AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The great pretender | Privado
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The great pretender | Privado
El día en que se cumplió un año de la muerte de su hermano, Oliver regresó al lugar donde todo comenzó. La mancha de sangre seguía en el piso, pálida, descolorida, pero aferrada al pavimento, como aferrados estaban los recuerdos del verdadero Blake en su cabeza. Un año era un tiempo considerable en el que bien podía haberse olvidado de lo ocurrido, después de todo, con el tiempo las experiencias vividas pierden fuerza, volviéndose sólo recuerdos, malas o buenas experiencias. Oliver tenía de su lado el hecho de que en los últimos años se había vuelto más frío, mucho más desapegado de todo; su carácter se había moldeado a causa de las terribles cosas que hizo dentro de la mafia a la que perteneció, por lo que pasar por alto una muerte más, no debía significar gran cosa para él.
Pero no lo había logrado.
El recuerdo de su hermano le carcomía el alma. Todavía había noches en las que soñaba con su cara ensangrentada y escuchaba que le hablaba con su voz de ultratumba. En el sueño le pedía, le suplicaba que dijera la verdad; le hacía ver el gran pecado que era el guardarse una gran verdad como la que él estaba ocultando; le pedía que confesara, que le dijera a todos, en especial a su familia, que había suplantado su identidad. Oliver se despertaba de esa horrible pesadilla con el cuerpo transpirando y la mirada enloquecida, pero, cuando lograba calmarse, se daba cuenta de que no era más que su consciencia exigiéndole hacer lo correcto. No obstante, las cosas no eran tan sencillas como el verdadero Blake las pintaba en esa fantasía. Oliver no tenía el valor suficiente para enfrentar a su padre y decirle que él no era su hijo predilecto, el perfecto, el bondadoso, sino el cobarde sinvergüenza que creían muerto y que, por miedo a ser asesinado, había preferido ocultar la verdad, atreviéndose incluso a oficiar la misa de su hermano fingiendo ser él. No podía hacerlo porque de eso dependía su vida, porque de todos modos su hermano ya estaba muerto y no volvería, porque en el fondo intentaba auto convencerse de que Blake lo habría protegido de haber tenido la oportunidad, incluso con su propia vida.
Melancólico a causa de la lúgubre fecha, se acuclilló sobre el sitio exacto donde había encontrado a su hermano moribundo y con la mano palpó la mancha de sangre seca. Era totalmente cierto que gran parte de su vida la había vivido renegando de la existencia de su hermano gemelo, deseando ser mejor que él, y en los momentos de más impotencia, incluso deseando su muerte, pero luego de su muerte y de todas las cosas que se habían desencadenado con ello, su perspectiva había cambiado considerablemente. Deseaba como nada en el mundo volver a verlo, y quizá si la vida se lo permitiese, recuperar el tiempo perdido, intentar llevarse mejor, pedirle perdón por tanta estupidez. Pero era demasiado tarde y él lo sabía. Sabía que nada ganaba con torturarse, que lo que mejor podía hacer aprovechar al máximo la oportunidad que ahora tenía, aprovecharla bien, intentando ser mejor persona, ayudar al prójimo, como tantas veces su hermano había hecho y le había insistido que hiciera. Pero no era sencillo, porque él no era como Blake; su corazón no era tan grande y su alma no era tan pura, y cada vez que a la fecha ayudaba a una persona, no hacía más que pretender fingiendo ser lo que no era.
—Aunque haya pasado la mitad de mi vida luchando por demostrar lo contrario, aunque duela admitirlo, definitivamente, hay cosas que tú sabías hacer mejor que yo, hermanito —admitió solitariamente, volviéndose a poner de pie.
Permaneció un momento en el lugar, rememorando el terrible momento, y cuando estuvo listo para irse, dio media vuelta y emprendió la marcha rumbo al centro de la ciudad. Era una noche demasiado triste para permanecer en la iglesia, estudiando una biblia en la que no creía y repasando los pasajes de los que tenía que hablar al día siguiente en la misa de las siete de la mañana. Esa noche deseaba compañía, así que se dirigió al primer sitio que llegó a su mente, un burdel, más nunca llegó. Cuando estuvo a punto de voltear en la esquina de la calle que finalmente lo llevaría a su destino, un ruido proveniente del callejón por el que andaba, llamó su atención.
En medio de la oscuridad, Oliver agudizó su mirada enfocando la amorfa masa negra que se movía a unos cuantos metros de él. Pudo ver entonces que se trataba de un hombre que sostenía a una mujer contra la pared. Ella gemía y se quejaba, manoteaba en el aire, pronunciando algunas palabras que resultaron incomprensibles para el oído del falso Blake, y se retorcía bajo el cuerpo que la aprisionaba; él la forzaba a besarlo, restregaba su cara contra su cuello y pechos.
—¿Qué cree que está haciendo? ¡Hey! —gritó al individuo, pero éste sólo lo ignoró.
Oliver se dejó ir encima del hombre y lo apartó bruscamente de la mujer que acosaba. Olía a alcohol y estaba sucio, lo que le hizo pensar que se trataba de un indigente. En cambio ella, ella no lucía como una mujer de la calle o una prostituta, sus ropas, aunque maltrechas, eran demasiado finas. El hombre forcejeó con Oliver, que iba vestido de civil, e intentó apartarlo para continuar acosando a la mujer, pero el falso Blake fue mucho más hábil y logró noquearlo de un solo golpe. El hombre cayó al piso desmayado y Oliver se acercó para ver si lograba averiguar quién era la mujer agredida. Ayudar a los demás no era su especialidad pero, quizá después de todo, empezaba a hacer –probablemente de manera inconsciente- un poco de caso a las cosas que el verdadero Blake le pedía en su sueño.
—¿Se encuentra bien? —Preguntó acuclillándose frente a ella—. ¿Cuál es su nombre o el apellido de su familia? Debe haber alguien a quien pueda informarle de su situación —le apartó el pelo de la cara.
Pero no lo había logrado.
El recuerdo de su hermano le carcomía el alma. Todavía había noches en las que soñaba con su cara ensangrentada y escuchaba que le hablaba con su voz de ultratumba. En el sueño le pedía, le suplicaba que dijera la verdad; le hacía ver el gran pecado que era el guardarse una gran verdad como la que él estaba ocultando; le pedía que confesara, que le dijera a todos, en especial a su familia, que había suplantado su identidad. Oliver se despertaba de esa horrible pesadilla con el cuerpo transpirando y la mirada enloquecida, pero, cuando lograba calmarse, se daba cuenta de que no era más que su consciencia exigiéndole hacer lo correcto. No obstante, las cosas no eran tan sencillas como el verdadero Blake las pintaba en esa fantasía. Oliver no tenía el valor suficiente para enfrentar a su padre y decirle que él no era su hijo predilecto, el perfecto, el bondadoso, sino el cobarde sinvergüenza que creían muerto y que, por miedo a ser asesinado, había preferido ocultar la verdad, atreviéndose incluso a oficiar la misa de su hermano fingiendo ser él. No podía hacerlo porque de eso dependía su vida, porque de todos modos su hermano ya estaba muerto y no volvería, porque en el fondo intentaba auto convencerse de que Blake lo habría protegido de haber tenido la oportunidad, incluso con su propia vida.
