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The Silence of the Dead | Aemon 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Ophelia M. Haborym Lun Oct 14, 2013 11:43 am

Noche, majestuosa manifestación de poderío por parte de la madre Tierra, que con ayuda de su guardiana, la Luna, mueve el mundo desde un estado de vigilia, permanente mientras el Sol está presente, hacia un estado de letargo irremediable. Toda la ciudad se sume en el sueño, mientras las criaturas nocturnas despiertan, sedientas, iracundas, impredecibles. La noche, en sí misma, no es más que una fase más del día... pero considerablemente más peligrosa que las horas de Sol que la preceden. Hermosa y letal como la noche que le daba cobijo, Ophelia se desplazaba por las calles como un ente perdido entre las brumas del tiempo. Bajo la Luna llena, plena, su rostro se asemejaba al blanco puro de la nieve... claro que sin nada de pureza perceptible. Su expresión, salvaje, más parecida a la de un animal que a cualquier emoción humana, denotaba la fiereza de su especie cuando la sed le atenazaba la garganta. La sed imperaba sus pensamientos con la plenitud con que el Astro Rey gobernaba los cielos de cualquier amanecer. No podía pensar en nada más. No necesitaba ni quería pensar en nada más. Tal era la importancia que se le concedía a aquel hecho, que su visión de la realidad, normalmente apática e indiferente, se tiñó del rojo de la sangre que ansiaba beber por encima de cualquier cosa. No obstante, y pese a aquel embotamiento de sus sentidos a causa de la sed inhumana que sentía, no creía ser controlada por este hecho más que cualquier humano cuando se sentía hambriento. La inanición producía aquel efecto en todas las especies existentes y extintas. Era un simple mecanismo de defensa. Cuando tu cuerpo necesita comida, te lo hace saber, y de nada sirve intentar pensar en otra cosa: todo giraba en torno a la necesidad de paliar esa carencia de la forma más rápida posible. Sin importar el medio a seguir para obtener aquellos alimentos. Otra cosa es que no puedas acceder a él con demasiada facilidad. Pero ella no tenía aquel inconveniente. ¿Acaso alguien iba a atreverse a impedírselo? A menos que la ataran a algo lo bastante fuerte como para que no pudiera moverse, y la tostasen al Sol, nadie podría impedirle que se alimentara. Además, el hecho de que se escapara de esa trampa implicaría la muerte casi instantánea del captor... Nah, nadie haría nada en contra de ella, ni contra ningún inmortal, al menos, estando en su sano juicio.

Vagó durante aproximadamente dos horas, sumida entre las brumas de aquel caótico sinfín de imágenes desordenadas que iban apareciendo aleatoriamente en su mente. Los recuerdos se entremezclaban con la necesidad de alimentarse, convirtiéndola en una criatura terrorífica, en un ser cuya apariencia humana no rebajaba aquella sensación de que se estaba ante un animal salvaje. Una bestia inhumana salida de una siniestra pesadilla. Un ente inestable y maligno. La manifestación del miedo, con cara de mujer. Sus colmillos, visibles por cualquiera, parecían querer demostrar por sí mismos la sed que imperaba en el interior de la vampiresa. Presionaban sus encías como queriendo descender en mayor medida, obligando a la "mujer" a dejar la boca entreabierta. Aquello le otorgaba un aspecto aún más feroz si cabía. Poco tardó en encontrar la primera presa de la noche. La chiquilla se puso a gritar nada más verla, y en apenas los dos segundos que tardó en darse la vuelta para salir corriendo, la inmortal la tuvo entre sus garras. Nadie la echaría de menos, se dijo, como si realmente le importara que alguien llorase por su muerte. Iba vestida de gala, con un bonito vestido de seda blanca con algunos hilos de oro formando figuras varias en el mismo. Aspiró el aroma a vida que desprendía con el semblante contraído en unan feroz mueca de satisfacción. Se sentía como el león que acaba de atrapar un cervatillo entre sus garras y se regocija ante su triunfo, relamiéndose. Notaba su sangre moverse bajo la piel pálida que la cubría. Casi podía sentir su agradable sabor en el paladar, haciéndole cosquillas al descender por su garganta. Su corazón latía de forma acelerada, presa del pánico. Al clavar los colmillos en la juvenil piel de su cuello, tierno, delicado... su plenitud fue tal que no pudo más que succionar hasta desangrarla. Aquel dulce aperitivo, en total, le había durado apenas treinta segundos.

