AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
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¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
No recordaba haber estado tan pendiente de la llegada de alguien desde que una de sus clientas más pobres le comentó que podría estar embarazada. La madame entró en cólera y le prohibió la entrada al burdel, además de amenazarle a él con despedirle, si se les ocurría ponerse en contacto fuera de aquellas paredes. Como era de esperar de alguien tan entregado como Oscar, desobedeció y quedó con la muchacha en una de las posadas de su harapiento barrio. Ni las cucarachas bajo las sillas, ni el sabor a barro de la cerveza se equipararon al peso descomunal que le rajó desde la garganta hasta el estómago y que únicamente cesó al verla llegar toda sudorosa y cabizbaja. Gracias a alguien, a quien fuera (a Dios nunca) la mujer no estaba en cinta, así que el cortesano volvió a sus quehaceres con aparente normalidad, sin dejarse afectar por el puñetero ataque al corazón que le dio la sensación de haber retenido, y que tardó unos cuantos días en desvanecerse del todo.
En aquella ocasión, esperar a Carolina volvía a poner en juego su empleo. No se lo había comentado a la dama que conocía desde hacía pocos días, sin duda porque se sobreentendía y porque de todas maneras, Oscar no tenía intención de promocionar el mérito de su ayuda. No lo necesitaba, de hecho, iba a hacerla pasar por una cortesana y acudir a casa de un cliente que cada día pedía una remesa de carne prostituida, engañándole a él y como consecuencia, a los que organizaban el prostíbulo. Si había decidido llevar a cabo semejante riesgo, con la economía que tenía y siendo como era, recibir o no el agradecimiento de su nueva compañera de aventuras no se encontraba entre sus mayores preocupaciones. Pero estaba impaciente, demonios, jodidamente impaciente y hasta que la señorita Van de Valley no apareció por la puerta de atrás no dejó de sentir el hormigueo en sus dedos.
Rápido, sígueme –fue lo único que le dijo en un susurro y ni siquiera se dio cuenta de que le había cogido de la mano como rápido impulso antes de subir las escaleras con prisas y todo el silencio posible, que de todas maneras ya estaba siendo ahogado por las risas y el jolgorio habitual de las salas comunes y las habitaciones separadas-. La madame no puede verte, pero tienes que entrar de todas maneras –le explicó, mientras cruzaban un par de pasillos y entraban en una estancia muy pequeña. Allí había una cortesana esperándoles, un poco mayor que él. Por su aspecto no parecía gozar de una economía mejor que la de ellos, pero sin duda sabía sacarse partido y todo su porte irradiaba un potente atractivo que sin ser especialmente guapa, la hacía casi irresistible-. Te presento a Agnes, cuenta con mi total confianza y ha accedido a ayudarnos. 'Aliento de cabra' nos ha solicitado a ambos esta noche, pero a ella aún no la conoce. Sólo sabe que es rubia y de origen germano, así que encajarás perfectamente en la descripción. Agnes se marchará a Luxemburgo la semana que viene como intercambio a otro burdel, de esta manera tendremos una excusa creíble por si 'aliento de cabra' le pregunta por ti a la madame –explicó y le hizo un gesto a Agnes con la cabeza, ante el cual se dio la vuelta para abrir un armario bastante grande que había en una esquina de la habitación-. Esta noche vas a necesitar parecer una cortesana, Agnes también te ayudará con eso. Esperaré fuera.
Así pues, el polaco salió por la puerta para dejarles intimidad y de nuevo se vio envuelto en otra molesta espera, vigilando en todo momento que a la madame no le diera por pasearse por allí, cosa que no era frecuente, pero tampoco imposible. Aun así, aquellos últimos nervios se disiparon con una velocidad más ridícula todavía cuando la puerta volvió a quedar abierta y Carolina apareció delante de Agnes. Un abrigo le cubría toda la ropa, preparada como estaba para salir a la calle, pero desde ahí podía verse el atuendo más provocador que se le venía a la mente, y sabía de sobras que sólo era porque en lugar de una cortesana común, se trataba de alguien tan distinguido como Carolina quien lo llevaba puesto, pero los ligueros y el corsé destacaban tanto que tuvo que parpadear un par de veces para regresar a la tierra.
Eh… Muchísimas gracias, Agnes, nunca terminaré de deberte ésta –logró farfullar-. ¡Venga, ahora sí que no hay tiempo que perder, el carruaje nos espera!
Sin más dilación, Carolina y Oscar salieron del burdel casi a hurtadillas y en menos de dos minutos ya estaban metidos en el carromato, directos a la casa protagonista de aquella noche de locuras.
En aquella ocasión, esperar a Carolina volvía a poner en juego su empleo. No se lo había comentado a la dama que conocía desde hacía pocos días, sin duda porque se sobreentendía y porque de todas maneras, Oscar no tenía intención de promocionar el mérito de su ayuda. No lo necesitaba, de hecho, iba a hacerla pasar por una cortesana y acudir a casa de un cliente que cada día pedía una remesa de carne prostituida, engañándole a él y como consecuencia, a los que organizaban el prostíbulo. Si había decidido llevar a cabo semejante riesgo, con la economía que tenía y siendo como era, recibir o no el agradecimiento de su nueva compañera de aventuras no se encontraba entre sus mayores preocupaciones. Pero estaba impaciente, demonios, jodidamente impaciente y hasta que la señorita Van de Valley no apareció por la puerta de atrás no dejó de sentir el hormigueo en sus dedos.
Rápido, sígueme –fue lo único que le dijo en un susurro y ni siquiera se dio cuenta de que le había cogido de la mano como rápido impulso antes de subir las escaleras con prisas y todo el silencio posible, que de todas maneras ya estaba siendo ahogado por las risas y el jolgorio habitual de las salas comunes y las habitaciones separadas-. La madame no puede verte, pero tienes que entrar de todas maneras –le explicó, mientras cruzaban un par de pasillos y entraban en una estancia muy pequeña. Allí había una cortesana esperándoles, un poco mayor que él. Por su aspecto no parecía gozar de una economía mejor que la de ellos, pero sin duda sabía sacarse partido y todo su porte irradiaba un potente atractivo que sin ser especialmente guapa, la hacía casi irresistible-. Te presento a Agnes, cuenta con mi total confianza y ha accedido a ayudarnos. 'Aliento de cabra' nos ha solicitado a ambos esta noche, pero a ella aún no la conoce. Sólo sabe que es rubia y de origen germano, así que encajarás perfectamente en la descripción. Agnes se marchará a Luxemburgo la semana que viene como intercambio a otro burdel, de esta manera tendremos una excusa creíble por si 'aliento de cabra' le pregunta por ti a la madame –explicó y le hizo un gesto a Agnes con la cabeza, ante el cual se dio la vuelta para abrir un armario bastante grande que había en una esquina de la habitación-. Esta noche vas a necesitar parecer una cortesana, Agnes también te ayudará con eso. Esperaré fuera.
Así pues, el polaco salió por la puerta para dejarles intimidad y de nuevo se vio envuelto en otra molesta espera, vigilando en todo momento que a la madame no le diera por pasearse por allí, cosa que no era frecuente, pero tampoco imposible. Aun así, aquellos últimos nervios se disiparon con una velocidad más ridícula todavía cuando la puerta volvió a quedar abierta y Carolina apareció delante de Agnes. Un abrigo le cubría toda la ropa, preparada como estaba para salir a la calle, pero desde ahí podía verse el atuendo más provocador que se le venía a la mente, y sabía de sobras que sólo era porque en lugar de una cortesana común, se trataba de alguien tan distinguido como Carolina quien lo llevaba puesto, pero los ligueros y el corsé destacaban tanto que tuvo que parpadear un par de veces para regresar a la tierra.
Eh… Muchísimas gracias, Agnes, nunca terminaré de deberte ésta –logró farfullar-. ¡Venga, ahora sí que no hay tiempo que perder, el carruaje nos espera!
Sin más dilación, Carolina y Oscar salieron del burdel casi a hurtadillas y en menos de dos minutos ya estaban metidos en el carromato, directos a la casa protagonista de aquella noche de locuras.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Nunca creí verme envuelta en una aventura semejante, donde las notas de un lejano piano nos conducían a la boca de un lobo hambriento. O más bien debería decir una cabra. Era como si aquel instrumento encantado escribiese la historia de un joven y una vampiresa unidos por un extraño acuerdo. El caballero y la princesa –o tal vez debería decir “villana”, dado los atributos de los que alardeábamos nosotros, los vampiros- en una búsqueda sin posible retorno.
Sin embargo, no era yo la que más arriesgaba en esa batalla, si no mi joven acompañante. ”El héroe sacrificado”. Qué había visto él en mí para arriesgar su controvertido empleo por prestar su generosa ayuda a una desconocida era algo que todavía me confundía. Y qué estaría pensando yo al inmiscuirle en algo tan absurdo como lo era un viejo piano –por muy apreciado que hubiera sido para Friedrich-, tampoco lo sabía. Pero allí estaba yo, camino de aquel encuentro disparatado.
La travesía hacia el burdel fue menos azarosa de lo que había esperado. No alquilé ningún coche de caballos, ya que tampoco lo necesitaba. El burdel sólo quedaba a unas cuantas manzanas de la Plaza Vendôme,y, además, no quería involucrar a nadie más en aquella atropellada carrera, mucho menos a un cochero desconocido.
El señor Llobregat –debería empezar a acostumbrarme a llamarlo por su nombre de pila- estaba esperando en la parte trasera. El frío dejaba escapar el vaho de sus labios, pero no de los míos. Esperaba que estuviera demasiado concentrado en la jugarreta que debíamos tender a la madame del burdel para darse cuenta de ese pequeño detalle. Lo seguí, tal como él me había indicado, hasta que me condujo a una de las habitaciones. Nunca había explorado el interior de un lugar como aquel, y ahora que estaba allí dentro descubrí que, en realidad, no se diferenciaba mucho de cualquier casa de clase media, con especial gusto en la decoración del papel de las paredes y las cortinas. Allí me presentó a nuestra compinche en el crimen; una rubia Agnes, esbelta y bonita.
-Encantada –después de las presentaciones convenientes, Agnes me llevó al interior de su habitación. Hablamos un poco mientras me vestía. Acerca de su niñez, cómo la madame había sido tan amable de recogerla de las calles y darle, al menos, un trabajo con el que poder comer, y su relación con Oscar, al que parecía unirle una sincera amistad.
Cuando Agnes terminó y me puso delante del espejo ovalado para que me viera, las palabras se truncaron en mis labios. Nunca, jamás, me habría imaginado llevando ropas tan provocativas como aquellas. El corsé perlado de diminutos diamantes brillaban en un oleaje de lágrimas cristalinas a la luz danzarina de los candiles, con formas que se asemejaban a un mar de plata embravecido y que terminaba, demasiado pronto para mi gusto, para abrirse en una bonita falda de satén púrpura. No me quité los guantes largos por motivos más que evidentes y es que, si no podia evitar cualquier contacto demasiado próximo, al menos pretendía eludir cualquier cosa que pudiera hacer levantar sospechas de mi verdadera condición. Por último, Agnes me cubrió con un abrigo largo y así salí al amparo del frío. No sin antes despedirme y agradecerle encarecidamente lo que había hecho.
