AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mr. self-destruct | Privado
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Mr. self-destruct | Privado
the only thing that's real
Esta vez no habría marcha atrás, lograría hacer lo que hacía unos días le había sido interrumpido. Esta vez encontraría la muerte. Sí, la muerte, esa dama blanca a la que muchos temen, pero que le brinda a todos su compañía tarde o temprano, sin poner obstáculos de por medio; esa que suele ser incomprendida por la humanidad, juzgada como despiadada, cuando irónicamente es paz lo que le trae al que muere. Paz. Eso que tanto anhelaba y que hacía tiempo había perdido, ese manto sobre el que tantas noches deseó dormir con calidez y el cual le fue negado sólo encontrando el frío beso de la noche y el invierno. Pero, ¿había suficiente paz en el mundo? Por que él la quería toda, a manos llenas. ¿Dónde se encontraba un poco de tal cosa? ¿Cuál era el productor principal de tan asediado sentimiento? Una vez más había errado al buscarla en el lugar incorrecto, una taberna de mala muerte, la primera que había aparecido ante sus ojos, misma en la que no pensó ni un segundo en entrar. Bebió todo el alcohol que su cuerpo le había permitido, mismo que ahora se encontraba al borde de una congestión alcohólica. ¿Había que preocuparse por ello? ¡Pero si ese era el motivo por el cual lo había hecho! Pobre de aquel que le impidiera su viaje hacia la paz, infeliz aquel que le interrumpiera en la búsqueda de su cometido.
Las fuerzas con las que pudo salir caminando de la taberna en ese estado es una de esas cosas inexplicables que ocurren día a día, pero lo había hecho; caminaba tambaleándose, volviendo el estómago de vez en vez, sosteniéndose de las paredes, de lo que fuese que estuviera a su paso y le impidiera caer, aunque, ¿qué más daba ya dejarse acariciar por el suelo? Se dejó caer, no luchó mas contra las piernas que se le doblaban, y el polvo se incrustó sobre sus finas ropas. El frío le caló en los huesos, la temperatura parecía subir a cada minuto. Su boca entreabierta dejaba escapar un bao constante a causa de su respiración acelerada y su corazón… su corazón parecía apagarse poco a poco. Un dolor indescriptible le revolvía las entrañas, pero él no se quejó, en el fondo sabía que el sufrimiento era el boleto a su tan deseado viaje. Pronto vería a su anfitriona, la muerte. ¿Estaba cerca? Por más que entreabrió los ojos no pudo ver nada, pero cuando menos esperó, la oscuridad lo abrazó como una madre a su hijo.
Se dejó llevar. Los párpados parecían aumentar de peso con cada segundo transcurrido, hasta que quedaron sellados. No supo más de él. Se sumió en una oscuridad total que más que atemorizarlo, lo hacía sentir como tanto había querido. No había nada de que preocuparse. ¿Qué era lo peor que podía ocurrirle? ¿Morir? Bueno, eso ya sería bastante ventaja, porque lograría su cometido. A esas altas horas de la fría madrugada apenas y había gente deambulando en las calles, algunos le miraban de lejos, pero nadie logró reconocerlo. Nadie imaginó que ese hombre que yacía en el gélido pavimento, sucio e hinchado en alcohol, era ese mismo que algunos de ellos habían tenido oportunidad de ver en el escenario, llevando a cabo los mejores trucos ilusionistas. Nadie se tomó la molestia de ver de quien se trataba o si necesitaba ayuda, nadie excepto la muerte que lo acogía en sus brazos lentamente, que empezaba a proclamarlo como suyo.
Las fuerzas con las que pudo salir caminando de la taberna en ese estado es una de esas cosas inexplicables que ocurren día a día, pero lo había hecho; caminaba tambaleándose, volviendo el estómago de vez en vez, sosteniéndose de las paredes, de lo que fuese que estuviera a su paso y le impidiera caer, aunque, ¿qué más daba ya dejarse acariciar por el suelo? Se dejó caer, no luchó mas contra las piernas que se le doblaban, y el polvo se incrustó sobre sus finas ropas. El frío le caló en los huesos, la temperatura parecía subir a cada minuto. Su boca entreabierta dejaba escapar un bao constante a causa de su respiración acelerada y su corazón… su corazón parecía apagarse poco a poco. Un dolor indescriptible le revolvía las entrañas, pero él no se quejó, en el fondo sabía que el sufrimiento era el boleto a su tan deseado viaje. Pronto vería a su anfitriona, la muerte. ¿Estaba cerca? Por más que entreabrió los ojos no pudo ver nada, pero cuando menos esperó, la oscuridad lo abrazó como una madre a su hijo.
Se dejó llevar. Los párpados parecían aumentar de peso con cada segundo transcurrido, hasta que quedaron sellados. No supo más de él. Se sumió en una oscuridad total que más que atemorizarlo, lo hacía sentir como tanto había querido. No había nada de que preocuparse. ¿Qué era lo peor que podía ocurrirle? ¿Morir? Bueno, eso ya sería bastante ventaja, porque lograría su cometido. A esas altas horas de la fría madrugada apenas y había gente deambulando en las calles, algunos le miraban de lejos, pero nadie logró reconocerlo. Nadie imaginó que ese hombre que yacía en el gélido pavimento, sucio e hinchado en alcohol, era ese mismo que algunos de ellos habían tenido oportunidad de ver en el escenario, llevando a cabo los mejores trucos ilusionistas. Nadie se tomó la molestia de ver de quien se trataba o si necesitaba ayuda, nadie excepto la muerte que lo acogía en sus brazos lentamente, que empezaba a proclamarlo como suyo.
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Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/01/2011
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Re: Mr. self-destruct | Privado
Todas vestidas de vidrio, ocultas bajo la protección que las bajas temperaturas les brindaban, hervían de frío las callejuelas. Hasta los ricos más imprudentes se habían visto forzados a retirarse de sus salones de jolgorio por miedo a ver cerrados los senderos de vuelta a sus mansiones. Nadie quería acabar la fiesta en una tumba helada. Nadie, excepto un hombre, una bestia silenciosa. Entre todo ese espectáculo, la imagen de aquel híbrido desesperanzado, azulosa de algidez, daba cuenta al mundo de que el invierno de París sentenciaba por igual sin importar ni cuna ni casta.
Se acercaba el deceso, eso lo sabía, pues había acudido a aquella mortal trampa de alcohol con intenciones de encontrarla. Lo que no sabía el famoso ilusionista era que se aproximaban no una, sino dos muertes. Raudas venían, compitiendo por cuál de las dos equivaldría al veneno fatal que presenciaría el último suspiro del licántropo del rostro cercenado. Una de ellas lo besaría volviendo escarcha sus labios, arrancaría el alma de su cuerpo y le daría la paz que ya hacía tiempo buscaba; la otra, en cambio, sería tan silenciosa como lenta y dolorosa. La segunda de ellas no se agotaría con un solo uso; con una mediadora contaba, una peligrosa e inconsciente portadora llamada… ¿cómo llamarle cuando había cambiado ya tantas veces de identidad? Difícil saberlo en el mundo real, pero había un nombre en la naturaleza para seres así: camaleón.
Mientras la primera muerte acudía alada, la otra se transportaba sobre ruedas en un tradicional y suntuoso landó, inconsciente y consciente a la vez de su mortífero poder. A diferencia de la mayoría de los ciudadanos esa noche, desde hace algunos días ella no se permitía dormir todas sus horas; la reunión que recientemente había tenido con los administradores de su fondo monetario se lo había confirmado: se le estaba acabando el dinero de su más reciente fallecido marido. A la vista de ojos normales, era poco usual, por no decir insólito, que una mujer de la alcurnia de Pascale eligiera esos momentos de la madrugada para reunirse con sus contadores, pero los ojos normales no la veían a ella, sino a la imagen que había creado para distraerlos de quién era y qué se traía bajo esas costosas enaguas. No podía dejar que las pupilas siempre vigilantes de los poderosos descubrieran que no pertenecía a la familia de los Osmont d’Amilly y que su fortuna no provenía de la herencia de su supuestamente fallecido padre. Estaba tan pendiente de mantener vivo el cuadro de su ficticia vida que arrugaba maniáticamente su pañuelo de seda sobre sus faldas, en el asiento trasero del carro. Nadie debía saber que la realidad que había construido no se parecía en nada a la de los grupos afortunados que colmaban las páginas del periódico de la ciudad, siempre acompañados por ostentosos retratos que reflejaban su magnificencia. Nadie debía tener ni la más mínima sospecha de que detrás de Pascale, tan inquebrantable como aristocrática, la piel de Liene temblaba tanto como la de aquel ilusionista cuyo espíritu estaba por desprenderse de la tierra. Y a pesar de que el cuerpo de la fémina se encontraba tibio, ella sentía que se le escaparía por la boca en cualquier momento su último violento palpitar. Respiraba lento y profundo, pero no se calmaba su preocupación. ¿Ese sería su final, habiendo encontrado miles de caminos que no la llevaban al fin que buscaba? ¿Tendría que consumirse en el olvido? No. Antes de eso, prolongaría su memoria una vez más en un corazón vacío que necesitara que lo llenase. ¡Tenía que hacerlo!
Un violento giro que dio el carruaje hizo que las ruedas se ladearan a tal punto que casi llevaron a la estructura estamparse contra el suelo, incluyendo a Pascale. Sobresaltada, intentó hacer a un lado los turbios pensamientos que acudían a su mente para indagar en la causa del repentino y brusco movimiento. Asomó su cabeza por una de las ventanas para preguntarle al cochero, pero sus ojos le contestaron antes. Ahí, casi rozando la base del vehículo, se encontraba apenas visible el cuerpo de un hombre en medio de la oscuridad.
—P-perdóneme, Mademoiselle —se apresuró a excusarse el cochero, demasiado nervioso como para medir la curiosidad en los ojos de su ama— No lo distinguí sino cuando ya lo tuve encima. ¿Está usted bien?
Pascale ni siquiera miró a su conductor. Una fuerza briosa e inexplicable hacía que mantuviera sus ojos azulados apuntando hacia el cuerpo inerte que los había desestabilizado. Su impulsividad se hizo presente tomándola de la mano para que viese con sus propios ojos el motivo de aquello. Su sirviente hizo el además de bajarse y seguirla para brindarle seguridad y apoyo, pero la mujer lo detuvo en el acto.
—Está bien. Quédese allí. Si su frenada no me mató, nada lo hará. Os lo aseguro —ordenó mientras se hincaba ligeramente para examinar al susodicho. La fuerza que sentía se incrementó cuando se dio cuenta de que las ropas que llevaba no eran para vestir a un pordiosero, sino a un príncipe. Tuvo un presentimiento, uno muy convincente. Esos le daban miedo, le quitaban el aire— ¿Podría ser…? —no era posible que un hombre como él estuviera en esas penosas condiciones, no lo creía. La única manera era él mismo lo hubiese buscado. No podía ser el caso, ¿o sí?
Y la embustera apuntó el mentón del extraño hacia el cielo, revelando su marcado semblante al firmamento que se disponía a verlo partir. Las pupilas de Pascale se dilataron. El mismo rostro melancólico —y sin embargo comprador— que había visualizado esa mañana en la prensa escrita, ante su mirada se restregaba. El doloroso camino que atravesaba su ojo izquierdo lo confirmaba. La única integrante de la audiencia debía adivinar qué estaba pasando en el número más peligroso del ilusionista: ¿estaría vivo o las apariencias por vez primera no engañarían? Tal vez si pronunciaba su nombre, la respuesta se dignaría a salir a la luz.
