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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Tariq Marquand Jue Ene 16, 2014 10:05 pm

Su reloj de bolsillo marcaba las tres. La noche daba paso al día, lenta, siniestramente. Marquand dejó escapar una maldición a la par que murmuraba sobre criados incompetentes y se levantaba, no sin esfuerzo, para llegar hasta el bar que tenía montado en su despacho. Tres botellas vacías, la carta que había enviado su contador hacían un par de días y demás documentos, se encontraban sobre el escritorio. Burlándose. Desafiándole. Torturándole. ¡Otra vez en ruina! ¡En ruina! ¿Cómo demonios había llegado de nuevo a encontrarse en esa jodida situación? Cogió una nueva botella y la abrió. No esperó a que su cuerpo cayese otra vez sobre el cómodo sillón para empezar a beber, mucho menos se molestó en servirse un comedido trago en el vaso. Llevaba en ese vicio desde que podía recordarlo como para siquiera perder el tiempo en trivialidades. Además, ¿a quién podría importarle? A él, desde luego que no. Sosteniendo a su nueva mejor amiga con una sola mano, se estiró para coger – una vez más – aquélla misiva. El movimiento provocó que el reloj rodase y cayese sobre la alfombra. Una sonrisa indiferente estiró sus comisuras mientras reflexionaba sobre aquél objeto. Había sido el regalo de sus mellizos por su cumpleaños vigésimo quinto. Recordaba perfectamente el momento en que Demyan se lo había dado. ¡Mina había sido tan tonta! ¿De verdad había esperado que les agradeciera el detalle? ¿O simplemente había fantaseado con la estúpida idea de que se olvidase de pasar el día en la taberna con sus compañeros de juerga? Bebió otro largo trago, molesto consigo mismo. Se había casado con ella no porque quisiese un heredero como su padre habría deseado, sino por las riquezas que ésta poseía. Cuán liberado se había sentido cuando finalmente acabó con la vida de la joven y cuán maldito se sentía ahora por encontrarse de nuevo en la miseria. Arrugó la carta sin volver a leerla. Ya sabía de memoria cada línea y no había nada que pudiese hacer para cambiar el tema que se abordaba en ellas. Sus propiedades habían sido vendidas. El dinero se había agotado y a él, le gustase o no, tenía que aceptarlo.

Lanzó la bola de papel al fuego crepitante en la chimenea mientras pateaba el reloj que parecía ser el interludio de lo que irremediablemente se avecinaba. Marquand lo había sabido todo ese tiempo y quizás fue por eso, que siempre estuvo atento a los rumores que en su círculo se decía. Además, tenía sus propias formas de conseguir aquello que siempre deseaba. “Excepto la inmortalidad”, agregó una voz en su cabeza. Sí, excepto eso, pero pronto remediría ese asunto. Ya había dado con Amanda, solo era cuestión de tiempo para que le transformara y si no lo hacía, siempre podría encontrar a otro. París albergaba a muchos vampiros. Con un gruñido, decidió que nada ganaría lamentándose. Tenía que actuar. Pronto se quedaría sin un franco y no estaba interesado porque ese día llegara. Bebió un último trago y se dirigió a la puerta. Atravesó el pasillo. La mansión estaba en silencio. La mayoría de los sirvientes se encontraban descansando. Aún no había despedido a ninguno. No necesitaba que nadie se enterase de su situación, no cuando ya había dado con la solución. Cogió la gabardina y salió al encuentro con la noche, que poco a poco retrocedía. Las armas que siempre le acompañaban parecían cantar su propia sonata. No esperaba encontrarse con algún enemigo, solo unos cuantos se atreverían a deambular a esas horas. El Sol era letal para las criaturas a las que con tanta obsesión quería pertenecer. Eran cerca de las cuatro cuando finalmente estuvo en las zonas más alejadas. El cochero le había preguntado dos veces si estaba seguro que ahí quería quedarse, a lo que él había contestado de manera déspota y cortante. Caminó un poco más, solo para asegurarse que se encontraba solo, o tan solo como un humano con conocimientos acerca del mundo sobrenatural puede estar. Sin pensárselo, sacó una de las dagas de su abrigo y se cortó el antebrazo.

