AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Les souvenirs de la nuit {Maia Roham}
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Les souvenirs de la nuit {Maia Roham}
La brisa del mar bañaba todo aquello que se encontrase a la redonda de la fina costa donde los barcos se mecían a merced del vaivén de las olas. Si Sybil miraba al cielo, o tan solo al horizonte, podía ver fácilmente la bóveda celeste nublarse con lentitud conforme el sol se escondía tras la línea final de las aguas y teñirse de otros colores. Para ella siempre había sido algo sublime el observar como la muerte y la vida estaba presentes en todo, pero justo a esa hora, se notaba de forma poética. Mientras Thomas jugaba a perseguir las palomas en la plazuela, Sybil se deleitaba con el cielo donde, poco a poco, los colores conformaban un espectáculo natural que les regalaba a los mortales, dejando que una lucha entre frío y calor se desatara de forma sutil, suave. Ahí en las alturas, Mrs. Crawley pudo mirar un firmamento púrpura que se tragaba lentamente trozos de naranja y amarillo, para dejar estelas de un color rosado e índigo en distintas zonas. Las nubes blancas apenas se podían ver, pero ya no importaba, porque en su lugar estaban esos puntos luminosos que los románticos llamaban estrellas.
La institutriz dejó que el niño jugara un poco más con las palomas que, temerosas del tacto que podría darles el infante, huían pavoridas hacia las puntas más altas de los edificios que se alzaban en el puerto, sobre todo un bellísimo kiosco donde algunas parejas conversaban y coqueteaban libremente. Hasta que el cielo se puso demasiado oscuro como para pensar que era propicio quedarse. Era hora de volver al hogar. La pelirroja institutriz tomó al niño en brazos y se acercó a Sybil.
— Mrs. Crowley, las calles se quedan oscuras a estas horas y pronto habrá muy poca gente aquí en el puerto. — dijo la mujer con voz tenue ante el sopor bajo el cual se encontraba su patrona.
Sybil, por otro lado, dio un largo suspiro y le entregó a la aya un pequeño abrigo que sostenía en el brazo.
— Llévate al niño. Báñalo y acuéstalo en su cuna. Yo caminaré sola, quiero estar aquí un poco más de tiempo. Dile a Mr. Crawley que no me espere para cenar. — Sybil acercó sus níveas manos al infante y le acarició fervorosamente el cabello rubio — Bonne nuit, mon amur. — finalmente depositó un beso en la frente del niño y volvió a mirar el cielo.
La aya no tardó mucho en obedecer, vistió al niño con el abrigo y se alejó hasta una calle donde llamó un coche para regresar a salvo. Mientras, Sybil caminó lentamente, como meditando, sobre las calles del puerto.
Recordaba, con amargura, que solo tres años atrás caminaba por un lugar parecido a ese, pero en Londres, de la mano de un caballero que ahora, seguramente, estaba sentado en su biblioteca al fuego de una chimenea donde crepitaba la leña, esperando por su amante que volvía con su hijo de una caminata sabatina. Lo recordaba vívidamente. Incluso podía rememorar aquello que llevaba puesto, un cómodo y sencillo vestido color uva de dos piezas. Si inhalaba, podía casi distinguir el efluvio de aceite de violetas, fragancia que le cubría parte del cuello, las muñecas y el escote.
La melancolía era demasiada para su corazón y, cuando menos supo, ya estaba dentro del kiosco, sola. Las parejas abandonarían el lugar poco después de que ella llegase y ahora se encontraban vagando por las calles empedradas o los mosaicos de la plazuela. Agarrados de la mano o compartiendo sonrisas coquetas para, finalmente, dejar a la dama en la puerta de su hogar. Sybil a veces se preguntaba si casarse no había sido el mayor error en su vida, pero entonces recordaba a su niño y olvidaba lo demás.
La dama inglesa apoyó los brazos en el barandal que rodeaba el filo del kiosco y se quedó mirando las velas de los barcos pesqueros, velas que ondeaban con el aire y tronaban cuando una ráfaga furtiva las golpeaba. A lo lejos, pero lo suficientemente cerca de ella, un cuarteto de cuerdas tocaba una melodía para aquellos transeúntes que aún estaban despiertos. Como ella.