—Tristan… Rêveur. —su nombre se secó en su garganta. El viento helado la acompañó. La suerte le estaba por fin sonriendo a la astuta Pascale, y ella le devolvería la sonrisa.
Se acercaba el deceso, eso lo sabía, pues había acudido a aquella mortal trampa de alcohol con intenciones de encontrarla. Lo que no sabía el famoso ilusionista era que se aproximaban no una, sino dos muertes. Raudas venían, compitiendo por cuál de las dos equivaldría al veneno fatal que presenciaría el último suspiro del licántropo del rostro cercenado. Una de ellas lo besaría volviendo escarcha sus labios, arrancaría el alma de su cuerpo y le daría la paz que ya hacía tiempo buscaba; la otra, en cambio, sería tan silenciosa como lenta y dolorosa. La segunda de ellas no se agotaría con un solo uso; con una mediadora contaba, una peligrosa e inconsciente portadora llamada… ¿cómo llamarle cuando había cambiado ya tantas veces de identidad? Difícil saberlo en el mundo real, pero había un nombre en la naturaleza para seres así: camaleón.
Mientras la primera muerte acudía alada, la otra se transportaba sobre ruedas en un tradicional y suntuoso landó, inconsciente y consciente a la vez de su mortífero poder. A diferencia de la mayoría de los ciudadanos esa noche, desde hace algunos días ella no se permitía dormir todas sus horas; la reunión que recientemente había tenido con los administradores de su fondo monetario se lo había confirmado: se le estaba acabando el dinero de su más reciente fallecido marido. A la vista de ojos normales, era poco usual, por no decir insólito, que una mujer de la alcurnia de Pascale eligiera esos momentos de la madrugada para reunirse con sus contadores, pero los ojos normales no la veían a ella, sino a la imagen que había creado para distraerlos de quién era y qué se traía bajo esas costosas enaguas. No podía dejar que las pupilas siempre vigilantes de los poderosos descubrieran que no pertenecía a la familia de los Osmont d’Amilly y que su fortuna no provenía de la herencia de su supuestamente fallecido padre. Estaba tan pendiente de mantener vivo el cuadro de su ficticia vida que arrugaba maniáticamente su pañuelo de seda sobre sus faldas, en el asiento trasero del carro. Nadie debía saber que la realidad que había construido no se parecía en nada a la de los grupos afortunados que colmaban las páginas del periódico de la ciudad, siempre acompañados por ostentosos retratos que reflejaban su magnificencia. Nadie debía tener ni la más mínima sospecha de que detrás de Pascale, tan inquebrantable como aristocrática, la piel de Liene temblaba tanto como la de aquel ilusionista cuyo espíritu estaba por desprenderse de la tierra. Y a pesar de que el cuerpo de la fémina se encontraba tibio, ella sentía que se le escaparía por la boca en cualquier momento su último violento palpitar. Respiraba lento y profundo, pero no se calmaba su preocupación. ¿Ese sería su final, habiendo encontrado miles de caminos que no la llevaban al fin que buscaba? ¿Tendría que consumirse en el olvido? No. Antes de eso, prolongaría su memoria una vez más en un corazón vacío que necesitara que lo llenase. ¡Tenía que hacerlo!
Un violento giro que dio el carruaje hizo que las ruedas se ladearan a tal punto que casi llevaron a la estructura estamparse contra el suelo, incluyendo a Pascale. Sobresaltada, intentó hacer a un lado los turbios pensamientos que acudían a su mente para indagar en la causa del repentino y brusco movimiento. Asomó su cabeza por una de las ventanas para preguntarle al cochero, pero sus ojos le contestaron antes. Ahí, casi rozando la base del vehículo, se encontraba apenas visible el cuerpo de un hombre en medio de la oscuridad.
—P-perdóneme, Mademoiselle —se apresuró a excusarse el cochero, demasiado nervioso como para medir la curiosidad en los ojos de su ama— No lo distinguí sino cuando ya lo tuve encima. ¿Está usted bien?
Pascale ni siquiera miró a su conductor. Una fuerza briosa e inexplicable hacía que mantuviera sus ojos azulados apuntando hacia el cuerpo inerte que los había desestabilizado. Su impulsividad se hizo presente tomándola de la mano para que viese con sus propios ojos el motivo de aquello. Su sirviente hizo el además de bajarse y seguirla para brindarle seguridad y apoyo, pero la mujer lo detuvo en el acto.
—Está bien. Quédese allí. Si su frenada no me mató, nada lo hará. Os lo aseguro —ordenó mientras se hincaba ligeramente para examinar al susodicho. La fuerza que sentía se incrementó cuando se dio cuenta de que las ropas que llevaba no eran para vestir a un pordiosero, sino a un príncipe. Tuvo un presentimiento, uno muy convincente. Esos le daban miedo, le quitaban el aire— ¿Podría ser…? —no era posible que un hombre como él estuviera en esas penosas condiciones, no lo creía. La única manera era él mismo lo hubiese buscado. No podía ser el caso, ¿o sí?
Y la embustera apuntó el mentón del extraño hacia el cielo, revelando su marcado semblante al firmamento que se disponía a verlo partir. Las pupilas de Pascale se dilataron. El mismo rostro melancólico —y sin embargo comprador— que había visualizado esa mañana en la prensa escrita, ante su mirada se restregaba. El doloroso camino que atravesaba su ojo izquierdo lo confirmaba. La única integrante de la audiencia debía adivinar qué estaba pasando en el número más peligroso del ilusionista: ¿estaría vivo o las apariencias por vez primera no engañarían? Tal vez si pronunciaba su nombre, la respuesta se dignaría a salir a la luz.
—Tristan… Rêveur. —su nombre se secó en su garganta. El viento helado la acompañó. La suerte le estaba por fin sonriendo a la astuta Pascale, y ella le devolvería la sonrisa.
Pascale Osmont d'Amilly- Humano Clase Alta
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Re: Mr. self-destruct | Privado
Tristan permaneció en silencio, inmóvil, aunque no tardó en ser notoria la forma en la que temblaba. No era solamente que tuviera frío, más bien, los efectos de todo el alcohol que había consumido esa noche, empezaban a pasar factura. Estaba al borde de una congestión alcohólica, y por ende, de la muerte que tanto anhelaba. Le dolía el estómago y el pecho, como si algo, una especie de mano de acero con puntas muy filosas, lo estuviera atravesando y removiéndole las entrañas. Era un dolor indescriptible, muy fuerte, pero él nunca se quejó. Resistió, esperando que el final llegara pronto y, aunque en más de una ocasión tuvo el deseo de rodarse para ver si así aplacaba un poco el martirio que estaba experimentando, fue valiente y se mantuvo boca arriba, con los párpados de los ojos arrugados por la fuerza con la que los contraía, y las manos sobre el pecho, sin ninguna posición en particular, agarrotadas por el frío. No sabía dónde estaba, ¿le interesaba saberlo? No. Todo lo que quería era morir, cuanto antes, mejor. Así que esperó, esperó paciente.
No fue conciente de cuántas horas pasó en ese estado ni si había amanecido ya. Tenía confusión mental y mucha desorientación. Su cuerpo se encontraba en un estado preocupante, puesto que esa noche había sido una de las más heladas de la temporada invernal. Había permanecido ya bastante tiempo al aire libre, estaba débil y no vestía la ropa adecuada que le proveyera el calor suficiente: si esa noche no moría de congestión, lo haría de hipotermia.
—¿Eli-zabeth…? —musitó con debilidad, cuando a sus oídos llegó el vago sonido de una voz que lo llamaba. El sopor que lo abrazaba era intenso, pero increíblemente logró escuchar. La voz llegó a él distorsionada—. Elizabeth… amor mío... estás aquí… —insistió, aferrándose a la ilusión de que era su difunta prometida la que le hablaba. Sólo la esperanza de que al fin pudiera volver a estar con ella, ver su rostro y escuchar su voz, logró que él se moviera. Alargó una de sus manos e intentó alcanzar lo imposible. Sus dedos largos se movieron con torpeza, luchando contra la brisa helada que deseaba congelarlos. Y la alcanzó. Aferró su mano al brazo que tocaba, que estaba tibio y resultaba reconfortante. En ese instante, perdió el conocimiento.
Él no lo supo, pero enseguida fue trasladado hasta el interior de una casa. Allí, se le recostó en una cama caliente, donde una mujer, probablemente del servicio doméstico pero que claramente tenía habilidades en enfermería, le quitó toda la ropa húmeda, limpió el sudor que se pegaba a su cuerpo, especialmente en la cara, cuello y pecho, y la suplió por prendas secas y reconfortantes. Su cuerpo se sentía rígido y frío, así que lo cubrieron con varias mantas y la chimenea fue encendida para proveerle más calor; le prepararon compresas calientes, las cuales colocaron sobre su frente con el fin de regular la temperatura de su cuerpo. Tristan permaneció inconciente, ignorante de de todo el movimiento que su imprudencia provocó a su alrededor.
El reloj siguió su curso, sin detenerse un solo instante; el corazón de Tristan, también. Al cabo de varias horas, seguía siendo demasiado precipitado asegurar que se salvaría, que el peligro había pasado, pero tenía mucho mejor aspecto. Ya no parecía un muerto; la sangre había regresado a su rostro devolviéndole un poco de color, aunque no el suficiente. Cuarenta y ocho horas después, comenzó a volver en sí. Su cerebro poco a poco fue enviando señales al resto de su cuerpo, y comenzó a tener movilidad. Los primeros en reaccionar fueron sus ojos, luego sus brazos y finalmente las piernas. Sus extremidades se movieron apenas algunos centímetros del lugar en el que habían permanecido inmóviles durante dos días enteros, pero esos centímetros fueron suficientes para sentir un dolor intenso en el cuerpo que le provocó lanzar un gemido al vacío. Llevó su mano a la cabeza que parecía partírsele en dos y se quejó de la luz del sol que apenas lograba colarse por las elegantes cortinas de la habitación, pero que le hería los ojos. Estaba seguro de que la cabeza le estallaría a la menor provocación o movimiento brusco que hiciera, así que volvió a recostarse y a cerrar los ojos.
Le habían dejado solo en el cuarto de huéspedes para que descansara. Cuando al fin logró abrir los ojos, no pudo evitar sentirse confundido. La habitación que aparecía ante su vista no era ninguna con la que estuviese familiarizado. No podía negar -aún en su estado- que aquel espacio, con sus adornos caros, pomposo papel tapiz con diseños florales, sillones suntuosos, sillas de madera caoba, arañas de techo, candelabros y muebles en general, eran de un gusto exquisito, pero no entendía qué hacía en aquel lugar, no recordaba bien lo que había ocurrido horas atrás. Su vista se paseó de un lugar a otro en la habitación, mientras internamente, luchaba por hacer memoria y embonar los vagos recuerdos que asaltaban a su mente.
—¿Hay alguien ahí? —logró pronunciar con su perfecto acento inglés, y se sorprendió de lo extraña que sonaba su voz, excesivamente ronca y áspera. Se incorporó sobre la cama hasta quedar sentado, recargando la espalda contra el respaldo de madera oscura, tallada en relieve.