La sangre atraería a uno de los hijos de la noche lo suficientemente sediento como para aventurarse a pesar de las horas. No fue sino hasta que creyó que no tendría éxito que una hermosa vampiresa apareció, con los colmillos extendidos. El baile inició. Fue lanzado contra la pared más cercana antes de que pudiese siquiera parpadear. Odiaba la diferencia de fuerza, envidiaba las habilidades de esos seres. Si quería tener una oportunidad, tenía que usar el factor sorpresa. No fue sino hasta que le mordió, que él sacó la daga que había estado sosteniendo con mucha fuerza dentro del bolsillo de la gabardina. Golpeó, directo al corazón. No fue tan rápido y definitivamente, no tan certero. La neófita, debía serlo para responder a la sangre de esa forma, siseó un segundo antes de dar unos pasos hacia atrás. Marquand enarcó una ceja, mientras llevaba su mano a los gemelos que le había dejado. La sangre tiñó sus dedos. Exclamó una sarta de palabras y sacó su otra daga, igual a la anterior. Mina también se las había obsequiado. ¿Es que esa noche estaba destinado a recordarla? Desde que había muerto o debería decir asesinado, no había vuelto siquiera a pensar en ella. Sí. El tener que volverse a casar como hacía años atrás y en las mismas malditas circunstancias, su memoria le traicionaba. Se consoló diciéndose que siempre podría volver a deshacerse de su nueva esposa, cuando sus riquezas le pertenecieran. Sonrió como el hombre más encantador mientras volvía al ataque. Lamentablemente, la vampiresa había seguido el mismo hilo de sus pensamientos. El cazador se negó a mirar directamente a sus orbes, ya conocía demasiado bien los truquitos de algunos como para caer en ese juego. Media hora después, se encontraba con la respiración trabajosa, magulladuras en su rostro y sin una de sus preciadas dagas en su repertorio; en los cuartos que sabía, eran rentados por la mujer que esperaba conquistar y reclamar como suya para hacerse con todas sus riquezas. Un hombre como él, solo tenía que ambicionar para sus cometidos alcanzar.


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Mensaje por Dauphine "Fiura" Sorcière Sáb Feb 01, 2014 4:09 pm

En las afueras de la ciudad, una posada que alojaba a viajeros de paso y a amantes subrepticios, engañaba a las apariencias con su mortal silencio. Daba la falsa impresión de que, con esa quietud imperante, nadie se encontraba ocupando los aposentos, pero la verdad era que el frío, a pesar del fuego de la chimenea, no perdonaba a las articulaciones, calándose en ellas hasta tensarlas. Pedían líquidos calientes seguidamente, aumentando las ganancias el lugar. Cualquier dueño de hospedería podría considerarse afortunado y más que ufano con ese excedente de capital, pero no la propietaria de ese asentamiento en específico. Era más; lo único que no le preocupaba era el dinero, pues éste no la ayudaría a asegurar la seguridad de su sobrino Emilie, ni mucho menos le garantizaría que no fuera traicionado por terceros. La viuda recordaba de memoria cómo se sentía el frío hierro de la alevosía de los más amados y sabía bien que no podía evitarse por mucho que se predicase con el ejemplo perfecto de la predilección incondicional. El mundo fingía que siguiendo los patrones impuestos por la sociedad se avanzaba; todos sabían que no había mayor mentira, pero continuaban con su teatro porque necesitaban esperanza; por y para ella vivían. Mas como Fiura odiaba falsear, hacía trampa generándose ella misma su propio elixir. La magia era su herramienta para que Emilien fuera invencible. Así no dejaría el vacío que habían dejado tantos otros seres amados antes que él.

Aquella era la bruma que volvía nebulosos los pensamientos de la mujer. Al interior de la habitación más estrecha de su casa, Dauphine observaba silenciosa¬ los papeles que reflejaban su más que generoso saldo bancario, recuerdo que sus difuntos maridos habían dejado en su patrimonio sin siquiera habérselo propuesto. Gracioso era cómo la ley respaldaba más que el compromiso conyugal, y todo por el módico precio de asistir a la Iglesia diciendo «acepto». Exceso de solemnidades no se traducían en nada más que un contrato. Así era como a sus treinta años, la enfermera había aprendido que al igual que la guerra, el amor era un negocio en el que cada una de las partes involucradas se llevaba una parte del tesoro a casa. Pensaba y pensaba, parpadeando cada vez más lento. Ella sólo quería una cosa: asegurar a Emilien. El problema real yacía en que si ella moría o —peor aún— era arrestada deshonrosamente por las sospechas que levantaban sus proezas en el hospital, el futuro de su sobrino sería peor que incierto.