Una vez en el carruaje, solté una bocanada de aire. Lo peor estaba por venir, y no dejaba de mirar incesantemente por la ventanilla del carromato, esperando toparme ya con la mansión que Oscar me había descrito.
-Es… Es la primera que hago algo así, ¿sabes? –comenté de pronto. En aquellos momentos tenía la necesidad de hablar aunque solo fuera por el breve tiempo que el carruaje tardase en llegar. No me di cuenta de cuando había empezado a tutearle por fin-Espero que salga todo bien. Sobre todo por ti. No… Bueno, no ignoro que esto es más arriesgado para ti que para mí -torcí el gesto y volví a mirar por la ventana. Ya estábamos allí.
Al llegar a la puerta de la mansión, situada en una de las zonas más lujosas de la capital, cerré los ojos y dejé escapar unas palabras en mi idioma natal, como si aquello fuera a infundirme fuerzas. Luego miré a mi compañero, y, sin pensármelo demasiado, fui a llamar a la puerta cuando un hombre de mediana edad, alto y con el pelo azabache engominado asomó una nariz ganchuda por la puerta.
-Ah, señor Llobregat, tan puntual como siempre. El señor Signoret vendrá enseguida a recibirle a usted a su compañera -el mayordomo de fuerte acento inglés desapareció en la oscuridad de la entrada de la casa, dejándonos a Oscar y a mi solos.
Sin embargo, no era yo la que más arriesgaba en esa batalla, si no mi joven acompañante. ”El héroe sacrificado”. Qué había visto él en mí para arriesgar su controvertido empleo por prestar su generosa ayuda a una desconocida era algo que todavía me confundía. Y qué estaría pensando yo al inmiscuirle en algo tan absurdo como lo era un viejo piano –por muy apreciado que hubiera sido para Friedrich-, tampoco lo sabía. Pero allí estaba yo, camino de aquel encuentro disparatado.
La travesía hacia el burdel fue menos azarosa de lo que había esperado. No alquilé ningún coche de caballos, ya que tampoco lo necesitaba. El burdel sólo quedaba a unas cuantas manzanas de la Plaza Vendôme,y, además, no quería involucrar a nadie más en aquella atropellada carrera, mucho menos a un cochero desconocido.
El señor Llobregat –debería empezar a acostumbrarme a llamarlo por su nombre de pila- estaba esperando en la parte trasera. El frío dejaba escapar el vaho de sus labios, pero no de los míos. Esperaba que estuviera demasiado concentrado en la jugarreta que debíamos tender a la madame del burdel para darse cuenta de ese pequeño detalle. Lo seguí, tal como él me había indicado, hasta que me condujo a una de las habitaciones. Nunca había explorado el interior de un lugar como aquel, y ahora que estaba allí dentro descubrí que, en realidad, no se diferenciaba mucho de cualquier casa de clase media, con especial gusto en la decoración del papel de las paredes y las cortinas. Allí me presentó a nuestra compinche en el crimen; una rubia Agnes, esbelta y bonita.
-Encantada –después de las presentaciones convenientes, Agnes me llevó al interior de su habitación. Hablamos un poco mientras me vestía. Acerca de su niñez, cómo la madame había sido tan amable de recogerla de las calles y darle, al menos, un trabajo con el que poder comer, y su relación con Oscar, al que parecía unirle una sincera amistad.
Cuando Agnes terminó y me puso delante del espejo ovalado para que me viera, las palabras se truncaron en mis labios. Nunca, jamás, me habría imaginado llevando ropas tan provocativas como aquellas. El corsé perlado de diminutos diamantes brillaban en un oleaje de lágrimas cristalinas a la luz danzarina de los candiles, con formas que se asemejaban a un mar de plata embravecido y que terminaba, demasiado pronto para mi gusto, para abrirse en una bonita falda de satén púrpura. No me quité los guantes largos por motivos más que evidentes y es que, si no podia evitar cualquier contacto demasiado próximo, al menos pretendía eludir cualquier cosa que pudiera hacer levantar sospechas de mi verdadera condición. Por último, Agnes me cubrió con un abrigo largo y así salí al amparo del frío. No sin antes despedirme y agradecerle encarecidamente lo que había hecho.
Una vez en el carruaje, solté una bocanada de aire. Lo peor estaba por venir, y no dejaba de mirar incesantemente por la ventanilla del carromato, esperando toparme ya con la mansión que Oscar me había descrito.
-Es… Es la primera que hago algo así, ¿sabes? –comenté de pronto. En aquellos momentos tenía la necesidad de hablar aunque solo fuera por el breve tiempo que el carruaje tardase en llegar. No me di cuenta de cuando había empezado a tutearle por fin-Espero que salga todo bien. Sobre todo por ti. No… Bueno, no ignoro que esto es más arriesgado para ti que para mí -torcí el gesto y volví a mirar por la ventana. Ya estábamos allí.
Al llegar a la puerta de la mansión, situada en una de las zonas más lujosas de la capital, cerré los ojos y dejé escapar unas palabras en mi idioma natal, como si aquello fuera a infundirme fuerzas. Luego miré a mi compañero, y, sin pensármelo demasiado, fui a llamar a la puerta cuando un hombre de mediana edad, alto y con el pelo azabache engominado asomó una nariz ganchuda por la puerta.
-Ah, señor Llobregat, tan puntual como siempre. El señor Signoret vendrá enseguida a recibirle a usted a su compañera -el mayordomo de fuerte acento inglés desapareció en la oscuridad de la entrada de la casa, dejándonos a Oscar y a mi solos.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Oscar podría haber dicho que también era la primera vez que hacía algo así, pero sus palabras de asentimiento fueron frenadas por ese sucedáneo de reflexión y experiencia que le decía siempre que de una frase tan aparentemente inofensiva, en su caso podría ser interpretada de varias maneras. Ya que, ¿qué era exactamente ‘algo así’ para Carolina y qué lo era para una persona con una vida como la del polaco de achaques altruistas? Quizá debería atajarlo por ahí y hablar de que él tampoco había puesto nunca su empleo en peligro por ayudar desinteresadamente a una desconocida, porque antes de que volvieran a frenarle sus propios pensamientos dedicados a hacer recuento entre sus memorias, Oscar distinguió perfectamente la exclusividad de aquel suceso que ahora experimentaba. Pues no era lo mismo llegar tarde al burdel o tomarse más libertades de las que debía como cortesano de clase media, igual que ya había hecho con contadísimas personas como Kharalian, que usar directamente su propio trabajo como medio para favorecer a los demás a riesgo de que eso significara perderlo para siempre. De modo que sí, seguramente para él también fuese ‘la primera vez que hacía algo así’. Ojalá ese equilibrio que mostraban entre ambos les sirviera de algo en aquella cruzada que les estaba esperando al otro lado de la puerta.
No fue hasta que el mayordomo les dejó solos, que cayó en la cuenta de algo muy, muy importante. ¡Joder, qué subnormal! ¿Cómo coño se le había pasado por alto? Lo había estado planeando todo con lógica y delicadeza para introducir a Carolina en la casa de uno de sus clientes más caros sin levantar sospechas, ni de él ni de la gerencia del prostíbulo, pero no había pensado en qué pasaría, si ‘aliento de cabra’ decidía hacer uso de la mercancía por la que había pagado y le ponía las manos encima… Obviamente a Oscar no le iba a suponer un problema porque trabajaba en eso, independientemente de la aversión que sintiera hacia ese hombre en cuestión; tenía sus recursos. Pero Carolina no, y como era de suponer, recurrir a esa clase de métodos no iba a dejarla indiferente. Probablemente ella ya lo habría considerado con frialdad e iría mentalizada ante la repugnante existencia de esa posibilidad, no obstante, eso no hacía que el joven se sintiera mejor, no quería que tuviera que sacrificarse hasta ese punto, le importaba tres pares de cojones que aquel piano le mereciera la pena. Pondría toda la carne en el asador para tratar de evitarlo, a pesar de que se hubiera quedado en blanco y aún no se le ocurriera la manera más sutil de cumplir con la misión y evitar que Carolina tuviese que llevar tan lejos su papel de prostituta.
Al parecer, nunca era mal momento para volverse a preguntar dónde se había metido.
Si no recuerdo mal, creo que guardaba el piano en el comedor –le susurró-. No siempre nos lleva allí, así que tenemos que ingeniárnoslas para que lo haga sí o sí.
En ese momento, el señor Signoret, como lo conocían algunos (todos aquellos que no hubieran tenido la desgracia de hacerlo en la cama), hizo acto de presencia. Contrario a lo que se hubiera imaginado todo el mundo por su apodo, no era un hombre especialmente feo (claro que su bigote parecía más bien una babosa aplastada contra el cristal de una ventana) pero sí que transmitía esa pringosa sensación de quienes sabías que estaban continuamente pensando en obscenidades, además de ser muy propenso a sudar y relamerse continuamente los labios con la punta de la lengua al tiempo que no te quitaba ojo de encima. Estuvo un buen rato alabando los atributos físicos de ambos, a lo que Oscar aprovechó para fijarse mejor en la guisa de Carolina sin resultar especialmente descarado. Si ya era una mujer de beldad apabullante cubierta al completo con la capa de su abrigo, lo de aquellos momentos habría conseguido enmudecer de golpe a cualquier panda de charlatanes intelectuales, así que, en contraste a lo que le sugería la imagen medio en cueros de la rubia, le asqueó pensar en la de fantasías que estaría planeando su jodido cliente mientras la contemplaba.
Así que ésta es la tal Agnes, eh… ¡No has podido escoger una compañera mejor para esta noche, ni te haces una idea de las ganas de probar cosas nuevas con las que me he levantado hoy! -se alegró el tipejo, al que sólo le faltaba frotarse las manos- Tan complaciente como siempre, Oscar, incluso cuando no tiene que ver contigo… -murmuró para, a continuación, dejar de mirar a la mujer y centrarse en el género masculino. Y la verdad es que el aspecto del polaco tampoco se quedaba atrás, con esa camisa holgada de terciopelo negro que dejaba a la vista sus clavículas, seguida de esos pantalones de cuero, firmes y varoniles, como de mozo de cuadras. Mientras el otro terminaba de darse su propio festín visual, Oscar miró unos segundos más hacia Carolina, alzando la vista hacia sus ojos para transmitirle lo más parecido a los ánimos que podía ofrecerle en aquella situación que requería tanto de las dotes interpretativas de ambos- ¿Por qué no me seguís al interior de la casa? Tú te sabes el camino de sobras, pero Agnes aún no está familiarizada… ¿Me permites, querida? –preguntó con falsa cortesía, antes de ofrecerle la mano para que la tomara y así conducirla por los pasillos como si de una invitada real se tratara.
Oscar intentó no chistar por todos los medios y les siguió, en tanto pensaba que 'puto vicioso' con toda su rabia.
