sonreí: mi abuela debería estar dormida ahora.
Con una sonrisa en los labios y elchal sobre los hombros, andando con prisa entre pasillos encontré a Camille en uno de los salones con un bordado en las manos. Ella alzó la mirada y me miró con asombro “¿Qué planeas?” me dijo antes de que pudiera abrir los labios para decir cosa alguna, yo me reí tan suave que apenas una brizna de viento dejó mis labios –Esta noche, tu y yo por las calles de París, tengo que conocerla, la verdadera ciudad, incluso en York hay más diversión que acá- le dije y sin esperar a que ella respondiera le quité el bordado de las manos y le puse sobre los hombros el chal que descansaba en el brazal de uno de los divanes de la estancia. El rostro de Camile era un rompecabezas mezcla de asombro y confusión pero no dijo nada para negarse. Por una de las puertas del jardín nos escabullimos fuera de la casa y pronto estuvimos en una de las calles principales de la vida nocturna de París.
Este era un distrito que jamás había visitado de noche, Camille en cambio se movía con un poco más de comodidad por las calles atiborradas de gente común con la cual poco había tratado en París. A un lado y al otro se veían las señales de miseria, prostitutas, niños en la calle… en minutos estaba arrepentida de haberme escapado a esta hora por unas calles que no mostraban mucho que me pudiera interesar. Me giré a decirle a Camille que volviéramos a la rue Saint Germaine pero ella ya no estaba, mi cara de espanto no pudo ser más obvia. Giré a un lado y al otro tratando de parecer menos perdida pero aún no veía a Camille entre la multitud de personas que se movían por la calle, me quedé petrificada… Empecé a caminar de vuelta o por donde creía era el camino de vuelta cuando me detuve en una equina, el corazón me daba tumbos y me empezaba a doler la cabeza ¡Tenía que salir de ese lugar ahora!
Un par de personas se detuvieron a verme… simplemente no sabía que hacer…
Toda mi ansiedad se agolpaba con cada hora que pasaba, estaba molesta, asustada y sorprendida por la calidez y delicadeza de Robert; estaba aburrida y ansiosa… todo junto revoloteaba por mi cabeza haciendo que mi corsé se apretara en torno a mi pecho y el sonrojo subiera a mis mejillas y se apoderara de ellas mientras me giraba dispuesta a ir a la biblioteca por algún libro que lograra calmarme.
Camino a la biblioteca (en el primer piso y el ala contraria del pequeño palacio donde me hospedaba) tomé la decisión de que hoy no era noche para quedarme en casa, si lo hacía iba a saltar por ese balcón presa de la desesperación abrumadora de todo lo que sucedía. Fui corriendo a mi habitación por un vestido de salir y un chal (el clima no era tan frío) luego de cambiarme con dificultad el vestido recorrí los salones, con precaución pues si mi abuela me veía iba a tener que enfrentar un interrogatorio, buscando a Camille (la dama de compañía de mi abuela y mía por el momento); pasé por uno de los salones principales donde el reloj cucu marcaba las 9, me recompuse, aumenté el ritmo de mis pasos y sonreí: mi abuela debería estar dormida ahora.
Con una sonrisa en los labios y elchal sobre los hombros, andando con prisa entre pasillos encontré a Camille en uno de los salones con un bordado en las manos. Ella alzó la mirada y me miró con asombro “¿Qué planeas?” me dijo antes de que pudiera abrir los labios para decir cosa alguna, yo me reí tan suave que apenas una brizna de viento dejó mis labios –Esta noche, tu y yo por las calles de París, tengo que conocerla, la verdadera ciudad, incluso en York hay más diversión que acá- le dije y sin esperar a que ella respondiera le quité el bordado de las manos y le puse sobre los hombros el chal que descansaba en el brazal de uno de los divanes de la estancia. El rostro de Camile era un rompecabezas mezcla de asombro y confusión pero no dijo nada para negarse. Por una de las puertas del jardín nos escabullimos fuera de la casa y pronto estuvimos en una de las calles principales de la vida nocturna de París.