Se levantó y guardó los papeles bajo llave en cajón bajo los retratos de sus finados familiares. Casarse podía ser una buena salida, si bien no la perfecta. Tal vez si apartaba el corazón de la enfermera Dauphine y dejaba que la Fiura, la hechicera comerciara su fidelidad, todas sus preocupaciones se verían menoscabadas. Ser esposa no era un terreno desconocido para ella; no la ilusionaría, no la emocionaría. ¿Por qué no podía convertirse en una moneda de cambio?

Los fuertes golpes que sintió en la puerta del cuarto la sacaron abruptamente de sus florecientes ideas. Sin esperar respuesta, la criada entró. Se veía consternada, por no decir histérica. No tuvo ni que preguntarle.

¡Madame, perdóneme, pero se le necesita urgente! —tomó aire para explicar— Llegó herido un hombre que busca hospedaje. No deja de sangrar. Él… está bien vestido, señora.

Dauphine no dijo nada, pero entrecerró sus ojos con extrañeza. ¿Un rico en su posada? Tomando en cuenta que el promedio de sus clientes rodeaba la clase media y que los acaudalados poseían decenas de propiedades en las afueras de París, supuso que la perentoriedad era considerable. Entonces vistió su mente de los conocimientos médicos de los que disponía y acudió al encuentro. Además de las finas telas que usaba, la bruja encontró contusiones y un resuello que se parecía al de ratas ahogándose en una cubeta. Dejó las formalidades a un lado y se lo cargó al hombro.

Su nombre me lo dirá luego. Rápido, apóyese en mí. Esto tomará más de lo que usted cree —miró a su sirvienta mientras caminaba hacia el cuarto desocupado más próximo— Que los utensilios estén listos y abre el armario de los licores. Necesitamos desinfectar estas heridas y embriagar a este buen hombre para que no lo sienta.

Depositó al cazador sobre el colchón lentamente para no potenciar su dolor. No miró a sus ojos; no lo hacía nunca antes de confiar en que sobreviviría. La única forma de saberlo era haciendo todo lo necesario para detener la hemorragia. Habiendo recibido el alcohol que creía necesario para el procedimiento, principió el ritual de curación.

Dauphine Sorcière a su servicio. Tome aire —vertió un chorro del líquido sobre la llaga que, a su juicio, era la más comprometida. Posteriormente le entregó lo que quedaba en la reducida botella a su improvisado huésped— Beba; lo necesitará para cuando comience a usar éstas —le mostró los relucientes instrumentos. Para su fortuna o desgracia, la enfermera debía llegar hasta el fondo de la herida para ponerse a trabajar.

Para ella, un aseo quirúrgico a un huésped accidental. Para él, parte de un bien trabajado plan. Mostrarían su lado amable, el aceptado, y se contentarían con eso. Así sería, pero sólo por un breve período de tiempo. Le pasó a los nativos americanos que no avistaron a los barcos españoles sino hasta cuando fondearon justo en sus costas. ¡Que se alejara el día en que pudieran ver quién era el otro en realidad!


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Mensaje por Tariq Marquand Vie Feb 14, 2014 12:33 am