No fue hasta que el mayordomo les dejó solos, que cayó en la cuenta de algo muy, muy importante. ¡Joder, qué subnormal! ¿Cómo coño se le había pasado por alto? Lo había estado planeando todo con lógica y delicadeza para introducir a Carolina en la casa de uno de sus clientes más caros sin levantar sospechas, ni de él ni de la gerencia del prostíbulo, pero no había pensado en qué pasaría, si ‘aliento de cabra’ decidía hacer uso de la mercancía por la que había pagado y le ponía las manos encima… Obviamente a Oscar no le iba a suponer un problema porque trabajaba en eso, independientemente de la aversión que sintiera hacia ese hombre en cuestión; tenía sus recursos. Pero Carolina no, y como era de suponer, recurrir a esa clase de métodos no iba a dejarla indiferente. Probablemente ella ya lo habría considerado con frialdad e iría mentalizada ante la repugnante existencia de esa posibilidad, no obstante, eso no hacía que el joven se sintiera mejor, no quería que tuviera que sacrificarse hasta ese punto, le importaba tres pares de cojones que aquel piano le mereciera la pena. Pondría toda la carne en el asador para tratar de evitarlo, a pesar de que se hubiera quedado en blanco y aún no se le ocurriera la manera más sutil de cumplir con la misión y evitar que Carolina tuviese que llevar tan lejos su papel de prostituta.
Al parecer, nunca era mal momento para volverse a preguntar dónde se había metido.
Si no recuerdo mal, creo que guardaba el piano en el comedor –le susurró-. No siempre nos lleva allí, así que tenemos que ingeniárnoslas para que lo haga sí o sí.
En ese momento, el señor Signoret, como lo conocían algunos (todos aquellos que no hubieran tenido la desgracia de hacerlo en la cama), hizo acto de presencia. Contrario a lo que se hubiera imaginado todo el mundo por su apodo, no era un hombre especialmente feo (claro que su bigote parecía más bien una babosa aplastada contra el cristal de una ventana) pero sí que transmitía esa pringosa sensación de quienes sabías que estaban continuamente pensando en obscenidades, además de ser muy propenso a sudar y relamerse continuamente los labios con la punta de la lengua al tiempo que no te quitaba ojo de encima. Estuvo un buen rato alabando los atributos físicos de ambos, a lo que Oscar aprovechó para fijarse mejor en la guisa de Carolina sin resultar especialmente descarado. Si ya era una mujer de beldad apabullante cubierta al completo con la capa de su abrigo, lo de aquellos momentos habría conseguido enmudecer de golpe a cualquier panda de charlatanes intelectuales, así que, en contraste a lo que le sugería la imagen medio en cueros de la rubia, le asqueó pensar en la de fantasías que estaría planeando su jodido cliente mientras la contemplaba.
Así que ésta es la tal Agnes, eh… ¡No has podido escoger una compañera mejor para esta noche, ni te haces una idea de las ganas de probar cosas nuevas con las que me he levantado hoy! -se alegró el tipejo, al que sólo le faltaba frotarse las manos- Tan complaciente como siempre, Oscar, incluso cuando no tiene que ver contigo… -murmuró para, a continuación, dejar de mirar a la mujer y centrarse en el género masculino. Y la verdad es que el aspecto del polaco tampoco se quedaba atrás, con esa camisa holgada de terciopelo negro que dejaba a la vista sus clavículas, seguida de esos pantalones de cuero, firmes y varoniles, como de mozo de cuadras. Mientras el otro terminaba de darse su propio festín visual, Oscar miró unos segundos más hacia Carolina, alzando la vista hacia sus ojos para transmitirle lo más parecido a los ánimos que podía ofrecerle en aquella situación que requería tanto de las dotes interpretativas de ambos- ¿Por qué no me seguís al interior de la casa? Tú te sabes el camino de sobras, pero Agnes aún no está familiarizada… ¿Me permites, querida? –preguntó con falsa cortesía, antes de ofrecerle la mano para que la tomara y así conducirla por los pasillos como si de una invitada real se tratara.
Oscar intentó no chistar por todos los medios y les siguió, en tanto pensaba que 'puto vicioso' con toda su rabia.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
No sabía qué línea estaría dispuesta a cruzar para recuperar el piano que hubiera pertenecido a Friedrich tanto tiempo atrás. Tampoco sabía por qué él había creído con tanta urgencia –tanta incluso que dedicó sus últimas palabras al dichoso instrumento- que llegase a mí de alguna u otra forma. Pensaba, y esperaba, que todas aquellas respuestas llegaran una vez -¡por fin!- pudiera contemplar más de cerca el premio de tanto alboroto desconsiderado. Traté de sonreír y parecer complaciente con el tal Aliento de cabra –porque para mis adentros ya había empezando a llamarlo así- con la idea de que todo pareciera de lo más relajada, aunque para ser sinceros, por dentro sentía una inquietud constante. Pero, si de algo he aprendido a ser maestra todo este tiempo era de ser capaz de disimular todas mis conmociones interiores, para bien o para mal.
Acepté su orferta y caminamos hacia el interior. Era una casa, cuanto menos, peculiar. El papel de las paredes y la alfombra persa se ajustaban perfectamente a la moda de la época, sin embargo, era la decoración lo que resultaba singular. Apoyado en una esquina se encontraba un autómata de las medidas de una persona real, que observaba todo nuestro paseo desde la lejanía. Las puertas que conducían a las distintas dependencias daban la sensación de ser un pegote amarillo y rojo -que nada tendría que envidiar a la tela de una carpa circenses- en medio de aquella aleación de rojos, marrones de madera y blanco de mármol. Aquello me dio una idea del punto de extravagancia y excentricidad de nuestro anfitrión. ¿Era posible que por eso hubiese reparado en el piano de Friedrich? ¿Qué tenía de especial el instrumento?
-Tiene una casa muy particular, monsieur –comenté sin sorna.
-Sí, me gusta lo único, ¿sabe, Agnes? Vivir en una casa igual o parecida a las demás, bueno, es muy aburrido –se rió, yo esbocé una sonrisa y a continuación compartí una mirada significativa con mi compañero, que andaba cerca de nosotros con la mandíbula apretada y expresión fría.
-Imagino que cada pieza que tiene aquí es exclusiva, ¿no? –seguí hablando, con un fingido tono de admiración, esperando que aquellas alabanzas hacia su extraño gusto de la decoración surtiese algún efecto en su vanidad.
-Por supuesto, querida. Algunas de las piezas que ve aquí son únicas en el mundo.
Simulé sorpresa otra vez, luego seguimos andando un rato más. Subimos las escaleras de caracol y llegamos a la segunda planta. De nuevo, otro autómata de cuerpo antropomórfico y cabeza de lobo salió al paso para recibirnos. La cabeza giró tres centímetros hacia nuestro lado, abrió las fauces mecánicas y aulló. Aquello me puso los pelos de punta al recordar a los enemigos ancestrales de los míos.
-Vaya. Dominique se debió olvidar de apagarlo. La cabeza de lobo es real. La cacé yo mismo, ¿sabéis? –dijo, volviéndose también hacia Oscar-Y luego encargué que la unieran a este autómata. Impresionante labor de ingeniería, ¿no? –se jactó. Yo asentí, continuando con el teatro, disimulando la repulsión.
-Monsieur Signoret, si no es mucho inconveniente, me gustaría que nos enseñase más de la casa antes de ponernos, bueno, con el trabajo. Nunca he estado en una igual –él pareció pensárselo unos segundos, segundos en los que yo me debatí interiormente pensando si en algún momento me habría salido de mi papel asignado para aquella noche. ¿Cuantas de sus visitas nocturnas le habrían hecho la misma petición? Finalmente asintió, para alivio mío y, posiblemente, de Oscar también. Con un poco de suerte, estaría a unos metros del ansiado piano.
Acepté su orferta y caminamos hacia el interior. Era una casa, cuanto menos, peculiar. El papel de las paredes y la alfombra persa se ajustaban perfectamente a la moda de la época, sin embargo, era la decoración lo que resultaba singular. Apoyado en una esquina se encontraba un autómata de las medidas de una persona real, que observaba todo nuestro paseo desde la lejanía. Las puertas que conducían a las distintas dependencias daban la sensación de ser un pegote amarillo y rojo -que nada tendría que envidiar a la tela de una carpa circenses- en medio de aquella aleación de rojos, marrones de madera y blanco de mármol. Aquello me dio una idea del punto de extravagancia y excentricidad de nuestro anfitrión. ¿Era posible que por eso hubiese reparado en el piano de Friedrich? ¿Qué tenía de especial el instrumento?
-Tiene una casa muy particular, monsieur –comenté sin sorna.
-Sí, me gusta lo único, ¿sabe, Agnes? Vivir en una casa igual o parecida a las demás, bueno, es muy aburrido –se rió, yo esbocé una sonrisa y a continuación compartí una mirada significativa con mi compañero, que andaba cerca de nosotros con la mandíbula apretada y expresión fría.
-Imagino que cada pieza que tiene aquí es exclusiva, ¿no? –seguí hablando, con un fingido tono de admiración, esperando que aquellas alabanzas hacia su extraño gusto de la decoración surtiese algún efecto en su vanidad.
-Por supuesto, querida. Algunas de las piezas que ve aquí son únicas en el mundo.
Simulé sorpresa otra vez, luego seguimos andando un rato más. Subimos las escaleras de caracol y llegamos a la segunda planta. De nuevo, otro autómata de cuerpo antropomórfico y cabeza de lobo salió al paso para recibirnos. La cabeza giró tres centímetros hacia nuestro lado, abrió las fauces mecánicas y aulló. Aquello me puso los pelos de punta al recordar a los enemigos ancestrales de los míos.
-Vaya. Dominique se debió olvidar de apagarlo. La cabeza de lobo es real. La cacé yo mismo, ¿sabéis? –dijo, volviéndose también hacia Oscar-Y luego encargué que la unieran a este autómata. Impresionante labor de ingeniería, ¿no? –se jactó. Yo asentí, continuando con el teatro, disimulando la repulsión.
-Monsieur Signoret, si no es mucho inconveniente, me gustaría que nos enseñase más de la casa antes de ponernos, bueno, con el trabajo. Nunca he estado en una igual –él pareció pensárselo unos segundos, segundos en los que yo me debatí interiormente pensando si en algún momento me habría salido de mi papel asignado para aquella noche. ¿Cuantas de sus visitas nocturnas le habrían hecho la misma petición? Finalmente asintió, para alivio mío y, posiblemente, de Oscar también. Con un poco de suerte, estaría a unos metros del ansiado piano.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Ir al límite siempre había sido algo digno de admirar, o por lo menos, de analizar con respeto; tratar de sacarle todo el meollo a la vida, a algo de la vida, y romper con la frígida monotonía de un mundo sin esfuerzo ni novedad. Era consciente de que eso abría el campo a muchísimos locos de atar, cuyo fin seguramente no justificaría sus medios para eso de 'ir al límite', pero la discriminación nunca había sido plato de buen gusto (no siempre correspondido) en la mesa que compartía el joven Llobregat con los demás seres humanos. Seres vivos, en general, ya había quedado demostrada la necesidad de puntualización con el verdadero origen de la misteriosa vampira que lo impulsó a dejar su país natal, y que también estaba a punto de corroborarse esa misma noche, a pesar de que él todavía no lo supiera. Que de todas maneras, estaba claro que sabía muy pocas cosas en lo que a esa noche se refería, incluso si 'el plan' había salido de su propia cabeza. Bravo, Oscar, bravo.