Esperó a que alguien acudiera a él y le diera una explicación.
No fue conciente de cuántas horas pasó en ese estado ni si había amanecido ya. Tenía confusión mental y mucha desorientación. Su cuerpo se encontraba en un estado preocupante, puesto que esa noche había sido una de las más heladas de la temporada invernal. Había permanecido ya bastante tiempo al aire libre, estaba débil y no vestía la ropa adecuada que le proveyera el calor suficiente: si esa noche no moría de congestión, lo haría de hipotermia.
—¿Eli-zabeth…? —musitó con debilidad, cuando a sus oídos llegó el vago sonido de una voz que lo llamaba. El sopor que lo abrazaba era intenso, pero increíblemente logró escuchar. La voz llegó a él distorsionada—. Elizabeth… amor mío... estás aquí… —insistió, aferrándose a la ilusión de que era su difunta prometida la que le hablaba. Sólo la esperanza de que al fin pudiera volver a estar con ella, ver su rostro y escuchar su voz, logró que él se moviera. Alargó una de sus manos e intentó alcanzar lo imposible. Sus dedos largos se movieron con torpeza, luchando contra la brisa helada que deseaba congelarlos. Y la alcanzó. Aferró su mano al brazo que tocaba, que estaba tibio y resultaba reconfortante. En ese instante, perdió el conocimiento.
Él no lo supo, pero enseguida fue trasladado hasta el interior de una casa. Allí, se le recostó en una cama caliente, donde una mujer, probablemente del servicio doméstico pero que claramente tenía habilidades en enfermería, le quitó toda la ropa húmeda, limpió el sudor que se pegaba a su cuerpo, especialmente en la cara, cuello y pecho, y la suplió por prendas secas y reconfortantes. Su cuerpo se sentía rígido y frío, así que lo cubrieron con varias mantas y la chimenea fue encendida para proveerle más calor; le prepararon compresas calientes, las cuales colocaron sobre su frente con el fin de regular la temperatura de su cuerpo. Tristan permaneció inconciente, ignorante de de todo el movimiento que su imprudencia provocó a su alrededor.
El reloj siguió su curso, sin detenerse un solo instante; el corazón de Tristan, también. Al cabo de varias horas, seguía siendo demasiado precipitado asegurar que se salvaría, que el peligro había pasado, pero tenía mucho mejor aspecto. Ya no parecía un muerto; la sangre había regresado a su rostro devolviéndole un poco de color, aunque no el suficiente. Cuarenta y ocho horas después, comenzó a volver en sí. Su cerebro poco a poco fue enviando señales al resto de su cuerpo, y comenzó a tener movilidad. Los primeros en reaccionar fueron sus ojos, luego sus brazos y finalmente las piernas. Sus extremidades se movieron apenas algunos centímetros del lugar en el que habían permanecido inmóviles durante dos días enteros, pero esos centímetros fueron suficientes para sentir un dolor intenso en el cuerpo que le provocó lanzar un gemido al vacío. Llevó su mano a la cabeza que parecía partírsele en dos y se quejó de la luz del sol que apenas lograba colarse por las elegantes cortinas de la habitación, pero que le hería los ojos. Estaba seguro de que la cabeza le estallaría a la menor provocación o movimiento brusco que hiciera, así que volvió a recostarse y a cerrar los ojos.
Le habían dejado solo en el cuarto de huéspedes para que descansara. Cuando al fin logró abrir los ojos, no pudo evitar sentirse confundido. La habitación que aparecía ante su vista no era ninguna con la que estuviese familiarizado. No podía negar -aún en su estado- que aquel espacio, con sus adornos caros, pomposo papel tapiz con diseños florales, sillones suntuosos, sillas de madera caoba, arañas de techo, candelabros y muebles en general, eran de un gusto exquisito, pero no entendía qué hacía en aquel lugar, no recordaba bien lo que había ocurrido horas atrás. Su vista se paseó de un lugar a otro en la habitación, mientras internamente, luchaba por hacer memoria y embonar los vagos recuerdos que asaltaban a su mente.
—¿Hay alguien ahí? —logró pronunciar con su perfecto acento inglés, y se sorprendió de lo extraña que sonaba su voz, excesivamente ronca y áspera. Se incorporó sobre la cama hasta quedar sentado, recargando la espalda contra el respaldo de madera oscura, tallada en relieve.
Esperó a que alguien acudiera a él y le diera una explicación.
Última edición por Tristan Rêveur el Lun Jul 07, 2014 8:44 pm, editado 1 vez
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Re: Mr. self-destruct | Privado
Un contacto diferente, impredecible. Así se sintió el agarre de Tristan en el brazo de Pascale. No lo procesó de inmediato, desde luego; primero debía salir del shock que significaba que aquel hombre pasara de la inacción total a aferrarse de esa manera a la tibieza de su cuerpo. Poco sabía en ese instante que en realidad se asía a un recuerdo, al más importante y que no volvería jamás. El nombre de una mujer salido de los labios de un moribundo podía significar tantas cosas; el deseo frustrado hacia un amor prohibido, el despecho hacia una amante desagradecida, la imagen de un romance imaginario, o simplemente el fruto del delirio evocado por el alcohol y la debilidad. La viuda furtiva no buscó atribuirlo a ninguna causa en especial y solamente se enfocó en la oportunidad que se desplegaba ante sus ojos. Se desvanecía el hombre; no así la ocasión.
Ante la mirada aún nerviosa de su cochero, Pascale acarició la gélida frente no como lo haría un buen samaritano, sino como quien acababa de adquirir un nuevo armario importado del imperio chino, un objeto de lujo.
—Siga pensando en ella, Monsieur Rêveur. A usted lo necesito con vida —su aliento cálido se perdió en la oscuridad de la noche, así como lo había hecho su alma en la inconsciente venganza que moraba en su interior. Y con esa aura, que algunas veces era acogedora y otras veces mortífera, se desató la capa que llevaba sobre sus hombros y la usó para cubrir el cuerpo casi helado de Tristan. Cuidaría su potencial inversión.— Llevad a este buen hombre con nosotros, Fabien. Desde ahora es mi invitado de honor.
En el transcurso del viaje, sin dejar de pasar delicadamente su mano sobre la frente malograda del ilusionista, Pascale tarareaba una canción de cuna que había permanecido en sus nefastos recuerdos de infancia, pero más bien parecía una misa de réquiem. Sonreía gustosa, pero no daba la impresión de avecinar nada bueno. Era el gesto de complicidad que tenía para consigo misma. Entendía que había un poder que le encantaba ocupar y que a la vez odiaba hasta el último pelo emplearlo; sólo ella sabía hasta dónde llevarlo, cómo manejarlo. Extendía su territorio a voluntad. Sólo tenía que hacer que quisieran entrar en él para que no se volviese a encontrar, para bien o para mal, la salida. El cochero no podía ver esa expresión, pero la sentía. No se trataba del frío del invierno. Estaba seguro que no.
Ya en el destino, se llamó a la servidumbre de inmediato para entregar el marco de acción a seguir. A pesar de que todos fueron informados al respecto, sólo tres de las criadas más experimentadas fueron elegidas para aplicar cuidados médicos al improvisado convidado. Pascale no era ni tonta ni inteligente; era sagaz, y por lo mismo asignó al personal necesario para hacerlo vivir, pero no para calentarlo más de la cuenta. A las sirvientas más jóvenes y bonitas las dejó a un lado, encargándoles que se dedicasen a recoser la ropa de sus colegas. Cerca sólo tenía a Donatien, su mayordomo, quien, según ella, era el asistente perfecto; todo escuchaba, pero nada preguntaba. Excepcional.
—Lo harán vivir, dicen las domésticas, pero que les tomará un rato. —informaba el casi anciano hombre con ambas manos tras su espalda.
En el cuarto de huéspedes deslumbraba un gran espejo de pared que Pascale misma había mandado a hacer; tras él existía un cuarto desde el cual ama y maestresala observaban pacientemente la escena a cierta distancia: mujeres corriendo con paños limpios, fuentes con agua hirviendo, y una cara de presión que ni diez avemarías quitarían. Lo ameno del asunto era que ellos podían verlos, pero no viceversa. Se sentía un poder increíbles desde el lado vidente.
—Me importa que lo hagan vivir; a cambio no las dejaré morir en la calle —y era capaz de hacerlo. Aquel hombre podía ser su única salida, y no toleraría que unas incompetentes la hicieran caer o las derrumbaría a ellas también.— Quiero que averigües sobre él todo lo que no esté al alcance de cualquiera, Donatien. Es la información que vale la pena. En específico me interesa qué papel juega el nombre de Elizabeth en la vida de nuestro amigo. Tienes hasta mañana.
Esa noche, Pascale hizo que llenaran la bañera para perfumar su cuerpo en agua de rosas. En su rostro se percibía tal deleite que difícilmente se hubiera podido indagar que un piso más abajo un hombre se debatía entre la vida y la muerte. Cerraba los ojos como si dejarlos caer le provocase placer. Soñaba despierta, pasaba sus manos cerca de su nariz y se hacía preguntas.
—¿A qué huelen tus deseos, Eisenberg? —suspiraba con ese nombre de ilusionista. Se preparaba por dentro para que la ilusión surtiera efecto por fuera.— Hasta los más desdichados desean algo; sobretodo los que juegan con la vida y la muerte. —Ella era uno de ellos; sabía a lo que se refería.
Al día siguiente, durante el té de las seis de la tarde, Donatien hizo llegar a los oídos de la fémina lo que tanto había querido escuchar. Así que Elizabeth era el nombre de su ex prometida. Pascale negaba con la cabeza mientras esperaba que remojara su bebida; nada dolía más que un amor proyectado destrozado por la muerte. Era pasar de la perfecta esperanza a la completa derrota en menos de lo que tomaba un parpadeo. Pasaba tan rápido, tan carente de aviso o cuidado, que la herida se infectaba cada vez más con el paso de los años. El dolor en su totalidad jamás se sentía de inmediato; iba pedazo a pedazo haciendo daño como un virus letal. Tristan Rêveur parecía ser la prueba viviente al respecto; alguien que se destruía por fuera porque por dentro estaba hecho añicos; nada quedaba allí para gastar su dolor. Pascale se le parecía, con la diferencia de que la agresión no iba dirigida hacia a ella, sino a que otros, ¡y vaya manera de hacerlo! Y así iba, repartiendo muerte sin darse cuenta del círculo vicioso en que había convertido su vida.
En unos momentos la taza quedó vacía y la mente de Pascale colmada de los pasos a seguir. Los corazones rotos debilitaban la mente. Poseía un manual al respecto. Una vez más, seguiría el camino de migajas que había dejado en las anteriores ocasiones. Con su nuevo objetivo fuera de peligro, pronto comenzaría a paso fuerte. No sería una débil como su madre; mantendría el control.
Como no podía permitirse fracasar, observaba de cerca de Tristan. Tras el espejo era testigo de su lenta pero prometedora evolución. Lentamente sus mejillas volvían a adquirir color como había sido vaticinado por las mismas criadas, pero poco a poco le surgía la duda a Pascale de cómo un hombre hallado en esas condiciones hubiera podido recuperarse, en primer lugar, y en segundo a esa velocidad. Si la vista no la engañaba, no se cumpliría el fin de semana sin tenerlo despierto.
