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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Benoyce Bell Mar Mar 25, 2014 5:58 pm

Había sido una semana larga y se reducía a lo de siempre, dormir en el teatro a eso de las 3:00hrs  de la mañana con las hermosas melodías, despertar a las 9:00hrs  para ir a ver a Ragna al mercado y a eso de las 12:00hrs  a las 18:00hrs  ayudar al relojero para que luego de eso, además de comer algo, pudiera volver a los tejados a hacer su adorado trabajo. Pero aquel día tenía algo especial, los viejos en el oficio le habían invitado a tomar unas copas en felicitaciones por sus próximos 18 años. Les veía en los tejados de vez en cuando pero sus charlas se reducían al intercambio de una que otra palabra, solo con John se llevaba “bien”, ya que este era quien le había llevado a Paris desde Inglaterra, quien había prometido cuidarlo teniendo él solo 14 años  y sin duda lo había hecho, al menos Benoyce no andaba muriendo por inanición solo en algún callejón de Paris.

Al caer la noche todos se juntaron en la taberna y aunque a Benoyce no le agradaba ese aroma embriagante del alcohol no le quedaba más que ir con su mejor cara, aceptar las felicitaciones y escuchar las historias que había escuchado una y mil veces de aquellos ancianos que no les quedaba más que traer a la mesa aquellos recuerdos polvorientos de lo que alguna vez fue, sintiéndose felices por ellos pero teniendo claro que no los tendrían nuevamente. Llego al punto de encuentro dudando si entrar mientras observaba por la ventana que en un rincón del lugar estaban ya todos felices conversando de cosas que no le llamaban la atención, 8 hombres de entre 40 a 50 años, bastante delgados, canosos, arrugados y ninguno tenía todos sus dientes. Benoyce observo unos segundos más antes de retroceder dispuesto a desaparecer en la oscuridad de la noche, pensaba en seguir la monotonía de sus día y si alguien le preguntaba porque no había asistido simplemente diría que tuvo un trabajo de último momento pero su plan fue interrumpido por una mano en su hombro que le sujeto con fuerza – De esta no te escapas, Beny… -le murmuraron bastante cerca pero no tuvo ni que voltear al rostro a su “captor” para saber que se trataba de John el único hombre que era la excepción del grupo de ancianos ya que este no pasaba de los 25 – Olvídalo, John… no quiero participar en esto, no quiero gastar mi noche en historias ridículas y viejos borrachos… además, mi nombre es Benoyce, no es “Benny” – dijo estas últimas palabras imitando la voz del mayor. Disfrutaba de la soledad, de la altura y la brisa además de las estrellas como compañía y que le rompieran esos momentos le disgustaba.

-Ya basta, solo quieren hacer algo bueno por ti, se amable… además… dicen que esta noche los viejos tienen historias interesantes que contar – dijo con voz calmada, no era de esas personas que se irritaban con facilidad y con el tiempo había aprendido a controlar la mala actitud de Benoyce cuando se topaba con ella – Historias aburridas y viejas que han contado desde que el mundo es mundo… - dijo aburrido de esa charla e intentando zafarse del agarre del mayor para irse rumbo al tejado, pero apenas dio un paso fue jalado nuevamente – Las historias son aburridas cuando el que escucha en realidad no sabe escuchar… - y aquellas palabras le llevaron a acceder a aquella junta absurda. Pero no fue porque le encontrara la razón, era simplemente por saber cuándo insistente podía llegar a ser John y entre más pronto entrara más pronto podría decir que ya debía irse.

Llegaron juntos y recibieron una bienvenida afectuosa mientras les ofrecían asiento y les dejaban un trago enfrente a cada uno, a Ben le daba risa el ver aquellos rostros llenos de hollín a la luz de las velas, ya que, hacían que dejaran de parecer personas, parecían espectros de humo y cenizas, llegaba a parecer que el hollín estuviera mezclado con su carne y que aunque se restregaran con una esponja un millón de veces el hollín siempre seguiría allí. Por parte de Ben solo tenía un poco sucia la nariz y la mejilla derecha.