Este era un distrito que jamás había visitado de noche, Camille en cambio se movía con un poco más de comodidad por las calles atiborradas de gente común con la cual poco había tratado en París. A un lado y al otro se veían las señales de miseria, prostitutas, niños en la calle… en minutos estaba arrepentida de haberme escapado a esta hora por unas calles que no mostraban mucho que me pudiera interesar. Me giré a decirle a Camille que volviéramos a la rue Saint Germaine pero ella ya no estaba, mi cara de espanto no pudo ser más obvia. Giré a un lado y al otro tratando de parecer menos perdida pero aún no veía a Camille entre la multitud de personas que se movían por la calle, me quedé petrificada… Empecé a caminar de vuelta o por donde creía era el camino de vuelta cuando me detuve en una equina, el corazón me daba tumbos y me empezaba a doler la cabeza ¡Tenía que salir de ese lugar ahora!
Un par de personas se detuvieron a verme… simplemente no sabía que hacer…
Adelaide of York- Humano Clase Alta
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Re: Obscurité | Adelaide of York
Continuó con su improvisado paseo a través de las desigualdades humanas con la mente nublada por pensamientos de toda clase, y la vista perdida entre el gentío que se desplazaba a velocidad bastante elevada a su alrededor. El paisaje no podría resultar más desalentador para una criatura milenaria como él, que se había dedicado a tratar de proteger a la humanidad de sí misma durante la mayor parte de su no-vida. Aquel pensamiento le hizo suspirar de forma pesarosa. Le resultaba terrible darse cuenta de que todo cuanto había hecho, no había servido para nada. No quería rendirse a la evidencia, pero ésta era tan grande y firme que no podía seguir negándoselo a sí mismo. Era un sinsentido, absurdo, una pérdida de tiempo pretender creerse lo contrario. Se sintió derrotado de repente, apático. Quizá el resto de inmortales tenían razón al creer que ya no tenían remedio. Que se habían perdido para siempre y no había ninguna posibilidad de salvarlos.
Aquel pensamiento hizo que su mandíbula se tensara y sus manos se cerraran en dos puños de forma brusca. Nunca se había dejado vencer por aquellos pensamientos, negativos y terribles, que cada cierto tiempo se apoderaban del timón de mando de su mente, y sin embargo, había sido llegar a París y todo aquel esfuerzo se había ido al traste en cuestión de días. Lo verdaderamente irónico era que hubiese sucedido en una de las ciudades más hermosas de Europa. ¿Cómo podía haber tantísima miseria siendo una de las capitales más ricas que existían en aquel momento? Cada vez tenia más claro que el reparto de riquezas estaba construido por un loco que ningún sentido de la justicia poseía. Ni de justicia ni de humanidad. Para que luego consideraran que las bestias eran las criaturas que, como él, caminaban en la noche. Era un asesino porque había participado en muchas guerras -santas, y no tanto- en las que protegió siempre los intereses de una humanidad a la que siempre había amado. ¿Quién era el verdadero monstruo?
Compró flores en un puesto y dio las gracias a la vendedora con una sonrisa arrebatadora. Margaritas y rosas blancas, un presente para su recién adquirida dama de llaves, que le había prometido discreción máxima acerca de su naturaleza, y absoluta lealtad a su persona. Apreciaba aquellos gestos de sobremanera, por considerarlos regalos preciados en un mundo cada día más dividido por culpa de las diferencias sociales, inventadas por unos pocos, para marginar a otros muchos... Aunque quizá aquella apreciación exacerbada de las cosas pequeñas fuese realmente una forma sutil de negar una realidad cada vez más evidente. El mundo cambiaba, sí, y para peor. En sus años de neófito (y de humano), las personas se respetaban las unas a las otras, porque la unidad, el grupo, les hacía fuertes. Los protegía frente a ataques enemigos y, éstos, a su vez, atacaban siempre desde la más íntima unión, entendiendo que sólo así tenían posibilidad de ganar. Las personas, simplemente, no podían ir por libre. Ahora que se suponía que la sociedad había avanzado, se había retrocedido en ese aspecto tan importante. Por elevar la autonomía, al individuo como ente independiente, se había olvidado que es, simplemente, imposible, que pueda sobrevivir él sólo, sin el apoyo de su grupo de iguales, de una sociedad que vaya detrás de de sus pasos, velando por él.