Su familia no andaba muy lejos. Les asaltó desde la oscuridad cuando observaron aterrados el desangrado cuerpo de su hija yaciendo sobre el suelo en una pose antinatural. Mató a la mujer rápidamente, exasperada por sus gritos de terror y dolor, mientras el niño, de apenas dos años, lloriqueaba en una esquina intentando no ser visto. Le ignoró dirigiéndose al padre, al que obligó beber su sangre a fin de controlarlo. Le hizo que la guiara hasta su casa, una mansión grande, hermosa, ricamente decorada. La casa de un noble. Casi tuvo que contener la cara de asco. Tomó las llaves del hombre para luego arrojarlo por la ventana sin más, como si fuese un muñeco. Su sangre formó un charco de gran tamaño a su alrededor, tal dura fue la caída. Entregó al niño a una señora que pasaba por la zona, sonriendo inocentemente, tras decirle que lo había encontrado solo corriendo por las calles. Había amenazado al niño para que no hablase nunca, como si realmente entendiese lo que pasaba. Una vez satisfecha su sed, su aspecto volvía a ser radiante, hermoso, mortal.

Caminó durante un buen rato, alejándose cada vez más del centro de la ciudad, desierta. Sus pasos la llevaron a una zona boscosa, vacía y yerta salvo por los sonidos emitidos por los animales nocturnos, que recién se disponían a salir de caza. Fue entonces cuando le percibió. Aquel aroma familiar, atrayente... El aroma de Aemon. Siguió andando en dirección a aquel olor, tensándose a medida que se aproximaba a él. Y allí estaba: nadando tranquilamente en las oscuras aguas de una charca situada en la mitad de un enorme claro. Y vio una excelente oportunidad para fastidiarlo al observar sus ropas, solitarias, perfectamente dobladas en un extremo del lugar. A toda velocidad se desplazó en dirección a las prendas, las tomó y se marchó con ellas en menos de tres segundos. Luego ejecutó su golpe maestro. Escaló hasta lo más alto de uno de los mucho árboles, y enganchó las prendas a una de las ramas próximas a la cima. Luego se tiró al suelo desde aquella altura, de golpe, provocando un gran estruendo. Caminó con deliberada lentitud hasta situarse a escasos metros de la charca y sonrió, felina, observando al hombre con un matiz de picardía brillando en sus ojos.


Última edición por Ophelia M. Haborym el Sáb Feb 22, 2014 3:51 am, editado 2 veces
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Mensaje por Aemon Sáb Nov 09, 2013 5:36 pm

Cuando el frío no puede penetrar más, cuando todos los nervios han colapsado bajo el embrujo del gélido ambiente del invierno, cuando una nueva gota de agua no trae un pinchazo de dolor ni una suave caricia y la piel, rojiza como la de un bebé, empieza a oscurecerse a tonos violaceos, sabes que debes decidirte. A pesar de aquello era más fácil conocer la teoría que ponerla en práctica, como siempre. Tenía poco tiempo, no más de medio minuto, treinta segundos para decidir entre el sueño eterno o la vida parcial.

Esa misma tarde había ido a casa de una joven que concertó mis servicios con cierta urgencia. Al parecer pedía que fuese en un cobertizo cercano a su casa, ni en el burdel, pues no quería ser vista, ni en su propia casa, pues podrían malpensar los vecinos. Que fuese al cobertizo no parecería extraño y más si, como había pedido, el cortesano entraba por la parte de atrás, la cual daba al bosque y lo mantedría oculto de cualquier mirada indiscreta. Así lo hice. Diez minutos antes de la hora acordada ya estaba dando los últimos pasos por el bosque, escabulléndome entre los arbustos de la pared trasera del cobertizo y entrando por la ventana que previamente había dejado abierta la joven. Ninguna mirada, ningún ojo delator me podía haber visto. Mi parte del contrato, hasta el momento, estaba resuelto.

A la hora en punto una sombra vestida con corsé de campesina, falda amplia de trabajo y sombrero de paja entró en el cobertizo como si tal cosa. Cuando me vio sentado y jugueteando con un tapón de corcho en la mesa del fondo se ruborizó pero trató de mantenerse distante hasta haber cerrado la puerta. Mi dedo acariciaba el corcho que danzaba sobre la mesa de madera, mis posaderas descansaban sobre una silla en la que pocos habrían puesto en juego sus nalgas y mis ojos recorrían el cuerpo de la joven, que a pesar de los amplios ropajes podía apreciarse hermoso y perfecto. Lo que ocurrió a continuación lo dejaré para la mente de cada uno y como buen caballero no diré nada más allá de que ese bello cuerpo hacía justicia a lo que se esperaba de su juventud.

