Una obsesión gobierna su existencia, comprender aquello que le fue negado: el dolor, las sensaciones de urgencia que avisan a su propio cuerpo sobre la proximidad de una amenaza para su integridad física. Bendición para algunos, maldición para él. Su infierno personal encarnado, uno del cual ni la muerte lo libró. Cualquier medio es válido para conseguir lo que se desea y, en realidad, solo existe uno para satisfacerse y es hacer sentir a otros el dolor que él mismo ignora. Algunos lo tacharían de cruel y despiadado, un ser oscuro y sin alma que transita los ríos del tiempo con el único objetivo de regodearse en la miseria ajena. Sin embargo, la realidad suele poseer más que una sola capa y es en aquellas más profundas donde las verdades motivaciones anidan, escondiéndose y protegiéndose de cualquiera que intente vislumbrarlas. Vive en pos de sentirse completo, una súplica vociferada hacia la eternidad que no puede ser escuchada por nadie más que por aquel que padece insufribles dolores a su merced.
A lo largo de su vida humana aprendió a fingir y desenvolverse en una sociedad que jamás llegaría a comprenderle. Las apariencias se convirtieron en su bandera de supervivencia. Pocos son los que sospechan de un caballero culto y educado, de buenas costumbres y modales impecables. Una eterna mascarada que se vio obligado a perpetuar durante su nueva no-vida. Un vampiro joven, con suficiente control sobre sí mismo como para mostrarse como el ser más encantador y seductor del planeta y, al mismo tiempo, imaginar con total lucidez cuál de los variopintos métodos de tortura que ha utilizado en el pasado será el más conveniente para la situación actual. Dependiendo del escenario puede pasar de la calidez de la amabilidad al cinismo y sarcasmo clásico de un alma rencorosa.
Solo una cosa cambió realmente en su forma de percibir el mundo: desde su trasformación pudo conocer lo que significaba la sed, por eso la disfruta y alarga, manteniéndola bajo un férreo control aunque esto sea algo muy inusual para alguien de su edad. Es posesivo, testarudo y maniático. Cuida lo que considera suyo hasta rayar en la compulsión, incluyendo objetos, toda clase de bienes materiales, personas y vampiros. Su mayor manía se encuentra focalizada sobre su creadora, aquella que le ofreció otra forma de ver el mundo, que le hizo sentirse, finalmente, parte de algo y por la cual daría lo que fuera. Sin embargo, como en todas las monedas, existe otra cara. Su egocentrismo. Podría atacar a cualquiera que intentase alejarlo de ella y al mismo tiempo apartarla por voluntad propia solo por hacer cumplir su santa voluntad. Después de todo el orgullo puede ser considerado una virtud dependiendo de los ojos desde donde se mire. Para su fortuna sus ojos están bien abiertos y su carácter ególatra le permite tergiversar la realidad según su propia conveniencia.
¿Crees que puedes comprenderme? ¿Puedes acaso explicar a un ciego de nacimiento los matices que adquiere un amanecer? No lo digo para desanimarte, no. Por favor inténtalo, pues me considero un curioso por naturaleza, un espíritu constante que no descansará hasta extraer de ti todo lo que desea. Pero piénsalo bien, no serán precisamente tus palabras las que me convenzan. Rasgare tu piel, extraeré tu carne, beberé tu sangre, te poseeré como nadie te ha poseído llevándote hasta los confines de la locura y regresándote solo para que puedas seguir complaciéndome.
|
- “Todos aquellos que él quiere le observan con temor,”:
– ¡No!... suéltenme… no te me acerques… ¡NO! – la angustia podía ser trasmitida por cualquier voz, incluso por una tal infantil y tierna como la de aquel que ahora se retorcía entre sus captores. Intentaba escapar, pero sus fuerzas eran limitadas y sus oponentes numerosos. Un golpe en el estomago le tiró al suelo. El aire había escapado de sus pulmones al momento del impacto, por lo que se vio obligado a permanecer donde estaba mientras recuperaba el aliento, aunque ningún dolor físico le hubiese acompañado. No tenía idea de cuánto daño le habían causado hasta el momento. Sus ropajes se encontraban raidos y sucios, pero era una situación habitual cuando se era considerado el fenómeno del pueblo. Intentó levantarse, correr era la única salida, pero no fue lo suficientemente rápido y le apresaron nuevamente. Las risas infantiles resonaban en sus oídos como el latir de una jauría. Podía soportarlo todo menos que le inmovilizaran, fue el único momento en que le escucharon chillar. Ni las golpizas, ni las persecuciones lo habían conseguido. Era una debilidad que les otorgaba poder sobre él y no iban a desaprovecharla.