Cada vez los grupos se iban disociando más y más, conformando grupos cada vez más pequeños, contradiciendo toda lógica. En un mundo en continuo crecimiento, las uniones deberían crecer, fortalecerse, no romperse... y menos, entre los humanos. Eran frágiles, inmaduros, jóvenes, emocionales, terrenales... esclavos en muchos casos de sus propios sentimientos. Sus acciones, en la mayoría de ocasiones, carecían de sentido lógico. ¿Qué les motivaba, pues, a actuar contra lo evidente y alejarse cada vez más entre ellos, cuando más unidos deberían mantenerse? La respuesta era tan sencilla, que hasta le molestaba: el dinero, motor del mundo civilizado, establecía diferencias donde no las había. En tanto en cuanto todos sentían y padecían, eran iguales. Y eso nunca cambiaría.
Sintió el olor de otro inmortal en cuanto giró la esquina de la siguiente calle. Sólo que no era uno, sino tres, dos de ellos lucían agazapados, amenazantes, dispuestos a saltar en cualquier momento sobre una presa que aún no lograba ver desde su posición. El tercero y más viejo de los neófitos, parecía esconderse en la esquina, seguramente, expectante por si la presa trataba de escapar. Rasmus avanzó, decidido, y su simple presencia hizo que las tres figuras vestidas de negro se girasen en su dirección. Su semblante contraído le hizo sospechar que llevaban días sin comer. También era una mala época para los inmortales.
- Marchaos. -Ordenó, simplemente, y los tres vampiros gruñeron al unísono, reticentes a obedecer, pero haciéndolo finalmente. Salieron corriendo entre el gentío, perdiéndose en la noche. Se adentró en el callejón para toparse frente a frente con la muchacha que se había salvado de ser comida para inmortales. Ejecutó una impecable reverencia y sonrió con amabilidad. - Mademoiselle, ya estáis a salvo. -Le tendió la mano, pálida, fría, con un gesto confiable, invitándola a que le acompañara.
Aquel pensamiento hizo que su mandíbula se tensara y sus manos se cerraran en dos puños de forma brusca. Nunca se había dejado vencer por aquellos pensamientos, negativos y terribles, que cada cierto tiempo se apoderaban del timón de mando de su mente, y sin embargo, había sido llegar a París y todo aquel esfuerzo se había ido al traste en cuestión de días. Lo verdaderamente irónico era que hubiese sucedido en una de las ciudades más hermosas de Europa. ¿Cómo podía haber tantísima miseria siendo una de las capitales más ricas que existían en aquel momento? Cada vez tenia más claro que el reparto de riquezas estaba construido por un loco que ningún sentido de la justicia poseía. Ni de justicia ni de humanidad. Para que luego consideraran que las bestias eran las criaturas que, como él, caminaban en la noche. Era un asesino porque había participado en muchas guerras -santas, y no tanto- en las que protegió siempre los intereses de una humanidad a la que siempre había amado. ¿Quién era el verdadero monstruo?
Compró flores en un puesto y dio las gracias a la vendedora con una sonrisa arrebatadora. Margaritas y rosas blancas, un presente para su recién adquirida dama de llaves, que le había prometido discreción máxima acerca de su naturaleza, y absoluta lealtad a su persona. Apreciaba aquellos gestos de sobremanera, por considerarlos regalos preciados en un mundo cada día más dividido por culpa de las diferencias sociales, inventadas por unos pocos, para marginar a otros muchos... Aunque quizá aquella apreciación exacerbada de las cosas pequeñas fuese realmente una forma sutil de negar una realidad cada vez más evidente. El mundo cambiaba, sí, y para peor. En sus años de neófito (y de humano), las personas se respetaban las unas a las otras, porque la unidad, el grupo, les hacía fuertes. Los protegía frente a ataques enemigos y, éstos, a su vez, atacaban siempre desde la más íntima unión, entendiendo que sólo así tenían posibilidad de ganar. Las personas, simplemente, no podían ir por libre. Ahora que se suponía que la sociedad había avanzado, se había retrocedido en ese aspecto tan importante. Por elevar la autonomía, al individuo como ente independiente, se había olvidado que es, simplemente, imposible, que pueda sobrevivir él sólo, sin el apoyo de su grupo de iguales, de una sociedad que vaya detrás de de sus pasos, velando por él.