Ah, sí, casi había olvidado los excéntricos cachivaches de 'aliento de cabra', más interesantes que él mismo, eso por descontado, pero no por ello menos turbios, que hacían que el escenario fuera algo cada vez más y más enrevesado, y ellos ya tenían muy claro que habían acudido a un ambiente que, tarde o temprano, acabaría degenerando por algún lado. Seguramente los autómatas serían lo menos raro que presenciarían en aquella casa, y Carolina así debía creerlo también, porque eso no la había amedrentado, sino que le había dado la oportunidad idónea para que ese cerdo les hiciera recorrer más estancias de la casa, además del dormitorio. Claro que el dormitorio era demasiado convencional para un hombre como el señor Signoret, y seguro que en su caso, se trataba de algo más malo que bueno. De cualquier modo, el vicioso cliente siguió conduciéndoles con orgullo por sus pasillos y estancias, sin sospechar nada, tan ocupado con su propio festín de hormonas como debía estar, hasta que por fin llegó al lugar que interesaba: el maldito salón donde reposaba el piano de cola que lo había provocado todo. Quieto, como cualquier objeto inanimado, aseado y casi normal, sin esperarse una visita que venía expresamente a por él. O quizá sí.
Oscar le hizo una señal con la cabeza a la mujer para que le confirmara con un vistazo si, efectivamente, era lo que buscaba, ya que el primer riesgo de la velada (y también el más insalvablemente estúpido) estaba allí, en la posibilidad de que lo hubieran comprometido todo para que después no hubiera nada por lo que comprometerse. Gracias a lo que cada cual prefiriera llamar 'Dios', no fue así y el chico pudo leer perfectamente la expresión de pequeño triunfo que se asomaba desde los preciosos ojos de su acompañante, y que desgraciadamente también fue interrumpido por los babeos interminables de su anfitrión.
Y éste es el salón, preciosa, o comedor dependiendo de mis designios. Tal vez, y esto no deberéis airearlo mucho porque me siento infinitamente orgulloso de todo mi hogar y así sin distinciones es como quiero que siga siendo oficialmente, mi lugar favorito. De ahí que sea también el que he elegido para nosotros… -y pronunció ese 'nosotros' con una perversidad que no dejó trabajo alguno a la imaginación- Tomad asiento los dos en ese diván, por favor. Así, muy bien. ¿Veis? Encaja perfectamente con vuestra gracia, sois una decoración estupenda para mi comedor, y ojalá pudierais serlo más a menudo… -El tipo se había colocado de pie frente al diván en el que acababan de acomodarse (claro que para eso directamente tendrían que sentirse cómodos, cosa difícil) Oscar y Carolina, en tanto se servía una copa de vino de una cubitera excesivamente ornamentada que había entre el mobiliario- Querida Agnes, veo que estás muy entretenida contemplando mi laboriosa creación de espacio y me parece perfectamente comprensible, pero centrémonos un poco en lo que está a punto de suceder. ¿No te parece? –apuntó, y acto seguido, su rostro expresó el mayor de los libertinajes antes de proseguir- Háblame de ti y de Oscar: ¿En el burdel os permiten mantener relaciones entre vosotros, los cortesanos? Sea la respuesta afirmativa o negativa, ¿alguna vez has deseado a algún compañero de trabajo? Fíjate bien en el que tienes junto a ti, querida… Sería el modelo perfecto para una escultura griega, ¿no crees? ¿Acaso es capaz de escapar a tus tentaciones personales o más bien no tienes nada con lo que fantasear porque ya has tenido la oportunidad de esculpirle, bella Agnes?
Sin lugar a dudas, sus intenciones eran lo más asquerosamente llamativo de toda la sala… Al parecer, nadie saldría vivo de allí por sutil.
Ah, sí, casi había olvidado los excéntricos cachivaches de 'aliento de cabra', más interesantes que él mismo, eso por descontado, pero no por ello menos turbios, que hacían que el escenario fuera algo cada vez más y más enrevesado, y ellos ya tenían muy claro que habían acudido a un ambiente que, tarde o temprano, acabaría degenerando por algún lado. Seguramente los autómatas serían lo menos raro que presenciarían en aquella casa, y Carolina así debía creerlo también, porque eso no la había amedrentado, sino que le había dado la oportunidad idónea para que ese cerdo les hiciera recorrer más estancias de la casa, además del dormitorio. Claro que el dormitorio era demasiado convencional para un hombre como el señor Signoret, y seguro que en su caso, se trataba de algo más malo que bueno. De cualquier modo, el vicioso cliente siguió conduciéndoles con orgullo por sus pasillos y estancias, sin sospechar nada, tan ocupado con su propio festín de hormonas como debía estar, hasta que por fin llegó al lugar que interesaba: el maldito salón donde reposaba el piano de cola que lo había provocado todo. Quieto, como cualquier objeto inanimado, aseado y casi normal, sin esperarse una visita que venía expresamente a por él. O quizá sí.
Oscar le hizo una señal con la cabeza a la mujer para que le confirmara con un vistazo si, efectivamente, era lo que buscaba, ya que el primer riesgo de la velada (y también el más insalvablemente estúpido) estaba allí, en la posibilidad de que lo hubieran comprometido todo para que después no hubiera nada por lo que comprometerse. Gracias a lo que cada cual prefiriera llamar 'Dios', no fue así y el chico pudo leer perfectamente la expresión de pequeño triunfo que se asomaba desde los preciosos ojos de su acompañante, y que desgraciadamente también fue interrumpido por los babeos interminables de su anfitrión.
Y éste es el salón, preciosa, o comedor dependiendo de mis designios. Tal vez, y esto no deberéis airearlo mucho porque me siento infinitamente orgulloso de todo mi hogar y así sin distinciones es como quiero que siga siendo oficialmente, mi lugar favorito. De ahí que sea también el que he elegido para nosotros… -y pronunció ese 'nosotros' con una perversidad que no dejó trabajo alguno a la imaginación- Tomad asiento los dos en ese diván, por favor. Así, muy bien. ¿Veis? Encaja perfectamente con vuestra gracia, sois una decoración estupenda para mi comedor, y ojalá pudierais serlo más a menudo… -El tipo se había colocado de pie frente al diván en el que acababan de acomodarse (claro que para eso directamente tendrían que sentirse cómodos, cosa difícil) Oscar y Carolina, en tanto se servía una copa de vino de una cubitera excesivamente ornamentada que había entre el mobiliario- Querida Agnes, veo que estás muy entretenida contemplando mi laboriosa creación de espacio y me parece perfectamente comprensible, pero centrémonos un poco en lo que está a punto de suceder. ¿No te parece? –apuntó, y acto seguido, su rostro expresó el mayor de los libertinajes antes de proseguir- Háblame de ti y de Oscar: ¿En el burdel os permiten mantener relaciones entre vosotros, los cortesanos? Sea la respuesta afirmativa o negativa, ¿alguna vez has deseado a algún compañero de trabajo? Fíjate bien en el que tienes junto a ti, querida… Sería el modelo perfecto para una escultura griega, ¿no crees? ¿Acaso es capaz de escapar a tus tentaciones personales o más bien no tienes nada con lo que fantasear porque ya has tenido la oportunidad de esculpirle, bella Agnes?
Sin lugar a dudas, sus intenciones eran lo más asquerosamente llamativo de toda la sala… Al parecer, nadie saldría vivo de allí por sutil.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Si mi cuerpo todavía pudiese reaccionar como el de una persona viva, seguramente un sudor frío hubiera empezado a atenazar mis manos y frente. Pero, bueno, ¿qué te esperabas? ¿Que esto iba a ser salir y entrar como si fuésemos dos furtivos bandidos? El diván era de un aterciopelado azulón, confortable sólo para aquellos que realmente supieran lo que hacían. No era mi caso en esos momentos. Por Dios, si es que realmente existía, que esperaba que el piano fuera una talla de ángeles para que tuviéramos que pasar por toda esa pérfida pantomima.
-No se nos permite relaciones personales entre nosotros, salvo por asuntos de trabajo. -me removí en el asiento. No tenía ni pajolera idea, claro está, de las normas que regían la casa de citas de Oscar. Le lancé una mirada de súplica a mi acompañante, con la intención de que él interviniera en cualquier momento. Claro que las preguntas seguían estando dirigidas a mí.
¿Que me fijase bien en los mediterráneos rasgos de mi compañero? Acabáramos. Si precisamente había sido esos tributos de Don Juan ibérico por lo que estábamos ahora mismo los dos en situación tan comprometida. En ese momento ya no sabía si maldecir el casual encuentro en la cafetería o agradecerlo.
-Me temo que se equivoca, monsieur. La relación que nos une a Oscar y a mi es la de compañeros de trabajo y buenos amigos -contesté, tratando de hacerlo sonar natural, pero creo que de tan natural que intenté insuflar aquella conversación tan poco conveniente quedó tan mecanizado que mis respuestas no surtieron el efecto sensual que nuestro "cliente" estaría buscando.
Desde luego, Carolina, eres la peor concubina de la historia.
-No se nos permite relaciones personales entre nosotros, salvo por asuntos de trabajo. -me removí en el asiento. No tenía ni pajolera idea, claro está, de las normas que regían la casa de citas de Oscar. Le lancé una mirada de súplica a mi acompañante, con la intención de que él interviniera en cualquier momento. Claro que las preguntas seguían estando dirigidas a mí.
¿Que me fijase bien en los mediterráneos rasgos de mi compañero? Acabáramos. Si precisamente había sido esos tributos de Don Juan ibérico por lo que estábamos ahora mismo los dos en situación tan comprometida. En ese momento ya no sabía si maldecir el casual encuentro en la cafetería o agradecerlo.
-Me temo que se equivoca, monsieur. La relación que nos une a Oscar y a mi es la de compañeros de trabajo y buenos amigos -contesté, tratando de hacerlo sonar natural, pero creo que de tan natural que intenté insuflar aquella conversación tan poco conveniente quedó tan mecanizado que mis respuestas no surtieron el efecto sensual que nuestro "cliente" estaría buscando.
Desde luego, Carolina, eres la peor concubina de la historia.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Sin duda, la señorita Van de Valley acababa de sentirse más embarazosa que en toda la velada, y eso que todavía no había visto de lo que era capaz su anfitrión… En aquellos minutos de tensión acumulada, Oscar volvió a sentirse un maldito inútil inconsciente, sensación claramente protagonista desde que habían entrado en la casa y se habían dado de bruces contra la realidad de su plan. Plan que aunque hubiera sido idea del cortesano, Carolina había aprobado previamente, o de lo contrario, ninguno de los dos estaría allí ahora mismo, con el corazón en un puño y las entrañas, en el otro. No había culpables, aunque tal vez sí unas cuantas víctimas. Era imposible que no se hablara de víctimas, al tener que aguantar a semejante individuo como el que tenían frente a ellos, repleto de babas. ¿El condenado pianito no podía haber ido a parar a las manos de una monja que hiciera pastelitos de miel a las visitas? Claro que ésas no iban a los burdeles… En fin, basta. Había que actuar deprisa, o eso no acabaría jamás.
