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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Helida Darsian Vie Mayo 09, 2014 2:22 pm

Las pistas son tan efímeras como las estrellas fugaces, y depende de practica y atención de cada persona para poder atraparlas. Helida había conseguido una de aquellas pistas.

El día anterior había sido uno como muchos otros. Hacia media tarde se había encasquetado sus ropas de muchacho, y se había asentado en el puerto con la intención de capturar los contrastes de las olas en su lienzo. Como muchas otras veces, las muchachas se habían arremolinado  en torno a él (ella), algunas ya conocidas y otras nuevas. Después de haberles lanzado varios besos en el aire, se había volcado en su pintura. Las muchachas no le solían molestar, es más le halagaban, y probablemente le halagarían mucho más si se tratara de un hombre de verdad. Sin embargo había alguna que otra que usualmente revoloteaba a su alrededor constantemente. Monique era una de ellas. Y aquel día, cuando la muchacha se inclinó para susurrarle sandeces al oído, reparó en la pista. Dos incisiones perfectas en su cuello pálido. Helida había hecho todo lo posible por controlar sus impulsos y no abalanzarse sobre la muchacha exigiendo saber quién le había dejado aquel mordisco. Pocas eran las veces en las que sabía mantener bajo cierre su infantil impulsividad.
Así que había tomado a la muchacha  del brazo con delicadeza, llevado a una parte oculta del puerto y persuadido entre beso y beso para que le contara quién y dónde solía rondar la persona que le había hecho aquello. Recordó la última pregunta que le había hecho a la muchacha:


-Dime Monique...¿Quién besa mejor...? ¿Él o yo?

Monique había dudado un segundo.

-Él...Pero mi corazón será vuestro para siemp...

No había terminado de escuchar lo que dijo. Se había dado la vuelta ofendida y molesta. Un punto a favor para terminar con aquel vampiro. Su padre siempre le había dicho que era muy competitiva.

La noche había caído como un manto lento y sinuoso. Helida contemplaba ahora la puerta de entrada a la taberna que Monique le había indicado. Graciosamente, ella era una clienta habitual en aquel lugar, a pesar de que allí la conocían como cliente en vez de clienta. Entró en el lugar, arrastrando su vestido tras de si. Intentó no tropezar con el bajo. Su habilidad de cazadora parecía desvanecerse completamente con aquellas malditas vestimentas. Los hombres se giraron para contemplar su puritano vestido blanco y sus facciones seráficas, ella en cambio, deslizó la mirada por el lugar, en busca de un hombre alto, muy alto...Tal y como Monique lo había descrito. Sonrió para si cuando le localizó.
Comenzaba la diversión.

Caminó hasta la esquina de la taberna que ocupaba Mikhael. Había visto a aquel tipo escuálido, aceptar chantajes por cualquier cosa. Le susurró algo al odio y le ofreció el dinero. Él la miró sorprendido y denegó la oferta. Helida entornó los ojos y gruñó disgustada. Le ofreció más dinero. Aceptó.

Minutos después, las risas de los borrachos fueron ocultas bajo un grito de pánico femenino. La muchacha estaba en el suelo con su vestido impoluto abierto por un lado y aparentemente a merced de Mikhael, que sujetaba un cristal en su mano temblorosa. Se cernió sobre ella con el cristal apuntando a su muslo oculto por la parte interior del vestido. Lo rajó, pero no cortó la piel.


-He dicho que me dañes la piel necio-le susurró ella amenazante, después echó el rostro hacia atrás y continuó chillando cual dama en apuros.

El tipo no parecía muy seguro ante lo que la muchacha le pedía. La miraba como si estuviera fuera de sus cabales. Así que se las apañó ella sola. En un intento fingido de escape, apoyó su mano derecha sobre un cristal en el suelo. Sintió la afilada incisión en su palma, y el húmedo goteo de su sangre poco después.
Estupendo.
Ahí estaba ella, una victima que pedía a gritos ser rescatada y devorada por el verdadero depredador. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no sonreír victoriosa.

Había sido lista para dar con la pista, pero en cambio no había reparado en lo evidente de la misma. Ni si quiera se le pasó por la cabeza que podría ser una trampa para los suyos, para los cazadores.




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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Dom Mayo 25, 2014 12:30 pm

“Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.”

Guy de Maupassant. El Horla.


Se reclinó en la cómoda butaca como el gran señor que era, al tiempo que agitó el vino añejo en la lujosa copa de cristal; luego, dejó que la pálida luz de la luna se recortara en las incontables caras de su copa, mientras él observaba la infinidad de colores que la enorme luna llena le estaba regalando. Por un instante, absorto en esa simple contemplación, estuvo en paz... Pero fue un instante apenas, tan efímero en su larga vida que ni siquiera tuvo consciencia de él. Apuró el trago en su boca y saboreó, sin sentir realmente, la exquisitez de su bebida.

Como siempre, brindó a la memoria de Monsieur Del Balzo; Rashâd había recorrido medio mundo y jamás encontró un vino que pudiera superar la calidad de la desgraciada familia francesa. Ian le había dicho que era muy probable que la hija estuviera viva, que no fuera más que una coartada para protegerse de sus enemigos, e insinuó otras cosas, más complejas; matrimonio y conversión, extrañamente, eran palabras que siempre iban junto al nombre de Jîldael, al menos para el sufí. Mas no así para el valaquio; su infinita desconfianza hacia el género femenino era proporcional al aprecio que sentía por su aprendida soledad. A veces, jugaba con las mujeres que le encantaban, a veces, incluso había llegado a tener un harén, pero siempre había acabado matándolas. Y no sería diferente esta vez, con su nuevo juguete. Pero no discutía con Ian, después de todo, era él único por quien Rashâd realmente profesaba un sentimiento verdadero.

Sacudió su cabeza, hastiado de sus pensamientos; era momento de salir. Apuró al criado para que le preparase sus ropas, al tiempo que daba órdenes a su caballerizo para que alistara al alazán. Tanto sus caballos como sus siervos habían sido obsequio de Ian, quien tenía tan buen gusto como prudencia al momento de escogerlos. Rashâd los observó cumplir sus peticiones con diligencia y, sabiendo que el trabajo se haría bien, dirigió sus pasos a su sótano personal.

Una hora después, estaba listo para su aventura nocturna. Buscó a Ian por la casa, pero no dio con él; si bien le resultó curioso, no ahondó en esos detalles. A veces, su amante tenía esa extraña costumbre de desaparecer sin más. Tampoco era que el valaquio lo necesitara; esa noche tenía apetito de un cuerpo femenino. Casi podía dibujar en su mente la clase de chica con la que deseaba concretar sus siniestras ideas; pero no dejó que las ansias le consumieran. Era, a fin de cuentas, un cazador perfecto y consumado.

Se paseó por las callejas más inmundas, pero esa noche nada bueno salió de allí, así que espoleó a su montura hacia la zona más elegante de la ciudad, donde la noche siempre estaba convertida en día. Pero las elegantes mujeres resultaron tan insulsas como las pordioseras. Frustrado, se encaminó al único lugar en donde sabía que se aplacaría, no tanto por la bebida, que ningún efecto podía tener en él, sino porque era la taberna de París la que siempre le había dado las más grandes y mejores sorpresas. Y esta vez, tampoco sería la excepción, lo intuía con certeza mortal.

Aunque sus ropas no llamaban la atención por su diseño (una simple camisa, chaquetón y pantalones de basta costura), sí lo hacían por la insuperable calidad de su tela, así que se cubría siempre con una capa de franela de un verde petróleo ya muy deslucida y desgastada. Probablemente, el tabernero y Marie, la chica que siempre lo atendía, eran los únicos que habían descubierto su disfraz, pero habían sido leales y Rashâd les había recompensado largamente por ello. Así que, en efecto, su silla, en la barra estaba siempre libre por si se diera la casualidad de que él pasase por esos lares, como tal resultaba esa noche. Se sentó sin prisas y pidió un vaso de güisqui irlandés, mientras veía a los demás comensales compartir anécdotas y embriagarse con vergonzosa rapidez.

Entonces, ella hizo su aparición.

Durante un momento, la bestia dominó al inmortal, queriendo lanzarse sin aviso sobre la presa que tan fácilmente se le ofrecía. El latido de su joven corazón, el perfume de sus cabellos, el aroma de su piel y, sobre todo, el intenso olor de su sangre moviéndose en su interior fue una verdadera sinfonía para el agudo sentido del vampiro. Volteó hacia ella, sin el menor reparo, delatándose al instante y, peor aún, sabiéndose sorprendido. Era imposible, para quien supiera mirar, que alguien como Rashâd pasase inadvertido; sin embargo, la mayoría de los parroquianos que acudían allí eran demasiado ignorantes o estaban demasiado ebrios como para prestarle atención alguna.

Pero ella no era un parroquiano ignorante y distaba mucho de ser una borracha. El inmortal, superviviente a la persecución de la Inquisición en persona, se rió de la audaz muchacha, pero no la ignoró. Sabía que arriesgaba su vida, sabía desde ya que era una trampa, pero él también sabía jugar. Tenía la ventaja del tiempo a su favor, así que la dejó hacer, sin despegarle la vista de encima.

La vio moverse a una de las esquinas menos iluminadas de la taberna en donde Mikhael, un cliente asiduo del lugar, solía ahogar sus desgracias en el vino barato que aún se podía permitir. Ian, a menudo, era quien le llevaba a comer, lo aireaba y le impelía a vivir mejor; pero Mikhael siempre volvía a la taberna. Muchas veces, Rashâd quiso matarlo, casi como un acto de caridad, pero el piadoso amante rogaba por su vida y el rumano cedía. Ahora, agradecía no haberlo hecho.

El espectáculo siguió.

La joven susurró algo al oído del hombre y éste retrocedió, pero ella volvió a la carga convenciéndole sólo Alá sabía de qué. El vampiro podría haberse adentrado en su mente y haber puesto en evidencia toda la treta, pero allí habría terminado todo; impelido por una curiosidad malsana, decidió respetar sus pensamientos; después de todo, si algo iba mal, siempre podía dominarla sin mayores aprensiones. Unos instantes después, sus maquinaciones se vieron interrumpidas por el grito aterrado de la joven, quien yacía en el suelo, como virgen ultrajada, mientras Mikhael, sobre ella, sostenía un trozo de cristal. Para un hombre sobrio, habría resultado fácil descubrir la miserable treta; el pobre vagabundo temblaba todavía más que la doncella en el suelo. Por supuesto, fuera del tabernero, que no hizo además de intervenir, y de las mozas, que se mantuvieron tras la barra, nadie más estaba lo suficientemente cuerdo, a excepción suya, claro. Iba a salir de la taberna, hastiado del pobre espectáculo, cuando ella hizo una jugada todavía más osada, tan fina como una red para mariposas, y tan astuta como si él mismo la hubiese planeado, que no pudo irse y selló su destino en ese momento.

Había logrado provocar un corte en su palma derecha, liberando por fin el exquisito brebaje, llenando los sentidos de Rashâd, atontándolo por un instante, en un efecto muy similar al que el mejor licor tiene en el hombre más resistente. Tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no correr sobre ella, para no secarla allí mismo. Por el contrario, se apoyó un segundo en el dintel de la puerta, para recuperarse y levantar sus defensas (sabía desde ya que sería un largo camino de regreso a su hogar) y echar sobre su rostro, la capucha que lo protegería de las miradas indiscretas. Sólo entonces, volvió sobre sus pasos y acudió al rescate de la damisela en peligro.

Tomó a Mikhael por el cuello y lo alzó del suelo sin mayores esfuerzos:

Dejad a la dama en paz, “vautour”; vuestras pestilentes manos no merecen estar cerca de ella. – gruñó, sinceramente furioso, no a causa del pobre desgraciado al que estrangulaba, sino por el brebaje exquisito que se le metía por los muertos poros, como un yinn malvado que quisiera arrojarlo al mármol ardiente del Yahannam. Para desquitarse, arrojó al borracho sobre una mesa y le dejó allí, medio sangrante, medio atontado y, de una mirada, pidió a Marie que se encargase de él, a lo que la chica accedió, sin mayores preguntas. Volteó entonces hacia la culpable de todo aquel entuerto. Era verdaderamente hermosa; le tendió una mano, como si ignorase que todo aquello no era más que un ardid – Essâm, para serviros, madeimoselle. – mintió; de seguro al alma de su padre no podría importarle menos – ¿Qué hace una ghzala como vos en un lugar como “éste”? ¿No sabéis que corréis riesgos más altos que el ataque de un pobre borracho? Permitid a este extranjero que os escolte a vuestro hogar, habibe; es lo menos que puedo hacer por vos. A menos que vuestra merced quiera beber "aquí", en cuyo caso, honrad mi rincón con vuestra presencia, sayyidat. Tan sólo decidme qué deseáis y así se hará. – sabía, sin que ella lo admitiera jamás, que la había impactado; que aunque lo negase, él era una tentación más allá de todo límite; era el efecto que todo vampiro causaba en los mortales, lo mismo que el disfraz de las flores carnívoras provocaban en las ingenuas mariposas.

Sin embargo, ello no suponía ninguna ventaja para el inmortal, pues la sangre de aquella mujer ejercía sobre él un poder nunca antes experimentado, como si ella hubiera sido creada sólo para derribarlo. Debía ser muy cauteloso si quería sumar otra victoria a su lista y, sobre todo, si quería seguir siendo un muerto viviente.

La miró con atención, sin revelar intención alguna, no la acosó en exageración, pero tampoco ocultó su interés en ella. Era una danza delicada, casi una especie de cortejo. Se habían encontrado, como fuerzas opuestas y equivalentes, donde ninguno de los dos tenía asegurada a la esquiva Niké. Y por eso mismo, la amó; era un desafío digno de sus incontables años vividos. Ella estaba a la altura de su persona, por primera vez. Quería disfrutarla en toda su exquisita complejidad, enseñarle otros placeres ocultos tan deliciosos como crueles. Quería beberle la sangre con tranquilidad y sin apuros. Y quería que ella quisiera jugar ese peligroso juego. Así que esperó, paciente, a que ella aceptara la propuesta.

Y, ni por un segundo, por primera vez en toda su vida, pensó en lo que diría Ian sobre ella.

Debió saber que ése era el principio del fin.


***


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Mensaje por Helida Darsian Sáb Mayo 31, 2014 1:37 pm

Por un momento la cazadora creyó que su presa se marchaba. La ira y la humillación sacudieron sus pensamientos al verse recreando una necia función sin sentido en el mugriento suelo de una taberna cualquiera. Sin embargo, el derrame innecesario de sangre fue suficiente llamada de atención para el monstruo.
Helida mordió su labio inferior con suficiente fuerza como para evitar que una sonrisa burlona adornara su rostro seráfico.

El poderío del vampiro se desplegó ante sus ojos puros en apariencia, cuando tomó al pobre Mikhael por el cuello. Contempló cómo era despedido al otro lado de la taberna y se dijo a si misma que en cuanto tuviera algo de tiempo, vendría a compensarle el mal rato al pobre borracho. ¿Más dinero podría enmendar la adicción del hombre? No, pero quizás ayudara durante un tiempo.

Su presa le tendió la mano. Ella alzó el rostro con una expresión vulnerable y la respiración agitada. Se aseguró de que su mano temblara cuando tomara la de él, y también se aseguró de que fuera la mano herida y no la sana. El líquido carmesí que brotaba de su palma, pintó la mano del vampiro cuando ella la aferró para ayudarse a levantarse. Deseaba tentarlo más, saber hasta dónde podía empujar su verdadera naturaleza antes de que saliera a la luz. Un regocijo malicioso se agitó en su interior.
Dejó que él la alzara. Ella apenas alcanzaba la altura de su clavícula. Levanto la mirada para contemplar su rostro y un extraño amodorramiento nubló sus sentidos. Las piernas hicieron amago de fallarles, pero su propia rabia en respuesta la mantuvo firme. Supo en aquel instante que acaban de intercambiar papeles; ahora ella era la presa. Su especialidad eran neófitos, no vampiros centenarios. Un sentimiento de inquietud la abrumo por unos segundos. ¿Pero qué sería la vida sin los retos? Quizás aquello era una señal, quizás quería decir que ya estaba lista para aspirar más alto. Se pregunto si su padre aprobaría aquello, y al no hallar una respuesta que la complaciera, dejó de pensar en ello. Busco fuerzas, ahora no había marcha atrás, lo podía ver en los ojos de él. Esta vez tenía que ser inteligente, debía de controlar su impulsividad infantil.
Helida deleitó al vampiro con una sonrisa triste y frágil. El tipo de aspecto que podía ser derribado con un soplido, el tipo de chica que pedía a gritos ser corrompida. La pureza de su rostro parecía desear que la golpearan, que la hicieran llorar y que la transformaran en una melancólica y desmenuzada pieza de arte. Ese aspecto de ella, había dicho su padre, que era su mayor ventaja.

