AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Adriel d'Auxerre; Adriel el iracundo.
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Adriel d'Auxerre; Adriel el iracundo.
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Adriel
d'Auxerre
• Pasar el ratón •
Mi nombre es Adriel d'Auxerre, pero también me conocen como Adriel el iracundo. Este sobrenombre me lo gané hace muchos años, cuando todavía era un joven vampiro, aunque confío en que todavía guarde el ímpetu que me caracterizaba entonces. En efecto, soy un morador de la noche, un chupasangre, o cualquiera de las tantas maneras con las que se han referido a nosotros a lo largo de los siglos. Pero mi historia no es tan vieja como la de otros de mis congéneres, así que espero no hastiar mucho al lector con el presente relato.
FÍSICO
Antes de nada me dispongo a describirme, comenzando por mi aspecto físico, quizás para que quien se halle imaginando estas palabras no se cree una imagen demasiado errada de mí desde el primer momento. Soy un hombre de una altura ligeramente superior a la media del momento presente, rondando el metro ochenta de altura, centímetro arriba, centímetro abajo. No soy un hombre al que se pudiera considerar robusto, más bien cercano al término flaco, aunque ni siquiera rozando el término escuálido. Por otro lado, siempre me ha caracterizado una piel bastante pálida que se acentuó tras mi muerte y de la que me he enorgullecido toda mi vida, no porque fuera el canon de belleza aristocrático del momento, sino porque, sencillamente, es un tono al que tengo bastante simpatía. No es lo único que cambió de mi apariencia la conversión, pero la mayoría de éstos cambios fueron sutiles y no centrados en un elemento en concreto. Quizás mis rasgos se volvieron más finos y simétricos o mi complexión se volviera más esbelta, pero también puede ser que fuese simplemente el aura de sobrenaturalidad que nos envuelve a nosotros, habitantes de la noche, la que haga el embrujo.
En lo que respecta a mi rostro, podríamos destacar la barba que nunca rasuro por completo, una curiosa mirada de un extraño azul, luminoso y ligeramente verdoso, que tiende a delatar mi estado de ánimo y la cicatriz que cruza mi mejilla izquierda. Por lo demás no quedaría más que mencionar la rectitud de mi nariz, unos labios ciertamente carnosos y unos pómulos levemente marcados. Por otro lado, podríamos decir que mi cabello es un tanto peculiar, pues ni yo mismo sé si clasificarlo como castaño o como cobrizo, ya que varía dependiendo de la luz –y de la opinión del observante–, y su longitud yo clasificaría como media.
Por último, mi vestimenta. Tengo cierta tendencia hacia la sencillez en este aspecto, soliendo evitar cualquier bordado o decoración que sobresalga de lo que considero moderado. A su vez, prefiero utilizar prendas cómodas, sólo reservando el atavío desmedido para ocasiones puntuales que así lo requieran. Por lo general me encuentro confortable con unas botas, pantalones ajustados, una camisa y, para invierno, un abrigo.
En lo que respecta a mi rostro, podríamos destacar la barba que nunca rasuro por completo, una curiosa mirada de un extraño azul, luminoso y ligeramente verdoso, que tiende a delatar mi estado de ánimo y la cicatriz que cruza mi mejilla izquierda. Por lo demás no quedaría más que mencionar la rectitud de mi nariz, unos labios ciertamente carnosos y unos pómulos levemente marcados. Por otro lado, podríamos decir que mi cabello es un tanto peculiar, pues ni yo mismo sé si clasificarlo como castaño o como cobrizo, ya que varía dependiendo de la luz –y de la opinión del observante–, y su longitud yo clasificaría como media.
Por último, mi vestimenta. Tengo cierta tendencia hacia la sencillez en este aspecto, soliendo evitar cualquier bordado o decoración que sobresalga de lo que considero moderado. A su vez, prefiero utilizar prendas cómodas, sólo reservando el atavío desmedido para ocasiones puntuales que así lo requieran. Por lo general me encuentro confortable con unas botas, pantalones ajustados, una camisa y, para invierno, un abrigo.
PSICOLOGÍA
Es lógico pensar que no soy el mismo que fuera hace siglos. Si nos damos cuenta, una persona cambia mucho a lo largo de su vida y, aunque en un vampiro estas transformaciones tienden a ser más lentas, lo cierto es que no somos seres, ni mucho menos, inmutables.
Mis convicciones son relativas. Ya no creo en Dios, aunque, por otro lado, tampoco considero tan descabelladas las ideas de su existencia. ¿Nos ama o nos odia? ¿Somos nosotros aquellos que caímos lejos de su gracia o tan sólo otros seres dentro de la existencia? ¿Y no es la humanidad el culmen de su Creación? Pues yo soy guardián de la misma, no de la persona, sino del conjunto de las mismas. Así como Dios tiene un plan para cada persona, como piezas de un gran engranaje, yo me encargo de ayudar a la máquina a que funcione y avance hacia un mejor futuro. No me preocupo por los individuos, pues la mayoría de ellos son sólo instrumentos prescindibles para un bien mayor y sólo unos pocos, muy pocos, son insustituibles. Y son aquellos los que realmente deben ser protegidos y cuidados. El resto, no más que carne de cañón.
En un principio me sentía algo reticente a alimentarme de los que habían sido -y en parte seguían siendo- mis congéneres. Pero era una necesidad ineludible, así que sabía que no quedaba espacio a duda: tenía que hacerlo. Cierto es que con Radulf resultó más o menos sencillo, ya que él se encargaba de buscar aquellos individuos que eran dañinos para la sociedad, ya que matarles no suponía una grave ofensa para la moral que poseía aquel entonces. Pero la muerte de mi maestro y amante me trastocó y, como ya he mencionado, el grueso del populacho no es digno de un trato especial o de causarme un estado de extrema hambre.
