AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
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Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
"Porque Yo soy el Señor, tu Dios,
que sostiene tu mano derecha;
Yo soy quien te dice: No temas, Yo te ayudaré"
Isaías. 41:13
que sostiene tu mano derecha;
Yo soy quien te dice: No temas, Yo te ayudaré"
Isaías. 41:13
La burbuja mágica, se había roto. Ya no existían aquellos que le impidieron ver la cruel realidad de un mundo carente de amor, valores, e igualdad. Sus padres seguramente estaban en el reino de los cielos, ella había orado mucho para que eso sucediera, Dios sabe cuan buenos fueron en la tierra, en ese aspecto estaba más que tranquila. Su hermano, ese era punto y aparte, desde pequeño le había parecido un ángel de Dios para hacer que sus fieles creyeran existían. Tampoco tenía problemas al recto. Paz era lo que la joven experimentaba al pensar en sus familiares cercanos de esa forma, pero la tristeza también la acompañaba, la perdida siempre afecta, por más frente en alto que quisiera mostrar, ella sólo contaba con dieciséis años, se sentía sola, frágil, vacía. La vida le azotaba de forma cruel dejándola desprotegida. Los cambios dicen que siempre son para bien, pero dejar atrás aquella casa que la vio nacer no le gustaba; mientras viajaba de Florencia a Roma las lágrimas no dejaban de salir, esos contrastes internos de ánimo terminaban por ponerla peor, por un lado sentir agradecimiento a su tía por querer tomar su mano para seguir avanzando por los senderos de la vida, por otro lado las ganas de truncar ese camino para acompañar a sus padres en el mundo celestial. El señor debía perdonarla por ese último pensamiento, pero seguramente comprendía su dolor, y no le castigaría.
Ginevra pasó el tiempo de viaje recibiendo los cálidos consentimientos de su doncella principal, la mujer le peinaba sus cabellos con tranquilidad, no dejando si quiera ni un nudo en ellos, le daba aperitivos cada determinado tiempo, pero también se entercaba en hacerle beber grandes cantidades de agua, todo gracias a la cantidad de lágrimas que soltaba. La pobre jovencita lloraba de manera silenciosa, no deseaba deshonrar a sus padres haciendo espectáculos de llanto, gritos de dolor. Su educación había sido bien implantada, no se le olvidaría nada. ¡Estarían orgullosos de ella en los cielos! Además, debía aprender a comportarse dado que estaba a poco de llegar con su generosa tía. Viola, su tía, se adelantó a casa unos días antes, le dejaba espacio a su pequeña sobrina para poder tranquilizar las aguas internas, pero también para dejar todo en orden ansiando su arribo. El santísimo le premiaría el doble, de eso estaba segura la joven, ese de arriba ya le formaba un lugar a su querida familiar por ser tan cuidadosa con su sobrina.
El viaje finalizó al igual que las lágrimas caídas, pero eso no aminoró su tristeza, por el contrario, en su pecho la presión de la incertidumbre incrementaba; discretamente movió la cortina izquierda de la ventana, observó los amplios y monumentales terrenos del jardín de aquel lugar. No duró mucho tiempo observando pues el carruaje se detuvo, ella se giró para ver a su nana quien le arregló el rostro, el cabello, y estiró sus ropajes color blanco, como la nieve en pleno inverno; con la ayuda del cochero bajó su hasta ese momento medio de transporte. Lo extraño apenas comenzaba.
Cuando la joven de negra y larga cabellera piso tierra, su mirada iba y venía de un lado a otro mostrando curiosidad. Tenía hambre de conocer cada rincón de esa hermosa estructura, llena de colores por las flores, el pasto, los arbustos bien cortados. Aspirar profundamente el aire nuevo le hizo sentir momentáneamente relajación. Por un instante recordó a su conejo, quien venía en otro carruaje junto a otras cosas, él sería más que feliz ahí, ¡Había tanto para que comiera! Encima de todo notaba a lo lejos un establo, su equino también tendría el espacio suficiente, un hogar y amigos con los cuales pasar el rato cuando no se le utilizara para paseos. Aquello era una buena señal, sin embargo, algo andaba mal, el lugar era silencioso, tétrico, ni siquiera los pájaros parecían estar de acuerdo en canturrear a su llegada. ¡Mala señal!
– ¡Ginevra! ¡Princesa! – Una voz cálida rompía el silencio sepulcral del momento. La joven volvió en sí parpadeando y meneando la cabeza para poder contemplar el rostro esculpido de su tía. Era demasiado hermosa, tanto que dolía verla – Bienvenida a casa, ojalá te haya gustado la primera imagen dada de ella – La joven seguía sin responder. ¿Por qué su tía era tan buena con ella? De todas formas no se quejaba – Adelante, es momento de que recibas un poco de alimento, el viaje debió ser molesto, en cuanto termines de daré un recorrido, y mostraré el lugar donde será ahora tu habitación – Pero la chica de la mirada triste solo asentía, sonreía de medio lado agradecida, y se dejaba abrazar mientras avanzaban hacia el interior del majestuoso castillo.
Mientras avanzaban la pequeña de dieciséis años se asombrada por la cantidad de arte dentro del lugar: cuadros, esculturas, retratos. De todo un poco. Aquello la hizo sonreír, desde muy chica se había encargado de mostrarles a todos su amor por el arte en general, pero tenía un problema, ¿habría algún salón para que siguiera con sus clases de ballet? Vergüenza le daba preguntarle a su anfitriona estrella, eso de abusar no era lo suyo, quizás más adelante cuando el tema pudiera surgir, por ese momento guardaría silencio. Se dedicó a sonreír en automático, asentir a cada palabra, y avanzar mientras sus piernas le permitieran. A veces las tristezas grandes la paralizaban, pero dado que estaba de curiosa, y no quería dar una mala impresión, ponía su mayor esfuerzo, su intención no era hacer que su tía se arrepintiera de su decisión al llevarla.
Con una breve ojeada del lugar, muy breve pues apenas y pudo captar la esencia, terminaron llegando a un amplio comedor, en el cual estaban colocados tres manteles personales, indicaba que tres personas comerían. ¿Quién sería el tercero? Por lo que sabía su tío ya no vivía, y el hijo de la mujer debía estar ocupado ¿O no? De igual forma tampoco quiso ser imprudente y molestar, por lo que se sentó a la izquierda de la cabeza en aquella mesa.
– Muchas gracias por todo, Dios se lo pague el doble, querida tía – Musitó. Por fin había roto el silencio, sus primeras palabras debían llevar en medio a Dios, o incluso al principio o final de la oración, pero siempre él en primera instancia; movió sus manos para tomar la servilleta de mesa y colocarla brevemente en su regazo, ella no estaba hambrienta, pero no se sentía con el corazón de menospreciar a esa mujer que sustituiría la imagen de su madre. – Les he traído un regalo de agradecimiento, a usted y su hijo, pero ¿le molestaría que se lo diera en presencia de los dos? Yo no quisiera restarle a él importancia, a fin de cuentas soy una intrusa en este lugar – Se encogió de hombros de manera natural, sonreía abultando sus pómulos rosáceos, aún se encontraba tan desorientada que no sabía quehacer, que decir. Era como si esa lección jamás se la hubieran dado.
Ginevra bajó la mirada hasta su regazo donde se encontraban sus manos enredadas entre sí. Extrañaba a su madre, a su padre y a su hermano, las comidas con ellos eran más cálidas, siempre sonrisas, y su padre permitía hacer comentarios al aire como bromas. ¿Cómo se debía comportar ahí? La tristeza quería invadirla de nuevo, pero mordió su labio inferior evitando el sollozo y distrayendo su dolor interno por el físico. No podría llorar todo el tiempo ¿O sí? Las cosas estaban por mejorar ¿Verdad?
Ginevra pasó el tiempo de viaje recibiendo los cálidos consentimientos de su doncella principal, la mujer le peinaba sus cabellos con tranquilidad, no dejando si quiera ni un nudo en ellos, le daba aperitivos cada determinado tiempo, pero también se entercaba en hacerle beber grandes cantidades de agua, todo gracias a la cantidad de lágrimas que soltaba. La pobre jovencita lloraba de manera silenciosa, no deseaba deshonrar a sus padres haciendo espectáculos de llanto, gritos de dolor. Su educación había sido bien implantada, no se le olvidaría nada. ¡Estarían orgullosos de ella en los cielos! Además, debía aprender a comportarse dado que estaba a poco de llegar con su generosa tía. Viola, su tía, se adelantó a casa unos días antes, le dejaba espacio a su pequeña sobrina para poder tranquilizar las aguas internas, pero también para dejar todo en orden ansiando su arribo. El santísimo le premiaría el doble, de eso estaba segura la joven, ese de arriba ya le formaba un lugar a su querida familiar por ser tan cuidadosa con su sobrina.
El viaje finalizó al igual que las lágrimas caídas, pero eso no aminoró su tristeza, por el contrario, en su pecho la presión de la incertidumbre incrementaba; discretamente movió la cortina izquierda de la ventana, observó los amplios y monumentales terrenos del jardín de aquel lugar. No duró mucho tiempo observando pues el carruaje se detuvo, ella se giró para ver a su nana quien le arregló el rostro, el cabello, y estiró sus ropajes color blanco, como la nieve en pleno inverno; con la ayuda del cochero bajó su hasta ese momento medio de transporte. Lo extraño apenas comenzaba.
Cuando la joven de negra y larga cabellera piso tierra, su mirada iba y venía de un lado a otro mostrando curiosidad. Tenía hambre de conocer cada rincón de esa hermosa estructura, llena de colores por las flores, el pasto, los arbustos bien cortados. Aspirar profundamente el aire nuevo le hizo sentir momentáneamente relajación. Por un instante recordó a su conejo, quien venía en otro carruaje junto a otras cosas, él sería más que feliz ahí, ¡Había tanto para que comiera! Encima de todo notaba a lo lejos un establo, su equino también tendría el espacio suficiente, un hogar y amigos con los cuales pasar el rato cuando no se le utilizara para paseos. Aquello era una buena señal, sin embargo, algo andaba mal, el lugar era silencioso, tétrico, ni siquiera los pájaros parecían estar de acuerdo en canturrear a su llegada. ¡Mala señal!
– ¡Ginevra! ¡Princesa! – Una voz cálida rompía el silencio sepulcral del momento. La joven volvió en sí parpadeando y meneando la cabeza para poder contemplar el rostro esculpido de su tía. Era demasiado hermosa, tanto que dolía verla – Bienvenida a casa, ojalá te haya gustado la primera imagen dada de ella – La joven seguía sin responder. ¿Por qué su tía era tan buena con ella? De todas formas no se quejaba – Adelante, es momento de que recibas un poco de alimento, el viaje debió ser molesto, en cuanto termines de daré un recorrido, y mostraré el lugar donde será ahora tu habitación – Pero la chica de la mirada triste solo asentía, sonreía de medio lado agradecida, y se dejaba abrazar mientras avanzaban hacia el interior del majestuoso castillo.
Mientras avanzaban la pequeña de dieciséis años se asombrada por la cantidad de arte dentro del lugar: cuadros, esculturas, retratos. De todo un poco. Aquello la hizo sonreír, desde muy chica se había encargado de mostrarles a todos su amor por el arte en general, pero tenía un problema, ¿habría algún salón para que siguiera con sus clases de ballet? Vergüenza le daba preguntarle a su anfitriona estrella, eso de abusar no era lo suyo, quizás más adelante cuando el tema pudiera surgir, por ese momento guardaría silencio. Se dedicó a sonreír en automático, asentir a cada palabra, y avanzar mientras sus piernas le permitieran. A veces las tristezas grandes la paralizaban, pero dado que estaba de curiosa, y no quería dar una mala impresión, ponía su mayor esfuerzo, su intención no era hacer que su tía se arrepintiera de su decisión al llevarla.
Con una breve ojeada del lugar, muy breve pues apenas y pudo captar la esencia, terminaron llegando a un amplio comedor, en el cual estaban colocados tres manteles personales, indicaba que tres personas comerían. ¿Quién sería el tercero? Por lo que sabía su tío ya no vivía, y el hijo de la mujer debía estar ocupado ¿O no? De igual forma tampoco quiso ser imprudente y molestar, por lo que se sentó a la izquierda de la cabeza en aquella mesa.
– Muchas gracias por todo, Dios se lo pague el doble, querida tía – Musitó. Por fin había roto el silencio, sus primeras palabras debían llevar en medio a Dios, o incluso al principio o final de la oración, pero siempre él en primera instancia; movió sus manos para tomar la servilleta de mesa y colocarla brevemente en su regazo, ella no estaba hambrienta, pero no se sentía con el corazón de menospreciar a esa mujer que sustituiría la imagen de su madre. – Les he traído un regalo de agradecimiento, a usted y su hijo, pero ¿le molestaría que se lo diera en presencia de los dos? Yo no quisiera restarle a él importancia, a fin de cuentas soy una intrusa en este lugar – Se encogió de hombros de manera natural, sonreía abultando sus pómulos rosáceos, aún se encontraba tan desorientada que no sabía quehacer, que decir. Era como si esa lección jamás se la hubieran dado.
Ginevra bajó la mirada hasta su regazo donde se encontraban sus manos enredadas entre sí. Extrañaba a su madre, a su padre y a su hermano, las comidas con ellos eran más cálidas, siempre sonrisas, y su padre permitía hacer comentarios al aire como bromas. ¿Cómo se debía comportar ahí? La tristeza quería invadirla de nuevo, pero mordió su labio inferior evitando el sollozo y distrayendo su dolor interno por el físico. No podría llorar todo el tiempo ¿O sí? Las cosas estaban por mejorar ¿Verdad?
