AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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L'obscurité des eaux | Privado
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L'obscurité des eaux | Privado
"Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos"
Alejandra Pizarnik
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos"
Alejandra Pizarnik
—Por favor, no —el ruego salió en un hilo de voz. Donatella estaba arrinconada en una esquina de la amplia habitación, la luz de la luna se filtraba por las ventanas, mantenía los brazos flexionados frente a ella, para cubrirse. Sería en vano, lo sabía, pero el instinto de supervivencia le dictaba otra cosa. ¡Defiéndete! Le exclamaba el inconsciente, pero no existía la menor posibilidad de que eso sucediera.
— ¿Por favor no, qué? —susurró entre dientes. Alessandro sonreía con sorna y se acercaba peligrosamente a su mujer— Eres mi esposa, me debes complacer en todo. Hasta en esto… —movió una vara ante sus ojos.
—Alessandro… —el terror se deprendía de cada poro de su piel.
No supo si gritar cuando la tomó de la muñeca y la atrajo de un tirón hacia él, hacerlo era lo mismo que no; los empleados de la residencia omitían sus ruegos, eran ciegos, sordos y mudos ante los vejámenes a los que era sometida. Apestaba a alcohol y colonia de prostituta, tenía los ojos rojos e hinchados y la ropa sucia y andrajosa. El primer golpe le hizo sangrar la nariz. El hombre le arrancó de un tirón el camisón teñido de rojo, la lanzó contra la cama y el resto, para Donatella, fue historia conocida.
La calidez del viento le acariciaba el rostro y los magullones. Mantenía apretado contra su nariz un pañuelo color amarillo con manchones carmesí. Un ojo ya estaba tornándose morado y múltiples marcas le surcaban los brazos y las piernas. El corsé le apretaba demasiado, y le provocaban un exagerado dolor en la zona de la cintura, las costillas y la espalda. Tenía la frente apoyada en las rodillas, las cuales había alzado. No le importaba que la arena húmeda le arruinase el vestido, ni que se le metiera entre los chapines. Había salido minutos previos al alba, en un carruaje de alquiler, a llorar su suerte. El Sol comenzaba a erigirse tras abandonar el horizonte, y las pinceladas anaranjadas y violetas aún acompañaban la pureza del celeste del cielo. Las estrellas ya se habían apagado, y sólo el Lucero, lejano y altivo, se esforzaba por mantener su brillo titilante a pesar del inminente amanecer. La primavera refulgía en su esplendor, lejanos llegaban los cantos de los pájaros, que revoloteaban animados en sus nidos.
Las lágrimas bordeaban su carita demacrada y maltrecha. Los recuerdos de la noche se sucedían en imágenes esporádicas y se clavaban en su cuerpo en cada inhalación. Le dolía respirar, igual que le dolía vivir. Podía sentir cómo su pecho se contraía ante lo dificultoso que significaba el acto de llevar aire a sus pulmones. Alessandro la había humillado, una vez más, y en la soledad que le otorgaba el sueño placentero y burbujeante que su esposo, había escapado de su lecho nupcial, único testigo del dolor, de la pena, del horror. Se había dirigido a buscar un sosiego que jamás la encontraría, y ataviada como una viuda, cubierto su rostro con una puntilla que ocultase las consecuencias del desquicie, caminó a paso rápido en la oscuridad aún envolvente. Había llegado a donde se encontraban los coches, le había pagado unas monedas a un carrero, al cual le pidió que la llevase lejos. El hombre, un anciano que parecía conocer las penas de todos los seres humanos, se limitó a ayudarla a subir, y luego anduvo por el empedrado parisense hasta detenerse en la playa. Donatella llegó adormecida, y fue el sonido de los cascos de los caballos aminorando su marcha lo que la despertó de esa duermevela agónica.