Y así fue. A la mañana siguiente, recientemente peinada y perfumada, la viuda que hacía de soltera aguardaba en su escondite, examinando minuciosamente la silueta durmiente de su invitado. Lo vio moverse, titubear en su despertar como si estuviese recordando cómo despegar los ojos. Se veía abatido, no significando nada haber escapado del callejón sin salida en el que se había metido hacía sólo dos noches. Volvía a abrir los ojos el solitario, pero no lo hizo así con las ventanas de su alma. Pascale quería ver allí. La cicatriz que él llevaba era una mera distracción del fondo.
Antes de que escuchara la voz de Tristan tanteando el ambiente para encontrar alguna otra presencia además de la suya, la mujer se levantó de su asiento y salió de la habitación justo como lo había planeado: con una fuente de agua caliente entre las manos. Abrió la puerta de la habitación de huéspedes con cuidado e ingresó de espaldas. Sus labios imitaron una sorpresa idéntica a la real cuando se vio frente a frente a invitado, salpicando unas cuantas gotas sobre la alfombra antes de estabilizar su postura.
—Mo-monsieur, lamento haber entrado así. Confiaba reemplazar sus frazadas antes de que despertara; por suerte se me ha adelantado —mostraba ingenuidad, preocupación, buenas intenciones, un disfraz— Oh… espero que no le importe que me haya tomado la libertad de velar por su recuperación. —depositó con cuidado la fuente sobre la mesita junto a la cama. La primera herramienta de su plan había cumplido su labor.
Así fue que se sentó en la silla junto al lecho con postura sumisa y la cabeza gacha, y siguió con su número. Allí estaba Pascale; de Lienne nada saldría ni ante él ni ante nadie, ni siquiera frente a ella misma.
—Mis buenas criadas querían hacerse cargo de todo, pero… me conmocionó encontrarlo en esas condiciones en la nieve. Perdone mi sinceridad, pero creí que no viviría para contarlo. Quería asegurarme por mi cuenta de que saliera del peligro; no podía estar tranquila —acariciaba uno de sus brazos fingiendo aprensión e invitando a las fragancias que reposaban a su cuerpo a salir— Pero gracias a Dios ya ha despertado. ¿Cómo se siente, Monsieur…?
Simuló no saber la identidad de quien reposaba entre sus sábanas. Sería mil veces mejor recibido, además que no se sentiría tan invadido con una respuesta como esa. La mujer suspiró de supuesta vergüenza, ubicando una de sus manos justo debajo de su garganta, sintiendo sus latidos. Desde allí se atrevió a mirar directamente a quien, ella no sabía, era un licántropo herido, pero también suspicaz.
—Ruego a usted que me perdone. No me he presentado. Soy Pascale Osmont d’Amilly. Es un honor… —inclinó ligeramente su cabeza, demostrando la elegancia adquirida con sus maestros— Quisiera completar la frase, pero me temo que mi asistente no encontró nada en sus pertenencias que nos ayudara a identificarlo. Están todas a salvo, desde luego. A estas alturas no debe preocuparse por nada.
Claro que sí, pero no interesaba que él lo supiera. Se podía culpar a los ladrones callejeros, a la nieve misma donde había llegado a parar, a la mala suerte. Pascale disponía de todo un universo para edificar su antifaz.
Ante la mirada aún nerviosa de su cochero, Pascale acarició la gélida frente no como lo haría un buen samaritano, sino como quien acababa de adquirir un nuevo armario importado del imperio chino, un objeto de lujo.
—Siga pensando en ella, Monsieur Rêveur. A usted lo necesito con vida —su aliento cálido se perdió en la oscuridad de la noche, así como lo había hecho su alma en la inconsciente venganza que moraba en su interior. Y con esa aura, que algunas veces era acogedora y otras veces mortífera, se desató la capa que llevaba sobre sus hombros y la usó para cubrir el cuerpo casi helado de Tristan. Cuidaría su potencial inversión.— Llevad a este buen hombre con nosotros, Fabien. Desde ahora es mi invitado de honor.
En el transcurso del viaje, sin dejar de pasar delicadamente su mano sobre la frente malograda del ilusionista, Pascale tarareaba una canción de cuna que había permanecido en sus nefastos recuerdos de infancia, pero más bien parecía una misa de réquiem. Sonreía gustosa, pero no daba la impresión de avecinar nada bueno. Era el gesto de complicidad que tenía para consigo misma. Entendía que había un poder que le encantaba ocupar y que a la vez odiaba hasta el último pelo emplearlo; sólo ella sabía hasta dónde llevarlo, cómo manejarlo. Extendía su territorio a voluntad. Sólo tenía que hacer que quisieran entrar en él para que no se volviese a encontrar, para bien o para mal, la salida. El cochero no podía ver esa expresión, pero la sentía. No se trataba del frío del invierno. Estaba seguro que no.
Ya en el destino, se llamó a la servidumbre de inmediato para entregar el marco de acción a seguir. A pesar de que todos fueron informados al respecto, sólo tres de las criadas más experimentadas fueron elegidas para aplicar cuidados médicos al improvisado convidado. Pascale no era ni tonta ni inteligente; era sagaz, y por lo mismo asignó al personal necesario para hacerlo vivir, pero no para calentarlo más de la cuenta. A las sirvientas más jóvenes y bonitas las dejó a un lado, encargándoles que se dedicasen a recoser la ropa de sus colegas. Cerca sólo tenía a Donatien, su mayordomo, quien, según ella, era el asistente perfecto; todo escuchaba, pero nada preguntaba. Excepcional.
—Lo harán vivir, dicen las domésticas, pero que les tomará un rato. —informaba el casi anciano hombre con ambas manos tras su espalda.
En el cuarto de huéspedes deslumbraba un gran espejo de pared que Pascale misma había mandado a hacer; tras él existía un cuarto desde el cual ama y maestresala observaban pacientemente la escena a cierta distancia: mujeres corriendo con paños limpios, fuentes con agua hirviendo, y una cara de presión que ni diez avemarías quitarían. Lo ameno del asunto era que ellos podían verlos, pero no viceversa. Se sentía un poder increíbles desde el lado vidente.
—Me importa que lo hagan vivir; a cambio no las dejaré morir en la calle —y era capaz de hacerlo. Aquel hombre podía ser su única salida, y no toleraría que unas incompetentes la hicieran caer o las derrumbaría a ellas también.— Quiero que averigües sobre él todo lo que no esté al alcance de cualquiera, Donatien. Es la información que vale la pena. En específico me interesa qué papel juega el nombre de Elizabeth en la vida de nuestro amigo. Tienes hasta mañana.
Esa noche, Pascale hizo que llenaran la bañera para perfumar su cuerpo en agua de rosas. En su rostro se percibía tal deleite que difícilmente se hubiera podido indagar que un piso más abajo un hombre se debatía entre la vida y la muerte. Cerraba los ojos como si dejarlos caer le provocase placer. Soñaba despierta, pasaba sus manos cerca de su nariz y se hacía preguntas.
—¿A qué huelen tus deseos, Eisenberg? —suspiraba con ese nombre de ilusionista. Se preparaba por dentro para que la ilusión surtiera efecto por fuera.— Hasta los más desdichados desean algo; sobretodo los que juegan con la vida y la muerte. —Ella era uno de ellos; sabía a lo que se refería.
Al día siguiente, durante el té de las seis de la tarde, Donatien hizo llegar a los oídos de la fémina lo que tanto había querido escuchar. Así que Elizabeth era el nombre de su ex prometida. Pascale negaba con la cabeza mientras esperaba que remojara su bebida; nada dolía más que un amor proyectado destrozado por la muerte. Era pasar de la perfecta esperanza a la completa derrota en menos de lo que tomaba un parpadeo. Pasaba tan rápido, tan carente de aviso o cuidado, que la herida se infectaba cada vez más con el paso de los años. El dolor en su totalidad jamás se sentía de inmediato; iba pedazo a pedazo haciendo daño como un virus letal. Tristan Rêveur parecía ser la prueba viviente al respecto; alguien que se destruía por fuera porque por dentro estaba hecho añicos; nada quedaba allí para gastar su dolor. Pascale se le parecía, con la diferencia de que la agresión no iba dirigida hacia a ella, sino a que otros, ¡y vaya manera de hacerlo! Y así iba, repartiendo muerte sin darse cuenta del círculo vicioso en que había convertido su vida.
En unos momentos la taza quedó vacía y la mente de Pascale colmada de los pasos a seguir. Los corazones rotos debilitaban la mente. Poseía un manual al respecto. Una vez más, seguiría el camino de migajas que había dejado en las anteriores ocasiones. Con su nuevo objetivo fuera de peligro, pronto comenzaría a paso fuerte. No sería una débil como su madre; mantendría el control.
Como no podía permitirse fracasar, observaba de cerca de Tristan. Tras el espejo era testigo de su lenta pero prometedora evolución. Lentamente sus mejillas volvían a adquirir color como había sido vaticinado por las mismas criadas, pero poco a poco le surgía la duda a Pascale de cómo un hombre hallado en esas condiciones hubiera podido recuperarse, en primer lugar, y en segundo a esa velocidad. Si la vista no la engañaba, no se cumpliría el fin de semana sin tenerlo despierto.
Y así fue. A la mañana siguiente, recientemente peinada y perfumada, la viuda que hacía de soltera aguardaba en su escondite, examinando minuciosamente la silueta durmiente de su invitado. Lo vio moverse, titubear en su despertar como si estuviese recordando cómo despegar los ojos. Se veía abatido, no significando nada haber escapado del callejón sin salida en el que se había metido hacía sólo dos noches. Volvía a abrir los ojos el solitario, pero no lo hizo así con las ventanas de su alma. Pascale quería ver allí. La cicatriz que él llevaba era una mera distracción del fondo.
Antes de que escuchara la voz de Tristan tanteando el ambiente para encontrar alguna otra presencia además de la suya, la mujer se levantó de su asiento y salió de la habitación justo como lo había planeado: con una fuente de agua caliente entre las manos. Abrió la puerta de la habitación de huéspedes con cuidado e ingresó de espaldas. Sus labios imitaron una sorpresa idéntica a la real cuando se vio frente a frente a invitado, salpicando unas cuantas gotas sobre la alfombra antes de estabilizar su postura.
—Mo-monsieur, lamento haber entrado así. Confiaba reemplazar sus frazadas antes de que despertara; por suerte se me ha adelantado —mostraba ingenuidad, preocupación, buenas intenciones, un disfraz— Oh… espero que no le importe que me haya tomado la libertad de velar por su recuperación. —depositó con cuidado la fuente sobre la mesita junto a la cama. La primera herramienta de su plan había cumplido su labor.
Así fue que se sentó en la silla junto al lecho con postura sumisa y la cabeza gacha, y siguió con su número. Allí estaba Pascale; de Lienne nada saldría ni ante él ni ante nadie, ni siquiera frente a ella misma.
—Mis buenas criadas querían hacerse cargo de todo, pero… me conmocionó encontrarlo en esas condiciones en la nieve. Perdone mi sinceridad, pero creí que no viviría para contarlo. Quería asegurarme por mi cuenta de que saliera del peligro; no podía estar tranquila —acariciaba uno de sus brazos fingiendo aprensión e invitando a las fragancias que reposaban a su cuerpo a salir— Pero gracias a Dios ya ha despertado. ¿Cómo se siente, Monsieur…?