Melancólico a causa de la lúgubre fecha, se acuclilló sobre el sitio exacto donde había encontrado a su hermano moribundo y con la mano palpó la mancha de sangre seca. Era totalmente cierto que gran parte de su vida la había vivido renegando de la existencia de su hermano gemelo, deseando ser mejor que él, y en los momentos de más impotencia, incluso deseando su muerte, pero luego de su muerte y de todas las cosas que se habían desencadenado con ello, su perspectiva había cambiado considerablemente. Deseaba como nada en el mundo volver a verlo, y quizá si la vida se lo permitiese, recuperar el tiempo perdido, intentar llevarse mejor, pedirle perdón por tanta estupidez. Pero era demasiado tarde y él lo sabía. Sabía que nada ganaba con torturarse, que lo que mejor podía hacer aprovechar al máximo la oportunidad que ahora tenía, aprovecharla bien, intentando ser mejor persona, ayudar al prójimo, como tantas veces su hermano había hecho y le había insistido que hiciera. Pero no era sencillo, porque él no era como Blake; su corazón no era tan grande y su alma no era tan pura, y cada vez que a la fecha ayudaba a una persona, no hacía más que pretender fingiendo ser lo que no era.
—Aunque haya pasado la mitad de mi vida luchando por demostrar lo contrario, aunque duela admitirlo, definitivamente, hay cosas que tú sabías hacer mejor que yo, hermanito —admitió solitariamente, volviéndose a poner de pie.
Permaneció un momento en el lugar, rememorando el terrible momento, y cuando estuvo listo para irse, dio media vuelta y emprendió la marcha rumbo al centro de la ciudad. Era una noche demasiado triste para permanecer en la iglesia, estudiando una biblia en la que no creía y repasando los pasajes de los que tenía que hablar al día siguiente en la misa de las siete de la mañana. Esa noche deseaba compañía, así que se dirigió al primer sitio que llegó a su mente, un burdel, más nunca llegó. Cuando estuvo a punto de voltear en la esquina de la calle que finalmente lo llevaría a su destino, un ruido proveniente del callejón por el que andaba, llamó su atención.
En medio de la oscuridad, Oliver agudizó su mirada enfocando la amorfa masa negra que se movía a unos cuantos metros de él. Pudo ver entonces que se trataba de un hombre que sostenía a una mujer contra la pared. Ella gemía y se quejaba, manoteaba en el aire, pronunciando algunas palabras que resultaron incomprensibles para el oído del falso Blake, y se retorcía bajo el cuerpo que la aprisionaba; él la forzaba a besarlo, restregaba su cara contra su cuello y pechos.
—¿Qué cree que está haciendo? ¡Hey! —gritó al individuo, pero éste sólo lo ignoró.
Oliver se dejó ir encima del hombre y lo apartó bruscamente de la mujer que acosaba. Olía a alcohol y estaba sucio, lo que le hizo pensar que se trataba de un indigente. En cambio ella, ella no lucía como una mujer de la calle o una prostituta, sus ropas, aunque maltrechas, eran demasiado finas. El hombre forcejeó con Oliver, que iba vestido de civil, e intentó apartarlo para continuar acosando a la mujer, pero el falso Blake fue mucho más hábil y logró noquearlo de un solo golpe. El hombre cayó al piso desmayado y Oliver se acercó para ver si lograba averiguar quién era la mujer agredida. Ayudar a los demás no era su especialidad pero, quizá después de todo, empezaba a hacer –probablemente de manera inconsciente- un poco de caso a las cosas que el verdadero Blake le pedía en su sueño.
—¿Se encuentra bien? —Preguntó acuclillándose frente a ella—. ¿Cuál es su nombre o el apellido de su familia? Debe haber alguien a quien pueda informarle de su situación —le apartó el pelo de la cara.
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Jonas Kullberg- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/03/2014
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Re: The great pretender | Privado
“No te acerques a mí, hombre que haces el mundo, déjame, no es preciso que me mates.
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren de algo peor que vergüenza.”
Rosario Castellanos
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren de algo peor que vergüenza.”
Rosario Castellanos
Los fantasmas la acosaban día y noche. No había segundo de su vida que no se volteara por un ruido que rompía el silencio, esperando encontrar a su esposo sentado en el sillón, sonriéndole, con su mano extendida, invitándola a sentarse en sus rodillas para que ella le masajease las sienes mientras él acariciaba suavemente la parte baja de su cintura; no había instante de su existencia que no esperase que su hijo la llamase para que le diese una galleta, le alcanzara un juguete o lo llevara al patio a tomar sol. Su cotidianidad se había convertido en un infierno, esperando situaciones que jamás volverían, anhelando sensaciones que se habían extinguido, añorando la calidez de sus hombres, de su hogar, el amor de su familia. Noah y Nikôlaus se habían llevado todo lo amado, todo lo bueno, todo lo puro; con ellos había muerto lo mejor de Francine, y le habían dejado los harapos de los sentimientos truncos, de los recuerdos tristes. Los colores de su mundo habían sido extirpados y tiñéndolo todo de gris. Se los habían arrancado con una tenaza caliente, dejando abierta la herida, supurando, inflamándose. La inquisidora sabía que estaba pudriéndose lentamente, que el dolor corroía su alma como pequeñas ratas que atacan un trozo de carne maloliente y se lo llevan a su madriguera para juntarlo con otros pedazos igual de putrefactos.
Había terminado adquiriendo la lamentable costumbre de visitar su antigua casa. A pesar de vivir en un lujoso hotel que pagaba con la herencia de los Capet y la que le correspondía por los Gallup, casi todas las noches iba a la residencia y se sentaba en los escalones de la entrada a llorar, abrazada a sus rodillas. Había regalado su adorado perro Sansón a unos antiguos amigos, que habían aceptado su pedido de adopción más por lástima que por convencimiento. La habían visto extremadamente delgada, las manos temblorosas y unas ojeras profundas y oscuras, que resaltaban sus ojos claros y opacos. Ellos habían detectado en ella lo que cualquiera podía ver al detener su mirada en su cuerpo por medio segundo: la muerte. Francine vagaba sin alma y sin rumbo, enfrascada en sus tétricas lamentaciones, sin fuerza para caminar, pero que terminaba haciéndolo más por temor a los regaños de Narcisse que por un deseo de salir adelante. Había perdido su fe, nada la movía ni la motivaba, ni siquiera la búsqueda de justicia –y venganza- en la que su hermana la había metido. Los primeros días de reflexionar el perfectamente bien trazado plan de Narcisse había sentido cierta curiosidad y deseo de superación, pero había terminado cayendo en la vorágine de sus lamentaciones, y le parecía un completo absurdo un plan de aquel tamaño. Estaban tras una empresa que las superaba y pasarían por encima de la institución más poderosa de la historia: la Inquisición. Sólo para cortar la cabeza del asesino de sus padres, como si todo aquello pudiera devolverles la paz que les había sido arrebatada de manera cruel y vil. Ellos no habían podido defenderse. <<Nikôlaus tampoco pudo defenderse de mí>> reflexionaba. Lo había atacado a traición.
La residencia de los Gallup había perdido su brillo. Había despedido a los pocos empleados valientes que se habían quedado, y había dejado que el polvo y el tiempo tapasen cada rincón. Vidrios rotos, muebles destrozados, alimentos pudriéndose en la cocina, jardines marchitos; nada quedaba allí que pudiera decir que la vida había existido. La imponente mansión se había convertido en un edificio vacío y derruido. Francine jamás se había atrevido a entrar más que hasta el vestíbulo, pero aquella noche había bebido una botella de whisky en el hotel. Caminó por las solitarias calles, haciendo zig-zag, y apretó sus ojos cuando la reja de ingreso chirrió para darle paso. Con sus dedos había acariciado las paredes. “¿Noah? ¿Nik?”, los había llamado primero con tranquilidad, luego con desesperación. Al entrar al antiguo cuarto de su bebé lanzó una alarido, incapaz de continuar observando, y cerró la puerta con tal fuerza, que el picaporte saltó, golpeándole una pierna. Hizo caso omiso al dolor físico. Cuando entró a la habitación compartida con su esposo, cayó de rodillas y la botella se rompió entre sus manos, provocando cortes que no sintió. Se arrastró hacia la cama matrimonial –o lo que quedaba de ella- y se acurrucó en el colchón húmedo de moho y orín de gato. Se quedó dormida y despertó minutos después, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Asaltada por las emociones que la abrumaban, corrió al piso de abajo, tropezó, su vestido se rasgó, pero atravesó el jardín a la carrera, tropezándose a causa del estado de ebriedad.