Que Dios os bendiga—dijo inclinando la cabeza ligeramente, en pose de agradecimiento—En realidad mi padre me ordeno venir a buscar algo de licor…Sin embargo, no creo que le importe que pierda unos minutos invitando a mi salvador a algo de beber.

Se rió internamente de lo gracioso de la frase. Le pidió al tabernero una bebida para su nuevo amigo, y luego se la tendió al mismo con la mirada clavada en sus zapatos. Helida suspendía en seducción. Así como cuando se vestía de hombre por el día sabía arrinconar a las mujeres como el mejor de los galanes, de mujer no sabía mostrarse tan segura. Al fin y al cabo, pasaba la mayor parte de su vida actuando como hombre, tal y como su padre le había enseñado a hacer. “Esto hará que no te relacionen con ninguna cazadora”, le había dicho. Por ello, la mejor arma que la muchacha podía mostrar era la de la vulnerabilidad, torpeza e inocencia. A la mayoría de los hombres les gustaba aquello, quién sabe quizás pensaran que sus dotes se hacían más grandes si se hacían cargo de una niña estúpida. Se habría reído en alto de no ser porque estaba en mitad de una actuación.

Aquí tenéis…Debo de agradeceros, aquel hombre…Si no hubiera sido por vos…quién sabe lo que hubiera podido pasar…Que Dios se apiade de su pobre alma…—con cuidado deslizó los dedos por la tela rota de su vestida. Fue un movimiento sutil y suave, pero a propósito dejó que el muslo quedara al descubierto unos segundos. La tentación podía ser su amiga en aquel momento. Nublar los sentido de aquel vampiro era su mejor alma, y bien sabía que a la mayoría les gustaba el vicio antes que la comida. Los borrachos siguieron aquel movimiento con los ojos vidriosos—Bebed con gusto señor, yo lo pagaré. Mi nombre es Helida…Encantada de conoceros Essâm. No sois de por aquí, ¿me equivoco?

El corte en su mano continuaba sangrando. Helida presionó un pañuelo sobre la herida y sonrió con fingida torpeza.
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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Dom Jul 06, 2014 7:05 pm

“– No sé por qué recuerdas algo así. – lo miró como si lo acusara de algo.
– A mí nunca me la cantaste. –
Hubo una pausa apenas perceptible.
– Ah, tú. – dijo Maryse – Nunca tuviste miedo de la obscuridad.”

Cassandra Clare. Ciudad de Ceniza.


Era una actriz consumada, una asesina experta; no tenía miedo de nada ni de nadie, incluso cuando se sabía atrapada en su propia red.

La admiró por eso. La deseó todavía más. Podría habérsela llevado sin miramientos; el tabernero le era fiel, no le delataría. Pero, ¿qué gracia habría tenido una aventura forzada? ¿Qué placer habría existido en el forcejeo o en el llanto de la muchacha cuando la poseyera, cuando la sometiera? No. Debía ser paciente, debía dejarse llevar. Así el triunfo sería irrefutable. Eterno. Tal vez, demasiado eterno.

Ella lo miró con expresión tan azorada y frágil que su parte más impulsiva quiso envolverla en un gentil abrazo; eran los retazos de su perdida humanidad, mantenidos apenas por la devoción de Ian, quien insistía en sacar lo mejor de su señor, aun en contra de la voluntad misma del valaquio. Pero esa parte de sí mismo era justamente la que más le avergonzaba y sólo la exhibía por amor al sufí, quien en ese momento no estaba junto a ellos; así las cosas, la dejó moverse, frágil, seráfica, hermosa, terrible.

En un movimiento maestro que Rashâd habría aplaudido, ella le tendió justamente la mano herida, dejando que la sangre se aconchara en su impecable diestra. Un neófito habría caído, pero no él. Contaba sobre sí casi un milenio de vida inmortal; podía soportar el dolor que la sed le provocaba; era casi un deleite tal sufrimiento, ante el gozo que se le prometía en las horas venideras. De tal suerte que él aumentó la apuesta y apretó sutilmente la mano de la joven sólo para que sangrase un poco más y le besó el dorso tan castamente que parecía el devoto amante que toda muchacha de bien espera encontrar.

Si la mayor ventaja de la mujer era su belleza y su fragilidad, Rashâd competía de igual a igual, con su desplante, su elegancia, su complexión. No había ventajas; no había presa ni cazador. Eran dos jugadores expertos, moviendo sus fichas, haciendo sus apuestas y esperando el momento oportuno para el golpe de gracia.

Ella fue la primera en apostar.

Le dio las gracias, se mostró asustada, aparentó inocencia y fingió docilidad.

Un pensamiento negro, como el petróleo, se deslizó en su interior. Pudo imaginarla gimiendo, revolcándose entre sus brazos, las mejillas encendidas, la voz ahogada, los cálidos brazos alrededor de su frío cuerpo. Pero nada de ello salió al exterior, excepto tal vez por el brillo obscuro de sus ojos, líquidos como oro derretido; ella, ajena a tales ideas, seguía montando su treta. Se movía cautelosa, algo torpe, acompañando su grácil e inquieta figura con palabras de buena crianza que dieran a entender al resto que era una chica bien, pero que bajo todo ese aparataje no buscaba sino ser una chica mal. Lo supo en el momento en que ella deslizó tan delicadamente el vestido que casi había parecido un accidente. Lo estaba tentando. Ella, una chiquilla apenas madura lo tentaba a él.

Quiso reírse a carcajada limpia.

Pero sólo la miró meditabundo, mientras se bebía de un trago el amargo licor que Hélida le obsequiara como señal de gratitud. La miró con suma atención, escudriñando los signos que delataban la verdad y la mentira; y se sorprendió.

Ella había cometido el primer error. Le había dado su verdadero nombre; y no dudó ni un segundo cuando él le dio el suyo. Era el momento; se adentró en sus pensamientos; no con la suficiente intensidad para que ella lo descubriera, pero sí los suficientemente adentro para conocerla. Realmente se llamaba Hélida; era una cazadora temible, como ya había adivinado y... ¡Vaya! Eso no se lo esperó, pero no hizo sino aumentar su interés en ella.

Hélida era diferente de todas las mujeres que había conocido. Valía la pena el peligroso juego. Así que fue su turno de aumentar la fe de su baraja:

No soy francés, si ésa es vuestra pregunta, pero me he radicado en París hace unos años... Ya sabéis, cuando una ciudad os atrapa... – dejó la idea flotando, como un verso a medio terminar; no había tenido la intención de hacerlo, pero su tono de voz era irresistible; no era una cuestión psicológica ni de arrogancia; era más bien que todo en su inmortal persona estaba hecho para atraer a sus víctimas; y de todos sus atributos, el tono de su voz, profundo y cálido, era el más artero de todos; suavizó su melodía personal; no deseaba vencerla tan rápido. Quería disfrutar de su inteligencia, de su osadía, hasta de sus trampas – No creo que vuestro padre esté feliz con vuestro retraso. ¿Por qué mejor no acudís a vuestro hogar y dejáis la encomienda para luego reuniros conmigo? Me han dicho que la plaza de las artes tendrá un espectáculo precioso esta velada; si me lo permite vuestra merced, nada me honraría más que el placer de vuestra bellísima compañía; ¿qué me decís, Sayyidat? ¿Vendréis conmigo y hermosearéis mi triste y solitaria noche?

La miró de tal modo que ella supiera lo que él sabía; que no había padre, que era libre de acompañarlo, que era su enemiga y que sin embargo, quería cruzar todas esas barreras impuestas porque sospechaba que ella era capaz de otorgarle placeres nunca vistos, porque estaba seguro de que él podría enseñarle cosas con las que ella ni siquiera había soñado. Quería mostrarle el mundo, enfrentarse a ella, pelear a muerte, en la cama y en combate.

Sabía que su oferta era cara, peligrosa y mortal; no habría sobrevivientes en este enfrentamiento. Acaso Hélida había llegado para desatar al mismísimo Shaitán, pero a él no le importó. Estaba dispuesto a apostar su propia y valiosa inmortalidad por un poco del elixir que Hélida podría darle y del que, Rashâd estaba seguro, ni siquiera se sabía poseedora. Estaba dispuesto a tantas cosas que bajó toda su guardia, en la espera de su aceptación. En ese momento era totalmente vulnerable y ella podría haberlo destruido con un solo movimiento de su mano... Pero el tiempo avanzaba y ella no respondía.


***


Última edición por Rashâd Al–Farāhídi el Lun Jul 21, 2014 9:05 pm, editado 1 vez
Rashâd Al–Farāhídi
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Mensaje por Helida Darsian Sáb Jul 19, 2014 5:39 pm

Podía haber esperado irritación, un leve deje de molestia o incluso una expresión inmutable ante la presencia de su sangre desnuda, pero aquel vampiro hizo lo inesperado. Sintió el casto beso de sus labios letales, y  la presión que ejerció sobre su mano, ocurriendo que la sangre se suicidara por su muñeca. Tal fue su impresión, que no pudo evitar dar un respingón ante la descarada apuesta de Essâm, si ese era su verdadero nombre. Carraspeó ocultando la sorpresa. Aquel era un poder de contención mayor; estaba pendiente de un acantilado escarpado y la sensación no podía excitarla más. Si había una leve oportunidad de poder ganar aquella partida, quería asegurarse de  conseguirla. Casi podía saborear la sensación que tendría tras haber vencido; la primera caza de un vampiro antiguo para los de su oficio, era como un redescubrimiento de uno mismo. Parpadeó, tratando regresar los pies a la tierra, no podía cometer el error de soñar despierta antes de tiempo. Se recordó que debía de ser cuidadosa, era todo o nada.

Bajó la vista al sentir un tacto familiar en la nuca; fue algo fugaz, casi imperceptible, pero creyó reconocer la sensación. Entre la variedad de entrenamientos drásticos a los que su padre la había sometido con apenas doce años, había estado el del reconocimiento de las diferentes cualidades de los vampiros. En una ocasión había torturado a un vampiro durante horas y obligado al mismo a que leyera la mente de su propia hija, hasta que esta reconociera la invasión. Aquello se había alargado durante meses. Sin embargo, la sensación que Helida había percibido en ese instante, había sido tan efímero, que no estuvo segura de que se tratara de aquello en realidad. Sin embargo, si así era, ya no importaba, como bien había previsto; o todo o nada.

Viéndose sorprendida, se dejó encandilar por sus palabras, por el tono de su voz, por lo peligroso de sus movimientos, olvidando en ciertos momentos con quién trataba, recreando imágenes indecentes y odiándose por ello.

Crispó los labios ante la oferta de él. Sin decir una sola palabra recogió los licores encargados por su ausente padre y se puso de puntillas. Sus labios rozaron el mentón del vampiro cuando le susurró al oído:

Os veo a medianoche entonces…La luna se ruboriza más fácilmente a esas horas.

Descansó sobre sus pies. Parpadeó con inocencia sin despegar sus astutos ojos del hombre, y se dio media vuelta.

Alcanzadas las oscuras y silenciosas calles de París, pudo escuchar entonces el  desbocado  latido de su corazón. Rió en silencio, intoxicada de adrenalina. No iría a su casa, por supuesto, se encontraba a demasiada distancia y ella ya estaba preparada. Además, no quería arriesgarse a que el vampiro la siguiera y la asaltara a mitad del camino. Esta vez, prefería jugar con público.  Así que se acercó a un callejón más que familiar. Palpó la pared en busca de un ladrilló suelto, y cuando lo encontró, tiró de él hacia fuera, dejando un hueco libre en la fachada. Metió entonces el brazo, y extrajo una bolsa de tela; perfume, un vestido impecable, y más armas. Cuando hubo terminado, palpó su nuevo equipamiento; un muslo franqueado por tres estacas, otra más entre sus pechos (la principal), un pequeño revolver en su otro muslo, y ampollas de sangre bajo la manga izquierda de su vestido, a pesar de no creer que la utilización de triquiñuelas como aquella pudieran despistar a Essâm. Devolvió la bolsa a su lugar inicial, y se reclinó junto a la pared, a la espera de diera medianoche.

Helida nunca había tenido paciencia, y aquella situación no era la excepción. A pesar de que le hubiese gustado hacerse de rogar un poco más, no pudo evitar ponerse en marcha en cuanto llegó la hora. Se abrió camino hasta la plaza de las artes. La entrada de la misma, estaba repleta de gentío.

Reparó en varios pintores a los que envidió por poder  dar rienda suelta a su creatividad a esas horas. Las pasiones de la muchacha se dividían entre la caza y la pintura. También dio con un grupo de saltimbanquis, unos músicos, y un baile, del cual se mantuvo distanciada. Sin embargo, no encontró al vampiro, pero no se preocupó; él daría con su aroma.
A la espera, pellizcó sus mejillas, tratando de hallar algo de color en ellas, quizás con demasiada fuerza. Su pálido rostro se crispó en dos coloreados lunares. Tal como había dicho; la luna se ruborizaba más fácil mente a esa hora.
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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Vie Sep 05, 2014 6:19 pm


“Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas antiguamente en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por la tumba, ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día.”

H. P. Lovecraft. La tumbra.


Si hubiera tenido corazón; si su estómago fuese el de un hombre, de seguro ambos habrían reaccionado al gesto de la muchacha, a su perfume tan seductor cuando ella, valiente o estúpida, no importaba, le rozó la barbilla con sus labios y musitó:

Os veo a medianoche entonces…La luna se ruboriza más fácilmente a esas horas.

Rashâd se guardó la desafiante sonrisa, sólo por el placer de disfrutar de su inocencia artificiosa, de sus ojos cuya audaz inteligencia se le antojaba la de una felina. La oyó contener sus pasos, respirar normalmente, apenas mirando a los hombres a su alrededor; pero todo en ella deseaba correr y gritar.

Y, si él pudiera, también querría correr y gritar. Pero permaneció en su lugar, como una bella estatua esculpida, frente a un trago a medio beber, disfrutando de la fresca juventud de la muchacha, de ese corazón que latía furioso, de su resuello unas cuadras más allá. No podía verla, apenas podía oírla, pero la adivinaba, con la certeza de su milenio por cumplir.

Estaba tan atento a ella, a su presencia invisible, al aleteo de su perfume ya eternizado en su memoria, que no se dio cuenta de sí mismo, de cómo había despreciado todas sus barreras de protección, de cómo se entregaba al arrebato casi pueril que ella le desataba.

Si se hubiera dado cuenta de que su corazón no latía, pero latía, habría echado marcha atrás, en la seguridad de su propia sobrevivencia. Otras mujeres más hermosas, otros placeres más intensos pasaron frente a él porque sabía que si los aceptaba, le llevarían directo a la muerte.

¿Por qué entonces ahora, incauto, se arrojaba a los brazos de esa chiquilla? ¿No había otras mujeres dispuestas a amarle sin pedirle nada a cambio? ¿No estaba Ian, el único por quien profesaba un sentimiento verdadero? ¿No estaban sus viajes, su vida, su eternidad antes que ese capricho advenedizo?

Por supuesto, el vampiro no se hizo esas preguntas, ni por asomo; por el contrario, su mente divagaba sobre esperanzas que aún no nacían, sobre ideas y anhelos que sólo tenían sentido para él. Harto de la miseria humana, pagó generosamente la lealtad de sus sirvientes y se marchó de la taberna, no sin antes agregar una generosa propina para Marie.

Pensó en la posibilidad de pasar a una de sus cuantas propiedades para acicalarse como era debido, pero estaba demasiado ansioso para ello, así que dirigió sus pasos a la plaza en donde se encontraría con la chica cuya ausencia ahora le atormentaba terriblemente, del mismo modo en que la ausencia de una droga tortura a su pobre adicto.

Admiró las obras y encargó dos o tres a los emergentes pintores, pues si había algo que el musulmán nunca había dejado de apreciar era la pintura; todas sus residencias, aún las más humildes contaban con el buen gusto de un cuadro que, antes o después se convertía en una riqueza invaluable. Era así que contaba con bocetos originales de muchos artistas que más tarde se consagraron en la perpetuidad gracias a su talento; era de estas piezas su favorita un boceto hecho por el mismísimo Leonardo. Y esperaba que sus recientes adquisiciones simplemente engrosaran su ya abultada riqueza.

No obstante ello, su desprecio por los humanos se impuso y pronto, sin que alguien se diera cuenta, escondió su atlética figura entre los frondosos árboles que embellecían la vieja plaza ciudadana. Así pues, fue que descubrió que no era el único impaciente.