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 30/10/2013
Edad : 27
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
Murmullos apagados por los gritos de las paredes empedradas tenían lugar en el palacio real. Raimondo sentado aburrido en su trono oía las propuestas de los viejos y poderosos cuya fastidiosa voz estimulaba el sueño. A primera vista, se desprendía de su rostro que estaba a punto de quedarse dormido, pero bastaba con echar un vistazo a sus manos estiradas y aferradas al mueble para comprender que estaba poniendo toda la atención posible, y era tanto así que el asiento pagaba las consecuencias. Todo indicaba que sería un día rutinario, predecible, aburrido.
–…y desafortunadamente estas pérdidas en el condado de Villalta se han incrementado con los robos de parte de bandas hacia nuestros cargamentos de oro. Esperan hasta el momento preciso para saltar sobre las carretas a orillas del camino, no hay cómo prevenirlos. Son demasiados individuos organizados –se explayaba uno de los consejeros mientras leía un documento con las variaciones en el mes.
El rey simplemente se limitaba a observar el oro que recubría los vértices de su trono, como si fuese algo merecedor de su completa manía. Aquella actitud confundía a los presentes más imberbes, pero no a los más experimentados, quienes entendían lo impredecible que podía llegar a ser su regente. Efectivamente estaba atento a lo que se hablaba y enfatizaba; sólo que no quería darles una pisca de su interés a esos habladores. No eran merecedores de ello; eran burdos, aduladores, rastreros, miedosos, y carentes de visión. A Raimondo no le cabía duda de que lo traicionarían a la primera oportunidad que tuvieran, así que los amenazaba. Entendía que el miedo era un arma que le proveía de mayores armas que la devoción, esa que los humanos despreciaban y utilizaban a su antojo.
–El Conde y sus patéticas medidas de resguardo. A este paso lo veremos rogando arrodillado aquí mismo en unas semanas. Recuérdenme por qué sigo admitiendo a ese idiota en mi corte –ordenó al aire, esperando que alguien le contestase. Una voz entre las tribunas disolvió las dudas del monarca con una sola palabra: contribuciones– Ah sí, el muy astuto dejó libras invertidas –sólo ahí levantó la cabeza para mirar a su consejero. Su expresión cambió de súbito, dejando de lado la tranquilidad para que la severidad tomara ese lugar– Dile a ese sujeto que tome las cabezas de esos ladrones, o yo tomaré la suya. Doy por terminada esta sesión –sentenció. El consejero retrocedió sin darle la espalda. Sabía que si osaba a voltearse, la cabeza a rodar sería la de él.
Así fue como la mañana se fue rápidamente. Raimondo no se iba por los lados; disciplinaba duramente a sus generales, así como también a las personalidades reales cuyos títulos dependían de él. Para él, si no cumplían con el ideal italiano, eran enemigos de la nación y debían ser tratados como tales, haciéndolos acabar en una lanza exhibida públicamente de ser necesario para mantener el orden y esplendor del reino del mediterráneo. Había hecho caer a su padre; había hecho caer a su hermana; podía hacer caer a quien fuera. Ya tenía claro que él también caería, pero lo decidiría él. Aquella sería la única forma.
El enorme salón fue quedando vacío hasta que finalmente sólo quedó Raimondo observando por la ventana ese reino que había construido sobre los hombros de su apellido y capital. Quedó él y alguien más. El regente se volteó para encontrarse con uno de los mayordomos del palacio. Medici le dio una fría mirada, calándose hasta en los huesos del servidor. Si no lo había interrumpido por una razón suficiente, se lo haría pagar caro.
–Más te vale que sea importante. Dime qué es. Rápido. –exigió firmemente. El sirviente asintió.
–La reina madre quiere que sepa de su invitación a almorzar, Majestad. –Raimondo dio un par de pasos marcados hacia él con intención de hacer daño. Claramente la primera frase no era noticia, ya que todos los días comía junto a su madre. Entonces el mayordomo se apresuró– Son tres los puestos en la mesa, excelencia. Mi señora me ha ordenado que le informe que ha traído consigo a la señorita Ginevra di Medici, su prima.
El paso del rey se detuvo. Raimondo alzó una ceja ante esa última parte de la noticia. Viola no era de traer invitados, aunque se tratara de familiares, y mucho menos lo hacía cuando se trataba de parientes que vivían en otra ciudad. Sí, su madre le había mencionado que su tío paterno había fallecido en un atentado, salvo su hija pequeña, pero eso no lo explicaba exhaustivamente. Algo más había, algo que casi se le caía de los ojos al maestresala, faltando poco para que lo soltara frente al sanguinario soberano. Y el monarca, sintiéndose el real dueño de la omnipotencia, no dudó en escarbar. No tendría que indagar demasiado; los corazones débiles flaqueaban ante la primera pisada inminente de los poderosos.
–Dime qué más sabes. Cuida que tu sucia lengua no diga mentiras, o te la arrancaré a fustazos. Te lo garantizo –intimidó con sus palabras arrastradas y voz profunda. El guardador no tuvo opción.
–L-la reina madre no me ha informado nada al respecto, Majestad, p-pero sí vi que cuando llegó la señorita Ginevra, varias maletas la acompañaron en un carruaje aparte. Incluso venían mascotas con ella. Quise saber al respecto, pero la reina misma dijo que ella se encargaría de manejar esa información –tartamudeó ligeramente, viéndose aliviado cuando terminó de expresarse.
Ya estaba. Raimondo conocía demasiado a su madre como para dejar escapar ese detalle. Quería hablarlo personalmente con él, lo cual indicaba la gravedad del asunto. “Grave”, en el idioma de Viola, implicaba necesariamente un cambio radical, algo que seguramente lo enfadaría, y por eso había actuado sin consultarle nada. Si había entrado las maletas y había organizado un almuerzo para los tres juntos, eso tenía necesariamente que traducirse en…
–No, no lo hizo… ¡Puerca insensata! –exclamó evidentemente molesto el rey, apartando al desafortunado encargado para dirigirse hacia su nuevo ineludible destino: el comedor familiar.
Los guardias tuvieron que apresurar su paso para alcanzar al rey y resguardarlo en su colérico andar. Habría hecho pedazos el piso de haber sido que su calzado amortiguaba las pisadas. Los músculos del rostro de Raimondo se encontraban mortalmente tensos, sus uñas se enterraban en sus palmas, y sus ojos fijos tiritaban de enfado. Iba a desquitarse con alguien, con cualquier imbécil que se atreviera a cruzarse por su camino. Y fue con esa furia que apenas encontró las puertas dobles que daban al comedor, las empujó como si las hubiese querido destrozar, quedando frente a frente a su madre, quien se puso de pié de inmediato junto a la adolescente a su lado.
La agitación respiración de Raimondo se podía fácilmente apreciar en una notoria imagen con su pecho subiendo y bajando repetidamente. Se estaba conteniendo, pero solamente para examinar lo que ahí acontecía. Pudo encontrar a ambas féminas con la cabeza gacha como era debido, mirando hacia sus regazos. Caminó más cerca de ambas y se fijó en Ginevra, su supuesta prima. La miró de pies a cabeza, como a una amenaza, como a un insecto, deteniéndose en su piel extremadamente blanca y su cuerpo menudo. Era una lástima; con ese cuerpo delgado ni siquiera serviría de comida para los perros.
–Déjennos. Ahora – ordenó a los sirvientes que se encontraban en la habitación. Resolvería aquello cara a cara con su progenitora.
Raimondo se quedó viendo a los ojos a su madre, quien miraba hacia el suelo en una posición de sumisión total. La reina madre estaba siendo prudente; solamente se podía ver a los ojos a su hijo cuando él lo solicitaba, y sólo se podía hablar cuando él dirigía antes la palabra. No había acción no autorizada bajo su mirada oscura. El rey se sonrió de suficiencia; su madre estaba evitando a toda costa hacer algo que le molestara, por lo que debía querer algo desesperadamente, algo relacionado con la muchacha presente.
–Tienes cinco segundos para explicarme qué-es-esto –la mujer guardó silencio, pero Raimondo tenía maneras para hacerla hablar. Levantó su mentón con fuerza y apretó su mandíbula hasta hacer doler– ¡Hazlo ya si no quieres que te rompa la cara aquí mismo y envíe a esa mocosa a un monasterio en Cerdeña!
Ginevra… Ginevra había llegado para quedarse buscando refugio, pero terminaría encontrando un peligro aún mayor al que la orfandad relegaba. Esa niña no tenía noción de en qué se estaba metiendo. De verdad que no tenía ni las más mínima idea.
–…y desafortunadamente estas pérdidas en el condado de Villalta se han incrementado con los robos de parte de bandas hacia nuestros cargamentos de oro. Esperan hasta el momento preciso para saltar sobre las carretas a orillas del camino, no hay cómo prevenirlos. Son demasiados individuos organizados –se explayaba uno de los consejeros mientras leía un documento con las variaciones en el mes.
El rey simplemente se limitaba a observar el oro que recubría los vértices de su trono, como si fuese algo merecedor de su completa manía. Aquella actitud confundía a los presentes más imberbes, pero no a los más experimentados, quienes entendían lo impredecible que podía llegar a ser su regente. Efectivamente estaba atento a lo que se hablaba y enfatizaba; sólo que no quería darles una pisca de su interés a esos habladores. No eran merecedores de ello; eran burdos, aduladores, rastreros, miedosos, y carentes de visión. A Raimondo no le cabía duda de que lo traicionarían a la primera oportunidad que tuvieran, así que los amenazaba. Entendía que el miedo era un arma que le proveía de mayores armas que la devoción, esa que los humanos despreciaban y utilizaban a su antojo.
–El Conde y sus patéticas medidas de resguardo. A este paso lo veremos rogando arrodillado aquí mismo en unas semanas. Recuérdenme por qué sigo admitiendo a ese idiota en mi corte –ordenó al aire, esperando que alguien le contestase. Una voz entre las tribunas disolvió las dudas del monarca con una sola palabra: contribuciones– Ah sí, el muy astuto dejó libras invertidas –sólo ahí levantó la cabeza para mirar a su consejero. Su expresión cambió de súbito, dejando de lado la tranquilidad para que la severidad tomara ese lugar– Dile a ese sujeto que tome las cabezas de esos ladrones, o yo tomaré la suya. Doy por terminada esta sesión –sentenció. El consejero retrocedió sin darle la espalda. Sabía que si osaba a voltearse, la cabeza a rodar sería la de él.
Así fue como la mañana se fue rápidamente. Raimondo no se iba por los lados; disciplinaba duramente a sus generales, así como también a las personalidades reales cuyos títulos dependían de él. Para él, si no cumplían con el ideal italiano, eran enemigos de la nación y debían ser tratados como tales, haciéndolos acabar en una lanza exhibida públicamente de ser necesario para mantener el orden y esplendor del reino del mediterráneo. Había hecho caer a su padre; había hecho caer a su hermana; podía hacer caer a quien fuera. Ya tenía claro que él también caería, pero lo decidiría él. Aquella sería la única forma.
El enorme salón fue quedando vacío hasta que finalmente sólo quedó Raimondo observando por la ventana ese reino que había construido sobre los hombros de su apellido y capital. Quedó él y alguien más. El regente se volteó para encontrarse con uno de los mayordomos del palacio. Medici le dio una fría mirada, calándose hasta en los huesos del servidor. Si no lo había interrumpido por una razón suficiente, se lo haría pagar caro.
–Más te vale que sea importante. Dime qué es. Rápido. –exigió firmemente. El sirviente asintió.
–La reina madre quiere que sepa de su invitación a almorzar, Majestad. –Raimondo dio un par de pasos marcados hacia él con intención de hacer daño. Claramente la primera frase no era noticia, ya que todos los días comía junto a su madre. Entonces el mayordomo se apresuró– Son tres los puestos en la mesa, excelencia. Mi señora me ha ordenado que le informe que ha traído consigo a la señorita Ginevra di Medici, su prima.
El paso del rey se detuvo. Raimondo alzó una ceja ante esa última parte de la noticia. Viola no era de traer invitados, aunque se tratara de familiares, y mucho menos lo hacía cuando se trataba de parientes que vivían en otra ciudad. Sí, su madre le había mencionado que su tío paterno había fallecido en un atentado, salvo su hija pequeña, pero eso no lo explicaba exhaustivamente. Algo más había, algo que casi se le caía de los ojos al maestresala, faltando poco para que lo soltara frente al sanguinario soberano. Y el monarca, sintiéndose el real dueño de la omnipotencia, no dudó en escarbar. No tendría que indagar demasiado; los corazones débiles flaqueaban ante la primera pisada inminente de los poderosos.
–Dime qué más sabes. Cuida que tu sucia lengua no diga mentiras, o te la arrancaré a fustazos. Te lo garantizo –intimidó con sus palabras arrastradas y voz profunda. El guardador no tuvo opción.
–L-la reina madre no me ha informado nada al respecto, Majestad, p-pero sí vi que cuando llegó la señorita Ginevra, varias maletas la acompañaron en un carruaje aparte. Incluso venían mascotas con ella. Quise saber al respecto, pero la reina misma dijo que ella se encargaría de manejar esa información –tartamudeó ligeramente, viéndose aliviado cuando terminó de expresarse.
Ya estaba. Raimondo conocía demasiado a su madre como para dejar escapar ese detalle. Quería hablarlo personalmente con él, lo cual indicaba la gravedad del asunto. “Grave”, en el idioma de Viola, implicaba necesariamente un cambio radical, algo que seguramente lo enfadaría, y por eso había actuado sin consultarle nada. Si había entrado las maletas y había organizado un almuerzo para los tres juntos, eso tenía necesariamente que traducirse en…
–No, no lo hizo… ¡Puerca insensata! –exclamó evidentemente molesto el rey, apartando al desafortunado encargado para dirigirse hacia su nuevo ineludible destino: el comedor familiar.