La noche transcurrió lenta para el menor de los presentes que escuchaba con una sonrisa amable pero pensando en que momento sería mejor para retirarse, sin embargo, aquel pensamiento de querer escapar de aquella reunión se vio perturbado ante las palabras del más viejo de los presentes  que comenzó a hablarle como si no hubiera nadie más y mientras lo hacia todos seguían conversando entre ellos como si nada pasara, estaban ebrios, hasta John estaba diciendo incoherencias, pero aquel anciano que tenía escasos cabellos en su cabeza al igual que dientes en su boca  parecía bastante sobrio – Benoyce, tu aun eres joven, debes cuidarte de los tejados. Seguramente te parecerán estupideces pero nosotros que tenemos más años hemos visto y oído cosas que no te imaginarias… no te dejes seducir por la oscuridad y la soledad - dijo para luego levantarse para irse, Ben no comprendió mucho el punto de sus palabras, también había visto cosas sorprendentes en los tejados, muchos muertos, muchas historias de amores imposibles, hasta en esa semana había sacado de una chimenea a un mono muerto que la dueña del hogar aseguraba se había perdido hace mucho tiempo. Pero la frase “No te dejes seducir por la oscuridad” no la comprendía, lo de la soledad era tema aparte, estaba embelesado por aquella soledad que le dejaba vagar por sus pensamientos.

Pero antes de poder decir algo uno de los ebrios hablo pasando un brazo por el hombro de Ben – Si! Cosas muy extrañas, la otra noche vi algo parecido a un águila una muy grande que aprecia devorarse una persona…. Digo que es un águila porque pues… estaba lejos ¿Qué se yo? – dijo hipeándose a medida que mencionaba las palabras y Ben intentaba escapar de su asqueroso aliento. Cuando ya se había zafado del agarre otro hombre hablo, pero esta vez no era de los del grupo, era un hombre que había estado escribiendo cerca de su mesa pero ajeno al bullicio que estaban causando – Eso es cierto, yo también lo he visto… pero no era un águila, claro que no! . Tenía cuerpo humano, más específico, era una mujer, de cabellos rojizos y labios carmesín de los cuales salía un hilo de sangre, la vi mientras parecía morder el cuello de un hombre…. Fue…. Fue algo horripilante, cuando me vio entre rápidamente al lugar más cercano creo que tuve suerte si ese lugar no hubiera estado lleno de gente seguramente me hubiera matado a mí también… luego salto a los tejados con facilidad y se fue… - finalizo mientras John y el resto se reían de su relato pero Ben había escuchado atentamente, muchas veces había encontrado a personas muertas por los callejones pero eran muertes visualmente extrañas… además ahora que lo pensaba el mismo había visto una vez un ser que corría por los tejados, de techo en techo como si no fuera complicado  - VAMOS BENOYCE!, toma un trago estamos aquí para celebrarte a ti y estas escuchando a viejos locos… - dijo John entregándole un trago. Benoyce no lo dudo más y simplemente acabo por beber.

Al cabo de un rato, debían ser las 2:00 de la mañana el cielo estaba negro como la boca de lobo, y Ben caminaba tambaleándose un poco en los callejones, sin importarle morir esa noche, estaba muy embriagado y no por el alcohol si no que por la sensación de que todo lo real era una mierda, todo ese mundo tan… simple y frágil le asqueaba, su propia fragilidad le parecía una mierda. Y acabo sobre unos tejados antes de darse cuenta, se sentó con la botella en la mano, aun podía decir cosas cuerdas, pero ¿Qué más diría?, a quien se dirigiría… no había nadie y jamás lo habría. Estaba solo, cayendo en el abismo gobernado por sus propios fantasmas y moriría, acabaría igual que los viejos que detestaba contando historias de la decepción que era para él la realidad y nada lo cambiaria, no había salvación en aquel juego de la vida pues la realidad solo te ofrecía un tiempo determinado para intentar encontrar respuestas…. O tal vez para vivir… pero ¿Para qué vivir atormentado de preguntas que no puedes responderte?, eso no es vivir.

Estaba agitado tirado en el tejado plano de aquellos extraños callejones, observaba la luna y lo hizo por mucho tiempo hasta que algo se quebró dentro de él, debía haber algo más… una esperanza algo en lo cual creer y no, no se refería a un Dios, por lo que se levantó con la botella en la mano, observando a su alrededor, tenía claro que podía tropezar y la caída lo mataría pero aun así estaba de pie y tambaleándose - ¿Acaso existen?.....¡¿ACASO EXISTEN?!...¡¿ESE “ALGO,” ESOS seres?! … Salgan! SALGAN Y MUESTRENSE DE UNA BUENA VEZ, AQUÍ LES ESPERO!... tengo…. Tengo trago por si gustan!! – dijo alzando la botella con una leve sonrisa, nunca se embriagaba, misteriosamente era muy resistente al alcohol pero lo que lo conducía ahora era otra cosa. Apretó con fuerza el cuello de la botella y la lanzo contra el propio tejado estrellándola contra este – SALGAN, SALGAN!!...aquí les espero… - murmuro sus últimas palabras cayendo sentado nuevamente en el tejado, sentía que ya se había desahogado.