Simuló no saber la identidad de quien reposaba entre sus sábanas. Sería mil veces mejor recibido, además que no se sentiría tan invadido con una respuesta como esa. La mujer suspiró de supuesta vergüenza, ubicando una de sus manos justo debajo de su garganta, sintiendo sus latidos. Desde allí se atrevió a mirar directamente a quien, ella no sabía, era un licántropo herido, pero también suspicaz.
—Ruego a usted que me perdone. No me he presentado. Soy Pascale Osmont d’Amilly. Es un honor… —inclinó ligeramente su cabeza, demostrando la elegancia adquirida con sus maestros— Quisiera completar la frase, pero me temo que mi asistente no encontró nada en sus pertenencias que nos ayudara a identificarlo. Están todas a salvo, desde luego. A estas alturas no debe preocuparse por nada.
Claro que sí, pero no interesaba que él lo supiera. Se podía culpar a los ladrones callejeros, a la nieve misma donde había llegado a parar, a la mala suerte. Pascale disponía de todo un universo para edificar su antifaz.
Pascale Osmont d'Amilly- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 02/01/2014
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Re: Mr. self-destruct | Privado
Tristan se levantó de la cama. Mientras esperaba por una respuesta, continuó explorando visualmente lo que tenía a su alrededor. Fue entonces que se dio cuenta de que todavía no se hallaba lo suficientemente fuerte, no como para emprender una huida de aquel lugar desconocido o buscar por sus propios medios a alguien que fuera capaz de darle una explicación de lo que allí había ocurrido. Por eso prefirió quedarse, al menos hasta recuperar las fuerzas necesarias. Volvió a sentarse sobre la cama. La cabeza le dolía y era inútil pretender que no se sentía agotado y medio dormido, como si alguien, un ser despiadado y cruel, lo hubiera arrancado de su cama, despertándolo a media noche, sacándolo abruptamente de un profundo y plácido sueño. Pero lo cierto, lo único real y verdadero, era que nada de lo que le había ocurrido los últimos días, meses o años, había sido placentero.
Aunque había dormido demasiado los últimos días a causa de su convalecencia, las ojeras, cada vez menos violáceas gracias a su recuperación, se acentuaban bajo sus ojos enrojecidos. Tampoco había comido, por lo que sentía las paredes del estómago pegadas a las costillas y eso le provocaba una espantosa sensación de languidez. Habría dado lo que fuera por un poco de agua fresca para mojar su garganta.
Cuando al fin la puerta se abrió, Tristan levantó la vista y parpadeó ante una cara que no conocía. Se trataba de una tal Pascale Osmont d’Amilly, una mujer joven y muy hermosa, tan bella que hasta el mismo Tristan, aun en su confusión y ensimismamiento, era capaz de percibir que era la criatura más hermosa que habían visto sus ojos. Por un momento, su belleza lo hizo sentir más aturdido.
Al inicio se sintió un tanto avergonzado con la presencia de la mujer, ni siquiera fue capaz de responder a sus atenciones o anunciarle su nombre como ella había sugerido. Estaba tan apenado con la situación que se debatió internamente entre revelarle su nombre o inventarse uno, pues al ser él un hombre bastante conocido por su profesión, era casi seguro que si ella o alguna de sus criadas carecía de discreción, al día siguiente París entero estaría enterado del bochornoso episodio del gran ilusionista, cualquiera que este haya sido, ya que aún no lo tenía claro y eso era precisamente lo que más deseaba averiguar.
Tristan miró a la señorita Pascale con recelo, en medio de un silencio tenso que se prolongó durante varios minutos. La mujer permanecía frente a él, en espera de alguna palabra suya. Aunque se le notaba hospitalaria, por alguna razón que no llegaba a comprender, no confiaba en ella, pero eso no era algo demasiado extraño en él, puesto que hacía tiempo que se había vuelto desconfiado, especialmente cuando se trataba de mujeres, mucho más si eran bonitas. Nunca las miraba con deseo porque de antemano se imaginaba que lo rechazarían, por lo que jamás albergaba una esperanza para con ellas. En esta ocasión, sabía que si estaba en casa de Lady Osmont d’Amilly, durmiendo en una cama de su propiedad, usando sus sábanas, no era porque ella tuviera algún otro tipo de interés por él, sino por caridad, probablemente por lástima. Sólo Dios sabía lo que había ocurrido y la condición en la que le habían encontrado.
—¿Qué fue lo que…? —empezó con una voz que se le volvió áspera—. Es que yo no… no entiendo qué… no lo logro… —intentó explicarse sin demasiado éxito. Se detuvo un momento, haciendo memoria y, de repente, ya no fue necesario seguir cuestionando.
Una a una, fueron llegando a su mente pequeños recuerdos de aquella fría y desafortunada noche y, en silencio, tomó cada pieza y las fue armando hasta que todo embonó. Recordó su estancia en una de tantas taberna que visitó esa noche y casi pudo saborear el amargo sabor del licor en su boca; también recordó haber caído en la nieve, aquella horrible sensación de frío calándole hasta los huesos. Pero el recuerdo más latente de todos era esa voz, una voz que con solo recordarla era capaz de estremecerse. Era su voz, la voz de Elizabeth, que había acudido a su llamado, sin duda.
—Ahora lo recuerdo —masculló, visiblemente molesto.
Tristan alzó su rostro y sus enérgicos ojos se encontraron con los de su anfitriona. El recelo con el que la había mirando antes se había transformado en rencor. No podía creer que esa mujer lo hubiera echado a perder todo.
—Usted no… no tenía que… ¡no tenía ningún derecho! —le gritó tan fuerte que su voz retumbó en toda la habitación. La ira se apoderó de él de tal manera que se olvidó por completo de lo débil que se encontraba, y se atrevió a acercarse a la mujer para desquitar en ella su impotencia—. ¿Qué ha hecho? ¿QUÉ HA HECHO? —Le espetó con furia, tomándola de los brazos, zarandeándola, exigiendo así una explicación—. ¿Se da cuenta de lo que ha ocasionado? Estaba tan cerca y usted… ¡usted! —sus dedos se clavaron como garras en los brazos de Lady Osmont d’Amilly.
¿Cómo decirle que hubiera preferido morir y detestaba saber que ella le había rescatado, sin parecer un completo desquiciado? Estaba siendo tan descortés, tan patán, pero nada de eso le importó. Todo lo que deseaba era descubrir que la voz que había escuchado había sido real, que la idea de poder reunirse con su amada no era una idea descabellada, que no se estaba volviendo loco. Había ocasiones, como esa, en las que el dolor lo cegaba por completo.
Aunque había dormido demasiado los últimos días a causa de su convalecencia, las ojeras, cada vez menos violáceas gracias a su recuperación, se acentuaban bajo sus ojos enrojecidos. Tampoco había comido, por lo que sentía las paredes del estómago pegadas a las costillas y eso le provocaba una espantosa sensación de languidez. Habría dado lo que fuera por un poco de agua fresca para mojar su garganta.
Cuando al fin la puerta se abrió, Tristan levantó la vista y parpadeó ante una cara que no conocía. Se trataba de una tal Pascale Osmont d’Amilly, una mujer joven y muy hermosa, tan bella que hasta el mismo Tristan, aun en su confusión y ensimismamiento, era capaz de percibir que era la criatura más hermosa que habían visto sus ojos. Por un momento, su belleza lo hizo sentir más aturdido.
Al inicio se sintió un tanto avergonzado con la presencia de la mujer, ni siquiera fue capaz de responder a sus atenciones o anunciarle su nombre como ella había sugerido. Estaba tan apenado con la situación que se debatió internamente entre revelarle su nombre o inventarse uno, pues al ser él un hombre bastante conocido por su profesión, era casi seguro que si ella o alguna de sus criadas carecía de discreción, al día siguiente París entero estaría enterado del bochornoso episodio del gran ilusionista, cualquiera que este haya sido, ya que aún no lo tenía claro y eso era precisamente lo que más deseaba averiguar.
Tristan miró a la señorita Pascale con recelo, en medio de un silencio tenso que se prolongó durante varios minutos. La mujer permanecía frente a él, en espera de alguna palabra suya. Aunque se le notaba hospitalaria, por alguna razón que no llegaba a comprender, no confiaba en ella, pero eso no era algo demasiado extraño en él, puesto que hacía tiempo que se había vuelto desconfiado, especialmente cuando se trataba de mujeres, mucho más si eran bonitas. Nunca las miraba con deseo porque de antemano se imaginaba que lo rechazarían, por lo que jamás albergaba una esperanza para con ellas. En esta ocasión, sabía que si estaba en casa de Lady Osmont d’Amilly, durmiendo en una cama de su propiedad, usando sus sábanas, no era porque ella tuviera algún otro tipo de interés por él, sino por caridad, probablemente por lástima. Sólo Dios sabía lo que había ocurrido y la condición en la que le habían encontrado.
—¿Qué fue lo que…? —empezó con una voz que se le volvió áspera—. Es que yo no… no entiendo qué… no lo logro… —intentó explicarse sin demasiado éxito. Se detuvo un momento, haciendo memoria y, de repente, ya no fue necesario seguir cuestionando.
Una a una, fueron llegando a su mente pequeños recuerdos de aquella fría y desafortunada noche y, en silencio, tomó cada pieza y las fue armando hasta que todo embonó. Recordó su estancia en una de tantas taberna que visitó esa noche y casi pudo saborear el amargo sabor del licor en su boca; también recordó haber caído en la nieve, aquella horrible sensación de frío calándole hasta los huesos. Pero el recuerdo más latente de todos era esa voz, una voz que con solo recordarla era capaz de estremecerse. Era su voz, la voz de Elizabeth, que había acudido a su llamado, sin duda.
—Ahora lo recuerdo —masculló, visiblemente molesto.
Tristan alzó su rostro y sus enérgicos ojos se encontraron con los de su anfitriona. El recelo con el que la había mirando antes se había transformado en rencor. No podía creer que esa mujer lo hubiera echado a perder todo.
—Usted no… no tenía que… ¡no tenía ningún derecho! —le gritó tan fuerte que su voz retumbó en toda la habitación. La ira se apoderó de él de tal manera que se olvidó por completo de lo débil que se encontraba, y se atrevió a acercarse a la mujer para desquitar en ella su impotencia—. ¿Qué ha hecho? ¿QUÉ HA HECHO? —Le espetó con furia, tomándola de los brazos, zarandeándola, exigiendo así una explicación—. ¿Se da cuenta de lo que ha ocasionado? Estaba tan cerca y usted… ¡usted! —sus dedos se clavaron como garras en los brazos de Lady Osmont d’Amilly.
¿Cómo decirle que hubiera preferido morir y detestaba saber que ella le había rescatado, sin parecer un completo desquiciado? Estaba siendo tan descortés, tan patán, pero nada de eso le importó. Todo lo que deseaba era descubrir que la voz que había escuchado había sido real, que la idea de poder reunirse con su amada no era una idea descabellada, que no se estaba volviendo loco. Había ocasiones, como esa, en las que el dolor lo cegaba por completo.