Tariq, no creía en las casualidades. Ciertamente, encontrarse bajo los cuidados de Dauphine, después de la excitante batalla con la neófita, no era una de ellas. Había pecado de arrogante – como de costumbre – al hacer un llamado a la muerte, exhibiéndose como un pedazo ensangrentado de carne. Si bien solo tenía tres años de experiencia como cazador aficionado, no había tenido nada que envidiarles a los inquisidores que, a diferencia de él, destruían a las distintas especies solo porque creían que eran demonios salidos del mismísimo Infierno. Con las propiedades que había vendido en Rumanía, pertenecientes a la familia de Mina, no solo se había permitido cada uno de sus caprichos; sino que también, había empleado una preciosa suma para entrenarse. Incluso, había permitido tal lujo a su difunta esposa. Aunque eso último, había sido más una excusa que una buena obra. Era como se aseguraba el mantenerla entretenida y lejos de su muy distinguida presencia. Harto de los sollozos y lamentos por unos mellizos que él nunca había querido; había estado tentado en entregarla como había hecho con su madre y hermana. Para infortunio de ella, ese quizás habría sido un destino más favorecedor que el que había encontrado al descubrirlo con una de sus víctimas en su cabaña. La curiosidad, esa vez, si había matado al gato. Soltó un gruñido cuando el dolor atravesó su costilla. La maldita vampiresa lo había lanzado como un muñeco de trapo contra la pared una y otra vez. Al apoyarse en Dauphine, maldijo entre dientes. ¡Lo último que le faltaba era tener que pasarse varios días en cama! Tenía un compromiso con sus compañeros de juerga, mujeres de la taberna, alcohol y cartas; la noche próxima. Esperaba que la viuda que dedicaba parte de su tiempo a ayudar a los niños en el hospital, fuese tan buena como los rumores decían o se encontraría de muy malhumor. Otro siseo amenazó con escapar de su boca, pero lo reprimió. Tariq no odiaba el dolor, se regodeaba en ello. Le recordaba sus proezas. Cada cicatriz que cubría su cuerpo, eran recuerdos de sus batallas, casi todas ganadas. Pero esa noche, no había sido el caso y le molestaba excesivamente el final de dicho encuentro.

- Dauphine. Su mandíbula estaba tan fuertemente apretada, que el nombre de la mujer que acababa de presentarse, sonó hosco en su voz. Se reprendió enseguida. Con esa actitud, no conseguiría acercarse a ella. No del modo en que quería. Lo había hecho una vez, podía volver a hacerlo. Se las ingenió para darle las gracias antes de esbozar una sonrisa y coger la botella que le ofrecía. Sin pensárselo dos veces, la vertió por su garganta. No era su preferido, pero su cuerpo rápidamente agradeció el líquido. Ingería alcohol con tanto ímpetu, que éste ya ni siquiera tenía el efecto esperado. Para que Tariq quedara realmente embriagado, tenía que recurrir a varias botellas y del más fuerte. Tragó como lo haría un hombre que lleva varios días en el desierto y, aunque el movimiento le hacía estremecerse por las costillas adoloridas, la calidez que ese elixir le proporcionaba le resultaba más importante. - ¿No requiere saber mi nombre ahora? Alguien podría necesitarlo para ponerlo en la lápida de ser necesario. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Era evidente que le costaba hablar, pero también, que necesitaba hacerlo. Falso. Falso. ¡Falso! El cazador ya empezaba a tejer su red de mentiras. Había dicho alguien y no familiares, esperando que la mujer mordiera el anzuelo. La mayoría de ellas, si no es que todas, se derretían ante un hombre de familia que de pronto se veía obligado a hacer justicia por su propia mano. Ninguna era capaz de ver a través de su máscara. Cuando lo hacían, era solo porque él así lo quería. Con Dauphine tenía que ser paciente. Ya encontraría la forma de obligarla a aceptarlo si su plan fracasaba. Había mandado a matar al padre de Mina para acelerar el compromiso. Así que sabía, que era cuestión de tiempo para encontrar el talón de Aquiles de la mujer que se proponía a curar sus heridas. – Mircea Tariq Marquand. Agregó, antes de caer en la inconsciencia. Había sido mordido más de una vez por la neófita. Los gemelos en ambos lados de su cuello eran la evidencia. Su valiosa sangre había sido absorbida fuera de su sistema. Ya tendría tiempo para una segunda ronda con la hermosa mujer que le atendía. Oh sí. El cazador no estaba ciego. Si estaba obligado a casarse, siempre era importante saber si la mercancía valía parte del sacrificio. Eso debería hacer su plan más sencillo.