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Mensaje por Adriel d'Auxerre Sáb Abr 12, 2014 5:13 pm

En aquella velada en particular, Adriel d'Auxerre se veía cargado por un irritable ánimo. Como cada noche en la que no tuviese ninguna tarea inmediata que le ocupara, se hallaba sentado en su sillón predilecto de una de sus salas favoritas de la residencia que habitaba junto a una parte de su familia, con whiskey en vaso y vaso en mano. Así era como observaba sereno una chimenea que resultaba aun más insulsa por la carencia de fuego en ella, siendo pasto de esa ristra de perturbadores pensamientos que ascendían con insistencia a apoderarse de su intelecto. No eran ellos la causa de su malestar, sino que dicho contratiempo contribuía a acrecentar el pesimismo con el que contemplaba éstos. Y el asunto en cuestión no era otro sino el haberse despertado antes de la hora correspondiente, lo cual le molestaba exageradamente debido a verse encerrado dentro de aquellas fastuosas paredes sin otra opción que esperar a que el astro diurno decidiera esconderse al fin bajo la línea del horizonte. Aun cuando las manecillas del reloj ya hubieran completado un par de veces su ciclo una vez ya terminado el ocaso, su estado seguía siendo igual de airado. Y tal calado de la contrariedad era debido a que, ante todo, Adriel era alguien libre y le contrariaba que de alguna manera le coartaran tal atributo.

Llevó el vidrio a sus labios y derramó parte del contenido por su garganta. Una simple mueca fue toda la expresión que mostró ante su disgusto, tanto interno como externo. Los presagios inundaban su razón con recuerdos y advertencias que no eran del gusto del vástago, llevándole nuevamente a ese estado en el que se había visto sumido tal cantidad de veces en las últimas semanas que empezaba a volverse monótono y repetitivo. En otras palabras, empezaba a acostumbrarse a él y esto era algo que no quería ni se podía permitir por dos razones que se le viniesen a mente en ese preciso instante. La primera era la guerra que parecía estar gestándose en el suelo de París, en la cual su sangre formaba uno de los bandos involucrados, y la segunda que tal pesadumbre amenazaba con minar su habitual humor hasta convertir la apacible sonrisa en una sombría expresión carente de vida. Y, como método de remedio, o quizás sencillamente por el cansancio que le acarreaba la nula actividad, dejó el recipiente en una mesilla de roble y tranquilamente se levantó.

Su hermana no había aparecido y a aquellas alturas dudaba de que fuera a hacer acto de presencia. Seguramente se hallaba ocupada en lo que también debiera estar intentando él: buscar información de sus rivales, datos vitales en aquellos momentos de calma previos al conflicto y que podrían resultar indispensables a término de éste. Pero Adriel, sencillamente se encontraba lo suficientemente afectado como para permitirse el lujo de no hacerlo. No es que se le pudiera tachar de irresponsable -de hecho, si no era leal a su familia, no lo era a nadie-, tan sólo que aún no se había recuperado de que su memoria trajese de vuelta todo aquello que había pretendido archivar en la sección del olvido. No del todo, al menos. Necesitaba distraerse y no arriesgarse a cometer ningún error que podría pagar caro por no poder prestar toda su atención al objetivo correspondiente, y eso era lo que iba a intentar a continuación antes de que la angustia acabara por inundar aquella habitación y terminara por ahogarle.

Sin abrigo encima, pese al considerable frío -dado que realmente no lo necesitaba- salió a la calle. Como era lógico, no había ni un alma en ella, creándose con ello un ambiente pesimista que no parecía querer ayudar al vástago. Sin embargo, éste ya estaba tristemente acostumbrado a tal soledad, siendo, curiosamente, uno de los aspectos que más podían hacerle extrañar su vida anterior. Los mercados abarrotados, los coches y carreteras saturadas por el tráfico de las vías, los bramidos de los habitantes de la ciudad, placeres cotidianos de los que uno no se podría percatar hasta haberlos perdido. Adriel apenas podía guardar recuerdos de ellos, pero los pocos que lograba rememorar le transmitían cierta sensación de calidez, como si por unos instantes éstos fueran capaces de devolverle su ya fallecida temperatura, que insistía en elevar las comisuras de sus labios.

