AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La canción del mar || Privado
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La canción del mar || Privado
“Mírame aquí, pequeña, miserable, todo dolor me vence, todo sueño;
Mar, dame, dame el inefable empeño de tornarme soberbia, inalcanzable.”
Alfonsina Storni
Mar, dame, dame el inefable empeño de tornarme soberbia, inalcanzable.”
Alfonsina Storni
El Sol, ya sólo era una delgada y brillante línea en el más lejano horizonte. El mar se erigía con toda su bravura frente a las playas de arena suave, entre los acantilados de Étretat, la pequeña localidad de Normandía. El espectáculo de caracoles de colores y estrellas adheridas al suelo era digno de ser captado en una pintura. Y eso fue lo que entendió Mathilde, que sentada en una silla blanca, trazaba en el lienzo apoyado en un atril, diversas formas que aún no parecían concretas. El ocaso la había sorprendido, se había tomado demasiado tiempo en captar los colores y los objetos, los aromas y los sonidos. Con un carboncillo dibujaba el instante que había deseado atesorar, la luminosidad justa, las sombras proyectándose de una manera que le pareciera armónica. Era para las pocas cosas que disfrutaba su habilidad, la sensibilidad de sus sentidos para su arte. La oscuridad no sería un problema. Una partícula de sudor le abrillantaba la frente, se mordía el labio inferior mientras delineaba la última de las olas que deseaba imprimir en su pintura. Cuando hubo terminado, con un pañuelo que sacó de su puño, se secó el rostro. Se inclinó sobre el costado izquierdo, y tomó el maletín que contenía pinceles. Estudió todos y cada uno, intercalando la mirada entre ellos y el dibujo, a pesar de conocer de memoria los tamaños y grosores. Sacó uno más fino, luego otro un poco más grueso, y con el mismo delicado criterio, seleccionó tres más. Con la parsimonia que la caracterizaba, apoyó a los elegidos en el regazo, cerró con cuidado el maletín y lo devolvió al sitio del que lo había sacado.
Dejó los pinceles en el atril, ésta vez recogió del costado derecho el maletín que contenía los óleos. Buscó colores, todo tipo de colores, que tras un rastro de sonrisa, se decidió a mezclar en una paleta. ¿Por dónde comenzar? ¿La gran superficie o los pequeños detalles? Alzó la vista y el anaranjado y azul del cielo la decidió. Observó algunas estrellas que ya brillaban en su sitio, a pesar de que la noche aún no hacía acto de presencia en su totalidad. Siempre le había gustado el atardecer, el instante previo en que la oscuridad vencía la luz, una analogía casi perfecta de sus días de soledad y animadversión hacia su existencia y su naturaleza monstruosa. Su alma pedía a gritos un fin para su tormento, pero jamás llegaba, a pesar de las enfermedades a las que su cuerpo era sometido, a los tratamientos médicos, al auto flagelo, a la fiereza de sus pensamientos que llamaban a la desgracia. Nada ocurría, seguía en pie, extrañando a su madre adoptiva, sufriendo por no complacer a su padre adoptivo. Pero todos los demonios eran calcinados y el viento se llevaba sus cenizas, cuando desplegaba su arte, cuando sacaba a relucir el brillo que le confería su don. Se sentía distinta, nueva, totalmente ajena a las calamidades. Hasta su mirada estaba cubierta de destellos entusiastas, que en nada se parecían a la penosa que la acompañaba cotidianamente.
Mathilde inhaló una bocanada del aire salobre, y con un hábil movimiento de su mano derecha, mezcló diversas tonalidades de azul hasta obtener el deseado, y el pincel más grueso besó el lienzo y le transmitió su color. Conforme pasaban los segundos, la cambiante torcía la muñeca para reforzar la forma de una ola, se puso de pie, rodeó el atril. Pensó, alzó la vista para volver a memorizar la tonalidad del agua, regresó a la pintura, se inmiscuyó en ella. Su mente sólo retenía lo que deseaba plasmar, nada más, ningún otro pensamiento aparecía. Su delicado tocado ya no tenía la prolijidad de horas atrás, algunos cabellos sobresalían, los dedos de aquel blanco lechoso, estaban teñidos de mar, de arte. Algunas gotas de pintura se adherían a su elegante atuendo verde esmeralda. Entre los dedos de los pies, pues se había quitado los chapines y las medias, en un arrojo de rebeldía totalmente impropio en ella, la arena se acumulaba con cada paso, y a pesar de que la temperatura era baja, conservaba una tibieza indescriptible. La joven comenzó a sentirse parte de la naturaleza, el oleaje rompía haciéndole llegar una música armónica y, a su vez, desesperada. Un ruego. “Tómame. Ven” parecía que la llamaran. Mathilde apoyó los elementos en la silla, le echó un último vistazo al lienzo, y con una expresión de completa paz, caminó. Cruzó la playa y sonrió cuando el agua helada le acarició los pies. La luna la sorprendió, ya no había luz. Estiró un brazo, deseando alcanzarla, y en aquel afán, se adentró en las profundidades de la marea. Sintió cómo las prensas que le sostenía el cabello se desprendían lentamente, liberando sus hebras rubias. Pero allí nada era como lo había imaginado, el mar no cantaba su canción. Una presión en la garganta y en el pecho surgió con dolor, acompañando un único pensamiento: no sabía nadar.
Dejó los pinceles en el atril, ésta vez recogió del costado derecho el maletín que contenía los óleos. Buscó colores, todo tipo de colores, que tras un rastro de sonrisa, se decidió a mezclar en una paleta. ¿Por dónde comenzar? ¿La gran superficie o los pequeños detalles? Alzó la vista y el anaranjado y azul del cielo la decidió. Observó algunas estrellas que ya brillaban en su sitio, a pesar de que la noche aún no hacía acto de presencia en su totalidad. Siempre le había gustado el atardecer, el instante previo en que la oscuridad vencía la luz, una analogía casi perfecta de sus días de soledad y animadversión hacia su existencia y su naturaleza monstruosa. Su alma pedía a gritos un fin para su tormento, pero jamás llegaba, a pesar de las enfermedades a las que su cuerpo era sometido, a los tratamientos médicos, al auto flagelo, a la fiereza de sus pensamientos que llamaban a la desgracia. Nada ocurría, seguía en pie, extrañando a su madre adoptiva, sufriendo por no complacer a su padre adoptivo. Pero todos los demonios eran calcinados y el viento se llevaba sus cenizas, cuando desplegaba su arte, cuando sacaba a relucir el brillo que le confería su don. Se sentía distinta, nueva, totalmente ajena a las calamidades. Hasta su mirada estaba cubierta de destellos entusiastas, que en nada se parecían a la penosa que la acompañaba cotidianamente.