Mucho antes de lo pactado, y mucho antes de que él incluso pudiera verla, el aroma de su piel la delató. Como galgo en cacería, los ojos del Al–Farāhídi la buscaron desesperados y codiciosos hasta que dieron con ella en medio de un grupo de saltimbanquis que deleitaban al público presente con sus osadas cabriolas; dio una especie de respingo de placer cuando comprendió que ella no se mezclaba con el resto, que deseaba ser encontrada; la vio pellizcarse las mejillas para darse algo de color, cosa que no comprendió del todo. La verdad, no comprendía por qué las mujeres actuaban de esa manera, pero, a diferencia de otras noches, en las que se burlaría de sus frívolos intentos por lograr una belleza artificial, aquélla sólo se dedicó a contemplar a su Venus particular. Sólo cuando la impaciencia dio paso al predecible enojo, fue que descendió de su ridículo escondite y se movió entre la gente como una sombra sigilosa, sin sonido, sin olor.

La sorprendió por la espalda, aunque ella no se dio cuenta sino hasta que él se aventuró a besarle el cuello, en una actitud tan descarada que aceptaría de buen grado el bofetón que vendría, si ella era lo suficientemente rápida para tocarlo.

Ghzala, la luna debe ruborizarse, pero de envidia por vos. Sois la mujer más hermosa esta noche. – lo dijo con sinceridad; al tal punto era cierto que no se amedrentaba ante la tortura de su sangre que corría por las venas como un torrente diabólico y lleno de vida. Por el contrario, tenía la esperanza de que su gentileza fuese bien recibida, de que esa noche no hubiera combate; lo habría, a fin de cuentas, pero añoraba esa burbuja de fantasía que creaba para ambos, como pocas cosas había deseado de verdad en su vida. No se movió un ápice y, aprovechando su aparente sorpresa, siguió adelante con la cara apuesta; extendió su diestra hacia ella, para que se la cogiese – Caminad conmigo Sayyidat Hélida; mostradme qué os gusta del lugar, permitidme obsequiaros esta noche con lo que deseéis. Y, a cambio, os ofrezco responderos una pregunta. ¿Os parece?

Lo sabía; sabía que ella se moría por saber. ¡Oh, tampoco se engañaba! Ella lo quería muerto... Pero la sed de conocimiento, el rompimiento de todos los límites y la oportunidad de descubrir cosas que otro cazador sólo podía soñar... eso lo deseaba incluso más que el deleite de una muerte lenta y dolorosa para el Muerto Viviente.

Y él apostaría por eso, por saciar su curiosidad. Fue  entonces que recordó ese cuento ancestral y la analogía le gustó.

Si Hélida aceptaba, serían como Shahrazad y el Sultán; ella, cada noche, le regalaría el honor de su persona, y él respondería una pregunta. Y de ese modo, tal vez, ellos también tendrían mil y una noches.


***
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Mensaje por Helida Darsian Miér Sep 17, 2014 11:15 am

Helida podía enumerar las escasas ocasiones en las que se había visto nerviosa  a lo largo de su pobre vida. La mayoría de ellas se remontaban a la edad de 12, cuando su padre había comenzado a impartirle duros entrenamientos en su formación como cazadora. La inquietante mirada de los vampiros afloraba sus inseguridades, y la invasión que realizaban sobre su mente la dejaba durante noches sin dormir, como si hubieran roto la más pura de las barreras.

Aquella vez, no pudo identificar la sensación hasta percibir el nudo en el estómago atenazando sus capacidades. Helida era una cazadora, podía sentir  tensión, cansancio, incluso miedo, pero había abandonado los nervios tiempo atrás. Incluso le resultó extraño saborear aquel sentimiento de inseguridad, sabía cuáles eran los límites de sus habilidades, pero jamás había dudado de ellas.

Frustrada cerró los puños con fuerza, y para su sorpresa sus palmas se encontraban húmedas. Aquel translucir de su humanidad la desorientó. Se convenció a si misma de que era el resultado de dar caza a un vampiro anciano.

Decidida a tranquilizarse, pensó en acercarse a los pintores esperando hallar un lienzo que la calmara. Sin embargo, cuando se dispuso a avanzar un paso, el tacto de los labios de la muerte en su cuello la dejó sin respiración. Sintió el cabello de su propia nuca erizarse. No fue capaz de reaccionar de la misma manera de la que lo hubiese hecho  de haberse tratado de otro vampiro; agresiva y cortante. Esta vez tan solo se sobresaltó, frágil, viéndose sorprendida.

¡Necia!, se dijo. Aquella reacción había sido 100% humana, ni un retazo de la cazadora que era. ¡Demonios! Había sentido vampiros de cerca, algunos habían tratado de seducirla, la habían mordido en pocas ocasiones, pero jamás había percibido los labios de nadie de aquel modo. Por unos segundos se había sentido desnuda en su boca, y se preguntó que hubiera sido de ella si hubiese tratado de morderla allí mismo.

Aturdida, se llevó los dedos al cuello, donde él la había besado, y giró sobre sus talones en un estado entre la somnolencia y el enfado. Sin embargo se obligó a si misma a suavizar sus facciones cuando le miró, algo que no le resultó difícil gracias al amodorramiento. La imagen del vampiro le resultó impactante a pesar de tratarse de la segunda vez que lo veía. Encontrándose admirándole, se sintió traicionada por ella misma.

Entonces él dejó que aquellas palabras se deslizaran por sus labios perfectos, lo cual no hizo más que aumentar el enojo sobre si al sentir el calor arremolinarse en sus mejillas. No podía decir si el vampiro se encontraba utilizando su persuasión sobre ella o no. En aquel momento era incapaz de identificarla.

Vuestra acción ha sido atrevida querido Essâm, tenéis suerte de que no sea una muchacha agresiva —mintió, descaradamente.  Simplemente había sido víctima del infortunio de ella.

El monstruo le ofreció la mano con la pose de un ángel. Helida la tomó, tomó la mano de la desolación, de la lujuria…y le acompañó.

Una pregunta…  —meditó, más para si misma que para él. Jamás había contemplado la posibilidad de hacer una pregunta sincera a un ser de la noche, y amargamente, le picaba aquella oscura curiosidad— Os tomaré la palabra, cuando sepa que preguntar, os la haré saber.

Graciosamente Helida ya sabía que deseaba saber, pero aquel no era el momento para formular dicha pregunta.  Se dejó guiar, por la gélida mano de él, que a pesar de ser tan fría la sentía ardiente bajo sus dedos.

El baile conseguirá complacerme —respondió calmada, sin embargo sus ojos, ávidos, se habían dejado caer con intensidad sobre el fuego con el que jugueteaban los saltimbanquis. Aquel insulso espectáculo siempre le había parecido digno de admiración, sin embargo, no sería propio de una señorita, desear disfrutar del peligro. Ante aquel pensamiento sus ojos se anclaron en la mirada sofocante del vampiro de manera instintiva. Sintió como si la luna misma se hubiera dividido en pequeñas esquirlas en la base de su estómago. Aquella respuesta de su cuerpo la confundió, y afianzó su molestia. Casi con rabia, dejó que una de las finas estacas se deslizara por la manga de su vestido, acariciando la punta con el pulgar. La compañía de aquel vampiro la perturbaba de manera desmesurada, debía de terminar con él cuanto antes. Hacer  desaparecer el nombre de Essâm de París, hacer desaparecer su presencia magnética, su porte elegante,  su mirada poderosa, su boca obsesiva…
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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Jue Sep 18, 2014 10:30 am


“Siempre existió en París una clase de individuos, extendida por todo el mundo, cuyo único oficio es el de vivir a costa de los demás: no hay nada tan habilidoso como las múltiples maniobras de estos intrigantes, no hay nada que no inventen, nada que no tramen para atraer, de una manera o de otra, a la víctima a sus malditas redes”

Marqués de Sade. Los estafadores.


Se sorprendió de la sorpresa femenina, pues realmente había esperado la insolente bofetada de la joven; que ella, por el contrario, quedase estupefacta de su presencia, le causó al inmortal cierta ansiedad poco familiar para él; ¿acaso la había ofendido? Se dio cuenta de que suspiraba con alivio cuando ella sólo evidenció el normal aturdimiento; pestañeó dos veces, como si quisiera reponerse del inicio de una borrachera.

Esa noche, Rashâd no era el mismo. Y, en efecto, no era el único distinto; la joven le miraba evaluativamente, como la hembra que valora las virtudes del macho para perpetuar la especie, dando cuenta de que disfrutaba del espécimen que tenía frente a sí. Percibió esa mirada líquida que antelaba el deseo y festejó silencioso su primer triunfo; pero contuvo sus ansias, la noche aún era joven y un paso en falso haría escapar a su huidiza gacela... Pero, ¿qué tenía que temer él, un vampiro de 700 años, acerca de esa joven que apenas empezaba a vivir? ¡Nada! ¡Por Allah! Él ya había combatido con mujeres más fieras y las había domado; sabía en su larga vida sin vida todo sobre las artes amatorias y, si éstas fallaban, siempre quedaban sus poderes inmortales... Pero no quería. Esa noche quería que ella quisiera; esa noche estaba dispuesto a volver a ser el hombre que Ian siempre luchaba por salvar.

“¡Por vos, sufí!”

Sólo entonces ella le trajo de vuelta a la realidad, quejándose sentidamente de su atrevimiento, al tiempo que aceptaba su cara oferta:

Os tomaré la palabra; cuando sepa que preguntar, os lo haré saber. — ambos sonrieron descarados y desafiantes — El baile conseguirá complacerme. — sostuvo ella, mientras clavaba la vista en los osados malabaristas que seguían sus juegos incendiarios a espaldas de la inusual pareja.

Aquélla era su oportunidad; él apretó suavemente la mano de la joven, en una caricia violenta y sensual que despertaría el apetito de Hélida; luego, la atrajo hacia sí, para que tuviera oportunidad de sentir todo su poderío masculino, para que fuese plenamente consciente de que perdería en un combate cuerpo a cuerpo; finalmente, le acarició la mejilla con su siniestra, en un claro mensaje de placer que dilatara el combate a otro día, a otro tiempo, pues esa noche el vampiro tenía sed de un cuerpo femenino, de la lujuria que sólo los mortales podían prodigar con verdadera devoción. Esa noche, Rashâd no quería sangre; quería algo más caro, más violento, tanto, rozase las puertas de la funesta Muerte.

La tuvo tan cerca de sí que sus alientos se entrelazaron, que sus labios casi tocaron los cándidos labios de la chica; pero él, astuto en la seducción, no concluyó el beso que ella estaba rogando; por el contrario, besó su frente y la impelió a caminar, girándola con sutileza y posando su mano posesiva en la cadera de ella. Miró desafiante a su entorno, cuando percibió los pensamientos libidinosos de dos o tres jóvenes envidiosos; los miró con ira, provocando que intimidados se retirasen del lugar. No era mentira; mataría a cualquiera que se acercara a su mujer.

La noche es joven, sayyidat, y en la siguiente esquina están los verdaderos músicos; abandonemos a estos fatuos artistas y dancemos con los artistas de verdad. — la invitó, mientras dejaban atrás a los saltimbanquis y paseaban entre pintores y dibujantes que desplegaban todo su talento a la caza de un generoso mecenas, pues lo más nutrido de la aristocracia parisina se dejaba ver a esas horas en la concurrida plaza del arte. Rashâd percibió la mirada envidiosa de la joven y supuso acertadamente cuánto deseaba ella poder pintar con esa libertad. Si todo marchaba según sus planes, sería el regalo que le haría: sería su mecenas personal. No tuvo tiempo de ahondar en esta intempestiva decisión, pues ya la música llenaba el ambiente, con el ritmo de un elegante vals prusiano. Sin demora tomó a la joven por la cintura y se dispuso a cumplir su deseo — ¿Sabéis danzar, habibe? — Ella no respondió, pero sus mejillas se arrebolaron violentamente, evidenciando su vergonzosa verdad. Quizás, en otra instancia, el vampiro se habría molestado por la sincera pérdida de tiempo. Pero esa noche, él también estaba hechizado, y, presa de una gentileza inusual, se rió amablemente, y la apegó tanto a su propio cuerpo, que tuvo oportunidad de apoyar su barbilla en la clavícula de la joven y aspiró, desesperado su delicioso aroma natural — No os preocupéis, zwina. Esta noche, danzaremos como dos viejos amantes, que se conocen en cada paso, que se adivinan en cada giro. — le prometió.

Y así fue. Sin darse cuenta Hélida, ambos giraban graciosamente al ritmo cambiante del vals que los músicos interpretaban con tanta pericia. Los dos bailarines percibieron el agrado de los músicos que, entusiasmados por su experta danza, unieron su música a la siguiente pieza sin darse descanso alguno, producto de lo cual, la noche se deslizó sin tiempos ni avisos por culpa de la música y el baile, de tal suerte que cuando la joven cazadora tuvo que detenerse, producto del natural cansancio, ya el reloj de la catedral anunciaba las tres de la mañana, momento en que las mejores familias de París consideraban que era decoroso retirarse a sus aposentos. Imperceptible, pero irrevocablemente, la plaza empezaba ya a vaciarse de los acaudalados ciudadanos, dejando espacio a las clases medias que hacían del resto de la noche su día.

Rashâd aún sostenía a una alborozada Hélida entre sus brazos y se deleitó con su angelical imagen; los cabellos alborotados, las mejillas sanamente sonrosadas, los delicados pechos que subían y bajaban seguidamente, las manos crispadas en el pecho masculino, la boca brillante y la mirada asustadiza fueron más de lo que pudo resistir.

Le tomó la barbilla con suma gentileza, volvió a acariciarle el rostro y se inclinó sobre ella, una vez más. Se detuvo, nuevamente, a unos centímetros de su boca, sólo por el placer de oler su aliento fresco y de saborear el deseo que ella le anticipaba. La sintió estremecerse, como una súplica muda por ese beso que ella también quería, pero por el cual no pensaba rogar. Sonrió, complacido y le dio en el gusto. Suavemente, posó sus labios sobre la boca femenina y los acarició delicadamente; pero el néctar que era ella no le fue indiferente, así que, ansioso, la apretó contra sí y la impelió a abrirle el secreto de su boca dulce y joven. Sin darse cuenta, había sufrido su primera derrota. Pero, ¡así Shaitán aullara de felicidad por su perdida alma!, a él no podía importarle menos.


***
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Mensaje por Helida Darsian Jue Sep 18, 2014 8:42 pm

No era tan extraño el hecho de ver a un vampiro acariciando con castidad a una cazadora, como el de que esta última se lo permitiera. Dos presas, creando docilidad y suspiros una sobre la otra. Helida degustó un sabor amargo en su corazón cuando se cercioró de que no actuaba al estremecerse bajo las caricias del monstruo. Ella, una cazadora, sangrienta, cruel con sus víctimas, aborrecedora de todo ser de la noche…, dejándose encandilar por uno de ellos. Desde el primer contacto con Essâm, se había sentido en la boca del lobo, sus fauces le aplastaban cada vez más y más, sensación que la agitaba y excitaba. El acantilado del que pendía estaba a punto de derrumbarse.

Y al alzarse el cuerpo del vampiro frente a ella en todo su esplendor, no se detuvo a analizar sus más y sus menos para tener una referencia a la hora de entrar en combate; sino que se vio obligada a contemplarlo, y sintiéndose pequeña muy, muy pequeña… El monstruo se aproximó, demasiado cerca…, demasiado íntimo….Adivino su aliento; muerte dulce, muerte cruel, muerte seductora…Aquellos labios tan de cerca…Un pensamiento racional y lejano le ordeno que se apartara, pero otro más cercano la convenció de que aquello lo hacía para poder cazarle más fácilmente. Entrecerró los ojos buscando su boca, deseando probar su ánima cochambrosa con su lengua, pero cuando el deseo culminó el espacio que debería de haber recorrido, halló los labios del vampiro sobre su frente.

La decadencia se había desparramado por su cuerpo y ahora se hundía en su piel como esquirlas de hielo; esquirlas igual de glaciales que los ojos de Essâm. ¡Oh! Cuanto deseaba vengarse de aquel movimiento maestro. Sintió los músculos tensarse bajo su vestimenta, dispuestos a arremeter, y la madera suave al tacto de su mano. Sin embargo volvió a ocultar la estaca, viéndose guiada por el vampiro a un baile que había quedado lejos en sus pensamientos. La partida había comenzado y por el momento, Helida iba perdiendo. Por suerte, no dejó pasar la mirada que el Essâm dirigió a varios muchachos que la admiraban; una mirada de amenaza pura, más efectiva que el cuchillo de cualquier ladrón en la garganta de nadie. Además, con una advertencia en los ojos que la marcaban como suya. La cazadora había sabido por su padre, que había vampiros que se obsesionaban con sus presas, y se mostraban territoriales cual animal, puede que aquella fuera su situación en aquel momento. Si lo era, quizás podría tomar ventaja de ella más adelante.

Se dejó llevar por él, viéndose abrumada por aquella fastidiosa pregunta. Recordó la vez en que su madre había tratado de mostrarle algunos pasos de baile. «Vuestra mano aquí mi pequeña Helida», le había dicho, mientras le colocaba la mano sobre su hombro, «Y el afortunado caballero con el que bailéis, posará su mano en vuestra espalda dulce amapola. Los hombres guían a las mujeres en el baile, y con la mano ahí, pueden tomar el control, ¿lo comprendéis querida?» Ella había asentido en aquel momento, bosquejando una sonrisa dulce y permitiendo que su madre la besara hasta que sus labios quedaron desgastados.