En un callejón, un hombre que olía aún peor que ella, la interceptó. Francine le cambió una cadena de oro por la botella de vodka que llevaba en la mano, y el indigente aceptó gustoso el trueque. La mujer vagó acompañada de la bebida, la cual ingería del pico, atrayendo la mirada de los pocos extraños que cruzaba en la madrugada parisina. No se quejó cuando un extraño la arrastró hacia un callejón oscuro, creyendo, en sus alucinaciones, que su marido había ido a buscarla. Le permitió que le arrancara la parte delantera de su vestido, dejando expuestos sus pechos. Dejó que sus manos la recorrieran, pero no era el tacto de Nikôlaus. Abrió los ojos y, al intentar alejar al desconocido, se dio cuenta de que no era su amado. Gimoteó, pero estaba demasiado borracha, el mundo daba vueltas a su alrededor, y todos sus esfuerzos por liberarse del hombre eran vanos. Pudo darle un leve puntapié, pero él se alejó escasos centímetros, y sólo sirvió para que le asestara un golpe en el rostro, que la mareó aún más. El gusto metálico de su sangre, no tardó en invadir su boca. Atontada y casi inconsciente, no se percató de que era rescatada, hasta que alguien se acercó y le habló; no entendía lo que le decía. Sólo sabía que se había dejado caer y estaba tirada en el suelo, aunque creía haber escuchado alguna vez aquella voz.
—Fra…Francine… —ese era su nombre, ¿cierto? Así la habían llamado sus padres. —No, no… Juliette… —así la llamaba Nikôlaus. Oh, Nikôlaus…cuánto lo necesitaba, cuánto añoraba su fortaleza, su calor. —Váyase… —le pidió antes de incorporarse violentamente, girar su cuerpo en sentido contrario a donde se encontraba el hombre, y vomitar hasta desmayarse. El planeta dejó de girar, todo se extinguió, en el preciso instante en que sus párpados se bajaron. Soñaría, tendría horrorosas pesadillas, como cada día.
Había terminado adquiriendo la lamentable costumbre de visitar su antigua casa. A pesar de vivir en un lujoso hotel que pagaba con la herencia de los Capet y la que le correspondía por los Gallup, casi todas las noches iba a la residencia y se sentaba en los escalones de la entrada a llorar, abrazada a sus rodillas. Había regalado su adorado perro Sansón a unos antiguos amigos, que habían aceptado su pedido de adopción más por lástima que por convencimiento. La habían visto extremadamente delgada, las manos temblorosas y unas ojeras profundas y oscuras, que resaltaban sus ojos claros y opacos. Ellos habían detectado en ella lo que cualquiera podía ver al detener su mirada en su cuerpo por medio segundo: la muerte. Francine vagaba sin alma y sin rumbo, enfrascada en sus tétricas lamentaciones, sin fuerza para caminar, pero que terminaba haciéndolo más por temor a los regaños de Narcisse que por un deseo de salir adelante. Había perdido su fe, nada la movía ni la motivaba, ni siquiera la búsqueda de justicia –y venganza- en la que su hermana la había metido. Los primeros días de reflexionar el perfectamente bien trazado plan de Narcisse había sentido cierta curiosidad y deseo de superación, pero había terminado cayendo en la vorágine de sus lamentaciones, y le parecía un completo absurdo un plan de aquel tamaño. Estaban tras una empresa que las superaba y pasarían por encima de la institución más poderosa de la historia: la Inquisición. Sólo para cortar la cabeza del asesino de sus padres, como si todo aquello pudiera devolverles la paz que les había sido arrebatada de manera cruel y vil. Ellos no habían podido defenderse. <<Nikôlaus tampoco pudo defenderse de mí>> reflexionaba. Lo había atacado a traición.
La residencia de los Gallup había perdido su brillo. Había despedido a los pocos empleados valientes que se habían quedado, y había dejado que el polvo y el tiempo tapasen cada rincón. Vidrios rotos, muebles destrozados, alimentos pudriéndose en la cocina, jardines marchitos; nada quedaba allí que pudiera decir que la vida había existido. La imponente mansión se había convertido en un edificio vacío y derruido. Francine jamás se había atrevido a entrar más que hasta el vestíbulo, pero aquella noche había bebido una botella de whisky en el hotel. Caminó por las solitarias calles, haciendo zig-zag, y apretó sus ojos cuando la reja de ingreso chirrió para darle paso. Con sus dedos había acariciado las paredes. “¿Noah? ¿Nik?”, los había llamado primero con tranquilidad, luego con desesperación. Al entrar al antiguo cuarto de su bebé lanzó una alarido, incapaz de continuar observando, y cerró la puerta con tal fuerza, que el picaporte saltó, golpeándole una pierna. Hizo caso omiso al dolor físico. Cuando entró a la habitación compartida con su esposo, cayó de rodillas y la botella se rompió entre sus manos, provocando cortes que no sintió. Se arrastró hacia la cama matrimonial –o lo que quedaba de ella- y se acurrucó en el colchón húmedo de moho y orín de gato. Se quedó dormida y despertó minutos después, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Asaltada por las emociones que la abrumaban, corrió al piso de abajo, tropezó, su vestido se rasgó, pero atravesó el jardín a la carrera, tropezándose a causa del estado de ebriedad.
En un callejón, un hombre que olía aún peor que ella, la interceptó. Francine le cambió una cadena de oro por la botella de vodka que llevaba en la mano, y el indigente aceptó gustoso el trueque. La mujer vagó acompañada de la bebida, la cual ingería del pico, atrayendo la mirada de los pocos extraños que cruzaba en la madrugada parisina. No se quejó cuando un extraño la arrastró hacia un callejón oscuro, creyendo, en sus alucinaciones, que su marido había ido a buscarla. Le permitió que le arrancara la parte delantera de su vestido, dejando expuestos sus pechos. Dejó que sus manos la recorrieran, pero no era el tacto de Nikôlaus. Abrió los ojos y, al intentar alejar al desconocido, se dio cuenta de que no era su amado. Gimoteó, pero estaba demasiado borracha, el mundo daba vueltas a su alrededor, y todos sus esfuerzos por liberarse del hombre eran vanos. Pudo darle un leve puntapié, pero él se alejó escasos centímetros, y sólo sirvió para que le asestara un golpe en el rostro, que la mareó aún más. El gusto metálico de su sangre, no tardó en invadir su boca. Atontada y casi inconsciente, no se percató de que era rescatada, hasta que alguien se acercó y le habló; no entendía lo que le decía. Sólo sabía que se había dejado caer y estaba tirada en el suelo, aunque creía haber escuchado alguna vez aquella voz.
—Fra…Francine… —ese era su nombre, ¿cierto? Así la habían llamado sus padres. —No, no… Juliette… —así la llamaba Nikôlaus. Oh, Nikôlaus…cuánto lo necesitaba, cuánto añoraba su fortaleza, su calor. —Váyase… —le pidió antes de incorporarse violentamente, girar su cuerpo en sentido contrario a donde se encontraba el hombre, y vomitar hasta desmayarse. El planeta dejó de girar, todo se extinguió, en el preciso instante en que sus párpados se bajaron. Soñaría, tendría horrorosas pesadillas, como cada día.