<<¿Qué hice para que se convirtiera en ese hombre? Es mi culpa, yo lo enfermé, yo lo envenené>> La joven recordaba aquella época en que recibía el cortejo de su por entonces prometido, ambos eran felices. Alessandro era espléndido en todo, un caballero por donde se lo mirase, hasta cuando permanecían solos por unos momentos en una sala, él se comportaba como el príncipe azul. Donatella imaginaba que sería muy feliz a su lado, que juntos formarían la familia que ella no tuvo, y que morirían tomados de la mano siendo muy viejitos. Sabía que su condición era delicada y la hacía constante blanco de desconfianza, por más que se esmerase con creces en demostrar que no deseaba atentar contra la Inquisición. Se llevó la mano al vientre, por puro instinto, y lo presionó, luego aumentó la fuerza, pero allí estaba incrustado ese pequeño fruto de las violaciones a las cuales era sometida. Por más que su marido la golpease, por más brebajes que bebiese, el niño se esmeraba en permanecer dentro suyo. Tenía una tenacidad admirable, debía reconocerlo, pero su existencia la ataría por siempre al monstruo que era padre de la criatura. Cerró un puño y se golpeó a la altura de la boca del estómago, una, dos, tres, cuatro veces, pero su cuerpo estaba demasiado débil y los golpes sólo consiguieron agotarla más. Se mordió el labio, en un impulso por contener el llanto, pero tenía la boca lastimada, y sólo consiguió que las lágrimas saltasen. Maldijo su estupidez, su existencia y la de su hijo.
— ¿Por favor no, qué? —susurró entre dientes. Alessandro sonreía con sorna y se acercaba peligrosamente a su mujer— Eres mi esposa, me debes complacer en todo. Hasta en esto… —movió una vara ante sus ojos.
—Alessandro… —el terror se deprendía de cada poro de su piel.
No supo si gritar cuando la tomó de la muñeca y la atrajo de un tirón hacia él, hacerlo era lo mismo que no; los empleados de la residencia omitían sus ruegos, eran ciegos, sordos y mudos ante los vejámenes a los que era sometida. Apestaba a alcohol y colonia de prostituta, tenía los ojos rojos e hinchados y la ropa sucia y andrajosa. El primer golpe le hizo sangrar la nariz. El hombre le arrancó de un tirón el camisón teñido de rojo, la lanzó contra la cama y el resto, para Donatella, fue historia conocida.
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La calidez del viento le acariciaba el rostro y los magullones. Mantenía apretado contra su nariz un pañuelo color amarillo con manchones carmesí. Un ojo ya estaba tornándose morado y múltiples marcas le surcaban los brazos y las piernas. El corsé le apretaba demasiado, y le provocaban un exagerado dolor en la zona de la cintura, las costillas y la espalda. Tenía la frente apoyada en las rodillas, las cuales había alzado. No le importaba que la arena húmeda le arruinase el vestido, ni que se le metiera entre los chapines. Había salido minutos previos al alba, en un carruaje de alquiler, a llorar su suerte. El Sol comenzaba a erigirse tras abandonar el horizonte, y las pinceladas anaranjadas y violetas aún acompañaban la pureza del celeste del cielo. Las estrellas ya se habían apagado, y sólo el Lucero, lejano y altivo, se esforzaba por mantener su brillo titilante a pesar del inminente amanecer. La primavera refulgía en su esplendor, lejanos llegaban los cantos de los pájaros, que revoloteaban animados en sus nidos.
Las lágrimas bordeaban su carita demacrada y maltrecha. Los recuerdos de la noche se sucedían en imágenes esporádicas y se clavaban en su cuerpo en cada inhalación. Le dolía respirar, igual que le dolía vivir. Podía sentir cómo su pecho se contraía ante lo dificultoso que significaba el acto de llevar aire a sus pulmones. Alessandro la había humillado, una vez más, y en la soledad que le otorgaba el sueño placentero y burbujeante que su esposo, había escapado de su lecho nupcial, único testigo del dolor, de la pena, del horror. Se había dirigido a buscar un sosiego que jamás la encontraría, y ataviada como una viuda, cubierto su rostro con una puntilla que ocultase las consecuencias del desquicie, caminó a paso rápido en la oscuridad aún envolvente. Había llegado a donde se encontraban los coches, le había pagado unas monedas a un carrero, al cual le pidió que la llevase lejos. El hombre, un anciano que parecía conocer las penas de todos los seres humanos, se limitó a ayudarla a subir, y luego anduvo por el empedrado parisense hasta detenerse en la playa. Donatella llegó adormecida, y fue el sonido de los cascos de los caballos aminorando su marcha lo que la despertó de esa duermevela agónica.