Regresó a la realidad, recordando la pregunta y sonrojándose violentamente como respuesta. Pero el vampiro no se burló.., sonrió con la gentileza de un ángel, y ella se vio sorprendida contemplando aquella sonrisa de comisura a comisura.

Aprobó las indicaciones de él, permitiendo ser moldeada en el baile como las olas al mar. Pronto, descubrió que aquella actividad no le resultó difícil. Gracias a su agilidad como cazadora, sus movimientos eran rápidos y gráciles, elegantes como los de una gacela. Una tímida sonrisa de diversión luchó por irrumpir en su rostro pero se mordió el labio para contenerla. Sin embargo pronto emergió a la luz, acompañada de una pequeña carcajada. Los ojos de la cazadora ascendieron a los del vampiro, llenos de la vida de una niña. Cansada, olvidó su fin, su estatus y su objetivo, el de su acompañante y su interés más oscuro. Y al tomarla él de su barbilla y aproximarse a sus labios, por poco olvidó su nombre también. Lo deseó, deseó su boca colisionando con la propia, pero de pronto sintió la bofetada de la verdad en su rostro. Al reconocer la misma táctica de antes, Helida se mostró reacia a acercarse a pesar de que todas y cada una de las moléculas de su cuerpo chillaban por los labios de él. No se aproximaría, ni tampoco dejaría que él lo hiciera, ni como estrategia de caza ni como… Pero su determinación huyó a esconderse en el mar más profundo cuando sintió el roce de él. Efectivamente su boca sabía a la muerte; violenta y seductora. Jadeó mortificada por la lentitud del beso que ni si quiera había sido completado, desecha en deseo. La decadencia ahora se derretía sobre sus hombros cual manto cálido. Helida no pudo contener más aquella paciente degustación; partió los labios del vampiro con los suyos, queriendo rozar sus colmillos con la lengua. Se apretó contra él anhelante, pero antes de poder realizar dicha acción imprudente, sintió la fría madera de una de las estacas entre sus pechos. La realidad chasqueó en su cabeza como las chispas de una cerilla. Y a pesar de todo, le tomó más tiempo del que le hubiera gustado apartar a Essâm. Se alejó bruscamente de él, con la respiración agitada y los labios enrojecidos. Sus ojos claros aguijonearon los del vampiro. Había sido tan ilusa, no había sido ella quién había estado seduciendo a su presa para que la caza resultara más fácil, sino él.

Alzó la mano y batió la mejilla de él con la palma, en un sonoro chasquido, brusco y violento. Una persona normal hubiera terminado en el suelo, víctima del violento golpe; con Essâm sin embargo, se vería contenta si conseguía al menos que girara el rostro masacrado.

Ya os advertí de vuestro atrevimiento una vez…Si el Diablo me preguntara, le diría que andabais buscando dicha bofetada. Soy una señorita, y merezco ser tratada como tal; las aproximaciones en público son denigrantes e indecorosas…Sin embargo, me vería más complacida en un lugar más íntimo.

Echó mano de lo que ya había podido observar antes; el vampiro no abandonaría una presa que se encontraba en su punto de mira, no si todavía se mostraba a su alcance, y eso era lo que Helida trataba de demostrar en aquel momento, que todavía estaba a su alcance. Giró sobre sus talones, dando la espalda al nocturno, pero tornando ligeramente el rostro por encima del hombro y dando a entender con su mirada que deseaba ser seguida.

Se dirigió a un callejón abandonado mientras dos pensamientos zumbaban en su cabeza como moscas, el primero:

Debía de terminar cuanto antes con él, o aquella misión se le iría de las manos.

Y el segundo:

Monique había tenido razón.

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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Vie Sep 19, 2014 12:07 am


“Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental.”

Edgar Allan Poe. El demonio de la perversidad.


Jadeó satisfecho cuando ella abrió su boca y, anhelante, buscó sus vampíricos colmillos para acariciarlos con su lengua; la sintió apegarse a él, buscando el más íntimo de los contactos. Por un segundo, Rashâd estuvo dispuesto a servirle como ella se lo pidiera, de no ser porque ella misma se detuvo, como si de pronto y sin aviso hubiera despertado de un curioso embrujo. Nunca comprendió qué había hecho mal…, pero tampoco le importó. Ella se alejó de él con tanta renuencia que, pese a lo violento de la bofetada, no podía ser ésta más falsa y miserable.

Cierto es que cuando ella le golpeó de lleno en el rostro, la sorpresa genuina se dibujó en su cara, para luego amagarse en un arranque de ira que disimuló con una sonrisa cruel. Rápidamente y sin miramientos le estrujó la osada mano que lo había agredido, pero se tragó las viles palabras y la dejó amenazarle, como si ella llevase ventaja alguna en esta partida.

… Sin embargo, me vería más complacida en un lugar más íntimo. — lo desafió Hélida, demostrando sin más la más digna y elogiosa actuación. El vampiro la miró receloso, herido en su amor propio.

Es verdad, habibe, que me habéis advertido, y que yo he sobrepasado la confianza que pusisteis en mí al aceptar mi invitación. — aceptó el Al–Farāhídi, solapando su ira en una indiferente molestia, como si recibir bofetadas de cazadoras cínicas fuera cosa de todos los días y ella una más en su interminable lista — Dejadme que os devuelva el favor: no volváis a abofetearme en público, zwina; no lo consideraré un halago, nunca más. — sentenció con una sonrisa apolínea, como si el mismo dios se hubiera encarnado en él y, en vez de una amenaza, hubiérale jurado amor eterno.

No obstante, no hubo tiempo para otro cruce de palabras, pues la joven ya le daba la espalda, fingiendo marcharse indignada, pero dejándole el camino abierto a todas las promesas que aún ninguno de los dos daba por cumplidas. La noche envejecía rápidamente y el próximo amanecer no tardaría en hacerse con el dominio de la cúpula celeste, Rashâd lo sabía muy bien, mas todavía apostaba a dar por concluida su noche del modo en que originalmente la había planeado y no cejó en su empeño de arrastrar a la cazadora al destino que ambos estaban sembrando juntos.

Se carcajeó del desafío que ella le imponía, no como una burla, sino como un disfrute sincero que revelaba a su contendora lo satisfecho que estaba de encontrarla; hacía siglos que el valaquio no tenía una cacería tan fascinante como aquélla y, mucho sospechaba, jamás volvería a conocer a otra mujer como la Darsian. La vio perderse por uno de los callejones más ruines de toda París y un maléfico plan tomó forma en su mente en esos escasos instantes de soledad. Sonrió, seráfico, ante la expectativa que tan fácilmente se le ofrecía.

Sin demora, silbó a su montura tanto tiempo olvidada, la cual hizo fiel aparición en ese preciso instante. Le acarició la cruz y de un saltó se encaramó en ella, para espolearla duramente; el corcel, intuitivo, sacó veloz galope y en un suspiro apenas dio alcance a la escurridiza mujer.

¡Estáis jugando con fuego, Hélida! — le gritó, al tiempo que (en un movimiento audaz que ningún mortal podría imitar) la tomaba por la cintura y la subía a su caballo — ¡Sujetaos si no deseáis que Antares os arroje al suelo! — le ordenó, sabiendo que la Darsian obedecería sin tardanza, a menos que quisiera tener una lenta y dolorosa muerte.

Teniendo su presa asegurada, volvió a espolear al caballo para que este diera peligrosos giros y se metiera por callejas inmundas, diera vueltas incomprensibles y pasase dos o tres veces por el mismo lugar sólo para desorientar a la joven de tal modo que ella no pudiera tener la más mínima seguridad de cómo llegar por su cuenta al lugar a donde él la llevaría esa noche. Podía bajar muchas guardias, pero jamás expondría sus hogares a extraños, menos aún a sus potenciales enemigos. Todavía valoraba más la vida de Ian que el deseo por Hélida.

Lo cierto era que sólo divagaron por las calles un cuarto de hora, pero el valaquio sospechaba que para su acompañante había sido mucho más tiempo. Se satisfizo ante la idea; era mejor que Hélida no pudiera hacer ningún tipo de cálculo a su respecto. El lugar al que llegaron no quedaba muy lejos de la taberna en donde se había conocido, pero el callejón que conducía a su entrada, además de miserable, era de muy complicado acceso, lo que afianzaba la seguridad del vampiro sobre su entorno y sobre sí mismo. Esa noche tenía muchas ventajas, y no las iba a desaprovechar.

Ayudó a la muchacha a descender del corcel, al que luego metió en una improvisada caballeriza que sólo el dueño de la aparentemente miserable vivienda sabía que existía. Si bien la fachada era ruinosa, Hélida no tardaría en descubrir que el lujo y la comodidad eran dos aspectos en los que su enemigo jamás transaba. Ingresaron a la vivienda en silencio, cada uno planeando su mejor estrategia. Rashâd hizo la primera apuesta, encendiendo suaves luces por todo el lugar, revelando a la doncella la belleza que no se podía apreciar desde el exterior, dejándola anonadada por momentos. No le dio chance de hacer comentario alguno, sino que encendió una suave hoguera y volvió sobre sus pasos.

Espero que esto sea lo suficientemente íntimo como para complaceros, Sayyidat. — luego de lo cual, volvió a cogerla por el cuello para hundirse en su boca, hambriento de sus labios. Fue entonces que vio la estaca que dormía entre sus alabastrinos pechos. Furioso consigo mismo, lo primero que se le vino a la cabeza, fue forzarla a desarmarse, pero luego pensó en el enfrentamiento físico, en el placer de cortejar a la Muerte y vencerla; y guardó silencio. Jugaría con las reglas de Hélida y la derrotaría, así el placer sería todavía mayor. Por el contrario, estando solos al fin, era momento de dar rienda suelta a sus más bajos placeres — Venid, habibe. — musitó sobre sus labios, sin separase jamás de ella, mientras desataba el hermoso vestido y se lo quitaba con asombrosa habilidad. Se detuvo un momento, para observarle sólo en enaguas y corsé; se lamió los labios de anticipación y retrocedió unos pasos antes de continuar: — Enseñadme cómo os gusta el sexo; confesadme cuál es tu posición favorita. Porque si me... — la frase murió a mitad en sus labios cuando percibió la rigidez del cuerpo de la chica y su repentina y mortal palidez.

Confundido de su reacción, violó su propia regla de no penetrar en su mente y escarbó rápidamente en ella para saciar su malsana curiosidad. El terrible descubrimiento no hizo sino liberar a la bestia que con tanto esfuerzo había reprimido durante toda la velada:

Yo... yo... — tartamudeó la joven, roja su tez como la de una rosa recién cortada — No sé lo que estáis pidiendo. — confesó.

¡Por supuesto que no lo comprendía! ¡Hélida era virgen! ¡Virgen a los diecinueve años, por el Profeta! Rashâd sintió el impulso violento de ahorcarla hasta la muerte, pero, ¿de qué serviría? Ella lo había engatusado y ahora no sabía cómo finalizar la infantil treta; de pronto, se daba cuenta de que ella misma nunca creyó tener la suerte de llegar tan lejos, de que había sido empujada por el deseo y la curiosidad y que hacía mucho ya que no podía seguir el ritmo del Muerto Viviente. Fue tanta su ira que la arrojó al suelo de una sola bofetada, provocando que la estaca que se ocultaba entre sus pechos saliera despedida lejos del alcance de la mujer. Veloz como un gato saltó sobre el arma y la hizo añicos. Sobre la misma, dirigió toda su rabia contra Hélida, a quien cogió del cuello, sin importarle el sangrado de nariz que le había provocado, y la aplastó sin miramientos contra la pared más cercana; experto luchador, enterró su pulgar en la carótida de la joven, de tal modo que la falta de oxígeno impidiera a la cazadora hacerle daño, pero con el suficiente cuidado de mantenerla lúcida, pues quería que ella oyera cada una de sus palabras:

¡Sois una cría, por amor del Cielo! ¡¿Creéis acaso, estúpida, que tengo tiempo, o ganas, de jugar con alguien como vos?! ¡No sabéis nada de la vida, criatura, y ya estáis queriendo besar a la muerte! ¡Virgen, por Allah! ¡Miradme bien, cazadora! ¡Ah!, ¿creíais que no lo sabía? Idos a jugar con neófitos como vos; ellos son temerarios e idiotas, dignos de un polluelo que todavía no sale de su cascarón. ¡Quitaos el olor a leche! ¡Haced que alguien os rompa la flor! Y solo entonces buscadme, habibe. Pero, por todos los Infiernos, no me hagáis perder el tiempo desflorándoos, no vengáis a tomar mi inmortalidad cuando lo único que conseguiréis es que os haga llorar del dolor... ¡Allah! ¡Qué gran fraude habéis resultado, Hélida! — le gritó, hastiado de ella. Le apretó el cuello, como cruel castigo y la arrojó, para luego salir de la casa, en el momento mismo en que un desgraciado chiquillo intentaba robarle el caballo.

El pobre infeliz apenas tendría 10 años, pero mostraba ya una actitud desafiante, propia de aquéllos que, castigados duramente por la vida, ya nada tienen que perder. Rashâd rugió furioso en ese momento, clavada su vista en la doncella que ahora olía el peligro e intentaba lanzarse en defensa del infortunado niño; el valaquio, sin embargo, no le dio la más mínima oportunidad; de un solo movimiento, estampó a Hélida en la pared y, de dos rápidos pasos, cazó al inocente, alzándolo con uno solo de sus brazos. Ciego de ira como estaba, no se detuvo a pensar en nada, excepto en la sangre del chico latiendo violentamente en sus venas. Dos segundos después, sus incisivos ya le abrían camino a su néctar personal y un suspiro después dejaba al chiquillo completamente seco, seguido de lo cual, cogió el frágil cuello y lo quebró enfrente de Hélida, la que entonces, ciega de ira, cargó contra él.

Rápidamente, el vampiro se deshizo del cadáver y enfrentó a su enemiga.

¡No, habibe! ¡Conmigo no! — rugió, furioso consigo mismo pues beberse al chico frente a ella no había hecho más que aumentar el deseo que tenía por poseerla; no había servido ni para aplacar su cólera ni para ahogar su lujuria, sino todo lo contrario. Poseído por el demonio de la perversidad, le sujetó la mano asesina hasta que la forzó a soltar el arma y la arrastró cruelmente del cabello, de vuelta a la casa. De una patada cerró la puerta y dejó a Hélida a merced de sus más bajas pasiones — Ahora, zwina, jugaremos a mi ritmo. — masculló temerario, cual Shaitán hecho hombre, dicho lo cual, todavía manchado de sangre, volvió a besarla, sin la menor piedad, mordiéndole los labios y separándolos para su goce personal, metiendo su lengua dentro de la boca para ahogarla de placer si era necesario. Una de sus manos aprisionó las de la joven y la otra se encargó del molesto corsé para dejar uno de sus pechos libres el cual masajeó con experta habilidad, pues no deseaba causarle dolor, no todavía. Primero deseaba calentarla, hacerla aullar de fiebre y anhelo... Y sólo entonces, vendría el verdadero dolor. Y él tendría descanso en ese orgasmo sádico y asesino.

La sintió revolcarse entre su cuerpo. La sintió humedecerse de placer culposo. Hélida lo odiaba con toda su alma, lo sabía. Pero lo deseaba todavía más, y eso él también lo sabía, así que tiró su última carta y metió su mano libre entre las piernas de la joven, frotando apenas el punto más sensible de su cuerpo, para vencerla en el placer.

Si ella volvía a abofetearlo, la tomaría por la fuerza y luego la mataría.

Pero si Hélida cedía al deseo y a sus ruines demandas con el mismo goce que él... entonces Rashâd estaba dispuesto a ser su perro faldero por el resto de su vida.

“Elige, ghzala, sin arrepentimientos”.


***
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Teatro en la taberna [Rashâd] [+18] Empty Re: Teatro en la taberna [Rashâd] [+18]

Mensaje por Helida Darsian Vie Sep 19, 2014 1:14 pm

Un caballo. Essâm, sentado sobre el animal. Helida parpadeando perpleja, desorientada por el paso de los acontecimientos. No se le permitió preguntar si quiera. Tan solo tuvo tiempo suficiente para adaptarse a la situación y aferrarse a las monturas, no a Essâm, con el fin de no salir despedida. Movimiento traicionero y rastrero, había estado dispuesta a terminar con todo aquel juego de una vez por todas en aquel callejón, pero loco de él, se la llevaba a Dios sabía donde. La cazadora trató de seguir el camino, atenta, contando cada giro y cada curva, hasta que se cercioró de que habían estado dando vueltas. Viéndose desorientada, perdió el mapa mental que había estado construyendo y gritó para sus adentros.