Pero hay otros rasgos que me identifican, que quizás haya conservado de mi vida humana o que, quizás, incluso haya potenciado. Debo reconocer que no soy tan difícil de provocar y que, aunque a veces intento conservar la calma, lo cierto es que resulto algo violento, en especial cuando resultan amenazadas ciertas personas o ciertos conceptos que considero importantes. Por estas discusiones y peleas es por lo que me gané mi sobrenombre. Sin embargo, no todo en mí es serio. También tengo espacio para el divertimento. Dado a que no considero importantes a muchas personas, no tiendo a relacionarme demasiado con humanos, pero sí me gusta compartir el tiempo con aquellos pocos que considero agraciados. El entorno cálido de una taberna me es agradable para estar con estos a los que muchos considerarían meras presas.
Mis convicciones son relativas. Ya no creo en Dios, aunque, por otro lado, tampoco considero tan descabelladas las ideas de su existencia. ¿Nos ama o nos odia? ¿Somos nosotros aquellos que caímos lejos de su gracia o tan sólo otros seres dentro de la existencia? ¿Y no es la humanidad el culmen de su Creación? Pues yo soy guardián de la misma, no de la persona, sino del conjunto de las mismas. Así como Dios tiene un plan para cada persona, como piezas de un gran engranaje, yo me encargo de ayudar a la máquina a que funcione y avance hacia un mejor futuro. No me preocupo por los individuos, pues la mayoría de ellos son sólo instrumentos prescindibles para un bien mayor y sólo unos pocos, muy pocos, son insustituibles. Y son aquellos los que realmente deben ser protegidos y cuidados. El resto, no más que carne de cañón.
En un principio me sentía algo reticente a alimentarme de los que habían sido -y en parte seguían siendo- mis congéneres. Pero era una necesidad ineludible, así que sabía que no quedaba espacio a duda: tenía que hacerlo. Cierto es que con Radulf resultó más o menos sencillo, ya que él se encargaba de buscar aquellos individuos que eran dañinos para la sociedad, ya que matarles no suponía una grave ofensa para la moral que poseía aquel entonces. Pero la muerte de mi maestro y amante me trastocó y, como ya he mencionado, el grueso del populacho no es digno de un trato especial o de causarme un estado de extrema hambre.
Pero hay otros rasgos que me identifican, que quizás haya conservado de mi vida humana o que, quizás, incluso haya potenciado. Debo reconocer que no soy tan difícil de provocar y que, aunque a veces intento conservar la calma, lo cierto es que resulto algo violento, en especial cuando resultan amenazadas ciertas personas o ciertos conceptos que considero importantes. Por estas discusiones y peleas es por lo que me gané mi sobrenombre. Sin embargo, no todo en mí es serio. También tengo espacio para el divertimento. Dado a que no considero importantes a muchas personas, no tiendo a relacionarme demasiado con humanos, pero sí me gusta compartir el tiempo con aquellos pocos que considero agraciados. El entorno cálido de una taberna me es agradable para estar con estos a los que muchos considerarían meras presas.
BIOGRAFÍA
Ahora sí, comenzaré mi historia por el principio. Nací en París y me crié en París, así que mis raíces y mi propia vida –y no-vida– están firmemente ligadas a esta ciudad. Vine al mundo allá por el año 1354, poco después de haber acabado una de las peores pandemias que habría de vivir el continente europeo: la Peste negra. Mi padre había sobrevivido milagrosamente a ella, aunque su anterior esposa había sucumbido a los efectos de la enfermedad. Sin embargo, él entendía mejor que muchos de los que le sucederían que la vida era corta y frágil, por lo que no tardó en desposarse por segunda vez con la mujer que pronto nos engendraría a mí y a mi hermano mellizo, el cual, a juicio de mi padre –y por conveniencias que explicaré más adelante– era el mayor por haber sido dado a luz antes que yo. Nuestro progenitor era el maestro de un taller de ebanistería por lo que nos podíamos considerar afortunados dentro de las clases medias burguesas y ya de pequeños comenzamos a aprender el oficio. Sin embargo, los dos hermanos comenzamos a diferenciarnos pronto pues mi ánimo fuertemente curioso contrastaba con el silencio que caracterizaba a mi hermano. No quiero decir que él fuera un cabeza hueca, desde luego que no, tan sólo que su timidez podía a su interés por preguntar, lo cual sucedía a la inversa en mi caso. Con los años nuestras desemejanzas irían marcándose más y más, aunque siempre conservaríamos un afecto incondicional que perduraría hasta mi muerte.
Durante mis años jóvenes desarrollé cierto desparpajo que me llevó a hacer bastantes amistades y otros tantos rivales, como no resulta raro en los juegos de los niños. Cierto es que no todo mi tiempo era de ocio y que tenía tareas y deberes, aunque estos eran bastante limitados, ya que no se esperaba que un miembro de la clase media de la época tuviese una amplia cultura que, de todas formas, mis padres no podían ofrecerme. Por lo tanto, era analfabeto y mis conocimientos sobre la mayoría de los campos de conocimiento eran más que reducidos. Ahora bien, mi padre era bastante diestro en su trabajo y nos transmitió dicha habilidad a nosotros. Sea como fuere, mi falta de retraimiento terminó convirtiéndose en un problema para él, pues poseía un fuerte temperamento que me incitaba a no callar la boca cuando debía hacerlo y a vengarme en un intento por equilibrar la balanza cuando consideraba que algo resultaba injusto. Por ello terminé siendo considerado un hijo díscolo y sin remedio y, aunque sé que en parte se preocupaba por mí, a la edad de catorce años abandoné la casa de mi familia mortal para pasar a ser aprendiz de otro ebanista de la ciudad, aunque tampoco me faltase tanto por aprender. La teórica razón era que, como mi mellizo era el primogénito, sería el que lo heredaría todo y yo debía buscarme la vida en otro lugar.
