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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Abel Lun Jul 14, 2014 11:52 pm

Is it possible for home to be a person and not a place?

Antes de abandonar aquel lugar para siempre, Abel se giró para contemplarlo otra vez. Inmensas montañas se alzaban ante sus ojos, y justo en medio de la vasta vegetación, un claro, el sitio exacto donde el campamento de su gente se había asentado durante tantos años. En esos momentos, en que ya era mayor y que se encontraba en una situación por demás penosa, fue capaz de darse cuenta de que allí había vivido la mejor etapa de su vida, una que estaba seguro de que no se volvería a repetir. Quizá por eso le costaba tanto abandonar aquel sitio, mismo que miró con devoción, detallando con la mirada cada cosa; memorizando cada piedra, cada hoja. Pensaba que si era capaz de recordarla a la perfección, de observarla vívidamente en su cabeza, cada vez que lo considerara necesario, jamás se sentiría solo y sería como volver, aunque solo se tratara de una fantasía.

Pero, si tanto se negaba a abandonar el que consideraba como su único hogar en el mundo, ¿por qué se empeñaba en abandonarlo? La respuesta era más sencilla que lidiar con los hechos: todos estaban muertos; no había razón para permanecer más allí. De algún modo, Abel no toleraba seguir en ese lugar al que amaba tanto. Le dolía. Los recuerdos no lo dejaban vivir. Por las noches, cuando intentaba conciliar el sueño, veía sombras rodeándolo y escuchaba voces que lo alentaban a irse. Escuchaba la voz de Anusha, su madre, que lo aconsejaba desde el más allá, a seguir su camino, a no quedarse. A esa mujer, que había sido la responsable de la crianza del huérfano abandonado, no le habría gustado ver a su hijo envejecer en completa soledad en medio de la nada; habría deseado su felicidad y, en definitiva, Abel ya no era feliz en ese sitio.

Dándose cuenta de que mientras más tiempo mirara ese lugar, más le costaría marcharse, decidió continuar su camino. Durante el trayecto, no volvió a girarse, mantuvo la vista al frente. Se detuvo en varias ocasiones, pero fue solamente para descansar y refrescarse antes de continuar. El camino era largo y salvaje, pero a él no le atemorizaban los peligros a los que estaba expuesto. En su primitiva vida había aprendido de todo; era un excelente cazador, principalmente, y poseía una gran resistencia a las precariedades. Sabía cómo sobrevivir con lo elemental. Por tanto, no moriría de sed si pasaba varios días sin probar un líquido, tampoco de hambre, porque siempre encontraría algo para ingerir, ya fuesen plantas (porque sabía algo de botánica y conocía bien cuáles eran comestibles y cuáles no) o animales.

Estando en la zona montañosa y boscosa, se sentía como un pez en el agua, porque era su territorio, pero una vez que llegó a las orillas de la ciudad y contempló por segunda vez eso a lo que otros llamaban civilización, pero que en realidad no era más que otra selva, una sensación extraña se instaló en su estómago, algo similar a una náusea, y se debió a que los malos recuerdos no se hicieron esperar. Quizá en el fondo sentía un poco de temor de que la historia se volviera a repetir, de que su suerte no hubiera cambiado desde la última vez que había estado allí y nuevamente quisieran utilizarlo. ¿De qué nuevo crimen podrían acusarlo esta vez? Si continuaba, ¿volverían a achacarle otra muerte? En silencio, se lo preguntó. Pero él ya no era el mismo muchacho ingenuo de hacía diez años atrás; había aprendido sus lecciones muy bien aprendidas, lo que lo llevaría a conducirse con mucho más cuidado.

No sabía a dónde diablos dirigirse, por lo que optó simplemente por dejar que su instinto lo guiara, que lo condujera a donde debía ir.

Las personas que pasaron a su alrededor se sintieron curiosas por su apariencia rebelde. Algunos llegaron a escandalizarse porque no estaban acostumbrados a presenciar a una persona tan sucia y desaliñada, con un hacha atada a la espalda, a plena luz del día y por pleno centro de la ciudad. No obstante, debajo de toda esa mugre, se escondía un hombre apuesto, muy varonil, pero quizá un tanto ingenuo, lo suficiente para no tomar conciencia del efecto que producía en las personas, especialmente, en las del sexo opuesto.