Se encontró de pronto en una casa común por fuera pero lujosa por dentro. Le supuso un esfuerzo contener el asombro.  Estaba molesta y no deseaba jugar más a aquel endemoniado juego, o al menos eso pensaba hasta que el monstruo, llamándola con una simple frase, y aferrando su cuello con rudeza, volvió a conquistar sus labios. Ella se mostró reacia en un principio, pero no sabía que tenía aquel hombre que la hacía retractarse sobre sus objetivos una y otra vez. Se perdió en su boca hasta sentir parte de su vestido siendo liberado como una barrera menos. Entonces se acongojó, el deseo quedó reprimido por un sofoco poco agradable. Al alzar los ojos hacia el vampiro y contemplar la ávida expresión de su rostro, quiso reírse… ¿Para qué creía que la había llevado allí entonces? No podía haberse comportado más neciamente aquella noche. Lo más inexperto de su ser había salido a la luz, y con su peor enemigo.

Enseñadme cómo os gusta el sexo; confesadme cuál es vuestra posición favorita…

El inicio de aquella frase fue peor. La joven se atragantó  con su propio aire, y evidentemente enferma retrocedió un paso. Hundir estacas, apagar los ojos de un monstruo, robar vidas, mancharse de la sangre de un no muerto…esas eran sus especialidades.

Supo que había balbuceado algo, pero ni si quiera reparó en que era… ¿Una excusa para retirarse? ¿Una súplica al cielo? Seguido de aquello, sintió el reconocible pinchazo en la nuca; ahora el vampiro ya sabía todo lo que tenía que saber, y ella se sintió ultrajada, violada, rabiosa y saturada de odio al cerciorarse de la invasión en su cabeza.

¡¿Cómo habéis osado…?!

Pero Essâm no la dejó terminar. El entorno se volvió opaco, cuando un golpe contra su rostro la mandó despedida sobre el suelo, haciendo que los dientes le castañearan. Algo húmedo resbaló por su nariz, y sintió la estaca salir despedida. Alzó la mano  rápidamente  para recuperarla en la trayectoria, pero no lo suficiente. Vio como el monstruo se inclinaba sobre el arma y la hacía trizas. Helida se recompuso veloz, alzándose sobre sus pies casi al mismo tiempo que era tomada por el cuello y estampada contra la pared. Se removió, dispuesta a defenderse, pero una desconocida languilidad abrumó su cuerpo; se ahogaba. Soltó una débil y jadeante risa, nunca se imagino morir de aquel modo, siendo engatusada por una de las muchas cucarachas que aplastaba día a día. Sin embargo el vampiro no deseaba nada más y nada menos que dejarla vulnerable ante él, y lo consiguió, mientras ella escuchaba todas  y cada una de sus tóxicas palabras. La humillación se abrió paso en su rostro. Apretó los labios mortificada, mientras inútilmente trataba de recuperar la fuerza de su propio cuerpo. Era virgen, y la estaba avergonzando por ello. Lo odiaba, odiaba tanto…Y deseaba por encima de todas las cosas deshacerse de su presa y ahorcarlo con sus propios intestinos. Sus labios temblaron de la rabia. Pero no pudo hacer otra cosa que asfixiarse con su férreo agarre, que la presionó con una mortal fuerza antes de arrojarla nuevamente sobre el suelo.

Helida tosió a la desesperada, tratando de sostenerse por su propia fuerza. Tenía la garganta dolorida y no era capaz de tragar con normalidad. Sus ojos reflejaron el odio que sentía cuando los alzó hacia Essâm, la oscura ofensa que le había supuesto su trato. Sin embargo aquellas emociones fueron sustituidas por puro terror al contemplar la escena del pequeño muchacho ladrón.

¡No os atreváis! —advirtió  incrédula, con la voz estrangulada y corriendo hacia el niño con intención de salvarlo de un destino fatal. El fracaso la apartó de un empujón, y con el se llevó al niño. Bebió de él, y lo destrozó. Helida había observado la escena al completo desde el suelo, impotente, sin haber tenido tiempo si quiera de alcanzarlo de nuevo. Un niño…Espantada, no pudo dominar su ira. Corrió de nuevo hacia el vampiro con un grito estremecedor, estaca en mano que no recordaba haber sacado y arremetió contra él, con toda la fuerza posible, sin meditar los pasos ni la estrategia, tan solo movida por sus emociones. Le resultó fácil pararla, y bien sabía ella que cuando se dejaba guiar por la ira, no era capaz de pensar con claridad.

¡Soltadme! ¡Bestia inmunda! —gritó en cuanto se encontró bajo el poder de él nuevamente— ¡Sois peor que el mismísimo Lucifer! ¡Vuestra existencia es avergonzante!

Ahora, zwina, jugaremos a mi ritmo.

Aquellas palabras la aterrorizaron por primera vez en mucho tiempo. Se vio paralizada por el pánico. Prefería mil y una veces que la torturara, mutilara y maltratara a que la tocara de nuevo, aquel era el peor de los mejores castigos…

Sus labios agresivos y violentos mancillaron los de ella, que a su vez trató de alejarlos. Mordió su boca pero estuvo segura de que aquello en vez de espantarlo, produjo el efecto contrario. Los jadeos pronto sustituyeron las quejas y aquel oscilamiento entre la ira y el deseo la hizo delirar hasta límites insospechables. Por sorpresa se vio semidesnuda y maniatada por tan solo una de las manos de él. La tocó donde no la había estimulado nadie haciendo que le faltara el aire casi más que cuando había atentado con asfixiarla.

No —gruñó, al sentir su mano ensangrentada por la matanza colarse entre sus piernas.

¡El niño!, lo recordó. La imagen la atormentó mientras gemía y gruñía. Sus piernas temblaban febriles, como si se encontrara enferma, y es que nunca antes había experimentado una sensación similar. Había visto hacer cosas parecidas a muchachas a las que ella misma había conquistado, pero ella jamás las había padecido. La sensación era algo entre perturbador y placentero, pero a pesar de desear que Essâm continuara, quiso que alejara su tacto asesino de ella. Con las manos aprisionadas Helida respiró hondo tratando de esclarecer su mente, algo que le resultó imposible, a la desesperada, intentó entonces usar uno de sus últimos recursos; elevó el talón del zapato y dio una patada con el mismo a la pared. El golpe puso en marcha un mecanismo que hizo emerger por la punta del zapato una fina daga de madera. Con esta sujeta a la punta del pie, la cazadora alzó la pierna en una agil patada, y hundió la punta de madera una y otra vez en el costado del vampiro; violenta, brutal. Le asestó finas y delicadas puñaladas en el mismo punto, una tras otra hasta que este hubo aflojado la presa de sus manos. Entonces alzó el mismo pie y empujó al hombre por el pecho. Sin esperar que eso lo tumbara, fue ella misma quién lo arrastró hasta el suelo. Partió la madera que sobresalía del zapato de un puntapíe, y la tomó para luego amenazar con ella el corazón del vampiro. No perdió el tiempo y pisó ambas manos del tipo con sus pies, temiendo que hiciera algún movimiento,sentándose después sobre su pecho, dejando así una decrepita imagen de ella misma ante sus ojos. Las aletas de la nariz de la cazadora se dilataban, furiosas. Lo miraba con la boca enrojecida y fruncida y los ojos azules ahogados en deseo y rabia.

No os mováis —le advirtió—, o hundiré esta estaca tan profundo en vuestro oscuro corazón que dejará de existir. Ahora, me vais a escuchar rata sarnosa, ¿sabéis lo que hago con la peste como vos? Me los llevo de mascotas, permito que pasen días sin dejar que una sola gota de decadencia roce sus labios, y luego se los doy de comer al Sol. Sí el gran Sol, porque él es mi Dios y vuestro anticristo. —Se inclinó para susurrarle al odio con voz estrangulada y vencida— No volváis a tocarme, ni se os ocurra hacerlo. Si he permanecido virgen ha sido para alejarme de la mugre como vos. Ni beséis, ni me seduzcáis, no…lo deseo… —repuso las últimas palabras con voz débil y humillante, derrotada por su propia mentira.

Las manos, le temblaron cuando las alzó para hundir su última arma en el corazón del vampiro. En la expresión de Helida se arremolinaban tantas emociones que no era capaz de mantener un solo rostro. Todo en aquel instante le resultó venenoso y equívoco, puesto que muy en el fondo, no deseaba hundir la estaca en el corazón del vampiro, esperaba que él fuera capaz de defenderse. Sin embargo, ¿Quién le aseguraba a ella que continuaría viva más tarde si no derrotaba a su contrincante en aquel momento? Aquella lucha entre el deber y el querer, era una de las más complicadas de toda su vida. ¿Abandonarse de nuevo al deseo y aplacar su curiosidad, o acabar con todo aquello y continuar con su vida? Pero bien sabía que su vida no sería la misma después de que él la hubiera tocado. De que no volvería a besar a una muchacha de nuevo, de que probablemente buscaría un hombre que la pudiera complacer. ¿Y si no había más hombre que pudieran hacerlo? Atormentada por tantas preguntas y dudas, gimió de impotencia y hundió la estaca, desviando la dirección varios centímetros más lejos del corazón de Essâm. Una equivocación poco equivocada.


Última edición por Helida Darsian el Vie Oct 03, 2014 7:21 pm, editado 1 vez
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Teatro en la taberna [Rashâd] [+18] Empty Re: Teatro en la taberna [Rashâd] [+18]

Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Lun Sep 22, 2014 2:06 am


“Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas.”

Stefan Zweig. La estrella en el bosque.


Salvaje como una gata en celo, ella le mordió el labio en respuesta a su agresiva invasión. Sonrió complacido; no esperaba menos de ella ni de sus instintos que se balanceaban indecisos entre el odio acérrimo y el claudicante deseo. La sintió arquearse de placer, mientras una negativa se imponía en los labios que devoraba tan desesperadamente. Eran ambos una mezcla de sangre, saliva, deseo y perdición...

Hasta que Hélida se sobrepuso y, por un momento único que probablemente jamás se volvería a repetir, tuvo la ventaja contra su enemigo y la oportunidad divina de matarlo.

Pero fue un segundo que se desvaneció cual humo de cigarrillo.

Pese a sus largos siglos de vida, aquella noche Rashâd era todo, menos el inmortal anciano, invulnerable a los caprichos mundanos de la mortalidad humana. Y era que, mucho antes, en plaza, en el primer beso, había capitulado esa batalla contra la inexperta cazadora, pero era sólo en este momento fatal que comprendía las graves consecuencias de cada uno de sus actos, como una especie de purga por todos los viles asesinatos cometidos durante 700 años de inmortalidad.

De algún modo que él nunca previo, la “florecilla” encontró la manera de accionar un arma secreta con la que Rashâd verdaderamente nunca había contado. Movida más por su desesperación que por su instinto cazador, la Darsian logró enviarlo violentamente al suelo, mientras le incrustaba una fina daga de madera en el costado izquierdo, amenazando desde ya su fallecido corazón, pieza incalculable de su eternidad, aunque hiciera tanto ya que no latía. Sin él, Rashâd sería sólo arena y sombras. Él lanzó un terrible rugido de profundo dolor, producto de lo cual, intempestivamente debilitado, no tuvo oportunidad de presentar combate ante la estocada que se adivinaba mortal, mientras ella gozaba de su breve instante de gloria:

No os mováis... — se atrevió a amenazarle, como si realmente creyera que el valaquio estaba a su entera merced. Rashâd sólo pudo escupir una sanguinolenta risotada, mientras ella enumeraba los martirios a que otros vampiros se vieron sometidos por su ley.

¿De verdad, habibe? — masculló, agónico de dolor, su rostro una máscara de cruel burla y sádica indiferencia.

Y era que, pese a la sangre perdida, el musulmán estaba muy lejos de morir; eran más bien sus síntomas la sensación de una leve fatiga que ya sabía él cómo repondría; pero la dejó disfrutar del momento.

Hélida había elegido.

Y Rashâd sabía muy bien qué haría con esa elección, pero se guardó la verdadera naturaleza de poder; rondaría a la Muerte hasta su misma puerta y, sólo entonces, escupiría su victoria. Estaba dispuesto a dejar que Hélida llegase hasta el final, porque sabía que triunfaría incluso si ella, sobrepuesta a sus pasiones personales, lograba la fuerza moral de matarlo, llevada por los principios de su deber. Era su momento, de todo o nada. Si ella lo mataba, bien tenido se lo tenía... Pero si no...

No volváis a tocarme, ni se os ocurra hacerlo. Si he permanecido virgen ha sido para alejarme de la mugre como vos. Ni beséis, ni me seduzcáis, no… lo deseo… — musitó la joven, derrotada.

Rashâd se estremeció, tanto de gozo como de dolor y se dispuso a la treta final. La chiquilla, todavía furiosa por su propia traición jugó a ser la jueza y fingió buscar su muerte. Pero ambos sabían que ella se engañaba. Cada palabra era una mentira con la que intentaría más tarde reponer el orgullo que había perdido para siempre. Cada estocada sería el consuelo que a diario esgrimiría por no haberlo matado. Siempre que ella regresara a ese momento, podría decirse a sí misma que de verdad lo había intentado todo, aun cuando, muy en el fondo de sí misma, ambos supiera que era un vil engaño. Al menos, el vampiro lo supo con certeza fatal cuando la cazadora erró todos los golpes destinados a matarlo.

El dolor entonces no fue sino el estímulo final para esa sangrienta orgía personal. Sabiendo ya que ella nada podría hacer, se levantó como el dios viviente que era, enviando a Hélida de vuelta al suelo, desprovista ya de toda defensa y excusa. Sin piedad alguna, él la miró, al tiempo que se arrancaba la ridícula arma del pecho y la reducía a trizas:

¡Pobre y desdichada criatura! — exclamó, ebrio de deseo y triunfo, mientras sus heridas más leves desaparecían como si nunca hubiesen existido y las más graves dejaban de ser una tortura para convertirse en apenas una molestia comparable a una migaja de pan en su inmaculado lecho: — ¿No os dije que los únicos infelices a la altura de tu estúpida habilidad eran los inútiles neófitos? ¿No os di la oportunidad de marcharos intacta? — le recriminó, al tiempo que se inclinaba frente a ella y volvía a sujetarle el rostro, esta vez con tal dureza que un par de lágrimas se escaparon del rostro angelical de la muchacha — Me acusáis de tocaros y me amenazáis de no volver a intentarlo, pero, habibe, ¿os dais cuenta de que pudisteis iros sin el menor daño y, en cambio elegisteis quedaros? ¿De quién es la culpa, entonces, si vuelvo a tocaros? — susurró, con voz tan gélida y peligrosa que parecía un heraldo de Hades enviado a por el alma de la francesa. Pero no era tal su intención, no aún — Me habéis herido, ghzala, y ahora, es momento de reclamar lo que me habéis quitado. — susurró en su oído, mientras la cogía aún con mayor fuerza y rasgaba la enagua para dejar al descubierto el apetitoso hombro en donde incontables venas se entrelazaba llevando a todas partes el precioso líquido que ahora Rashâd exigía como pago por la afrenta infantil de su enemiga.

Al borde de la obscura tentación, lamió el cuello de su enemiga con tal habilidad que ella gimió de deseó antes de iniciar la lucha final contra él. El vampiro esbozó una desgraciada sonrisa de triunfo cuando la sintió revolcarse de desesperación entre sus brazos, en el intento postrer de mantener incólume su dignidad de cazadora. Era un intento del todo honroso, no cabía duda alguna, pero así mismo era del todo inútil. Nada podía hacer ella, que había elegido placer y muerte.

Y entonces, fue el momento de gloria de Rashâd. Y así como antes fue ella quien tuvo la oportunidad única de acabar con esas mil y una noches, ahora era el inmortal quien dejaba pasar la oportunidad única de deshacerse para siempre de la única mujer que probablemente lo derrotaría.

Era aquélla de esas noches únicas en que, pudiendo seguir con la vida de siempre, sus súbditos elegían cambiar su destino de manera dramática y funesta.

Y así fue que el valaquio, en vez de morderla, usarla y matarla, optó por cruzar su mirada con la de ella una vez más con la antojadiza intención de humillarla sin retorno. Mas el humillado fue él.

Hélida lloraba.

Pero no era aquél el llanto cobarde del que tiene miedo de morir; mucho menos era el llanto miserable del que suplica por su vida. Era, por lejos, el único llanto ante el cual el vampiro sentía una especie de respeto reverencial: la joven lloraba de ira. De algún modo, Hélida aceptaba su muerte y la afrontaba con dignidad; lamentaba, era fácil verlo, no haberse llevado consigo la vida de su odiado enemigo. He allí el motivo de sus lágrimas; arrogante hasta lo indecible, la chica odiaba con su corazón no poder tener las armas para vencer a su enemigo de igual a igual.

