AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Other People [Carolina Van de Valley]
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Other People [Carolina Van de Valley]
«Other people want to keep in touch
Something happens and it’s not enough
Never thought that it would mean so much
Other people want to keep in touch.»
-Beach House, “Other People”
Comenzaba a arrepentirse de la decisión que había tomado, se miraba en un viejo espejo que había encontrado en la calle, roto y cuya imagen que devolvía era deficiente, aunque si lo pensaba más a fondo, quizá no era culpa del espejo y se trataba del hecho de que su imagen actual era deficiente. Batalló un par de minutos con la corbata de moño, hacía años, muchos años que no se vestía tan formal, desde luego él carecía de un traje como para una ocasión así, tuvo que pedir prestado uno a alguno de sus compañeros cuya complexión fuese más o menos parecida a la suya, al final se dio cuenta que el trabajo duro había ensanchado sus músculos más de lo que recordaba y que cualquier intento era inútil; ese traje, el que le quedó mejor, le apretaba un poco, pero si no se movía demasiado, no lucía tan mal. En realidad su mayor preocupación era estar a la altura de Carolina, quien podía ir en harapos y aun así ser la mujer más bella de la reunión, aunque sabía que no iría en harapos. Algo en ella, quizá su naturaleza inmortal, la hacían elegante por naturaleza y luego estaba él… negó con la cabeza y se miró de nuevo, ahí estaba él, todo lo contrario, un pelagatos inadaptado hasta la médula.
Se tranquilizó mentalmente, Carolina no era el problema –sólo le preocupaba estar a la altura-, el verdadero obstáculo venía al toparse con esa otra gente, la que estaría en la fiesta a la que su amiga lo había invitado. Por un lado estaba ansioso, con un entusiasmo pueril y desenfrenado, de abofetear a toda esa alta sociedad con guante blanco, de resurgir de entre los muertos –algo le decía que lo daban por muerto- y ver sus rostros al mirar al fantasma caminar entre ellos. Pero por otro lado estaba una vergüenza visceral y artera, la de charlar de nuevo y decir su reciente estatus económico, aunque no debería importarle demasiado, lamentablemente ocupaba sus pensamientos. Y con esa disyuntiva finalmente salió de casa.
Había afinado detalles con Carolina más tarde después de su encuentro, o recuentro, mejor dicho, había quedado en verse ya en el lugar del evento, de todos modos el muerto de hambre de Marek no tenía carruaje alguno para pasar por ella y resultaba más práctico de ese modo para ambos. No era de extrañarse que fuera tarde, pero vestirse el traje, más chico de lo que necesitaba, y acomodarse la corbata le había llevado mucho tiempo. Claro que esto, combinado con sus cavilaciones, unas más absurdas que otras.
Conforme se fue acercando al lugar su paso se fue acelerando, como si a cada momento que su talón hacía contacto con el suelo, una renovada energía se apoderara de él. Ya estaba, no necesitaba seguir pensándolo, iba a divertirse, iba a mofarse aunque la riqueza ya no estuviera de su lado, tenía algo mil veces más poderoso (y no, no se trataba de la compañía de un vampiro), tenía su mente, su sagacidad, su velocidad ladina de su lado, aunque ya no tuviera un padrino millonario, aunque esa ciudad ni siquiera fuese su territorio, aún tenía la capacidad de burlarse de todo, incluido de sí mismo, es más, era a partir de su caída, que esa habilidad se había acentuado. Al final llegó casi trotando y la vio ahí, esperándolo, los últimos metros los corrió aunque el pantalón no le permitía hacerlo con mucha libertad.
-Siento la demora –dijo a modo de saludo al tiempo que tomaba la mano de su acompañante y la besaba, un gesto que había aprendido bien durante sus buenos años y que valía la pena repetir ahora que la tenía enfrente-, pero estoy listo –ofreció su brazo para entrar ambos de ese modo, arqueó una ceja y su boca se torció en una sonrisa burlona, se entendía que no se mofaba de ella, sino de lo que tenía planeado –o no tenía planeado-, como un niño pequeño que trama una travesura épica.
