AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La cena de los insensatos.
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La cena de los insensatos.
Arme las pistolas que llevaba entre el corsé y mi piel. Dejándolas cargadas, preparadas y listas. Solo necesitaba quitar el seguro y podría dar rienda suelta a la danza de pólvora para la que me habían adiestrado a bailar.
Ajuste las dagas que llevaba ocultas en los ligeros, el cinturón de la falda, las mangas y las botas. Estirando mis brazos y mi cuello ante el peso extra de las armas que llevaba conmigo por simple precaución. Apreté mis puños y resople ante el espejo, hastiada del pomposo y cursi vestido que me había puesto. -El obsequio del anfitrión.- Definitivamente, prefería la vestimenta de cuando iba a montar. ¿Quién iba a decir que llevar pantalones iba a ser tan cómodo de vestir?
Todo hubiera parecido normal y dentro de lo "cotidiano" si no fuera por el aura misteriosa e intrigante que parecia rodear a cada minimo detalle de lo que al palacio acontecia.
Pues no se conocia ni al propietario, ni informacion alguna sobre lo que se hacia en aquella lujosa residencia habitualmente.
Habría desistido de ir, pero el anfitrión o anfitriona se había encargado de hacernos ir obligatoriamente y no con una amenaza ni con un reto. Sino con un robo.
¿Qué, que me habían robado a mi?...Una insensatez como una catedral. Un pequeño y sencillo broche, que ni siquiera era mío.
No habría supuesto tanto para mí, si aquella joya me la hubiera dado cualquier persona…Pero resulta, que este pequeño y mínimo detalle, me lo había prestado Gerard. Colocándolo como decorado en mi vestido, en una de las tantas misiones en las que nos habíamos visto envueltos dentro de las altas esferas de la sociedad. No habría significado nada de haber sido cualquier otra cosa. Pero sabía con certeza que aquel objeto, -cual amuleto- era importante para él. Era mi deber hacer que me lo entregaran para devolvérselo.
Las dos puertas de roble fueron abiertas de par en par mostrándome una elegante sala de baile, donde se hallaba dispuesta una gran y elegante mesa, con banquetes dignos de un rey. Me acerque para contemplar a los invitados, sintiendo que se me erizaba la piel ante mis nuevos acompañantes…
¿Qué les habrían robado a ellos? ¿Conocerían al enigmático anfitrión?...Me olía a chamusquina, a encerrona sino…¿por qué habrían reunido a un grupo tan dispar allí?
Ajuste las dagas que llevaba ocultas en los ligeros, el cinturón de la falda, las mangas y las botas. Estirando mis brazos y mi cuello ante el peso extra de las armas que llevaba conmigo por simple precaución. Apreté mis puños y resople ante el espejo, hastiada del pomposo y cursi vestido que me había puesto. -El obsequio del anfitrión.- Definitivamente, prefería la vestimenta de cuando iba a montar. ¿Quién iba a decir que llevar pantalones iba a ser tan cómodo de vestir?
...
Me hallaba en el lujoso palacio de un anfitrión desconocido. Se rumoreaba de una mujer. Pero no tenía ni idea de quien se trataba, lo único que sabía era que había invitado a un número limitado de personas, guiándonos a quedarnos allí unos días. Todo hubiera parecido normal y dentro de lo "cotidiano" si no fuera por el aura misteriosa e intrigante que parecia rodear a cada minimo detalle de lo que al palacio acontecia.
Pues no se conocia ni al propietario, ni informacion alguna sobre lo que se hacia en aquella lujosa residencia habitualmente.
Habría desistido de ir, pero el anfitrión o anfitriona se había encargado de hacernos ir obligatoriamente y no con una amenaza ni con un reto. Sino con un robo.
¿Qué, que me habían robado a mi?...Una insensatez como una catedral. Un pequeño y sencillo broche, que ni siquiera era mío.
- Broche:
No habría supuesto tanto para mí, si aquella joya me la hubiera dado cualquier persona…Pero resulta, que este pequeño y mínimo detalle, me lo había prestado Gerard. Colocándolo como decorado en mi vestido, en una de las tantas misiones en las que nos habíamos visto envueltos dentro de las altas esferas de la sociedad. No habría significado nada de haber sido cualquier otra cosa. Pero sabía con certeza que aquel objeto, -cual amuleto- era importante para él. Era mi deber hacer que me lo entregaran para devolvérselo.
...
Diecisiete minutos más tarde, mientras me encaminaba por el largo y lúgubre pasillo. Me encontré con la gran puerta donde se hallaban todos los invitados de tal macabra y siniestra reunión de anónimos. Escuchando la extraña melodia que provenia del interior.Las dos puertas de roble fueron abiertas de par en par mostrándome una elegante sala de baile, donde se hallaba dispuesta una gran y elegante mesa, con banquetes dignos de un rey. Me acerque para contemplar a los invitados, sintiendo que se me erizaba la piel ante mis nuevos acompañantes…
- La sala de baile:
¿Qué les habrían robado a ellos? ¿Conocerían al enigmático anfitrión?...Me olía a chamusquina, a encerrona sino…¿por qué habrían reunido a un grupo tan dispar allí?