La vida allí era diferente. No es que en mi casa todo hubiera sido paz y armonía, pero al menos éramos familia y, por mucho conflicto o incomprensión que pudiese haber, todo descansaba sobre un lecho de amor, se pudiera ver o no. En el nuevo taller esto no sucedía y yo era otro más del montón, alguien que había logrado entrar al lugar gracias a los contactos de su padre y, por lo tanto, no tenía tantos privilegios como anteriormente. El trabajo era más duro y se prolongaba durante más horas, pero al menos adquirí la destreza necesaria como para convertirme en uno de los mejores ebanistas de la ciudad. Me gané nuevas amistades entre mis compañeros, aunque se veía una clara diferencia entre nosotros. Por decirlo de alguna manera, podríamos decir que ellos vivían más en el mundo terrenal mientras que yo me estaba viendo arrastrado hacia un mundo más teórico e intelectual. Ni yo mismo entiendo el porqué de esto, dado que no tenía ningún firme estimulante que me llevase hacia a ello, y, mientras el resto de trabajadores se preocupaban más en prestar sus atenciones al sexo opuesto, yo me ocupaba en hacerme cientos y miles de preguntas acerca de cualquier materia que viniera a mi mente. En un principio todo era sencillo, una curiosidad casi inocente e infantil, pero pronto mis inquietudes se volvieron más enrevesadas y existenciales. Dios o, sobretodo, lo que siglos después se consideraría terreno de la política. ¿Por qué Dios nos relegaba a este mundo de sufrimiento y duro esfuerzo? Y, más importante aún, ¿por qué dejaba que unos de sus hijos explotasen a otros? Así fue como en mi mente comenzó a gestarse una animadversión en contra del maestre al que trabajaba, el cual, a mis ojos, abusaba de nosotros. Pasaron los años y, gracias a mi habilidad, logré mantener mi lugar en el taller como oficial. La verdad era que me hubiera gustado independizarme y ganarme la vida por mi cuenta, pero en aquella sociedad gremial salirme de la asociación hubiera traído consigo pobreza, si no es que directamente una pronta muerte. Tal impotencia no hacía más que acrecentar mi rencor en contra del maestre.
Cuando tenía diecinueve años llegué a mi punto de no más aguante y comencé a sugerir a mis compañeros la idea de mejorar nuestra situación. Había bastantes reticencias en un primer momento, pero poco a poco fui ganando con la lógica sus simpatías. ¿No éramos más que nuestro maestre? ¿No recaía en nosotros el grueso del trabajo y, por lo tanto, no teníamos nosotros más poder? Aquella era nuestra oportunidad, pues la peste había preparado el mundo para que las bases de este cambiasen y las clases superiores comenzaran a perder sus privilegios y ventajas. Les contagié la indignación y mis vistas de oportunismo y nuestro plan se fue concibiendo entre propuestas y cervezas. Pero el destino quiso que la historia siguiese su curso y que las ideas cercanas al socialismo que se gestaría demasiados siglos después no dieran sus frutos en un momento para el que no estaban reservadas. Nunca llegué a saber si fue a causa de un traidor a nuestra causa o por algún comentario en algún inoportuno instante que llegase a oídos del maestre por lo que terminé expulsado del taller. Y muerto el perro, se acabó la rabia.
Prácticamente me convertí en un paria, pues en aquella sociedad gremial me resultaba imposible encontrar trabajo en lo que sabía hacer y pocos querrían contratar en cualquier otro desempeño a alguien con la fama de rebelde. Por lo tanto, me vi en la calle, sin recursos y sin perspectivas. Mi padre no quiso saber nada de mí y, aunque mi hermano se compadeciese de mí, no podía hacer más que pasarme unas pocas monedas que apenas me permitían subsistir. Con el ego herido y un marcado rencor, mis opciones se veían reducidas a alistarme en el ejército, emigrar o mendigar. Cansado de la tercera estaba a punto de dejar París para comenzar a vagar a cualquier lugar al que me llevasen mis pasos cuando algo me retuvo en la ciudad.
No creo en el destino, pero tampoco considero una casualidad que me encontrase precisamente a las puertas de Saint-Germain l'Auxerrois aquella noche. Era febrero y la nieve cubría el barro que hacía las veces de calzada, por lo que el ambiente resultaba gélido. Recuerdo que me hallaba acurrucado bajo una delgada y escueta manta con la cual intentaba tapar el total de mi cuerpo y que la fuerte tiritona que sufría me imposibilitaba conciliar el sueño. Fue entonces cuando una voz me impidió continuar con mi intento por lograr el descanso. Apenas llegué a distinguir alguna palabra a causa de la ventisca, aunque en mi memoria queda grabado el gracioso dato de que el primer sentimiento que viviera fue de fastidio y cierta antipatía. Al girar la mirada, todo cambió. Aquel ser que me había desvelado, aquel de cabello negro cual tizón y mirada que luego podría ver como verdosa se presentó como Radulf d'Auxerre. Debo admitir que al principio me mostré reticente a confiar en él y a dejar que me llevase a su hogar, pero, al final, la necesidad venció al recelo y terminé acompañándole enfundado en mi modesta frazada.