Los guardias tuvieron que apresurar su paso para alcanzar al rey y resguardarlo en su colérico andar. Habría hecho pedazos el piso de haber sido que su calzado amortiguaba las pisadas. Los músculos del rostro de Raimondo se encontraban mortalmente tensos, sus uñas se enterraban en sus palmas, y sus ojos fijos tiritaban de enfado. Iba a desquitarse con alguien, con cualquier imbécil que se atreviera a cruzarse por su camino. Y fue con esa furia que apenas encontró las puertas dobles que daban al comedor, las empujó como si las hubiese querido destrozar, quedando frente a frente a su madre, quien se puso de pié de inmediato junto a la adolescente a su lado.
La agitación respiración de Raimondo se podía fácilmente apreciar en una notoria imagen con su pecho subiendo y bajando repetidamente. Se estaba conteniendo, pero solamente para examinar lo que ahí acontecía. Pudo encontrar a ambas féminas con la cabeza gacha como era debido, mirando hacia sus regazos. Caminó más cerca de ambas y se fijó en Ginevra, su supuesta prima. La miró de pies a cabeza, como a una amenaza, como a un insecto, deteniéndose en su piel extremadamente blanca y su cuerpo menudo. Era una lástima; con ese cuerpo delgado ni siquiera serviría de comida para los perros.
–Déjennos. Ahora – ordenó a los sirvientes que se encontraban en la habitación. Resolvería aquello cara a cara con su progenitora.
Raimondo se quedó viendo a los ojos a su madre, quien miraba hacia el suelo en una posición de sumisión total. La reina madre estaba siendo prudente; solamente se podía ver a los ojos a su hijo cuando él lo solicitaba, y sólo se podía hablar cuando él dirigía antes la palabra. No había acción no autorizada bajo su mirada oscura. El rey se sonrió de suficiencia; su madre estaba evitando a toda costa hacer algo que le molestara, por lo que debía querer algo desesperadamente, algo relacionado con la muchacha presente.
–Tienes cinco segundos para explicarme qué-es-esto –la mujer guardó silencio, pero Raimondo tenía maneras para hacerla hablar. Levantó su mentón con fuerza y apretó su mandíbula hasta hacer doler– ¡Hazlo ya si no quieres que te rompa la cara aquí mismo y envíe a esa mocosa a un monasterio en Cerdeña!
Ginevra… Ginevra había llegado para quedarse buscando refugio, pero terminaría encontrando un peligro aún mayor al que la orfandad relegaba. Esa niña no tenía noción de en qué se estaba metiendo. De verdad que no tenía ni las más mínima idea.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2013
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
Su mirada triste se perdía en la tela fina de su ropa. El color quizás no era el mejor, se debió haber puesto algo más oscuro que indicara su luto, su pena, pero sobretodo su estado de ánimo, sin embargo se vio incapaz de hacerlo para no traer esas energías malditas a la casa de su tía. La muerte se trataba de una de las cosas seguras al vivir. Era inevitable llegar a sus garras, pero verla tan cercana le cambió por completo el panorama de lo que podría llegar a ser la vida. La joven siempre tuvo la idea que algún día eso ocurriría con sus seres queridos, primero con sus padres, porque claro, la ley de la vida dice que los progenitores son enterrados por sus hijos, no a la inversa. Haber llorado sobre la tumba de su hermano, quien no era mucho más grande que ella, le había resultado ser un golpe tan profundo que su corazón le hacía sentir como se iba lentamente desangrando. Quizás llegaría al punto de no haber más sangre, pero si eso acontecía, ¿podría seguir con vida? Quizás lo que pensaba no tenía sentido, porque los sentimientos así negativos, de profundo dolor y tristeza no te dejaban llegar a la muerte, ¿o si? Ella esperaba que no, porque en el fondo, por más maltrecha que estuviera, la esperanza seguía dentro, como una pequeña flama buscando paja para retomar la intensidad del calor y la iluminación que el fuego con brazas altas provocaba. Si ella seguía con vida es porque sus padres habían muerto para salvarla, porque Dios le dejaba una nueva oportunidad para cumplir alguna misión. La idea de eso último permitía que la joven no flaquear.
Se permitió entonces levantar el rostro para poder observar a su tía. Sólo alcanzaron a caer dos gotas cristalinas, no más, pues ella misma con elegancia y delicadeza se limpió el rostro con la ayuda de sus pulgares. Sacudió sus manos del agua que se impregnó en su piel por su estado tan malo, y luego, le sonrió a la mujer que había puesto las manos al fuego para no dejarla desmoronarse. Viola era una mujer hermosa, no sólo físicamente, sino también de corazón, eso, ante los ojos de su sobrina la catalogaba como una fémina perfecta. ¿La valorarían como ella estaba dispuesta a hacerlo? Con todo el corazón esperaba que si, de igual forma ella le daría el amor que necesitara, ahora que sus padres se habían ido todo lo enfocaría en esa mujer, y en su hijo, porque le había permitido vivir ahí.
- Estoy tan contenta de tenerla de mi lado, tía - Musitó intentando romper el silencio que ella misma había provocado - Usted ha llegado como una grata bendición, estoy segura que Dios ya le ha dejado un pedazo de cielo para cuando sea momento de acompañarlo - Le aseguró, claro que lo decía con la confianza plena, porque la gente buena sólo podía esperar recompensas formidables del altísimo; se movió hacía el frente tomando la copa de agua que le habían servido. Su garganta se sentía rasposa al grado que el hablar le resultaba incomodo. Eso de estar triste y llorar no le traía gratos momentos, pero nadie dijo que el dolor fuera divertido de llevar, por eso mismo se sufría, lo mejor para ella sería canalizar su perdida en otras cosas. Por ejemplo el bordado, la lectura clásica, sus clases de danza. Ya vería con los días que sería lo mejor para ella. Primero debía acostumbrarse con sus familiares y su nueva residencia - ¿Mi primo vendrá? Estoy ansiosa por conocerlo, espero poder agradarle - Comentó sonriendo, pero Ginevra descubrió algo en su tía que la puso incomoda, que le erizó la piel de su nuca y que incluso sintió como una corriente le recorría la espina dorsal. El gesto alegre de la señora que tenía enfrente parecía bien actuado, perfectamente practicado. Algo andaba mal.
Ni bien había formulado esa pregunta cuando una figura alta arribó al comedor haciendo un estruendo que la hizo respingar y ponerse de pie del susto. Incluso casi olvidaba sus modales; se llevó una de las manos al pecho apaciguando, o al menos intentando que su respiración se controlara. Podía percibir una mirada inquisitiva sobre su figura, pero también el temblor de su tía que se encontraba rozando codo con codo. Tragó saliva disimuladamente, por si le tocaba hablar no llegara a hacerlo con tartamudeo, o la garganta raspándole. Por mientras se quedaría callada hasta que se lo pidieran, observando el bien elaborado calzado de un rey que ante los ojos de sus súbditos merecían todo por tener el titulo, no precisamente por sus obras. Afortunados sean entonces quienes tienen el privilegio de la famosa herencia poderosa; los gritos enrabiados del hombre la hicieron dejar de perderse en sus pensamientos y poder prestar atención a lo que acontecía. La pobre muchacha creía ser bien recibida, pero era todo lo contrario.
- Su majestad - Saludó la mujer haciendo una reverencia al mismo tiempo que su sobrina. Aunque la segunda no habló, estaba consiente que ni el saludo tenía permiso de dar. - Le agradezco me permita explicarle - Parecía que su tía se encontraba a punto de tener una crisis de nervios, pero su voz le salía tan normal que la joven se sintió abrumada. - Cómo sabe, su tío Fabrizio ha fallecido apenas una semana atrás junto con su esposa, y su hijo el mayor - Hizo una breve pausa sólo para ver si había un poco de aunque fuera lastima en la mirada de su hijo, pero la cólera era tan grande que el cambio no llegó - Ginevra, su hija, la que es su prima ha quedado sola, era su hermano, de tu padre, quería hacer algo por ella, la invité a vivir con nosotros - Su tono de voz se fue apagando hasta que el "nosotros" parecía un susurro casi poco perceptible, pero que en definitiva él podría escuchar por el silencio sepulcral que reinaba en aquel comedor. - Hijo mío, este acto tan generoso ayudaría a tu reino, imagina, el rey que rescata a su prima de un destino precario - Intentó convencer la mujer sintiendo vergüenza - No habría tenido corazón de dejarla sola a su suerte, sólo tiene dieciséis años - Finalizó. Se notaba que la mujer se encontraba mal, abrumada, perdida por el miedo a lo que su hijo podría hacer.
El silencio prevalecía, Ginevra ahora parecía haber cogido la condición de su tía, temblaba de pies a cabeza. ¿De verdad su presencia era tan desagradable? ¿De verdad se había vuelto tan insignificante ahora que se quedó sin padres? Se sentía un poco mareada, para ella había tanto que procesar. Una parte minúscula de ella culpaba un poco a su tía por ponerla en esa posición, le había engañado, le había dicho que todo estaba listo, que sólo faltaba su presencia, pero en realidad nada se encontraba preparado a su llegada, por el contrario, todo era una sorpresa tanto para el monarca como para ella. No lo culpaba por sorprenderse, ¿pero actuar de esa manera? Se sentía tan insignificante y poco digna que incluso su cuerpo se movió por inercia hacía atrás desvalorizándose un poco más, pues la distancia prudente entre su enojado primo y ella, quizás lo relajaría.
- No la mandes a otro lugar, hijo mío, te lo suplico, sabes que jamás te he pedido nada que no puedas darme, se considerado conmigo, quisiera cuidarla, como a tu hermana - Finalizó, pues la voz se le entrecortó presa del recuerdo propio de haber sido una mala figura femenina. Con el había hecho un excelente trabajo ¿no es así? Se auto convencía o quizás la mujer se engañaba demasiado presa del amor por su hijo, pero su pequeño (que ya no tenía nada de niño) era inteligente, se había hecho de un reino, lo sabía manejar. Ante cualquier ser humano se trataba de un ejemplo a seguir, de la envidia de muchos, pero ¿Qué era la realidad de Raimondo? La idea de creerlo un crío y gobernante perfecto la había nublado, pero ella mejor que nadie conocía los defectos del rey, quizás por eso temblaba tanto ante su ira. ¿Ahora que seguía? ¿Que ocurriría? ¡Ginevra se iba a volver loca!
- Ginevra, querida, saluda a tu primo - La madre de Raimondo movió su cuerpo para jalar con delicadeza pero precisión a la jovencita que no dejaba de temblar; la hizo avanzar dos pasos hacía enfrente, los mismos que había hecho hacía atrás. De esa forma estuvo incluso un poco más cerca de su primo. El aroma masculino le golpeó el sentido del olfato, al menos olía bien, cosa que hablaba en parte de buena manera del hombre.
La muchacha de tan sólo dieciséis años tomó sus faldas reverenciando, y por primera vez se atrevió a alzar su rostro; lo cierto es que lo hizo bastante, pues el hombre que tenía enfrente era más que alto. Ella apenas le llegaba al pecho, siempre supo que había nacido con un tamaño reducido, no es que le molestara, por el contrario, una fémina grande no le parecía delicada o elegante, de igual forma no era momento de pensar en esas tonterías tan superficiales, debía de centrarse en poder convencer a su primo, aunque si él se negaba bien podría volver a su mansión con sus criados y contactar a la mano derecha de sus padres para ver en que términos habían quedado todo. Se percató que su tía no le había informado nada de eso. ¡Que tonta! Se había dejado cegar por el dolor en vez de poner atención a tales detalles. ¿Y así deseaba tener la aceptación de su primo? Debía ser muy tonta para creer eso.
- Buen día, mi rey - Su voz dulce, delicada y embriagante llegó hasta sus oídos haciendo que ella misma se asombrara con la naturalidad y tranquilidad con la que había hablado. - Probablemente ante sus ojos no soy digna de estar en su hogar, pero si me lo permite parecerá que no hay intrusa, seré silenciosa, obediente, recatada y buena mujer, prometo no darle problema alguno - Finalizó y volvió a poner su mirada perdida en el suelo. La intimidaba, claro que lo hacía. Raimondo Di Medici era un hombre que provocaba terror con su mirada. ¿Su alma sería igual de sombría?
Se permitió entonces levantar el rostro para poder observar a su tía. Sólo alcanzaron a caer dos gotas cristalinas, no más, pues ella misma con elegancia y delicadeza se limpió el rostro con la ayuda de sus pulgares. Sacudió sus manos del agua que se impregnó en su piel por su estado tan malo, y luego, le sonrió a la mujer que había puesto las manos al fuego para no dejarla desmoronarse. Viola era una mujer hermosa, no sólo físicamente, sino también de corazón, eso, ante los ojos de su sobrina la catalogaba como una fémina perfecta. ¿La valorarían como ella estaba dispuesta a hacerlo? Con todo el corazón esperaba que si, de igual forma ella le daría el amor que necesitara, ahora que sus padres se habían ido todo lo enfocaría en esa mujer, y en su hijo, porque le había permitido vivir ahí.
- Estoy tan contenta de tenerla de mi lado, tía - Musitó intentando romper el silencio que ella misma había provocado - Usted ha llegado como una grata bendición, estoy segura que Dios ya le ha dejado un pedazo de cielo para cuando sea momento de acompañarlo - Le aseguró, claro que lo decía con la confianza plena, porque la gente buena sólo podía esperar recompensas formidables del altísimo; se movió hacía el frente tomando la copa de agua que le habían servido. Su garganta se sentía rasposa al grado que el hablar le resultaba incomodo. Eso de estar triste y llorar no le traía gratos momentos, pero nadie dijo que el dolor fuera divertido de llevar, por eso mismo se sufría, lo mejor para ella sería canalizar su perdida en otras cosas. Por ejemplo el bordado, la lectura clásica, sus clases de danza. Ya vería con los días que sería lo mejor para ella. Primero debía acostumbrarse con sus familiares y su nueva residencia - ¿Mi primo vendrá? Estoy ansiosa por conocerlo, espero poder agradarle - Comentó sonriendo, pero Ginevra descubrió algo en su tía que la puso incomoda, que le erizó la piel de su nuca y que incluso sintió como una corriente le recorría la espina dorsal. El gesto alegre de la señora que tenía enfrente parecía bien actuado, perfectamente practicado. Algo andaba mal.