Se tranquilizó mentalmente, Carolina no era el problema –sólo le preocupaba estar a la altura-, el verdadero obstáculo venía al toparse con esa otra gente, la que estaría en la fiesta a la que su amiga lo había invitado. Por un lado estaba ansioso, con un entusiasmo pueril y desenfrenado, de abofetear a toda esa alta sociedad con guante blanco, de resurgir de entre los muertos –algo le decía que lo daban por muerto- y ver sus rostros al mirar al fantasma caminar entre ellos. Pero por otro lado estaba una vergüenza visceral y artera, la de charlar de nuevo y decir su reciente estatus económico, aunque no debería importarle demasiado, lamentablemente ocupaba sus pensamientos. Y con esa disyuntiva finalmente salió de casa.
Había afinado detalles con Carolina más tarde después de su encuentro, o recuentro, mejor dicho, había quedado en verse ya en el lugar del evento, de todos modos el muerto de hambre de Marek no tenía carruaje alguno para pasar por ella y resultaba más práctico de ese modo para ambos. No era de extrañarse que fuera tarde, pero vestirse el traje, más chico de lo que necesitaba, y acomodarse la corbata le había llevado mucho tiempo. Claro que esto, combinado con sus cavilaciones, unas más absurdas que otras.
Conforme se fue acercando al lugar su paso se fue acelerando, como si a cada momento que su talón hacía contacto con el suelo, una renovada energía se apoderara de él. Ya estaba, no necesitaba seguir pensándolo, iba a divertirse, iba a mofarse aunque la riqueza ya no estuviera de su lado, tenía algo mil veces más poderoso (y no, no se trataba de la compañía de un vampiro), tenía su mente, su sagacidad, su velocidad ladina de su lado, aunque ya no tuviera un padrino millonario, aunque esa ciudad ni siquiera fuese su territorio, aún tenía la capacidad de burlarse de todo, incluido de sí mismo, es más, era a partir de su caída, que esa habilidad se había acentuado. Al final llegó casi trotando y la vio ahí, esperándolo, los últimos metros los corrió aunque el pantalón no le permitía hacerlo con mucha libertad.
-Siento la demora –dijo a modo de saludo al tiempo que tomaba la mano de su acompañante y la besaba, un gesto que había aprendido bien durante sus buenos años y que valía la pena repetir ahora que la tenía enfrente-, pero estoy listo –ofreció su brazo para entrar ambos de ese modo, arqueó una ceja y su boca se torció en una sonrisa burlona, se entendía que no se mofaba de ella, sino de lo que tenía planeado –o no tenía planeado-, como un niño pequeño que trama una travesura épica.
Invitado- Invitado
Re: Other People [Carolina Van de Valley]
Las invitaciones me habían llegado unos días antes, junto con una amigable carta del señor Moncharmind, y mis labios contornearon una suave sonrisa. ¡Habrase visto! ¡A quién se le dijera que yo, Carolina Van de Valley, estaba ilusionada por una fiesta! Friedrich se reiría de mí a carcajada limpia. Yo, que siempre rehuía las congregaciones sociales por antojárseme vanas, estériles y huecas. Yo, que siempre me había reído de las superficialidades hasta cuando yo misma pertenecía a ese círculo exclusivo de etnocentrismo y vanidad. Y es que, nunca pude sentirme parte de nada en particular hasta la llegada de él; Carolina flotando en la más pérfida Nada. "¿Por qué no hablas con la condesa Schöllen? Acércate y saluda a Olive Shaffranka. Querida, ¿no crees que es precioso el tocado de madame Guthenberg? Dicen que lo ha traído de París". Miles de cacatúas hablando al compás de la más simplona melodía. ¡Como si a mí me importasen un comino los tocados o las condesas!
Y sin embargo, esa semanas no había parado ni un minuto hasta tenerlo todo bien organizado, hasta que mi tocado no quedase perfecto, y hasta que mi vestido no había terminado con la última hilada. Lo que yo decía; Friedrich debería estar desternillándose allá abajo en los Infiernos.