Aquella noche fue bastante turbia y no logro revivir fielmente y con detalles lo que sucedió. Quizás es porque hay varios siglos entre el presente y tal fecha o quizás tan sólo sea a causa de la somnolencia que sufría que no pude retener en mi memoria dichas impresiones. Pero sí recuerdo mi mayúscula sorpresa al encontrarme atravesando las puertas del Hôtel*1 de Soubise al lado de aquel hombre y cuando fui presentado a varios de los que se encontraban en su interior -de los cuales más tarde sabría de su naturaleza- como un nuevo aprendiz. Huelga decir que yo no tenía ni idea de a qué se refería, pero a lo único que podía prestar real atención era al plato de sopa caliente que tenía bajo mis narices. Después de la cena, fui conducido a una habitación decorada con un lujo que jamás podría haber imaginado. Lo cierto es que miraba los tapices y los candelabros de plata con cierto desprecio, comparando aquella vida de despilfarro con los sufrimientos que debía padecer el grueso de la población de aquella, mi nación. Radulf se rió, mencionando que era esa rabia y ese inconformismo ante las injusticias las que le habían inclinado a elegirme. No pude preguntar a qué se refería pues, un instante después, sus labios chocaron con los míos. Me retorcí en sus brazos y forcejeé por liberarme, resistiéndome ante aquella blasfemia que, por supuesto, consideraba errada y antinatural. Pero él era mucho más fuerte de lo que aparentaba y no me dejó escapar; y a cada instante que pasaba me era más difícil mantener mis convicciones y no dejarme llevar por aquel deseo y aquella lujuria que él insuflaba en mí. Fue aquella noche en la que entregué, no tan voluntariamente, mi cuerpo por primera vez, pero también cuando se me desveló un mundo que hasta entonces se me había vedado. Aun recuerdo cómo mi cuerpo temblaba bajo el férreo abrazo de aquellas frías manos. En medio del éxtasis del encuentro carnal, sentí una terrible punzada en el cuello, una intensa intromisión que me imposibilitaba moverme. Y a medida que el dolor avanzaba por mi cuerpo, comencé a sentir cómo se iba mezclando con una sensación de inagotable placer que provocaba una confusa mixtura. Perdido el dominio de mí, me dejé por completo a él.
No sería a la noche siguiente, cuando él me despertara, cuando me explicase que él era un vampiro y que la familia propietaria de aquella residencia, los d'Auxerre, estaba compuesta completamente por vástagos. La verdad es que no acababa de creer todo aquello y tan sólo lo veía como una torcida pesadilla en la que mis sospechas de ser un sodomita, como traición a Dios, me hacían pasar un muy mal rato. Sin embargo, él me hizo desechar aquellas felices ideas. También me explicó que debía darme de su sangre para beber para convertirme en un ghoul, como los criados que había allí, por el mero hecho garantizar que no hablaría con nadie de tales hechos. Política de la casa, explicó. Por supuesto, yo quise urdir un plan para escapar, pero antes de que moviera un dedo Radulf ya me había detenido. Me indicó que la alternativa era morir, por lo que no tuve más remedio que beber de su vitae.
Así fue como comenzaron mis años de entrenamiento, al lado de la persona que me había forzado a tomar dicho camino y a la cual, curiosamente, cada día necesitaba más. Quizás fuese a causa del embrujo de la hemokinesis o quizás al propio de su seductora aura; quizás tan sólo el sentimiento fuera real. Fue una preparación más mental que física, pues no se tenía mucho sentido mejorar mis habilidades como humano si las que recibiría con mi conversión superarían con creces estas. Por lo tanto, podría decir que me volví una rata de biblioteca, a la fuerza, pues nunca tuve demasiado apego a ello y, en cuanto pude, me olvidé de dichas tediosas labores.
Un lustro duró aquella etapa. Cinco largos años que recuerdo casi como cinco decenios. Pero, al fin, el momento que esperaba llegó. El veintitrés de marzo, fecha de mi vigésimo quinto cumpleaños, me despedí del sol al ocaso, consciente de que esa noche, como un par de semanas antes me habían prometido, sería abrazado. Fue una ceremonia íntima entre Radulf y yo en la que él bebió toda la sangre que quedaba en mi cuerpo hasta que éste ya no fue capaz de seguir con vida; después, me dio a beber de su muñeca abierta y la, quizás bendición, quizás maldición, que achacaba su ser pasó a mí. Renací como un d'Auxerre y los miembros de dicha familia portaban una pena añadida. El odio que me habían inculcado contra la familia rival, los de Boudeaux, no era nada comparado a lo que sentía en ese momento. Nacía de mi interior, como si alguien hubiese abierto lo que quedaba de mi alma -si es que quedaba algo de ella- y hubiera instalado allí la visceral aversión que vivía hacia ellos.
Durante la siguiente media centuria fui instruido en mi nueva condición, a la que poco a poco me fui habituando. Claramente, no con mi muerte iba a morir mi forma de pensar, aunque sí debía mutar en algunos aspectos. Ahora me había convertido en un depredador, un cazador de mis antiguos congéneres y eso supuso un verdadero reto en mis primeros años como neonato. Conservaba mis ideas de justicia y de libertad, pero a veces, sencillamente, el hambre era demasiado fuerte como para guardar mis principios. Pese a ello, en aquellos primeros años tomé la determinación de procurar alimentarme sólo de aquellos que consideraba perjudiciales para sus congéneres, lo cual no resultaba tan complicada, teniendo a mi lado a Radulf, que tenía la habilidad de leer las mentes. Después, mis ideales dejarían de ser tan nobles.
No todo en mi nueva familia era paz y armonía. De hecho, había bastante mal ambiente entre algunos miembros. Yo, especialmente, detestaba a un individuo en particular, a cuya descendiente terminé acogiendo casi como mi propia chiquilla, dado el obvio desinterés de éste por ella. Su nombre era, y es, Denisse. Por otro lado, yo sentía que el patriarca de la familia, Vigor, aquel con más años entre nosotros y, por lo tanto, aquel que nos lideraba, tenía cierto desprecio hacia a mí. Prueba de ello fue que, ni aun un siglo y medio después de haber sido convertido, me hubiera aceptado como miembro pleno de la familia y, por lo tanto, me estaban negados muchos privilegios, como el de voto en las tomas de decisiones. Dicho clima hizo que durante la segunda mitad del siglo XVI Radulf y yo dejásemos París para recorrer otros lugares de Europa hasta los primeros años del siglo XVI, no logro recordar la fecha exacta.