Ni bien había formulado esa pregunta cuando una figura alta arribó al comedor haciendo un estruendo que la hizo respingar y ponerse de pie del susto. Incluso casi olvidaba sus modales; se llevó una de las manos al pecho apaciguando, o al menos intentando que su respiración se controlara. Podía percibir una mirada inquisitiva sobre su figura, pero también el temblor de su tía que se encontraba rozando codo con codo. Tragó saliva disimuladamente, por si le tocaba hablar no llegara a hacerlo con tartamudeo, o la garganta raspándole. Por mientras se quedaría callada hasta que se lo pidieran, observando el bien elaborado calzado de un rey que ante los ojos de sus súbditos merecían todo por tener el titulo, no precisamente por sus obras. Afortunados sean entonces quienes tienen el privilegio de la famosa herencia poderosa; los gritos enrabiados del hombre la hicieron dejar de perderse en sus pensamientos y poder prestar atención a lo que acontecía. La pobre muchacha creía ser bien recibida, pero era todo lo contrario.
- Su majestad - Saludó la mujer haciendo una reverencia al mismo tiempo que su sobrina. Aunque la segunda no habló, estaba consiente que ni el saludo tenía permiso de dar. - Le agradezco me permita explicarle - Parecía que su tía se encontraba a punto de tener una crisis de nervios, pero su voz le salía tan normal que la joven se sintió abrumada. - Cómo sabe, su tío Fabrizio ha fallecido apenas una semana atrás junto con su esposa, y su hijo el mayor - Hizo una breve pausa sólo para ver si había un poco de aunque fuera lastima en la mirada de su hijo, pero la cólera era tan grande que el cambio no llegó - Ginevra, su hija, la que es su prima ha quedado sola, era su hermano, de tu padre, quería hacer algo por ella, la invité a vivir con nosotros - Su tono de voz se fue apagando hasta que el "nosotros" parecía un susurro casi poco perceptible, pero que en definitiva él podría escuchar por el silencio sepulcral que reinaba en aquel comedor. - Hijo mío, este acto tan generoso ayudaría a tu reino, imagina, el rey que rescata a su prima de un destino precario - Intentó convencer la mujer sintiendo vergüenza - No habría tenido corazón de dejarla sola a su suerte, sólo tiene dieciséis años - Finalizó. Se notaba que la mujer se encontraba mal, abrumada, perdida por el miedo a lo que su hijo podría hacer.
El silencio prevalecía, Ginevra ahora parecía haber cogido la condición de su tía, temblaba de pies a cabeza. ¿De verdad su presencia era tan desagradable? ¿De verdad se había vuelto tan insignificante ahora que se quedó sin padres? Se sentía un poco mareada, para ella había tanto que procesar. Una parte minúscula de ella culpaba un poco a su tía por ponerla en esa posición, le había engañado, le había dicho que todo estaba listo, que sólo faltaba su presencia, pero en realidad nada se encontraba preparado a su llegada, por el contrario, todo era una sorpresa tanto para el monarca como para ella. No lo culpaba por sorprenderse, ¿pero actuar de esa manera? Se sentía tan insignificante y poco digna que incluso su cuerpo se movió por inercia hacía atrás desvalorizándose un poco más, pues la distancia prudente entre su enojado primo y ella, quizás lo relajaría.
- No la mandes a otro lugar, hijo mío, te lo suplico, sabes que jamás te he pedido nada que no puedas darme, se considerado conmigo, quisiera cuidarla, como a tu hermana - Finalizó, pues la voz se le entrecortó presa del recuerdo propio de haber sido una mala figura femenina. Con el había hecho un excelente trabajo ¿no es así? Se auto convencía o quizás la mujer se engañaba demasiado presa del amor por su hijo, pero su pequeño (que ya no tenía nada de niño) era inteligente, se había hecho de un reino, lo sabía manejar. Ante cualquier ser humano se trataba de un ejemplo a seguir, de la envidia de muchos, pero ¿Qué era la realidad de Raimondo? La idea de creerlo un crío y gobernante perfecto la había nublado, pero ella mejor que nadie conocía los defectos del rey, quizás por eso temblaba tanto ante su ira. ¿Ahora que seguía? ¿Que ocurriría? ¡Ginevra se iba a volver loca!
- Ginevra, querida, saluda a tu primo - La madre de Raimondo movió su cuerpo para jalar con delicadeza pero precisión a la jovencita que no dejaba de temblar; la hizo avanzar dos pasos hacía enfrente, los mismos que había hecho hacía atrás. De esa forma estuvo incluso un poco más cerca de su primo. El aroma masculino le golpeó el sentido del olfato, al menos olía bien, cosa que hablaba en parte de buena manera del hombre.
La muchacha de tan sólo dieciséis años tomó sus faldas reverenciando, y por primera vez se atrevió a alzar su rostro; lo cierto es que lo hizo bastante, pues el hombre que tenía enfrente era más que alto. Ella apenas le llegaba al pecho, siempre supo que había nacido con un tamaño reducido, no es que le molestara, por el contrario, una fémina grande no le parecía delicada o elegante, de igual forma no era momento de pensar en esas tonterías tan superficiales, debía de centrarse en poder convencer a su primo, aunque si él se negaba bien podría volver a su mansión con sus criados y contactar a la mano derecha de sus padres para ver en que términos habían quedado todo. Se percató que su tía no le había informado nada de eso. ¡Que tonta! Se había dejado cegar por el dolor en vez de poner atención a tales detalles. ¿Y así deseaba tener la aceptación de su primo? Debía ser muy tonta para creer eso.
- Buen día, mi rey - Su voz dulce, delicada y embriagante llegó hasta sus oídos haciendo que ella misma se asombrara con la naturalidad y tranquilidad con la que había hablado. - Probablemente ante sus ojos no soy digna de estar en su hogar, pero si me lo permite parecerá que no hay intrusa, seré silenciosa, obediente, recatada y buena mujer, prometo no darle problema alguno - Finalizó y volvió a poner su mirada perdida en el suelo. La intimidaba, claro que lo hacía. Raimondo Di Medici era un hombre que provocaba terror con su mirada. ¿Su alma sería igual de sombría?
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 30/10/2013
Edad : 27
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
Ahí estaba. Ahí estaba el Rey de Italia volviendo a hacer sentir miserables a quienes lo rodeaban, ¿y qué mejor que empezar por su propia madre? La escuchaba en silencio, pera esa mudez era solamente verbal. El prematuramente corrompido Raimondo la miraba con desdén, con sus ojos inyectados en soberbia, y su pecho inflado, como si eso contribuyera a demostrar su superioridad. Ese gesto se parecía al de Ottavio, su padre, y Raimondo lo sabía. Utilizaba esa postura porque conocía bien los efectos que suscitaba en su madre. Veía a su progenitora encorvando su cabeza y escondiendo la mirada, como si estuviese viviendo de nuevo uno de los tantos episodios de violencia que había pasado con su marido. El monarca se sonreía con la eficacia de su cometido; quería que Viola se sintiera así, indefensa y dejada al azar.
Se mofó con una risa sarcástica y firme cuando oyó a su madre hablar así de su hermana. Mercede… la carismática y compradora Mercede lo perseguía hasta en la muerte, siendo revivida cada vez por la única persona que todavía la añoraba: su madre.
–Y la cuidaste tan bien que murió en un… –se hizo el que lo hubiera olvidado unos segundos y luego devolvió esa cruel mirada a su paridora– …¿qué dijeron esos idiotas? ¡Ah, sí! Que había sido un “lamentable accidente”, ¿no? –sabía cómo lastimarla, al igual que su difunto padre– ¡Piensa bien antes de hablar, víbora mentirosa! –soltó su cuello como si estuviera removiendo algo grotesco de sus manos. Le asqueaba ver al rostro a quien le había dado la vida.
Viola no lo rebatió, ni siquiera lo miró. Si bien a ella le habían dicho que su hija había muerto de manera temprana por causas desconocidas, a Raimondo no le cabía duda de que ella sabía perfectamente que no había sido así. Después de todo, era apestosamente unida a Mercede como no lo era con él. Una madre siempre sabía, así que no tenía excusa para no haber siquiera sospechado lo que el cardenal había hecho con la princesa. Sólo por eso era la peor de las perras que hubiera conocido. Y lo demostraba nuevamente al arrastrar junto a ella a la huérfana que había dejado entrar para quedarse. Suspiró el hombre al darse cuenta de la estrategia que quería aplicarle. ¿De verdad Viola era su madre? Parecía no comprender que las reglas del juego de la compasión no tenían efecto en él. ¿Quién creía que era?, ¿Mercede? Ella estaba muerta, y bien muerta.
Miró levemente hacia abajo, encontrándose con una piel de textura fina y blanquecida, ojos verdosamente perdidos, y una postura sumisa que concordaba con su disminuida altura. ¿Realmente era su prima? Poseía varios de los rasgos de la familia, como el cutis lechoso, la contextura delgada, y el porte necesario para hacerse un lugar en las cortes romanas. Pero… ¿y esa faz de gato asustadizo?, ¿y esos ojos de cervatillo asechado? Aquello no pertenecía a los Medici. No pertenecía a ninguna parte. Algo tan frágil no tendría posibilidades de perdurar en el mundo real. Se notaba que había sido estrictamente protegida por sus padres y parientes más cercanos, ¿y para qué? Para presentar ante él a un gazapo demasiado insignificante como para sobreponerse a los males del mundo. Sin quererlo, Viola había posicionado un blanco justo frente a Raimondo.
–¡Cierra la boca! –exclamó el gobernante, abandonando la atención que tenía puesta sobre su madre para enfocarla en la zagala. Ella no había hecho nada malo, pero el sólo hecho de tenerla ahí sin orden suya de por medio, hacía que Raimondo la viera como una intrusa en su palacio. Dio un par de pasos hacia a ella y le habló con severidad, como si estuviera a punto de castigarla– ¿No te enseñaron a presentarte antes de dirigirte a tu rey, desatinada? No… a juzgar por tu irrisoria torpeza, no te enseñaron nada. Lo haré yo entonces. Tú no decides la forma en que te comportarás; eso lo ordeno yo. En segundo lugar, tú eres el problema y no tienes nada que quiera que me pueda hacer cambiar de opinión. Ya me arruinaste el día y estropeaste mi apetito. ¿Qué harás al respecto, ah? –la miró fijamente, queriendo asesinar esa mirada esmeralda con la suya propia– ¡Nada! No harás nada, porque no tienes poder sobre nada. ¿Y esas maletas que trajiste? Espejismos para hacerte creer que tienes algo, pero te despertaré de tu sueño. –extendió sus brazos a su alrededor– Este palacio que ves, Italia, y todo lo que está dentro de ella… es mío. Non dimenticare.
Pronto vería Ginevra que sus clases de etiqueta no servirían para quien no respetaba protocolo alguno que no fuera impuesto por él mismo. Estaría desnuda, sin armas ni defensas, porque el rey sanguinario las eliminaría todas. Era así; ninguna hoja se movía en Italia sin que él lo supiera. Raimondo ya se estaba impacientando con la presencia de tan debilucha chica en medio de su salón, estorbaba en él. Viola tendría que hacer un estupendo trabajo de persuasión para dejarla quedar. Hasta ese momento, el heredero de los Medici lo único que quería hacer era echarla a patadas, de la manera más humillante posible, para que todos fueran testigos de su omnipotencia. Ni siquiera la sangre lo detendría. No, mucho menos la sangre lo pararía.
–Estás agotando mi paciencia, niñata. Si quieres quedarte, tendrás que hacerlo mejor que eso. No me hagas perder el tiempo con tus patéticos intentos. Funcionarán con tus maestros de pacotilla, pero no conmigo. Apréndelo ya –quería ver hasta dónde era capaz de llegar por su vida.
Se mofó con una risa sarcástica y firme cuando oyó a su madre hablar así de su hermana. Mercede… la carismática y compradora Mercede lo perseguía hasta en la muerte, siendo revivida cada vez por la única persona que todavía la añoraba: su madre.
–Y la cuidaste tan bien que murió en un… –se hizo el que lo hubiera olvidado unos segundos y luego devolvió esa cruel mirada a su paridora– …¿qué dijeron esos idiotas? ¡Ah, sí! Que había sido un “lamentable accidente”, ¿no? –sabía cómo lastimarla, al igual que su difunto padre– ¡Piensa bien antes de hablar, víbora mentirosa! –soltó su cuello como si estuviera removiendo algo grotesco de sus manos. Le asqueaba ver al rostro a quien le había dado la vida.
Viola no lo rebatió, ni siquiera lo miró. Si bien a ella le habían dicho que su hija había muerto de manera temprana por causas desconocidas, a Raimondo no le cabía duda de que ella sabía perfectamente que no había sido así. Después de todo, era apestosamente unida a Mercede como no lo era con él. Una madre siempre sabía, así que no tenía excusa para no haber siquiera sospechado lo que el cardenal había hecho con la princesa. Sólo por eso era la peor de las perras que hubiera conocido. Y lo demostraba nuevamente al arrastrar junto a ella a la huérfana que había dejado entrar para quedarse. Suspiró el hombre al darse cuenta de la estrategia que quería aplicarle. ¿De verdad Viola era su madre? Parecía no comprender que las reglas del juego de la compasión no tenían efecto en él. ¿Quién creía que era?, ¿Mercede? Ella estaba muerta, y bien muerta.