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
- Mensajes : 127
Fecha de inscripción : 02/12/2013
Re: Les souvenirs de la nuit {Maia Roham}
París era la ciudad donde las emociones no terminaban a las seis de la tarde para las damas decentes. A decir verdad, París abogaba por el libertinaje un poco más que lo hacía Londres, un sitio frío en muchísimos sentidos donde una mujer que se respetara debía cuidar sus salidas en solitario. Allá cada acción y no acción convenía con una consecuencia grata, poco grata y catastrófica; todavía recordaba con tristes sonrisas los escandalos en los que se vio involucrada a lo largo de... ¿cuánto ya? ¿tres siglos? Le parecía una eternidad ahora que los días transcurrían con rapidez. Una semana atrás conoció a un joven interesante y tan misterioso como debía ser ella misma para la mayoría de los humanos, lo que la llevó a pensar que París podía ofrecerle más que simple libertinaje extranjero. La calma que se respiraba cerca del crepúsculo era tan exquisita que no había mayor anhelo en su duro e inerte corazón que capturar aquel momento, robarlo y para siempre disfrutarlo con egoísmo secreto. Como si imaginara que pudiera cometer este acto vandálico y poético, extendió la mano enguantada hacia el ocaso y su paleta de colores y la cerró en un puño. Cerró también los ojos, con la brisa fresca y salada besando su rostro. El puño lo llevó a su pecho con un beso de confidencia.
— La belleza de esta vista solo podría ser más perdurable con un poco de música. —recitó en un susurro. La gente que transitaba por su lado, en su mayoría hombres que no temían a la crítica o marineros que iban con prisa, solo podían mirarla con desconcierto y rareza. "¡Mujeres! Solo estorban con sus romanticismos", decía uno cerca de ahí, con la voz ronca de un ávido bebedor. Los ojos de la vampiresa se abrieron con lentitud, como si ni siquiera el despectivo e insípido comentario pudiera alterar su calma. Siguió caminando, tan cerca de la orilla de algunos embarcaderos que podía apreciar los últimos reflejos de luz en el agua.
Era difícil ser mujer, sin importar la ciudad o el país. Sin importar la raza o la edad. Era difícil porque desde que ella poseía memoria, siempre había algo con que los hombres desprestigiaban a las mujeres. Y lo peor no era eso, porque habían miles de mujeres a las que les daba igual la opinión de un hombre. Lo verdaderamente angustiante era lo que ellas mismas pensaran de sí mismas. El creer que un hombre tenía poder absoluto sobre ellas... y la tristeza al descubrir que era cierto. Enamorarse era el más fatídico error que se podía cometer en esa época, pues el amor era la cadena más fuerte además del miedo y la esperanza, ya que éste combinaba las dos cosas. En el rostro de las últimas damas de la plaza que colindaba con los muelles, los embarcaderos y el puerto en general, había sumisión y algo muy cercano a la felicidad. La ignorancia. Era algo peligroso, pues la mayoría de los seres humanos, en especial aquellos que vivían muchos años, siempre llegaban a conocer la tentación y los bajos instintos.
— Under the lighthouse of my last love ... I knew freedom. —entonó una suave melodía cuando los hombres que tocaban arrimados a la esquina de un edificio la miraron sonrientes. Probablemente no esperarían toparse con una cantante desconocida que poseía una potente y dulce voz de soprano.— Under the lighthouse of my last heartbreak ... I knew freedom. —la letra, que poco a poco se tornaba melancólica para los románticos, contrastaba y se adhería a la melodía como si estuviese destinada a formar una canción con ella. Bajo algunos rizos rojizos, vislumbró la figura de una dama solitaria sentada en un kiosko cerca de ahí. Sin dejar de cantar, y con el cuarteto siguiéndole los pasos de manera disimulada, se acercó a ella. Las largas faldas de su vestido azul celeste susurraban contra el empedrado y se callaron cuando pisó el recinto abierto. Le sonrió con calidez a la mujer, como si la conociera. Como si escuchara sus pensamientos, aunque inlcluso ella no podía hacerlo.— Under my own light ... and under my own freedom. I was happy. I Smiled.