Cada vez los grupos se iban disociando más y más, conformando grupos cada vez más pequeños, contradiciendo toda lógica. En un mundo en continuo crecimiento, las uniones deberían crecer, fortalecerse, no romperse... y menos, entre los humanos. Eran frágiles, inmaduros, jóvenes, emocionales, terrenales... esclavos en muchos casos de sus propios sentimientos. Sus acciones, en la mayoría de ocasiones, carecían de sentido lógico. ¿Qué les motivaba, pues, a actuar contra lo evidente y alejarse cada vez más entre ellos, cuando más unidos deberían mantenerse? La respuesta era tan sencilla, que hasta le molestaba: el dinero, motor del mundo civilizado, establecía diferencias donde no las había. En tanto en cuanto todos sentían y padecían, eran iguales. Y eso nunca cambiaría.
Sintió el olor de otro inmortal en cuanto giró la esquina de la siguiente calle. Sólo que no era uno, sino tres, dos de ellos lucían agazapados, amenazantes, dispuestos a saltar en cualquier momento sobre una presa que aún no lograba ver desde su posición. El tercero y más viejo de los neófitos, parecía esconderse en la esquina, seguramente, expectante por si la presa trataba de escapar. Rasmus avanzó, decidido, y su simple presencia hizo que las tres figuras vestidas de negro se girasen en su dirección. Su semblante contraído le hizo sospechar que llevaban días sin comer. También era una mala época para los inmortales.
- Marchaos. -Ordenó, simplemente, y los tres vampiros gruñeron al unísono, reticentes a obedecer, pero haciéndolo finalmente. Salieron corriendo entre el gentío, perdiéndose en la noche. Se adentró en el callejón para toparse frente a frente con la muchacha que se había salvado de ser comida para inmortales. Ejecutó una impecable reverencia y sonrió con amabilidad. - Mademoiselle, ya estáis a salvo. -Le tendió la mano, pálida, fría, con un gesto confiable, invitándola a que le acompañara.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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Re: Obscurité | Adelaide of York
La sensación de ansiedad, miedo y desesperación subía por mi pecho como la sangre por mis mejillas. Me encontraba en una de las calles de París, eso era todo lo que sabía pues me había perdido entre la gente, la muchedumbre y la emoción sin siquiera pensar realmente en lo que me metía. El corazón golpeaba en mis cienes amenazando con hacer estallar mi cabeza, las manos enguantadas apretujaban el vestido debajo de la capa y mi aliento dejaba una blanca humareda de vaho que se agitaba con mi respiración. Estar parada en una esquina con cara de perdida en medio de tales rostros no era lo más recomendado, sentía como las personas a mi alrededor me miraban y eso solo aumentaba mis nervios.
El frío poco a poco se cernía sobre la calle cada vez más sola, mis dedos apretujaban con más fuerza el vestido mientras mis nervios se ponían de punta como cuando alguien te mira sin que lo notes. Giré a un lado, luego al otro y fui incapaz de ver nada; menos por la altura de varios hombres a mí alrededor los cuales me sobrepasaban limitando la distancia a la que podía ver. Tenía miedo de hablarle a cualquiera aun hablando el idioma, alguno de esos podría ser un pillo o intentar aprovecharse de mí.
Mis ojos se pasearon de derecha a izquierda y de nuevo a la derecha buscando a Camille sin éxito alguno… Una voz me sacó de mi preocupación haciéndome saltar de la sorpresa. Me giré en un movimiento veloz que por poco me bota al suelo y me encontré con un hombre extremadamente alto, apuesto y con cara de pocos amigos que me hablaba en un tono tan amable que por un instante me confundió -¿A salvo?- miré a todos lados -¿A salvo decís monsieur? Estoy perdida- dijo pues parecía ser la única persona interesada en mi bienestar, además sus modales y vocabulario por algún motivo me hicieron confiar en él.
Llevé mi mano a la suya presa de la desesperación y avancé un paso, eso hacía la diferencia entre sentirme protegida y a merced de cualquier cantidad de bandidos que podían poblar estas calles buscando hacerle daño a la gente. La nobleza o las personas ricas no eran especialmente bien vistas en la Francia actual. Mis palabras revolotearon solas a mis labios -¿Puede ayudarme? Le pagaré muy bien, lo juro…- mi mano apretaba con todas las fuerzas la suya dejando salir un poco más mi desesperación.