Francine Capet- Inquisidor Clase Alta
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Re: The great pretender | Privado
La mujer se resistió. El falso Blake quiso detenerla, ayudarle a incorporarse, pero estaba tan alcoholizada que, cuando se empecinó en que la dejara en paz, manoteando en el aire y empujándolo violentamente hacia un lado para que la dejara continuar, él simplemente se apartó y no impidió que ésta cayera de bruces sobre el pavimento. Se quedó de pie, junto a ella, observando con un gesto de disgusto cómo volvía el estómago en repetidas ocasiones, con tanta intensidad que arqueaba la espalda y profería un sonido desagradable, proveniente de la irritada garganta. En cuestión de minutos, la calle quedó cubierta de olorosos jugos intestinales, y ella tendida sobre ellos.
—¡Agh, qué maravilla! —Ironizó cuando se miró los zapatos empapados de vómito y su gesto de asco se intensificó. Intentó esquivar el charco de basca levantando los pies, pero ya era demasiado tarde, y ciertamente había cosas más importantes por las cuales preocuparse más que por un par de zapatos: la mujer no se movía, parecía muerta.
Blake se acercó e inclinó su cuerpo por encima de ella, la movió, pero no obtuvo respuesta. Más tarde, con una expresión mezcla de fastidio y repugnancia, tuvo que hincarse ante ella para confirmar si la extraña había muerto o seguía con vida. Con su mano palpó su cuello y sintió el débil latido del corazón. Supo que estaba desmayada, pero que por las pésimas condiciones en las que se encontraba, era muy probable que no fuera a despertar hasta pasados varios días, y que le llevaría varios más terminar de reponerse. Supo que, por supuesto, ese no era su problema, así que se puso de pie, levantó la mano derecha, y en el aire dibujó la forma de una cruz para darle su bendición y deslindarse de toda responsabilidad.
—Te deseo buena suerte, Francine, Juliette, o como te llames. Yo me voy.
Antes de dar media vuelta, el hombre miró a su alrededor y con una expresión inquisitiva examinó el lugar. Cualquiera que fuera el desenlace de esa mujer, no deseaba verse involucrado, porque no quería tener al día siguiente a un montón de gente revoloteando alrededor suyo, cuestionándolo sobre el suceso. Con pasos firmes, retomó su camino, pero apenas logró avanzar un pequeño tramo. Una poderosa voz en su mente lo detuvo. Era la voz del remordimiento. Una voz que muy contadas veces le había susurrado al oído. Cerró los ojos y negó con la cabeza, resistiéndose a los deseos de su hermano que se hacían presentes en formas y situaciones inesperadas.
«Me avergüenzas, Oliver, eres una criatura mentirosa, egoísta y malvada a la que le encanta perder el tiempo inventando crueldades sobre su hermano. ¿No ves lo distintos que son? Ojalá te hubieras parecido un poco más a él». Esas fueron las palabras que su padre le dijo un día, y Oliver, que en ese entonces era apenas un adolescente, rebelde y ponzoñoso, había odiado escucharlas y había odiado a su padre por decírselas, a su hermano, por ser el hijo perfecto. Blake se había acercado a él para aconsejarle pero, como siempre, él lo había despreciado, burlándose de sus palabras. En sus manos estuvo siempre el poder para remediar tanta soledad, tanto rencor, para ganarse el amor de su padre y de su familia entera, pero nunca hizo nada para remediarlo.
Ahora que era mayor y que las circunstancias eran otras, que su hermano ya no estaba y que la culpa de su muerte le carcomía el alma en silencio, veía las cosas desde otra perspectiva. Por momentos, su corazón parecía ablandarse, y sus consejos, en los que ser más noble, menos egoísta y ayudar al prójimo encabezaban la lista, lo acechaban constantemente.
—Maldición… —masculló, y dejó escapar un suspiro cuando se dio cuenta de que no iba a ser capaz de abandonar a esa mujer a su suerte, exponiéndola a toda clase de peligros, desde una violación, hasta una muerte segura.
—Está bien, lo haré, pero es la última vez, Blake, la última vez… —sentenció a su hermano muerto con disgusto, luego sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta de civil, y regresó para tomar entre sus brazos a la mujer, la cual cargó y transportó hasta la casa cural.
Oliver no se encargó de ella, con el poder que su cargo en la iglesia le confería, les asignó la tarea a un par de monjas, quienes se encargaron de asear y curar a la desconocida. Ellas la llevaron a una de las pequeñas y modestas habitaciones que permanecían vacías y allí la instalaron y dejaron reposar. Según los chismes de algunos feligreses, la mujer estuvo inconsciente durante un par de días, resistiéndose a los medicamentos, pero finalmente despertó. Él no la visitó en todo ese tiempo, ni siquiera se acercó para saber sobre su condición o preguntó por ella; no le interesaba en lo absoluto una ebria. Más tarde, una de las hermanas le comunicó que la mujer lo había mandado llamar, que había pedido que fuera exclusivamente él quien le visitara, por lo que al no tener alternativa, no pudo negarse.
Cuando tocó a la puerta, una voz dulce lo invitó a pasar. Oliver se sorprendió al ver a la mujer que yacía recostada sobre la cama, porque no se parecía en nada a la vagabunda alcoholizada que había encontrado en aquel callejón. La habían lavado y su rostro, aunque aún estaba pálido y ojeroso, lucía resplandeciente. Su cabello ya no estaba enredado en una maraña ni estaba cubierto de vómito, lo habían peinado y lucía sedoso y brillante. Sus ojos, aunque tenían una mirada triste y melancólica, eran de un color azul hermoso. Toda ella había dejado de despedir olores fétidos. Lucía como un ángel. A Oliver le pareció todavía más divina que cualquier imagen de María, madre de Jesucristo, virgen a la que habían dedicado la mismísima catedral de Notre Dame, a la que acudían millones de seguidores con el fin de adorarla.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa. Casi no te reconozco —dijo con un tono extraño que no era propio en un sacerdote, cerrando la puerta tras él y mirándola con discreta impudicia.
Su interés por ella fue instantáneo. Quizá, después de todo, no iba a ser tan necesario acudir a un burdel y arriesgarse a ser descubierto para encontrar un poco de diversión en ese encierro.
—¡Agh, qué maravilla! —Ironizó cuando se miró los zapatos empapados de vómito y su gesto de asco se intensificó. Intentó esquivar el charco de basca levantando los pies, pero ya era demasiado tarde, y ciertamente había cosas más importantes por las cuales preocuparse más que por un par de zapatos: la mujer no se movía, parecía muerta.
Blake se acercó e inclinó su cuerpo por encima de ella, la movió, pero no obtuvo respuesta. Más tarde, con una expresión mezcla de fastidio y repugnancia, tuvo que hincarse ante ella para confirmar si la extraña había muerto o seguía con vida. Con su mano palpó su cuello y sintió el débil latido del corazón. Supo que estaba desmayada, pero que por las pésimas condiciones en las que se encontraba, era muy probable que no fuera a despertar hasta pasados varios días, y que le llevaría varios más terminar de reponerse. Supo que, por supuesto, ese no era su problema, así que se puso de pie, levantó la mano derecha, y en el aire dibujó la forma de una cruz para darle su bendición y deslindarse de toda responsabilidad.
—Te deseo buena suerte, Francine, Juliette, o como te llames. Yo me voy.
Antes de dar media vuelta, el hombre miró a su alrededor y con una expresión inquisitiva examinó el lugar. Cualquiera que fuera el desenlace de esa mujer, no deseaba verse involucrado, porque no quería tener al día siguiente a un montón de gente revoloteando alrededor suyo, cuestionándolo sobre el suceso. Con pasos firmes, retomó su camino, pero apenas logró avanzar un pequeño tramo. Una poderosa voz en su mente lo detuvo. Era la voz del remordimiento. Una voz que muy contadas veces le había susurrado al oído. Cerró los ojos y negó con la cabeza, resistiéndose a los deseos de su hermano que se hacían presentes en formas y situaciones inesperadas.