<<¿Qué hice para que se convirtiera en ese hombre? Es mi culpa, yo lo enfermé, yo lo envenené>> La joven recordaba aquella época en que recibía el cortejo de su por entonces prometido, ambos eran felices. Alessandro era espléndido en todo, un caballero por donde se lo mirase, hasta cuando permanecían solos por unos momentos en una sala, él se comportaba como el príncipe azul. Donatella imaginaba que sería muy feliz a su lado, que juntos formarían la familia que ella no tuvo, y que morirían tomados de la mano siendo muy viejitos. Sabía que su condición era delicada y la hacía constante blanco de desconfianza, por más que se esmerase con creces en demostrar que no deseaba atentar contra la Inquisición. Se llevó la mano al vientre, por puro instinto, y lo presionó, luego aumentó la fuerza, pero allí estaba incrustado ese pequeño fruto de las violaciones a las cuales era sometida. Por más que su marido la golpease, por más brebajes que bebiese, el niño se esmeraba en permanecer dentro suyo. Tenía una tenacidad admirable, debía reconocerlo, pero su existencia la ataría por siempre al monstruo que era padre de la criatura. Cerró un puño y se golpeó a la altura de la boca del estómago, una, dos, tres, cuatro veces, pero su cuerpo estaba demasiado débil y los golpes sólo consiguieron agotarla más. Se mordió el labio, en un impulso por contener el llanto, pero tenía la boca lastimada, y sólo consiguió que las lágrimas saltasen. Maldijo su estupidez, su existencia y la de su hijo.
Donatella Schiavone- Condenado/Hechicero/Clase Alta
- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 20/11/2013
Re: L'obscurité des eaux | Privado
Y qué es la esperanza,
sino una llama prendida por la ilusión.
sino una llama prendida por la ilusión.
Estaba tan emocionada. Allí, frente al mar, mi corazón latía a mil por hora. Viendo el amanecer, cómo los primeros rayos de sol iluminaban las olas ¿Alguna vez dejaría de emocionarme al verlo? Me parecía, desde luego, imposible. Inclusive notaba mi rostro acalorado, siendo esa una señal de que ya habrían aparecido mis típicos redondeles sonrosados, uno en cada mejilla. Oh, sí, era maravilloso. Y es que adoro la naturaleza y cualquier fenómeno que forme parte de ella. Papá una vez me dijo que había cosas malas malas provocadas por la naturaleza, como ejemplo me puso un.. ¿tsunami? Sí, algo así. Ya ni recuerdo las tonterías que me dijo sobre él. Porque claramente eran tonterías. ¡Nada podría ser malo! La naturaleza cuidaba a los seres vivos, como yo o mi padre, no tenía sentido que nos hiciera daño. Pretendí hacerle caso, porque discutir con él no es nada bueno, es aburrido, él siempre tiene que tener la razón. Eso es algo que aprendí hace ya mucho y que la mayoría de gente que lo conoce sabe también. Nadie discute con Papá.
Volviendo a lo que os contaba.. Ah, sí, aquel maravilloso día en el que vi, por enésima vez, el amanecer. No me cansaré de repetirlo ¡Que maravilloso! Y después, como era costumbre en mi rutina, tocaba un chapuzón. Cortito, porque Papá me observaba desde algún punto no muy lejano. Él siempre me estaba observando. "Si no haces lo que te digo, lo sabré" Decía siempre, con esa voz de autoridad que tanto miedo debería de darme y que, sin embargo, para mi se escuchaba como el cantar de un pajarito. No, lo cierto es que Papá no me daba ningún miedo. Ni su voz, ni su apariencia, ni nada que tuviera que ver con él. Lo único que provocaba en mi (a parte de amor, por supuesto) era enfurecimiento. ¿Cómo era posible que sin verlo, él me viera? Es decir, yo miraba por todos lados y él no estaba por ninguna parte. Pero si me bañaba o hacía algo para desobedecerle, al volver a casa él simplemente lo sabía. Lo sabía todo. Y yo me pregunto ¿Cómo? Por mucho que lo intente, nunca he logrado descubrirlo. ¡Pero algún día lo haré! Algún día lo descubriré en la lejanía observándome y me escaparé sólo para hacerlo rabiar y, por supuesto, ganar. Ganar a Papá siempre era divertido. Bueno, lo sería.. Si ocurriera, seguro que lo sería. Definitivamente lo sería.
Por ese motivo, a pesar de estar aparentemente sola, no pude pasar más de cinco (a lo sumo diez) minutos dentro del agua. Con lo a gusto que se estaba ¡Que rabia!