Hasta esos deliciosos momentos de pasión, gozo y tirones de cabello todo fue como cabía esperar. Onírico, sensual y maravilloso. Mas lo que bien empieza no siempre bien termina... y ésta era una de esas veces en las que desearías que un lindo pajarillo se hubiese levantado más temprano para picotear en tu hombro migajas de pan y susurrar alertas en tu dormido oido y tu somnolienta mente. A pesar de ello, ¿qué sería de la vida sin esos toques de atención? ¿Sin esos momentos en los que desearíamos ser tragados por la madre tierra o desaparecer como si nunca hubiésemos existido?

No era la primera vez que un marido, una esposa o un amante me había descubierto con su pareja. Esas cosas van dentro del oficio y, si las piensas bien no tienen que ver contigo. Algo sucederá en esa unión que no va bien y la cobardía de una de las partes es la que te da de comer. Pero esta vez fue muy diferente. Cogiendo la mano de su padre, muy diferentes en tamaño y suavidad, apareció, rodeado por el marco de la puerta e iluminado por la luz del sol, el hijo de la pareja. Tan rubio que el sol hacía desaparecer sus cabellos, tan rosado que era un sacrilegio que el pecado apareciese ante sus ojos, tan pequeño que no solo la madre sintió romperse su corazón, ni el padre fue el único que creyó vivir una vida sin latidos, incluso yo mismo me fui del mundo a otro lugar en el que solo estábamos los cuatro. Ella con la falda recogida bajo los pechos abundantes y con las piernas abiertas, yo incrustado en su interior con las nalgas prietas y en tensión ante la nueva visión, el marido sujetando la mano del fruto de un amor que veía destrozado en la sudorosa espalda del cortesano con la cara truncada en incomprensión y desconcierto y el niño en cuyo rostro poco a poco aparecía la sombra del caos.

Poco a poco, como volviendo juntos de un sueño, los cuatro pares de ojos volvieron a brillar, cada uno con un pensamiento, cada uno con un nuevo camino. El marido, olvidados esposa y cortesano, tapó los ojos de su hijo, lo apartó de la puerta y susurró palabras de tranquilidad a un tierno oido. "Quédate aquí, Manuel, mamá está jugando con un amigo. Voy a ver si necesitan algo mientras tú vas a jugar a casa. Ve, hijo, ve." Los escuchaba de lejos, como un susurro, pero sabía que tenía poco tiempo. Salí de entre unas piernas todavía aferradas a mi cintura vigilado por unos ojos vidriosos y temerosos. Quería huir de allí pero no podía dejarla paralizada. La tomé de las manos y la levanté de la mesa con rapidez, no podía andarme con galanterías. Le coloqué la falda y empujé el corsé contra su pecho urgiéndola a ponérselo mientras me subía los pantalones a toda prisa. El sonido de madera y hierro deslizando sobre más madera me pusieron los pelos de punta pues sabía que no presagiaban nada bueno, y el rostro virado al pánico de la mujer no ayudaba a tranquilizarme. Sin mirar atrás, con la camisa en una mano y los zapatos en la otra, di dos zancadas y salté por la ventana. Gracias a un ligero tropiezo que me hizo recular y apoyar la espalda bajo el poyete de la ventana no acabé ensartado por el rastrillo que venía a mi encuentro y que acabó clavado y vibrando a unos pasos frente a mi rostro tras atravesar una linea de arbustos, los mismos que se me clavaban en la espalda. No había mucho que pensar, correr era todo cuanto tenía que hacer.

Así llegué a un claro del bosque. No se cuanto tiempo estuve corriendo, como tendría los pies y las piernas, incluso el torso y los brazos, de rozarme contra las ramas de los árboles y los pequeños arbustos. No corría por mi vida, sabía que el marido hacía rato que habría dejado de perseguirme, sino de la mirada de aquél niño, de la mirada de una inocencia perdida, de una confianza truncada. De mis manos cayeron finalmente camisa y zapatos sobre una roca. Los plegué por acto reflejo mientras por mi mente pasaban mil pensamientos, recuerdos y posibilidades. Detrás fueron los pantalones que acabaron igualmente doblados bajo la camisa y todo ello protegido del viento y coronados por los zapatos. No tenía ropa interior, ni calcetines, por lo que desnudo me enfrenté al frío del invierno que hacía palidecer mi piel antes de enrojecerla, temblar mis labios antes de partirlo y hacer visible mi alma rota en las nubes de aliento.