Pero el día, o noche, que siempre quedará marcada en mi cabeza es el del veintitrés de abril de 1548. Aquel es otro de los grandes momentos que cambiarían mi existencia, aunque esta vez no sería algo que yo hubiera buscado y cuyos resultados podríamos, quizás, considerar de negativos. Al menos, el hecho en sí fue negativo para mí. No me extenderé mucho en los detalles, pues me resulta doloroso. Lo que sucedió fue que los de Bordeaux idearon un plan por el cual atrajeron a Vigor, el primogénito de aquel entonces, a una trampa a la que éste decidió acudir acompañado por Radulf para garantizar su seguridad. Pero los resultados fueron catastróficos, como sólo puede esperarse, y tanto Vigor como Radulf recibieron la muerte definitiva.
No había pared, ni grilletes suficientemente fuertes como para parar mi furia. Nuestra familia sufrió un duro golpe del que no le costó tanto recuperarse como a mí, pues las leyes de la misma indicaban que era el vampiro con mayor edad aquel el que debía ocupar el puesto de primogenitura con el fin de que no hubiese divisiones entre nosotros o pudiéramos volvernos vulnerables a causa de la falta de liderazgo. Pero yo, oh, no, no había bálsamo que pudiera calmar mi sufrimiento. Había amado a Radulf como a nadie en mi vida y que me lo arrebataran fue una desgracia que, además, quedó acrecentada porque nuestros rivales fueran los perpetradores de la misma. Descubrí que el que asestó el golpe de gracia fue Lorian y no tardé en comenzar a buscar a dicho malnacido. Sin embargo, parecía que la tierra se le había tragado, o que había huido de la ciudad, ya que no quedaba constancia alguna de su presencia en París o pista que indicase su paradero. Mi único alivio fue el lograr secuestrar a Emma, una joven neonata de los de Bordeaux, en cuya carne intenté plasmar todo el llanto que mis ojos no acababan de expulsar. Fue en vano, ni siquiera su defunción logró curar las heridas. Tan sólo el tiempo podría traer la paz. Y, sin embargo, lo único que trajo éste fue una nueva transformación. Me veía envuelto en la amargura, desde luego, y mi lado humano fue mermando hasta el hecho de que mi ánimo y mi espíritu rebelde y justo quedaron eclipsados. Nunca volvería a ser el mismo hombre -si es que a un vampiro se le pude denominar con tal término-. La humanidad pasó de estar configurada por individuos igualmente importantes para ser una masa en la que el bien común importaba más que el individual y en la que sólo determinadas personas lograban destacar, para bien o para mal. Sin Radulf a mi lado ya no tenía forma de distinguir al bueno del malhechor, por lo que mi empatía para con la especia a la que había pertenecido comenzó a difuminarse, hecho que insistió en el afianzamiento de esta nueva moral relativa. Pasé varias décadas dedicándome por completo a mi familia, insistiendo en los lazos que me unían a ellos, hasta que un nuevo movimiento comenzó a gestarse en Francia.
Fue un proceso paulatino en el que ciertas figuras despertaron antes que otras. Algunos, incluso, despertarían demasiado tarde como para su propio bien. Las ideas ilustradas se sumaron al descontento del gran populacho que, a fin y al cabo, lo único que buscaban era poder llevar una vida digna. Como ya se ha dicho, a mí no me interesaban los intereses individuales de cada persona, sino el progreso del conjunto de la población. Por lo tanto, podríamos decir que mis ideales no eran tan cercanos a la monarquía como al de una república dictatorial, pero que luchase por el bien común. Pero sí que apoyé e incentivé estas ideas. ¿No era yo uno de los tantos que daba discursos en las noches de París? Quizás no me escuchasen más que borrachos y prostitutas que no entendían de lo que estaba hablando, pero no podían pasar por alto mi aura y mi presencia, y mis palabras se introducían por sus oídos para afianzar nuevos conceptos en sus conformistas mentes, aun y cuando no acabaran de entender estos. Esta fue una de las formas que utilicé para apoyar el cambio de régimen en Francia que la propia Historia y la sociedad estaban pidiendo a gritos. Mi satisfacción fue mayúscula cuando nuestros objetivos se cumplieron; en mayor o menor medida.
Pero hoy en día las cosas están cambiando y Francia no es la misma nación que antes. Y, por si fuera poco, hay rumores que antes había ignorado por hallarme ocupado con la Revolución, pero que ahora me resultan ineludibles. En ellos hay un nombre grabado: Lorian.
Durante mis años jóvenes desarrollé cierto desparpajo que me llevó a hacer bastantes amistades y otros tantos rivales, como no resulta raro en los juegos de los niños. Cierto es que no todo mi tiempo era de ocio y que tenía tareas y deberes, aunque estos eran bastante limitados, ya que no se esperaba que un miembro de la clase media de la época tuviese una amplia cultura que, de todas formas, mis padres no podían ofrecerme. Por lo tanto, era analfabeto y mis conocimientos sobre la mayoría de los campos de conocimiento eran más que reducidos. Ahora bien, mi padre era bastante diestro en su trabajo y nos transmitió dicha habilidad a nosotros. Sea como fuere, mi falta de retraimiento terminó convirtiéndose en un problema para él, pues poseía un fuerte temperamento que me incitaba a no callar la boca cuando debía hacerlo y a vengarme en un intento por equilibrar la balanza cuando consideraba que algo resultaba injusto. Por ello terminé siendo considerado un hijo díscolo y sin remedio y, aunque sé que en parte se preocupaba por mí, a la edad de catorce años abandoné la casa de mi familia mortal para pasar a ser aprendiz de otro ebanista de la ciudad, aunque tampoco me faltase tanto por aprender. La teórica razón era que, como mi mellizo era el primogénito, sería el que lo heredaría todo y yo debía buscarme la vida en otro lugar.