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/01/2011
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Re: Mr. self-destruct | Privado
Desorientado, reprimido por la falta de claridad, indefenso. Así se vieron marcados los primeros segundos de contacto de la mal llamada Pascale con el ilusionista Tristan Rêveur, mejor conocido como Eisenberg. Era un cuadro clásico, con matices predecibles pero efectivos como la inicial amnesia. Los viejos trucos eran lo mejores. Bastaba con ubicar en un mismo sitio a un hombre sin sus plenas facultades y a una mujer dispuesta a abrirle los brazos en señal de refugio para que se montara una perfecta escena dentro de la obra titulada «Síndrome de Florence Nightingale». Probablemente el sujeto volvería a dormir, esta vez bajo las canciones arrulladoras de su “salvadora”. Y al día siguiente, un sol más alegre les brillaría para hablar de tonterías, luego de que él se tragara el orgullo derretido por atenciones, dulzura y “seducción inconsciente”.
Pascale sabía moverse en ese escenario tan mecánico, eficaz, conocido y, por lo mismo, aburrido. Sonreía porque se suponía que debía sonreír. Se disfrazaba de quien no era porque bajo esa piel moribundo permanecía un ciervo herido, y así se quedaría, sumergido entre las ropas de los hombres que amaron a una mujer que los amó mal. Bramaría y buscaría auxilio, pero sería infructuoso; el hambre posesivo de la viuda negra vociferaba aún más fuerte. Le daba el poder necesario para transformar sus emociones y las ajenas también.
Vistiendo aquella armadura y camuflaje acercó su palma derecha a una zona entre la espalda y el costado del mismo lado de quien, ella ignoraba, respiraba como hombre y como bestia. Arrulló con su boca y dio muy sutiles caricias no para calmar el sobresalto, sino para hacer creer que devolverle la paz era lo más importante.
—Está bien, Monsieur. Ha sido solo un mal sueño. Lo importante es que ha vuelto de él. El peligro ya ha pasado. Puede descansar. —dulcificó su voz— Por favor, permítame hacer que se sienta en casa. Ya está a salvo.
Y de repente, la monotonía fue arrancada por quien se suponía, era el desarmado de los dos. Así se volcaba el tablero y se ponía en jaque, a través de un inesperado contragolpe, a quien se suponía que tenía el control del juego. Es que no estaba viendo una variables de vital importancia: Tristan no era un hombre; ni siquiera los vestigios de uno. Por eso la miró así, como una alimaña enjaulada a su carcelero, sólo que esta vez, la fiera estaba libre para hacer lo que quisiera. Dolían sus agresiones, pero más el desconcierto. Ser sorprendida era igual a estar desprotegida. El ciervo herido volvió a gritar dentro de Pascale.
—Y-yo no quise. Basta, os pido. Me lastima. —apenas le salió la voz de la impresión. Y definitivamente no ayudaba que él se descontrolase así. Cerró los ojos con fuerza, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.
Algo reventó dentro de ella que impidió a toda lágrima dejar su lugar. «Ni una palabra» oyó la voz de su padre «No quiero oír ni un solo sonido» sintió un escalofrío en su cuello, el que percibió esa vez en que terminó por matarle la inocencia. Ella había estado a punto de llorar, al igual que ahora, pero Hubert Zwaanswijk detestaba los llantos; los consideraba un arma. Y como tal, los combatía con otra arma: una daga helada acariciando la garganta de la pequeña Liene. «Resístete y te lo haré pagar; coopera y más pronto te dejaré marchar» se lo había prometido todas las veces que se lo había dicho y había cumplido. ¿Pero realmente la había dejado marchar?
Volvió a la realidad. Sólo le quedaba una cosa por hacer. Abrió los ojos, con otro rostro, y afrontó la figura que ella misma había arrastrado a encontrarle: la cólera en vida.
—Es cierto. Todo lo que dice es cierto. Yo fui. Por Jesucristo que sí. —habló con calma, una que extrañaba a quien la oyera. ¿Cómo podía estar tan calmada?— Dígame, mi señor… ¿qué más hice? —prácticamente invitaba al castigo.
Estaba dócil, casi sumisa. Una máquina para no luchar; peor le iría si lo hacía. El viento podía extinguir el fuego tanto como avivarlo. Y volvió a preguntar.
—Monsieur —lo llamó, aunque no era seguro que llegara respuesta— Le ruego por favor que me diga qué otras impertinencias mías estuvieron lejos de complacerlo.
Estaba quieta, pasiva. Mortalmente receptiva. Podían ser sus últimas palabras si no llegaban a buen puerto. Aquello era jugarse el juego completo en una sola movida.
Pascale sabía moverse en ese escenario tan mecánico, eficaz, conocido y, por lo mismo, aburrido. Sonreía porque se suponía que debía sonreír. Se disfrazaba de quien no era porque bajo esa piel moribundo permanecía un ciervo herido, y así se quedaría, sumergido entre las ropas de los hombres que amaron a una mujer que los amó mal. Bramaría y buscaría auxilio, pero sería infructuoso; el hambre posesivo de la viuda negra vociferaba aún más fuerte. Le daba el poder necesario para transformar sus emociones y las ajenas también.
Vistiendo aquella armadura y camuflaje acercó su palma derecha a una zona entre la espalda y el costado del mismo lado de quien, ella ignoraba, respiraba como hombre y como bestia. Arrulló con su boca y dio muy sutiles caricias no para calmar el sobresalto, sino para hacer creer que devolverle la paz era lo más importante.
—Está bien, Monsieur. Ha sido solo un mal sueño. Lo importante es que ha vuelto de él. El peligro ya ha pasado. Puede descansar. —dulcificó su voz— Por favor, permítame hacer que se sienta en casa. Ya está a salvo.
Y de repente, la monotonía fue arrancada por quien se suponía, era el desarmado de los dos. Así se volcaba el tablero y se ponía en jaque, a través de un inesperado contragolpe, a quien se suponía que tenía el control del juego. Es que no estaba viendo una variables de vital importancia: Tristan no era un hombre; ni siquiera los vestigios de uno. Por eso la miró así, como una alimaña enjaulada a su carcelero, sólo que esta vez, la fiera estaba libre para hacer lo que quisiera. Dolían sus agresiones, pero más el desconcierto. Ser sorprendida era igual a estar desprotegida. El ciervo herido volvió a gritar dentro de Pascale.
—Y-yo no quise. Basta, os pido. Me lastima. —apenas le salió la voz de la impresión. Y definitivamente no ayudaba que él se descontrolase así. Cerró los ojos con fuerza, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.
Algo reventó dentro de ella que impidió a toda lágrima dejar su lugar. «Ni una palabra» oyó la voz de su padre «No quiero oír ni un solo sonido» sintió un escalofrío en su cuello, el que percibió esa vez en que terminó por matarle la inocencia. Ella había estado a punto de llorar, al igual que ahora, pero Hubert Zwaanswijk detestaba los llantos; los consideraba un arma. Y como tal, los combatía con otra arma: una daga helada acariciando la garganta de la pequeña Liene. «Resístete y te lo haré pagar; coopera y más pronto te dejaré marchar» se lo había prometido todas las veces que se lo había dicho y había cumplido. ¿Pero realmente la había dejado marchar?
Volvió a la realidad. Sólo le quedaba una cosa por hacer. Abrió los ojos, con otro rostro, y afrontó la figura que ella misma había arrastrado a encontrarle: la cólera en vida.
—Es cierto. Todo lo que dice es cierto. Yo fui. Por Jesucristo que sí. —habló con calma, una que extrañaba a quien la oyera. ¿Cómo podía estar tan calmada?— Dígame, mi señor… ¿qué más hice? —prácticamente invitaba al castigo.
Estaba dócil, casi sumisa. Una máquina para no luchar; peor le iría si lo hacía. El viento podía extinguir el fuego tanto como avivarlo. Y volvió a preguntar.
—Monsieur —lo llamó, aunque no era seguro que llegara respuesta— Le ruego por favor que me diga qué otras impertinencias mías estuvieron lejos de complacerlo.
Estaba quieta, pasiva. Mortalmente receptiva. Podían ser sus últimas palabras si no llegaban a buen puerto. Aquello era jugarse el juego completo en una sola movida.
Pascale Osmont d'Amilly- Humano Clase Alta
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Re: Mr. self-destruct | Privado
—Usted no tiene idea —protestó, aunque no agregó nada más.
Tristan no había tenido hermanos, por lo que su madre, la honorable, pero sobre todo estricta señora Lynnette de Rêveur, se había esmerado en la educación de su único hijo. De pequeño, tuvo a la mejor institutriz que fue traída desde Londres, ella le enseñó sus primeras palabras, le enseñó a leer y a escribir, a desenvolverse, a ser disciplinado; le enseñó a tocar el piano y algo de pintura al óleo, acuarela y carboncillo, geografía e historia; a poder transmitir enseñanzas y preceptos religiosos y morales, así como matemáticas. Le enseñó el francés y un poco de otros idiomas, hasta cómo debía vestir; le enseñó, sobre todo, cómo tratar a una dama, que debía ser amable y delicado, como si ésta fuese una muñeca de porcelana que podía dañarse ante el menor descuido. Pero ahora que era mayor, parecía haberse olvidado de todo, como si no le apeteciera más hacer lo que era decente.
Estaba siendo un canalla, y en el fondo, él lo sabía. Tal vez por eso, tras escuchar las suplicantes palabras de Lady Pascale, decidió soltarla. El daño ya estaba hecho y desquitarse con ella no haría la diferencia. Sabía que había perdido esa oportunidad y sólo la idea de que vendrían muchas más y que se aseguraría de que nadie interfiriera, fue lo que lo impulsó a no volverse loco. Sufría, pero aun así, ¿era suficiente motivo para comportarse como un miserable, para causar daño a quien solo había intentado ayudarlo desinteresadamente? Sintió vergüenza. Ni siquiera se atrevió a volver a mirar a los ojos a su anfitriona, pues estaba seguro de que ella ahora le temería, que le aterrorizaría tanto tener a un hombre tan agresivo bajo su mismo techo que seguramente mandaría a echarlo cuanto antes de su casa, como el perro desagradecido que era.
Tristan se giró hasta quedar de cara a la pared, buscando así refugio de la horrorizada mirada de Lady Pascale. La espalda y los costados del hombre estaban surcados por más de una marca, cicatrices que le habían quedado de aquel desafortunado episodio, en el que su querida amiga Rianne, convertida en una bestia, lo había infectado con la maldición de la licantropía. Eran marcas muy desagradables, pero nunca tan horribles como la que tenía en la cara, y aunque llevaran meses cicatrizadas, no había duda de que le seguían doliendo, pues el odio y el resentimiento las habían infectado de por vida.
Sintió los ojos de Lady Pascale sobre su espalda, sobre su cuerpo maltrecho semidesnudo, y no lo soportó. Cuando alguien lo miraba así, tan fijamente, se sentía como una especie de fenómeno de circo, en especial cuando se trataba de una mujer hermosa cuya belleza contrastaba tanto con su… monstruosidad.
—Estoy muy consciente del lugar en el que me encuentro, bajo qué circunstancias, y sobre todo, que no tengo ningún derecho a pedirle esto después de lo ocurrido, pero he de pedirle que me deje solo. Lo necesito —no le gustaba considerarse un cobarde, pero sin duda lo era, y no conforme con ello, con que la había insultado y maltratado, se tomaba atrevimientos que no le correspondían, como el de disponer a su antojo de aposentos ajenos cuando allí no era más que un invitado, uno bastante ingrato. Cuando se dio cuenta de su osadía, agregó para suavizar—: Por favor.