No se cuanto tiempo estuve observando el agua cristalina y oscura bajo la luz de la luna, ni siquiera sabía cuando se había puesto el sol oscureciéndolo todo de esa manera. ¿Qué más daba todo aquello? Despacio, sin prisa, caminé hacia las tranquilas, heladas y mortecinas aguas que parecían llamarme como una madre llamaría al hijo, como esa mujer llamaría a su hijo todas las noches para hacerlo dormir. Notaba la hierba entre los dedos, después la arena, dos pasos más allá el barro húmedo, las primeras caricias del agua sobre mis pies heridos. Tobillos, espinillas, rodillas y muslos desaparecieron bajo la superficie del agua. Mi miembro, aquél que no hacía mucho, o tal vez sí, estaba en el cálido interior de la mujer, erguido, duro y largo, ahora se encogía arrepentido en aquellas aguas, pequeño, arrugado y marchito. No me detuve a pesar de los pinchazos, señales de mi cuerpo al congelamiento, internándome más y más. Finalmente dejé que el lago me abrazase siendo como un tronco en él, tumbado bocarriba, mirando a la luna como llegué al mundo y notando como mi cuerpo dejaba de sentir. Algo que esperaba que se extendiese a mi corazón y mente, olvidando por fin el rostro de aquella pequeña criatura.

Y aquí están esos últimos segundos. La vida y la muerte. Un juego de niños, un juego de estrategia. Que fácil iba a ser cerrar por fin los ojos y hundirme... que sencillo. A punto estaba de hacerlo cuando a mis entumecidos tímpanos llegó el sonido de una rama meciéndose y me hizo recordar que en la vida no estamos solos y que hay más gente por la que debemos luchar. Un gran estruendo me hizo pensar que el universo no me quería muerto, todavía no. Tosí, me revolví en el agua y "renací". Como pude me puse vertical y pisé el fondo volviendo agilmente pero sin prisa hacia la orilla. Temblaba pero no voluntariamente. Me castañeteaban los dientes y me vibraba cada músculo del cuerpo. En la orilla me esperaba una sombra. ¿La muerte? Un poco más cerca, con un rayo de la luna vi que no. Era Ophelia. Quise sonreir, no tenía porque saber nada de lo que había pasado ni porque estaba en aquellas condiciones, así que, como pude, mostré una sonrisa y con voz temblorosa le dije.- "Vaya, vaya, vaya. Mira lo que me trae la gélida noche..." -Puse un pie fuera del agua, en la orilla y la observé. Por su pose sabía que venía con ganas de juerga. Alcé una ceja y, mientras observaba a mi alrededor y a ella, seguí hablando.- "No voy a decir que una hermosa visión como la tuya me desagrade pero me gustaría saber a que debo el honor de tu vis..." -Me quedé callado al mirar la roca desnuda. A pesar de mi seguridad me estaba muriendo de frío y deseaba cubrirme pero... mi ropa no estaba. Miré a Ophelia a los ojos y, todavía sin abrazarme a pesar de estar chorreando agua helada y de que mi cuerpo siguiese temblando y humeando, pregunté.- "¿Qué has hecho con mi ropa? ¿Te gusta verme sufrir?"
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The Silence of the Dead | Aemon Empty Re: The Silence of the Dead | Aemon

Mensaje por Ophelia M. Haborym Sáb Mar 01, 2014 11:55 am

El tiempo, como forma de medir los momentos que se suceden en nuestras vidas a lo largo de su transcurso, había sido investigada por miles de estudiosos desde el principio de las eras. Y no era de extrañar. Todos querían dominar esa dimensión tan amada y odiada por los mortales, haciéndose necesario prestar una atención minuciosa a cada uno de los factores que influían en ella. Los pobres no habían superado todavía, pese a los miles de años que portaban a sus espaldas sin lograr domar lo que les arrebataba a sus seres queridos, que sus patéticas vidas estaban subordinadas a los deseos de un ente invisible. Incontrolable. ¿Cuántos y cuántos humanos se habían vuelto locos por intentar penetrar en ese bucle irremediable en que se sumían a cada segundo que pasaba? Era tan... absurdo que ya ni le hacía gracia. Al principio debía reconocer que encontraba una oscura satisfacción en el hecho de echar por tierra todas aquellas pretensiones por alcanzar lo inalcanzable. Pero llevaba tantos milenios mortificando a seres tan inútiles como ellos, que ya el hecho de recrearse en su dolor se le hacía más aburrido que excitante. Que difícil es la vida del inmortal... Congelado para siempre en el tiempo, ignorando todas las leyes que regían el universo. Riéndose del pasado, presente y futuro de aquellos pobres infelices que aún seguían sufriendo sus consecuencias. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la ultima vez en que se hubo preocupado de lo rápido que transcurría su vida? Milenios. Y era precisamente por eso, porque Ophelia llevaba tantísimo tiempo sin ser humana, por lo que no le extrañó en absoluto el hecho de que el cortesano estuviese metido en las aguas heladas en pleno invierno.