El frío poco a poco se cernía sobre la calle cada vez más sola, mis dedos apretujaban con más fuerza el vestido mientras mis nervios se ponían de punta como cuando alguien te mira sin que lo notes. Giré a un lado, luego al otro y fui incapaz de ver nada; menos por la altura de varios hombres a mí alrededor los cuales me sobrepasaban limitando la distancia a la que podía ver. Tenía miedo de hablarle a cualquiera aun hablando el idioma, alguno de esos podría ser un pillo o intentar aprovecharse de mí.
Mis ojos se pasearon de derecha a izquierda y de nuevo a la derecha buscando a Camille sin éxito alguno… Una voz me sacó de mi preocupación haciéndome saltar de la sorpresa. Me giré en un movimiento veloz que por poco me bota al suelo y me encontré con un hombre extremadamente alto, apuesto y con cara de pocos amigos que me hablaba en un tono tan amable que por un instante me confundió -¿A salvo?- miré a todos lados -¿A salvo decís monsieur? Estoy perdida- dijo pues parecía ser la única persona interesada en mi bienestar, además sus modales y vocabulario por algún motivo me hicieron confiar en él.
Llevé mi mano a la suya presa de la desesperación y avancé un paso, eso hacía la diferencia entre sentirme protegida y a merced de cualquier cantidad de bandidos que podían poblar estas calles buscando hacerle daño a la gente. La nobleza o las personas ricas no eran especialmente bien vistas en la Francia actual. Mis palabras revolotearon solas a mis labios -¿Puede ayudarme? Le pagaré muy bien, lo juro…- mi mano apretaba con todas las fuerzas la suya dejando salir un poco más mi desesperación.
Adelaide of York- Humano Clase Alta
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Re: Obscurité | Adelaide of York
Cada día era lo mismo. A cada paso se topaba con una nueva problemática que requería su atención. No es que le molestara intervenir en los problemas ajenos, nada más lejos de la realidad, sino que simplemente le desencantaba de sobremanera el hecho de que las peleas cada día fueran más frecuentes. ¿Tanto había cambiado el mundo? Y para mal... Ahora que no se veía azotado por conflictos bélicos terribles como en los que él mismo había participado, la humanidad parecía empeñada en destruir aquella paz que los combatientes de esas guerras habían luchado por conseguir. Que egoístas llegaban a ser... Aun con todo aquel cariño que su oscuro corazón sentía por aquellos seres, no era capaz de perdonarles algo como aquello. Le disgustaba aquel afán de autodestrucción que parecían portar desde siempre.
Y luego estaban los inmortales. Seres a los que consideraba más maduros que a los humanos, en los últimos tiempos se habían ido revolucionando considerablemente. Atentaban contra la humanidad sin mostrar ni un ápice de la piedad que la madurez debería haberles otorgado. Desconocían el significado de la palabra perdón, y eso se traducía en una errática forma de actuar, más propia de animales salvajes que de seres "superiores". La actitud de los vampiros a los que había espantado hacía apenas unos minutos, le confirmaban aquel hecho. No necesitaba leer sus pensamientos para adivinar qué había en sus cabezas. La pobre joven hubiera acabado sus días de una forma bastante inhumana.
Parecía aturdida, desvalida, como si se le hubiera perdido algo importante... O como si ella misma fuese incapaz de averiguar dónde estaba exactamente. Observó sus facciones, su mirada, intentando recordar si alguna vez la había visto. Pronto se dio cuenta de que no la conocía de nada en absoluto, lo cual, al principio, le asustó un poco. Normalmente, la actitud que despertaba en las personas desconocidas la primera vez que lo veían, era de completo terror. No es que le resultara extraño, pero sí le molestaba. La gente era incapaz de deshacerse de sus estereotipos, pese a que sus modales siempre fuesen exquisitos. Observó con el ceño fruncido a la joven, cuyas palabras, por una extraña razón, le conmovieron. Su misión siempre había sido proteger a los más débiles. Y ni en un millón de años permitiría que le ocurriera algo. Aquella noche sería su protector, su guardaespaldas, su sombra... Y más, sabiendo que aquellos neófitos volverían a por ambos.