No se molestaría en preguntarles porque lo hacían, no necesitaban una razón, solo lo disfrutaban. Dos de los chicos le sostuvieron por los brazos mientras otros hacían lo mismo con sus piernas. Quería sacudirse, quería gritar… ¿Cómo había podido ser tan tonto cómo para revelarles la manera de torturarle? – Nunca más… nunca más… - se prometió. Fingir era la única salida a su maldición. Fingir preocupación, fingir hambre, fingir dolor… ¿Qué era el dolor? Fingir que no lo aterrorizaba el no poder moverse, el sentirse atrapado. Luchó consigo mismo para permanecer completamente quieto, tal vez si no volvía a chillar se cansaran y le abandonaran para buscar otro chico a quien martirizar. Entonces lo vio. El rubio, el más grande y líder de la pandilla, se acercaba con un pequeño palo en la mano. Nada más que una pequeña y delgada ramita sostenida firmemente con una de sus manos mientras una sonrisa maliciosa asomaba por las comisuras de su boca. – Veamos si sientes esto, fenómeno. Sosténgalo – ordenó acercando con deliberada lentitud la ramita hacia el ojo abierto de Constant. No tenía por qué temer, sabia de ante mano que no sentiría nada cuando el objeto le tocara, pero no deseaba perder su visión por lo que apretó los ojos con fuerza mientras sacudía lo único que podía mover: su cabeza.
- ¡Quieto! – gritó el otro mientras con la mano libre lo apresaba por el cuello y hurgaba el parpado cerrado. Las risas continuaron mientras él se retorcía. Los odiaba… los odiaba a todos. Entonces percibió que podía moverse libremente de nuevo. Le habían soltado y ahora solo el silencio prevalecía. Intentó abrir los ojos pero una incomodidad que no había percibido antes le impidió hacerlo en su totalidad. Los chicos estaban allí parados, frente a él, en silencio, observándole con expresiones que variaban entre la incredulidad y el temor. Acercó su mano a su cara solo para encontrarse con que la ramita se encontraba incrustada en su parpado. Las nauseas acudieron con rapidez. Era la única manera en que su cuerpo reaccionaba. Las nauseas, el mareo, el vértigo. Con cuidado arrancó la ramita y limpió la sangre de su rostro. ¿Habría perdido el ojo o todo se reduciría a una herida superficial? Para él todo era posible. De pequeño, cuando recién empezaron a brotar sus dientes, se había provocado tal mordedura en la lengua que se había arrancado una parte de ella. Más adelante, curioso como cualquier infante, había acercado los dedos a su boca. Fue el alarido histérico de su Madre lo que le advirtió que algo andaba mal, pero pasaron años antes de que comprendiera que arrancar su propia carne con los dientes no era lo más inteligente. Su Madre le temía, su Padre lo aborrecía. No contaba con hermanos ni con amigos y todos los familiares cercanos habían desaparecido como por arte de magia de su vida.
Se incorporó observando con el ojo intacto su sangre sobre la ramita. No era justo, él no había pedido venir al mundo, él no lastimaba a nadie. Lo único que deseaba era que le dejaran tranquilo. ¿Es que no era suficiente tener que lidiar con su maldición? – Fenómeno – canturreó una voz – fenómeno, fenómeno, fenómeno – le siguieron a coro obedientes las demás. Una furia incontrolable estalló de pronto en el escuálido cuerpo. De un saltó arremetió contra el chico rubio, tomándolo por sorpresa y tirándole de espaldas contra el suelo. Luego, sin pensarlo, incrustó profundamente la ramita dentro del ojo derecho de aquel bastardo. Un grito de agonía resonó por el lugar mientras sus manos se enjuagaban en una sangre que, para variar, no era suya. Dio un salto y escapó corriendo entre las callejuelas. No se detuvo cuando le llamaron, ni cuando le insultaron, ni cuando ya no escuchaba a nadie maldecirlo entre vítores. Algo había ocurrido en el momento en que escuchó el grito ajeno, como si se tratase de un eco generado en su vacio interno, un sonido que podía llenar y ocupar lo que le faltaba… lo que tanto ansiaba.