La hubiera abofeteado por semejante insolencia si no hubiera recordado el día en que fue convertido, en que su última mirada humana había sido una igual a la que ahora la joven le enrostraba. Claro que él no lloró; no era bien visto entre los hombres musulmanes que uno de ellos llorase; pero poco le faltó. De todo lo que ocurrió esa noche lejana, nada lamentó más que no poder acabar con la vida de la mujer que amaba y que le había convertido en semejante monstruo. Tal fue la empatía con la cazadora, que la soltó, arrebatado de una culpa que no sintió y que no volvería a sentir jamás.

Y entonces, todas las preguntas que su consciencia intentó advertirle, surgían ahora para coronar su terrible derrota: ¿Por qué ahora resurgía de entre la niebla de su pasado el recuerdo olvidado de Rania? ¿Por qué esa muchacha se atrevía a mirarlo de esa manera? ¿Por qué en vez de poseerla y matarla surgía en su marchito corazón el deseo de consolarla? ¿O, peor aún, de merecerla? ¿No eran todos ellos sentimientos humanos que había despreciado por casi un milenio de vida? ¿No había jurado él por los huesos de su padre que jamás volvería a someterse a la ridiculez de la emoción mortal? ¿Qué le había hecho esa muchacha para llevarlo a tal estado de paroxismo demencial?

Una sola cosa había, pero Rashâd no pudo verla, enceguecido como estaba del repentido dolor moral: hubo una vez en que fue hombre, en que amó desesperadamente, y fue vilmente traicionado. Ahora recapitulaba esa traición con la joven que yacía frente a él, petrificada de su brutal cambio, sin saber si él estaba humillándola una vez más o simplemente se había vuelto loco. Ambos estaban agazapados en su rincón personal, como dos gatos que aparentan furia, pero que en realidad sudan miedo y desesperación.

Y así, como el instante de la muerte pasó de largo, también se marchó el instante de la piedad:

Podréis iros, Sayyidat — musitó, presa de un repentino cansancio — sólo si cumplís con dos condiciones — la miró de nuevo, la voz trémula, el miedo bailando en el fondo de sus vetustas pupilas—: Sed mi esclava de sangre. — las palabras huyeron de su boca no bien las hubo pensado; tarde era para arrepentirse — Y, por lo que resta de noche, haced el amor conmigo, habibe, os lo ruego. — su voz se apagó, sus párpados cayeron y él elevó una plegaria silencio al piadoso Yibrīl.

Estaba agotado.

En 700 años, nunca pasó por tantas emociones tan contrarias como en esas breves horas. Cuando el sol se hiciera amo y señor de París, Rashâd volvería en sí y maldeciría cada una de sus palabras y cada una de sus acciones. Pero en ese momento, todavía atrapado en la trampa de Selene sólo pudo rezar una vez más y suplicar que ella accediera a la insólita petición.

Supo entonces que había perdido.

Jamás podría matarla.


***
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Mensaje por Helida Darsian Mar Sep 23, 2014 2:54 pm


Él la venció.
Otra vez.
Se burló.
De nuevo.
La humillo.
Una vez más.

El acantilado que descansaba a los pies de Helida, dio paso al vacio cuando se precipitó por él. Ya no había nada a lo que aferrarse, su vida dependía ahora de una caída libre a la muerte o la perdición.  Las palabras del monstruo astillaron su corazón con la repugnante verdad. Escupía veneno sobre su orgullo, y dejaba escapar palabras carnívoras que devoraban su dignidad en sangrantes bocados.

…¿De quién es la culpa si vuelvo a tocaros?


Se encogió ligeramente sobre su cuerpo, sin poder contener las ganas de desaparecer, de consumirse en su vergüenza. Pero a pesar de todo, trató de convencerse, de haberlo intentado; había blandido la estaca contra el inmortal. Su padre ya la había advertido de que por el momento tan solo era rival de neófitos, su único error había sido no escucharlo y lanzarse de cabeza a la boca del lobo, nada más…, lo había intentado... Algo le supo agrio en la estela de aquellos pensamientos consoladores, pero lo ignoró.

Sintió los dedos de hierro de Essâm arrancarle dos lágrimas, y luego sus palabras de fuego helado despojándole jadeos de terror. Él se deshizo de su enagua, dejando el cuello de la cazadora totalmente a su merced; quién presa del pánico, trató de desembarazarse.

Soltad mis alas demonio, no quedan plumas que arrancar… —susurró, enmudeciendo al sentir la pérfida lengua del vampiro lamiendo su cuello. Helida mordió sus propios labios, tratando de contener un degradado jadeo que huyó de su boca como alma a la que lleva el diablo.

No pasaron más de dos segundos, que su excitación fue sustituida por la derrota. Podía adivinar los colmillos del vil Essâm a centímetros de ella, burlándose de su cuello virgen, advirtiéndola con su terrorífico y calenturiento aliento. Y así moriría, devorada por su perdición. Imaginó su muerte en un cuadro, pintado por ella misma, con trazos fuertes y débiles, contrarios e iguales. Su sangre derramándose por la boca de la bestia, en colores de un infierno de fuego y de hielo; disfrutando de su presa, de su victoria psicológica y física, sabrosa, decrépita, viciosa… Se abandonó a la obturadora fuerza de aquel Príncipe del Infierno, sintiéndose pequeña, pequeña, pequeña…
¿Qué era sin sus armas?
Nada más que una mortal.
Deseó ser incluso el mismísimo Lucifer para poder vencer a su enemigo. Sintió sus cristalinos ojos llorar sin su permiso, y la furia hizo que las aletas de su nariz se dilataran, como un animal sufriente en silencio en las manos de un cazador. No dijo nada, no rogó ni chilló por una vida más larga, tan solo dejó que sus suicidas lágrimas cayeran por la palidez de su rostro. Cuan necia había sido…¡Qué ridículos habían sido sus intentos de llevarse su alma inmortal!

Percibió los ojos del vampiro clavados en su rostro, como dos alfileres venenosos. Ella, sin embargo, no le miró. Mantuvo la vista fija al frente, no quería ver de nuevo el regocijo en sus ojos, la burla de su boca…que nunca llegó.

Sin explicación alguna, la soltó.

Helida jadeó agitada y desorientada, como si no supiera que hacer ahora sin sus brazos reduciéndola y sus letales colmillos amenazando su vida. No pudo evitar entonces, alzar la mirada hacia Essâm. La expresión del vampiro hizo que la cazadora contuviera el aliento a causa de la sorpresa; se veía tan mortal de aquel modo. La presencia de la bestia se había visto atormentada por rasgos humanos, ojos perdidos y boca vulnerable. La mirada que le dedicó a la muchacha, le encogió el corazón, y Helida no supo como sentirse. ¿Se burlaba de ella de nuevo? ¿Era aquella una estrategia para engatusarla más vilmente? No halló respuesta, tan solo fascinación ante aquella expresión, una fascinación que no deseaba sentir. Lo vio como un embaucador engañoso, como un depredador que le gustaba jugar con la cabeza de su víctima mil y una veces antes de matarlas, pero entre todas las sospechas también surgía la duda de que aquella faceta que mostraba Essâm en aquel momento fuera verdadera.  Con aquella duda, vino la curiosidad; quiso preguntarle qué le ocurría, qué pensamientos le habían transformado el rostro de aquel modo, y se odió por desear saber aquello, por sentir ese deseo de conocerlo.

Vio como despegaba los labios para hablar. Helida temió lo que diría:

Podréis iros, Sayyidat —Sus palabras causaron un doloroso alivio en la joven, que trató de evitar que escapara, sospechando demasiado como para creer que la dejaría marchar sin más. Y estaba en lo cierto; dos condiciones. Helida escuchó ambas. Con la primera, creyó haber perdido el alma, y al atender a la segunda, le pareció sentir a la muerte junto a ella, susurrándole palabras obscenas.

Le temblaron entonces los labios, como si fuera a echarse a llorar, pero no fue eso lo que hizo, sino que explotó en carcajadas  de pura diversión. Se llevó las temblorosas manos a la boca, tratando de contener la risa, pero no fue capaz. Quiso morir por eso. Parecía ella ahora quién se burlaba del vampiro, sin embargo, tan solo reía de sus pensamientos, los primeros que habían acudido a su cabeza al escuchar la segunda proposición, habían sido afirmaciones de pura urgencia y deseo. Era tan vergonzoso el sentimiento, tan patético. ¡Blasfemia! ¿Una cazadora siendo esclava de sangre de un vampiro? ¿Haciendo el amor con él? Imaginó a su padre escupiéndola al recibir la noticia, y matándola después por ello.

“Pero padre, ¿Qué opción habría tenido? ¡Se hubiera llevado mi vida!”

“La muerte…”


Eso era lo correcto, morir. Y ella lo sabía, debería de preferir morir. Pero, ¿y si vivía? Podría tener más oportunidades de matarlo, pensó para si. No fue consciente, de su propio engaño, o no quiso serlo. No era la vida por lo que realmente diría “sí” a Essâm.

Tu verdadero nombre —pidió con voz trémula. Al ver la expresión de confusión en el rostro de “Essâm”, sonrió con tristeza y diversión—. Si voy a acostarme con vos y dejar que robéis mi vida poco a poco, quiero saber vuestro nombre al menos. ¿Creíais que no sabía que Essâm era un nombre falso? Demasiado dulce para vos...Y quiero que os desvistáis si pretendéis tocarme de nuevo. No seré la única que se desnude. —Sus ojos se oscurecieron codiciosos ante aquella última petición. Peticiones que sabía que no estaba en situaciones de hacer, pero que esperaba que el cumpliera. —Preferiré la muerte si no cumplís con esas dos condiciones. Puedo morderme la lengua hasta morir, no dudaré en hacerlo.

Si él aceptaba sus condiciones, tendría oportunidad de vivir para matarlo más tarde, matarlo...Se aferró a aquel objetivo como única razón de aceptar las condiciones del vampiro.
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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Sáb Sep 27, 2014 4:08 am


“Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí.

¿Es esto bastante idiota?”

Horacio Quiroga. La meningitis y su sombra.


Ella estalló en una risa histérica y cruel que, por un instante, hundió todos los nobles sentimientos de Rashâd.

Había sido tan vulnerable durante ese instante, que no pudo soportar el dolor que su enemiga le causaba, mucho más letal que cualquiera de las heridas físicas que antes le provocara. Pero, dicho fue, esa noche Selene se burlaba de ambos y, vencida la hora de la furia, no había espacio para un nuevo combate. Apenas él se había puedo de pie, ya Hélida dejaba atrás toda maledicencia y sus palabras dilucidaban por fin el camino que ambos tomarían.

Sólo entonces el comprendió el verdadero sentido de aquellas carcajadas y sonrió a medias, pero no se movió, concentrado como estaba en las peticiones con que la fémina le contraatacaba:

Tu verdadero nombre. — le pidió con voz temblorosa, a lo que el valaquio alzó una ceja, sorprendido. Se lo concedía, ninguno de los dos era fácil de engañar. La Cazadora le daba un argumento indiscutible; ella nunca ocultó su verdadera identidad. Debían estar a mano.

Rashâd, habibe. — respondió casi sin pensarlo — Essâm era el nombre de mi padre. — confesó, con voz ida; hacía tanto ya que no pensaba en el príncipe de esa forma; hacía tanto que había desterrado los recuerdos de su perdido Califato que traerlos al presente sólo era abrir una herida que nunca había cerrado del todo.

Pero no permitió que la amargura de siglos pasados amagara la velada que ese presente le ofrecía, más aún cuando la luna parecía dispuesta a cabalgar a los brazos del sol y el tiempo se extinguía ya en pos de la madrugada.

Y quiero que os desvistáis si pretendéis tocarme de nuevo. No seré la única que se desnude. — exigió prontamente, luego de lo cual, amenazó con las penas del infierno si tal petición no se cumplía.

Rashâd se puso de pie al fin, cuan largo era, dejando a la vista que tales advertencias carecían de preocupación para él. Pero no era su intención negarse a lo que ella le pedía; clavó sus ojos en ella, líquidos del deseo que le encendía, y con toda calma se quitó la chaqueta y el chaleco bajo ella; desabotonó parsimoniosamente la camisa y la dejó caer de entre sus brazos, mientras daba dos o tres zancadas hacia ella, acortando la cruel distancia que los separaba. Tan cerca de ella, apenas se atrevió a tocarla, una caricia sutil en el rostro, como si su efigie le fuera sagrada. De algún modo, toda ella lo era para él.

Demudado por el embrujo de su aroma, el valaquio dejaba atrás todas sus caretas y por vez única mostraba ante otro su verdadera personalidad. Durante lo que restase de esa noche, volvería a ser el noble príncipe musulmán, admirado por su justicia y su benevolencia. Ian estaría del todo orgulloso de él, complacido de poder comprobar que siempre había tenido razón.

Ella no lo miraba directamente, pero el vampiro adivinaba cómo se sentía; deseó que ella pudiera comprender que estaba siendo honesto, que por esa noche al menos, no le estaba engañando. La vio estremecerse apenas, como una Venus lánguida y frágil, vencida por el deseo que le arrebolaba las mejillas, llena de vida y de anhelo, todavía cubierta con los retazos de la enagua que él nunca llegó a romper del todo; ahora se felicitaba de no haberlo hecho, de tener aún una prenda para quitar con dulzura y suavidad.

Indefectiblemente, él también se estremeció con ella, como el compañero fiel de esos sentimientos tan humanos que no se reconoció sino en los ojos de ella, en su piel alabastrina y suave, en su mortal corazón humano que latía furioso y desbocado por los dos, por él que ya no podía latir, pero que igualmente podía emocionarse de deseo y anhelo, lo mismo que ella, porque ella había traído de vuelta, después de 700 años, al muchacho que alguna vez estuvo orgulloso de ser.

Ella, ¡ella!, la Venus, la virgen, lo deseaba a él. Depositaba sus esperanzas en él.

¿En qué? No importaba ya; movido por esas emociones tan nobles que temió pensarlas, la tomó entre sus brazos y la apegó a su cuerpo medio desnudo para que ella pudiera recorrer su marmóreo torso con la gentileza que sólo ella, hermosa y virginal, podía otorgarle. La oyó gemir cuando la alzó del suelo, como si se hubiese desmayado, y la sintió acariciarle el rostro cuando estuvo así de cerca de él. Entonces sus miradas se cruzaron una vez más; eran por esa breve tregua amantes por fin. La besó, lentamente, deleitándose en sus labios, acariciándolos con los suyos, entreabriéndolos con tal suavidad que parecía pedirle permiso, degustándola como sólo se puede hacer con aquello que nos es del todo querido.

Sólo cuando ese beso murió fue que se atrevió a moverse en dirección al lujoso cuarto. Se olvidó del cadáver infantil, del caballo a medio robar, de la puerta por la que cualquier enemigo podría colarse. Nada en ese momento podría distraerlo de su devoción por la muchacha. Era, y nunca volvería a serlo, la presa perfecta para sus enemigos; lamentablemente, ninguno de ellos sabría jamás qué tan expuesto estuvo en esas horas el viejo vampiro musulmán.

Caminó con ella entre el desastre que ambos habían causado, dejando atrás la tormenta para dar paso a una habitación inmaculada, cuyo lecho tenía la estructura de los aposentos reales; la cama, ricamente decorada estaba rodeada de cortinas que la separaban del resto de la habitación. Traspasó los velos con destreza, de tal modo que ambos quedaron aislados de cualquier ruido mundanal, y depositó a la joven sobre la cama, dejándola completamente acostada. Volvió a besarla, con cierto apremio, pues el deseo le quemaba la marchita piel, ¡quién lo dijera! Se alejó de ella para terminar de dar cumplimiento a su segunda petición; terminó de desnudarse con menos elegancia que antes, y era que estaba desesperado por saborearla, por amarla, por oírla gemir, y por demostrarle que había un mundo por conocer de la mano del placer de compartir su noche.

Era el principio de una relación profundamente adictiva.

Dejó que ella lo mirara completamente desnudo, la dejó sonrojarse como amapola, quitar la vista de su cuerpo perfecto, aparentando sentirse ofendida, y volviendo a mirarlo porque le era imposible dejar de hacerlo. Sólo entonces, volvió sobre ella y se inclinó para deshacerse de los restos de la enagua; la cogió de la mano, ayudándola a sentarse frente a él y, lentamente, deslizó los restos de la tela por sobre sus hombros, dejándolas caer hasta el suelo; fue entonces que descubrió las armas que ella había ocultado en sus muslos. Dio un respingo de molesta sorpresa, pero no hizo ademán de alejarse. Sin embargo, no volvió a tocarla. Ella, también debía entregarse por entero y de manera voluntaria; era momento de hacerla partícipe del placer y de la culpa que ambos compartirían al día siguiente, cuando los efluvios de Selene por fin se hubieren disipado. La besó, sin tocarla, y retrocedió unos centímetros para darle oportunidad:

¡Qué zwina eres, ghzala! Pero... habéis pedido mi absoluta desnudez, y yo he cumplido, habibe. — la recorrió entera con la mirada y detuvo sus ojos en los muslos de ella, en la tela que aún cubría las zonas más íntimas de su cuerpo — Es vuestro turno, hermosa, de desnudaros para mí. — suplicó, anhelante del elixir que ella parecía ofrecerle.