Los humanos solían hacer cosas extrañas, sin necesidad de tener un motivo coherente. Actuaban según sus absurdos impulsos, incapaz de ejercer el más mínimo control sobre ellos. Le resultaban tan terriblemente patéticos, que casi le daba pena. Casi, porque no lograban despertar en ella ninguna emoción distinta a la de indiferencia, sed, o ira. Infelices. Locos. Impulsivos. No tenían ningún autocontrol, ni parecían sentir deseos por conseguirlo. Pobres infelices. Su mísera existencia carecía de un sentido real, y ellos se obcecaban con encontrar la "verdad" de un tiempo que siempre les controlaría a ellos. Aemon no parecía ser distinto, en primera instancia, al resto de mortales aburridos y predecibles que nada le interesaban. Y sin embargo, el hecho de que Ophelia le prestase un mínimo de atención significaba que el joven tenía algo oculto en su interior que lo diferenciaba del resto. Lo supo desde la primera vez que contrató sus servicios, algún tiempo atrás. Al principio se mostró reacia a dejarse "domar" por un simple humano que poco o nada podía enseñarle, pero demostró ser mucho más que un trozo de carne con sangre más que deliciosa... Aunque el verdadero propósito de su fijación con él quedase lejos de su entendimiento, también era cierto que le divertía ver cómo intentaba adivinar sus intenciones sin ningún éxito. Debería sentirse afortunado. No todos repetían en los colmillos de la vampiresa, ni mucho menos en su alcoba. La vida le estaba dando bastantes oportunidades, y quizá desperdiciarlas metiéndose en aquellas aguas distaba mucho de ser un acto inteligente.

Le observó de arriba abajo, mientras salía del agua tranquilamente, y reprimió una risilla complacida. Su cuerpo parcialmente amoratado y el hecho de que sus latidos fuesen tan despacio, le dio una pista del grado de hipotermia en que se encontraba. De seguir así de... desnudo, moriría en pocos minutos. Una sonrisa maliciosa se apoderó del semblante de la vampiresa. Y aunque su cuerpo se mantuvo quieto, expectante ante los pasos del joven, su mente trabajaba a toda velocidad. La lucha entre el deber y el deseo tenía por claro vencedor al segundo de ellos. Nunca había sido demasiado dada a hacer favores, y menos aún cuando el problema lo había provocado ella en gran medida. Podía hacerle sufrir un poco más, y luego darle de beber su sangre con algún pretexto que mucho se alejaba del motivo real: el deseo por dominar, por poseer, siempre había sido característico de la antigua. Y con la edad no hacía más que aumentar. Luego, cuando le preguntase por qué le había dejado tan cerca de morir de frío, siempre podría hacerse la loca y fingir que no se había dado cuenta. Con el ochenta por ciento de las personas funcionaba. Probablemente con él no: pero eso le daba igual. Su relación distaba mucho de ser convencional. Ambos se entendían de un modo que pocos llegarían a comprender. Se llevaban tan bien que casi no se notaba que en realidad fuesen "enemigos" naturales. Y eso era bueno, ¿no? Para Ophelia, al menos, sí.