Mathilde inhaló una bocanada del aire salobre, y con un hábil movimiento de su mano derecha, mezcló diversas tonalidades de azul hasta obtener el deseado, y el pincel más grueso besó el lienzo y le transmitió su color. Conforme pasaban los segundos, la cambiante torcía la muñeca para reforzar la forma de una ola, se puso de pie, rodeó el atril. Pensó, alzó la vista para volver a memorizar la tonalidad del agua, regresó a la pintura, se inmiscuyó en ella. Su mente sólo retenía lo que deseaba plasmar, nada más, ningún otro pensamiento aparecía. Su delicado tocado ya no tenía la prolijidad de horas atrás, algunos cabellos sobresalían, los dedos de aquel blanco lechoso, estaban teñidos de mar, de arte. Algunas gotas de pintura se adherían a su elegante atuendo verde esmeralda. Entre los dedos de los pies, pues se había quitado los chapines y las medias, en un arrojo de rebeldía totalmente impropio en ella, la arena se acumulaba con cada paso, y a pesar de que la temperatura era baja, conservaba una tibieza indescriptible. La joven comenzó a sentirse parte de la naturaleza, el oleaje rompía haciéndole llegar una música armónica y, a su vez, desesperada. Un ruego. “Tómame. Ven” parecía que la llamaran. Mathilde apoyó los elementos en la silla, le echó un último vistazo al lienzo, y con una expresión de completa paz, caminó. Cruzó la playa y sonrió cuando el agua helada le acarició los pies. La luna la sorprendió, ya no había luz. Estiró un brazo, deseando alcanzarla, y en aquel afán, se adentró en las profundidades de la marea. Sintió cómo las prensas que le sostenía el cabello se desprendían lentamente, liberando sus hebras rubias. Pero allí nada era como lo había imaginado, el mar no cantaba su canción. Una presión en la garganta y en el pecho surgió con dolor, acompañando un único pensamiento: no sabía nadar.
Última edición por Mathilde Höffer el Mar Ene 14, 2014 9:22 pm, editado 1 vez
Mathilde Höffer- Cambiante Clase Alta
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Re: La canción del mar || Privado
El sonido metálico y fuerte de las campanas de la iglesia del pueblo ocasionó que abriera los ojos de golpe, sobresaltada. El sueño había resultado tan vivido que por un segundo pensó que en realidad se había transportado a su amada Toledo. Pero el aroma de la estancia, así como las figuras que cobraban forma frente a ella, no le resultaban tan familiares. Cubrió sus ojos con la mano durante un segundo. Ansiaba regresar, tanto a Toledo como a París. Con cada día que pasaba más se cuestionaba el haber realizado aquel viaje, por corto que fuera. No había dejado a Clara en las mejores condiciones y le angustiaba la posibilidad de encontrarle muerta al regresar. No, ella debía esperarle, le había prometido hacia un par de años estar presente para el último adiós. Una sonrisa cruzó por el pálido rostro ¿podía un condenado ponerse paranoico? Evidentemente sí. Se levantó y con parsimonia abrió las pesadas cortinas que la separan de la mortal luz diurna. Había anochecido hacia tan solo algunos minutos pero gracias a la temporada el cielo se encontraba completamente oscuro y despejado. De acuerdo con su itinerario contaba aún con cuatro días para recorrer los alrededores pero decidió, en ese momento mientras observaba la luna, que era hora de regresar. Con un movimiento fluido y rápido convocó por medio de una campanilla de oro a una de las jóvenes que conformaban el séquito de sirvientes de la casa que había rentado. Como siempre todo era perfecto: la estructura del lugar, los colores, el personal, el mobiliario. Debía recordar comprarle un obsequio a Melissa por tan prolija labor.
– Que alisten el carruaje, parto esta noche – ordenó tan pronto como el juvenil rostro hizo su aparición en la habitación – Pero Madame ¿esta noche? – – Si, esta noche ¿ocurre algo? – por supuesto que algo ocurría, no era necesario preguntar después de ver la expresión temerosa de la joven – Disculpe Madame, pero nos habían informado que partiría en unos días por lo que Johan se tomó el atrevimiento de visitar a algunos familiares en un pueblo vecino, puesto que… – con un gesto de su mano la vampiresa silenció la innecesaria explicación. Le irritaba aquel contratiempo, después de todo suponía que su cochero debería estar presto para acudir a su llamado. – Manda a por él entonces, partiremos mañana al anochecer – .
______________________
Eran escasas las almas que deambulaban a esa hora por la playa y el viento helado que empezaba a levantarse no daba tregua a los valientes que se aventuraban a una caminata nocturna por la orilla del mar. Las olas rompían cada vez con más fuerza, impulsada y espoleadas por la brisa, produciendo un sonido que resultaba embriagador y aterrador al mismo tiempo. Pasaron muchos años de su vida como inmortal antes de que pudiese observar el mar por primera vez y aún ahora, más de seis siglos después, continuaba sobrecogiéndose ante su belleza y poder. Las largas enaguas del vestido color burdeos se agitaban y movían con el viento, y contra el mismo, con cada paso que la vampiresa daba. Resultaba engorroso caminar por la arena con aquellos taconcillos pero no le encontraba mucho sentido tampoco al hecho de tener que detener su avance solo por esa pequeñez. Una caminata era la mejor manera para entretenerse y pasar la noche ahora que sus planes se habían frustrado. No se había alimentado, la sed no era tan intensa aún como para tener que calmarla a tan temprana hora, aunque sabía que tenía que satisfacerse para poder soportar sin contratiempos el viaje de regreso a París.
Tenía que admitir que la vista era hermosa en aquel lugar. La arena se extendía frente a sí hasta el punto en que los acantilados cortaban el horizonte de manera abrupta. Pero, a lo lejos, una figura inusual chocaba contra el resto del paisaje. Gracias a sus aumentados sentidos pudo notar que se trataba de un atril y un lienzo. Sin embargo resultaba extraño que a primera vista no se pudiera hallar al dueño de tales artefactos. Curiosa observó la playa en derredor mientras se acercaba al lugar. Fue entonces cuando un sonido poco natural llamó su atención desde las oscuras aguas. Si, allí estaba. Una mano se alzaba por sobre las olas en frenético movimiento mientras los mechones de un cabello rubio y largo se perdían bajo una de las olas. Detuvo su andar mientras observaba indecisa la escena y pensaba en sus alternativas: podría continuar con su caminata y permitir que el destino se hiciere cargo de aquella mortal (pues para ese momento no albergaba duda de que se trataba de una mujer), o podría intervenir y dar un giro a los acontecimientos de una noche aburrida y monótona. La respuesta no se hizo esperar. Jamás escogería la normalidad ante la posibilidad de un nuevo suceso.