- Sí, mademoiselle, a salvo. Conmigo os aseguro que lo estaréis. Nada me complacería más en este instante que poder ayudaros. No necesito vuestro dinero, pero sí que me digáis dónde vivís a fin de llevaros de regreso a casa. La aristocracia no está demasiado bien vista por estos lares... Y menos a esta hora. Esos "hombres" volverán... Y no nos conviene a ninguno de los dos estar aquí cuando eso ocurra. -Su sonrisa era clara, paciente. Le resultó extraño que lo agarrase tan repentinamente, pero respondió a su acción sujetándola sutilmente por el codo, instándola a que avanzara. -Será mejor que nos mezclemos con la gente. No es seguro estar aquí. -Un mal presentimiento hizo acto de presencia. La esencia de otro vampiro rondando la zona comenzó a ponerlo en alerta. Y aquel otro vampiro, no era un neófito. Estaban en peligro... Y para alguien como él, que difícilmente podía ser atacado por nadie, eso no significaba nada bueno.
Y luego estaban los inmortales. Seres a los que consideraba más maduros que a los humanos, en los últimos tiempos se habían ido revolucionando considerablemente. Atentaban contra la humanidad sin mostrar ni un ápice de la piedad que la madurez debería haberles otorgado. Desconocían el significado de la palabra perdón, y eso se traducía en una errática forma de actuar, más propia de animales salvajes que de seres "superiores". La actitud de los vampiros a los que había espantado hacía apenas unos minutos, le confirmaban aquel hecho. No necesitaba leer sus pensamientos para adivinar qué había en sus cabezas. La pobre joven hubiera acabado sus días de una forma bastante inhumana.
Parecía aturdida, desvalida, como si se le hubiera perdido algo importante... O como si ella misma fuese incapaz de averiguar dónde estaba exactamente. Observó sus facciones, su mirada, intentando recordar si alguna vez la había visto. Pronto se dio cuenta de que no la conocía de nada en absoluto, lo cual, al principio, le asustó un poco. Normalmente, la actitud que despertaba en las personas desconocidas la primera vez que lo veían, era de completo terror. No es que le resultara extraño, pero sí le molestaba. La gente era incapaz de deshacerse de sus estereotipos, pese a que sus modales siempre fuesen exquisitos. Observó con el ceño fruncido a la joven, cuyas palabras, por una extraña razón, le conmovieron. Su misión siempre había sido proteger a los más débiles. Y ni en un millón de años permitiría que le ocurriera algo. Aquella noche sería su protector, su guardaespaldas, su sombra... Y más, sabiendo que aquellos neófitos volverían a por ambos.
- Sí, mademoiselle, a salvo. Conmigo os aseguro que lo estaréis. Nada me complacería más en este instante que poder ayudaros. No necesito vuestro dinero, pero sí que me digáis dónde vivís a fin de llevaros de regreso a casa. La aristocracia no está demasiado bien vista por estos lares... Y menos a esta hora. Esos "hombres" volverán... Y no nos conviene a ninguno de los dos estar aquí cuando eso ocurra. -Su sonrisa era clara, paciente. Le resultó extraño que lo agarrase tan repentinamente, pero respondió a su acción sujetándola sutilmente por el codo, instándola a que avanzara. -Será mejor que nos mezclemos con la gente. No es seguro estar aquí. -Un mal presentimiento hizo acto de presencia. La esencia de otro vampiro rondando la zona comenzó a ponerlo en alerta. Y aquel otro vampiro, no era un neófito. Estaban en peligro... Y para alguien como él, que difícilmente podía ser atacado por nadie, eso no significaba nada bueno.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/07/2013
Re: Obscurité | Adelaide of York
Estaba temblando, mezcla del frío que me invadía desde los pies ahora húmedos por la nieve y el miedo profundo y sincero que sentía al estar sola en medio de una multitud de gente que desconocía y se arremolinaba a mi alrededor como si quisiera tragarme hasta el fondo para ahogarme en mi propio miedo y luego reírse de mí. Las clases bajas se veían mucho menos agradables y entretenidas de lo que me había imaginado antes de salir, los bares parecían chozas en las cuales se escuchaba más bullicio que música, los borrachos pululaban estrellándose aleatoriamente con las cosas y las personas… firmemente me arrepentía de estar a esta hora de la noche en medio de una ciudad que claramente me odiaba. A parte de estar muerta de miedo había perdido a Camille y no sabía si estaba bien en medio de todo el gentío, aunque, con un vestido algo menos llamativo que el mío posiblemente puede pasar por una señorita local saliendo del trabajo mientras yo me ahogo en mi miedo.