- “O bien, enardeciéndose con su tranquilidad,”:
La absoluta oscuridad le envolvía, presionando contra sus ojos y robándole el aliento. Los únicos sonidos eran los de su alterada respiración y el frenético palpitar de su corazón. Intentó serenarse convenciéndose de que faltaba poco tiempo para que la puerta se abriera e inundara su mundo con la luz del sol, rescatándolo del inmenso temor que sentía. Pero los minutos pasaban sin que le llegaran los conocidos pasos de su progenitor. Nadie se acercaba al pequeño armario empotrado, como si hubiesen olvidado que él estaba allí, aguardando por un poco de misericordia. Solo dos castigos resultaban efectivos para alguien como él: el encierro en soledad y la inmovilización. Los dos significaban una miseria pues cada uno traía su propio tormento, no para el cuerpo, sino para la mente y el alma. Llorar no le ayudaría, gritar tampoco. En el pasado se había aporreado contra la puerta, consiguiendo con esto solo un nuevo castigo mucho más prolongado y múltiples heridas que, con el tiempo, se transformaban en cicatrices.
En un pueblo pequeño eran pocas los secretos que podían prevalecer, y una gran noticia, como lo era un niño que no sentía dolor, se esparcía como la gripe. Solo los extranjeros, aquellos hombres y mujeres a quienes sus destino guiaba hasta el olvidado lugar, parecían estremecerse, primero con horror de que un niño de tan solo 9 años tuviese tantas cicatrices, luego con curiosidad ante la posibilidad de que en realidad alguien pudiese escapara de las garras de la agonía. Que poco sabían. Él habría intercambiado felizmente todo en su vida por tener una hora de normalidad. Por saber cuando no debía acercarse más al fuego, por reconocer cuando una astilla de madera se incrustaba en su piel o poder reaccionar a tiempo para evitar que otro sorbo de una bebida caliente continuase quemando su boca. Recordaba ahora a un extranjero en especial, un hombre pequeño y enjuto, con nariz porcina y ojos pequeños, que les propuso a sus padres un intercambio: el extraño niño a cambio de unos cuantos francos. Su Padre deseaba aceptar el trato. Aunque no eran una familia pobre, el dinero siempre les vendría bien, además se librarían por fin del mocoso. Su Madre, sin embargo, se opuso radicalmente. No porque considerara inaudito intercambiar a un hijo de sus entrañas, sino porque para ella, así como para prácticamente todo los pueblerinos, se trataba de un demonio y como buena cristiana estaba en la obligación de proteger a su prójimo de la naturaleza malévola del crío. Muchas veces, mientras permanecía encerrado en el armario pensaba en aquel extranjero, imaginándose diferentes formas en las que su vida podría haber cambiado.
El sonido de voces a lo lejos le devolvió a la realidad. Eran las voces de sus Padres quienes se encontraban acompañados por un tercero. Una voz masculina que no reconocía. Por más que agudizó el oído le fue imposible dilucidar que se proponían. Un mal presentimiento se instaló en su estomago. Al chirriante sonido del pasador le siguió la anhelada luz. Aunque finalmente había finalizado su cautiverio, la presencia del extraño le inquietó lo suficiente como para replantearse su deseo de salir. Los ropajes resultaban inconfundibles, era un cura, uno entrado en años pero alto y vigoroso, de pocos cabellos y ojos claros y severos. – Me alegra conocerte por fin Constant, he oído mucho sobre ti. Mi nombre es Adolphe – el chico ignoró la mano extendida que tenía ante sí. Desconfiaba de los curas igual que del resto del mundo. Buscó con la mirada un poco de apoyo en los rostros de sus Padres pero solo percibió desprecio. Su Madre ni siquiera se molestó en mirarle, mantuvo la atención puesta sobre el desconocido ignorando por completo el que su hijo estuviese presente. Se había comportado así desde el día en que había herido de gravedad al niño rubio. El obtuvo una fea cicatriz, el otro perdió su ojo a causa del ataque. Desde entonces tenía que cuidarse de mantener en secreto la emoción que sentía cuando recordaba el suceso. Había camuflado un pequeño cincel entre sus ropajes, añorando el momento de un nuevo encuentro con la pandilla, pero los chicos parecían temerle y ahora mantenían una distancia prudencial.
- ¿Por qué le tenían allí encerrado? – - ¿Dónde esperaba que le pusiéramos? ¿Deberíamos dejarlo libre para que éste demonio pudiese herir a otro niño inocente? – masculló la mujer entre dientes – ¡No era inocente, el me hirió primero! – – Cierra el pico – El bofetón resonó por toda la estancia. – Suficiente, este no es un demonio, solo es un chico indefenso y asustado – – Ningún inocente le sacaría un ojo a un niño – – Hasta el más dócil de los sabuesos atacará si se siente acorralado –
Ella miró en silencio al hombre por unos segundos antes de tomar con fuerza al chico por el brazo y halarlo hasta el fuego que ardía en plenitud. Sin mediar palabra le obligó a poner la mano desnuda sobre las llamas. Todos observaron la piel de la mano tornarse de un color rojo profundo salpicado de ampollas mientras el niño permanecía impasible, aguardando, sin queja alguna, a que su progenitora terminara con la demostración.