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Mensaje por Dauphine "Fiura" Sorcière Sáb Feb 22, 2014 7:01 am

Aún en medio del caos que significaba recibir a un paciente de urgencia en medio de la posada, la enfermera pudo contar con la templanza suficiente para apreciar la alcohólica hazaña de su inesperado visitante. Vaya, sí que tenía ahí una buena técnica para beber; sus dedos ni siquiera temblaron cuando —ignorando por completo su delicado estado— invitaron con ahínco al alcohol a formar parte de su cuerpo. O había nacido con botella en mano o estaba haciendo un berrinche de su dolor. Apostaba más por la primera, ya que sí era efectivo que en una condición como esa no le hubiera sido posible avanza, por muy de macho que se las diera con esa hastiada actitud. No tenía idea de lo que pudiera estar pasando por su mente, pero tampoco era la ocasión para indagar en ella; permitía que la enfermera predominara sobre la bruja, porque o si no, el señor Marquand se le iría en cuestión de minutos. Al respecto, la viuda tenía una idea clara: No en su posada.

Querrá echarse otro trago a la boca antes de morder esto —la bruja acercó un paño húmedo envuelto a la boca del cazador para que contuviera mejor el dolor. Era momento de escarbar en la yaga para aplicar el antiséptico. Si no la desinfectaba como correspondía, la gangrena lo secaría hasta matarlo; la amputación no era opción cuando estaban comprometidas zonas vitales.

Avanzó por la carne maltrata del torso sin vacilación para no interferir con la precisión, apartando los agentes extraños como restos de ramas y piedrecillas del cuerpo del varón. Una vez asegurada de que nada interfiriera en el camino de una apropiada curación, aplicó el fenol en las heridas más profundas que reposaban en el pecho de Marquand. Si bien el desinfectante no contenía alcohol, no por eso no irritaba la piel. La tela calada ayudaría a aquel “buen hombre” a soportarlo antes de que se pasara a suturar.

Le llamó la atención a la blanquecina fémina que su paciente se empeñara en presentarse cuando apenas sí podía hablar, casi como si fuese urgente, pero a la vez no mencionara a nadie en particular. ¿Esposa, hijos? Ciertamente debía tenerlos; Dauphine jamás podría jurar ni de estómago que un mozo de esa edad, apellidado de esa forma y con ese buen parecer circulando por elegantes salones no estuviera ya casado e incluso con una quina de hijos lista para presumir, a menos que buscase acabar premeditadamente con el legado familiar. No lo vio posible.

Muy bien, señor Marquand. Procure por favor hacer sobreesfuerzos, sobretodo en hablar, o esta misma tarde, en vez de un marido, deberé mandarle un cadáver a su mujer —levantó su vista de la momentáneamente de las lesiones para dirigirse a Tariq, pero éste ya se había desmayado.

Aquella fue la señal de alerta que Dauphine necesitó para pensar rápido. ¿El dolor había sido demasiado? No lo creía; después de todo, el más grande de los martirios incapacitaba para hablar por mucho que la voluntad del sujeto pudiera ser presumida como muestra de tenacidad. Descartada esa opción, llevó sus dedos a la muñeca del desfallecido y buscó l índice de su presión. Estaba algo débil por la sangre perdida, pero viviría. Sólo se le ocurría que el cansancio debía haber hecho estragos en el cuerpo del hombre y que el sueño los estaba enmendando. Ante ello, la bruja siempre podía hacer uso de la vigorisis, pero no con esas heridas abiertas. Paso a paso debía recorrer con destreza, o si no…

Verá que no se me irá. Usted no se va a ninguna parte —y comenzó la sutura en una carrera contra la muerte con una concentración que la hubiese hecho percatarse hasta del sonido del aleteo de un colibrí en su ventana.

Los ojos claros de la enfermera se cansaban, al igual que sus manos, pero no dejaba que flaqueasen. Nunca se le había muerto cliente alguno en la posada y no esperaba que aquella, con un rico sobre sus sábanas, fuera la ocasión. Así fue que con esa determinación logró encargarse de lo más grave y pudo respirar un poco más ligero, satisfecha con la pronta atención que había alcanzado a darle. Pero cuando llegó al antebrazo, algo llamó la atención de la mujer: la herida consistía en un corte perfectamente limpio. Había todavía más: el ángulo de la incisión indicaba que había sido el paciente mismo quien se había tajado.

Las cejas de la viuda se tensaron ante la evidencia. Aquel no era un hombre normal.

¿Qué te proponías hacer, Tariq Marquand?


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