La vida allí era diferente. No es que en mi casa todo hubiera sido paz y armonía, pero al menos éramos familia y, por mucho conflicto o incomprensión que pudiese haber, todo descansaba sobre un lecho de amor, se pudiera ver o no. En el nuevo taller esto no sucedía y yo era otro más del montón, alguien que había logrado entrar al lugar gracias a los contactos de su padre y, por lo tanto, no tenía tantos privilegios como anteriormente. El trabajo era más duro y se prolongaba durante más horas, pero al menos adquirí la destreza necesaria como para convertirme en uno de los mejores ebanistas de la ciudad. Me gané nuevas amistades entre mis compañeros, aunque se veía una clara diferencia entre nosotros. Por decirlo de alguna manera, podríamos decir que ellos vivían más en el mundo terrenal mientras que yo me estaba viendo arrastrado hacia un mundo más teórico e intelectual. Ni yo mismo entiendo el porqué de esto, dado que no tenía ningún firme estimulante que me llevase hacia a ello, y, mientras el resto de trabajadores se preocupaban más en prestar sus atenciones al sexo opuesto, yo me ocupaba en hacerme cientos y miles de preguntas acerca de cualquier materia que viniera a mi mente. En un principio todo era sencillo, una curiosidad casi inocente e infantil, pero pronto mis inquietudes se volvieron más enrevesadas y existenciales. Dios o, sobretodo, lo que siglos después se consideraría terreno de la política. ¿Por qué Dios nos relegaba a este mundo de sufrimiento y duro esfuerzo? Y, más importante aún, ¿por qué dejaba que unos de sus hijos explotasen a otros? Así fue como en mi mente comenzó a gestarse una animadversión en contra del maestre al que trabajaba, el cual, a mis ojos, abusaba de nosotros. Pasaron los años y, gracias a mi habilidad, logré mantener mi lugar en el taller como oficial. La verdad era que me hubiera gustado independizarme y ganarme la vida por mi cuenta, pero en aquella sociedad gremial salirme de la asociación hubiera traído consigo pobreza, si no es que directamente una pronta muerte. Tal impotencia no hacía más que acrecentar mi rencor en contra del maestre.
Cuando tenía diecinueve años llegué a mi punto de no más aguante y comencé a sugerir a mis compañeros la idea de mejorar nuestra situación. Había bastantes reticencias en un primer momento, pero poco a poco fui ganando con la lógica sus simpatías. ¿No éramos más que nuestro maestre? ¿No recaía en nosotros el grueso del trabajo y, por lo tanto, no teníamos nosotros más poder? Aquella era nuestra oportunidad, pues la peste había preparado el mundo para que las bases de este cambiasen y las clases superiores comenzaran a perder sus privilegios y ventajas. Les contagié la indignación y mis vistas de oportunismo y nuestro plan se fue concibiendo entre propuestas y cervezas. Pero el destino quiso que la historia siguiese su curso y que las ideas cercanas al socialismo que se gestaría demasiados siglos después no dieran sus frutos en un momento para el que no estaban reservadas. Nunca llegué a saber si fue a causa de un traidor a nuestra causa o por algún comentario en algún inoportuno instante que llegase a oídos del maestre por lo que terminé expulsado del taller. Y muerto el perro, se acabó la rabia.
Prácticamente me convertí en un paria, pues en aquella sociedad gremial me resultaba imposible encontrar trabajo en lo que sabía hacer y pocos querrían contratar en cualquier otro desempeño a alguien con la fama de rebelde. Por lo tanto, me vi en la calle, sin recursos y sin perspectivas. Mi padre no quiso saber nada de mí y, aunque mi hermano se compadeciese de mí, no podía hacer más que pasarme unas pocas monedas que apenas me permitían subsistir. Con el ego herido y un marcado rencor, mis opciones se veían reducidas a alistarme en el ejército, emigrar o mendigar. Cansado de la tercera estaba a punto de dejar París para comenzar a vagar a cualquier lugar al que me llevasen mis pasos cuando algo me retuvo en la ciudad.
No creo en el destino, pero tampoco considero una casualidad que me encontrase precisamente a las puertas de Saint-Germain l'Auxerrois aquella noche. Era febrero y la nieve cubría el barro que hacía las veces de calzada, por lo que el ambiente resultaba gélido. Recuerdo que me hallaba acurrucado bajo una delgada y escueta manta con la cual intentaba tapar el total de mi cuerpo y que la fuerte tiritona que sufría me imposibilitaba conciliar el sueño. Fue entonces cuando una voz me impidió continuar con mi intento por lograr el descanso. Apenas llegué a distinguir alguna palabra a causa de la ventisca, aunque en mi memoria queda grabado el gracioso dato de que el primer sentimiento que viviera fue de fastidio y cierta antipatía. Al girar la mirada, todo cambió. Aquel ser que me había desvelado, aquel de cabello negro cual tizón y mirada que luego podría ver como verdosa se presentó como Radulf d'Auxerre. Debo admitir que al principio me mostré reticente a confiar en él y a dejar que me llevase a su hogar, pero, al final, la necesidad venció al recelo y terminé acompañándole enfundado en mi modesta frazada.