Deseaba amarla, ¡tanto!, pero no podría hacerlo si ella no ponía en sus manos su vida, del mismo modo en que él se entregaba a ella. ¡Qué noche tan larga! ¡Qué de anhelos y añoranzas! ¿Y si pudieran amarse, aun cuando fueren enemigos por el resto de sus vidas?


***
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Mensaje por Helida Darsian Sáb Sep 27, 2014 4:03 pm

Rashâd…

Repitió el nombre en su cabeza una y otra vez, degustando cada letra, sintiéndolo exótico y vigoroso.

Encontró extraño el hecho de que él recordara el nombre de su padre después de tantos malsanos años vividos. Según lo que su propio padre le había enseñado a ella, los vampiros eran diablos, no albergaba en ellos sentimiento alguno, por lo tanto, tampoco era posible la opción de la nostalgia. Sin embargo, no creyó que mintiera.

Sus pensamientos se vieron suspendidos en el olvido cuando él se levantó; alto, demasiado alto. No pudo imaginarse cuan admirable habría sido su presencia en épocas pasadas. Abrumada, Helida no cayó en la cuenta de que había dado un tímido paso atrás, hasta que lo hizo. No creyó que él fuera hacer caso a sus condiciones, más bien estuvo segura de que la tomaría allí mismo, molestándose tan solo en apartar la única pieza de ropa que necesitaba alejar para poseerla. Y a pesar de dicho presentimiento, la cazadora no se preparó para morderse la lengua. Sin embargo, Rashâd la sorprendió una vez más; con aquellos ojos de oscura tentación clavados en ella, comenzó a deshacerse de la ropa, lenta y tortuosamente.
La muchacha se mordió el labio inferior, traspuesta. Él se acercó, con el torso al descubierto. La acarició, sin apartar los ojos de ella. Helida no supo que le resultó más turbador, la intensidad con la que miraba y con la que parecía reclamar su alma, o aquella caricia tan tierna y frágil que hicieron temblar todos y cada uno de sus huesos. Se estremeció, dejándose llevar por aquella marea, cálida y tentadora. Empujó la mano de Rashâd con la propia, hasta sus labios, y con un suspiro, besó cuidadosamente su palma. La joven no se había sabido poseedora de aquella delicadeza para otra cosa que no fuese el pintar.

Él la tomó en brazos entonces. Viéndose sorprendida, dejó escapar un extraño sonido. Saturada en su presencia y embrujada por su hechizo, no le importó que pretendía hacer con ella en aquel instante. Y lo peor de todo es que no le importó no importarle. La miró, una vez más. Helida no esquivó su mirada, pero le resultó casi más duro que la pelea anterior mantenerla. No halló crueldad en sus ojos, ni un atisbo de oscuridad. Fue incapaz de comprenderlo.

El deseo descendió líquido y ardiente por todo su cuerpo al sentir los labios de él contra los suyos. Sin embargo no cerró los ojos, quería verlo cuando él no la miraba. Deseaba contemplar su expresión mientras se proclamaba dueño de su boca. Nadie jamás la había besado con aquella dulzura, su madre quizás lo había hecho una vez, pero le resultaba difícil recordar con claridad. Sorprendida, sintió un nudo en la garganta que la advirtió de las lágrimas que estaban a punto de desbordarse por sus ojos. Las tragó, evitó por todos los medios que salieran a la luz, que la Luna las viera y se riera de ellas con su hijo que la sostenía en brazos. Nunca había pensado que podría sentirse tan vulnerable y frágil, tan a flor de piel. Todas esas emociones se incrementaron cuando la posó sobre aquel lecho, y él se vio expuesto para ella, solo para ella. La joven tragó saliva con la garganta repentinamente seca. El calor azotó tan fuerte su rostro que, por unos breves momentos se vio mareada. Enojada ante su propia reacción, apartó la mirada, intentando recobrar algo de compostura, que perdió cuando sin poder evitarlo, volvió a dirigir la mirada hacia el cuerpo desnudo del vampiro. Vampiro…Las carcajadas tentaron con brotar de nuevo. ¿Qué edad podía tener aquel ser? ¿300 años? ¿Más? ¿Y ella? No era más que un polluelo salido del cascarón. Inexperta e insegura en aquel campo. ¿Por qué había deseado acostarse con ella? De por seguro que era otra táctica para burlarse. Sin embargo sus condiciones habían resultado tan sinceras... Se dejó encandilar, a pesar de que la desconfianza luchaba por abrirse paso cada segundo. Pero el deseo era tan abrumador, que difícilmente podía contenerlo. Aun así, estaba asustada ¡Asustada! ¡Ella! Helida Darsian, que pocas veces en su vida había temido a nada ni a nadie. Aunque no era aquel tipo de miedo…a pesar de que él le había hecho temer por su vida apenas unos momentos antes. Lo que sentía la joven, era una incertidumbre y una inseguridad que hacía años que creía haber perdido. Se pensó un recién nacido dando sus primeros pasos.

Creyó que el momento se había arruinado cuando él reparó en sus armas ocultas.

Es vuestro turno, hermosa, de desnudaros para mí.

Casi prefirió que fuera él quién le arrebatara las armas, deshacerse de ellas parecía ser una nueva traición a si misma. Mantuvo una de las estacas en su mano unos segundos, apreciando la textura de la madera fría, después alzó la mirada hacia el vampiro, y con los ojos clavados en los ajenos, dejó que el arma rodara hasta el suelo. Con lentitud y una timidez impropia de ella, apartó los últimos retazos de tela que la cubrían, quedando desnuda y completamente expuesta a la mirada de aquel Príncipe de los Infiernos.  Helida siempre había creído ser una muchacha descarada. Sin embargo, en aquel instante, no pudo soportar los ojos de él clavándose en cada parte de su cuerpo. Sintió el rubor traicionero, cubrir desde su cuello hasta sus orejas, haciendo al pudor partícipe de todo aquello. Sin cerciorarse de ello, su pecho comenzó a subir y bajar, presa de la agitación que la muchacha experimentaba. No pudo sostener más la mirada del vampiro. La joven, pensó en todas las mujeres que él había podido contemplar desnudas en su larga vida. Apostaría todas sus pertenencias a que seguro que había visto a miles más bellas y voluptuosas que ella. ¿Y qué pensaría en aquel momento? Convencida estaba, de que se estaría arrepintiendo, de que en cualquier segundo explotaría en burlonas carcajadas. Tuvo el impulso de salir huyendo. No podía soportar tantas preguntas en su cabeza, jamás se había sentido tan insegura como en aquel instante.

Crispada, se irguió para besar al vampiro con rudeza, obligandolo a cerrar los ojos para dejara de observarla. Su boca se amoldó a la de él, y se suavizó al instante. Buscó sus colmillos con la lengua, tal y como había hecho en la plaza. El sabor a metal no hizo más que incrementar su deseo.

Ra-ras…hâd… —susurró sobre sus labios, en un intento fallido de pronunciar su nombre. La erre resultaba demasiado áspera para su acento francés. Sin apartar la boca de la de él, la deslizó por su rostro, por su mentón hasta la oreja—. Rash... —dijo una vez más, evocando su nombre como quien llama al mismísimo Lucifer—, si no termináis con mi vida esta noche, el Infierno y el Cielo nos perseguirán para el resto de nuestros días.

Helida lo había sabido, desde el primer momento en que él había puesto los ojos en ella y ella en los de él; había sido consciente de lo tóxico y adictivo que sería estar a su lado si se acerba un solo paso. Pero no había hecho caso a sus instintos...por primera vez en su corta vida...
R
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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Sáb Sep 27, 2014 10:23 pm


“En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

— ¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco — exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.”

Gustavo Adolfo Bécquer. El rayo de luna.



Vio su lucha interior, reflejada en pequeños gestos, imperceptibles al ojo mortal. Y, lejos de caer en la cólera, la comprendió. Le estaba pidiendo demasiado. Le estaba pidiendo todo. Si ella, en ese momento se hubiera negado, se habría arrojado a sus pies, olvidado de su arrogancia, suplicándole esa noche que no se marchase de su lado, pues era de nuevo un crío que no podía estarse solo en la obscuridad.

Pero nada de ello fue necesario. Hélida misma cedió a lo que le había pedido tan enconadamente. Con sumo cuidado, casi como si de sus hijos se tratase, tomó cada una de las armas y las fue depositando en el suelo. Todas. Excepto la última; seguía debatiéndose interiormente, incapaz de renunciar del todo a quien siempre había sido. Y, por supuesto, no tenía idea de lo que sus gestos provocaban en el valaquio.

Rashâd no le despegó la vista en ningún momento, no pudo hacerlo, embrujado como estaba de su figura etérea, de su aroma suave, de sus movimientos gráciles. Y, pese a toda la belleza de ese instante, un pensamiento ruin se coló en su deseo personal, cuando ella sujetó la última daga, como si pretendiera negarse a dejarla ir. Al contrario de la verdadera intención, Rashâd, olvidado de aquella arma que amenazaba implícitamente su vida, imaginó a la joven cogiéndole su masculinidad, estrujándola entre sus manos, masajeándola rítmicamente para matarlo de placer. Un gruñido suave y violento se le escapó de entre los labios, pero logró contener el impulso feroz de tomarla allí mismo. Entonces, como dos amantes que se conocen desde siempre, ambos levantaron la vista en dirección del otro, y sus miradas, fuego líquido se cruzaron para no soltarse jamás. Sin despegarle la vista, la muchacha dejó caer la estaca por entre sus dedos, como si cada movimiento estuviera premeditado para enloquecerlo; lo mismo con la tela que aún la cubría. La imagen de la Cazadora completamente desnuda fue aún más violenta que todos los golpes que hubiera recibido antes; resultaba la herida de muerte para el musulmán, de la que jamás en lo que le restase de muerta inmortalidad podría recuperarse.

En verdad, otras mujeres antes pasaron por su lecho, yacieron junto a él, le sedujeron y lo disfrutaron. Mujeres más experimentadas, de cuerpos esculturales que parecían tallados por los mismísimos dioses. Y, sin embargo, ninguna de ella podía siquiera igualarse a Hélida. Su piel blanca y fresca, trazada por las cicatrices que empezaba a coleccionar, como una especie de tatuaje que embellecía sus rasgos y que sólo el vampiro podía desentrañar; sus ojos intensos, mezcla de arrogancia, descaro y timidez; sus labios hinchados de anhelos, de miedos, de... rabia, quizás, ¿qué importaba? Toda ella era su perdición, como si el mismo Shaitán la hubiera creado sólo para destruirlo. O quizás fuera obra de Yibrīl el Benevolente que quisiera salvar su extraviada alma. Daba igual, pues sus pensamientos se ahogaban en el olvido, cuando ella, valiente, se lanzaba a sus brazos y le besaba con una furia inusitada, como una tormenta que se desataba poderosa e imbatible. La sintió buscar sus afilados colmillos y tocarlos en una sangrienta caricia de la que ambos bebieron sin culpa, mientras pronunciaba su nombre por primera vez, como una elegía sagrada dirigida solamente para él. No se detuvo allí, sino que dibujó un camino con su boca hasta su oído:

Rash..., si no termináis con mi vida esta noche, el Infierno y el Cielo nos perseguirán para el resto de nuestros días. — replicó, en esa lucha digna con la que aún intentaba salvarle a ambos.

Rashâd sonrió, conmovido por ella, y la tomó delicadamente por el rostro, con ambas manos, para alejarla de sí con suma delicadeza:

No terminaré con vos, zwina, os lo he dicho. Hay otro precio más caro que la muerte, que ambos pagaremos al Cielo y al Infierno, Allah se apiade de nosotros. — replicó, resignado a su destino, atado a la joven en una cárcel que sin darse cuenta había creado para los dos. Ella hizo un ademán desesperado por volver a besarle con furia, pero el vampiro no la dejó. Por el contrario, la sostuvo a una distancia prudente y se deleitó por unos segundos en oír su corazón violento que rogaba por un contacto más íntimo. Y comprendió que no podía mantenerla lejos de ninguna forma, nunca más — Escúchame, hermosa. Debes calmarte o te dolerá. — una media sonrisa le cruzó el rostro, mientras se ponía de pie y volvía a besarla, incontables besos de una noche que no deseaba concluir; Selene a veces tenía tal porfía — Habrá tiempo para el dolor placentero, te lo aseguro..., pero no esta noche... Esta noche déjame que te guíe, déjame que te enseñe...

¿Para qué? ¿Para que ella corriera a otros brazos? ¿Para que yaciera con otros hombres? La sola idea le puso enfermo, pero no le permitió crecer, no aún. Su prioridad fue, por vez primera, no su placer propio, sino el disfrute de otro, de una mujer, de alguien a quien por única ocasión podía arrojarse a sus pies. Le acarició el rostro y deslizó su mano por el cuello hasta depositarla en un pecho que la llenó completamente. La sintió estremecerse, al tiempo que ahogaba un gemido animal, mientras él masajeaba su pecho, turgente y endurecido por su caricia. Hélida se arqueó hacia atrás, perdida en una especie de paroxismo que amenazaba con desmayarla del placer. Virgen, se recordó. Nunca nadie le había tocado de ese modo. Debía ir más lento. La sintió caerse entre sus brazos, superada en la fuerza de la suave caricia con que él le atormentaba y Rashâd aprovechó el impulso para guiarla hasta la cama, donde la recostó con suma suavidad:

Habibe. — musitó con voz cálida — Mírame, hermosa; no me niegues el placer de verte disfrutar — la impelió, a lo que ella asintió quedamente, consumidas sus fuerzas por él — Una cosa que no has de olvidar, Hélida, es esto. —replicó en su oído, al tiempo que se tumbaba sobre ella, sostenido en sus rodillas, manteniendo aún las distancias para poder tocarla a plena libertad.

Con una mano puesta en la nuca de la joven, le alzó levemente para besarla, mientras la otra mano resbalaba por su virginal cuerpo hasta perderse en su entrepierna, buscando ese punto ciego que sabía la haría enloquecer. Presionó con mesura y frotó lentamente su preciada “flor”; la dejó estremecerse, se deleitó con sus gemidos y la admiró por cumplir su promesa de no quitarle la vista aunque a menudo parecía que iba a ser derrotada por el placer. La joven se humedeció rápidamente, pudo sentirlo en su mano experta que no dejó de tocarle hasta que, antes del orgasmo final, se detuvo y se retiró de la frágil zona:

Nunca permitas que alguien se una a ti sin estar tibia; te haría daño. Y yo tendría que matarle por lastimarte, ¿lo comprendes? — le rogó, mientras ella, perdida, semejaba una muñeca de porcelana que no entendía sus palabras; pero sabía que sí, que, de algún modo, la Darsian había captado lo importante.

La miró, mientras se llevaba la mano humedecida a sus vampíricos labios y bebía de ese néctar que ella le regalaba; la saboreaba completamente, disfrutando todo de la joven, quien se le antojaba la ambrosía de la que tanto había oído hablar. Él mismo ya no podía retrasar su propia urgencia y, perdido en el negro deseo que le invadía, la acercó aún más a su pétreo cuerpo, al tiempo que le separaba las lánguidas piernas y se acomodaba entre ella.

Había llegado el momento del placentero dolor. Para ambos.

Con suma lentitud comenzó a penetrar su virgen cuerpo, haciéndolo suyo, mientras, antiguo sabedor de las artes amatorias, le estimulaba recorriéndola entera con sus manos, con su boca, con sus ojos, para que, pese al dolor que inevitablemente experimentaría, la joven también pudiera disfrutar de su primer orgasmo.

Ella se quejó, mas no era dolor el que escapaba de sus labios, sino placer; la sintió luchar con su ritmo, tratando de amoldarse a su virilidad endurecida e imponente en la que él mismo se estaba ahogando. Y era que el cuerpo de la doncella le apretaba, le torturaba, pero de tan exquisita forma que él sólo deseaba seguir prolongando esa agonía. La acercó hacía sí, para que nada se interpusiera entre ambos, de tal forma que ambos quedaron sentados, ella sobre él, triunfante dueña al fin de su presa a la que ahora parecía matar de deseo.

Sus propios gemidos se unieron a los de ella cuando el ritmo se volvió frenético.

Y la Luna, pese a todo, seguía triunfando por sobre el Sol.


***
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Mensaje por Helida Darsian Dom Sep 28, 2014 11:12 am

Se preguntó si ser tentada por el Diablo sería algo similar a aquello; un cascarón podrido que albergaba el fruto del placer.  

Rashâd despegó los labios para hablar, y ella contempló sus ojos verdes y relucientes, producto de las brasas del Infierno.