Decidida corrió hacia el agua y con los movimientos poderosos y rápidos de su especie alcanzó, casi sin esfuerzo, aquel ser. Pasó un brazo bajo el torso, asegurándose de mantener la cabeza fuera del agua, mientras le halaba hacia la seguridad de la playa donde la depositó, finalmente, con suavidad. Una sonrisa de triunfo se instaló en los labios de la vampiresa al arrodillarse junto al cuerpo. Definitivamente no se había equivocado pues, frente a ella, no se encontraba una simple humana. Bastaba con otear levemente el aire para percibir el aroma ligeramente animalesco que emanaba de la joven rescatada – Espero se haya tratado de un infortunado accidente, Mademoiselle, pues odiaría pensar que tiene usted tan mal criterio como para decidir tomar un baño nocturno con tal oleaje –
– Que alisten el carruaje, parto esta noche – ordenó tan pronto como el juvenil rostro hizo su aparición en la habitación – Pero Madame ¿esta noche? – – Si, esta noche ¿ocurre algo? – por supuesto que algo ocurría, no era necesario preguntar después de ver la expresión temerosa de la joven – Disculpe Madame, pero nos habían informado que partiría en unos días por lo que Johan se tomó el atrevimiento de visitar a algunos familiares en un pueblo vecino, puesto que… – con un gesto de su mano la vampiresa silenció la innecesaria explicación. Le irritaba aquel contratiempo, después de todo suponía que su cochero debería estar presto para acudir a su llamado. – Manda a por él entonces, partiremos mañana al anochecer – .
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Eran escasas las almas que deambulaban a esa hora por la playa y el viento helado que empezaba a levantarse no daba tregua a los valientes que se aventuraban a una caminata nocturna por la orilla del mar. Las olas rompían cada vez con más fuerza, impulsada y espoleadas por la brisa, produciendo un sonido que resultaba embriagador y aterrador al mismo tiempo. Pasaron muchos años de su vida como inmortal antes de que pudiese observar el mar por primera vez y aún ahora, más de seis siglos después, continuaba sobrecogiéndose ante su belleza y poder. Las largas enaguas del vestido color burdeos se agitaban y movían con el viento, y contra el mismo, con cada paso que la vampiresa daba. Resultaba engorroso caminar por la arena con aquellos taconcillos pero no le encontraba mucho sentido tampoco al hecho de tener que detener su avance solo por esa pequeñez. Una caminata era la mejor manera para entretenerse y pasar la noche ahora que sus planes se habían frustrado. No se había alimentado, la sed no era tan intensa aún como para tener que calmarla a tan temprana hora, aunque sabía que tenía que satisfacerse para poder soportar sin contratiempos el viaje de regreso a París.
Tenía que admitir que la vista era hermosa en aquel lugar. La arena se extendía frente a sí hasta el punto en que los acantilados cortaban el horizonte de manera abrupta. Pero, a lo lejos, una figura inusual chocaba contra el resto del paisaje. Gracias a sus aumentados sentidos pudo notar que se trataba de un atril y un lienzo. Sin embargo resultaba extraño que a primera vista no se pudiera hallar al dueño de tales artefactos. Curiosa observó la playa en derredor mientras se acercaba al lugar. Fue entonces cuando un sonido poco natural llamó su atención desde las oscuras aguas. Si, allí estaba. Una mano se alzaba por sobre las olas en frenético movimiento mientras los mechones de un cabello rubio y largo se perdían bajo una de las olas. Detuvo su andar mientras observaba indecisa la escena y pensaba en sus alternativas: podría continuar con su caminata y permitir que el destino se hiciere cargo de aquella mortal (pues para ese momento no albergaba duda de que se trataba de una mujer), o podría intervenir y dar un giro a los acontecimientos de una noche aburrida y monótona. La respuesta no se hizo esperar. Jamás escogería la normalidad ante la posibilidad de un nuevo suceso.
Decidida corrió hacia el agua y con los movimientos poderosos y rápidos de su especie alcanzó, casi sin esfuerzo, aquel ser. Pasó un brazo bajo el torso, asegurándose de mantener la cabeza fuera del agua, mientras le halaba hacia la seguridad de la playa donde la depositó, finalmente, con suavidad. Una sonrisa de triunfo se instaló en los labios de la vampiresa al arrodillarse junto al cuerpo. Definitivamente no se había equivocado pues, frente a ella, no se encontraba una simple humana. Bastaba con otear levemente el aire para percibir el aroma ligeramente animalesco que emanaba de la joven rescatada – Espero se haya tratado de un infortunado accidente, Mademoiselle, pues odiaría pensar que tiene usted tan mal criterio como para decidir tomar un baño nocturno con tal oleaje –
Daphne Landry- Vampiro Clase Alta
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Re: La canción del mar || Privado
La desesperación dio paso a la resignación. Las bestias que vivían dentro de Mathilde rugían y reclamaban una bocanada de aire, la impulsaban hacia el exterior, pero una fuerza más poderosa contra la que no podían luchar, volvía a hundirla. La naturaleza estaba empecinada en ahogarla en sus propios suplicios. Tantas veces deseando el momento, que estaba pronto a llegar, sin embargo, algo le impedía entregarse a él. Se le comenzaron a adormecer los músculos y ya se estaba acostumbrando al gusto salobre del agua, que le penetraba incesante por la boca y le obstaculizaba las vías respiratorias. El letargo inició con lentitud, ya nada podía hacerse contra un destino sellado. Todos y cada uno de los animales abandonaron la guerra, no se resistieron más. Apretó los ojos, millones de puntitos de colores aparecieron, pero se fueron tiñendo de la más profunda oscuridad, desaparecieron uno a uno. Se sintió flotar, como cada miembro de su cuerpo perdía peso y se extendía más y más… Mathilde se imaginó extensa, muy extensa… Larga, infinita, sin principio ni fin. La calma se había apoderado de aquella trifulca constante que se había empecinado en habitar en su interior desde que era pequeña, desde su primer visto de razón. No sintió dicha ni felicidad, simplemente, una honda tranquilidad que sólo da la culminación de los males, el fin de un capítulo. Y de pronto, algo la impulsó hacia el exterior.