El ilusionista consiguió lo que pedía, y en cuanto Lady Pascale salió por la puerta y ésta fue cerrada tras ella, se desplomó de nuevo sobre la cama. Más tarde, cuando se dio cuenta de que nada tenía que hacer allí y que después de lo ocurrido lo mejor que podía hacer era librar a esa pobre mujer de su incómoda presencia, asomó la nariz al pasillo e interceptó a una de las criadas para pedirle algo de ropa, a lo que ella enseguida obedeció llevándole sus propias prendas que habían sido previamente lavadas y planchadas para el momento en el que él se sintiera mejor.
Tristan se vistió y permaneció encerrado en la habitación el resto del día. Se recostó el la cama e intentó dormir pero le fue imposible, por lo que gran parte del tiempo se le fue caminando de una esquina a la otra, sentándose y poniéndose de nuevo de pie para luego volver a acostarse. Más tarde, llegada la noche, decidió por fin salir del encierro y se aventuró de nueva cuenta al pasillo, por el que justamente circulaba una de las sirvientas con una pequeña mesita donde transportaba la cena hasta el comedor. Tristan la siguió en silencio, no supo si hipnotizado por el delicioso aroma de la comida caliente que humeaba de las charolas, o si por mera curiosidad, pero pronto se encontró irrumpiendo –como parecía habérsele vuelto costumbre- en el comedor.
Lady Pascale ya se encontraba allí, sentada a la mesa, tan hermosa como antes, como si se hubiera esmerado en su arreglo personal pese a que parecía que cenaría sola. Tristan la miró y sin decir nada jaló una de las sillas y se sentó en ella. Le resultó extraño sentirse tan famélico y al mismo tiempo no tener apetito. Su estómago hacía ruidos y estaba revuelto, exigía comida, y no obstante, todo le parecía repugnante. Aún así, sabía que necesitaba comer o de lo contrario nunca lograría recuperar las fuerzas suficientes para irse cuanto antes de esa casa, así que aceptó que la sirvienta le colocara los cubiertos cuando le fue dada la indicación.
—Espero que mi presencia no le haga menos agradable sus alimentos. Creo que le debo una disculpa por haberla tratado como lo hice —se disculpó con voz suave, sobre todo porque pensaba que debía hacerlo. Adoptó un aspecto un poco avergonzado pero al mismo tiempo tuvo el insólito pensamiento de que, de algún modo, la verdad se alegraba de estar allí, de poder gozar nuevamente y después de tanto tiempo, de una cena en la compañía de alguien. Había algo en esa mujer que lo atraía como la miel a las abejas.
Tristan no había tenido hermanos, por lo que su madre, la honorable, pero sobre todo estricta señora Lynnette de Rêveur, se había esmerado en la educación de su único hijo. De pequeño, tuvo a la mejor institutriz que fue traída desde Londres, ella le enseñó sus primeras palabras, le enseñó a leer y a escribir, a desenvolverse, a ser disciplinado; le enseñó a tocar el piano y algo de pintura al óleo, acuarela y carboncillo, geografía e historia; a poder transmitir enseñanzas y preceptos religiosos y morales, así como matemáticas. Le enseñó el francés y un poco de otros idiomas, hasta cómo debía vestir; le enseñó, sobre todo, cómo tratar a una dama, que debía ser amable y delicado, como si ésta fuese una muñeca de porcelana que podía dañarse ante el menor descuido. Pero ahora que era mayor, parecía haberse olvidado de todo, como si no le apeteciera más hacer lo que era decente.
Estaba siendo un canalla, y en el fondo, él lo sabía. Tal vez por eso, tras escuchar las suplicantes palabras de Lady Pascale, decidió soltarla. El daño ya estaba hecho y desquitarse con ella no haría la diferencia. Sabía que había perdido esa oportunidad y sólo la idea de que vendrían muchas más y que se aseguraría de que nadie interfiriera, fue lo que lo impulsó a no volverse loco. Sufría, pero aun así, ¿era suficiente motivo para comportarse como un miserable, para causar daño a quien solo había intentado ayudarlo desinteresadamente? Sintió vergüenza. Ni siquiera se atrevió a volver a mirar a los ojos a su anfitriona, pues estaba seguro de que ella ahora le temería, que le aterrorizaría tanto tener a un hombre tan agresivo bajo su mismo techo que seguramente mandaría a echarlo cuanto antes de su casa, como el perro desagradecido que era.
Tristan se giró hasta quedar de cara a la pared, buscando así refugio de la horrorizada mirada de Lady Pascale. La espalda y los costados del hombre estaban surcados por más de una marca, cicatrices que le habían quedado de aquel desafortunado episodio, en el que su querida amiga Rianne, convertida en una bestia, lo había infectado con la maldición de la licantropía. Eran marcas muy desagradables, pero nunca tan horribles como la que tenía en la cara, y aunque llevaran meses cicatrizadas, no había duda de que le seguían doliendo, pues el odio y el resentimiento las habían infectado de por vida.
Sintió los ojos de Lady Pascale sobre su espalda, sobre su cuerpo maltrecho semidesnudo, y no lo soportó. Cuando alguien lo miraba así, tan fijamente, se sentía como una especie de fenómeno de circo, en especial cuando se trataba de una mujer hermosa cuya belleza contrastaba tanto con su… monstruosidad.
—Estoy muy consciente del lugar en el que me encuentro, bajo qué circunstancias, y sobre todo, que no tengo ningún derecho a pedirle esto después de lo ocurrido, pero he de pedirle que me deje solo. Lo necesito —no le gustaba considerarse un cobarde, pero sin duda lo era, y no conforme con ello, con que la había insultado y maltratado, se tomaba atrevimientos que no le correspondían, como el de disponer a su antojo de aposentos ajenos cuando allí no era más que un invitado, uno bastante ingrato. Cuando se dio cuenta de su osadía, agregó para suavizar—: Por favor.
El ilusionista consiguió lo que pedía, y en cuanto Lady Pascale salió por la puerta y ésta fue cerrada tras ella, se desplomó de nuevo sobre la cama. Más tarde, cuando se dio cuenta de que nada tenía que hacer allí y que después de lo ocurrido lo mejor que podía hacer era librar a esa pobre mujer de su incómoda presencia, asomó la nariz al pasillo e interceptó a una de las criadas para pedirle algo de ropa, a lo que ella enseguida obedeció llevándole sus propias prendas que habían sido previamente lavadas y planchadas para el momento en el que él se sintiera mejor.
Tristan se vistió y permaneció encerrado en la habitación el resto del día. Se recostó el la cama e intentó dormir pero le fue imposible, por lo que gran parte del tiempo se le fue caminando de una esquina a la otra, sentándose y poniéndose de nuevo de pie para luego volver a acostarse. Más tarde, llegada la noche, decidió por fin salir del encierro y se aventuró de nueva cuenta al pasillo, por el que justamente circulaba una de las sirvientas con una pequeña mesita donde transportaba la cena hasta el comedor. Tristan la siguió en silencio, no supo si hipnotizado por el delicioso aroma de la comida caliente que humeaba de las charolas, o si por mera curiosidad, pero pronto se encontró irrumpiendo –como parecía habérsele vuelto costumbre- en el comedor.
Lady Pascale ya se encontraba allí, sentada a la mesa, tan hermosa como antes, como si se hubiera esmerado en su arreglo personal pese a que parecía que cenaría sola. Tristan la miró y sin decir nada jaló una de las sillas y se sentó en ella. Le resultó extraño sentirse tan famélico y al mismo tiempo no tener apetito. Su estómago hacía ruidos y estaba revuelto, exigía comida, y no obstante, todo le parecía repugnante. Aún así, sabía que necesitaba comer o de lo contrario nunca lograría recuperar las fuerzas suficientes para irse cuanto antes de esa casa, así que aceptó que la sirvienta le colocara los cubiertos cuando le fue dada la indicación.
—Espero que mi presencia no le haga menos agradable sus alimentos. Creo que le debo una disculpa por haberla tratado como lo hice —se disculpó con voz suave, sobre todo porque pensaba que debía hacerlo. Adoptó un aspecto un poco avergonzado pero al mismo tiempo tuvo el insólito pensamiento de que, de algún modo, la verdad se alegraba de estar allí, de poder gozar nuevamente y después de tanto tiempo, de una cena en la compañía de alguien. Había algo en esa mujer que lo atraía como la miel a las abejas.
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Re: Mr. self-destruct | Privado
Entre dos fuerzas contrapuestas, una que devoraba y la otra que había dejado de resistirse, el nexo que las mantenía unidas finalmente se aflojó. Y como un objeto que frenaba en seco una velocidad considerable, se sintió golpear la pared con su espalda. Cerró los ojos como si fuera a dormirse durante unos segundos. Los fue abriendo paulatinamente ¿Y-Ya había pasado? ¿Estaba Liene boca arriba mirando hacia el techo de la alcoba o continuaba bajo un cuerpo pesado que le arañaba la ropa? Ninguno de los dos. Había pretendido acariciar el lomo de una alimaña de bajos instintos, y ésta le había mordido. No pudo escucharlo, así que taló su espalda con la mirada. Sólo un náufrago aferrado a la orilla hubiera podido percibir una parte de lo que sintió Pascale. Estaba algo desorientada, como si le hubiesen golpeado en la nuca. Sólo pudo percatarse de la mitad del «por favor», y entonces comprendió que su tiempo allí había acabado.
Salió sin quitarle los ojos de encima al atribulado ser. Fue cuando se escuchó el sonido de la cerradura sacándola fuera de la habitación, se dio permiso para dejar ir la respiración que allí dentro había contenido. El pecho le ardió cual brasa incandescente. ¿Qué había pasado allí adentro? Una parte de su mente bloqueó lo objetivo; se quedó únicamente con el dolor que a su cuerpo llegó y su pasiva reacción para arrullarlo. Eso fue todo. Pero sintió allí mismo una punzada en sus brazos que le hizo descender la mirada. Bajó una de las mangas y se encontró con lo obvio: Sorprendentemente notorias refulgían orgullosas las huellas de Tristan en su piel.
—Eisenberg… —llevó una de sus manos sobre la yaga, acariciándose a sí misma y, tal vez, también a él. ¿Por qué de pronto se sentía culpable?
Negó con su cabeza porque no podía perder los segundos en su persona. Él no la esperaría. La vida era una senda de sentido único. Si no iba un paso más adelante, sería dejada atrás. Así que acomodó un par de cabellos desordenados y se encaminó digna a su habitación. Su maestresala de confianza la curaría.
—Un poco más ajustado, Donatien. O podría soltarse cuando cambie de vestido —un vendaje disimulado era el primer paso. Pascale tenía que verse al espejo antes de hacer cualquier cosa. La imagen de afuera ayudaba a convencerse por dentro de que esa mujer que se reflejaba era ella, no una muñeca.
—Veremos que se adapte de tal forma que esté firme y que a la vez permita respirar a la piel —habló cordialmente antes de adoptar un patrón más solemne y preocupado— Madame, no quisiera parecer entrometido en sus asuntos, pero si nuestro invitado pudo causarle estos hematomas sujetándola, fácilmente podría… —suspiró, inseguro de la manera en que había planteando la problemática— ¿Está segura de querer continuar con esto?