No terminaré con vos, zwina, os lo he dicho. Hay otro precio más caro que la muerte, que ambos pagaremos al Cielo y al Infierno, Allah se apiade de nosotros.

Que el  Sol se apiade de mí… —contradijo la joven.

No creyó que fuera posible que aquel vampiro la sorprendiera todavía más, pero lo hizo; mostró su preocupación ante la inocencia de ella, a lo que la joven respondió con una débil risilla de incredulidad, que los besos de él silenciaron.

Permitió que su cuerpo se alimentara de sus caricias, dejando un rastro incendiario en cada lugar que tocaba. Sintió sus largos dedos en todas partes y en ninguna. Su cuerpo se había convertido en un ser combustible. Helida temió que saliera el Sol y que con tan solo un rayo del mismo, echara a arder. Se perdió en Rashâd, en su tacto, rendida al fin. Cuando le habló para que le mirara, su voz le resultó casi tan placentera como la proximidad de su cuerpo. Asintió somnolienta, y dirigió sus ojos embrujados sobre los de el vampiro. Olvidada en el gozo se hallaba, incapaz de articular sonidos que no fueran gemidos y jadeos, que se vieron pronunciados al sentir el intenso tacto entre sus piernas. Con violencia, se aferró a las sábanas, como si la cama tuviera intención de salir volando de un momento a otro. Sus uñas se hundieron en la tela, que cedió y se rasgó bajo su agarre nervioso; producto de las impresiones que Rashâd le hacía sentir. Sin duda alguna, podía decir que aquellas sensaciones eran las más carentes de sentido que había experimentado en toda su vida. Que el simple roce de unas manos pudiera hacerla temblar, delirar y gemir cual preso condenado a muerte, se le antojaba de lo más absurdo. Aún así, no era capaz de contener su placer.
No apartó los ojos de su letal amante, de su mirada negra por el deseo. Pudo apreciar de aquel modo, el esfuerzo que estaba realizando Rashâd en no abalanzarse sobre ella y satisfacer su propia urgencia. La intensidad de aquellos ojos eran casi tan poderosa como el tacto de su dueño. Un gemido espontaneo surgió de la garganta de lo joven, parecido al resollar de un animal sufriente. Consciente fue de que algo iba a suceder. Dudó de si su cuerpo explotaría en millones de estrellas, o de si su alma la abandonaría para siempre. A pesar de sus sospechas, no tuvo fuerzas para impedir que el vampiro continuara, pero él mismo se detuvo; transformando el placer en una dolorosa insatisfacción. A punto estuvo de creer que se echaría a llorar como un recién nacido que pedía más alimento.  Su propio pensamiento la atormentó; aquel ser le estaba haciendo perder la cordura.

¿Por qué habéis parado? —gruñó, jadeante, con un matiz agresivo y urgente en la voz.

Perdida no fue capaz de evocar más palabras. Él le dio su explicación. La escuchó como un eco y la comprendió. Acompañado el entendimiento vino el miedo y el deseo ante lo que estaba a punto de ocurrir. Alzó la mirada hacia Rashâd con ojos vidriosos, en el momento exacto en el que él lamía sus dedos  impregnados de ella. El solo gesto le produjo un sofoco con el que creyó que estallaría. Se relamió los labios mientras él se inclinaba sobre su cuerpo.

Mareada, dejó caer las pestañas hacia abajo, para poder seguir sus movimientos. Tuvo el tiempo justo de contemplar como su virilidad desaparecía parcialmente en ella y soltar un gemido distorsionado por el dolor. Helida lo sintió aprisionado dentro de ella. No comprendía porque se les otorgaba a los hombres el título de dominadores o invasores, cuando eran ellas, las mujeres, quienes los encarcelaban en su interior.

Agonizante de placer y una punzante molestia, sintió como algo cedía en su interior cuando al fin estuvieron unidos por completo. Las uñas de la muchacha mordieron sin permiso en los brazos de él. El líquido carmesí humedeció sus yemas. Helida elevó una de las manos manchadas y recorrió con un dedo el labio inferior del vampiro, impregnándolo de su propia sangre. Fiera en la caza y ahora en la cama, le instó a detenerse, empujándolo sobre el lecho; quedando ahora ella total y completamente por encima de él.

Mi  pregunta —le recordó, evocando el recuerdo de la plaza. Llevó a sus labios el dedo con el que había manchado los ajenos y lo lamió, probando el famoso elixir que tan locos volvía a aquellos seres. Comenzó entonces a moverse a un ritmo tortuoso y lento, como si supiera lo que hacía, como si hubiera castigado millones de veces con el placer. Y a pesar de que le costaba mantener la compostura para continuar hablando, continuar viviendo,  consiguió escupir las palabras—. Tomaré vuestra palabra Rashâd…y os preguntaré… ¿Qué sabor tiene la sangre para vos? ¿Qué hay en ella que os hace perder el control de tal modo? ¿Es el pecado de su color…? —.Comenzó a inclinarse sobre él, apoyando ambos brazos a cada lado de su cuerpo. Habló de nuevo en susurros malignos, con los labios pegados a los ajenos— ¿Puedes degustar en ella la muerte? ¿La vida…? ¿La lujuria…?

Nada más dejar escapar la última pregunta, un gemido huyó de sus labios ante el pausado y martirizador ritmo, colándose en los del vampiro.

El Sol, inexperto en las sombras de la noche, aferraba a la Luna por su silueta.

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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Jue Oct 02, 2014 2:40 pm


“Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.”

Bram Stoker. El huésped de Drácula.


Hubo un pequeño instante que, pese a todo, no le pasó desapercibido. Era como una resistencia que le impidiera avanzar, que deseara contener todo su enorme poder y, de pronto, cediera sin mayores dificultades.

Era el instante en que ella había dejado de ser virgen y una breve y cálida oleada de sangre lo envolvió. Mas era tanto su placer que no pensó ni por un minuto en su sed; de alguna forma, era el hombre que alguna vez dominó el único Califato de Valaquia. Ella gritó, cuando ese cambio se produjo dentro de sí y Rashâd estaba completamente atrapado en su interior. Poseída de placer, violenta y salvaje arañó los brazos del inmortal consiguiendo que éstos sangrasen rápidamente.

Osada como se sentía, manchó la boca del vampiro con su propia sangre inmortal, de la que ella misma no dudó en saborear.

Y la pregunta que realmente importaba, por fin vino:

Tomaré vuestra palabra Rashâd…y os preguntaré… ¿Qué sabor tiene la sangre para vos? ¿Qué hay en ella que os hace perder el control de tal modo? ¿Es el pecado de su color…? — se amarró a él cual amazona indomable, como si hubiera encontrado la fórmula secreta para domarlo como a un cachorrito. Lo cierto, pensó con gracia, era que las mujeres jamás se atenían a las reglas de brevedad — ¿Puedes degustar en ella la muerte? ¿La vida…? ¿La lujuria…?

Seis preguntas.

La besó con fiereza, le mordió los labios y, en una más de las incontables pruebas de su increíble ventaja física, de un solo movimiento, se alzó sin abandonar su cuerpo y rodeándola en un posesivo y rítmico abrazo, cambio la posición de su amante y se dio maña para quedar sobre ella, sujetándole las manos a los costados, acelerando la cadencia de su cadera que empujaba su hombría dentro de la muchacha y, por unos momentos, no hubo otro ruido más que los jadeos y gritos de los dos amantes que se atormentaban en el placer de compartirse sus cuerpos. En una de esas embestidas, probablemente la más violenta, Rashâd se detuvo de golpe:

Ha sido más de una pregunta, hechicera. — se burló y luego volvió a moverse, al tiempo que ella gemía incoherencias y se revolcaba para librarse de esa cárcel de placer doliente con que él la sometía a su dominio — Sólo responderé a una de todas tus preguntas: la primera. — logró mascullar entre sus jadeos y guturales gritos. Liberó sus manos y volvió a tomarla por la nuca para nuevamente dejarlos sentados la una sobre el otro — La sangre me sabe a pétalos de rosa deshaciéndose suavemente en mi paladar; lo mismo que te provocaría a ti beber del más exquisito vino o probar el más delicioso manjar en tu vida. Cuando has comido algo así, sólo esperas la oportunidad de volver a probarlo. Así me apetece la sangre a mí.

Pudiera parecer que Rashâd había podido hilar fácilmente estas palabras, pero lo cierto es que fueron una retahíla casi incoherente que apenas si pudo pronunciar, ahogado como estaba del aroma de la chica, de la forma de su cuerpo, de sus movimientos felinos, de su deseo y su vitalidad. Toda ella era una tentación a la que no podía resistirse. Y el ritmo aumentaba y todo lo demás desaparecía, excepto Hélida y sus gritos y gemidos alternados en el placer con que el vampiro la atormentaba tan violenta y sensualmente.

El momento final se acercaba, demasiado lento, demasiado rápido; la tomó por los cabellos y la echó hacia atrás, intensificando todos los puntos de placer de su frágil y humano cuerpo, transfigurada así su cara, expuesta en el disfrute (que se le antojaba divino) sólo para él. La miró unos segundos antes de autoinferirse una herida en la muñeca de su mano libre, no muy profundo, sólo lo suficiente como para que un pequeño río de sangre se deslizara de su cuerpo a la garganta de la joven.

Todavía montándola, empujándose dentro de ella, no hubo momento más erótico que ése: poseyéndola con su virilidad, ahogándola con su sangre; haciéndola suya, entregándose a ella. La besó fieramente, ya enloquecido de placer, tan loco como ella de seguro lo estaba. Perdido realmente, descubrió su cuello de las incontables hebras de su lustroso cabello y la mordió, desesperado de su sagrada sangre, esclavo de sus gritos de placer, porque ella estaba disfrutando el ser mordida de una manera tan intensa y sexual que fue el máxime para ambos.

El mundo estalló entonces, ¡parecía imposible!, en millones de cristales y colores, como un alma desperdigada en el universo. Y ella, como ave del paraíso, como el canto final de un agónico cisne, se derrumbó, vencida, entre sus brazos, incapaz de moverse o de mirarle siquiera. Rashâd la acercó hacia sí, extasiado en el violento orgasmo compartido, sabiendo que ella bordeaba los límites de esa pequeña muerte que había sido su primera vez. Lentamente, la envolvió en su regazo, le acarició el rostro y la besó, pero no importunó su dulce agonía; bien sabía él que Hélida aún yacía poseída por Eros que violento la sacudía en olas exiguas del placer que ahora daba paso a la tranquila modorra.

El vampiro, extrañamente piadoso, empujó la consciencia de la joven hacia los brazos del pacífico Morfeo y la ayudó a dormirse, luego de lo cual abandonó el cálido lecho y con suma parsimonia, como todo en él, volvió a vestirse. La miró dormir y se imaginó lo que sería su vida con ella por siempre a su lado. Sonrió sardónico; sabía que eso era una quimera cruel. La envolvió entre sus brazos y la llevó de vuelta a la taberna tras cuya ruinosa estructura, Marie limpiaba el lujoso cuarto que Rashâd mantenía escondido allí. La mesera lo miró con espanto:

Tranquila, ella sólo duerme. — explicó sin mayores datos a lo que la tabernera le miró con una expresión mezcla de burla y de reproche, al tiempo que salía de la habitación.

Una vez a solas, depositó a su Bella durmiente en el pulcro lecho y la arropó para que durmiese en paz. Le quitó el cabello del rostro y le besó la frente; miró el ropero que siempre tenía allí; aunque la mayoría era su propia ropa, había dos o tres trajes para dama que alguna vez compró para obsequiar a vampiresas extranjeras con las que finalmente nunca necesito devolverle sus ropajes. Sabiendo que ella estaría bien, abandonó el cuarto sin volver su vista atrás.

Resolvió asimismo los otros asuntos menos agradables de esa noche, como hacer desaparecer el cadáver del infortunado muchacho, ¡qué asquerosa era la Muerte!, y sin prisas, pero sin tardanza, ganó su partida contra el sol, pues cuando éste se asomaba en el horizonte, ya el valaquio ingresaba a sus obscuros aposentos donde se disponía a reponerse de la noche más extraña y deliciosa en mucho tiempo.

Se sumió en el sueño sin sueños, sin siquiera dedicarle un pensamiento a su viejo amante. Y la desgracia corría a sus brazos a pasos agigantados.


***
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Mensaje por Helida Darsian Dom Oct 05, 2014 10:50 am

Contener la fuerza de un huracán era imposible, y Helida lo comprobó cuando se vio envuelta en el ojo del mismo. Las férreas manos de Rash restallaron sobre sus muñecas, y su cuerpo la batió despótico.

Maldito —resolló la joven, poco acostumbrada a ser domada.

El hechizo en el que se hallaba acorralada no le permitió escuchar con claridad la respuesta de Rash, pero pudo atrapar palabras sueltas como “pétalos”, “vino” y “exquisito”, que convencieron a la cazadora de que debía de ser tan placentero como aquello. Complacida reparó en que el vampiro era incapaz de responder a su pregunta ininterrumpidamente; el placer y la fricción también hacían mella en él.  
La cadencia se vio incrementada y él la tomó por el cabello. Ella deseó ser capaz de responder con violencia pero se encontraba tan perdida en los mares del placer que ni si quiera se cercioró de la sangre ajena corriendo por su garganta hasta sentir el sabor metálico en el paladar. “¡Horror!”, chilló una voz racional en el abismo de su cabeza. Sin embargo, una vez más, no alargó el brazo para atraer aquella voz hasta ella, sino que dejó que se perdiera en un sofocante gemido. Gemido que incremento cuando sintió los lacerantes colmillos de su amante romper su piel. El dolor la paralizó por apenas unos segundos. Sintió la sangre abandonar su cuerpo para llenar los labios de aquel demonio y jadeó, complacida. Si alguna vez le hubieran dicho que hallaría deleite en el mordisco de un vampiro, se habría reído hasta morir por falta de aire. Había sentido los colmillos de uno de aquellos monstruos hundirse en ella en más de una ocasión en batalla, pero el sentimiento y la situación eran completamente distintas.

Una vez se hubo relajado, el gozo y el delirante éxtasis se abrieron paso en su cuerpo de inmediato. Rash la estaba tomando de todas las formas posibles. Helida cerró los ojos permitiendo que todas sus capacidades se vieran rendidas al placer. Una explosión de cristales de vidrio tintados de colores se abrió paso tras sus pestañas. Gritó, y de inmediato se inclinó para morder el hombro del vampiro, lo suficientemente preocupada como para creer que si seguía emitiendo aquellos sonidos de gozo, su alma terminaría por abandonarla por la boca. Y convencida estuvo de que aquello era lo que había ocurrido cuando se desvaneció en la negrura, vencida y exhausta.

El calor de unos brazos envolviéndola.

Galopes.

Susurros.

Unos labios fríos y cálidos marcando su frente.

¿Padre? —preguntó Helida, con voz desnuda.

Ipso facto, Morfeo tiró de ella nuevamente al verla a los límites de la consciencia.



***  
                                         

Era mediodía cuando unos atroces ruidos que tan solo podrían haber sido producto de un desastre natural, se apoderaron de la taberna. Pero Marie, una de las meseras, sabía que aquello no era producto de ningún desastre natural.

Alarmada, se acercó corriendo al cuarto en el que hacía escasos segundos había estado descansando aquella muchacha que el vampiro había traído. Cuando alcanzó el lugar, la vio; llevaba puesto uno de los vestidos y había destrozado la habitación. Más bien, todavía continuaba destrozándola. Chillaba y gruñía, arrasaba. Su rostro seráfico se había visto alterado por la furia y ahora parecía un ángel caído del Infierno.

¡Parad, os lo ruego! ¡Dejad de destrozarlo todo!

Los ojos del ángel repararon en la mesera, y esta, reculó un paso atormentada por aquella mirada demoledora. Sin embargo, Marie nunca tuvo oportunidad de escapar. El caído la tomó del pelo y elevó su barbilla, hundiendo la punta de un cristal roto ligeramente en su garganta. La mujer gimió aterrada, y despegó los labios para pedir ayuda, pero la muchacha se los cubrió.

Hablareis tan solo para decirme donde se encuentra él.

Marie negó frenética. Las lágrimas abordando sus ojos.

Soltadme os lo ruego. No sé de su alojamiento. Es muy cuidadoso.

Para alivio de la mesera, el angelical ser la soltó. La miró enajenada por la rabia y elevó una mano con la que partió su rostro de una bofetada. Marie aterrizó sobre el duro suelo y la inconsciencia tomó poder de su cuerpo.

El angel, de alas cortadas y ojos endemoniados, cruzó la taberna bajo la atónita mirada de los presentes. La rabia de sus iris prometía sufrimiento, a pesar de que su boca se veía vulnerable y aterrada. Salió al exterior, donde la lluvia había tomado París.

El Sol lloraba aquel día, y humillado por su derrota, se había ocultado entre las nubes.


[FIN DEL TEMA]
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