Daél de Vries- Cazador Clase Alta
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Re: La cena de los insensatos.
Me chupé los dedos una vez más, apurando hasta el último resquicio de sangre humana que se escondiera picaronamente bajo mis uñas, relamiéndome luego los labios y finalmente, usando la servilleta para dejar impecables mis seductores labios varoniles.
- Eres exquisita, querida.- añadí, dando una fuerte palmada en los glúteos de Penélope, la cuál se quejó entre dientes mientras se masajeaba el lugar que fue aporreado.- ¿Te he dicho ya cuánto me gusta tu diminutivo? ¡Te favorece tanto!- bromeé, mirándole de arriba abajo sin disimulo alguno, ignorando su fulminación.- ¿Crees que aún nos da tiempo de uno rapidito, muñeca?
Posé las yemas de mis dedos sobre la piel de sus muslos desnudos, sintiendo su calor irradiar por su piel, excitándome al instante, aguándome la boca un sabor animal entre miel y sal, enloqueciéndome aquella mujer de sinuosas curvas españolas. ¡Ay, cuánto deseaba acariciar las cuerdas de su guitarra! ¡Morder sus labios al besarlos! ¡Y caer en su trampa de sensualidad! ¡Calmar mi sed y de su boca beber! ¡Sentirme su dueño una vez más!
Me mordí los labios y la muchacha retrocedió a gatas por la gran mesa de mi salón, viendo en sus ojos el terror del que teme por su suerte. Me alcé lentamente del trono, mirándola con ferviente deseo desenfrenado. Me arremangué las mangas de mi camisa blanca. Deshice el nudo de mi corbata. Desabroché tres botones de mi chaleco. Y entonces...
- ¡Monsieur! ¡Monsieur!- gritó la voz cantarina de una de mis siervas, la menos agraciada de todas ellas y cuyo nombre no recuerdo.
Puse los ojos en blanco, resoplando.
- No seas envidiosa. Ya te daré lo tuyo en otro momento. ¿No ves que me reclama otra entrepierna?-reí, haciendo caso omiso a los gritos de la mujer, que sin dilación entró apresuradamente en el salón, saltándose una de mis normas de oro para trabajar en mi castillo. Giré el rostro hacia ella, contemplando su escueto uniforme de trabajo conformado por un pequeñísimo delantal que a penas le cubría su entrepierna y los pezones de sus voluptuosos senos de mujer. Quizás no era tan fea, me dije. ¿La podría perdonar por el modo en el que entró?
- ¡Monsieur, su cuadro!
Parpadeé.
- ¿Qué cuadro? ¿De qué hablas?- le pedí con calma, sentándome sobre la mesa, de pronto cansado.
- ¡Ha desaparecido su retrato!
Abrí los ojos, se me desencajó la mandíbula, arañé la cara madera que componía la mesa, me erguí de un brinco, repeiné mis cabellos y entonces, grité:
- ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
Acto seguido, me dejé caer sobre mis propias rodillas ancladas al suelo, llevándome las manos a la cabeza en un llanto ahogado.
- ¡A Dios pongo por testigo... QUE ENCONTRARÉ AL LADRÓN!-juré, alzando un puño al aire y mirando al horizonte.
- Cof cof.- interrumpió la testigo de semejantes y atroces hechos.- En realidad, el ladrón dejó una carta, señor.
Parpadeé de nuevo, aclarándome la garganta y el nudo de mi corbata desabrochada, anudándola antes de abrochar también los botones de mi camisa, irguiéndome del suelo para encaminarme hacia ella y el sobre que sostenía entre los dedos de su mano, quitándoselo con brusquedad y desdén.
- Ya podrías haber empezado por ahí.- refunfuñé, dándole la espalda para leer la carta en voz baja, sabiendo que las mozas allí presentes querrían cotillear sobre lo acontecido.
Tras un tercer repaso de las palabras allí escritas reduje la carta a una bola de papel inservible, manteniéndole en mi puño mientras me daba la vuelta para encarar a mi sierva de precioso delantal.
- Prepara los caballos, mi carruaje y mi equipaje. Partiré en breve. ¡Oh, no olvides prepararme un buen bocado, el viaje será largo!
Tras mi espumoso baño de rigor con la compañía de varias mozas que se cercioraron de dejarme como un pincel, me reuní en el jardín con el conductor del carruaje, dando así el visto bueno a mi equipaje seleccionado para poner entonces rumbo hacia una residencia poco conocida y de cuyo inquilino no sabía nada. ¿A caso importaba? Me bastó el aroma femenino en la invitación y el juego de lo misterioso para despertar en mí el interés. Más allá, por supuesto, de recuperar una pieza espléndida obra de mi propia hermana Roxanne y que no permitiría que me fuera robada sin antes pagar un precio por ello: por ejemplo, un par de azotes en el trasero y... lo que surgiera.