—Más ajustado, Donatien —insistió uniforme. Hasta el tono fue idéntico al que usó por vez primera.
Había terminado la conversación. Los ojos de Pascale se mantenían fijos, inexorables. No había nada de lo cual retractarse. Que Tristan tomara lo que quisiera de ella, porque la viuda volvería a cobrarlo con intereses. Así interminablemente jugarían con aquel intercambio desigual hasta que uno de los dos cayera. Y cómo quería Pascale se desplomara, que se derrumbara implacable, pero en sus brazos. Para que únicamente ella se quedara con la imagen de su gloria desmoronada, perteneciéndole en el mismo instante. Debía estar preparada para ese deleitoso y fugaz episodios. Oh… no sabía cuándo volvería a experimentar una catarsis semejante. No podía embotellarlo como a sus perfumes, ni guardarlos en el baúl como las más finas ropas de sus anteriores amados. Estaba condenada a vivirlo y revivirlo. Es que no podía vivir sin poseer, pero ese no era el problema mayor; si no lo hacía mucho menos era capaz de morir. He ahí el nido de sus tormentos.
Pero era fácil ignorar el mundo interior ahogándose en los espacios edificados que lo tapaban desde afuera. Pintar el rostro para transformarlo. No vestía para lucir. Se suponía que la ropa resaltaba lo mejor de quien la usaba, pero aquello suponía que la persona que la usara quisiera darse a conocer. La dama frente a los espejos buscaba lo contrario. Había que ocultar a Liene, Iana, y a Ernestine; matarlas de ser posible.
Por eso, cuando se sentó a degustar los alimentos, fue feliz, una hija de la nobleza sin penas ni preocupaciones. Tampoco tenía pasado, y esa era la mejor parte. Eso y que su invitado de honor siguiera el aroma de la comida hasta hacerle compañía. Pudo haber ordenado que le sirvieran en el cuarto de huéspedes, pero eso sería remar en sentido contrario. Estaba apenado; eso siempre era bueno. Se decía que ningún hombre ponía más atención que cuando se sentía culpable. Pascale no estaba de acuerdo; era el único momento en que prestaba un mínimo de atención.
—¿Ha probado el faisán, Monsieur? Está tierno. Adelante. Pruébelo, por favor —lo sacó de ese estado culposo con voz aterciopelada y gentil— Ahí. Mientras aún mantiene el sabor en la boca, beba un poco de este vino. —con gracia vertió ella misma el líquido en la copa de cristal— Dicen que fue servido en la boda de una rica heredera. Eso no sería noticia si su esposo no hubiera muerto durante el primer vals. —se colmó el envase. La botella volvió a su lugar a un costado de la mesa— Ante usted el secreto del plato: el sabor de la gloria tan cerca del gusto de la muerte. Curioso, ¿no le parece?
Cruzó las manos bajo su mentón y las usó de soporte para observar al presente. Esperó hasta que degustara, pacientemente. Lo que exhibía no tenía comparación con el ímpetu que desde su alma le pedía más. Chillaba fuerte; la devoraba. Que Tristan no se enterara.
—Ahora, sobre aquel lamentable incidente, si bien sus disculpas son honorables, no debe menospreciarse a sí mismo por lo que aconteció. Gracias a Dios se lastimaron mis extremidades, mas no mis ojos de cristiana. Son éstos los que me han permitido reflexionar al respecto y comprenderlo —pestañeó lentamente y jugó con la cruz que pendía de su cuello— La respuesta a un extremo es su extremo contrario. No hay intermedios, pausas, ni menos explicaciones. Usted estuvo al borde de la muerte y yo no tuve cuidado con lo que eso significaba. Acepte el remordimiento de esta apenada mujer. Es lo menos que puedo ofrecerle.
Y mientras lo veía comer, tan acostumbrado a la buena suerte de tener algo que echarse a la boca que apenas se procesaba los sabores, la que era todas y no era ninguna agregó algo más:
—Pensar que aún no conozco su nombre. —meditó en voz alta— Está bien, no tiene que decirlo. Por ahora lo único que me atreveré a solicitarle es que no se contenga. Cuando el ayuno se sienta a la mesa, la etiqueta no está invitada.
Tantas palabras acogedoras, y cada una de ellas para que el receptor bajara la guardia y revelara una vez más es talón. Estaba segura de que existía ese descontrol; lo había visto. Si pudiera identificarlo, podría buscarlo, aislarlo, y finalmente recrearlo para llevarlo adonde quisiera. Ahí estaba la clave de su victoria. «Dale un cauce a ese río despavorido y jamás podrá dejarte. Incluso, si decide ser noble y desistir, que no impere el espanto, porque dejará de existir.» En eso creía. Eso sabía.
—O es mío o dejará de existir.
Salió sin quitarle los ojos de encima al atribulado ser. Fue cuando se escuchó el sonido de la cerradura sacándola fuera de la habitación, se dio permiso para dejar ir la respiración que allí dentro había contenido. El pecho le ardió cual brasa incandescente. ¿Qué había pasado allí adentro? Una parte de su mente bloqueó lo objetivo; se quedó únicamente con el dolor que a su cuerpo llegó y su pasiva reacción para arrullarlo. Eso fue todo. Pero sintió allí mismo una punzada en sus brazos que le hizo descender la mirada. Bajó una de las mangas y se encontró con lo obvio: Sorprendentemente notorias refulgían orgullosas las huellas de Tristan en su piel.
—Eisenberg… —llevó una de sus manos sobre la yaga, acariciándose a sí misma y, tal vez, también a él. ¿Por qué de pronto se sentía culpable?
Negó con su cabeza porque no podía perder los segundos en su persona. Él no la esperaría. La vida era una senda de sentido único. Si no iba un paso más adelante, sería dejada atrás. Así que acomodó un par de cabellos desordenados y se encaminó digna a su habitación. Su maestresala de confianza la curaría.
—Un poco más ajustado, Donatien. O podría soltarse cuando cambie de vestido —un vendaje disimulado era el primer paso. Pascale tenía que verse al espejo antes de hacer cualquier cosa. La imagen de afuera ayudaba a convencerse por dentro de que esa mujer que se reflejaba era ella, no una muñeca.
—Veremos que se adapte de tal forma que esté firme y que a la vez permita respirar a la piel —habló cordialmente antes de adoptar un patrón más solemne y preocupado— Madame, no quisiera parecer entrometido en sus asuntos, pero si nuestro invitado pudo causarle estos hematomas sujetándola, fácilmente podría… —suspiró, inseguro de la manera en que había planteando la problemática— ¿Está segura de querer continuar con esto?
—Más ajustado, Donatien —insistió uniforme. Hasta el tono fue idéntico al que usó por vez primera.
Había terminado la conversación. Los ojos de Pascale se mantenían fijos, inexorables. No había nada de lo cual retractarse. Que Tristan tomara lo que quisiera de ella, porque la viuda volvería a cobrarlo con intereses. Así interminablemente jugarían con aquel intercambio desigual hasta que uno de los dos cayera. Y cómo quería Pascale se desplomara, que se derrumbara implacable, pero en sus brazos. Para que únicamente ella se quedara con la imagen de su gloria desmoronada, perteneciéndole en el mismo instante. Debía estar preparada para ese deleitoso y fugaz episodios. Oh… no sabía cuándo volvería a experimentar una catarsis semejante. No podía embotellarlo como a sus perfumes, ni guardarlos en el baúl como las más finas ropas de sus anteriores amados. Estaba condenada a vivirlo y revivirlo. Es que no podía vivir sin poseer, pero ese no era el problema mayor; si no lo hacía mucho menos era capaz de morir. He ahí el nido de sus tormentos.
Pero era fácil ignorar el mundo interior ahogándose en los espacios edificados que lo tapaban desde afuera. Pintar el rostro para transformarlo. No vestía para lucir. Se suponía que la ropa resaltaba lo mejor de quien la usaba, pero aquello suponía que la persona que la usara quisiera darse a conocer. La dama frente a los espejos buscaba lo contrario. Había que ocultar a Liene, Iana, y a Ernestine; matarlas de ser posible.
Por eso, cuando se sentó a degustar los alimentos, fue feliz, una hija de la nobleza sin penas ni preocupaciones. Tampoco tenía pasado, y esa era la mejor parte. Eso y que su invitado de honor siguiera el aroma de la comida hasta hacerle compañía. Pudo haber ordenado que le sirvieran en el cuarto de huéspedes, pero eso sería remar en sentido contrario. Estaba apenado; eso siempre era bueno. Se decía que ningún hombre ponía más atención que cuando se sentía culpable. Pascale no estaba de acuerdo; era el único momento en que prestaba un mínimo de atención.
—¿Ha probado el faisán, Monsieur? Está tierno. Adelante. Pruébelo, por favor —lo sacó de ese estado culposo con voz aterciopelada y gentil— Ahí. Mientras aún mantiene el sabor en la boca, beba un poco de este vino. —con gracia vertió ella misma el líquido en la copa de cristal— Dicen que fue servido en la boda de una rica heredera. Eso no sería noticia si su esposo no hubiera muerto durante el primer vals. —se colmó el envase. La botella volvió a su lugar a un costado de la mesa— Ante usted el secreto del plato: el sabor de la gloria tan cerca del gusto de la muerte. Curioso, ¿no le parece?
Cruzó las manos bajo su mentón y las usó de soporte para observar al presente. Esperó hasta que degustara, pacientemente. Lo que exhibía no tenía comparación con el ímpetu que desde su alma le pedía más. Chillaba fuerte; la devoraba. Que Tristan no se enterara.
—Ahora, sobre aquel lamentable incidente, si bien sus disculpas son honorables, no debe menospreciarse a sí mismo por lo que aconteció. Gracias a Dios se lastimaron mis extremidades, mas no mis ojos de cristiana. Son éstos los que me han permitido reflexionar al respecto y comprenderlo —pestañeó lentamente y jugó con la cruz que pendía de su cuello— La respuesta a un extremo es su extremo contrario. No hay intermedios, pausas, ni menos explicaciones. Usted estuvo al borde de la muerte y yo no tuve cuidado con lo que eso significaba. Acepte el remordimiento de esta apenada mujer. Es lo menos que puedo ofrecerle.
Y mientras lo veía comer, tan acostumbrado a la buena suerte de tener algo que echarse a la boca que apenas se procesaba los sabores, la que era todas y no era ninguna agregó algo más:
—Pensar que aún no conozco su nombre. —meditó en voz alta— Está bien, no tiene que decirlo. Por ahora lo único que me atreveré a solicitarle es que no se contenga. Cuando el ayuno se sienta a la mesa, la etiqueta no está invitada.
Tantas palabras acogedoras, y cada una de ellas para que el receptor bajara la guardia y revelara una vez más es talón. Estaba segura de que existía ese descontrol; lo había visto. Si pudiera identificarlo, podría buscarlo, aislarlo, y finalmente recrearlo para llevarlo adonde quisiera. Ahí estaba la clave de su victoria. «Dale un cauce a ese río despavorido y jamás podrá dejarte. Incluso, si decide ser noble y desistir, que no impere el espanto, porque dejará de existir.» En eso creía. Eso sabía.
—O es mío o dejará de existir.
Pascale Osmont d'Amilly- Humano Clase Alta
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