Como la hora se acercaba, fui en busca de mi vestido. No era un vestido demasiado llamativo, ni tampoco especialmente bonito. Pero no es que el de músico fuera un trabajo como para poder permitirse demasiado lujos, a no ser que tu nombre apareciese en los grandes cartelones de la Ópera de París (que no era el caso, ¡malsana vida!). Pero yo me conformaba, no era yo la que tenía que lucirme aquella noche; tenía que ser Marek. Mi viejo amigo, con el que me había topado en la misma París hacía tan sólo unos días. Oh, ¡cuánto lo había echado de menos! Si hacía todo esto, era por él, y no me importaba sacrificar una noche, que ya miles vendrían después. Después de todo, ¿qué era una noche para un vampiro?
Fue cuando abrí el armario cuando lo vi allí colgado, con el color rojo burdeos todavía brillante, el encaje del cuello en perfecto blanco hueso y el escote recortado en pico. Parecía casi imposible, ¡mis piernas estaban temblando! ¿Cómo era posible que, después de todo aquel tiempo, aquel vestido siguiese ahí? Y es más, ¿cómo era posible que yo me lo hubiese llevado conmigo? ¡Por todos los Diablos! Pensaba que lo había mandado al olvido, junto con todo lo demás. Y de pronto, ¡allí estaba!; cara a cara con viejos telajes del pasado. ¿Era acaso una broma absurda del destino? ¿Es que no iba a dejarme en paz jamás? Mis manos tocaron la tela. Seda, era seda. "De la seda más fina de todo París, querida". La frase de Friedrich todavía persistía grabada en mi mente como si fuera ayer cuando me regaló la prenda. Yo le había dicho que el escote era demasiado atrevido, él se había reído. Siempre reía.
Y por más, tal vez había sido por los viejos recuerdos o quizá para brindar por ése que ya no estaba aquí que aquella noche cambié mi soso vestido verde oliva por el rojo burdeos. Sería un homenaje, una oda, ¡la ofrenda para el que había sido mi amante, mi hermano, mi padre y mi guía durante todos aquellos años! Oh, Friedrich, ojalá pudieras verme desde abajo en tus avernos.
Era la hora, era el momento. Pensé en Marek, y en lo mucho que significaba esto para él, aunque nunca lo admitiera, aunque sabía que iba a reírse de todos y de todo allí, con ese cinismo tan habitual suyo, con ese descaro que lo había acompañado siempre, con esa sinceridad de decir siempre lo que pensaba y que habían hecho de él el poeta con más talento de todos los que había conocido (que no eran pocos a bien juzgar).
El coche me dejó en la puerta del Palacio Royal. Las grandes señoras, ya peripuestas, acudían de la mano de sus maridos. Yo me recogí más en mi abrigo, a la esperada de la llegada de Marek. Pero no tardó en aparecer, había acudido casi al galope.
-No importa. Más bien llegar tarde que nunca, como se suele decir -contesté, por si no estuviera poco trillado ese dicho universal. Acepté la mano que me ofrecía y ambos entramos al evento. Mostré las dos entradas de Armand Moncharmind.
"Monsieur Bártok, mademoiselle Van de Valley. Bienvenidos". Una sonrisa, una inclinación de cabeza.
Nunca antes había estado en el Palacio Royal de París, y huelga decir que el brillo de la maravilla se vio pintado en mi rostro. Había viajado por muchos sitios, había asistido a muchas fiestas y eventos sociales, había visto miserias y había visto prodigios. Pero nada de eso se podía comparar en esos momentos con aquéllo. Y por un instante, un breve, diminuto, y fugaz instante, me sentí casi fuera de lugar. Nada ni nadie podía compararse con tanta magnificencia. ¡Pero qué absurdo y extraordinario pensamiento!
-¿Te arrepientes de haber venido? -le susurré al oído de mi acompañante, mientras apretaba con más fuerza su brazo.