Miró levemente hacia abajo, encontrándose con una piel de textura fina y blanquecida, ojos verdosamente perdidos, y una postura sumisa que concordaba con su disminuida altura. ¿Realmente era su prima? Poseía varios de los rasgos de la familia, como el cutis lechoso, la contextura delgada, y el porte necesario para hacerse un lugar en las cortes romanas. Pero… ¿y esa faz de gato asustadizo?, ¿y esos ojos de cervatillo asechado? Aquello no pertenecía a los Medici. No pertenecía a ninguna parte. Algo tan frágil no tendría posibilidades de perdurar en el mundo real. Se notaba que había sido estrictamente protegida por sus padres y parientes más cercanos, ¿y para qué? Para presentar ante él a un gazapo demasiado insignificante como para sobreponerse a los males del mundo. Sin quererlo, Viola había posicionado un blanco justo frente a Raimondo.
–¡Cierra la boca! –exclamó el gobernante, abandonando la atención que tenía puesta sobre su madre para enfocarla en la zagala. Ella no había hecho nada malo, pero el sólo hecho de tenerla ahí sin orden suya de por medio, hacía que Raimondo la viera como una intrusa en su palacio. Dio un par de pasos hacia a ella y le habló con severidad, como si estuviera a punto de castigarla– ¿No te enseñaron a presentarte antes de dirigirte a tu rey, desatinada? No… a juzgar por tu irrisoria torpeza, no te enseñaron nada. Lo haré yo entonces. Tú no decides la forma en que te comportarás; eso lo ordeno yo. En segundo lugar, tú eres el problema y no tienes nada que quiera que me pueda hacer cambiar de opinión. Ya me arruinaste el día y estropeaste mi apetito. ¿Qué harás al respecto, ah? –la miró fijamente, queriendo asesinar esa mirada esmeralda con la suya propia– ¡Nada! No harás nada, porque no tienes poder sobre nada. ¿Y esas maletas que trajiste? Espejismos para hacerte creer que tienes algo, pero te despertaré de tu sueño. –extendió sus brazos a su alrededor– Este palacio que ves, Italia, y todo lo que está dentro de ella… es mío. Non dimenticare.
Pronto vería Ginevra que sus clases de etiqueta no servirían para quien no respetaba protocolo alguno que no fuera impuesto por él mismo. Estaría desnuda, sin armas ni defensas, porque el rey sanguinario las eliminaría todas. Era así; ninguna hoja se movía en Italia sin que él lo supiera. Raimondo ya se estaba impacientando con la presencia de tan debilucha chica en medio de su salón, estorbaba en él. Viola tendría que hacer un estupendo trabajo de persuasión para dejarla quedar. Hasta ese momento, el heredero de los Medici lo único que quería hacer era echarla a patadas, de la manera más humillante posible, para que todos fueran testigos de su omnipotencia. Ni siquiera la sangre lo detendría. No, mucho menos la sangre lo pararía.
–Estás agotando mi paciencia, niñata. Si quieres quedarte, tendrás que hacerlo mejor que eso. No me hagas perder el tiempo con tus patéticos intentos. Funcionarán con tus maestros de pacotilla, pero no conmigo. Apréndelo ya –quería ver hasta dónde era capaz de llegar por su vida.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2013
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
Corta era su vida, sin duda, pero eso no le hacía ser una ignorante. La joven había leído demasiado para los dieciséis años que llevaba, había aprendido diversas disciplinas, comprendía sobre el bien y el mal; quizás eso era lo que tanto fallaba, que lo comprendía pero jamás lo había visto; se sabía comportar, hablar, incluso caminar como era debido, lo que no sabía era como actuar cuando alguien le veía de esa forma.
Para Ginevra, una madre, quien lograba llevar a una criatura al mundo, se trataba de lo más sagrado existente. Aparte de Dios, por supuesto. Su madre había sido amada, protegida, cuidada, halagada, pero sobretodo amada; su padre, que en paz descanse, la había tratado mejor que la reina misma de Italia, pero si se comparaba con esa mujer que tenía alado, cualquiera tenía mejor conocimiento de trato. De todas formas, crecer en un ambiente tan bueno, transparente y amoroso, le producía ahora un horroroso momento. Por un lado, ella no había decidido irse a vivir a ese lugar simplemente por no tener donde permanecer, si había tomado la decisión de irse con su tía era por la forma tan implorante en que se lo pidió. Incluso la había notado más destruida internamente que ella. La jovencita de cabellos negros, largos y sedosos, podría bien coger sus cosas y marcharse. ¿Cómo dejar a una mujer sin protección después de haberle ofrecido el cariño que ya no tendría? Si ella se iba sólo para protegerse entonces sería una verdadera egoísta, sus padres no le enseñaron eso, no iba a deshonrarlo por un muchacho sin educación y enfermo de poder, porque si, su primo le parecía de esa forma al escucharlo hablar. De igual forma no era quien para juzgar. Él era el rey, y ella una simple huérfana.
Su respiración se aceleraba por cada palabra dicha de su primo, el pecho apenas desarrollado de una joven de corta edad subía y bajaba con rapidez. Incluso su corsé la ahogaba más de la cuenta. Se sintió mareada, con ganas de soltarse a llorar. ¿Por qué le hablaba de esa forma a su madre? ¡Que clase de mal nacido era! A pesar de todo el dolor, enojo y tristeza experimentado en ese momento, no dijo nada, si lo hacía sabía que podría ser peor para ella. ¡Lo sabía y ni siquiera lo conocía! Sus manos se movieron y se posaron sobre los brazos ajenos, sólo intentando calmar el tembloroso cuerpo que tenía, sin embargo los dejó caer con rapidez cuando aquella mirada maligna la estudiada. “No me mire así por favor, no me odie”. Esa frase se repetía una vez en su cabeza, no deseaba que la escuchara su primo, pero al menos que pudiera hacerse realidad. Le temía. ¡No se quedaría ahí! ¡Jamás!
Después de las breves palabras dirigidas a ella, aclaró su garganta, sus manitas delicadas cogían la tela de su faldón. Ni siquiera ella misma entendió de donde sacó el valor para levantar el rostro. Recordaba como su padre le decía “Ginevra, levanta el mentón, que se note tu posición, tu clase”. Lo hizo así, sintiendo al fantasma de sus padres sobre sus hombros, apoyándola para que pudiera afrontar la situación.
- M-Mi rey… - Tartamudeó pero volvió a hablar enseguida - Ginevra Di Medici - Reverenció de nuevo, recordando todas las veces que saludaba en esas fiestas, como si nadie supiera su nombre. Los carnosos labios rosados se movían como la bailarina en medio de una melodía dulce. Se rozaban, se abrazaban, el rosa que adornaba su boca la hacía ver más inocente, más diminuta y frágil. Se sentía tan impresionada por la estatura imponente del hombre. - Si usted no lo desea, no desea que me quede, yo tomaré mis cosas y me iré de vuelta a mi amada Florencia, me siento ya privilegiada por estar ante usted, no cualquiera tiene la dicha - Se relamió sus labios suavemente, le incomodaba cuando estos se encontraban secos, porque le era fastidioso al hablar. - Le ruego me disculpe por mi imprudencia, debí haberle escrito para informarle mi llegada, jamás pasaría por encima de su consentimiento - Quizás la joven deseaba marcharse, pero su educación le hacía alabar a ese que se encontraba frente a todo un reino. - No pretendo ser una molestia, yo haría lo que fuera por enmendar este momento tan malo que le hice pasar, por favor, permítame quedarme esta noche sólo para descansar, no se enoje con su madre, yo pagaré gustosa su enojo, ella sólo obraba de la mejor manera, se lo ruego, mi rey, sólo esta noche, si mi compañía le es tan mala, si mi presencia le resulta la más mala, me iré sin que se de cuenta - Agachó la cabeza ¿Qué debía hacer? Sólo darle la razón, él lo había dicho, las reglas las ponía él, arremedarlo sería una clase de suicidio, y ella no se consideraba tan desdichada para pensar en esa salía, menos cuando para Dios aquello era un pecado.
¿Qué esperar? Ginevra no esperaba nada. Muy en su interior deseaba que aquel hombre que tenía enfrente tuviera un poco de misericordia, aunque la realidad se encontraba más clara que el agua de un lago. Seguramente le seguiría gritando, incluso la sacaría de una buena vez sin importar sus pertenencias, o incluso sus mascotas. ¡Que Dios la proteja!
-“Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, y perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en tentación, y libramos del mal” - En su cabeza aquella oración iba y venía a velocidad del rayo, ni siquiera ella entendía como podía repetirla con tanta rapidez, y sin perder el hilo de ella, lo hacía quizás porque sabía que allá arriba Dios la escucharía si más apegada se encontraba. El señor de los cielos a nadie abandona, jamás. ¡A ella no lo haría! ¿Por qué? Siempre fue muy buena, un verdadero ejemplo.
Silencioso se había quedado aquel salón, incluso la hermosa jovencita había olvidado que su tía se encontraba a su lado, era como estar encerrada en un sótano oscuro con una bestia que era iluminaba, una bestia estudiando a su pequeña, indefensa y acorralada presa, sólo unos segundos bastaban para que la criatura maligna soltara el zarpazo que la haría caer sobre los pies del rey.
Para Ginevra, una madre, quien lograba llevar a una criatura al mundo, se trataba de lo más sagrado existente. Aparte de Dios, por supuesto. Su madre había sido amada, protegida, cuidada, halagada, pero sobretodo amada; su padre, que en paz descanse, la había tratado mejor que la reina misma de Italia, pero si se comparaba con esa mujer que tenía alado, cualquiera tenía mejor conocimiento de trato. De todas formas, crecer en un ambiente tan bueno, transparente y amoroso, le producía ahora un horroroso momento. Por un lado, ella no había decidido irse a vivir a ese lugar simplemente por no tener donde permanecer, si había tomado la decisión de irse con su tía era por la forma tan implorante en que se lo pidió. Incluso la había notado más destruida internamente que ella. La jovencita de cabellos negros, largos y sedosos, podría bien coger sus cosas y marcharse. ¿Cómo dejar a una mujer sin protección después de haberle ofrecido el cariño que ya no tendría? Si ella se iba sólo para protegerse entonces sería una verdadera egoísta, sus padres no le enseñaron eso, no iba a deshonrarlo por un muchacho sin educación y enfermo de poder, porque si, su primo le parecía de esa forma al escucharlo hablar. De igual forma no era quien para juzgar. Él era el rey, y ella una simple huérfana.
Su respiración se aceleraba por cada palabra dicha de su primo, el pecho apenas desarrollado de una joven de corta edad subía y bajaba con rapidez. Incluso su corsé la ahogaba más de la cuenta. Se sintió mareada, con ganas de soltarse a llorar. ¿Por qué le hablaba de esa forma a su madre? ¡Que clase de mal nacido era! A pesar de todo el dolor, enojo y tristeza experimentado en ese momento, no dijo nada, si lo hacía sabía que podría ser peor para ella. ¡Lo sabía y ni siquiera lo conocía! Sus manos se movieron y se posaron sobre los brazos ajenos, sólo intentando calmar el tembloroso cuerpo que tenía, sin embargo los dejó caer con rapidez cuando aquella mirada maligna la estudiada. “No me mire así por favor, no me odie”. Esa frase se repetía una vez en su cabeza, no deseaba que la escuchara su primo, pero al menos que pudiera hacerse realidad. Le temía. ¡No se quedaría ahí! ¡Jamás!
Después de las breves palabras dirigidas a ella, aclaró su garganta, sus manitas delicadas cogían la tela de su faldón. Ni siquiera ella misma entendió de donde sacó el valor para levantar el rostro. Recordaba como su padre le decía “Ginevra, levanta el mentón, que se note tu posición, tu clase”. Lo hizo así, sintiendo al fantasma de sus padres sobre sus hombros, apoyándola para que pudiera afrontar la situación.
- M-Mi rey… - Tartamudeó pero volvió a hablar enseguida - Ginevra Di Medici - Reverenció de nuevo, recordando todas las veces que saludaba en esas fiestas, como si nadie supiera su nombre. Los carnosos labios rosados se movían como la bailarina en medio de una melodía dulce. Se rozaban, se abrazaban, el rosa que adornaba su boca la hacía ver más inocente, más diminuta y frágil. Se sentía tan impresionada por la estatura imponente del hombre. - Si usted no lo desea, no desea que me quede, yo tomaré mis cosas y me iré de vuelta a mi amada Florencia, me siento ya privilegiada por estar ante usted, no cualquiera tiene la dicha - Se relamió sus labios suavemente, le incomodaba cuando estos se encontraban secos, porque le era fastidioso al hablar. - Le ruego me disculpe por mi imprudencia, debí haberle escrito para informarle mi llegada, jamás pasaría por encima de su consentimiento - Quizás la joven deseaba marcharse, pero su educación le hacía alabar a ese que se encontraba frente a todo un reino. - No pretendo ser una molestia, yo haría lo que fuera por enmendar este momento tan malo que le hice pasar, por favor, permítame quedarme esta noche sólo para descansar, no se enoje con su madre, yo pagaré gustosa su enojo, ella sólo obraba de la mejor manera, se lo ruego, mi rey, sólo esta noche, si mi compañía le es tan mala, si mi presencia le resulta la más mala, me iré sin que se de cuenta - Agachó la cabeza ¿Qué debía hacer? Sólo darle la razón, él lo había dicho, las reglas las ponía él, arremedarlo sería una clase de suicidio, y ella no se consideraba tan desdichada para pensar en esa salía, menos cuando para Dios aquello era un pecado.
¿Qué esperar? Ginevra no esperaba nada. Muy en su interior deseaba que aquel hombre que tenía enfrente tuviera un poco de misericordia, aunque la realidad se encontraba más clara que el agua de un lago. Seguramente le seguiría gritando, incluso la sacaría de una buena vez sin importar sus pertenencias, o incluso sus mascotas. ¡Que Dios la proteja!
-“Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, y perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en tentación, y libramos del mal” - En su cabeza aquella oración iba y venía a velocidad del rayo, ni siquiera ella entendía como podía repetirla con tanta rapidez, y sin perder el hilo de ella, lo hacía quizás porque sabía que allá arriba Dios la escucharía si más apegada se encontraba. El señor de los cielos a nadie abandona, jamás. ¡A ella no lo haría! ¿Por qué? Siempre fue muy buena, un verdadero ejemplo.