«Me avergüenzas, Oliver, eres una criatura mentirosa, egoísta y malvada a la que le encanta perder el tiempo inventando crueldades sobre su hermano. ¿No ves lo distintos que son? Ojalá te hubieras parecido un poco más a él». Esas fueron las palabras que su padre le dijo un día, y Oliver, que en ese entonces era apenas un adolescente, rebelde y ponzoñoso, había odiado escucharlas y había odiado a su padre por decírselas, a su hermano, por ser el hijo perfecto. Blake se había acercado a él para aconsejarle pero, como siempre, él lo había despreciado, burlándose de sus palabras. En sus manos estuvo siempre el poder para remediar tanta soledad, tanto rencor, para ganarse el amor de su padre y de su familia entera, pero nunca hizo nada para remediarlo.
Ahora que era mayor y que las circunstancias eran otras, que su hermano ya no estaba y que la culpa de su muerte le carcomía el alma en silencio, veía las cosas desde otra perspectiva. Por momentos, su corazón parecía ablandarse, y sus consejos, en los que ser más noble, menos egoísta y ayudar al prójimo encabezaban la lista, lo acechaban constantemente.
—Maldición… —masculló, y dejó escapar un suspiro cuando se dio cuenta de que no iba a ser capaz de abandonar a esa mujer a su suerte, exponiéndola a toda clase de peligros, desde una violación, hasta una muerte segura.
—Está bien, lo haré, pero es la última vez, Blake, la última vez… —sentenció a su hermano muerto con disgusto, luego sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta de civil, y regresó para tomar entre sus brazos a la mujer, la cual cargó y transportó hasta la casa cural.
Oliver no se encargó de ella, con el poder que su cargo en la iglesia le confería, les asignó la tarea a un par de monjas, quienes se encargaron de asear y curar a la desconocida. Ellas la llevaron a una de las pequeñas y modestas habitaciones que permanecían vacías y allí la instalaron y dejaron reposar. Según los chismes de algunos feligreses, la mujer estuvo inconsciente durante un par de días, resistiéndose a los medicamentos, pero finalmente despertó. Él no la visitó en todo ese tiempo, ni siquiera se acercó para saber sobre su condición o preguntó por ella; no le interesaba en lo absoluto una ebria. Más tarde, una de las hermanas le comunicó que la mujer lo había mandado llamar, que había pedido que fuera exclusivamente él quien le visitara, por lo que al no tener alternativa, no pudo negarse.
***
Cuando tocó a la puerta, una voz dulce lo invitó a pasar. Oliver se sorprendió al ver a la mujer que yacía recostada sobre la cama, porque no se parecía en nada a la vagabunda alcoholizada que había encontrado en aquel callejón. La habían lavado y su rostro, aunque aún estaba pálido y ojeroso, lucía resplandeciente. Su cabello ya no estaba enredado en una maraña ni estaba cubierto de vómito, lo habían peinado y lucía sedoso y brillante. Sus ojos, aunque tenían una mirada triste y melancólica, eran de un color azul hermoso. Toda ella había dejado de despedir olores fétidos. Lucía como un ángel. A Oliver le pareció todavía más divina que cualquier imagen de María, madre de Jesucristo, virgen a la que habían dedicado la mismísima catedral de Notre Dame, a la que acudían millones de seguidores con el fin de adorarla.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa. Casi no te reconozco —dijo con un tono extraño que no era propio en un sacerdote, cerrando la puerta tras él y mirándola con discreta impudicia.
Su interés por ella fue instantáneo. Quizá, después de todo, no iba a ser tan necesario acudir a un burdel y arriesgarse a ser descubierto para encontrar un poco de diversión en ese encierro.
Jonas Kullberg- Humano Clase Media
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Re: The great pretender | Privado
Noah daba sus pasitos inestables, entre ceños fruncidos de inseguridad, y sonrisas de alegría ante el festejo de sus padres. Podía verlos, acuclillados frente a él, con sus brazos extendidos, llamándolo con entusiasmo, sin presionarlo. El pequeño quería llegar a ellos, se esforzaba, y cada vez que un pie le daba permiso al otro, sabía que estaba más cerca, que en cualquier momento ellos lo estrecharían entre sus brazos y lo colmarían de besos. Sus ojitos intercalaban la mirada entre uno y otro, no podía dejar de mirarlos, a pesar de que le hubiera gustado observar el piso y saberse más firme, pero no; absorbía la mirada de quienes le habían dado la vida, los convertía en uno mismo, los fundía con su corazón. Era un bebé aún, no debía razonar, pero sentía en lo más hondo de su alma, el amor que emanaba de aquellos dos adultos, y era capaz de percibir el fervor del amor que salía de sí mismo, y lo invitaba a continuar, a atravesar los escasos metros que lo separaban de los seres que más amaba, y que más lo amaban. Por un instante, fijó sus ojos en el vientre aún chato de su madre, pero ella le había dicho que dentro suyo habitaba otro bebé, que sería su hermanito, y si bien Noah no había captado completamente el significado de aquella frase, se había sentido entusiasmado, y solía quedarse observando el sitio donde su mamá se había tocado con la mano derecha, indicándole que allí estaría su compañera de toda la vida. Ella decía que era una nena, y el pequeño de los Gallup, en su razonamiento infantil y poco desarrollado, imaginaba que sería una versión más pequeña de esa hermosa mujer. Una especie de muñequita con la cual jugar. ¡Por fin llegó! Francine lo alzó antes de que cayera al suelo, preso del fervor de haber conseguido su objetivo de dar sus primeros pasos. Ella y Nikôlaus, lo abrazaron. Un calor le recorrió el cuerpo, le quitó el aliento. Los brazos de su padre dejaron de apretarlo, un golpe seco lo obligó a mirar al piso, y la cabeza de su papá rodaba por el suelo, mientras del cuello emanaba la sangre a borbotones. Francine lo apretó más, gritando, cayendo de rodillas al piso. Noah estaba inerte en sus brazos, morado, fruto del asfixie. La menor de los Gallup alzó la vista, vio aquellos ojos rojos en la oscuridad de la puerta de su hogar; de pronto, toda luz se había extinguido. No pudo hacer más que gritar, gritar y gritar…
Aquella pesadilla la había acompañado día y noche, durante los días en que se debatía entre la inconsciencia, la sobriedad y la necesidad de ahogarla en alcohol. Le dolían las muñecas, pues unas mujeres de negro, a las cuales luego pudo identificar como monjas, habían tenido que atarla para que dejase de atacar a aquellas que le negaban alguna bebida espirituosa, o que le impedían lastimarse con los pocos artículos de enfermería que poseían. Había estado desquiciada, un tiempo que ella no podía calcular. Se debatió, durante jornadas enteras, con aquellos sueños turbios, que la acosaban a toda hora, sin darle tregua. Llamaba a su hijo, llamaba a su marido, y hasta llamó a sus hermanos para que la rescatasen; en los peores momentos de fiebre, debido a su hígado inflamado y maltrecho por la bebida y la mala alimentación, había maldecido a Néo, al Diablo, a Dios, al Papa, a sí misma, y a todas aquellas religiosas, que la cuidaban con devoción, a pesar de sus blasfemias. Pero parecía que aquellas silenciosas y sigilosas damas, estaban acostumbradas a tratar con personas que había perdido su alma, tal como era el caso de Francine, y en nada las horrorizaba aquellas soeces palabras que lanzaba de sus labios secos, escupiendo saliva y retorciéndose.