- Que pregunta tan absurda, mi querido Aemon... Bien sabéis que hacer sufrir, y haceros sufrir a vos, en concreto, es uno de mis hobbies favoritos. Pero la pregunta correcta no es esa, sino qué puede haber pasado con vuestra ropa, al margen de mi presencia aquí. Me conocéis bien y sabéis que robar prendas no está entre mi lista de intereses... Aunque observar la desnudez humana, tan frágil y cálida... Bueno, ese es otro tema. -Una sonrisa felina se adueñó de su expresión siempre irónica, y despacio, como el tigre que no quiere espantar a su presa, se fue acercando al joven sin dejar de mirarle a los ojos. No porque no le gustara más otra parte de su fisonomía, que bien sabía que no era así, sino porque tantos años de experiencia con humanos la habían enseñado que si quieres saber la motivación de alguien para hacer algo estúpido, solo puedes averiguarlo mirándole a los ojos. Es la única forma posible de no creer una vil mentira. Además de que no podían engañar a una maestra farsante. - Bueno, comenzaré respondiendo a tu primera pregunta... Llegué aquí guiada por tu aroma, y me detuve a contemplar cómo desafiabas a tu propio cuerpo sumergiéndote en el agua... ¿Os gustan los retos, Aemon? Podría ofreceros retos mucho más... estimulantes. -Desató suavemente, de forma sugerente, el lazo de su capa, dejando que ésta cayera a sus pies de forma desordenada,dejando ver un vestido de corte delicado que resaltaba a la perfección sus dotes femeninas.

Se acercó despacio hasta quedar a su altura, y aspiro su aroma con osadía, para luego acariciar su rostro varonil de forma más que sutil. Dio una vuelta a su alrededor, contemplándolo bajo la tenue luz de la luna. Todo lucía mejor cuando la oscuridad ocupa las ciudades. Y más para aquellos que tienen el don inmortal, que hace que la luz llegue a ser innecesaria. Deslizó las yemas de sus dedos por su espalda, percibiendo la frialdad del agua en contraposición con el calor de su cuerpo, que se escapaba irremediablemente. - Hagamos un trato, mi adorado Aemon... Vos me dejáis beber vuestra sangre, y yo os permito probar la mía. Así la ropa será innecesaria. -Le guiñó un ojo con una media sonrisa, que dejaba entrever solo parcialmente sus malas intenciones. Si aceptaba, habría conseguido el principal de sus propósitos: llevarle a su terreno, conseguir que aceptase. Ejercería el control, de nuevo, sobre él. Aunque luego soliesen cambiar las tornas. Se situó frente a él ladeando el rostro para verle. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que contemplase esos ojos profundos que encerraban demasiados secretos? Los minutos, las horas, los meses, los años... No significaban nada para ella, y a menudo se olvidaba de todos aquellos que aún seguían envejeciendo bajo su imparable tic-tac. No porque todos merecieran su indiferencia, sino porque no era capaz de abandonar aquella actitud liberal que siempre había pesado sobre ella. En su necesidad de convencerse a sí misma de que era totalmente independiente, solía caer en un egoísmo que finalmente no la ayudaba en nada. La sangre era su alimento, después de todo. Y tener amigos nunca era malo, ni siquiera para los muertos. Por más que ella asegurase lo contrario. Aguardó frente a él, manteniendo su actitud impasible. ¿Aceptaría su pequeño juego, o acabaría diciéndole qué le había llevado hasta aquel sitio, en una noche como aquella?


Última edición por Ophelia M. Haborym el Sáb Sep 20, 2014 9:11 pm, editado 1 vez
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The Silence of the Dead | Aemon Empty Re: The Silence of the Dead | Aemon

Mensaje por Aemon Miér Jun 25, 2014 6:30 am

El frío envolvía el ambiente sin importar quienes estuviesen envueltos entre sus gélidos brazos. El tiempo, como muchos otros seres que pueblan nuestras vidas -para unos más largas que para otros- no siempre juega en favor de todos. Le daba igual humano que vampiro, desnudez que ropajes, fríos pensamientos muerte o cálidos suspiros de sangre. Él solo tenía una cosa en mente; vagar entre los que pueblan el mundo a fin de conquistar cada parte del mismo. Ese frío, que callados pájaros admiraban desde el cobijo de las lúgrubres ramas de árboles cercanos, acariciaba cada poro de mi cuerpo cubierto de diminutas gotas y hacía visible el aliento que mi dolorida alma se resistía a dejar escapar. Fríos ojos los de la mujer que me miraba, frío cuerpo el que me sostenía, frío destino el que me esperaba.