Sus sentidos empezaron a agudizarse nuevamente, cuando un absceso de tos le embargó el pecho. Se apoyó sobre los codos, tiró la cabeza hacia un costado y vomitó agua. El dolor agudo que le atenazaba la garganta se mezclaba con el salado gusto del fluido marítimo. Estaba agitada y el cansancio iba esparciéndose con asombrosa rapidez. Cayó hacia atrás, y la voz femenina de una presencia de la cual no se había percatado, le llegó lejana, como si le estuviese hablando a cientos de kilómetros de distancia. Las sienes le palpitaban sonoramente, era consciente de la sensación de la muerte aún pensándole sobre los hombros, besándola con sabia inteligencia, tomándola con suave sensualidad. Habían danzado bajo las heladas olas, a la luz de la luna, y la cambiante se había entregado al placer oscuro que le había ofrecido. Su alma había copulado, pero el éxtasis nunca llegó. Quiso morir de nuevo. Elevó un brazo y apoyó el dorso en la frente, apretó los párpados y una ventisca le erizó cada bello de su cuerpo. No fue el frío, sino, el darse cuenta de que no estaba sola, y que su compañera y su salvadora, no era un ángel enviado por Dios para recordarle que aún tenía una misión, sino, un demonio que le instaba a evocar que vivía en un infierno constante y que no se libraría de él con tanta facilidad. Lamentó que llegase tan pronto, unos minutos más y Mathilde se hubiera convertido en una caracola más. Su querido padre sufriría, pero pronto encontraría dónde ahogar las penas y dónde recuperar la familia perdida. Él merecía algo mejor que una hija rota.
—Debo agradecerle por poner su criterio a mi disposición —respondió en un susurro y jamás imaginó que le produciría tanto dolor hablar. Alejó el brazo lentamente para volver a apoyarlo en la arena. Abrió los ojos con inusitada lentitud, se relamió los labios que comenzaban a abandonar el color morado y dejó que las bestias se desperezaran, como si estuvieran despertando de un largo sueño. Las odió por haberla obligado a batallar, si ellas no se hubieran opuesto, todo habría sido más rápido. Giró la cabeza para observar a la dama, su cabellera negra como la noche chorreaba como una catarata, sus pupilas refulgían como hogueras y creyó que nunca había visto una mujer más hermosa que ella. La humedad le arrancaba destellos a su piel pálida y acentuaba la espesura de sus pestañas. Sus dientes eran blancos como la harina y brillaban como relámpagos que anticipaban la tempestad.
—Le agradezco se haya tomado la molestia de rescatarme, ha arruinado su atuendo —dijo más recuperada. Su naturaleza iba curando cada dolencia y pudo sentarse lentamente. La puntada en el pecho persistía, aunque ya no con tanta intensidad— Mathilde —extendió su mano, y al notar que la arena se había pegado a ésta, se apresuró a retirarla y sacudirla en su falda maltrecha. De pronto, recordó que sus posesiones habían quedado allí, y volteó bruscamente en busca de éstas. Un calor la recorrió desde la base del cráneo, pasó por el cuello, las cervicales y finalizó en los omóplatos. Aún había partes de su cuerpo que no se recuperaban. Respiró profundo y volvió a observar a la mujer, emanaba aquella extraña energía que sólo una especie de ser sobre la tierra era capaz de emitir. Los felinos se pusieron en advertencia, notó la manera en que a estos se les crispaban los pelos del lomo, cómo corcoveaban sus colas y mostraban sus colmillos. Podía imaginarlos caminar en círculos, rodeando a su presa, analizándola y buscando el momento indicado para atragantarse con la sangre de su yugular. Mathilde sabía que no tenían la mínima posibilidad ante un adversario como ella, y amainó sus ánimos con todo el auto control posible. Sería grosero atacar a quien acababa de salvarla, y la sangre le provocaba náuseas. —Disculpe, por un momento recordé que había dejado mis pertenencias —volvió a extender su mano, ya con la tranquilidad de que no se encontraba sucia y de que su atril y sus pinturas permanecían en el mismo sitio— Mathilde Höffer —si había algo que su madre le había enseñado, era que la educación debía prevalecer hasta en la situación más terrible.
Sus sentidos empezaron a agudizarse nuevamente, cuando un absceso de tos le embargó el pecho. Se apoyó sobre los codos, tiró la cabeza hacia un costado y vomitó agua. El dolor agudo que le atenazaba la garganta se mezclaba con el salado gusto del fluido marítimo. Estaba agitada y el cansancio iba esparciéndose con asombrosa rapidez. Cayó hacia atrás, y la voz femenina de una presencia de la cual no se había percatado, le llegó lejana, como si le estuviese hablando a cientos de kilómetros de distancia. Las sienes le palpitaban sonoramente, era consciente de la sensación de la muerte aún pensándole sobre los hombros, besándola con sabia inteligencia, tomándola con suave sensualidad. Habían danzado bajo las heladas olas, a la luz de la luna, y la cambiante se había entregado al placer oscuro que le había ofrecido. Su alma había copulado, pero el éxtasis nunca llegó. Quiso morir de nuevo. Elevó un brazo y apoyó el dorso en la frente, apretó los párpados y una ventisca le erizó cada bello de su cuerpo. No fue el frío, sino, el darse cuenta de que no estaba sola, y que su compañera y su salvadora, no era un ángel enviado por Dios para recordarle que aún tenía una misión, sino, un demonio que le instaba a evocar que vivía en un infierno constante y que no se libraría de él con tanta facilidad. Lamentó que llegase tan pronto, unos minutos más y Mathilde se hubiera convertido en una caracola más. Su querido padre sufriría, pero pronto encontraría dónde ahogar las penas y dónde recuperar la familia perdida. Él merecía algo mejor que una hija rota.
—Debo agradecerle por poner su criterio a mi disposición —respondió en un susurro y jamás imaginó que le produciría tanto dolor hablar. Alejó el brazo lentamente para volver a apoyarlo en la arena. Abrió los ojos con inusitada lentitud, se relamió los labios que comenzaban a abandonar el color morado y dejó que las bestias se desperezaran, como si estuvieran despertando de un largo sueño. Las odió por haberla obligado a batallar, si ellas no se hubieran opuesto, todo habría sido más rápido. Giró la cabeza para observar a la dama, su cabellera negra como la noche chorreaba como una catarata, sus pupilas refulgían como hogueras y creyó que nunca había visto una mujer más hermosa que ella. La humedad le arrancaba destellos a su piel pálida y acentuaba la espesura de sus pestañas. Sus dientes eran blancos como la harina y brillaban como relámpagos que anticipaban la tempestad.