Cuando, en buena hora, retomó la conciencia, sollozó al verse atada, dolorida y en un sitio que le recordó aquel lugar donde estuvo durante meses, aquel sitio blanco, horrible, único testigo de la muerte de su hija, que nunca vio la luz, pero que emanó de su intimidad, en un río de sangre, y pequeños trozos deformes, vestigios del cuerpo en formación de la pequeña Charlotte. Recordaba a la perfección el olor, y el puro color del suelo, tiñéndose de carmesí, mientras ella observaba, sin saber qué hacer, cómo la última esperanza, se diluía por sus muslos enflaquecidos. No había sido capaz de conservar a su hija con vida dentro suyo, había vuelto a cobrar venganza, y se había encontrado a su marido, para finalmente acabar con él, no había conseguido salvar a su hijo de las garras de Néo. Todo vino a su mente en un instante, por culpa de un color, por culpa de una cama suave, por culpa del crucifijo sobre el respaldar… Una de las hermanas la escuchó, y tras comprobar que ya era dueña de sí, la desató y le pasó un ungüento por las muñecas, y le sonrió amablemente. Luego la peinaron, la ayudaron a asearse, y le prestaron una Biblia. Ya las llamaba por sus nombres, y había logrado sentirse en un pequeño frasco de armonía. Al atardecer y al amanecer, desde lejos, le llegaba el sonido de las voces vacuas de las monjas, que hacían sus oraciones diarias. La curiosidad la asaltó un mediodía, mientras almorzaba, y preguntó cómo había llegado allí. Una novicia joven, que en ese momento estaba sirviéndole, le comentó que la había llevado una noche el padre Ashwood, pero no le dio demasiadas explicaciones. Francine, automáticamente sonrió y pidió por él.
Al día siguiente, cuando lo vio entrar, una sonrisa sincera, de aquellas que ya no le dirigía a nadie, y que pensó que había abandonado su vida, apareció en sus labios. Si bien no le iluminó la triste expresión, podía notarse que le alegraba verlo. Hacía muchos años, Blake y ella habían entablado una amistad sincera; él había sido su confesor, y hasta la había casado. En muchas ocasiones pensó en acudir a su persona, pero no se atrevía a contarle las atrocidades que había cometido, el horror por el que pasaba, hasta que terminó eliminando por completo la idea de pedirle ayuda, aunque sea una palabra de aliento, o una frase que la abofeteara y la hiciera volver. Quizá por cobardía, quizá por no desear retomar una vida normal. Alguien, hacía poco tiempo, le había dicho que debía volver a casarse, dejar de vivir en un hotel, que aún tenía algo de resto para tener otros hijos, y ella había girado sobre sus talones, visiblemente ofendida, y se había alejado sin decir adiós. Le había resultado vomitiva aquella sugerencia.
—Oh Blake… —entre ellos siempre había habido confianza, pero notó la expresión de reprobación de una monja que estaba preparando su medicación, y se corrigió instantáneamente. —Padre Ashwood, no se imagina lo feliz que me hace su presencia —la conservadora mujer, se acercó interrumpiéndola, y le dio de beber aquella infusión de hierbas, que tan mal sabía. Sin embargo, se la tomaba sin chistar. La religiosa, sin saber qué hacer, se retiró, murmurando una disculpa. —Al fin quedamos solos, querido amigo. Ven, acércate —Francine se acomodó un poco más, y le dio una suave palmada al colchón, indicándole que se sentara junto a ella. —No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí. Hace tantos años que no nos vemos… —la frase quedó flotando en el aire, y su rostro volvió a la expresión nostálgica que la acompañaba desde hacía casi un año.
Aquella pesadilla la había acompañado día y noche, durante los días en que se debatía entre la inconsciencia, la sobriedad y la necesidad de ahogarla en alcohol. Le dolían las muñecas, pues unas mujeres de negro, a las cuales luego pudo identificar como monjas, habían tenido que atarla para que dejase de atacar a aquellas que le negaban alguna bebida espirituosa, o que le impedían lastimarse con los pocos artículos de enfermería que poseían. Había estado desquiciada, un tiempo que ella no podía calcular. Se debatió, durante jornadas enteras, con aquellos sueños turbios, que la acosaban a toda hora, sin darle tregua. Llamaba a su hijo, llamaba a su marido, y hasta llamó a sus hermanos para que la rescatasen; en los peores momentos de fiebre, debido a su hígado inflamado y maltrecho por la bebida y la mala alimentación, había maldecido a Néo, al Diablo, a Dios, al Papa, a sí misma, y a todas aquellas religiosas, que la cuidaban con devoción, a pesar de sus blasfemias. Pero parecía que aquellas silenciosas y sigilosas damas, estaban acostumbradas a tratar con personas que había perdido su alma, tal como era el caso de Francine, y en nada las horrorizaba aquellas soeces palabras que lanzaba de sus labios secos, escupiendo saliva y retorciéndose.
Cuando, en buena hora, retomó la conciencia, sollozó al verse atada, dolorida y en un sitio que le recordó aquel lugar donde estuvo durante meses, aquel sitio blanco, horrible, único testigo de la muerte de su hija, que nunca vio la luz, pero que emanó de su intimidad, en un río de sangre, y pequeños trozos deformes, vestigios del cuerpo en formación de la pequeña Charlotte. Recordaba a la perfección el olor, y el puro color del suelo, tiñéndose de carmesí, mientras ella observaba, sin saber qué hacer, cómo la última esperanza, se diluía por sus muslos enflaquecidos. No había sido capaz de conservar a su hija con vida dentro suyo, había vuelto a cobrar venganza, y se había encontrado a su marido, para finalmente acabar con él, no había conseguido salvar a su hijo de las garras de Néo. Todo vino a su mente en un instante, por culpa de un color, por culpa de una cama suave, por culpa del crucifijo sobre el respaldar… Una de las hermanas la escuchó, y tras comprobar que ya era dueña de sí, la desató y le pasó un ungüento por las muñecas, y le sonrió amablemente. Luego la peinaron, la ayudaron a asearse, y le prestaron una Biblia. Ya las llamaba por sus nombres, y había logrado sentirse en un pequeño frasco de armonía. Al atardecer y al amanecer, desde lejos, le llegaba el sonido de las voces vacuas de las monjas, que hacían sus oraciones diarias. La curiosidad la asaltó un mediodía, mientras almorzaba, y preguntó cómo había llegado allí. Una novicia joven, que en ese momento estaba sirviéndole, le comentó que la había llevado una noche el padre Ashwood, pero no le dio demasiadas explicaciones. Francine, automáticamente sonrió y pidió por él.
Al día siguiente, cuando lo vio entrar, una sonrisa sincera, de aquellas que ya no le dirigía a nadie, y que pensó que había abandonado su vida, apareció en sus labios. Si bien no le iluminó la triste expresión, podía notarse que le alegraba verlo. Hacía muchos años, Blake y ella habían entablado una amistad sincera; él había sido su confesor, y hasta la había casado. En muchas ocasiones pensó en acudir a su persona, pero no se atrevía a contarle las atrocidades que había cometido, el horror por el que pasaba, hasta que terminó eliminando por completo la idea de pedirle ayuda, aunque sea una palabra de aliento, o una frase que la abofeteara y la hiciera volver. Quizá por cobardía, quizá por no desear retomar una vida normal. Alguien, hacía poco tiempo, le había dicho que debía volver a casarse, dejar de vivir en un hotel, que aún tenía algo de resto para tener otros hijos, y ella había girado sobre sus talones, visiblemente ofendida, y se había alejado sin decir adiós. Le había resultado vomitiva aquella sugerencia.