Mi mano amenazaba con cortarle la circulación al caballero aunque él parecía no notarlo, su mano era sólida como el mármol y parecía estar conectada con músculos también tallados en mármol ya que cuando me tomó del codo fue como si todo mi cuerpo se moviera con un gesto suave de sus dedos. Me acerqué más a su cuerpo, con los ojos llorosos y sin soltar su mano –Gracias, gracias monsieur, ni Dios ni yo podremos agradecerle lo suficiente- sus palabras eran cálidas como el fuego del hogar que en este momento estaba extrañando. No cuestioné lo que decía, no analicé sus palabras como habría hecho en otro momento ni me preocupé por analizarlo a él como tantas veces lo había hecho. Simplemente me entregué a sus brazos asintiendo y me pegué a su cuerpo de una forma totalmente inapropiada, tan cercana a él como lo habría estado su esposa al sentir el frío de la noche en su cuerpo. No me importó. Ni mis modales ni mis prejuicios morales pudieron
El frío cada vez me azotaba con más fuerza, o quizás era producto del miedo y esa debilidad que acompaña a todas las mujeres luego de emociones fuertes. Empecé a caminar a su lado en silencio, mirando a los cuerpos de la gente como si temiera que al mirarlos al rostro fueran a morderme o algo así. Me mantuve simplemente caminando en silencio a su lado…
Mi mano amenazaba con cortarle la circulación al caballero aunque él parecía no notarlo, su mano era sólida como el mármol y parecía estar conectada con músculos también tallados en mármol ya que cuando me tomó del codo fue como si todo mi cuerpo se moviera con un gesto suave de sus dedos. Me acerqué más a su cuerpo, con los ojos llorosos y sin soltar su mano –Gracias, gracias monsieur, ni Dios ni yo podremos agradecerle lo suficiente- sus palabras eran cálidas como el fuego del hogar que en este momento estaba extrañando. No cuestioné lo que decía, no analicé sus palabras como habría hecho en otro momento ni me preocupé por analizarlo a él como tantas veces lo había hecho. Simplemente me entregué a sus brazos asintiendo y me pegué a su cuerpo de una forma totalmente inapropiada, tan cercana a él como lo habría estado su esposa al sentir el frío de la noche en su cuerpo. No me importó. Ni mis modales ni mis prejuicios morales pudieron
El frío cada vez me azotaba con más fuerza, o quizás era producto del miedo y esa debilidad que acompaña a todas las mujeres luego de emociones fuertes. Empecé a caminar a su lado en silencio, mirando a los cuerpos de la gente como si temiera que al mirarlos al rostro fueran a morderme o algo así. Me mantuve simplemente caminando en silencio a su lado…
Adelaide of York- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 15/05/2013
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Re: Obscurité | Adelaide of York
Si había algo que lo caracterizara, era la capacidad que tenía para "adivinar" la suerte de ciertas personas, con tan sólo acercarse a ellas y sin hacer ningún esfuerzo aparente. Él lo llamaba empatía, aunque cualquier otro, en su desconocimiento, lo calificaría más como clarividencia. ¿Qué por qué era lo primero y no lo segundo? Pues era bastante evidente: un ser que ha vivido más que el mismísimo Dios cristiano, es capaz de intuir de forma bastante acertada el comportamiento de aquellos a los que con cariño siempre llamaba "sacos de problemas". Los humanos. Había humanos de muchas clases, más o menos inteligentes, más o menos problemáticos, pero si algo tenían en común todos ellos, era en atraer con su comportamiento una seria de problemas que podrían resultar más o menos peligrosos para su integridad en función de su capacidad de reacción. Y para aquella muchacha, bajita, delgada y profundamente asustada, hasta una simple perro con ganas de "juego" podría resultar un peligro. Todo eso, independientemente de que su indumentaria no fuese ni de lejos la que estaban acostumbrados a ver en esa zona de la ciudad.