Mucho rato después, habiéndome dejado caer en la arena y echado una pequeña siestecita (bueno, sólo descansaba los ojos, en realidad), un peculiar sonido de pisadas se coló en lo que hasta ahora habían sido sólo murmullos del mar. En cuanto abrí los ojos y miré por encima de mi cabeza, observé a una figura oscura que se acercaba. Raro. A esas horas nunca había nadie. No, al menos, en ese lado de la playa (algo alejado de lo que era la parte principal) que había encontrado hacía ya tantos meses. En este lugar podía estar tranquila, en silencio. Nada que ver con el lado más concurrido en el que siempre había alguien, no importaba la hora. Por eso aquella figura me alertó de alguna manera. Entrecerré los ojos, intentando perfilar la imagen del desconocido. Se paró para, acto seguido, hacer un movimiento raro con sus manos. ¿Se estaba.. pegando así mismo? No, tenía que estar viendo mal.
Tal era mi curiosidad que me fue imposible no levantarme al instante y acercarme, con sigilo. No parecía haberse percatado de mi presencia, muy al contrario de mi, que la había captado nada más poner un pie en la arena.
— ¿Por qué haces eso? — ... — Papá me ha dicho que nunca hay que pegar.. En realidad me dijo que no debía pegar a nadie, pero eso también significa que no debo pegarme a mi misma ¿No? En realidad, ¿Por qué querría pegarme? —
La miré dubitativamente y casi al instante se me cambió el rostro a una expresión de culpabilidad mientras escuchaba la voz de Papá en mi cabeza: "Nunca hables con desconocidos".
Volviendo a lo que os contaba.. Ah, sí, aquel maravilloso día en el que vi, por enésima vez, el amanecer. No me cansaré de repetirlo ¡Que maravilloso! Y después, como era costumbre en mi rutina, tocaba un chapuzón. Cortito, porque Papá me observaba desde algún punto no muy lejano. Él siempre me estaba observando. "Si no haces lo que te digo, lo sabré" Decía siempre, con esa voz de autoridad que tanto miedo debería de darme y que, sin embargo, para mi se escuchaba como el cantar de un pajarito. No, lo cierto es que Papá no me daba ningún miedo. Ni su voz, ni su apariencia, ni nada que tuviera que ver con él. Lo único que provocaba en mi (a parte de amor, por supuesto) era enfurecimiento. ¿Cómo era posible que sin verlo, él me viera? Es decir, yo miraba por todos lados y él no estaba por ninguna parte. Pero si me bañaba o hacía algo para desobedecerle, al volver a casa él simplemente lo sabía. Lo sabía todo. Y yo me pregunto ¿Cómo? Por mucho que lo intente, nunca he logrado descubrirlo. ¡Pero algún día lo haré! Algún día lo descubriré en la lejanía observándome y me escaparé sólo para hacerlo rabiar y, por supuesto, ganar. Ganar a Papá siempre era divertido. Bueno, lo sería.. Si ocurriera, seguro que lo sería. Definitivamente lo sería.
Por ese motivo, a pesar de estar aparentemente sola, no pude pasar más de cinco (a lo sumo diez) minutos dentro del agua. Con lo a gusto que se estaba ¡Que rabia!
Mucho rato después, habiéndome dejado caer en la arena y echado una pequeña siestecita (bueno, sólo descansaba los ojos, en realidad), un peculiar sonido de pisadas se coló en lo que hasta ahora habían sido sólo murmullos del mar. En cuanto abrí los ojos y miré por encima de mi cabeza, observé a una figura oscura que se acercaba. Raro. A esas horas nunca había nadie. No, al menos, en ese lado de la playa (algo alejado de lo que era la parte principal) que había encontrado hacía ya tantos meses. En este lugar podía estar tranquila, en silencio. Nada que ver con el lado más concurrido en el que siempre había alguien, no importaba la hora. Por eso aquella figura me alertó de alguna manera. Entrecerré los ojos, intentando perfilar la imagen del desconocido. Se paró para, acto seguido, hacer un movimiento raro con sus manos. ¿Se estaba.. pegando así mismo? No, tenía que estar viendo mal.
Tal era mi curiosidad que me fue imposible no levantarme al instante y acercarme, con sigilo. No parecía haberse percatado de mi presencia, muy al contrario de mi, que la había captado nada más poner un pie en la arena.
— ¿Por qué haces eso? — ... — Papá me ha dicho que nunca hay que pegar.. En realidad me dijo que no debía pegar a nadie, pero eso también significa que no debo pegarme a mi misma ¿No? En realidad, ¿Por qué querría pegarme? —
La miré dubitativamente y casi al instante se me cambió el rostro a una expresión de culpabilidad mientras escuchaba la voz de Papá en mi cabeza: "Nunca hables con desconocidos".
Niklaus Hohenstaufen- Humano Clase Media
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 14/01/2014
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