—Le agradezco se haya tomado la molestia de rescatarme, ha arruinado su atuendo —dijo más recuperada. Su naturaleza iba curando cada dolencia y pudo sentarse lentamente. La puntada en el pecho persistía, aunque ya no con tanta intensidad— Mathilde —extendió su mano, y al notar que la arena se había pegado a ésta, se apresuró a retirarla y sacudirla en su falda maltrecha. De pronto, recordó que sus posesiones habían quedado allí, y volteó bruscamente en busca de éstas. Un calor la recorrió desde la base del cráneo, pasó por el cuello, las cervicales y finalizó en los omóplatos. Aún había partes de su cuerpo que no se recuperaban. Respiró profundo y volvió a observar a la mujer, emanaba aquella extraña energía que sólo una especie de ser sobre la tierra era capaz de emitir. Los felinos se pusieron en advertencia, notó la manera en que a estos se les crispaban los pelos del lomo, cómo corcoveaban sus colas y mostraban sus colmillos. Podía imaginarlos caminar en círculos, rodeando a su presa, analizándola y buscando el momento indicado para atragantarse con la sangre de su yugular. Mathilde sabía que no tenían la mínima posibilidad ante un adversario como ella, y amainó sus ánimos con todo el auto control posible. Sería grosero atacar a quien acababa de salvarla, y la sangre le provocaba náuseas. —Disculpe, por un momento recordé que había dejado mis pertenencias —volvió a extender su mano, ya con la tranquilidad de que no se encontraba sucia y de que su atril y sus pinturas permanecían en el mismo sitio— Mathilde Höffer —si había algo que su madre le había enseñado, era que la educación debía prevalecer hasta en la situación más terrible.
Mathilde Höffer- Cambiante Clase Alta
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Re: La canción del mar || Privado
Arrodillada sobre la fría arena la vampiresa esperó a que la joven arrojara fuera de su sistema toda el agua salda que había ingerido durante el episodio. Sus ropajes mojados se le pegaban al cuerpo y su cabello se encontraba en ese momento más allá de cualquier arreglo. Afortunadamente en ese momento su atención se centraba en algo más que en su apariencia. La chica, por su parte, se dejó caer de espaldas evidentemente agotada por el esfuerzo. Aprovechó que la otra tenía sus ojos cerrados para observarle sin miramientos. Era muy hermosa y, hasta donde las apariencias le permitían vislumbrar, era también muy joven. El delgado cuerpo era perfectamente visible bajo las ropas húmedas que pronto incrementarían el frío que la brisa marina traía hasta ellas. El único aditamento que le faltaba a la joven eran sus zapatos. La luz de la luna era más que suficiente para los ojos inmortales y suponía que también lo sería para su acompañante dado que había estado pintando, al parecer sin problemas, hasta tan altas horas de la noche. Mientras complacía sus ojos una pregunta bullía en la mente de Daphne: ¿había sido un accidente? Si fuera así se trataría de un acontecimiento bastante curioso pues ningún humano en su sano juicio intentaría realizar un baño nocturno en tan traicioneras aguas y, demás, con toda la ropa aún puesta. Aquella joven no era humana, por supuesto, pero teniendo en cuenta el rescate al que se vio obligada el razonamiento le aplicaba igual. La vida era cruel y despiadada, no importaba si era un mendigo o un soberano quien tuviese que enfrentarla. Cada quien cargaba con sus cruces y el karma alcanzaba, tarde o temprano, incluso a los mas escurridizos. La lucha por un minuto más de vida era no solo constante sino también admirable a los ojos de la vampiresa y, por esta razón, no tenía buenos ojos para aquellas almas débiles que decidían rendirse ¿sería aquella hermosa chica una más de aquel fatalista y patético grupo?
Continuó en silencio hasta que la otra le habló con una voz forzada y ligeramente ronca. Si las palabras tenían algún matiz de ironía o sarcasmo la vampiresa no lo pudo detectar por lo que contestó de manera amigable - No hay nada que agradecer, solo se trató de una humilde opinión sobre lo que la razón demandaría teniendo en cuenta las circunstancias – Resultaba evidente el dolor que le ocasionaba hablar y, aunque Daphne nunca se había encontrado en una situación similar, podía intuir el abrazador efecto del agua salada en la garganta de su interlocutora. – Yo he arruinado mi atuendo tanto como usted el suyo – continuó sonriéndole con malicia – – Además no ha sido ninguna molestia – para alguien con sus habilidades el acto de nadar contra corriente, o el de soportar el peso y la incomodidad de la ropa mojada, significaba muy poco en realidad. Durante los siglos que había caminado sobre la faz de la tierra había aprendido la lección de que nada era gratuito. Puede que hubiese algo de altruista en el gesto de rescatarla pero la verdad última era que ella esperaba sacar algo a cambio y no dudaba en que fuese lo que fuese igual ganaría. Después de todo la única perspectiva con la que contaba al inicio de la noche era una solitaria y monótona caminata por la orilla de la playa.
Es posible que de haberse tratado de una humana común aún estuviese inconsciente, la naturaleza de su acompañante, sin embargo, le confería la facultad de recuperarse de una manera mucho más acelerada. Sufría dolores pero ella veía claramente como segundo a segundo su cuerpo se recuperaba y se alejaba cada vez más de las puertas de la muerte. No pudo menos que sorprenderse cuando la joven retiró la mano ofrecida solo para confirmar que sus pertenecías seguían en su lugar. El hecho de que se interesara en reafirmar que su pintura, y demás artilugios, continuaban en donde los dejó, unido al hecho de que le hubiese agradecido por salvarla, le dio una luz de esperanza en cuanto a que no hubiese intentado ahogarse intencionalmente. Ningún suicida fallido se preocuparía, en primera instancia, por sus pertenencias ¿o sí? La vampiresa rió antes de tomar con suavidad la cálida y mojada mano – Daphne Landry – dijo parcamente sin ocultar su satisfacción por los buenos modales de la joven. Más aun teniendo en cuenta que las dos estaban empapadas y parcialmente cubiertas de arena.
La morena empezó a escurrir metódicamente el agua de su cabellera sin quitar ni por un segundo los ojos de la cambiaformas. Por su aroma intuía que la forma alterna de ésta se trataba de alguna especie de felino, sin embargo no podía estar completamente segura sobre ese aspecto. – Ahora que ya no somos extrañas, Madeimoselle Höffer, y que estamos claras en que a ninguna de las dos nos afecta en mayor medida el hecho de haber arruinado nuestros vestidos, por no hablar de nuestro aspecto ¿le molestaría explicarme cómo fue que terminó en los brazos de la marea? – por alguna extraña razón anheló que la respuesta de la joven fuera satisfactoria. No habían intercambiado más que unas pocas palabras pero fueron suficientes para decidir que le agradaba, por lo tanto no deseaba que su furia fuera desencadenada debido a un estúpido y pueril instinto suicida.