—Oh Blake… —entre ellos siempre había habido confianza, pero notó la expresión de reprobación de una monja que estaba preparando su medicación, y se corrigió instantáneamente. —Padre Ashwood, no se imagina lo feliz que me hace su presencia —la conservadora mujer, se acercó interrumpiéndola, y le dio de beber aquella infusión de hierbas, que tan mal sabía. Sin embargo, se la tomaba sin chistar. La religiosa, sin saber qué hacer, se retiró, murmurando una disculpa. —Al fin quedamos solos, querido amigo. Ven, acércate —Francine se acomodó un poco más, y le dio una suave palmada al colchón, indicándole que se sentara junto a ella. —No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí. Hace tantos años que no nos vemos… —la frase quedó flotando en el aire, y su rostro volvió a la expresión nostálgica que la acompañaba desde hacía casi un año.
Francine Capet- Inquisidor Clase Alta
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Re: The great pretender | Privado
—Sí… ¿Hace cuántos años exactamente? —Preguntó distraídamente, mientras la contemplaba en todo su esplendor. No obstante, al percatarse de lo extraño que podía sonar aquella pregunta, se corrigió inmediatamente—. Es decir… Me refiero a que han sido tantos que ya he perdido la cuenta.
Mientras se sentaba en la orilla de la cama, haciendo caso a la petición de la enferma, Oliver no tardó en deducir el gran problema que podía significar aquello. Ella lo conocía, o mejor dicho, había conocido a su hermano, y parecía haberlo hecho bastante bien para atreverse a tutearlo. Las preguntas en su cabeza no se hicieron esperar. ¿Qué tan antigua y entrañable había sido la amistad entre ellos? ¿Era posible que se conocieran desde la infancia o adolescencia? ¿Sabía ella que Blake tenía un hermano gemelo llamado Oliver? Si su amistad databa de muchos años atrás, tal vez hasta él mismo la hubiera visto en alguna ocasión. En silencio la miró fijamente intentando recordar su rostro, pero éste no le resultaba familiar. Era inútil. Hizo memoria, remontándose a la noche en que la había encontrado alcoholizada. ¿Cómo diablos había dicho que se llamaba? ¿Juliette? ¿Francine? Ni siquiera tenía idea de cómo dirigirse a ella, esa noche en el callejón ella no lo había dejado muy claro, así que pensó que lo mejor era evitar mencionar su nombre o bien llamarla “hija”, como hacía con todo el mundo. También llegó a la conclusión de que era prudente desviar la conversación de lo personal e interrogarla lo más que le fuera posible, hablar de su estado, de ese modo obtendría información valiosa que podía usar para alejar cualquier tipo de sospecha. Y, si en determinado momento ella hacía demasiadas preguntas, preguntas que lo pusieran en aprietos y que él no pudiera responder, siempre le quedaría la opción de excusarse con cualquier tontería. Sí, eso se le daba bien, y nadie se atrevería a pensar mal de un sacerdote, esa era su ventaja.
—Lo importante es que estás aquí, y que Dios me puso en tu camino esa noche para ser yo precisamente quien te encontrara —le dijo al tiempo que alargaba la mano y la colocaba sobre la ajena en señal de apoyo—. Han sido noches muy largas, estaba tan preocupado por ti —mintió descaradamente. Antes de ese día, ni siquiera había cruzado por su mente saber sobre su condición—. Afortunadamente Dios escuchó mis oraciones. No quiero ni pensar en lo que te hubiera ocurrido si yo… —cerró los ojos un momento, negando dramáticamente con la cabeza, interrumpiendo su oración, como si realmente aquello le mortificara—. No lo entiendo, querida, ¿qué te llevó a ese estado? ¿Recuerdas algo al menos? ¿Sabes dónde te encuentras ahora? Estás en la casa cural. Es muy grande y afortunadamente tenemos habitaciones disponibles, así y puedes quedarte aquí todo el tiempo que te sea necesario. Aunque, seguramente tu familia estará preocupada. Quizá debamos informarles.
Ese no era para nada el modo habitual en que Oliver les hablaba a las personas, pero lo fingía porque así recordaba a su hermano. De todos modos, ni fingiendo lograría parecerse a él. No era más que una grotesca parodia del difunto.
Mientras se sentaba en la orilla de la cama, haciendo caso a la petición de la enferma, Oliver no tardó en deducir el gran problema que podía significar aquello. Ella lo conocía, o mejor dicho, había conocido a su hermano, y parecía haberlo hecho bastante bien para atreverse a tutearlo. Las preguntas en su cabeza no se hicieron esperar. ¿Qué tan antigua y entrañable había sido la amistad entre ellos? ¿Era posible que se conocieran desde la infancia o adolescencia? ¿Sabía ella que Blake tenía un hermano gemelo llamado Oliver? Si su amistad databa de muchos años atrás, tal vez hasta él mismo la hubiera visto en alguna ocasión. En silencio la miró fijamente intentando recordar su rostro, pero éste no le resultaba familiar. Era inútil. Hizo memoria, remontándose a la noche en que la había encontrado alcoholizada. ¿Cómo diablos había dicho que se llamaba? ¿Juliette? ¿Francine? Ni siquiera tenía idea de cómo dirigirse a ella, esa noche en el callejón ella no lo había dejado muy claro, así que pensó que lo mejor era evitar mencionar su nombre o bien llamarla “hija”, como hacía con todo el mundo. También llegó a la conclusión de que era prudente desviar la conversación de lo personal e interrogarla lo más que le fuera posible, hablar de su estado, de ese modo obtendría información valiosa que podía usar para alejar cualquier tipo de sospecha. Y, si en determinado momento ella hacía demasiadas preguntas, preguntas que lo pusieran en aprietos y que él no pudiera responder, siempre le quedaría la opción de excusarse con cualquier tontería. Sí, eso se le daba bien, y nadie se atrevería a pensar mal de un sacerdote, esa era su ventaja.
—Lo importante es que estás aquí, y que Dios me puso en tu camino esa noche para ser yo precisamente quien te encontrara —le dijo al tiempo que alargaba la mano y la colocaba sobre la ajena en señal de apoyo—. Han sido noches muy largas, estaba tan preocupado por ti —mintió descaradamente. Antes de ese día, ni siquiera había cruzado por su mente saber sobre su condición—. Afortunadamente Dios escuchó mis oraciones. No quiero ni pensar en lo que te hubiera ocurrido si yo… —cerró los ojos un momento, negando dramáticamente con la cabeza, interrumpiendo su oración, como si realmente aquello le mortificara—. No lo entiendo, querida, ¿qué te llevó a ese estado? ¿Recuerdas algo al menos? ¿Sabes dónde te encuentras ahora? Estás en la casa cural. Es muy grande y afortunadamente tenemos habitaciones disponibles, así y puedes quedarte aquí todo el tiempo que te sea necesario. Aunque, seguramente tu familia estará preocupada. Quizá debamos informarles.
Ese no era para nada el modo habitual en que Oliver les hablaba a las personas, pero lo fingía porque así recordaba a su hermano. De todos modos, ni fingiendo lograría parecerse a él. No era más que una grotesca parodia del difunto.
