Música, misterio curioso de las vidas ajenas... (Carolina Van de Valley)

Que la fama del británico Sherlock Holmes atravesaba fronteras no era ningún secreto. Cualquier ser humano (y no tan humano) que se hubiese dignado a leer el apartado de noticias internacionales en "Le Figaro" conocía la existencia de dicho personaje tan peculiar y en cierto modo excéntrico. Sus casos eran quasi conocidos, al menos por las tierras tan próximas como lo eran Inglaterra y Francia. La inteligencia de dicho hombre impresionaba hasta a los oficiales más estirados de Scotland Yard. Claro que esto ya no era Inglaterra, y en la ciudad de las luces podía esperarse casi cualquier cosa.

Dar con el paradero del detective Holmes no había sido tarea fácil. El muy bellaco sabía ocultarse discretamente y sólo se le encontraba si él quería ser encontrado. Tuve que hacer uso de todos mis contactos parisinos-no demasiados, pero suficientes para cerciorarme de la situación del inglés-y sólo pude ponerme en contacto con él a través de una carta, como era su proceder. Con mi mejor caligrafía plasmada en un papel con ribeteados en dorado puse al detective en pleno conocimiento de mi contienda personal (que era sólo mía porque mi maestro así lo quiso), esperando poder contar con sus habilidades para ayudarme.

Hacía casi dos meses de todo ello cuando pensaba que no se iba a dignar a contestar a la misiva, o bien que la presencia de Sherlock Holmes en la capital francesa eran sólo inventivas, cuando el reloj de pie de la repisa dio las nueve menos cuarto, hora en la que el asesino astro dorado ya se había puesto, y la puerta sonó con tres golpes suaves.

Dejé mis pentagramas apartados a un lado y me dispuse a abrir la puerta del apartamento. Un muchacho con la cara tintada de hollín, una gorra de pana raída y unos mocasines agujerados me entregó una carta sin remitente alguno. Yo, que ya casi había olvidado mis entresijos con el británico, a primeras pensé que sería algún asunto relacionado con la ópera, pero al comenzar a leer me di cuenta de que nada tenía que ver.

La carta estaba escrita en un francés muy correcto, casi no parecía de un extranjero (lo que a mí me costó varios meses aprender, al no tener casi conocimientos de francés a mi llegada a la capital). En el mensaje ya se atisbaba esa extravagancia que también había hecho famoso a tal personaje más allá de su isla madre.

Cuando dio el día y la hora de la quedada, yo ya estaba lista para partir. El café “Le Musique” no era otro que el que se encontraba en la plaza Vendome, cerca del teatro Montparnasse. Un lugar lujoso donde los haya, pero ¿qué sitio en París no gozaba de buena fama? Hasta se decía que sus burdeles eran los más refinados de Europa... Pero esos no son pensamientos propios para mí.
Alquilé un cochero y en menos de veinte minutos estaba en la puerta del café.

No conocía el rostro del curioso detective, pero aún así me dejé llevar un poco por la intuición (femenina o de vampiro, a vuestra elección os dejo). El café en cuestión estaba a rebosar, como siempre, de intelectuales, artistas y revolucionarios, cada cual con sus propios intereses, triunfos y desgracias. Unos se subían las gafas en medio de su discurso iluminador, otros no levantaban la vista del pergamino y otros ingerían grandes cantidades de alcohol mientras expresaban con efusividad y vehemencia sus ideas y planes; así era París, cuna del libre pensamiento.

Pero mis ojos no lograban atisbar, en medio de tanto humo y multitud, a quien me había citado allí. Después de mucho cavilar, mi miraba se detuvo en la figura de un hombre, de mediana edad y cabellos oscuros, solitario fumando pipa en una de las mesas más apartadas. Sin vacilación, me acerqué a él.
Iba ataviado con una levita azulada y un sombrero de copa alta reposaba al lado, sobre la mesa.
-Discúlpeme...-carraspeé un par de veces-¿Es usted monsieur Sherlock Holmes?

Bien pronto descubrí que todo lo que se decía del señor Holmes era verdaderamente cierto. ¡Cuán sorpresa me llevé al oirlo adivinar mi procedencia! Que yo no le había revelado tal información, y aún así, dio en el clavo. Vaya pues, que al parecer había dado con el mejor detective de estos tiempos. Pero no quiero adelantar acontecimientos, y si seguís mi lectura ya os daréis por enterados de todas mis visicitudes con tan peculiar personaje.