Continuó en silencio hasta que la otra le habló con una voz forzada y ligeramente ronca. Si las palabras tenían algún matiz de ironía o sarcasmo la vampiresa no lo pudo detectar por lo que contestó de manera amigable - No hay nada que agradecer, solo se trató de una humilde opinión sobre lo que la razón demandaría teniendo en cuenta las circunstancias – Resultaba evidente el dolor que le ocasionaba hablar y, aunque Daphne nunca se había encontrado en una situación similar, podía intuir el abrazador efecto del agua salada en la garganta de su interlocutora. – Yo he arruinado mi atuendo tanto como usted el suyo – continuó sonriéndole con malicia – – Además no ha sido ninguna molestia – para alguien con sus habilidades el acto de nadar contra corriente, o el de soportar el peso y la incomodidad de la ropa mojada, significaba muy poco en realidad. Durante los siglos que había caminado sobre la faz de la tierra había aprendido la lección de que nada era gratuito. Puede que hubiese algo de altruista en el gesto de rescatarla pero la verdad última era que ella esperaba sacar algo a cambio y no dudaba en que fuese lo que fuese igual ganaría. Después de todo la única perspectiva con la que contaba al inicio de la noche era una solitaria y monótona caminata por la orilla de la playa.
Es posible que de haberse tratado de una humana común aún estuviese inconsciente, la naturaleza de su acompañante, sin embargo, le confería la facultad de recuperarse de una manera mucho más acelerada. Sufría dolores pero ella veía claramente como segundo a segundo su cuerpo se recuperaba y se alejaba cada vez más de las puertas de la muerte. No pudo menos que sorprenderse cuando la joven retiró la mano ofrecida solo para confirmar que sus pertenecías seguían en su lugar. El hecho de que se interesara en reafirmar que su pintura, y demás artilugios, continuaban en donde los dejó, unido al hecho de que le hubiese agradecido por salvarla, le dio una luz de esperanza en cuanto a que no hubiese intentado ahogarse intencionalmente. Ningún suicida fallido se preocuparía, en primera instancia, por sus pertenencias ¿o sí? La vampiresa rió antes de tomar con suavidad la cálida y mojada mano – Daphne Landry – dijo parcamente sin ocultar su satisfacción por los buenos modales de la joven. Más aun teniendo en cuenta que las dos estaban empapadas y parcialmente cubiertas de arena.
La morena empezó a escurrir metódicamente el agua de su cabellera sin quitar ni por un segundo los ojos de la cambiaformas. Por su aroma intuía que la forma alterna de ésta se trataba de alguna especie de felino, sin embargo no podía estar completamente segura sobre ese aspecto. – Ahora que ya no somos extrañas, Madeimoselle Höffer, y que estamos claras en que a ninguna de las dos nos afecta en mayor medida el hecho de haber arruinado nuestros vestidos, por no hablar de nuestro aspecto ¿le molestaría explicarme cómo fue que terminó en los brazos de la marea? – por alguna extraña razón anheló que la respuesta de la joven fuera satisfactoria. No habían intercambiado más que unas pocas palabras pero fueron suficientes para decidir que le agradaba, por lo tanto no deseaba que su furia fuera desencadenada debido a un estúpido y pueril instinto suicida.
Daphne Landry- Vampiro Clase Alta
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Re: La canción del mar || Privado
Había aprendido a desconfiar desde muy pequeña. Había nacido hija de una prostituta descerebrada, sin padre. Había vivido su infancia en un burdel, entre las risas, el alcohol y los gemidos. Pero jamás fue desamparada, tuvo a su adorada hermana, que la protegió y le enseñó que nadie, absolutamente nadie, es de fiar. Soñaba con ella, pero hacía tiempo que había dejado de añorarla, resignada a la idea de que nunca volverían a ser esas niñas que jugaban juntas y se acompañaban. Rouge era un bonito recuerdo, quizá la más hermosa de todas sus memorias, esa a la que solía aferrarse cuando la desesperación le quitaba la respiración. Era un tesoro enterrado en lo más profundo, jamás había hablado de ella, ni siquiera con su difunta madre adoptiva; sólo le pertenecía a su pasado, un pasado triste, gris y sin gracia, pero que sólo tenía el color de los cabellos de fuego de su hermana mayor. Cuando las pesadillas acudían a su cabeza, y era la mano de Rouge la que acababa con su sufrimiento, experimentaba cierta paz, una armonía imposible de definir. El dolor llegaba a su fin sin más miramientos, contrario a lo que había experimentado minutos atrás, presa de la desesperación y de un instinto de supervivencia del que no se creía capaz. Creyó haber deseado que alguien la rescatase, pero los gritos habían muerto ahogados en su garganta, pudriéndose en el gusto salobre del agua del mar.
Le hubiera gustado que quien la salvase fuese su hermana, pero nunca las cosas habían salido como lo quería. A pesar de su buena educación, del trato cordial, Mathilde no podía dejar de sentir una punzada de miedo recorriéndole cada poro de la piel. Le parecía irracional, casi irreal que un ser de la naturaleza de Madeimoselle Landry no ocultase, bajo su apariencia amable y elegante, un instinto que la invitaría a deshacerse de ella con rapidez. La misma cambiante sabía que, si sus bestias fueran un poco más fuertes, se arrojarían sobre la yugular de la dama; pero confiaba en los buenos modales de una y de otra, de la naturaleza de la vampiresa y de la propia. Quería creer que no había nada que temer; sin embargo, no podía quitarse la sensación de muerte recorriéndola palmo a palmo, como un amante diestro recorrería el cuerpo de su joven doncella inexperta, explorándola con suavidad, hundiéndose en los rincones ocultos. Dios no había querido que se ahogase, quizá, porque estaba destinada a un fin más sangriento, más aterrador, que la llevaría a vagar por el purgatorio hasta el día del Juicio Final.
—La marea no es una anfitriona muy amable —respondió sin asomo de comicidad en su voz. Copió a la mujer, también escurriendo su cabello, aunque rubio, contrastando por completo con la oscuridad de las hebras de la vampiresa. Hasta su piel era un tono más oscuro que la de Mathilde, que era clara y, debido al delicado estado en el que aún se encontraba, había adoptado un color ceniciento. Con sus dedos y con paciencia, comenzó a deshacer los nudos que se habían formado, gracias al desafortunado hecho. —Tuve la mala idea de querer obtener con mayor precisión la tonalidad del mar, me acerqué y fui arrastrada por una ola —no imaginó que sería capaz de mentir con tanto desparpajo, pero tampoco le debía explicaciones de sus actos a una extraña, por más que la desconocida se hubiera convertido en su ángel de la guarda. Una verdadera paradoja, pues esos seres estaban acostumbrados a acabar con las vidas de las personas simples, y no a salvarlas de sus propios demonios, cuando no eran ellos, sino, uno más. Además, Mathilde siembre había tenido la mala costumbre de intentar conformar al resto, y algo le decía que no le sentaría bien a su interlocutora una íntima confesión sobre un estado de transe que podría haber terminado en suicidio.