Debemos reservarnos para quienes precisan de nosotros, seguro que vos lo entendéis… –añadió lo mejor que pudo, tras recibir la mirada de socorro de la mujer- Además, Agnes y yo no siempre podemos vernos a menudo, ella suele trabajar fuera, como bien os informaron nuestros jefes –apuntó, y así continuó garantizándose una buena vía de escape para que la aventura de aquella noche no transgrediera más allá. Demasiadas cosas había en juego y cualquier oportunidad, era poca.
Al escuchar cómo la rubia trataba de ponerle punto y final a la ocurrencia de que entre ambos pudiera haber 'algo', Oscar se dio cuenta de que ni siquiera le había confirmado si el instrumento era el que buscaba. Suponía que estaría demasiado nerviosa, a fin de cuentas había sido entonces cuando el cerdo de turno les había interrumpido, y ahora cualquier gesto o mirada que se dieran estaría codiciosamente vigilado. El polaco trataba de pensar tan deprisa que, al final, todo acababa agolpándose sin sentido en un mismo rincón de su mente, e incluso llegó a juzgar con suspicacia el que su amiga se molestara en hacer tanto hincapié en que sólo 'eran compañeros de trabajo'. Pero el hombre no tenía cinco años, ante la perspectiva de quedarse desempleado y con una persona inocente como daño colateral, no iba a ponerse a pensar en si la chica que le gustaba le correspondería. No estaba haciendo eso para ganar méritos y menos de ese tipo (¡el cortesano era él, maldita sea!). A decir verdad, cada vez que se paraba a pensarlo un poco, no sabía decir exactamente por qué demonios estaba haciéndolo, pero el altruismo acababa siendo la respuesta implícita, le gustara o no. A pesar de la ponzoña con la que había vivido desde su nacimiento, tenía que ir a descubrir el alcance de su esperanza en la humanidad mientras ponía en peligro su propio sustento económico. Un romántico incurable.
Parece que uno de los talentos de nuestra Agnes es hacerse la modosita –replicó 'aliento de cabra', con una mueca de desaprobación que disimuló torpemente con una sonrisa. Aspecto que sólo le hizo verse aún más pervertido-. Contéstame tú, Oscar, que ya nos conocemos: ¿Alguna vez has deseado a tu hermosa compañera? ¿Qué opinas de su impávida belleza de hielo?
Había tardado…
El chico irguió su espalda, sin mirar ni una sola vez hacia la fémina, quien continuaba sentada a su lado en el dichoso diván. Había contado con un millar de cosas respecto al cliente y no había nada que pudiera hacerle sentir incómodo, que para algo se ganaba la vida, entre otros, con caracteres así de degenerados. Y sin embargo, ahí mismo, después de cinco años en el empleo de la carne y los vicios más impensables, Oscar Llobregat se sentía expuesto. Pues sabía fingir, pero era la primera vez que debía fingir acerca de algo que no tenía nada que ver con el negocio… A Carolina la había conocido fuera del burdel, y lo que pensara de ella no tenía relación alguna con lo que hacía cuando se ponía arriba o debajo de quien pagara por el calor de su cuerpo. No estaba acostumbrado a tener que hablar de eso, o a fingir que hablaba de eso, o a lo que cojones fuera. Durante un momento, se había quedado completamente desarmado.
Agnes es la mujer más hermosa que haya visto –habló, finalmente y sin titubeos, con una entereza envidiable que no supo de dónde había logrado sacar en el último segundo-, pero a riesgo de seguir decepcionándoos, sólo puedo decir que ese pensamiento es tan estable como mi respeto hacia ella.
Antes de que se diera cuenta, comprendió que al final ni siquiera había mentido. Había omitido, en realidad, pero eso no podía saberlo nadie más que el propio Oscar. Era consciente de que no había sido lo más profesional del mundo y que a la mayoría le resultaría tronchante la idea de que un prostituto respetara a otra prostituta, o a cualquier posible persona que llegara a gustarle. No obstante y aunque sólo fuera por respeto también hacia sí mismo, en esos precisos instantes le importó una reverenda mierda.
Debemos reservarnos para quienes precisan de nosotros, seguro que vos lo entendéis… –añadió lo mejor que pudo, tras recibir la mirada de socorro de la mujer- Además, Agnes y yo no siempre podemos vernos a menudo, ella suele trabajar fuera, como bien os informaron nuestros jefes –apuntó, y así continuó garantizándose una buena vía de escape para que la aventura de aquella noche no transgrediera más allá. Demasiadas cosas había en juego y cualquier oportunidad, era poca.
Al escuchar cómo la rubia trataba de ponerle punto y final a la ocurrencia de que entre ambos pudiera haber 'algo', Oscar se dio cuenta de que ni siquiera le había confirmado si el instrumento era el que buscaba. Suponía que estaría demasiado nerviosa, a fin de cuentas había sido entonces cuando el cerdo de turno les había interrumpido, y ahora cualquier gesto o mirada que se dieran estaría codiciosamente vigilado. El polaco trataba de pensar tan deprisa que, al final, todo acababa agolpándose sin sentido en un mismo rincón de su mente, e incluso llegó a juzgar con suspicacia el que su amiga se molestara en hacer tanto hincapié en que sólo 'eran compañeros de trabajo'. Pero el hombre no tenía cinco años, ante la perspectiva de quedarse desempleado y con una persona inocente como daño colateral, no iba a ponerse a pensar en si la chica que le gustaba le correspondería. No estaba haciendo eso para ganar méritos y menos de ese tipo (¡el cortesano era él, maldita sea!). A decir verdad, cada vez que se paraba a pensarlo un poco, no sabía decir exactamente por qué demonios estaba haciéndolo, pero el altruismo acababa siendo la respuesta implícita, le gustara o no. A pesar de la ponzoña con la que había vivido desde su nacimiento, tenía que ir a descubrir el alcance de su esperanza en la humanidad mientras ponía en peligro su propio sustento económico. Un romántico incurable.
Parece que uno de los talentos de nuestra Agnes es hacerse la modosita –replicó 'aliento de cabra', con una mueca de desaprobación que disimuló torpemente con una sonrisa. Aspecto que sólo le hizo verse aún más pervertido-. Contéstame tú, Oscar, que ya nos conocemos: ¿Alguna vez has deseado a tu hermosa compañera? ¿Qué opinas de su impávida belleza de hielo?
Había tardado…
El chico irguió su espalda, sin mirar ni una sola vez hacia la fémina, quien continuaba sentada a su lado en el dichoso diván. Había contado con un millar de cosas respecto al cliente y no había nada que pudiera hacerle sentir incómodo, que para algo se ganaba la vida, entre otros, con caracteres así de degenerados. Y sin embargo, ahí mismo, después de cinco años en el empleo de la carne y los vicios más impensables, Oscar Llobregat se sentía expuesto. Pues sabía fingir, pero era la primera vez que debía fingir acerca de algo que no tenía nada que ver con el negocio… A Carolina la había conocido fuera del burdel, y lo que pensara de ella no tenía relación alguna con lo que hacía cuando se ponía arriba o debajo de quien pagara por el calor de su cuerpo. No estaba acostumbrado a tener que hablar de eso, o a fingir que hablaba de eso, o a lo que cojones fuera. Durante un momento, se había quedado completamente desarmado.
Agnes es la mujer más hermosa que haya visto –habló, finalmente y sin titubeos, con una entereza envidiable que no supo de dónde había logrado sacar en el último segundo-, pero a riesgo de seguir decepcionándoos, sólo puedo decir que ese pensamiento es tan estable como mi respeto hacia ella.
Antes de que se diera cuenta, comprendió que al final ni siquiera había mentido. Había omitido, en realidad, pero eso no podía saberlo nadie más que el propio Oscar. Era consciente de que no había sido lo más profesional del mundo y que a la mayoría le resultaría tronchante la idea de que un prostituto respetara a otra prostituta, o a cualquier posible persona que llegara a gustarle. No obstante y aunque sólo fuera por respeto también hacia sí mismo, en esos precisos instantes le importó una reverenda mierda.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Crucé una mirada de infinito agradecimiento cuando Oscar entró al paso, salvándome de la creciente incomodidad que, sin lugar a dudas y mal me pesara, estaba segura de que acababa de empezar. Tragué saliva y torcí una sonrisa. No queríamos cabrear al tal Aliento de Cabra (¡mas bien se lo merecía. Eso y una buena bofetada!) ¿Cómo era eso que se comenzaba a decir? El cliente siempre lleva la razón. Aunque aquella vez fuese el cliente más repugnante de la historia. Por si antes no era del todo consciente, ahora sabía con qué elementos tenía que lidiar mi compañero -amigo más bien, después de todo esto- aquí presente.
El desalmado -porque eso era lo que me parecía llegados a este punto (con riesgo a parecer exagerada)- se colocó la mano sobre la oronda barriga y expulsó una carcajada que le hizo temblar la papada. Sí, una imagen un tanto grotesca, pero estando ya allí, creo que ni siquiera lo pensé hasta más tarde, pues mi mente estaba trabajando a mil por hora para salir de esa situación airosos y, a ser posible, con la información adecuada acerca del piano (¡mal dolor le diese al condenado!).
Lo medité, pero no mucho. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho desde que Friedrich andaba por la Tierra. Y si no lo había ni intentado había sido por dos razones muy claras: inseguridad y decencia. Pero tal parecía que allí, la decencia no tenía lugar (sólo había que mirar los estrafalarios autómatas desperdigados por la casa). Y la inseguridad, en aquel momento, tampoco estaba permitida.
Así pues, fijé mi vista en la de Aliento de Cabra y hablé con voz clara y diáfana:
-Escúcheme. Va usted a estarse quieto en su sitio y sólo responderá a lo que yo le diga. ¿Ha entendido?
El hombre asintió.
-El piano de allí -lo señalé con la barbilla- ¿De dónde lo sacó?
-Lo compré -contestó el mezquino rufián, con una voz melosamente desprovista de intención.
-¿Dónde?
-En Inglaterra. Es sólo una réplica.
-¿A quién en Inglaterra? -suspiré, tratando de no dejar ver mi irritación. Durante aquel extraño interrogatorio pensaba en Oscar, y en las explicaciones que tendría que dar después. El hecho de que fuese una copia barata también me cabreó, pero al menos era más información de la que había podido reunir en años.
-Smallow's & Davis.
Era un nombre. Un nombre era lo justo para poder empezar.
-Bien -suspiré, y a continuación miré a mi compañero. Seguramente, no tardarían en venir la ristra de preguntas. Todavía mantenía el contacto del encantamiento, por si acaso se le ocurría abrir esa bocaza que tenía.