- “Buscan al que sabrá arrancarle una queja,”:
– ¿Otra incursión nocturna, Constant? – sobresaltado el joven dejó caer las pesadas llaves. Permaneció quieto, con la capucha sobre su rostro y la cabeza gacha. Creía haber sido cuidadoso pero por lo visto los ojos y oídos del Padre Adolphe eran mucho más finos de lo que pensaba. Eso o alguno de sus “queridos hermanos” le había acusado. Maldijo en silencio. Solo él podría detenerlo, solo a él respetaba lo suficiente como para intentar siquiera obedecerle. Soltando un suspiro giró descubriéndose el rostro. – No es que juzgue el que prefieras salir a divertirte que pasar el resto de la noche en una celda religiosa pero, ¿no podrías escapar mejor durante el día? Abundan los peligros en la oscuridad – la preocupación era genuina. Durante muchos años había intentado que emergiera en el muchacho la vocación religiosa, pero no todas las almas poseían la disciplina necesaria y ya se había dado por vencido con Constant. De hecho solo él se interponía entre el ahora joven escurridizo y la calle, pues nada había hecho el otro por ganarse la simpatía del resto de la congregación. Se escuchaban rumores oscuros y perturbadores sobre aquellas escapadas nocturnas y eso, junto con el miedo natural que producía el enterarse de que no había manera de que el joven sintiese dolor, solo incrementaba el temor que despertaba.
– Lo único que abunda es la ignorancia, Padre – replicó ofreciéndole una sonrisa inocente. No deseaba faltarle al respeto pero tampoco podía abandonar su empresa. Esa noche tenía una cita con una de las doncellas de la viuda mas adinerada del pueblo y tenía preparado algo muy especial para ella. El anciano se agachó con esfuerzo y recogió el pesado llavero – Los hermanos están inquietos por tu conducta. Han solicitado que tomes los votos o de lo contrario serás despedido del claustro. Ya hice lo que pude por ti, de ahora en adelante tu destino está en tus manos – sentenció abriendole la puerta. Así que todo se reducía a que era despreciado una vez más. Al menos en esta ocasión no tendría en sus recuerdos, y para su eterna humillación, el alivio que observó de reojo en el semblante de sus progenitores segundos antes de que el caballo se alejara a la carrera. En realidad no había elección alguna. No podía quedarse, no después de lo que había descubierto, de lo que hacía fuera de los muros del lugar. Además ningún tipo de afecto le impulsaba siquiera a considerarlo. Si acaso extrañaría la biblioteca y las horas de escape que le ofrecía. – Es una despedida entonces… Padre – afirmó inclinándose levemente antes de desaparecer tras el pesado portón.
Caminaba lentamente por el sendero que lo llevaría hasta el abandonado molino en el que ocurriría el encuentro. Debería sentirse, desolado, triste o siquiera un poco acongojado, pero nada llegó. No le importaba en absoluto abandonar el único lugar que podría haber llamado hogar. Eso no era normal, ni siquiera en alguien como él. Con cuidado extrajo la pequeña y afilada navaja de entre sus ropajes. Debía sentir algo, quería sentir algo y sabía perfectamente cómo solucionarlo. Sería una noche memorable para la damita que le esperaba, la mejor y última noche.
- “Y hacen sobre él el ensayo de su ferocidad”:
El caminar rápido, el corazón henchido de felicidad, las manos cubiertas de sangre ajena, una sonrisa en su rostro. Pronto encontrarían el cuerpo y hablarían de lo acontecido, por lo menos, durante una semana. Él hombre había resultado más fuerte y vigoroso de lo que había sospechado en un principio, resistiendo con valentía la tortura a la que le había sometido, al menos durante la primera hora. No llegaba a recordar los detalles de todas sus víctimas, con el paso de los años se habían convertido en un río de rostros irreconocibles, de gritos lastimeros, de satisfacción y éxtasis. De tanto en tanto se automutilaba, replicando en su propio cuerpo parte de lo que hacía al desafortunado que hubiese caído en sus manos, esperando sentir lo que el otro sentía, deseando que de su garganta escapara un quejido, pero todo intento era infructuoso. No importaba que tan lejos fuera con sigo mismo, su sensibilidad era tan nula como su compasión.