Caminaba tranquilamente, sin prisa dado que no tenía ninguna cita o algún menester que debiese realizar a la fuerza. Su mano portaba una moneda de cinco francos, la cual hacía bailar entre sus dedos distraídamente, un hábito que había adquirido con el paso del tiempo. Debido a que realmente no prestaba atención a dicha acción, el redondel de plata salió un par de veces despedido para acabar cayendo al suelo. Sin embargo, su torpeza no le molestaba, ya que era un recuerdo de que, de alguna manera, conservaba algo de su imperfecta esencia humana.

En algún punto de su devenir -disculparán al escritor la falta de cocimiento del lugar exacto, pues ni siquiera el d'Auxerre era consciente de su localización- algo llamó su atención. Como rayos de tormenta en la oscuridad, una serie de desiguales graznidos rasgaban el velo del silencio reinante. Pero, más que animales, resultaba obvio que su origen era humano, siendo que, a pesar del obvio estado de embriaguez de su emisor, el significado de los sonidos los delataba como palabras. Según llegó a entender Adriel, éste, que se sabía un varón joven sólo por el tono de voz, clamaba a alguien a hacer su aparición, aunque, si llegaba a mencionar a quién, él no fue capaz de distinguirlo por entre lo que él consideró balbuceos -quizás sólo a causa de la distancia-. Pero aquello era la única nota discordante en tal panorama y, por lo tanto, lo único que podía llegar a desentonar, interesando irremediablemente al vampiro. Se dirigió, pues, al foco de dicha turbación.

Cuál fue su sorpresa al no encontrar rastro del borracho intento de hombre hasta alzar su mirada y encontrarle jugando peligrosamente con el borde de un tejado. Sabía con sólo un simple vistazo que no se trataba de alguien de su clase y, por lo tanto, su reducida empatía temió un momento por su vida-o, al menos, lo hizo hasta que éste se apartara de su amenaza de muerte-. Sin otro pasatiempo hacia el que lanzarse, Adriel se dispuso a ascender. Pero no quería asustar al muchacho, por lo que prefirió no usar sus dotes sobrenaturales -al menos no de forma evidente- y, en vez de subir de un par de saltos, se acercó a la puerta del inmueble. Sin dificultad, gracias a la práctica, forzó la cerradura y recorrió con prisa esos viejos y chirriantes escalones de madera, con tal gracilidad que casi pareciera no posar sus pies en la desgastada superficie. Llegó a donde éstos venían a morir y se puso de puntillas para empujar la trampilla que hacía las veces de divisor entre la calle y el interior; luego, volvió a exponerse a la suave brisa.

Y allí le encontró, a la distancia en la que sus desarolladas retinas eran capaces de descubrir cada detalle al descubierto de él. La luz de la luna lo bañaba, pero, al contrario que al vampiro, no llegaba a conferirle ese aura de blanca pureza reflejada en su tez. No, la de él se hallaba sucia, embarrada por algún tipo de tizne negro cuyo origen no fue capaz de concretar, pero que cuyo olor parecía querer relacionar con algún tipo de fuego. Se veía, por lo tanto, descuidado y desaliñado, y, sin embargo, tales detrimentos no acababan por estropear el obvio atractivo del joven. En efecto, de alguna manera, Adriel disfrutó desde el primer momento de su apariencia, de esos rasgos aniñados y del claro cabello. Sin embargo, de lo que más se quedó prendado fueron de esa mirada azulada y cargada de cierta inocencia y de sus labios, bien definidos y, por descontado, carnosos. De todas formas, intento no dejarse llevar demasiado por tal primera impresión, ya había vivido mucho y, por lo tanto, había contemplado tanto mucha belleza en su existencia como innumerables individuos cuya arrogancia o, sencillamente, su forma de ser en general echaba a perder unas facciones y un garbo ciertamente afortunados. Así pues, prefirió dejar los juicios para posteriori -al menos los juicios racionales-.

- ¿Qué haces a estas horas gritando como un descosido? - le reprendió, sin usar términos de cortesía, pues él nunca hacía gala de tal hipocresía - ¿No ves que la gente trata de dormir? - dejó que sus pies avanzaran hacia a él hasta el punto de no quedar más que dos zancadas entre ellos.


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