Me invitó a tomar asiento al tiempo que llamaba al camarero para traernos unas bebidas. En verdad que no me apetecía beber otra cosa que no fuese el líquido rojo, pero no quise negarme a su oferta. Además, era menester mantener las apariencias, aunque por un momento tuve en mí que él ya sabía qué era nada más posar su sagaz mirada en mi persona y sentía cómo me inspeccionaba curiosamente.
-No, no se equivoca, señor Holmes. Austríaca soy, de Viena concretamente -ladeé una sonrisa. Mis rasgos no eran del todo inconfundibles; de piel ya de por sí pálida (aún más acentuado por mi vampirismo) y cabello rubio, casi albino, la primera vez que llegué a París me dieron por alemana, algo totalmente comprensible siendo Alemania y Austria países vecinos, y habiendo pasado tanto tiempo en el país sajón junto con mi maestro. Pero no era por quitarle mérito al señor Holmes, ni mucho menos, ¡pues vaya si era la primera persona en mucho tiempo que había acertado a la primera!

Pero no iban a acabar aquí las sorpresas de mi primer encuentro con el británico. Observé, entre sorprendida y divertida, la escena con el camarero. A éste no parecía hacerle tanta gracia, después de todo. Sin duda que la capacidad de percepción de la que gozaba el inglés debía ser un don: si alguien podía encontrar el preciado instrumento que tantos quebraderos de cabeza me había dado, ése era él.
-Impresionante, verdaderamente impresionante -comenté, cuando el camarero hubo andado lejos-. La suya es una habilidad realmente apreciable, y temible también según para quién...¿Cuál es su secreto? -inquirí, medio en broma medio en serio.

¡Ah, el piano! Qué misterioso instrumento. Incluso yo sabía poco acerca de él, únicamente lo que me dejó escrito mi maestro antes de morir y la mirada furibunda de Dimitri Lumière cuando se lo mencioné. He de admitir que llegó un punto en el que hasta yo misma me obsesioné con el dichoso piano y sólo conocía su apariencia por un grabado. Algo me decía que aquel piano tenía mucha historia que contar. Sabía que me iba a resultar difícil relatar lo que venía a continuación, y no por timidez o vergüenza, si no porque ello suponía revivir memorias dolorosas, momentos pasados, fugaces en tiempo, tan relativo para los de mi condición. Sí, tendría que hablar de Friedrich, mi maestro, algo que me causaba gran pesar. Pero había de hacerse, pues.
-Bueno, el piano perteneció a mi maestro, Friedrich Dvorak se llamaba. Por desgracia, Friedrich ya no está entre los vivos, pero antes de... -hice una pausa y luego proseguí-. antes de morir, dejó en mi poder una carta a mi nombre en la que me encomendaba, como su última voluntad, que encontrase el instrumento.

Bajé la mirada y comencé a darle vueltas a la cucharilla del café, mirando sin ver las ondas que se formaban en el oscuro líquido a causa de mis diestros movimientos.
-Yo sólo había visto el piano una vez, hacía muchísimo tiempo, en su hogar de Alemania, donde pasamos algunos meses. Él siempre era muy receloso con él, y nunca hubiera osado que nadie lo tocase, ni tan si quiera él mismo. -por unos instantes, volvía a la Alemania de 1789, en aquella mansión en la campiña de Hamburgo-. Nunca me dijo de dónde lo había sacado, sólo que había sido un regalo. Al poco tiempo, me di cuenta de que piano ya no estaba en la casa. Le pregunté qué había sido de él y Friedrich me dijo que lo había vendido. Después de la expresión que puso, nunca más le volví a preguntar por él. Yo incluso llegué a olvidarme de él hasta que leí la carta. Quise buscarlo pero, al no encontrar ninguna pista sólida, lo dejé pasar... y volví a olvidarme del dichoso instrumento.

Se hizo una pausa en la que ninguno de los dos dijo nada. Supuse que el señor Holmes estaba cavilando, maquinando... Su expresión era contenida, y supe que había puesto a trabajar a su mente, conectando sucesos y hechos. Pero aún había algo más.
-Sé que el piano está en París porque, hace unas pocas semanas, en un encuentro fortuito con un muchacho de aquí, dejé caer un grabado del instrumento (el único que conservo) y él lo reconoció. Me dijo que conocía a la persona que lo poseía, pero que hace tiempo desapareció de la ciudad. -Poco a poco, dejé escapar todo el aire contenido. Notaba cómo mis manos temblaban un poco. Había una cosa que no le había dicho al detective, aquélla que tenía que ver con Dimitri Lumière, aún hoy me pregunto el motivo.