Infinidad de cicatrices marcaban su cuerpo y contaban parte de su historia. Sin embargo, a excepción del cura, dudaba que hubiese alguien que pudiese siquiera acercarse a interpretarlas. Sus Padres habían muerto hacia algunos años. No bien abandonó el claustro fue en su búsqueda. Obtuvo la recepción que esperaba. Ellos, por el contrario, no estaban preparados para el horror que tenía planeado. Su Padre murió primero, incapaz de soportar las largas horas durante las cuales le arrancó parte de la piel. Su Madre resistió mucho más. Nunca le pidió misericordia aunque para su placer si consiguió hacerla gritar. Lamentablemente el vértice de emociones que sentía a través de otros duraba poco, por lo que debía ponerse en camino regularmente, como un vagabundo de pueblo en pueblo. Subsistiendo gracias a lo que había aprendido a los monjes y valiéndose de la única habilidad virtuosa con la cual había sido bendecido: sus dibujos.
Redujo considerablemente el paso. Al final de la callejuela por la que se desplazaba alguien le espera bloqueándole el camino. ¿Un ladrón quizás? Solo aquellos con negras intensiones se aventurarían a tan avanzadas horas de la noche. Bueno, pues sería él quien le diese una sorpresa. Al aproximarse, sin embargo, notó las inconfundibles formas femeninas, una tez pálida y unos ojos que le observaban con fiereza. Se trataba del ser más hermoso sobre el que hubiese posado sus ojos. Si tuviese un corazón del cual valerse probablemente habría caído a los pies de tan angelical criatura. Pero su corazón estaba seco, tan indiferente como lo era su carne, por lo que su mente se enfocó en lo único que en realidad le satisfacía. La imagino amarrada, a su merced. Deseaba oír el tono de sus gritos, probar su llanto, escuchar sus suplicas y promesas.
Nada lo habría preparado para lo que ocurrió a continuación. Retornó, de alguna manera, a sus días como crío. Era él el golpeado y humillado. Su piel y carne era laceradas y su sangre vaciada por un monstruo salido de cuentos de comadronas. Debería sentir temor pues no deseaba morir. En su lugar una nueva emoción creció en su interior. Era como verse en un espejo, uno que le hacía indeciblemente guapo. La frustración crecía en la hermosa mujer con cada nuevo intento fallido de causarle dolor. Ella también disfrutaba con la miseria ajena y no tener la capacidad de causarla, a pesar de sus múltiples esfuerzos, la estaba enloqueciendo. Deseo reír ante la ironía. – El que a hierro mata a hierro muere – le pareció escuchar las palabras del Padre Adolphe. De seguro no podía esperar una mejor manera de morir. Pero no murió, o no totalmente. En su lugar ella le trasformó, otorgándole, no solo un don con el que no habría podido ni soñar y regalándole una inmortalidad que no merecía, sino dándole además su apellido y heredándole un título de nobleza que por mucho tiempo se negó a utilizar.
Supo, desde el primer momento, que la seguiría a donde fuera. Era su musa, su amiga, su amante; pero también su enemiga y torturado favorita. De alguna manera tórrida él la amaba, aunque, en ocasiones, deseara también estrangularla… Eran todo… y no eran nada.
|
Miér Sep 18, 2024 9:16 am por Afiliaciones
» REACTIVACIÓN DE PERSONAJES
Mar Jul 30, 2024 4:58 am por Frederick Truffaut
» AVISO #49: SITUACIÓN ACTUAL DE VICTORIAN VAMPIRES
Miér Jul 24, 2024 2:54 pm por Nigel Quartermane
» Ah, mi vieja amiga la autodestrucción [Búsqueda activa]
Jue Jul 18, 2024 4:42 am por León Salazar
» Vampirto ¿estás ahí? // Sokolović Rosenthal (priv)
Miér Jul 10, 2024 1:09 pm por Jagger B. De Boer
» l'enlèvement de perséphone ─ n.
Sáb Jul 06, 2024 11:12 pm por Vivianne Delacour
» orphée et eurydice ― j.
Jue Jul 04, 2024 10:55 pm por Vivianne Delacour
» Le Château des Rêves Noirs [Privado]
Jue Jul 04, 2024 10:42 pm por Willem Fokke
» labyrinth ─ chronologies.
Sáb Jun 22, 2024 10:04 pm por Vivianne Delacour