Sus palabras, como aguijones, surcaban el espacio que nos separaba para impactar directamente contra mí. La verdad es que sabía perfectamente, por las noches compartidas, que el sufrimiento y la dominación eran las facetas que mejor sabía explotar la mujer que ante mí aparecía. No respondí a aquella primera parrafada pues sabía que todo se encontraba entre sus intereses si el fin era saciar su curiosidad o diversión. La observé acercarse, tan sensual como el ser inmortal que era en un entorno que le favorecía. Mis dientes castañeteaban a pesar de mi intento por evitarlo. Todo el frío que nos envolvía parecía querer abandonar cierta parte de mi anatomía que ante sus palabras suaves, su cercanía y la atracción que había entre ambos comenzaba a atravesar el frío en un movimiento ascendente y de crecimiento, como deseando romper una barrera de hielo que nos separase. Era extraño estar allí, congelado de frío, vigilándola y tratando de mantenerme impasible para que no conociese las verdaderas intenciones de mi presencia en aquél lago y, a la vez, sufrir una erección de aquel calibre. Pero quien me conocía sabía que aquellas muestras naturales las llevaba como tal y no me importaba demostrar las cosas tal cual eran, por lo que mis brazos continuaron caídos junto al cuerpo, sin ocultar nada, mis músculos vibrando tratando de entrar en calor y mi rostro, a pesar del frío y el castañeteo, impasible con mis orbes siguiendo cada uno de sus pasos.

No respondí a su pregunta sobre los retos pero mis ojos la recorrieron de arriba abajo cuando la capa recorrió sus curvas con suavidad hasta caer al suelo. Mi falo, que hasta ese momento sufría una semierección respetable, ahora crecía más y más hasta alcanzar la horizontal. Hasta ese momento todo había ido bien, incluso las caricias por la espalda habían llegado a excitarme hasta el punto de olvidar algo el frío circundante en pos de pensamientos más cálidos entre sus húmedos muslos. Fue entonces cuando la sangre hizo acto de presencia en sus labios y mi mandíbula se apretó. Dejé que creyese que pensaba en su propuesta con un largo silencio hasta que finalmente mis amoratados labios se separaron para hablar al fin.- “No.” –Fue mi respuesta mirándola a los ojos.- “No deseo la vida que me propones con ese trato. Prefiero la calidez mortal, los años humanos que me harán disfrutar más de cada segundo…” –Fue entonces cuando mi rostro mostró algo más que frío, mostró una sonrisa pícara.- “…la frialdad de tus muslos en contraste con la ardiente pasión de mi entrepierna.” –Con esa frase había devuelto sus ansias de dominio con el recuerdo de noches más placenteras. Tras decir aquello, y a pesar de lo que mi cuerpo mostraba o el conocimiento de los impulsos de Ophelia, me lancé a sus labios sin previo aviso. Una mano se apoderó de su nuca mientras la otra lo hacía de su cadera para atraerla. Debido al frío que me recorría la sentí tibia, una extraña y exótica sensación. Noté como mi falo se envolvía en su vestido y acariciaba su vientre durante ese beso traicionero en el que a punto estuvimos de pisotear la capa. Fue entonces, aprovechando el desconcierto, cuando me separé de ella para caminar hacia el lugar donde había localizado mi ropa, la alta rama de un árbol cercano. Sin girarme a mirarla volví a hablar.- “¿Ya te has decidido? ¿Dejarme morir, darme la ropa o proporcionarme el calor que deseo sin promesas de una vida que no deseo?”
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The Silence of the Dead | Aemon Empty Re: The Silence of the Dead | Aemon

Mensaje por Ophelia M. Haborym Sáb Sep 20, 2014 9:41 pm

La decepción hizo acto de aparición en el semblante de la inmortal rápidamente, motivada por las palabras que, pese a ser dichas por un Aemon que poco se parecía al que conocía, sonaban igual de definitivas que cuando éste las murmuraba. La vampiresa le dirigió una mirada afilada, dolida, para luego clavar con cierta brusquedad las largas uñas que decoraban el final de sus dedos sobre la espalda del humano. Pudo saborear el aroma de su sangre en cuanto ésta brotó, lentamente debido al grado de hipotermia en que se encontraba, desde las heridas abiertas. Su sabor siempre le había agradado hasta el punto de pensar que no sería capaz de detenerse a tiempo, en las pocas ocasiones en que el cortesano le había permitido probarla. Y sí, eso era bastante extraño viniendo de ella. Normalmente gozaba de un control casi absoluto de sus impulsos, de su sed, pese a que no soliera hacer gala de ello por decisión propia. Pero con él era diferente. Ansiaba su calidez, su tacto, su compañía, con una intensidad desconocida antes para ella. Y lo cierto es que, a diferencia de lo que hubiera ocurrido si esas emociones despertaran con alguien que no le causaba el más mínimo interés, le agradaban cuando surgían motivadas por su cercanía. No sólo porque le caía bien, sino porque le daba una perspectiva del mundo que siempre había ignorado, y en términos que, lejos de parecerle despectivos, le resultaban... ¿conmovedores? Aquel hombre guardaba algo en su interior que sacaba lo mejor -o lo único bueno, mejor dicho- que había dentro de ella. Y era el único, en realidad.