Silencioso se había quedado aquel salón, incluso la hermosa jovencita había olvidado que su tía se encontraba a su lado, era como estar encerrada en un sótano oscuro con una bestia que era iluminaba, una bestia estudiando a su pequeña, indefensa y acorralada presa, sólo unos segundos bastaban para que la criatura maligna soltara el zarpazo que la haría caer sobre los pies del rey.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
Uno… dos… tres. Raimondo contaba los segundos, preguntándose cuántos de ellos bastarían para que la mozuela a penas de pié frente a él colapsara y terminara por echarse al piso a llorar. Se sonreía de lado, lo disfrutaba. Se podía hallar un placer macabro al ver temblar a las criaturas más indefensas hasta su desmoronamiento, y el cordero herido al que daba vida su prima hermana se prestaba perfecto para entretener sus sadismos. Dentro de él, esperaba que continuara humillándose a sí misma para hacerla pagar su impertinente manera de haber irrumpido su hogar, en donde todo movimiento debía ser autorizado por él. No sabía nada que, independiente de la excusa o compensación que ofreciera, siempre terminaría perdiendo.
A pesar de las corteses disculpas que ofrecía la joven, el rey continuaba mirándola peor que a un insecto revoloteando cerca de su cabeza. Sucedía que dudaba hasta de su propia sombra, y más aún de quienes compartían su sangre; él mismo la llevaba, y conocía los pecados que fluían en ella, aunque Ginevra no daba la impresión de coincidir con ninguno de ellos.
—¿Me habrá mentido esta inútil al decirme que es una Medici más? —se preguntó con respecto a su madre; la creía tan estúpidamente compasiva que era capaz de ello.— Compartirá el cabello oscuro y la nariz, pero nada más. Carece de carácter. Esta tiene cara de haber derramado la copa en la comida de forma habitual y de haberse disculpado hasta con los perros. Cómo se nota que es la niña protegida de su puta madre.
Ginevra hacía lo que podía hacer una señorita refinada de dieciséis años de edad, lo cual era bastante poco teniendo de primo a alguien como aquel y ella lo sabía, pero luchaba de todas maneras por la integridad de su tía Viola en primer lugar y la supervivencia de ella en segundo. El que siguiera pataleando cuando la densidad del agua sobrepasaba con creces sus posibilidades de ganarle, era algo que Raimondo no podía entender. Estaba acabada; caería o se levantaría bajo el yugo de su mano, y nada podría hacer para evitarlo, así que ¿por qué gastar así sus energías? Muy pronto, decidió el monarca, haría que las esperanzas que generaban en ella el impulso necesario para seguir luchando murieran dolorosamente hasta que no quedara ninguna que se atreviera a desafiarlo.
—Escúchame bien, mocosa. Tú no decides qué hacer aquí. Si te vas o no y por cuánto tiempo es decisión mía. Cuando quiera tu consejo, que puedes esperar bordando que así suceda, ordenaré que me lo des, pero no antes, nunca antes. Olvídate ya de que estás en casa bebiendo té como una malcriada. Esta la primera y última vez que lo dejo pasar. A la próxima seré yo en persona quien te enseñe algo de disciplina. Que te quede claro que no aspiraré tu lástima como mi madre —advirtió amenazante. No era el primo cariñoso y protector con su pariente menor en apuros y tampoco se disfrazaría; se sentía demasiado omnipotente como para hacerlo.
De pronto Raimondo pensó que la presencia de su progenitora serviría solamente para distraer a Ginevra, algo que no podía ser cuando él lo que más quería era que pusiera atención en la ratonera en la que tan voluntariamente se estaba metiendo. A ver si podía sacarle algo de la manera que él conocía: enfrentando, forzando a sacar todo lo que llevara dentro hasta agotarse de buscar en sus pensamientos. No soportaba la presencia de dicha adolescente con cara de no matar a una mosca; eran las más peligrosas, estaba convencido, y también por eso desconfiaba. No obstante, sin importar cuánto se le hiciera el aire menos respirable por causa de esa mocosa, aquello no quería decir que no podía hacerle la vida miserable luna tras luna hasta hacerla retorcerse de remordimiento por su decisión de quedarse.
—Déjanos —le ordenó a su madre, pero Viola se quedó inmóvil, temiendo lo que pudiera pasar sin su presencia. Conocía a su hijo. Raimondo no toleró el titubeo— ¿¡Ahora también estás sorda!? ¡He dicho que te largues!
Viola se mordía el labio inferior de la impotencia, mirando con aprensión a Ginevra, pero finalmente conteniendo todo lo que tenía para decir y hacer al ver que la única persona en Italia que estaba sobre ella, era la única ser capaz de hacerla sentir tan miserable como para no poder enfrentar nada. El aire se hizo pesado, tanto que sólo los ojos se movían; los de Raimondo serpenteaban fijos hacia los de Ginevra, y los de ella temblaban ante lo que pudiera pasar. Fue peor el susto cuando la mirada de su primo se ensombreció todavía más antes de caminar hacia ella.
—Veamos si podemos dejar algo en claro —sin previo aviso, Raimondo tomó bruscamente el mentón de su prima, obligándola a acercarse unos pasos hacia él si no quería que le doliera más— Te crees muy astuta, ¿verdad? Vienes aquí con la coartada de la huérfana en problemas y qué conveniente es que tengas parientes de la realeza para que multipliquen lo que antes te daban tus padres. ¿¡Me quieres ver la cara de imbécil?! —gritó en el rostro de Ginevra, pudiendo haberla quebrantado si su faz hubiese estado hecha de cristal— Di ya qué es lo que buscas, arpía, o te enviaré ahora mismo al otro mundo con tu mugrosa familia.
Y comenzó a apretar el cuello de la indefensa muchacha, dándole sólo unos minutos para oponerse a que el oxígeno la abandonara. Decían que hasta los más indefensos se transformaban cuando se veían en peligro y el rey sanguinario quería comprobarlo. La menor de los Medici estaba por averiguar si acaso el débil podía hacer entrar en razón al fuerte.
A pesar de las corteses disculpas que ofrecía la joven, el rey continuaba mirándola peor que a un insecto revoloteando cerca de su cabeza. Sucedía que dudaba hasta de su propia sombra, y más aún de quienes compartían su sangre; él mismo la llevaba, y conocía los pecados que fluían en ella, aunque Ginevra no daba la impresión de coincidir con ninguno de ellos.
—¿Me habrá mentido esta inútil al decirme que es una Medici más? —se preguntó con respecto a su madre; la creía tan estúpidamente compasiva que era capaz de ello.— Compartirá el cabello oscuro y la nariz, pero nada más. Carece de carácter. Esta tiene cara de haber derramado la copa en la comida de forma habitual y de haberse disculpado hasta con los perros. Cómo se nota que es la niña protegida de su puta madre.
Ginevra hacía lo que podía hacer una señorita refinada de dieciséis años de edad, lo cual era bastante poco teniendo de primo a alguien como aquel y ella lo sabía, pero luchaba de todas maneras por la integridad de su tía Viola en primer lugar y la supervivencia de ella en segundo. El que siguiera pataleando cuando la densidad del agua sobrepasaba con creces sus posibilidades de ganarle, era algo que Raimondo no podía entender. Estaba acabada; caería o se levantaría bajo el yugo de su mano, y nada podría hacer para evitarlo, así que ¿por qué gastar así sus energías? Muy pronto, decidió el monarca, haría que las esperanzas que generaban en ella el impulso necesario para seguir luchando murieran dolorosamente hasta que no quedara ninguna que se atreviera a desafiarlo.
—Escúchame bien, mocosa. Tú no decides qué hacer aquí. Si te vas o no y por cuánto tiempo es decisión mía. Cuando quiera tu consejo, que puedes esperar bordando que así suceda, ordenaré que me lo des, pero no antes, nunca antes. Olvídate ya de que estás en casa bebiendo té como una malcriada. Esta la primera y última vez que lo dejo pasar. A la próxima seré yo en persona quien te enseñe algo de disciplina. Que te quede claro que no aspiraré tu lástima como mi madre —advirtió amenazante. No era el primo cariñoso y protector con su pariente menor en apuros y tampoco se disfrazaría; se sentía demasiado omnipotente como para hacerlo.
De pronto Raimondo pensó que la presencia de su progenitora serviría solamente para distraer a Ginevra, algo que no podía ser cuando él lo que más quería era que pusiera atención en la ratonera en la que tan voluntariamente se estaba metiendo. A ver si podía sacarle algo de la manera que él conocía: enfrentando, forzando a sacar todo lo que llevara dentro hasta agotarse de buscar en sus pensamientos. No soportaba la presencia de dicha adolescente con cara de no matar a una mosca; eran las más peligrosas, estaba convencido, y también por eso desconfiaba. No obstante, sin importar cuánto se le hiciera el aire menos respirable por causa de esa mocosa, aquello no quería decir que no podía hacerle la vida miserable luna tras luna hasta hacerla retorcerse de remordimiento por su decisión de quedarse.
—Déjanos —le ordenó a su madre, pero Viola se quedó inmóvil, temiendo lo que pudiera pasar sin su presencia. Conocía a su hijo. Raimondo no toleró el titubeo— ¿¡Ahora también estás sorda!? ¡He dicho que te largues!
Viola se mordía el labio inferior de la impotencia, mirando con aprensión a Ginevra, pero finalmente conteniendo todo lo que tenía para decir y hacer al ver que la única persona en Italia que estaba sobre ella, era la única ser capaz de hacerla sentir tan miserable como para no poder enfrentar nada. El aire se hizo pesado, tanto que sólo los ojos se movían; los de Raimondo serpenteaban fijos hacia los de Ginevra, y los de ella temblaban ante lo que pudiera pasar. Fue peor el susto cuando la mirada de su primo se ensombreció todavía más antes de caminar hacia ella.
—Veamos si podemos dejar algo en claro —sin previo aviso, Raimondo tomó bruscamente el mentón de su prima, obligándola a acercarse unos pasos hacia él si no quería que le doliera más— Te crees muy astuta, ¿verdad? Vienes aquí con la coartada de la huérfana en problemas y qué conveniente es que tengas parientes de la realeza para que multipliquen lo que antes te daban tus padres. ¿¡Me quieres ver la cara de imbécil?! —gritó en el rostro de Ginevra, pudiendo haberla quebrantado si su faz hubiese estado hecha de cristal— Di ya qué es lo que buscas, arpía, o te enviaré ahora mismo al otro mundo con tu mugrosa familia.
Y comenzó a apretar el cuello de la indefensa muchacha, dándole sólo unos minutos para oponerse a que el oxígeno la abandonara. Decían que hasta los más indefensos se transformaban cuando se veían en peligro y el rey sanguinario quería comprobarlo. La menor de los Medici estaba por averiguar si acaso el débil podía hacer entrar en razón al fuerte.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
¿Era posible que hubiera tanta maldad en alguien? Ella había escuchado mil historias de bandidos, de brujos, incluso de personas que mataban, robaban o incluso violaban, pero siempre creyó que todo aquello era mentira, despegado de la realidad que vivía. Su primo le estaba demostrando lo contrario, no sólo eso, también le estaba dejando en claro que cada historia de terror que había escuchado antes de dormir, podría hacerse real. La delicada señorita se encontraba en shock, sorprendida de la naturaleza oscura que alguien con su apellido poseía. No podía creerlo, por más que en su cabeza las oraciones y preguntas daban vueltas, no podía creerlo. Si sus padres estuvieran con vida no habrían permitido que llegara a ese lugar, ni siquiera a conocer el nombre de su primo, claro que como rey era un poco tonto que no lo supiera, pero acercarla a él sería un gran error. La desagradable realidad es que sus padres estaban muertos, no existía nada en el mundo que los pudiera traer a la vida, ni siquiera si existieran de verdad esos brujos que contaban las historias.
¿Qué los dejaran en paz? Su tía jamás perturbaría una estancia, nunca podría arruinar reuniones o encuentros, todo lo que normalmente la jovencita creía sería imposible, teniendo a su primo alado, se estaba haciendo realidad, pero claro, todo lo malo. Mandar a su tía Viola lejos del lugar podría ser problemático. Bajó las telas de su vestido, una de sus piernas se movió con suavidad en dirección a la puerta, de poder huir lo haría sin mirar atrás, pero algo le indicaba que de hacerlo, siempre lo terminaría lamentando.
Indefenso el pobre roedor se encuentra cuando su depredador está al acecho. Por más que quiera escapar al ataque sabe que su final será cruel, aunque en un instante. Las esquinas siempre son como su refugio, el lugar dónde claramente gusta de esconderse porque cree que pasará desapercibido. Ginevra es en ese caso el ratón que tiembla bajó la mirada asesina de su primo. La joven mira hacía los lados antes de que él se acerque. Busca algún mueve que pueda hacer se mural entre los dos. Cuando detecta uno es demasiado tarde, ya lo tiene encima, puede sentir sus dedos largos y fríos oprimir su piel delicada y blanquecina. Nadie nunca le había hecho tanto daño, le dolía, la expresión de sus ojos lo decía todo. Pero ¿qué hacer? Ella se encontraba frente al rey, aunque nunca antes estuvo frente a uno, sus padres le enseñaron a que todo lo que diga ese señor debía ser cumplido. Tragó saliva con inseguridad, y lo miró.
Cuando los orbes de la joven se toparon con las del varón, todo dio vueltas. ¿Para que mentir? Aunque oscuros, aquellos ojos eran hermosos, llamativos, profundos y llenos de misterio. Una oleada positiva la recorrió, la llevó al cielo y la dejó caer de golpe al notar que por más cosas positivas o hermosas que le viera, eso no le salvaría de su destino. Las espinas de las rosas estaban formando un camino amargo, lastimero que ella debía de pasar, de aguantar cada rasgadura que se hiciera, porque Raimondo estaría atrás para obligarla a seguir adelante.