Abel nunca había visto tantas mujeres en un solo lugar. Eso captó su atención. Pero fue una la que logró interesarlo, quizá porque fue la única que no lo miró con desprecio, con grosera insistencia o demostró demasiado interés en él, y eso lo hizo sentir, de algún modo, más cómodo que con el resto. Sin embargo, no se acercó a ella. Tan solo se limitó a seguirla (aunque no supo muy bien la razón que lo orilló a hacerlo), dejando una distancia considerable entre ellos, como si se tratase un perro silencioso y precavido.

Cuando la muchacha llegó a lo que parecía ser su hogar, Abel se quedó frente a la casa, con la expresión tosca ante la titilante luz de la calle, porque se había hecho de noche. Sus inescrutables rasgos estaban tan cerca del odio como del amor; tan cerca de la dicha como del dolor; tan cerca de sentirse realmente interesado o verdaderamente indiferente.


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Mensaje por Anna Brullova Miér Jul 16, 2014 8:52 pm

- "Porque el alma tatúa las ausencias,  que el tiempo no podrá borrar. Solo los ojos de un ser que sufre el mismo tormento, podrá descubrirlas tras una simple mirada". -
A. B.




One Day You Will... by Yiruma on Grooveshark



Como todas las mañanas, despertó, creyendo que se encontraba en San Petersburgo, estiró su cuerpo, sonriendo aun con los ojos cerrados, sus manos abiertas  intentaron tocar las pequeñas borlas que adornaban el dosel de su cama de adolescente. Entonces, extrañada los fue abriendo, ¿porqué no podía tocarlos? nuevamente despertó a la dura realidad. Ya no era la jovencita de dieciocho años, que sus padres halagaban con fiestas y trajes, nadie vendría a despertarla llamándole pequeño ruiseñor, en su lengua natal, ni los ojos azules de su progenitor le darían los buenos días al bajar al comedor.

Un leve suspiro murió en sus labios. Derrotada, volviendo a cargar el peso de la soledad. Era inútil, quejarse o llorar, Anna tenía que hacerse cargo de ella, nadie vendría a salvarla de responsabilidades, tampoco a regañarle por las malas decisiones, ni pelear con ella, intentando cambiar su punto de vista. Ahora elegía, desde lo más nimio, como el traje que usaría, el que diligente su doncella prepararía mientras, disfrutaba de un baño matinal. Hasta las posibles adquisiciones que el prestigioso Museo del Louvre debía hacer  en obras de arte sobre la Cultura Rusa.

Dejó que Adela, la vistiera, como una hermosa muñeca, ésta peinó sus cabellos, calzó sus pies y dió un leve color a sus labios, con una barra de cacao teñida de fresas – Dela, no tanto que pareceré  una poupe – reprendió con cariño – es que está tan pálida, triste... ¿cuando sonreirá, y volverá a comportarse como una joven de su edad? - Anna la contempló entre desanimada y afectuosa, - ¿podría alguien entender mi dolor? ¿existirá sobre la fas de la tierra, en un París individualista y caótico, un ser que entienda lo que es perder todo lo que significó mi mundo? - cerró los ojos y sonrió con amargura – lo intentaré Dela... prometo que lo haré - .

Dejó a su doncella acomodando su cuarto y descendió al comedor a desayunar, como siempre tres bandejas de las mas sabrosas y suculentas especialidades gastronómicas de una ciudad pomposa como la capital de Francia, descansaban en una mesa auxiliar, cubiertas por iguales campanas de plata. A su paso fueron levantadas por un sirviente, vestido de levita.  Anna no se detuvo, llegó hasta donde un juego de porcelana,  mantenía caliente el café, el ambiente se inundaba con su delicioso aroma. Sirvió una taza, con suma delicadeza, teniendo en cuenta los años de enseñanza sobre protocolo, se dedicó a disfrutar su café – podéis retiraros  - dijo en voz suave y melodiosa a sus sirvientes, quienes dejaron la sala. El gran reloj de pié, marcó las siete de la mañana, el sonido inundó el lugar y fue el único compañero de la joven dama. Volvió a suspirar angustiada por la soledad que cada día la ahogaba mas.