Aquella noche fue bastante turbia y no logro revivir fielmente y con detalles lo que sucedió. Quizás es porque hay varios siglos entre el presente y tal fecha o quizás tan sólo sea a causa de la somnolencia que sufría que no pude retener en mi memoria dichas impresiones. Pero sí recuerdo mi mayúscula sorpresa al encontrarme atravesando las puertas del Hôtel*1 de Soubise al lado de aquel hombre y cuando fui presentado a varios de los que se encontraban en su interior -de los cuales más tarde sabría de su naturaleza- como un nuevo aprendiz. Huelga decir que yo no tenía ni idea de a qué se refería, pero a lo único que podía prestar real atención era al plato de sopa caliente que tenía bajo mis narices. Después de la cena, fui conducido a una habitación decorada con un lujo que jamás podría haber imaginado. Lo cierto es que miraba los tapices y los candelabros de plata con cierto desprecio, comparando aquella vida de despilfarro con los sufrimientos que debía padecer el grueso de la población de aquella, mi nación. Radulf se rió, mencionando que era esa rabia y ese inconformismo ante las injusticias las que le habían inclinado a elegirme. No pude preguntar a qué se refería pues, un instante después, sus labios chocaron con los míos. Me retorcí en sus brazos y forcejeé por liberarme, resistiéndome ante aquella blasfemia que, por supuesto, consideraba errada y antinatural. Pero él era mucho más fuerte de lo que aparentaba y no me dejó escapar; y a cada instante que pasaba me era más difícil mantener mis convicciones y no dejarme llevar por aquel deseo y aquella lujuria que él insuflaba en mí. Fue aquella noche en la que entregué, no tan voluntariamente, mi cuerpo por primera vez, pero también cuando se me desveló un mundo que hasta entonces se me había vedado. Aun recuerdo cómo mi cuerpo temblaba bajo el férreo abrazo de aquellas frías manos. En medio del éxtasis del encuentro carnal, sentí una terrible punzada en el cuello, una intensa intromisión que me imposibilitaba moverme. Y a medida que el dolor avanzaba por mi cuerpo, comencé a sentir cómo se iba mezclando con una sensación de inagotable placer que provocaba una confusa mixtura. Perdido el dominio de mí, me dejé por completo a él.
No sería a la noche siguiente, cuando él me despertara, cuando me explicase que él era un vampiro y que la familia propietaria de aquella residencia, los d'Auxerre, estaba compuesta completamente por vástagos. La verdad es que no acababa de creer todo aquello y tan sólo lo veía como una torcida pesadilla en la que mis sospechas de ser un sodomita, como traición a Dios, me hacían pasar un muy mal rato. Sin embargo, él me hizo desechar aquellas felices ideas. También me explicó que debía darme de su sangre para beber para convertirme en un ghoul, como los criados que había allí, por el mero hecho garantizar que no hablaría con nadie de tales hechos. Política de la casa, explicó. Por supuesto, yo quise urdir un plan para escapar, pero antes de que moviera un dedo Radulf ya me había detenido. Me indicó que la alternativa era morir, por lo que no tuve más remedio que beber de su vitae.
Así fue como comenzaron mis años de entrenamiento, al lado de la persona que me había forzado a tomar dicho camino y a la cual, curiosamente, cada día necesitaba más. Quizás fuese a causa del embrujo de la hemokinesis o quizás al propio de su seductora aura; quizás tan sólo el sentimiento fuera real. Fue una preparación más mental que física, pues no se tenía mucho sentido mejorar mis habilidades como humano si las que recibiría con mi conversión superarían con creces estas. Por lo tanto, podría decir que me volví una rata de biblioteca, a la fuerza, pues nunca tuve demasiado apego a ello y, en cuanto pude, me olvidé de dichas tediosas labores.
Un lustro duró aquella etapa. Cinco largos años que recuerdo casi como cinco decenios. Pero, al fin, el momento que esperaba llegó. El veintitrés de marzo, fecha de mi vigésimo quinto cumpleaños, me despedí del sol al ocaso, consciente de que esa noche, como un par de semanas antes me habían prometido, sería abrazado. Fue una ceremonia íntima entre Radulf y yo en la que él bebió toda la sangre que quedaba en mi cuerpo hasta que éste ya no fue capaz de seguir con vida; después, me dio a beber de su muñeca abierta y la, quizás bendición, quizás maldición, que achacaba su ser pasó a mí. Renací como un d'Auxerre y los miembros de dicha familia portaban una pena añadida. El odio que me habían inculcado contra la familia rival, los de Boudeaux, no era nada comparado a lo que sentía en ese momento. Nacía de mi interior, como si alguien hubiese abierto lo que quedaba de mi alma -si es que quedaba algo de ella- y hubiera instalado allí la visceral aversión que vivía hacia ellos.
Durante la siguiente media centuria fui instruido en mi nueva condición, a la que poco a poco me fui habituando. Claramente, no con mi muerte iba a morir mi forma de pensar, aunque sí debía mutar en algunos aspectos. Ahora me había convertido en un depredador, un cazador de mis antiguos congéneres y eso supuso un verdadero reto en mis primeros años como neonato. Conservaba mis ideas de justicia y de libertad, pero a veces, sencillamente, el hambre era demasiado fuerte como para guardar mis principios. Pese a ello, en aquellos primeros años tomé la determinación de procurar alimentarme sólo de aquellos que consideraba perjudiciales para sus congéneres, lo cual no resultaba tan complicada, teniendo a mi lado a Radulf, que tenía la habilidad de leer las mentes. Después, mis ideales dejarían de ser tan nobles.
No todo en mi nueva familia era paz y armonía. De hecho, había bastante mal ambiente entre algunos miembros. Yo, especialmente, detestaba a un individuo en particular, a cuya descendiente terminé acogiendo casi como mi propia chiquilla, dado el obvio desinterés de éste por ella. Su nombre era, y es, Denisse. Por otro lado, yo sentía que el patriarca de la familia, Vigor, aquel con más años entre nosotros y, por lo tanto, aquel que nos lideraba, tenía cierto desprecio hacia a mí. Prueba de ello fue que, ni aun un siglo y medio después de haber sido convertido, me hubiera aceptado como miembro pleno de la familia y, por lo tanto, me estaban negados muchos privilegios, como el de voto en las tomas de decisiones. Dicho clima hizo que durante la segunda mitad del siglo XVI Radulf y yo dejásemos París para recorrer otros lugares de Europa hasta los primeros años del siglo XVI, no logro recordar la fecha exacta.