—Y usted, madeimoselle Landry, ¿cómo fue que una dama de su distinción se encontraba por estos alrededores en un horario tan inapropiado? —Hizo una pausa, consciente de su indiscreción— No malinterprete mi comentario, os lo ruego, simplemente, llama mi atención que haya tenido la valentía y la solidaridad de arrojarse al mar para rescatar a una completa extraña. Usted es una heroína —por alguna extraña razón, quería entablar buenas migas con la vampiresa, no por el miedo, aún latente, sino, porque le agradaba; quienes tenían un corazón tan grande para arriesgar la propia vida, en pos de la de otro, no merecía menos que un trato justo. <<Quizá, sólo tiene una mente demasiado perversa, le gusta que sus víctimas crean que es una mujer amable, y luego acaba con ellas sin piedad y con un gesto burlón dibujándose en su boca llena de sangre>> pensó, y descartó con rapidez esa idea, no por lo ingrata que podía significar, sino, porque recordó que existían criaturas que podían oír lo que los demás pensaban. Rogó que Daphne no se percatara del rubor que comenzaba a colorear sus mejillas, arrasando con la palidez mortal que la había acompañado hasta esos segundos. Una suave brisa las envolvió, y sintió como se le erizaba la piel mojada. Escuchó, con angustia, cómo su atril se caía, desarmado por la suave ventisca, pero no tendría el desatino de ponerse de pie y dejar a su acompañante sola y desconcertada, suficiente con la interrupción a la que la había sometido instantes atrás.
Le hubiera gustado que quien la salvase fuese su hermana, pero nunca las cosas habían salido como lo quería. A pesar de su buena educación, del trato cordial, Mathilde no podía dejar de sentir una punzada de miedo recorriéndole cada poro de la piel. Le parecía irracional, casi irreal que un ser de la naturaleza de Madeimoselle Landry no ocultase, bajo su apariencia amable y elegante, un instinto que la invitaría a deshacerse de ella con rapidez. La misma cambiante sabía que, si sus bestias fueran un poco más fuertes, se arrojarían sobre la yugular de la dama; pero confiaba en los buenos modales de una y de otra, de la naturaleza de la vampiresa y de la propia. Quería creer que no había nada que temer; sin embargo, no podía quitarse la sensación de muerte recorriéndola palmo a palmo, como un amante diestro recorrería el cuerpo de su joven doncella inexperta, explorándola con suavidad, hundiéndose en los rincones ocultos. Dios no había querido que se ahogase, quizá, porque estaba destinada a un fin más sangriento, más aterrador, que la llevaría a vagar por el purgatorio hasta el día del Juicio Final.
—La marea no es una anfitriona muy amable —respondió sin asomo de comicidad en su voz. Copió a la mujer, también escurriendo su cabello, aunque rubio, contrastando por completo con la oscuridad de las hebras de la vampiresa. Hasta su piel era un tono más oscuro que la de Mathilde, que era clara y, debido al delicado estado en el que aún se encontraba, había adoptado un color ceniciento. Con sus dedos y con paciencia, comenzó a deshacer los nudos que se habían formado, gracias al desafortunado hecho. —Tuve la mala idea de querer obtener con mayor precisión la tonalidad del mar, me acerqué y fui arrastrada por una ola —no imaginó que sería capaz de mentir con tanto desparpajo, pero tampoco le debía explicaciones de sus actos a una extraña, por más que la desconocida se hubiera convertido en su ángel de la guarda. Una verdadera paradoja, pues esos seres estaban acostumbrados a acabar con las vidas de las personas simples, y no a salvarlas de sus propios demonios, cuando no eran ellos, sino, uno más. Además, Mathilde siembre había tenido la mala costumbre de intentar conformar al resto, y algo le decía que no le sentaría bien a su interlocutora una íntima confesión sobre un estado de transe que podría haber terminado en suicidio.
—Y usted, madeimoselle Landry, ¿cómo fue que una dama de su distinción se encontraba por estos alrededores en un horario tan inapropiado? —Hizo una pausa, consciente de su indiscreción— No malinterprete mi comentario, os lo ruego, simplemente, llama mi atención que haya tenido la valentía y la solidaridad de arrojarse al mar para rescatar a una completa extraña. Usted es una heroína —por alguna extraña razón, quería entablar buenas migas con la vampiresa, no por el miedo, aún latente, sino, porque le agradaba; quienes tenían un corazón tan grande para arriesgar la propia vida, en pos de la de otro, no merecía menos que un trato justo. <<Quizá, sólo tiene una mente demasiado perversa, le gusta que sus víctimas crean que es una mujer amable, y luego acaba con ellas sin piedad y con un gesto burlón dibujándose en su boca llena de sangre>> pensó, y descartó con rapidez esa idea, no por lo ingrata que podía significar, sino, porque recordó que existían criaturas que podían oír lo que los demás pensaban. Rogó que Daphne no se percatara del rubor que comenzaba a colorear sus mejillas, arrasando con la palidez mortal que la había acompañado hasta esos segundos. Una suave brisa las envolvió, y sintió como se le erizaba la piel mojada. Escuchó, con angustia, cómo su atril se caía, desarmado por la suave ventisca, pero no tendría el desatino de ponerse de pie y dejar a su acompañante sola y desconcertada, suficiente con la interrupción a la que la había sometido instantes atrás.
Mathilde Höffer- Cambiante Clase Alta
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Re: La canción del mar || Privado
El agua escurría por la oscura y larga cabellera a medida que las manos de la vampiresa la apretaban metódica y lentamente. Su peso descansaba sobre las rodillas dobladas, su rostro enfocado en la joven que tenía ante sí. No es que le molestara el agua en demasía, pero tampoco le pareció correcto solo quedarse en inmóvil expectación mientras la otra hablaba. Además este parecía el gesto más adecuado para una mujer que acababa de salir del agua helada ¿o no? el tiempo pasaba y entre más observaba a Mathilde más cuenta se daba de que existía un recelo oculto bajo la capa de agradecimiento inicialmente mostrada. No podía culparla, las dos sabían a qué se enfrentaban, o al menos eso pensaban gracias a un recorrido por las experiencias pasadas de cada una. ¿Con que tipo de vampiros de habría encontrado la cambiaformas? Era muy poco probable que aquellos encuentros, de haber ocurrido, hubiesen sido del tipo amigable. Muchos eran los inmortales que se excitaban con el temor ajeno. Ella misma lo había sentido al inicio de su no-vida pero gracias al hado sus motivaciones y prioridades habían cambiado lo suficiente como para dejar aquella mala manía, al menos la mayoría de las noches.