El desalmado -porque eso era lo que me parecía llegados a este punto (con riesgo a parecer exagerada)- se colocó la mano sobre la oronda barriga y expulsó una carcajada que le hizo temblar la papada. Sí, una imagen un tanto grotesca, pero estando ya allí, creo que ni siquiera lo pensé hasta más tarde, pues mi mente estaba trabajando a mil por hora para salir de esa situación airosos y, a ser posible, con la información adecuada acerca del piano (¡mal dolor le diese al condenado!).
Lo medité, pero no mucho. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho desde que Friedrich andaba por la Tierra. Y si no lo había ni intentado había sido por dos razones muy claras: inseguridad y decencia. Pero tal parecía que allí, la decencia no tenía lugar (sólo había que mirar los estrafalarios autómatas desperdigados por la casa). Y la inseguridad, en aquel momento, tampoco estaba permitida.
Así pues, fijé mi vista en la de Aliento de Cabra y hablé con voz clara y diáfana:
-Escúcheme. Va usted a estarse quieto en su sitio y sólo responderá a lo que yo le diga. ¿Ha entendido?
El hombre asintió.
-El piano de allí -lo señalé con la barbilla- ¿De dónde lo sacó?
-Lo compré -contestó el mezquino rufián, con una voz melosamente desprovista de intención.
-¿Dónde?
-En Inglaterra. Es sólo una réplica.
-¿A quién en Inglaterra? -suspiré, tratando de no dejar ver mi irritación. Durante aquel extraño interrogatorio pensaba en Oscar, y en las explicaciones que tendría que dar después. El hecho de que fuese una copia barata también me cabreó, pero al menos era más información de la que había podido reunir en años.
-Smallow's & Davis.
Era un nombre. Un nombre era lo justo para poder empezar.
-Bien -suspiré, y a continuación miré a mi compañero. Seguramente, no tardarían en venir la ristra de preguntas. Todavía mantenía el contacto del encantamiento, por si acaso se le ocurría abrir esa bocaza que tenía.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Un momento… ¿Qué diantres acababa de pasar ahí? Sabía que esa noche iba a ser extraña a más no poder, y eso dicho por un alma como la de Oscar Llobregat, tan desengañada y acostumbrada a toda clase de sucesos inexplicables (especialmente los que tenían que ver con la subnormalidad humana que movía la sociedad y lo señalaba a él como una de las piezas más repugnantes)... En fin, no hacía falta ya dar muchas más descripciones que se ajustaran a aquella aventura tan endemoniada, que lejos de llegar a su fin, ahora le abría nuevos caminos. Irónico, se había estado devanando los sesos respecto a la madame del burdel y el dueño espantoso de aquella espantosa mansión, pero no se había parado a pensar en lo que Carolina tuviera que ofrecerle… En lo que tuviera que ocultarle. Hasta ese preciso instante.
Oscar contempló la escena sin abrir la boca. Por primera vez desde que habían puesto un pie allí, se había convertido en la persona con menos recursos del lugar. Había pasado de organizador del evento a un mero secundario de algo que no se había visto venir. Definitivamente, estaba perdiendo facultades… Eso, o que cuando alguien le interesaba tenía el criterio nublado por completo. En el fondo, quizá no fuera un chico tan especial.
Vaya –fue su única respuesta, después de que la rubia cesara su casualmente exitoso interrogatorio. Sereno y en un tono de voz que casi pudo escucharse resignado. Una vampira… Otra vampira. ¿Qué le pasaba con las moradoras de la noche, que la nueva mujer que entraba en su vida tenía que acabar siendo una de ellas? Conocía las habilidades sobrenaturales de algunas de esas criaturas, además todo había cobrado forma en su cabeza de golpe y porrazo. Conoció de noche a aquella mujer, y de noche se habían vuelto a encontrar. Sus manos estaban congeladas, sus ojos tenían un brillo peculiar de sabiduría en la mirada, su belleza era fría y elegante… aunque asociar cualquier aspecto de su encanto al vampirismo no le parecía ni justo ni apropiado. Carolina le había llamado la atención por demasiadas cosas, independientemente de su repentina naturaleza, pero la revelación de ésta acababa de ser el culmen-. Si lo hubiera sabido, habría elaborado menos mi plan –'habría tenido los huevos menos de corbata', más bien-. Ahora me siento un estúpido.
Él procurando que cada cosa saliera según lo previsto, arriesgando su empleo y su salud mental y cardíaca, embelesándose con la impávida y misteriosa señorita Van de Valley… y ella con aquel as en la manga que dejaba a la altura del betún todo aquel teatro de luces que el cortesano había tenido que crear. Oscar no podía evitar sentirse desplazado, realmente sabía muy pocas cosas de la persona por la que acababa de arriesgar tanto, incluso si ella ya acababa de demostrar que no le hacía falta. Pues aunque seguramente no hubiera sido su intención, y claramente no estuviera en la obligación de confesar su identidad sobrenatural a nadie, y menos a un desconocido… bueno, el joven de repente se sentía lo que había dicho: un estúpido. Un pelele con un plan inútil y ahora, innecesario, para ayudar a quien no conocía y ni seguramente tuviera interés en el polaco.
Lamento que no sea lo que estabas buscando. Todo esto no ha servido de nada.
Por lo menos, esperaba que Carolina no pudiera leer la mente. Porque entonces la humillación sería insoportable y querría destrozar cosas. Aquella condenada réplica de piano, para empezar.
Oscar contempló la escena sin abrir la boca. Por primera vez desde que habían puesto un pie allí, se había convertido en la persona con menos recursos del lugar. Había pasado de organizador del evento a un mero secundario de algo que no se había visto venir. Definitivamente, estaba perdiendo facultades… Eso, o que cuando alguien le interesaba tenía el criterio nublado por completo. En el fondo, quizá no fuera un chico tan especial.
Vaya –fue su única respuesta, después de que la rubia cesara su casualmente exitoso interrogatorio. Sereno y en un tono de voz que casi pudo escucharse resignado. Una vampira… Otra vampira. ¿Qué le pasaba con las moradoras de la noche, que la nueva mujer que entraba en su vida tenía que acabar siendo una de ellas? Conocía las habilidades sobrenaturales de algunas de esas criaturas, además todo había cobrado forma en su cabeza de golpe y porrazo. Conoció de noche a aquella mujer, y de noche se habían vuelto a encontrar. Sus manos estaban congeladas, sus ojos tenían un brillo peculiar de sabiduría en la mirada, su belleza era fría y elegante… aunque asociar cualquier aspecto de su encanto al vampirismo no le parecía ni justo ni apropiado. Carolina le había llamado la atención por demasiadas cosas, independientemente de su repentina naturaleza, pero la revelación de ésta acababa de ser el culmen-. Si lo hubiera sabido, habría elaborado menos mi plan –'habría tenido los huevos menos de corbata', más bien-. Ahora me siento un estúpido.
Él procurando que cada cosa saliera según lo previsto, arriesgando su empleo y su salud mental y cardíaca, embelesándose con la impávida y misteriosa señorita Van de Valley… y ella con aquel as en la manga que dejaba a la altura del betún todo aquel teatro de luces que el cortesano había tenido que crear. Oscar no podía evitar sentirse desplazado, realmente sabía muy pocas cosas de la persona por la que acababa de arriesgar tanto, incluso si ella ya acababa de demostrar que no le hacía falta. Pues aunque seguramente no hubiera sido su intención, y claramente no estuviera en la obligación de confesar su identidad sobrenatural a nadie, y menos a un desconocido… bueno, el joven de repente se sentía lo que había dicho: un estúpido. Un pelele con un plan inútil y ahora, innecesario, para ayudar a quien no conocía y ni seguramente tuviera interés en el polaco.
Lamento que no sea lo que estabas buscando. Todo esto no ha servido de nada.
Por lo menos, esperaba que Carolina no pudiera leer la mente. Porque entonces la humillación sería insoportable y querría destrozar cosas. Aquella condenada réplica de piano, para empezar.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
No necesité mis habilidades de ultratumba para leer la confusión en el rostro clásico de mi compañero. Yo también lo estaba, en parte, pues, para bien o para mal, acababa de revelar a un mortal la verdadera naturaleza de mi atemporalidad. O, al menos, una parte de ella. Oscar Llobregat se había convertido, por necesidad y vicisitudes del destino, en el segundo humano en saber de mis dones condenados en todo un siglo de vida. Ni siquiera mi querido hermano Hans llegó a saberlo nunca. Junto con el jubilado director del conservatorio de París, cálido amigo desde que llegué a Francia, el señor Llobregat era la única otra persona en toda la ciudad que se hacía una idea de lo que en verdad era.
He de reconocer, y así hago, que me esperaba otro tipo de reacción por parte del cortesano. La naturalidad -dentro del insólito cuadro de la situación- con la que habló casi me hizo cambiar los papeles que en ese momento ambos representábamos. Todo ello, unido a la clara decepción por la fallida misión de tintes dumescos chafó mis ánimos en esos momentos y únicamente deseaba salir de aquella horrible mansión excéntrica para poder responder las posibles preguntas del sacrificado Oscar. Preguntas que no llegaron en ese momento.
Dirigí al dueño de tan eficaz copia del piano para que terminase por dormirse y acto seguido me coloqué el abrigo con el que había venido, presa de un recato más bien apremiado por la incomodidad ante tan suntuosa revelación anterior.
-Lo siento. Debí haberte advertido. Pero esto no es algo que puedas confesar mientras nos tomamos un té. -la Inquisición, aquella que había acabado con la vida de Friedrich, no descansaba nunca y sus serpientes estaban escondidas en cualquier lugar-En cualquier caso, gracias. Sin ti nunca podría haber sabido que existía una réplica aquí, ni podría haberme puesto en contacto con el señor Signoret. -traté de disculparme-Además, sí que ha servido de algo. Podemos... Bueno, puedo localizar a quien fabricó la copia. -me corregí, no sabiendo si el polaco querría seguir adelante con este rompecabezas.
Dejé escapar el aliento y mis hombros se relajaron por fin. Ahora que Aliento de Cabra estaba amodorrado, sentía que podía volver a mover mis músculos con normalidad.
-No soy la primera con la que te encuentras, ¿me equivoco? -pregunté al fin, adivinando la respuesta sin saberlo.
He de reconocer, y así hago, que me esperaba otro tipo de reacción por parte del cortesano. La naturalidad -dentro del insólito cuadro de la situación- con la que habló casi me hizo cambiar los papeles que en ese momento ambos representábamos. Todo ello, unido a la clara decepción por la fallida misión de tintes dumescos chafó mis ánimos en esos momentos y únicamente deseaba salir de aquella horrible mansión excéntrica para poder responder las posibles preguntas del sacrificado Oscar. Preguntas que no llegaron en ese momento.
Dirigí al dueño de tan eficaz copia del piano para que terminase por dormirse y acto seguido me coloqué el abrigo con el que había venido, presa de un recato más bien apremiado por la incomodidad ante tan suntuosa revelación anterior.