- Eres exquisita, querida.- añadí, dando una fuerte palmada en los glúteos de Penélope, la cuál se quejó entre dientes mientras se masajeaba el lugar que fue aporreado.- ¿Te he dicho ya cuánto me gusta tu diminutivo? ¡Te favorece tanto!- bromeé, mirándole de arriba abajo sin disimulo alguno, ignorando su fulminación.- ¿Crees que aún nos da tiempo de uno rapidito, muñeca?
Posé las yemas de mis dedos sobre la piel de sus muslos desnudos, sintiendo su calor irradiar por su piel, excitándome al instante, aguándome la boca un sabor animal entre miel y sal, enloqueciéndome aquella mujer de sinuosas curvas españolas. ¡Ay, cuánto deseaba acariciar las cuerdas de su guitarra! ¡Morder sus labios al besarlos! ¡Y caer en su trampa de sensualidad! ¡Calmar mi sed y de su boca beber! ¡Sentirme su dueño una vez más!
Me mordí los labios y la muchacha retrocedió a gatas por la gran mesa de mi salón, viendo en sus ojos el terror del que teme por su suerte. Me alcé lentamente del trono, mirándola con ferviente deseo desenfrenado. Me arremangué las mangas de mi camisa blanca. Deshice el nudo de mi corbata. Desabroché tres botones de mi chaleco. Y entonces...
- ¡Monsieur! ¡Monsieur!- gritó la voz cantarina de una de mis siervas, la menos agraciada de todas ellas y cuyo nombre no recuerdo.
Puse los ojos en blanco, resoplando.
- No seas envidiosa. Ya te daré lo tuyo en otro momento. ¿No ves que me reclama otra entrepierna?-reí, haciendo caso omiso a los gritos de la mujer, que sin dilación entró apresuradamente en el salón, saltándose una de mis normas de oro para trabajar en mi castillo. Giré el rostro hacia ella, contemplando su escueto uniforme de trabajo conformado por un pequeñísimo delantal que a penas le cubría su entrepierna y los pezones de sus voluptuosos senos de mujer. Quizás no era tan fea, me dije. ¿La podría perdonar por el modo en el que entró?
- ¡Monsieur, su cuadro!
Parpadeé.
- ¿Qué cuadro? ¿De qué hablas?- le pedí con calma, sentándome sobre la mesa, de pronto cansado.
- ¡Ha desaparecido su retrato!
Abrí los ojos, se me desencajó la mandíbula, arañé la cara madera que componía la mesa, me erguí de un brinco, repeiné mis cabellos y entonces, grité:
- ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
Acto seguido, me dejé caer sobre mis propias rodillas ancladas al suelo, llevándome las manos a la cabeza en un llanto ahogado.
- ¡A Dios pongo por testigo... QUE ENCONTRARÉ AL LADRÓN!-juré, alzando un puño al aire y mirando al horizonte.
- Cof cof.- interrumpió la testigo de semejantes y atroces hechos.- En realidad, el ladrón dejó una carta, señor.
Parpadeé de nuevo, aclarándome la garganta y el nudo de mi corbata desabrochada, anudándola antes de abrochar también los botones de mi camisa, irguiéndome del suelo para encaminarme hacia ella y el sobre que sostenía entre los dedos de su mano, quitándoselo con brusquedad y desdén.
- Ya podrías haber empezado por ahí.- refunfuñé, dándole la espalda para leer la carta en voz baja, sabiendo que las mozas allí presentes querrían cotillear sobre lo acontecido.
Tras un tercer repaso de las palabras allí escritas reduje la carta a una bola de papel inservible, manteniéndole en mi puño mientras me daba la vuelta para encarar a mi sierva de precioso delantal.
- Prepara los caballos, mi carruaje y mi equipaje. Partiré en breve. ¡Oh, no olvides prepararme un buen bocado, el viaje será largo!
Tras mi espumoso baño de rigor con la compañía de varias mozas que se cercioraron de dejarme como un pincel, me reuní en el jardín con el conductor del carruaje, dando así el visto bueno a mi equipaje seleccionado para poner entonces rumbo hacia una residencia poco conocida y de cuyo inquilino no sabía nada. ¿A caso importaba? Me bastó el aroma femenino en la invitación y el juego de lo misterioso para despertar en mí el interés. Más allá, por supuesto, de recuperar una pieza espléndida obra de mi propia hermana Roxanne y que no permitiría que me fuera robada sin antes pagar un precio por ello: por ejemplo, un par de azotes en el trasero y... lo que surgiera.
Jäeger J. Délvheen- Vampiro Clase Alta
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