La brisa marina agitaba ligeramente la arena y el sonido del choque de las olas sobre la playa, y contra otras olas, resultaba en cierta medida relajante. Los ojos de la morena viajaron hacia el mar. Para ella no existían los azules claros, solo una enorme extensión de fluida oscuridad. Le gustaba, si, pero también anhelaba hasta cierto punto haber contado con la fortuna de conocerle cuando estaba viva, cuando aún podría vislumbrar las diferentes tonalidades de las que hablaba ahora la cambiaformas. Pero las cosas eran como eran y al final de cuentas poder apreciar tal inmensidad en la oscuridad era mejor que no haberle nunca conocido. Impulsivamente lamio una de sus manos. El gusto salado del agua impregnó su lengua. Salado como la sangre pero completamente carente de densidad. Su garganta ardió momentáneamente, como impelida a recordarle que su necesidad más básica aún no había sido saciada. Sonrió forzadamente antes de retornar la atención a Mathilde. Por una parte se alegraba de escuchar la excusa que la otra había dado pero, por otro lado, su instinto le decía que no era más que eso: una excusa. Sin embargo se daría por satisfecha con eso por el momento. – Bueno, eso explica la ausencia de zapatos. Supongo que pensó que era mejor retirarlos antes de ingresar en el oleaje – solo un comentario acompañado de una mirada cargada de incredulidad.
Dejando libre finalmente su cabellera pensó un poco antes de contestar – Me halaga el saber que me considera una “dama distinguida” sin embargo creo que las dos sabemos que este no es lo que se diría un horario inapropiado para, digamos, mi clase – despejadas las dudas. Unas pocas palabras para dejar en claro que Mathilde sabía lo que ella era y que, a su vez, la vampiresa sabía que no se encontraba frente a una simple mortal – Heroína no lo creo, solo me pareció que usted necesitaba una mano y ¿Por qué no? – una sonrisa maliciosa se posó sobre los rojos labios y se amplió ligeramente al percibir el rubor en el rostro de la cambiaformas. No tenía idea de lo que pasaba por su mente pero gracias a aquel leve color podía intuir que no era nada especialmente positivo. Sus ojos se movieron hacia el sonido que había interrumpido su charla. Medio esperaba que la joven se levantase en búsqueda de salvar sus pertenencias pero, en su lugar, permaneció tumbada en la arena, justo donde estaba, como sobreponiendo la cordialidad al impulso.
Sin meditarlo en demasía Daphne se irguió. Luego sacudió sus pies liberándolos de los tacones que, increíblemente, habían permanecido a pesar de su incursión en el agua. – Listo, ahora ya estamos en igualdad de condiciones – luego ofreció la mano a la joven – Permítame ayudarle. Estoy segura de que desea salir corriendo a recoger sus cosas y nada me agradaría más que poder contemplar su obra antes que la arena la arruine por completo… eso claro si usted está de acuerdo con mostrármela. Pero si no es así no se preocupe, le prometo que no habrá ningún tipo de rencor – Esperó la reacción Mathilde, presintiendo que los modales que había demostrado hasta ese momento le impedirían despreciar la ayuda que le era ofrecida pero que, al mismo tiempo, en su interior debería estar debatiéndose entre confiar o no en lo que sería, a sus ojos, una asesina en potencia. A punta de fuerza de voluntad obligó a su dolorida garganta a tener calma. La sangre de la joven hacía rugir a su apetito pero por alguna razón deseaba que el encuentro se alargase un poco más, al menos lo suficiente como para poder decidir con cabeza fría si calmaría su sed con el néctar de sus venas o si respetaría la delicada y tersa piel.
La brisa marina agitaba ligeramente la arena y el sonido del choque de las olas sobre la playa, y contra otras olas, resultaba en cierta medida relajante. Los ojos de la morena viajaron hacia el mar. Para ella no existían los azules claros, solo una enorme extensión de fluida oscuridad. Le gustaba, si, pero también anhelaba hasta cierto punto haber contado con la fortuna de conocerle cuando estaba viva, cuando aún podría vislumbrar las diferentes tonalidades de las que hablaba ahora la cambiaformas. Pero las cosas eran como eran y al final de cuentas poder apreciar tal inmensidad en la oscuridad era mejor que no haberle nunca conocido. Impulsivamente lamio una de sus manos. El gusto salado del agua impregnó su lengua. Salado como la sangre pero completamente carente de densidad. Su garganta ardió momentáneamente, como impelida a recordarle que su necesidad más básica aún no había sido saciada. Sonrió forzadamente antes de retornar la atención a Mathilde. Por una parte se alegraba de escuchar la excusa que la otra había dado pero, por otro lado, su instinto le decía que no era más que eso: una excusa. Sin embargo se daría por satisfecha con eso por el momento. – Bueno, eso explica la ausencia de zapatos. Supongo que pensó que era mejor retirarlos antes de ingresar en el oleaje – solo un comentario acompañado de una mirada cargada de incredulidad.
Dejando libre finalmente su cabellera pensó un poco antes de contestar – Me halaga el saber que me considera una “dama distinguida” sin embargo creo que las dos sabemos que este no es lo que se diría un horario inapropiado para, digamos, mi clase – despejadas las dudas. Unas pocas palabras para dejar en claro que Mathilde sabía lo que ella era y que, a su vez, la vampiresa sabía que no se encontraba frente a una simple mortal – Heroína no lo creo, solo me pareció que usted necesitaba una mano y ¿Por qué no? – una sonrisa maliciosa se posó sobre los rojos labios y se amplió ligeramente al percibir el rubor en el rostro de la cambiaformas. No tenía idea de lo que pasaba por su mente pero gracias a aquel leve color podía intuir que no era nada especialmente positivo. Sus ojos se movieron hacia el sonido que había interrumpido su charla. Medio esperaba que la joven se levantase en búsqueda de salvar sus pertenencias pero, en su lugar, permaneció tumbada en la arena, justo donde estaba, como sobreponiendo la cordialidad al impulso.
Sin meditarlo en demasía Daphne se irguió. Luego sacudió sus pies liberándolos de los tacones que, increíblemente, habían permanecido a pesar de su incursión en el agua. – Listo, ahora ya estamos en igualdad de condiciones – luego ofreció la mano a la joven – Permítame ayudarle. Estoy segura de que desea salir corriendo a recoger sus cosas y nada me agradaría más que poder contemplar su obra antes que la arena la arruine por completo… eso claro si usted está de acuerdo con mostrármela. Pero si no es así no se preocupe, le prometo que no habrá ningún tipo de rencor – Esperó la reacción Mathilde, presintiendo que los modales que había demostrado hasta ese momento le impedirían despreciar la ayuda que le era ofrecida pero que, al mismo tiempo, en su interior debería estar debatiéndose entre confiar o no en lo que sería, a sus ojos, una asesina en potencia. A punta de fuerza de voluntad obligó a su dolorida garganta a tener calma. La sangre de la joven hacía rugir a su apetito pero por alguna razón deseaba que el encuentro se alargase un poco más, al menos lo suficiente como para poder decidir con cabeza fría si calmaría su sed con el néctar de sus venas o si respetaría la delicada y tersa piel.
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