-Lo siento. Debí haberte advertido. Pero esto no es algo que puedas confesar mientras nos tomamos un té. -la Inquisición, aquella que había acabado con la vida de Friedrich, no descansaba nunca y sus serpientes estaban escondidas en cualquier lugar-En cualquier caso, gracias. Sin ti nunca podría haber sabido que existía una réplica aquí, ni podría haberme puesto en contacto con el señor Signoret. -traté de disculparme-Además, sí que ha servido de algo. Podemos... Bueno, puedo localizar a quien fabricó la copia. -me corregí, no sabiendo si el polaco querría seguir adelante con este rompecabezas.
Dejé escapar el aliento y mis hombros se relajaron por fin. Ahora que Aliento de Cabra estaba amodorrado, sentía que podía volver a mover mis músculos con normalidad.
-No soy la primera con la que te encuentras, ¿me equivoco? -pregunté al fin, adivinando la respuesta sin saberlo.
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
Ya no supo en cuántas ocasiones había podido usarse la expresión 'por enésima vez', o 'de nuevo', o 'ya estamos, joder', que además le parecía más contundente y afilada para describir cómo se sentía en esos momentos, harto ya de cualquier finura o acto premeditado en general. Pero el caso es que por enésima vez, de nuevo, y ya estábamos, joder, Oscar tuvo que obligarse a poner los pies en la tierra y dejar de engrosar aquel drama personal que iba y venía ante la presencia de Carolina. Él tenía todo el derecho del mundo a ponerse a la defensiva, o a lamentarse en mitad de una situación como ésa, en la que había apostado tanto para que luego las cosas tomaran un rumbo así de inesperado. Pero a fin de cuentas, no dejaba de estar allí por propia voluntad, nadie le había obligado a arriesgar su empleo, ni a esperarse una recompensa a cambio (algo que igualmente jamás había pretendido, ni ahora ni antes). No había que olvidarse de que él se había jugado el cuello, pero quien iba en busca de su pasado era ella. El cortesano no podía sino empatizar con eso, y de hecho, precisamente porque lo hacía, había acabado de ayudante en aquella aventura.
Lo sé, sólo me conoces de un día y esta noche, no necesitas justificarte –pero el muchacho también la conocía de un día y esa noche, y sin embargo, había puesto en peligro su trabajo mientras combatía contra su propia dignidad (claro que eso ya era asunto suyo, lo reconocía). A eso quería llegar-. Y si a pesar de todo lo que ha pasado, he podido ayudarte en algo, créeme que me doy por servido. Puedes apostar tu vida a que no buscaba nada más –le aseguró, tan legítimo como había empezado-. Eso sí, ¿me harías un favor? Ya que dispones de ese don, lo único que te pediría sería que te aseguraras de que este personaje crea haber pasado una noche de sexo conmigo y con la verdadera Agnes. Sin duda, podría ahorrarnos muchos problemas en el futuro –se decidió a proponer, que por muy altruista que anduviera de intenciones, sería estúpido no aprovechar una ventaja como ésa. 'Era lo mínimo', que se decía.
Sin más dilación, ofreció su mano a la rubia, de forma totalmente inconsciente, y ambos abandonaron por fin aquella horrible morada, a espaldas de la servidumbre para no levantar sospechas con los falsos recuerdos de su amo. Cuando por fin estuvieron caminando a través de la tranquila niebla que recorría las solitarias calles de aquel barrio de clase alta, Oscar pudo volver a su estado natural, aunque sólo fuera en menor medida. Y como no podía ser de otra manera, lo aprovechó para responder a la pregunta clave de la mujer.
Tuve mi primera experiencia sobrenatural con diecisiete años en mi ciudad natal, lo que siempre me ha llevado a ser muy receptivo respecto a ese tema, pero curiosamente no había llegado a saber con certeza que existíais hasta este mismo año –explicó, secretamente atónito de estar dando tanta información. O puede que, en realidad, llevara ya mucho rato anestesiado y cualquier brecha del pasado podía exponerse con facilidad-. También fue una vampira. Siempre han sido vampiros con lo que me he topado hasta ahora, al menos conscientemente –aclaró, de repente con un deje lánguido en su mirada y en su voz, mas no menos firme de lo que acostumbraba a transmitir su fuerza de espíritu-. Si tengo que ser sincero, al principio llegué a sospecharlo de ti por un instante. Claro que me habrías parecido sobrenatural aunque fueras tan humana como yo –confesó, sin pensarlo siquiera. En ese momento cayó en la cuenta de que aún no había soltado su mano, gélida y suave como un bello cuchillo de marfil. Y a pesar de todo, no deshizo el contacto.
Lo sé, sólo me conoces de un día y esta noche, no necesitas justificarte –pero el muchacho también la conocía de un día y esa noche, y sin embargo, había puesto en peligro su trabajo mientras combatía contra su propia dignidad (claro que eso ya era asunto suyo, lo reconocía). A eso quería llegar-. Y si a pesar de todo lo que ha pasado, he podido ayudarte en algo, créeme que me doy por servido. Puedes apostar tu vida a que no buscaba nada más –le aseguró, tan legítimo como había empezado-. Eso sí, ¿me harías un favor? Ya que dispones de ese don, lo único que te pediría sería que te aseguraras de que este personaje crea haber pasado una noche de sexo conmigo y con la verdadera Agnes. Sin duda, podría ahorrarnos muchos problemas en el futuro –se decidió a proponer, que por muy altruista que anduviera de intenciones, sería estúpido no aprovechar una ventaja como ésa. 'Era lo mínimo', que se decía.
Sin más dilación, ofreció su mano a la rubia, de forma totalmente inconsciente, y ambos abandonaron por fin aquella horrible morada, a espaldas de la servidumbre para no levantar sospechas con los falsos recuerdos de su amo. Cuando por fin estuvieron caminando a través de la tranquila niebla que recorría las solitarias calles de aquel barrio de clase alta, Oscar pudo volver a su estado natural, aunque sólo fuera en menor medida. Y como no podía ser de otra manera, lo aprovechó para responder a la pregunta clave de la mujer.
Tuve mi primera experiencia sobrenatural con diecisiete años en mi ciudad natal, lo que siempre me ha llevado a ser muy receptivo respecto a ese tema, pero curiosamente no había llegado a saber con certeza que existíais hasta este mismo año –explicó, secretamente atónito de estar dando tanta información. O puede que, en realidad, llevara ya mucho rato anestesiado y cualquier brecha del pasado podía exponerse con facilidad-. También fue una vampira. Siempre han sido vampiros con lo que me he topado hasta ahora, al menos conscientemente –aclaró, de repente con un deje lánguido en su mirada y en su voz, mas no menos firme de lo que acostumbraba a transmitir su fuerza de espíritu-. Si tengo que ser sincero, al principio llegué a sospecharlo de ti por un instante. Claro que me habrías parecido sobrenatural aunque fueras tan humana como yo –confesó, sin pensarlo siquiera. En ese momento cayó en la cuenta de que aún no había soltado su mano, gélida y suave como un bello cuchillo de marfil. Y a pesar de todo, no deshizo el contacto.
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
La sensación de culpa parecía no querer desaparecer aún después de que el joven me eximió, pues no dejaba de sentir que era únicamente un protocolo más. Me había aprovechado de él, inconscientemente tal vez, mas así había sido. ¿Tan desesperada había estado Carolina Van de Valley, la que siempre se empeñaba en resolver sus propios problemas sola, le costara sudor y horrores? No me reconocía, y es que el tema del encantado piano me desquiciaba. No por el instrumento en sí, sino por no saber qué quería decirme Friedrich con esa extraña búsqueda del Grial. Dvorak era incapaz de abandonarme incluso después de muerto.
-No. -respondí tajante, más para mi misma que para el muchacho-He sido injusta contigo. Te he utilizado para algo que ni te competía y por lo que podrías haber perdido tu empleo, y eso no es honrado.
Lo correcto hubiese sido negarme a su generosa oferta, por muy tentadora que ésta hubiese sido. Pero, ¿he de ser otra vez sincera conmigo misma? Tenía una pista más, una pista que, de no haberse entretejido los acontecimientos como fueron, probablemente se habría perdido en el mar de los recuerdos. No podía estar arrepentida del todo por haberme dejado llevar por Oscar y sus contactos, y eso tampoco era del todo noble.
-Claro, por supuesto. Haré lo que me pides. Es lo menos que te debo. -asentí enérgica al encargo que me había propuesto el cortesano.
Observé durante un instante la mano que el muchacho había dejado caer. Lo interpreté como una señal de camaradería y hermandad. Mi primer y principal impulso fue negarme, porque mis manos estaban heladas y eso incomodaba y desconcertaba a los mortales. Por algún motivo que todavía hoy calibro, la acepté, dejando por fin de lado aquella casa de los horrores.
Percibí que Oscar me estaba contando algo que no había relatado a nadie en mucho tiempo. Quizá en otro momento o en otras circunstancias me hubiese abrumado ser la guardiana del secreto mejor guardado del cortesano, pero en esa ocasión, después de haber pasado una aventura como aquella, estimaba que era necesario, y yo traté de corresponder a sus personales palabras con otras cavilaciones que tampoco había contado a nadie antes.
-Nos gusta permanecer ocultos. Y no, no es por estética o por mantener el misticismo que los mortales creáis alrededor de nosotros. Hay peligros. Somos frágiles. La mayoría de los mortales opinan que una vida eterna es el mayor regalo de todos. -hice una pausa, recordando entonces las palabras de Dvorak, vibrantes todavía en mi cabeza a pesar de que habían pasado seis años. No lo había mencionado siquiera en mi discurso pero él estaba ahí y siempre estaría.- Yo también lo afirmé una vez. Pero cuánto más vives la inmortalidad, más te das cuenta de que es triste. Los vampiros somos unos seres tristes.
Me encogí de hombros. La conversación acompañaba a la niebla y el paraje únicamente alumbrado por las farolas de aquel barrio de postín. Muchos esperan que ése sea el estado natural de los míos; criaturas melancólicas charlando de la vida y la muerte en medio de la bruma. Ese pensamiento me molestó, en aquellos momentos no supe por qué, pero ahora que he vivido y experimentado, he alcanzado a averiguar la razón; me recordaba a mí misma.
-¿Sabes lo que más hecho de menos de ser humana? -inquirí sin esperar respuesta, cambiando el tono de mi voz por otro menos solemne y más cordial:-El apfelstrudel de mi hermano Hans.
-No. -respondí tajante, más para mi misma que para el muchacho-He sido injusta contigo. Te he utilizado para algo que ni te competía y por lo que podrías haber perdido tu empleo, y eso no es honrado.
Lo correcto hubiese sido negarme a su generosa oferta, por muy tentadora que ésta hubiese sido. Pero, ¿he de ser otra vez sincera conmigo misma? Tenía una pista más, una pista que, de no haberse entretejido los acontecimientos como fueron, probablemente se habría perdido en el mar de los recuerdos. No podía estar arrepentida del todo por haberme dejado llevar por Oscar y sus contactos, y eso tampoco era del todo noble.
