Mon Premier Jour à Notre-Dame [Mara]

Carolanne Laforet había despertado a tempranas horas de la madrugada al joven Maicol, quien entusiasmado saltó de la cama incluso antes de abrir sus ojos completamente.

-¡¿Ya es hora?! -exclamó el joven con lagañas en los ojos y enormes ojeras debido al desvelo de la noche anterior. Se preguntarán cuál es la razón de que a un joven de su edad, esté tan animado, cuando lo despiertan un día domingo a las cinco de la mañana, cuando las ultimas estrellas aún brillan y en el firmamento. Pues el motivo de su alegría era que por primera vez conocería la famosa Notre Dame, la catedral más conocida en todo el mundo y que el pequeño nunca había tenido la oportunidad de frecuentar a pesar de que estuviera en su mismo país. Pues la razón era sencilla, para llegar a ella era necesario ir a Isla de la Cité, y nunca tuvo oportunidad de llegar hasta un lugar como ese cuando vivía en la calle solo con su madre. Sin embargo, ahora que era criado por la clase alta podía ir a ese lugar sin mayor dificultad. No dudó ni un segundo en pedírselo a Carolanne apenas ésta se lo insinuó.

El pequeño vagabundo buscó en el armario su traje negro y dejó de lado la camisa que le había dejado Carolanne, ya que le incomodaba abrochar esos complicados botones, por lo que cogió una fina polera blanca que le acomodaba un poco más, se puso sus pantalones de tela y zapatos negros, sin olvidar su preciado crucifijo.

Spoiler:

Ahora solo debía subir al coche que los llevaría hasta la Catedral de Notre-Dame. El viaje se hizo doblemente largo al sentir tanta ansiedad por llegar, cayendo en el aburrimiento, apoyando su rostro a la ventana del coche contemplando el sol que se asomaba en el horizonte al alba de esa mañana de domingo, pero la emoción que sintió al ver la famosa Cathedrale Notre-Dame lo hizo levantar el rostro y quedar boquiabierto con tamaña obra. Sabía que era grande, pero nunca se imaginó aquel lugar ni en sus más felices sueños. Aquella Catedral, de estilo gótico, era una de las más antiguas de Francia.

Bajó del carruaje con los ojos vidriosos, maravillado por lo que su mirada contemplaba; Una obra maestra de la arquitectura medieval francesa con sus dos torres cuadrangulares inmensas que parecían atravesar las nubes en el cielo, y esos llamativos rosetones, además de las famosas gárgolas que parecían salir de la catedral como si tuvieran vida propia. La multitud se aglomeraba en la entrada para no llegar tarde a la misa que se llevaría a cabo esa mañana.

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Maicol pidió la autorización de la señorita Carolanne para ausentarse unos momentos y recorrer el exterior de la Catedral por su cuenta, habían llegado temprano por lo que le sobraba tiempo para poder recorrer las orillas del río Sena antes de entrar a ese santuario de la gloria y majestad, la casa del señor. La joven Laforet se apiadó del muchacho y le dio la oportunidad de que recorriera el lugar, sin alejarse mucho ni llegar tarde a la misa o el castigo sería muy severo. El pequeño asintió y corrió hasta las orillas del río para contemplarlo un momento antes de entrar a la catedral. Sin embargo le llamó la atención una joven y hermosa peligrosa, de cabellera larga y ondulada, que al igual que él contemplaba ese hermoso paisaje. Se sentó sobre el césped junto a la mujer y contempló a mejor distancia sus ojos azules y grisáceos, los cuales contrastaban con su pálida piel.

-¿Es lindo, no? -preguntó el joven alzando la vista al río-. Es mi primera vez en Notre Dame -informó alegre y sereno-. ¿Usted viene muy a menudo? -preguntó ladeando su cabeza y perdiéndose en los hermosos ojos de su acompañante con una cálida sonrisa.

Cuando mi padre se reunía con sus amigos hasta altas horas de la madrugada era incapaz de conciliar el sueño. Los gritos, los golpes y los sollozos de mi madre eran algo habitual cuando el regresaba, y con solo pensarlo se me ponía la piel de gallina. Aquella noche del sábado al domingo fue precisamente lo que sucedió. Una maldita reunión de trabajo que se convirtió en cena y mas tarde en reunión de amigos, sembró de nuevo el pánico en nuestra familia. Mi padre llegó borracho... y no creo que sea necesario narrar lo que sucedió después. En aquella ocasión mi hermana pequeña se refugió en mi alcoba y juntas permanecimos las horas hasta el alba leyendo y cantando en voz baja las nanas que nuestra ama de cria nos enseñó cuando vivíamos en Orleans.

Ese era el motivo de mi mal aspecto el domingo nada más salir el sol. Claudine, la joven que me ayudaba en mis tareas más cotidianas, trató de disimular mis ojeras, aunque sinceramente, a mi me era indiferente que lo consiguiese o no.


Apenas tomé algo de desayuno. La voz de mi madre, tratando de aparentar normalidad, me mataba por dentro. No me hacía falta mirarla para saber que seguramente presentaba algun morado en el rostro. Asqueada con aquel infierno, dejé la comida intacta en el plato sin importarme los ruegos de Claudine por que comiese algo más.

Hacia un día perfecto. No se veían casi nubes en el cielo azul y el sol brillaba con fuerza. Ni eso logró sacarme una sonrisa. Solo esbocé una ligera mueca y una pequeña reverencia, cuando vi salir a mi padre del despacho. Me apretó el hombro con total indiferencia y no me importó. Aquello era mejor que sus continuos golpes.

Vestida con los mejores ropajes que tenía, acompañé a mis padres y a mi hermana a Notre Dame, uno de los pocos sitios de París que conocía a la perfección. No hablé durante el viaje. Mantuve la vista fija en el paisaje mientras mi padre hablaba de asuntos del trabajo que, por supuesto, a ninguna de nosotras interesaba.

-Por cierto, Marita-oí como se dirigía a mi.- El jueves por la noche he invitado a casa a los Lafayette. Su hijo Louis va a entrar en la universidad y estoy convencido de que te gustará entablar amistad con él.

-Como gustes, padre-dije, tratando de ocultar el malestar que me producía que él me llamase así.

Cuando por fín llegamos a la Catedral todo mi mal humor se disipó como un mal sueño. Aquel lugar conseguía liberarme de todos los problemas. Entusiasmada me separé un poco del grupo, pues aún quedaba un poco para el inicio de la misa. Tomé asiento en las inmediaciones y dejé volar mi imaginación. Fue en ese momento cuando una voz masculina me sorprendió. Le miré de reojo y fruncí el ceño. No era habitual, y ni mucho menos educado, que un hombre se dirigiese a mí con tanta soltura. La estricta educación que había recibido me hizo ignorarle durante unos instantes. Sin embargo, más tarde, opté por no ser descortés y contestarle.

-Es un sitio precioso, acudo aquí cada domingo junto a mi familia.

Le miré pero no me fijé en sus facciones. Me habían enseñado que a un desconocido jamás se le mirá directamente a los ojos.

-Entonces supongo que estará impresionado con la Catedral. Al menos eso fue lo que me sucedió a mi cuando la vi por primera vez.