Jonas Kullberg- Humano Clase Media
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Re: The great pretender | Privado
Ante la mención de su familia, a Francine le recorrió un frío por la espalda que le erizó cada vello del cuerpo. Primero pensó en Narcisse, que seguramente haría lo posible porque el “incidente” de su hermana no se supiera y, luego de pisotear su maltrecho orgullo, la enviaría a un hueco en la otra punta del mundo, para que matara su hígado sin dañar el apellido de la familia. Definitivamente, enviarle una misiva sería un desacierto total. Luego se cruzó el nombre de su hermano mayor por la cabeza, pero sería casi imposible ubicarlo, y tampoco tenía deseos de importunarlo, especialmente porque sabía poco y nada de su vida, y no había aquella confianza para contarle que era una bebedora frecuente. Por un instante, su mente dejó deslizar el nombre de su tía, pero era un completo despropósito hacerla partícipe de su ruina, tenían una relación muy incipiente, y no existía entre ellas aquel lazo que evidenciara la suficiente intimidad para pedirle que la albergara bajo su mismo techo y la cuidase de que no se emborrachara con cualquier sustancia que tuviese a mano. Estaba completamente sola en el mundo, la única esperanza que tenía era aquel hombre maravilloso que le sostenía la mano. Agradeció su contacto suave y tibio, la firmeza con la que la apretaba, hacía demasiado tiempo que no se sentía tan contenida…
—No, Blake, no puedo contar con nadie de mi familia… —murmuró avergonzada. Ninguna de las religiosas se había atrevido a relatarle los hechos previos a su llegada, por lo que su cabeza cavilaba las desvergüenzas más grandes. —Con mis hermanos las cosas siguen como siempre y…enviudé, enviudé hace pocos meses —se mordió el labio para contener el llanto. El mentón le tembló y apretó los ojos, se instó a que las lágrimas no cayesen. Apartó el rostro, y al separar los párpados, su visión se concentró en la sábana que la cubría. —Nik murió… Y nuestro hijo, Noah, fue asesinado… —susurró. Era la primera vez que las palabras tomaban forma entre sus labios, y el resultado fue devastador. La realidad se tornó oscura, una vez más. Apartó la mano que sostenía el cura y se abrazó, incapaz de mirarlo a la cara. —Oh Blake, no…no te imaginas por todo lo que he pasado. Sólo deseo morir —se clavó las uñas, no lloraría, no, no lo haría. —Y sé que es un pecado pensar así, pero sólo quiero abandonar ésta vida y volver a abrazar a mi niño. No hay nada para mí en éste mundo, y Dios se empecina en mantenerme aquí —estiró su brazo y estrujó la sábana. —Tuve una buena ocasión, pero apareciste —lo miró de reojo y una sonrisa cansada le pespuntó entre las comisuras.
Francine no tenía motivaciones, nada por lo que vivir. Sí, tenía una misión, pero ni siquiera el deseo de venganza era lo suficientemente fuerte como para convertirse en algo en lo que creer. Era una mujer demasiado débil, sin fe y alcohólica, que había decidido abandonarse a la vida y permitir que ésta terminase de llevársela. De pronto, rememoró algunos fragmentos de los sucesos de noches atrás, y agradeció que Blake hubiese aparecido; sin embargo, hubiera sido un excelente castigo ser violada una y otra vez, y terminar degollada en un callejón. Pero el hecho de que otro hombre que no fuese su amado Nikôlaus se enterrase en su cuerpo, le produjo náuseas, y debió contener las arcadas que le apretaron la boca del estómago y le subieron por la garganta. Bebió del vaso con agua que había siempre en la mesa de luz, y se apoyó en las almohadas, demasiado agotada para mantenerse erguida.
—Me siento derrotada, me siento vacía, estoy sola… Muy sola —dijo más para sí misma que para compartir con su añorado amigo aquel sentir. Necesitaba, con profunda desesperación, olvidar, perderse en la marea del alcohol y divagar días, hasta que la consciencia volviese a atormentarla y, nuevamente, repetir el ciclo de espanto en el que había decidido sumergirse hasta que la muerte se acordase de buscarla.
—No, Blake, no puedo contar con nadie de mi familia… —murmuró avergonzada. Ninguna de las religiosas se había atrevido a relatarle los hechos previos a su llegada, por lo que su cabeza cavilaba las desvergüenzas más grandes. —Con mis hermanos las cosas siguen como siempre y…enviudé, enviudé hace pocos meses —se mordió el labio para contener el llanto. El mentón le tembló y apretó los ojos, se instó a que las lágrimas no cayesen. Apartó el rostro, y al separar los párpados, su visión se concentró en la sábana que la cubría. —Nik murió… Y nuestro hijo, Noah, fue asesinado… —susurró. Era la primera vez que las palabras tomaban forma entre sus labios, y el resultado fue devastador. La realidad se tornó oscura, una vez más. Apartó la mano que sostenía el cura y se abrazó, incapaz de mirarlo a la cara. —Oh Blake, no…no te imaginas por todo lo que he pasado. Sólo deseo morir —se clavó las uñas, no lloraría, no, no lo haría. —Y sé que es un pecado pensar así, pero sólo quiero abandonar ésta vida y volver a abrazar a mi niño. No hay nada para mí en éste mundo, y Dios se empecina en mantenerme aquí —estiró su brazo y estrujó la sábana. —Tuve una buena ocasión, pero apareciste —lo miró de reojo y una sonrisa cansada le pespuntó entre las comisuras.
Francine no tenía motivaciones, nada por lo que vivir. Sí, tenía una misión, pero ni siquiera el deseo de venganza era lo suficientemente fuerte como para convertirse en algo en lo que creer. Era una mujer demasiado débil, sin fe y alcohólica, que había decidido abandonarse a la vida y permitir que ésta terminase de llevársela. De pronto, rememoró algunos fragmentos de los sucesos de noches atrás, y agradeció que Blake hubiese aparecido; sin embargo, hubiera sido un excelente castigo ser violada una y otra vez, y terminar degollada en un callejón. Pero el hecho de que otro hombre que no fuese su amado Nikôlaus se enterrase en su cuerpo, le produjo náuseas, y debió contener las arcadas que le apretaron la boca del estómago y le subieron por la garganta. Bebió del vaso con agua que había siempre en la mesa de luz, y se apoyó en las almohadas, demasiado agotada para mantenerse erguida.
—Me siento derrotada, me siento vacía, estoy sola… Muy sola —dijo más para sí misma que para compartir con su añorado amigo aquel sentir. Necesitaba, con profunda desesperación, olvidar, perderse en la marea del alcohol y divagar días, hasta que la consciencia volviese a atormentarla y, nuevamente, repetir el ciclo de espanto en el que había decidido sumergirse hasta que la muerte se acordase de buscarla.
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Re: The great pretender | Privado
Su táctica funcionó. Gran parte de la historia de Francine le fue revelada, y por su propia voz. Había estado casada, había tenido un hijo, pero ahora nada de eso existía. Estaba sola, desamparada, y ese Dios en el que realmente no creía se la había puesto allí, justo enfrente. Por algo habrá sido. ¿Quién era él para contradecirlo en sus designios? Sin expresar abiertamente sus verdaderas intenciones, se acercó a ella si más, y sin decir una sola palabra la rodeó con sus brazos, ofreciéndole así un supuesto desinteresado y cálido abrazo. Sin embargo, cuando su rostro estuvo fuera del alcance de los ojos de la dolorida muchacha, sonrió maliciosamente. Ella le gustaba. Le gustaba mucho. Y tenía algo a su favor: si su esposo y su hijo estaban muertos, si no tenía a nadie más en el mundo con quien contar, le sería mucho más sencillo envolverla hasta ganarse su confianza. Y, ¿qué haría después de que la obtuviera? Lo de siempre: defraudarla, como solía hacer con todo aquel que se ponía en sus manos.
—Ya, ya, tranquila, todo estará bien —le canturreó al oído a modo de consuelo, mientras con sus manos acariciaba su cabello. Ella sollozó, pero él no se conmovió con su dolor ni por un segundo—. No estás sola, estás aquí, en la casa de Dios. Él nunca va a abandonarte, y yo tampoco lo haré.
—Ya, ya, tranquila, todo estará bien —le canturreó al oído a modo de consuelo, mientras con sus manos acariciaba su cabello. Ella sollozó, pero él no se conmovió con su dolor ni por un segundo—. No estás sola, estás aquí, en la casa de Dios. Él nunca va a abandonarte, y yo tampoco lo haré.
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- Lamento lo corto. Me ganó el maldito tiempo u_u
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