Pero el día, o noche, que siempre quedará marcada en mi cabeza es el del veintitrés de abril de 1548. Aquel es otro de los grandes momentos que cambiarían mi existencia, aunque esta vez no sería algo que yo hubiera buscado y cuyos resultados podríamos, quizás, considerar de negativos. Al menos, el hecho en sí fue negativo para mí. No me extenderé mucho en los detalles, pues me resulta doloroso. Lo que sucedió fue que los de Bordeaux idearon un plan por el cual atrajeron a Vigor, el primogénito de aquel entonces, a una trampa a la que éste decidió acudir acompañado por Radulf para garantizar su seguridad. Pero los resultados fueron catastróficos, como sólo puede esperarse, y tanto Vigor como Radulf recibieron la muerte definitiva.
No había pared, ni grilletes suficientemente fuertes como para parar mi furia. Nuestra familia sufrió un duro golpe del que no le costó tanto recuperarse como a mí, pues las leyes de la misma indicaban que era el vampiro con mayor edad aquel el que debía ocupar el puesto de primogenitura con el fin de que no hubiese divisiones entre nosotros o pudiéramos volvernos vulnerables a causa de la falta de liderazgo. Pero yo, oh, no, no había bálsamo que pudiera calmar mi sufrimiento. Había amado a Radulf como a nadie en mi vida y que me lo arrebataran fue una desgracia que, además, quedó acrecentada porque nuestros rivales fueran los perpetradores de la misma. Descubrí que el que asestó el golpe de gracia fue Lorian y no tardé en comenzar a buscar a dicho malnacido. Sin embargo, parecía que la tierra se le había tragado, o que había huido de la ciudad, ya que no quedaba constancia alguna de su presencia en París o pista que indicase su paradero. Mi único alivio fue el lograr secuestrar a Emma, una joven neonata de los de Bordeaux, en cuya carne intenté plasmar todo el llanto que mis ojos no acababan de expulsar. Fue en vano, ni siquiera su defunción logró curar las heridas. Tan sólo el tiempo podría traer la paz. Y, sin embargo, lo único que trajo éste fue una nueva transformación. Me veía envuelto en la amargura, desde luego, y mi lado humano fue mermando hasta el hecho de que mi ánimo y mi espíritu rebelde y justo quedaron eclipsados. Nunca volvería a ser el mismo hombre -si es que a un vampiro se le pude denominar con tal término-. La humanidad pasó de estar configurada por individuos igualmente importantes para ser una masa en la que el bien común importaba más que el individual y en la que sólo determinadas personas lograban destacar, para bien o para mal. Sin Radulf a mi lado ya no tenía forma de distinguir al bueno del malhechor, por lo que mi empatía para con la especia a la que había pertenecido comenzó a difuminarse, hecho que insistió en el afianzamiento de esta nueva moral relativa. Pasé varias décadas dedicándome por completo a mi familia, insistiendo en los lazos que me unían a ellos, hasta que un nuevo movimiento comenzó a gestarse en Francia.
Fue un proceso paulatino en el que ciertas figuras despertaron antes que otras. Algunos, incluso, despertarían demasiado tarde como para su propio bien. Las ideas ilustradas se sumaron al descontento del gran populacho que, a fin y al cabo, lo único que buscaban era poder llevar una vida digna. Como ya se ha dicho, a mí no me interesaban los intereses individuales de cada persona, sino el progreso del conjunto de la población. Por lo tanto, podríamos decir que mis ideales no eran tan cercanos a la monarquía como al de una república dictatorial, pero que luchase por el bien común. Pero sí que apoyé e incentivé estas ideas. ¿No era yo uno de los tantos que daba discursos en las noches de París? Quizás no me escuchasen más que borrachos y prostitutas que no entendían de lo que estaba hablando, pero no podían pasar por alto mi aura y mi presencia, y mis palabras se introducían por sus oídos para afianzar nuevos conceptos en sus conformistas mentes, aun y cuando no acabaran de entender estos. Esta fue una de las formas que utilicé para apoyar el cambio de régimen en Francia que la propia Historia y la sociedad estaban pidiendo a gritos. Mi satisfacción fue mayúscula cuando nuestros objetivos se cumplieron; en mayor o menor medida.
Pero hoy en día las cosas están cambiando y Francia no es la misma nación que antes. Y, por si fuera poco, hay rumores que antes había ignorado por hallarme ocupado con la Revolución, pero que ahora me resultan ineludibles. En ellos hay un nombre grabado: Lorian.
Código realizado por erdnussBulle para Sanguinem Maledicta
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Última edición por Adriel d'Auxerre el Dom Feb 16, 2014 1:22 pm, editado 17 veces
Adriel d'Auxerre- Vampiro Clase Alta
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Re: Adriel d'Auxerre; Adriel el iracundo.
CUANDO TERMINES TU FICHA POSTEA AVISANDO
PARA QUE UN MIEMBRO DEL STAFF PASE A REVISARLA.
GRACIAS.
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Asagi Dunkelheit- Vampiro Clase Alta
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Re: Adriel d'Auxerre; Adriel el iracundo.
• FICHA TERMINADA •
Adriel d'Auxerre- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 24/01/2014
Re: Adriel d'Auxerre; Adriel el iracundo.
FICHA APROBADA
BIENVENIDO A VICTORIAN VAMPIRES
TE INVITO A LEER LAS NORMAS QUE TENEMOS EN EL FORO PARA QUE ESTÉS BIEN ENTERADO DE CÓMO SE MANEJA TODO Y ASÍ EVITARTE FUTUROS MAL ENTENDIDOS, Y SI TIENES ALGUNA DUDA O ACLARACIÓN SOBRE CUALQUIER COSA, NO DUDES EN PREGUNTARME A MÍ O A OTRO ADMINISTRADOR, ESTAMOS PARA AYUDARTE.
QUE TE DIVIERTAS.
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Nigel Quartermane- Vampiro/Realeza [Admin]
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