La mañana transcurrió con total tranquilidad, el museo era un buen trabajo  y aunque los empleados intentaban hacerle participe de sus charlas, a menudo preferían dejarla de lado. Los rumores de su triste historia habían invadido los pasillos y las salas, y la compasión se colaba por donde fuera. Anna lo notaba, cuando callaban al entrar en una habitación,  al dejar incompleto un comentario. Por eso prefería huir, siempre que le fuera posible y vagar por las anónimas calles de la ciudad. En ellas se perdía hasta que debía volver  a su hogar, donde nuevamente, el dolor y la soledad, acunarían su sueño.

Cuando el reloj de su pechera marcó las tres de la tarde, Anna decidió que saldría mas temprano, - es que debo hacer unas diligencias – se excusó con su superior, que en verdad poco le importaba si Anna se quedaba las horas que debía, bien sabía él que la joven provenía de una cuna de la que no necesitaba ganarse la vida de ésa manera. Anna donaba todo su sueldo a un grupo de mujeres dedicadas a dar de comer a los mas carenciados.

Caminó por una de las calles mas transitadas de Paris, deseaba comprar un obsequio para su amiga Lisa, pero no estaba segura si le gustaría o si lo tomaría como una ofensa. Terminó comprando un pequeño reloj, similar al suyo, con menos aderezos en oro o joyas preciosas, un modelo sencillo,  pero no por eso menos elegante. No porque Lisa no se lo mereciera, sino porque temía herirla de algún modo, aquella amistad era sumamente importante para Anna, sin ella su vida estaría desierta, viviría solo porque no tenía las agallas suficientes para morir.

Cerró la puerta del comerció y miró el pequeño paquete, lo apretó contra su pecho y sus labios esbozaron una tímida sonrisa. Levantó la mirada al escuchar un comentario algo hiriente de unas mujeres que pasaron a su lado – Oh! Por Dios, mira esas fachas, que hace un engendro así en pleno Paris y a estas horas – Anna las contempló intrigada, su cabeza, giró suavemente haciendo el recorrido inverso del camino de las exasperadas mujeres. Entonces lo vio, un hombre, de edad indefinida, con sus ropas gastadas y sucias, sus cabellos algo revueltos y cargando algo a la espalda. Lo contempló, sus ojos recorrieron suavemente el rostro ajeno, deteniéndose en esos ojos, encontrando en ellos el mismo vacío y dolor que existían en los propios, involuntariamente una sonrisa, leve y efímera como la vida de una mariposa, se dejó ver en sus labios. Luego, su mirada dirigió su atención a un grupo de jóvenes que cuchicheaban y se reían de aquel extraño. Los observó con mirada dura, de reproche, cuanto odiaba la estupidez humana. Suspiró antes de dar media vuelta y encaminarse a su residencia.

Hizo girar la llave en el tambor de la cerradura, justo cuando el reloj del comedor anunciaba que eran las seis y media de la tarde, el sol moría lentamente en gamas de naranjas y escarlatas recortando las siluetas de las construcciones. Sus labios saludaron casi en un murmullo y se dirigió a su cuarto. Cambió su atuendo por uno mas cómodo, aunque todavía era verano, algunas noches solía hacer un poco de frio, a lo que Anna daba gracias, pues para ella, ese clima solía beneficiarle – San Petersburgo es tan fresco en esta época del años – se dijo recordando los paisajes que podía contemplar por su ventana. Sin pensar que ya no se encontraba en Rusia se acercó al cristal de su ventanal, su mirada se perdió en una figura que iluminada por la luz mortecina de la calle le llamó la atención. Allí, apoyado en el farol, se encontraba el sujeto que había contemplado a la salida de la joyería. Inclinó su cabeza, su mano acarició el cristal, y  la imagen del extraño. Sonrió al pensar la locura que se le había metido en su cabeza.

Bajó las escaleras de dos en dos, - Sergei... Sergei... - el mayordomo no se hizo esperar – Si mademoiselle, ¿que necesita? - Anna sonrió con una luz en el rostro que desde llegar a Paris no lo hacía – Afuera hay un hombre, en el farol... - dijo con sus ojos iluminados por esa extraña luz – quiero que vayas y le pidas que entre... que preparen la cena... hoy tendré un invitado – dijo corriendo nuevamente escaleras arriba. Nadie podía entender lo que significaba para ella, no cenar sola, no sentir el peso de las ausencias, la joven había descubierto ese dolor en los orbes ajenos y él seguramente había captado esa semejanza. Corrió a vestir un traje común, pero por hoy, solamente por hoy, no vestiría de riguroso luto.