-Claro, por supuesto. Haré lo que me pides. Es lo menos que te debo. -asentí enérgica al encargo que me había propuesto el cortesano.
Observé durante un instante la mano que el muchacho había dejado caer. Lo interpreté como una señal de camaradería y hermandad. Mi primer y principal impulso fue negarme, porque mis manos estaban heladas y eso incomodaba y desconcertaba a los mortales. Por algún motivo que todavía hoy calibro, la acepté, dejando por fin de lado aquella casa de los horrores.
Percibí que Oscar me estaba contando algo que no había relatado a nadie en mucho tiempo. Quizá en otro momento o en otras circunstancias me hubiese abrumado ser la guardiana del secreto mejor guardado del cortesano, pero en esa ocasión, después de haber pasado una aventura como aquella, estimaba que era necesario, y yo traté de corresponder a sus personales palabras con otras cavilaciones que tampoco había contado a nadie antes.
-Nos gusta permanecer ocultos. Y no, no es por estética o por mantener el misticismo que los mortales creáis alrededor de nosotros. Hay peligros. Somos frágiles. La mayoría de los mortales opinan que una vida eterna es el mayor regalo de todos. -hice una pausa, recordando entonces las palabras de Dvorak, vibrantes todavía en mi cabeza a pesar de que habían pasado seis años. No lo había mencionado siquiera en mi discurso pero él estaba ahí y siempre estaría.- Yo también lo afirmé una vez. Pero cuánto más vives la inmortalidad, más te das cuenta de que es triste. Los vampiros somos unos seres tristes.
Me encogí de hombros. La conversación acompañaba a la niebla y el paraje únicamente alumbrado por las farolas de aquel barrio de postín. Muchos esperan que ése sea el estado natural de los míos; criaturas melancólicas charlando de la vida y la muerte en medio de la bruma. Ese pensamiento me molestó, en aquellos momentos no supe por qué, pero ahora que he vivido y experimentado, he alcanzado a averiguar la razón; me recordaba a mí misma.
-¿Sabes lo que más hecho de menos de ser humana? -inquirí sin esperar respuesta, cambiando el tono de mi voz por otro menos solemne y más cordial:-El apfelstrudel de mi hermano Hans.
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
¿Se podía decir que le había utilizado si a él le había gustado en todo momento? Por Dios, tenía serios problemas ya y mejor haría en resolverlos algún día venidero en lugar de soltarlos tan alegremente aunque fuera para sus adentros. La auto-parodia podía ser terapéutica hasta cierto punto y tampoco es que necesitara más piedras en su propio tejado. Incluso si era un tejado resistente.
—En fin, puedes mirarlo por este lado a mi favor: nunca viene mal que te deban favores. —y menos aún de las criaturas sobrenaturales, pero tampoco era el momento de ponerse… ¿Racista? ¿Especista?
Hostia puta y todos los que le iban detrás, definitivamente su cabeza se estaba desmadrando y lo sabía. Seguía esperando con todas sus fuerzas que aquella vampira no tuviera el poder de leer las mentes y en realidad, le parecía una habilidad demasiado intrusiva para encajar en el perfil de Carolina, claro que de todas formas tampoco era como si ellos mismos pudieran elegir sus propios poderes.
Gracias a las cálidas palabras de la mujer rememorando su historia para él, pudo empezar a relajarse de una vez por todas, a olvidarse de aquellas incisivas torturas que no dejaban de dar vueltas a las mismas cuestiones y recuperar su verdadera identidad, libre de por qué había hecho esto o si estaba mal esperar lo otro. Por primera vez en toda la noche, no esperó nada y se perdió en los ligeros escalofríos de la niebla que le devolvieron a su estado natural, incluso cuando cayó en la cuenta de que sí, no había soltado la mano de Carolina así como Carolina tampoco se la había soltado a él.
—Bueno, debo decir que la preferencia de mantenerse oculto no es sólo vuestra —apuntó, trascurridos unos pequeños segundos después de las confesiones de la rubia—. Y si me lo permites, tampoco creo que haya unos seres tristes per se. Por muy inabarcable que sea la tristeza no tiene fija su naturaleza. Eso sí que sería triste y redundantemente paradójico. —Menudas palabrejas, aquella noche le habían inspirado y con razón.
Al escuchar el detalle anecdótico de su hermano, sonrió como sólo hacía frente a las personas que le daban motivos. Pocas, como cabría esperarse de su constante historial de buena suerte, pero hasta si tenía que seguir anotando nombres en la lista aquel tipo de sonrisas no perdía un ápice de fuerza. No es que fuera muy notable o especialmente risueña, sencillamente… En fin, había que tenerla delante para describirla de veras, pero todos coincidirían en el sentimiento que producía. Quizá porque ante todo era eso: sentida.
—No parece que quede mucho para que tengas que esconderte del sol, pero puedo recorrerme todas las panaderías y cafeterías de París hasta dar con un poco de apfelstrudel (adulterado por manos gabachas, eso va a ser inevitable) y desayunarlo, ya sabes —rió, resignado a sus propias desventuras—, echando las cortinas.
Qué indecoroso, señor Llobregat, y qué perfecto para concluir el día.
—En fin, puedes mirarlo por este lado a mi favor: nunca viene mal que te deban favores. —y menos aún de las criaturas sobrenaturales, pero tampoco era el momento de ponerse… ¿Racista? ¿Especista?
Hostia puta y todos los que le iban detrás, definitivamente su cabeza se estaba desmadrando y lo sabía. Seguía esperando con todas sus fuerzas que aquella vampira no tuviera el poder de leer las mentes y en realidad, le parecía una habilidad demasiado intrusiva para encajar en el perfil de Carolina, claro que de todas formas tampoco era como si ellos mismos pudieran elegir sus propios poderes.
Gracias a las cálidas palabras de la mujer rememorando su historia para él, pudo empezar a relajarse de una vez por todas, a olvidarse de aquellas incisivas torturas que no dejaban de dar vueltas a las mismas cuestiones y recuperar su verdadera identidad, libre de por qué había hecho esto o si estaba mal esperar lo otro. Por primera vez en toda la noche, no esperó nada y se perdió en los ligeros escalofríos de la niebla que le devolvieron a su estado natural, incluso cuando cayó en la cuenta de que sí, no había soltado la mano de Carolina así como Carolina tampoco se la había soltado a él.
—Bueno, debo decir que la preferencia de mantenerse oculto no es sólo vuestra —apuntó, trascurridos unos pequeños segundos después de las confesiones de la rubia—. Y si me lo permites, tampoco creo que haya unos seres tristes per se. Por muy inabarcable que sea la tristeza no tiene fija su naturaleza. Eso sí que sería triste y redundantemente paradójico. —Menudas palabrejas, aquella noche le habían inspirado y con razón.
Al escuchar el detalle anecdótico de su hermano, sonrió como sólo hacía frente a las personas que le daban motivos. Pocas, como cabría esperarse de su constante historial de buena suerte, pero hasta si tenía que seguir anotando nombres en la lista aquel tipo de sonrisas no perdía un ápice de fuerza. No es que fuera muy notable o especialmente risueña, sencillamente… En fin, había que tenerla delante para describirla de veras, pero todos coincidirían en el sentimiento que producía. Quizá porque ante todo era eso: sentida.
—No parece que quede mucho para que tengas que esconderte del sol, pero puedo recorrerme todas las panaderías y cafeterías de París hasta dar con un poco de apfelstrudel (adulterado por manos gabachas, eso va a ser inevitable) y desayunarlo, ya sabes —rió, resignado a sus propias desventuras—, echando las cortinas.
Qué indecoroso, señor Llobregat, y qué perfecto para concluir el día.
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Re: ¿Confías en mí? [Carolina Van de Valley]
La brisa diurna ya comenzaba a levantarse. Aspiré hondo para llenar mis sentidos de aquello que se me fue negado. Que me negué yo misma. Lo único que me quedaba del sol era el recuerdo. Al igual que de todo lo demás.
Alcé una ceja divertida ante las palabras de mi compañero de aventuras. Empezaba a disfrutar de su refrescante presencia. Aún no me había atrevido a soltar su mano. Qué extraño. Qué extraño se me hacía el contacto humano. Como si hubieran pasado siglos desde la última vez de un cálido abrazo. Dios santo, ¿y acaso no era verdad? El tiempo pasa tan lento para aquellos que gozamos de esta infinita condición.
-Me agrada saber que, entonces, nos veremos en otra ocasión.
¿Ah, sí? ¿Me agradaba? ¿Era correcto? ¿No lo era? Los humanos sufren cuando nos inmiscuimos en sus vidas, tal y como repetía Friedrich una y otra vez. Por ello, en su narcisista interés, necesitó de alguien como él para el resto de la vida inmortal. Y qué curioso que ahora era yo la que sepultaba sola todas las enseñanzas del músico.
Pero, ¿cómo poder engañarme después de haber convivido conmigo misma tantísimo tiempo? Tal vez estaba siendo igual de egoísta que Dvorak y no quería darme cuenta en ese entonces. Mas, ¿no debía el aprendiz cometer sus propios errores antes de frenarse por miedo a incurrir en los de su maestro?
Sí. Esa excusa me valía por ahora.
-Me parece una idea maravillosa, herr Llobregat.
Sé que la esperanza sólo alarga el sufrimiento, pero en esos instantes cerré los ojos, imaginando un hálito de luz del sol rozando mi piel, mientras una corriente de ardiente optimismo colmaba mi desolado cuerpo a través del suave contacto de mis manos sobre las del joven humano.
Alcé una ceja divertida ante las palabras de mi compañero de aventuras. Empezaba a disfrutar de su refrescante presencia. Aún no me había atrevido a soltar su mano. Qué extraño. Qué extraño se me hacía el contacto humano. Como si hubieran pasado siglos desde la última vez de un cálido abrazo. Dios santo, ¿y acaso no era verdad? El tiempo pasa tan lento para aquellos que gozamos de esta infinita condición.
-Me agrada saber que, entonces, nos veremos en otra ocasión.
¿Ah, sí? ¿Me agradaba? ¿Era correcto? ¿No lo era? Los humanos sufren cuando nos inmiscuimos en sus vidas, tal y como repetía Friedrich una y otra vez. Por ello, en su narcisista interés, necesitó de alguien como él para el resto de la vida inmortal. Y qué curioso que ahora era yo la que sepultaba sola todas las enseñanzas del músico.
Pero, ¿cómo poder engañarme después de haber convivido conmigo misma tantísimo tiempo? Tal vez estaba siendo igual de egoísta que Dvorak y no quería darme cuenta en ese entonces. Mas, ¿no debía el aprendiz cometer sus propios errores antes de frenarse por miedo a incurrir en los de su maestro?
Sí. Esa excusa me valía por ahora.
-Me parece una idea maravillosa, herr Llobregat.
Sé que la esperanza sólo alarga el sufrimiento, pero en esos instantes cerré los ojos, imaginando un hálito de luz del sol rozando mi piel, mientras una corriente de ardiente optimismo colmaba mi desolado cuerpo a través del suave contacto de mis manos sobre las del joven humano.
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