Y sin embargo, esa semanas no había parado ni un minuto hasta tenerlo todo bien organizado, hasta que mi tocado no quedase perfecto, y hasta que mi vestido no había terminado con la última hilada. Lo que yo decía; Friedrich debería estar desternillándose allá abajo en los Infiernos.
Como la hora se acercaba, fui en busca de mi vestido. No era un vestido demasiado llamativo, ni tampoco especialmente bonito. Pero no es que el de músico fuera un trabajo como para poder permitirse demasiado lujos, a no ser que tu nombre apareciese en los grandes cartelones de la Ópera de París (que no era el caso, ¡malsana vida!). Pero yo me conformaba, no era yo la que tenía que lucirme aquella noche; tenía que ser Marek. Mi viejo amigo, con el que me había topado en la misma París hacía tan sólo unos días. Oh, ¡cuánto lo había echado de menos! Si hacía todo esto, era por él, y no me importaba sacrificar una noche, que ya miles vendrían después. Después de todo, ¿qué era una noche para un vampiro?
Fue cuando abrí el armario cuando lo vi allí colgado, con el color rojo burdeos todavía brillante, el encaje del cuello en perfecto blanco hueso y el escote recortado en pico. Parecía casi imposible, ¡mis piernas estaban temblando! ¿Cómo era posible que, después de todo aquel tiempo, aquel vestido siguiese ahí? Y es más, ¿cómo era posible que yo me lo hubiese llevado conmigo? ¡Por todos los Diablos! Pensaba que lo había mandado al olvido, junto con todo lo demás. Y de pronto, ¡allí estaba!; cara a cara con viejos telajes del pasado. ¿Era acaso una broma absurda del destino? ¿Es que no iba a dejarme en paz jamás? Mis manos tocaron la tela. Seda, era seda. "De la seda más fina de todo París, querida". La frase de Friedrich todavía persistía grabada en mi mente como si fuera ayer cuando me regaló la prenda. Yo le había dicho que el escote era demasiado atrevido, él se había reído. Siempre reía.
Y por más, tal vez había sido por los viejos recuerdos o quizá para brindar por ése que ya no estaba aquí que aquella noche cambié mi soso vestido verde oliva por el rojo burdeos. Sería un homenaje, una oda, ¡la ofrenda para el que había sido mi amante, mi hermano, mi padre y mi guía durante todos aquellos años! Oh, Friedrich, ojalá pudieras verme desde abajo en tus avernos.
Era la hora, era el momento. Pensé en Marek, y en lo mucho que significaba esto para él, aunque nunca lo admitiera, aunque sabía que iba a reírse de todos y de todo allí, con ese cinismo tan habitual suyo, con ese descaro que lo había acompañado siempre, con esa sinceridad de decir siempre lo que pensaba y que habían hecho de él el poeta con más talento de todos los que había conocido (que no eran pocos a bien juzgar).
El coche me dejó en la puerta del Palacio Royal. Las grandes señoras, ya peripuestas, acudían de la mano de sus maridos. Yo me recogí más en mi abrigo, a la esperada de la llegada de Marek. Pero no tardó en aparecer, había acudido casi al galope.
-No importa. Más bien llegar tarde que nunca, como se suele decir -contesté, por si no estuviera poco trillado ese dicho universal. Acepté la mano que me ofrecía y ambos entramos al evento. Mostré las dos entradas de Armand Moncharmind.
"Monsieur Bártok, mademoiselle Van de Valley. Bienvenidos". Una sonrisa, una inclinación de cabeza.
Nunca antes había estado en el Palacio Royal de París, y huelga decir que el brillo de la maravilla se vio pintado en mi rostro. Había viajado por muchos sitios, había asistido a muchas fiestas y eventos sociales, había visto miserias y había visto prodigios. Pero nada de eso se podía comparar en esos momentos con aquéllo. Y por un instante, un breve, diminuto, y fugaz instante, me sentí casi fuera de lugar. Nada ni nadie podía compararse con tanta magnificencia. ¡Pero qué absurdo y extraordinario pensamiento!
-¿Te arrepientes de haber venido? -le susurré al oído de mi acompañante, mientras apretaba con más fuerza su brazo.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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