Y le sonrió, cuando paró de cantar. No sabía como ella reaccionaría ni si su cálido canto había sido necesario. No sabía ni siquiera por qué había sentido la necesidad de cobijarla, no con el aire materno que tenía cuando estaba cerca de Veronica, sino con una extraña solidaridad que no creía poder sentir con ningún humano. Además, estando en Francia, no sabía cuantas personas sabrían hablar inglés.
— Perdóneme usted, madame. La vi tan sola que... pensé que querría compañía. Podría estar equivocara y entonces no me quedaría más remedio que retirarme. —soltó con un tono de voz tan exquisito que nadie notaría que estaba siendo descortés.
— La belleza de esta vista solo podría ser más perdurable con un poco de música. —recitó en un susurro. La gente que transitaba por su lado, en su mayoría hombres que no temían a la crítica o marineros que iban con prisa, solo podían mirarla con desconcierto y rareza. "¡Mujeres! Solo estorban con sus romanticismos", decía uno cerca de ahí, con la voz ronca de un ávido bebedor. Los ojos de la vampiresa se abrieron con lentitud, como si ni siquiera el despectivo e insípido comentario pudiera alterar su calma. Siguió caminando, tan cerca de la orilla de algunos embarcaderos que podía apreciar los últimos reflejos de luz en el agua.
Era difícil ser mujer, sin importar la ciudad o el país. Sin importar la raza o la edad. Era difícil porque desde que ella poseía memoria, siempre había algo con que los hombres desprestigiaban a las mujeres. Y lo peor no era eso, porque habían miles de mujeres a las que les daba igual la opinión de un hombre. Lo verdaderamente angustiante era lo que ellas mismas pensaran de sí mismas. El creer que un hombre tenía poder absoluto sobre ellas... y la tristeza al descubrir que era cierto. Enamorarse era el más fatídico error que se podía cometer en esa época, pues el amor era la cadena más fuerte además del miedo y la esperanza, ya que éste combinaba las dos cosas. En el rostro de las últimas damas de la plaza que colindaba con los muelles, los embarcaderos y el puerto en general, había sumisión y algo muy cercano a la felicidad. La ignorancia. Era algo peligroso, pues la mayoría de los seres humanos, en especial aquellos que vivían muchos años, siempre llegaban a conocer la tentación y los bajos instintos.
— Under the lighthouse of my last love ... I knew freedom. —entonó una suave melodía cuando los hombres que tocaban arrimados a la esquina de un edificio la miraron sonrientes. Probablemente no esperarían toparse con una cantante desconocida que poseía una potente y dulce voz de soprano.— Under the lighthouse of my last heartbreak ... I knew freedom. —la letra, que poco a poco se tornaba melancólica para los románticos, contrastaba y se adhería a la melodía como si estuviese destinada a formar una canción con ella. Bajo algunos rizos rojizos, vislumbró la figura de una dama solitaria sentada en un kiosko cerca de ahí. Sin dejar de cantar, y con el cuarteto siguiéndole los pasos de manera disimulada, se acercó a ella. Las largas faldas de su vestido azul celeste susurraban contra el empedrado y se callaron cuando pisó el recinto abierto. Le sonrió con calidez a la mujer, como si la conociera. Como si escuchara sus pensamientos, aunque inlcluso ella no podía hacerlo.— Under my own light ... and under my own freedom. I was happy. I Smiled.
Y le sonrió, cuando paró de cantar. No sabía como ella reaccionaría ni si su cálido canto había sido necesario. No sabía ni siquiera por qué había sentido la necesidad de cobijarla, no con el aire materno que tenía cuando estaba cerca de Veronica, sino con una extraña solidaridad que no creía poder sentir con ningún humano. Además, estando en Francia, no sabía cuantas personas sabrían hablar inglés.
— Perdóneme usted, madame. La vi tan sola que... pensé que querría compañía. Podría estar equivocara y entonces no me quedaría más remedio que retirarme. —soltó con un tono de voz tan exquisito que nadie notaría que estaba siendo descortés.
Gabriella de Beaucaire- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2013
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