- No… No quiero aprovecharme de usted - Sus delicadas manos subieron hasta dónde su primo ejercía presión. - Me duele… - Su respiración se estaba acelerando, de hecho su pecho subía y bajaba con fuerza, le dolía respirar y eso no debía ser posible ya que era vital. - No… No soy una persona que codicie, mi rey, mis padres me han dejado lo suficiente para vivir en paz, con las comodidades que creen que merezco - Su voz a cada palabra que iba sacando de sus labios se iba disminuyendo. Le costaba, le dolía cada vez más y por eso intentó empujar las manos masculinas. Olvidó que era el rey, olvidó que era su primo, simplemente era alguien más que le estaba haciendo daño. - ¡Por favor, suéltame! - La vista de la joven se estaba nublando, ¿qué debía hacer? En ese momento no pensaba con claridad, sus dedos pequeños, delgados se movieron haciendo que sus uñas se clavaran en la piel bien cuidada del monarca - Por favor, yo no pedí venir aquí, me iba a quedar en casa con mis empleados, con otros familiares, pero no podía hacerle un desaire a su madre, mi tía Viola es buena, por eso vine, me creí segura - Un ataque de tos llegó a ella haciendo que se retorciera y pudiera liberar del agarre del hombre. Todo gracias a sus movimientos bruscos inesperados, pero cayó con fuerza al suelo, menos mal había metido las manos. Si su padre la viera en esa situación seguramente habría dado una paliza al rey, sin importar quien fuera, pero su padre no estaba ahí, había muerto.
- Si tan sólo me diera su bendición para irme, yo podría marchar sin mirar atrás, incluso mis cosas serían llevadas de regreso a la brevedad, traje a un par de mis trabajadores para que hicieran el trabajo, los suyos no tendrían porque molestarse, sólo deseo me de la oportunidad de irme y jamás vuelva a verme, prometo desaparecer, sólo le enviaría cartas a mi tía, claro, si también me diera esa oportunidad - Ginevra se encontraba de rodillas frente a él, no se había levantado por que seguía aun con la respiración agitada, medio mareada y un poco perturbada por el azote.
Con torpeza se puso de pie, se apoyó en una de las sillas del lugar. La jovencita bajó la mirada. No había más que hacer, sino esperar a que su primo se apiadara un poco de ella. La llama interna que tenía llamada esperanza se estaba extinguiendo. Ya ni siquiera sentía el calor de la misma dentro de su pecho. Ginevra había llegado al reino congelado, frío, dónde respirar costaba por la temperatura baja, por el dolor que la falta de calor pero sobretodo cariño, le provocaba. No le gustaba ese reino, era como un cuento de terror, y ella odiaba las historias de ese tipo.
- Por favor - Suplicó por última vez tomando de nueva cuenta valor para alzar la mirada y observar los ojos demoniacos de un hombre que no siente nada más que rabia y asco por ella en ese preciso momento.
¿Qué los dejaran en paz? Su tía jamás perturbaría una estancia, nunca podría arruinar reuniones o encuentros, todo lo que normalmente la jovencita creía sería imposible, teniendo a su primo alado, se estaba haciendo realidad, pero claro, todo lo malo. Mandar a su tía Viola lejos del lugar podría ser problemático. Bajó las telas de su vestido, una de sus piernas se movió con suavidad en dirección a la puerta, de poder huir lo haría sin mirar atrás, pero algo le indicaba que de hacerlo, siempre lo terminaría lamentando.
Indefenso el pobre roedor se encuentra cuando su depredador está al acecho. Por más que quiera escapar al ataque sabe que su final será cruel, aunque en un instante. Las esquinas siempre son como su refugio, el lugar dónde claramente gusta de esconderse porque cree que pasará desapercibido. Ginevra es en ese caso el ratón que tiembla bajó la mirada asesina de su primo. La joven mira hacía los lados antes de que él se acerque. Busca algún mueve que pueda hacer se mural entre los dos. Cuando detecta uno es demasiado tarde, ya lo tiene encima, puede sentir sus dedos largos y fríos oprimir su piel delicada y blanquecina. Nadie nunca le había hecho tanto daño, le dolía, la expresión de sus ojos lo decía todo. Pero ¿qué hacer? Ella se encontraba frente al rey, aunque nunca antes estuvo frente a uno, sus padres le enseñaron a que todo lo que diga ese señor debía ser cumplido. Tragó saliva con inseguridad, y lo miró.
Cuando los orbes de la joven se toparon con las del varón, todo dio vueltas. ¿Para que mentir? Aunque oscuros, aquellos ojos eran hermosos, llamativos, profundos y llenos de misterio. Una oleada positiva la recorrió, la llevó al cielo y la dejó caer de golpe al notar que por más cosas positivas o hermosas que le viera, eso no le salvaría de su destino. Las espinas de las rosas estaban formando un camino amargo, lastimero que ella debía de pasar, de aguantar cada rasgadura que se hiciera, porque Raimondo estaría atrás para obligarla a seguir adelante.
- No… No quiero aprovecharme de usted - Sus delicadas manos subieron hasta dónde su primo ejercía presión. - Me duele… - Su respiración se estaba acelerando, de hecho su pecho subía y bajaba con fuerza, le dolía respirar y eso no debía ser posible ya que era vital. - No… No soy una persona que codicie, mi rey, mis padres me han dejado lo suficiente para vivir en paz, con las comodidades que creen que merezco - Su voz a cada palabra que iba sacando de sus labios se iba disminuyendo. Le costaba, le dolía cada vez más y por eso intentó empujar las manos masculinas. Olvidó que era el rey, olvidó que era su primo, simplemente era alguien más que le estaba haciendo daño. - ¡Por favor, suéltame! - La vista de la joven se estaba nublando, ¿qué debía hacer? En ese momento no pensaba con claridad, sus dedos pequeños, delgados se movieron haciendo que sus uñas se clavaran en la piel bien cuidada del monarca - Por favor, yo no pedí venir aquí, me iba a quedar en casa con mis empleados, con otros familiares, pero no podía hacerle un desaire a su madre, mi tía Viola es buena, por eso vine, me creí segura - Un ataque de tos llegó a ella haciendo que se retorciera y pudiera liberar del agarre del hombre. Todo gracias a sus movimientos bruscos inesperados, pero cayó con fuerza al suelo, menos mal había metido las manos. Si su padre la viera en esa situación seguramente habría dado una paliza al rey, sin importar quien fuera, pero su padre no estaba ahí, había muerto.
- Si tan sólo me diera su bendición para irme, yo podría marchar sin mirar atrás, incluso mis cosas serían llevadas de regreso a la brevedad, traje a un par de mis trabajadores para que hicieran el trabajo, los suyos no tendrían porque molestarse, sólo deseo me de la oportunidad de irme y jamás vuelva a verme, prometo desaparecer, sólo le enviaría cartas a mi tía, claro, si también me diera esa oportunidad - Ginevra se encontraba de rodillas frente a él, no se había levantado por que seguía aun con la respiración agitada, medio mareada y un poco perturbada por el azote.
Con torpeza se puso de pie, se apoyó en una de las sillas del lugar. La jovencita bajó la mirada. No había más que hacer, sino esperar a que su primo se apiadara un poco de ella. La llama interna que tenía llamada esperanza se estaba extinguiendo. Ya ni siquiera sentía el calor de la misma dentro de su pecho. Ginevra había llegado al reino congelado, frío, dónde respirar costaba por la temperatura baja, por el dolor que la falta de calor pero sobretodo cariño, le provocaba. No le gustaba ese reino, era como un cuento de terror, y ella odiaba las historias de ese tipo.
- Por favor - Suplicó por última vez tomando de nueva cuenta valor para alzar la mirada y observar los ojos demoniacos de un hombre que no siente nada más que rabia y asco por ella en ese preciso momento.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
Pobre gato asustadizo. Eso era Ginevra. Asustadizo, y aún así persistente. Raimondo había pensando que aquella mozuela no era más que la humana imitación del cristal, tan quebradiza y débil. Sin embargo, en medio de su agresión, se percataba de que aunque someterla era sencillo, no así apagarla por completo. Su energía disminuía hasta convertirse en una llama demasiado minúscula como para significar peligro, pero ahí estaba, negándose a extinguirse. Qué criatura más rara era.
El rey aflojó primero dos de sus dedos y luego el resto, aflojando lenta y levemente su agarre para terminar por liberar a Ginevra de su mano. No, no se había compadecido de ella; era más, el deseo de aplastarla se había intensificado. Sucedía que asfixiarla no le parecía camino suficiente para arrancar a esa florecilla indefensa de la luz que la fortalecía. Haría pagar a su prima por haber irrumpido con su rostro patéticamente angelical en el infierno que había construido, pero sería a su modo. Si la dejaba quedar, tendría tiempo para idear la forma más apropiada.
La miró en el piso intentando recuperar el aliento perdido. Debía dolerle, sin lugar a dudas; su piel de nieve comenzaba a presentar secuelas rojizas y su voz apagada no volvía a emprender el vuelo. Aquello entretenía el sadismo de Raimondo, pero no lo suficiente. ¿Quién sabía? Ginevra podía volverse, sin siquiera proponérselo, su bufón personal.
—Eres repugnante, ¿lo sabías? Ni los perros se quejan tanto —la humillaba, reforzando al amo y aplacando al sumiso— Pero así no me causas tanta bilis, de rodillas. Ese es tu lugar… prima.
Y el de toda su familia también. La sangre no era un tema que hiciera pensar a Raimondo sobre un trato especial. La cosa era muy simple: si estorbaba, tenía que retribuir, o en caso contrario, debía ser eliminado. Ahí no entraban los sentimientos, porque la personalidad calculadora del monarca rompía con todo lo que había detrás como una infección carcomiendo su corazón por dentro. No era menos cierto que le irritaba considerablemente el hecho de que se hubiera tomado una decisión tan importante sin su consentimiento expreso, pero Ginevra estaba aportando lo suyo, no precisamente su amabilidad, porque eso a Raimondo no le interesaba en lo más mínimo. En pocas palabras, el sadismo del regente le pedía ver hasta dónde podía hacer llegar a esa rata defectuosa que intentaba abrirse paso en un mundo donde él daba las órdenes que se acataban.
No permitió que se levantara. Con la misma mano con la que la había querido ahorcar, Raimondo hizo presión hacia en la cabeza de la moza lo suficiente como para que mantuviera su lugar.
—Ya deja de temblar, ramera. Si quisiera matarte, ya lo habría hecho y no hubiera quedado nada de ti. Sé que a mis perros les gustaría saborear esas mejillas… contigo viva —empujó la cara de la chica casi sin fuerza para ladearla— Continúa siendo el gatito faldero de mi madre. Por ahora voy a tolerarte, pero no te confundas, que no me interesan esos modales refinados que tus maestros dijeron que te servirían. Ya verás. Te buscaré una utilidad. Aquí no hay nadie que esté de adorno, ni siquiera mi madre, y si quisiera putas de porcelana, tendría cientos de ellas en cada habitación.
Las tenía en la Corte para ahogar a su consejo de lujuria, pero ese era otro tema. Veía en Ginevra el potencial para entretenerlo por un período prolongado de tiempo. Sólo tenía que decidir qué límites probaría de ella, o si aquella no era más que la primera impresión. La odiaba por haber entrado a su territorio sin permiso, y por ello siempre podía ser algo divertido quitarle todos sus bienes heredados para ofrecerla como sirvienta de por vida al más impío de sus hombres, pero antes de eso la pondría a prueba. Estaba por descubrir qué número exótico llevaba a cabo el mono si le dabas el estímulo correcto.
Pensó el rey que había tenido suficiente con la intrusa y la miró con displicencia antes de girarse hacia la puerta.
—Intenta vivir con normalidad, si puedes. Aférrate al estilo de vida de palacio para darle la espalda a la miseria que te espera si fallas —decía mientras avanzaba a la salida. Ahí se topó con su madre, a quien con un movimiento de cabeza ordenó ingresar nuevamente adonde supuestamente comerían juntos con tranquilidad— Hazte cargo de ella. Ahora es tu parásito. Cualquier error que ella cometa lo pagarás tú. Si osas ocultarme algo o encuentro un solo comportamiento fuera de lugar, despídete de esa cosa. Esto es ahora y para siempre. Es una orden.
Una cosa. Eso era Ginevra para él. Eso eran todos para Raimondo: objetos en un baúl puestos para su disposición. Entre todos ellos, su prima se convertiría en su juguete favorito.
El rey aflojó primero dos de sus dedos y luego el resto, aflojando lenta y levemente su agarre para terminar por liberar a Ginevra de su mano. No, no se había compadecido de ella; era más, el deseo de aplastarla se había intensificado. Sucedía que asfixiarla no le parecía camino suficiente para arrancar a esa florecilla indefensa de la luz que la fortalecía. Haría pagar a su prima por haber irrumpido con su rostro patéticamente angelical en el infierno que había construido, pero sería a su modo. Si la dejaba quedar, tendría tiempo para idear la forma más apropiada.
La miró en el piso intentando recuperar el aliento perdido. Debía dolerle, sin lugar a dudas; su piel de nieve comenzaba a presentar secuelas rojizas y su voz apagada no volvía a emprender el vuelo. Aquello entretenía el sadismo de Raimondo, pero no lo suficiente. ¿Quién sabía? Ginevra podía volverse, sin siquiera proponérselo, su bufón personal.
—Eres repugnante, ¿lo sabías? Ni los perros se quejan tanto —la humillaba, reforzando al amo y aplacando al sumiso— Pero así no me causas tanta bilis, de rodillas. Ese es tu lugar… prima.