Pero había un problema, insalvable según ella, en aquella extraña relación que mantenían. Él seguía siendo humano, y pese a los muchos motivos que sabía que existían para querer convertirse en lo que ella era, siempre respondía con negativas o con evasivas a la simple pregunta que siempre le formulaba. ¿Puedo convertirte, esta vez? No necesitaba un compañero, ni necesitaba su compañía para sobrevivir. ¡Ni mucho menos! Pero ¿cómo iba a mantener una relación, por rara que fuera, con un ser que pertenecía a la especie que más odiaba sobre la faz de la tierra? Su fragilidad le fastidiaba casi tanto como sus palabras, como su personalidad, la atraían. Y ese era un obstáculo insalvable para la inmortal, y quizá uno de los principales motivos por los que solía alejarse de él más que de ningún otro. Ella no era una de esos vampiros que admiraban a los humanos, su corta existencia o su calidez. No. Ella despreciaba aquellas cosas. Sabía que pertenecían a la cumbre de la cadena alimenticia, siendo ellos simples ratas a las que poder manipular para sus propósitos. ¿Cómo podía seguir sintiendo entonces lo que sentía por el cortesano, sin pensar que estaba faltando a sus principios, o haciéndose más blanda por culpa de su cercanía? ¡Aborrecía la simple posibilidad de que eso ocurriera! Él merecía conocer el mundo al que ella pertenecía, formar parte de él, vivir mucho más de lo que su absurdamente corte existencia le permitiría. Pero el no, como aquella noche, siempre estaba presente. Y lo odiaba.

- Algún día ocurrirá, Aemon... Y lo sabéis. Alguna noche, como esta, en la que estéis a punto de morir, apareceré yo como vuestra salvadora, y os traeré a este lado del mundo, conmigo. Y no podréis decir que no. ¿Cómo podéis conformaros con una existencia repleta de limitaciones, cómo podéis no anhelar el mayor regalo que un mortal puede recibir, la capacidad para vivir, para disfrutar del mundo, para siempre? -Sus palabras, siempre suaves, siempre oscuras, parecían querer envolver con su discurso al joven. Ambos sabían que de querer forzarlo a convertirse, no tendría más que pronunciar las "palabras mágicas". Haría lo que ella quisiera y aceptaría los pactos que propusiera sin rechistar. Pero no quería que fuera así. Quería demostrarle que su existencia, limitada, no le permitiría disfrutar de todas las cosas que los inmortales sí podían permitirse. - Sois... sois... ¡Tan estúpido! -Los labios ajenos, sobre los suyos, lograron silenciarla sólo parcialmente, porque en su cabeza el discurso proseguía. La vampiresa se dejó envolver por el perfume de su cuerpo, que aunque aquella noche no era tan cálido, siempre lo sería más que la frialdad mortal residente en el suyo. Colocó las manos en su pecho, dejándose guiar. Entraría más rápido en calor si le dejaba tomar las riendas... ¿no? ¡No! ¿Pero cómo podía dejarse liar de aquella manera tan patética por él?

Cuando sus labios se separaron, Ophelia dio un brusco salto hacia atrás, mostrando sus colmillos presa de un enfado que tenía más de rabieta que de otra cosa. Ella siempre obtenía lo que quería, fuera lo que fuese. No estaba acostumbrada a perder. Y menos, con humanos. - La verdad es que no lo sé. Podría haceros daño. Acabaríais rogando que os hiciera el regalo que ahora, con tanto descaro, habéis decidido rechazar. De hecho, me parece la mejor idea. -Dicho esto, se sentó sobre el húmedo césped con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándolo fijamente. ¿Le dejaría morir? Probablemente no, pero quería saber hasta dónde llegaría para mantener sus convicciones. ¿Cambiaría de opinión, o seguiría insistiendo en sus absurdos deseos? Lo terrible de la situación, es que realmente le hubiese agradado más que pasara lo segundo. Alguien capaz de mantenerse firme frente a los requerimientos de otros era digno de su atención, pese a que eso significara que, probablemente, sus caminos se acabaran separando. Y esa parte del plan, no le gustaba en absoluto.
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