Podía notar su tensión en cada gesto que hacía y cada palabra que mencionaba, a los que respondía únicamente con una amable sonrisa que trataba de transmitirle toda la confianza que siempre lo había caracterizado. Cuando alguien se halla en medio de semejante ataque de pánico, lo único que puedes hacer para ayudarle es transmitirle calma y sosiego. Y si había un experto en ello, ese era él. - Mi buena Señora, no es necesario que me agradezcáis. Me basta con que os calméis y me digáis hacia donde os dirigíais antes de perderos. Todo agradecimiento puede esperar hasta entonces, ¿no creéis? -Se calló la parte del discurso en el que debía decirle que seguramente le perseguían una manada de vampiros sedientos, pero no era el mejor momento para decírselo. Trató de adoptar una postura más normalizada, pasándole un brazo por encima de los hombros, a fin de darle espacio para que se aferrara a él. No le importaba, aunque en aquellos momentos se hacía más que presente su falta de calidez. Esperaba que el refugio que ofrecía su amplia chaqueta, fuese suficiente para que la dama entrase en calor.
Pronto, una fila de "personas" se detuvo metros más hacia delante, girándose bruscamente para mirarlos de frente. Los vampiros, enfadados por la afrenta que acababan de perder, los encararon sin asomo de preocupación por los viandantes. Encabezando a la formación se hallaba un vampiro con aspecto tenebroso, barba larga y cabello canoso. Su edad, aun sin llegar a asemejarse a la suya, era lo suficientemente alta como para que, estando acompañado de todos aquellos otros vampiros, pudieran hacerle frente. Lo que a él le preocupaba realmente era la presencia de una multitud que, atónita, clavaron su mirada en las figuras que ahora avanzaban, a la vez, hacia ellos. Sin pensárselo dos veces, sujetó a la muchacha con fuerza y la hizo caminar más aprisa, sin un rumbo fijo, en dirección contraria, consciente de que no podría esconderle lo que estaba pasando por mucho tiempo.
Podía notar su tensión en cada gesto que hacía y cada palabra que mencionaba, a los que respondía únicamente con una amable sonrisa que trataba de transmitirle toda la confianza que siempre lo había caracterizado. Cuando alguien se halla en medio de semejante ataque de pánico, lo único que puedes hacer para ayudarle es transmitirle calma y sosiego. Y si había un experto en ello, ese era él. - Mi buena Señora, no es necesario que me agradezcáis. Me basta con que os calméis y me digáis hacia donde os dirigíais antes de perderos. Todo agradecimiento puede esperar hasta entonces, ¿no creéis? -Se calló la parte del discurso en el que debía decirle que seguramente le perseguían una manada de vampiros sedientos, pero no era el mejor momento para decírselo. Trató de adoptar una postura más normalizada, pasándole un brazo por encima de los hombros, a fin de darle espacio para que se aferrara a él. No le importaba, aunque en aquellos momentos se hacía más que presente su falta de calidez. Esperaba que el refugio que ofrecía su amplia chaqueta, fuese suficiente para que la dama entrase en calor.
Pronto, una fila de "personas" se detuvo metros más hacia delante, girándose bruscamente para mirarlos de frente. Los vampiros, enfadados por la afrenta que acababan de perder, los encararon sin asomo de preocupación por los viandantes. Encabezando a la formación se hallaba un vampiro con aspecto tenebroso, barba larga y cabello canoso. Su edad, aun sin llegar a asemejarse a la suya, era lo suficientemente alta como para que, estando acompañado de todos aquellos otros vampiros, pudieran hacerle frente. Lo que a él le preocupaba realmente era la presencia de una multitud que, atónita, clavaron su mirada en las figuras que ahora avanzaban, a la vez, hacia ellos. Sin pensárselo dos veces, sujetó a la muchacha con fuerza y la hizo caminar más aprisa, sin un rumbo fijo, en dirección contraria, consciente de que no podría esconderle lo que estaba pasando por mucho tiempo.
Rasmus A. Lillmåns- Vampiro Clase Alta
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