Y el de toda su familia también. La sangre no era un tema que hiciera pensar a Raimondo sobre un trato especial. La cosa era muy simple: si estorbaba, tenía que retribuir, o en caso contrario, debía ser eliminado. Ahí no entraban los sentimientos, porque la personalidad calculadora del monarca rompía con todo lo que había detrás como una infección carcomiendo su corazón por dentro. No era menos cierto que le irritaba considerablemente el hecho de que se hubiera tomado una decisión tan importante sin su consentimiento expreso, pero Ginevra estaba aportando lo suyo, no precisamente su amabilidad, porque eso a Raimondo no le interesaba en lo más mínimo. En pocas palabras, el sadismo del regente le pedía ver hasta dónde podía hacer llegar a esa rata defectuosa que intentaba abrirse paso en un mundo donde él daba las órdenes que se acataban.
No permitió que se levantara. Con la misma mano con la que la había querido ahorcar, Raimondo hizo presión hacia en la cabeza de la moza lo suficiente como para que mantuviera su lugar.
—Ya deja de temblar, ramera. Si quisiera matarte, ya lo habría hecho y no hubiera quedado nada de ti. Sé que a mis perros les gustaría saborear esas mejillas… contigo viva —empujó la cara de la chica casi sin fuerza para ladearla— Continúa siendo el gatito faldero de mi madre. Por ahora voy a tolerarte, pero no te confundas, que no me interesan esos modales refinados que tus maestros dijeron que te servirían. Ya verás. Te buscaré una utilidad. Aquí no hay nadie que esté de adorno, ni siquiera mi madre, y si quisiera putas de porcelana, tendría cientos de ellas en cada habitación.
Las tenía en la Corte para ahogar a su consejo de lujuria, pero ese era otro tema. Veía en Ginevra el potencial para entretenerlo por un período prolongado de tiempo. Sólo tenía que decidir qué límites probaría de ella, o si aquella no era más que la primera impresión. La odiaba por haber entrado a su territorio sin permiso, y por ello siempre podía ser algo divertido quitarle todos sus bienes heredados para ofrecerla como sirvienta de por vida al más impío de sus hombres, pero antes de eso la pondría a prueba. Estaba por descubrir qué número exótico llevaba a cabo el mono si le dabas el estímulo correcto.
Pensó el rey que había tenido suficiente con la intrusa y la miró con displicencia antes de girarse hacia la puerta.
—Intenta vivir con normalidad, si puedes. Aférrate al estilo de vida de palacio para darle la espalda a la miseria que te espera si fallas —decía mientras avanzaba a la salida. Ahí se topó con su madre, a quien con un movimiento de cabeza ordenó ingresar nuevamente adonde supuestamente comerían juntos con tranquilidad— Hazte cargo de ella. Ahora es tu parásito. Cualquier error que ella cometa lo pagarás tú. Si osas ocultarme algo o encuentro un solo comportamiento fuera de lugar, despídete de esa cosa. Esto es ahora y para siempre. Es una orden.
Una cosa. Eso era Ginevra para él. Eso eran todos para Raimondo: objetos en un baúl puestos para su disposición. Entre todos ellos, su prima se convertiría en su juguete favorito.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2013
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Re: Estoy sufriendo las penas del infierno sin ni siquiera haber muerto || Raimondo Di Medici
De rodillas, abrazada a su cuerpo pudo notar que la oscuridad se estaba volviendo su amiga. Escuchaba a lo lejos la voz grave y terrorífica de su primo. Se sentía muy confundida, aquel rostro duro en un principio lo pudo relacionar con el de un ángel. Aunque aquellas criaturas celestiales no se atreverían a hacerle tanto daño. No tenía mucho tiempo que tuvo la perdida de aquellos a los que más había amado. Sospechaba, o más bien sabía que en ese momento ya tenía la perdida propia. Ginevra siempre fue consiente que cómo señorita recatada, de sociedad, tenía la responsabilidad de cumplir casándose con quienes sus padres creían el mejor postor, de esa manera no era dueña de su vida, ni de su destino, aunque siempre tuvo la idea porque se le enseñó para ello. Sin embargo, no tenía idea de que las cosas fueran a ser tan drásticas, menos que un rey tan malo fuera ahora quien dispusiera de toda ella. Se sentía engañada, perdida y traicionada por su tía, aunque no le culpaba porque estaba segura jamás la había llevado a ese lugar con malas intenciones. En la mirada de Viola se notaba esperanza cuando ella llegó, y arrepentimiento cuando la dejó sola con él.
No se puso de pie cuando él se marcho. Se mantuvo de rodillas temerosa a que volviera. La sed de su garganta era clara, fue tanta la adrenalina y el miedo que había pasado que su cuerpo también temblaba. Ni siquiera se creía capaz de volverse a poner de pie ella sola. Ese tiempo de soledad le pareció tan eterno cómo cuando él se encontraba gritándole cosas horribles; empezó moviendo sus manos para ver si aún le respondían. Luego su espalda al igual que su cabeza, y no tardó en mover las piernas para poder ponerse de pie. Su tía la contemplaba sin saber que decir, ciertamente ella no deseaba que le dijera nada. No quería hablar, mucho menos repasar la situación que acababa de acontecer, simplemente necesitaba que se fuera cómo el tiempo que no volvía. Seguía con vida, seguía entera y bien, eso lo valoraba en demasía. Su respiración al poco tiempo volvió a ser la misma, aunque las lagrimas no cesaban.
Tomó la mano que le ofrecía su tía en señal de paz. Dejándole entender que no le echaba nada en cara. La madre del rey la envolvió en un cálido abrazo, y poco a poco la guió por aquel sendero de terror. Parecía que a cada paso que daban una hilera de espinas se hacía presente enterrándose en su piel nívea, haciéndole más daño del que ya de por si había experimentado. No deseaba caminar por ahí, tampoco tener un cuarto en esa mansión, aquello hacía las cosas más reales, muchísimo más dolorosas, ya no deseaba sufrir. ¿Por qué tenía que pasar aquello? Mil preguntas, ninguna respuesta.
Subieron algunos pisos, o quizás sólo fueron dos pero para ella fueron demasiados. Quizás nada más eran los suficientes pero creía aquella jaula de oro interminable. Sus cosas ya se encontraban ahí cuando abrió la puerta. Una puerta de color café oscuro, ni siquiera se detuvo a observar los detalles costosos que tenían, y ella era tan analítica en eso. Lo dejó pasar; dentro de la habitación, en la cama había una pequeña caja, se dirigió a ella liberándose del agarre que le brindaba su tía. Una muñeca de trapo perfectamente elaborada había, al igual que el retrato de esos que se fueron. Lo observó por un breve momento, con recelo volvió a poner las cosas en su lugar, ni siquiera habían pasado cinco minutos. La necesidad de esconderlo se acrecentó en ella. Tomó la caja y las colocó debajo de aquellos bien elaborados colchones. Volvió a acomodar las sabanas. Dos doncellas llegaron para acomodar con rapidez sus cosas. ¡No lo quería! Le dolía ¡Le quemaba por dentro! Se sentó observando por un rato a través del gran ventanal. ¿Qué seguía? Se sentía tranquila en ese momento lejos de aquel rey sanguinario y cruel. Sería silenciosa, haría cualquier cosa para no volvérselo a topar, o al menos hasta encontrar a alguien que quisiera hacerla su esposa. Seguramente él no se negaría a dejarla ir, a fin de cuentas le estorbaba. ¿No?
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde su llegada, los encuentros, el estar en esa habitación y observar por la ventana? Por lo visto más de lo que ella imaginó. El sol se estaba ocultando, quizás él también se iba de la vista del rey porque le temía. Podría pasar, nadie lo sabía. Suspiró, sintió el calor de las lamparas de parafina que encendía en la habitación. Se había olvidado de su tía por completo, se sintió tan maleducada. La volvió a ver encogiéndose de hombros, dedicándole una sonrisa tranquilizante.
- Quisiera poder descansar, sino le molesta, el apetito se ha ido de mi cuerpo, necesito leer un poco de poesía, reflexionar ¿me dará usted permiso para eso? - Su tía simplemente asintió, pero antes de marcharse le ayudó a quitar las tiras del corsé. Su figura bien formada y pequeña al mismo tiempo se asomaba. Pidió a las doncellas que la dejaran sola, que vinieran por ella a primera hora para comenzar la rutina. No supo su fue por su tristeza o porque de verdad le harían caso, pero ambas jóvenes asintieron dándole su espacio. Ginevra se quitó la ropa de viaje, colocó en un cesto las prendas, y con rapidez se colocó la bata blanca para adentrarse a la cama.
Ginevra tomó un libre que se encontraba en el amplio escritorio que se encontraba en el cuarto. Lo colocó en la cama mientras leía el titulo. Movió sus manos con cuidado para quitarse los prendedores que sostenían su cabello, el cual cayó en ondas por sus hombros. Se sentía bien para ella liberar aquel agarre, la cabeza quería comenzar a dolerle y poder quitar esa presión le hacía sentir falta de presión, de dolor, de recuerdos de hace pocos momentos atrás. Retiró también sus pendientes de joyas preciosas, su cadena, y por fin decidió acomodarse, se sentía agotada emocionalmente.
Cuando creyó que podría tener la tranquilidad que requería, la perilla del cuarto se abrió. Bienvenida a la pesadilla.
No se puso de pie cuando él se marcho. Se mantuvo de rodillas temerosa a que volviera. La sed de su garganta era clara, fue tanta la adrenalina y el miedo que había pasado que su cuerpo también temblaba. Ni siquiera se creía capaz de volverse a poner de pie ella sola. Ese tiempo de soledad le pareció tan eterno cómo cuando él se encontraba gritándole cosas horribles; empezó moviendo sus manos para ver si aún le respondían. Luego su espalda al igual que su cabeza, y no tardó en mover las piernas para poder ponerse de pie. Su tía la contemplaba sin saber que decir, ciertamente ella no deseaba que le dijera nada. No quería hablar, mucho menos repasar la situación que acababa de acontecer, simplemente necesitaba que se fuera cómo el tiempo que no volvía. Seguía con vida, seguía entera y bien, eso lo valoraba en demasía. Su respiración al poco tiempo volvió a ser la misma, aunque las lagrimas no cesaban.
Tomó la mano que le ofrecía su tía en señal de paz. Dejándole entender que no le echaba nada en cara. La madre del rey la envolvió en un cálido abrazo, y poco a poco la guió por aquel sendero de terror. Parecía que a cada paso que daban una hilera de espinas se hacía presente enterrándose en su piel nívea, haciéndole más daño del que ya de por si había experimentado. No deseaba caminar por ahí, tampoco tener un cuarto en esa mansión, aquello hacía las cosas más reales, muchísimo más dolorosas, ya no deseaba sufrir. ¿Por qué tenía que pasar aquello? Mil preguntas, ninguna respuesta.
Subieron algunos pisos, o quizás sólo fueron dos pero para ella fueron demasiados. Quizás nada más eran los suficientes pero creía aquella jaula de oro interminable. Sus cosas ya se encontraban ahí cuando abrió la puerta. Una puerta de color café oscuro, ni siquiera se detuvo a observar los detalles costosos que tenían, y ella era tan analítica en eso. Lo dejó pasar; dentro de la habitación, en la cama había una pequeña caja, se dirigió a ella liberándose del agarre que le brindaba su tía. Una muñeca de trapo perfectamente elaborada había, al igual que el retrato de esos que se fueron. Lo observó por un breve momento, con recelo volvió a poner las cosas en su lugar, ni siquiera habían pasado cinco minutos. La necesidad de esconderlo se acrecentó en ella. Tomó la caja y las colocó debajo de aquellos bien elaborados colchones. Volvió a acomodar las sabanas. Dos doncellas llegaron para acomodar con rapidez sus cosas. ¡No lo quería! Le dolía ¡Le quemaba por dentro! Se sentó observando por un rato a través del gran ventanal. ¿Qué seguía? Se sentía tranquila en ese momento lejos de aquel rey sanguinario y cruel. Sería silenciosa, haría cualquier cosa para no volvérselo a topar, o al menos hasta encontrar a alguien que quisiera hacerla su esposa. Seguramente él no se negaría a dejarla ir, a fin de cuentas le estorbaba. ¿No?
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde su llegada, los encuentros, el estar en esa habitación y observar por la ventana? Por lo visto más de lo que ella imaginó. El sol se estaba ocultando, quizás él también se iba de la vista del rey porque le temía. Podría pasar, nadie lo sabía. Suspiró, sintió el calor de las lamparas de parafina que encendía en la habitación. Se había olvidado de su tía por completo, se sintió tan maleducada. La volvió a ver encogiéndose de hombros, dedicándole una sonrisa tranquilizante.
- Quisiera poder descansar, sino le molesta, el apetito se ha ido de mi cuerpo, necesito leer un poco de poesía, reflexionar ¿me dará usted permiso para eso? - Su tía simplemente asintió, pero antes de marcharse le ayudó a quitar las tiras del corsé. Su figura bien formada y pequeña al mismo tiempo se asomaba. Pidió a las doncellas que la dejaran sola, que vinieran por ella a primera hora para comenzar la rutina. No supo su fue por su tristeza o porque de verdad le harían caso, pero ambas jóvenes asintieron dándole su espacio. Ginevra se quitó la ropa de viaje, colocó en un cesto las prendas, y con rapidez se colocó la bata blanca para adentrarse a la cama.
Ginevra tomó un libre que se encontraba en el amplio escritorio que se encontraba en el cuarto. Lo colocó en la cama mientras leía el titulo. Movió sus manos con cuidado para quitarse los prendedores que sostenían su cabello, el cual cayó en ondas por sus hombros. Se sentía bien para ella liberar aquel agarre, la cabeza quería comenzar a dolerle y poder quitar esa presión le hacía sentir falta de presión, de dolor, de recuerdos de hace pocos momentos atrás. Retiró también sus pendientes de joyas preciosas, su cadena, y por fin decidió acomodarse, se sentía agotada emocionalmente.
Cuando creyó que podría tener la tranquilidad que requería, la perilla del cuarto se abrió. Bienvenida a la pesadilla.
TEMA CERRADO
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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