Última edición por Anna Brullova el Sáb Oct 25, 2014 10:29 am, editado 1 vez
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Mensaje por Abel Miér Oct 08, 2014 9:15 pm

Abel se quedó de pie, estudiando la casa que se erigía frente a sus ojos, y no pudo evitar comparar la elegante y sofisticada vivienda con el salvaje lugar en el que había crecido. La diferencia era notoria. Abismal. En las montañas, muy lejos de la civilización, donde había vivido la que consideraba la mejor etapa de su vida durante veinte años, se había mantenido con apenas lo necesario; Abel había dormido en una pequeña guarida hecha con piedras, troncos y algunas pieles de los animales que cazaba y, pese a haberse tratado de un refugio muy reducido en tamaño, gustosamente la había compartido con varios de sus compañeros, a los que él había llamado hermanos. En esa mansión tenían una docena de habitaciones, cuando seguramente la familia que allí habitaba no contaba ni con la mitad de miembros indispensables para ocuparlas todas. Allí, bajo la luz amarillenta de la farola que le iluminaba el rostro, Abel comenzó a formarse su propio criterio sobre los ricos. Pensó que eran seres superficiales y que no le gustaban, porque parecían estar acostumbrados a vivir entre lujos innecesarios, mientras que otros, ya fuera en las montañas o en las propias calles, se morían de hambre y de frío. A nadie parecía importarle la suerte de los demás. El mundo carecía de personas buenas como Anusha, la mujer a la que había llamado madre y que sin haber tenido ninguna obligación para con él, lo había recogido de aquel basurero siendo apenas un recién nacido. En ese instante, se sintió tan ajeno a ese mundo que reconsideró seriamente la idea de regresar a su sitio, al lugar donde pertenecía.

Observó el gran jardín y la pequeña fuente en medio de un césped muy verde y cuidado. Pero, pese a que la intriga por esa casa era mucha, no sintió verdaderas ganas de acercarse a mirar más de cerca. Era desconfiado por naturaleza, como un gato montés que está dispuesto a alzar sus garras si se siente amenazado, y aunque la mujer a la que había seguido, sin saber realmente por qué, poseyera un rostro y figura agradable, no podía ser tan tonto y confiarse de una cara bonita. «El lobo se disfraza de cordero», le había dicho su madre cuando aún vivía. Por eso no se movió, permaneció en el mismo sitio, inmóvil como una enorme gárgola junto al farol. Hasta que la portezuela del jardín se abrió y un hombre lo miró fijamente desde el otro lado de la acera.

Antes de cruzar la calle, el extraño miró hacia ambos lados, corroborando que efectivamente se trataba del hombre que su ama había indicado. Como allí no había ningún otro, el hombre lanzó un suspiro lleno de resignación y avanzó a su encuentro. Lo hizo cautelosamente, porque la apariencia de Abel era tan ambigua que así como podía ser considerado un simple, indefenso y sucio vagabundo, su tosca expresión en el rostro también era capaz de hacerlo parecer un loco asesino que era capaz de romper el cuello de cualquiera en cuestión de segundos. Y era enorme, muy musculoso, duro como una roca; antes de poder sentir pena por él, cualquiera era capaz de sentirse intimidado, temeroso.

El cuerpo de Abel se puso rígido y retrocedió un paso cuando el extraño se le plantó enfrente. No lo hizo por miedo, sólo como precaución. No podía distraerse un segundo porque, anteriormente, un segundo había sido suficiente para ser inculpado de un crimen que él no cometió.

Señor, mi ama, la señorita Anna Brullova, le extiende una cordial invitación —a pesar de su desaprobación por la inesperada y descabellada idea de su patrona, el hombre se esforzó para que su voz sonara amable—. ¿Le gustaría acompañarla a cenar esta noche? Desea ser su anfitriona.

Cuando terminó de hablar, el empleado permaneció a la expectativa, en silencio, con ambas manos entrelazadas detrás de la espalda recta, perfectamente erguida, como si una vara lo estuviera jalando hacia atrás. Abel se sintió confundido. Frunció el entrecejo y entrecerró los ojos para escudriñarlo; el gesto lo hizo parecer amenazador. El extraño pasó saliva y retrocedió un poco.

¿Señor? —Insistió el hombre, pero Abel siguió sin responder—. Por favor, acompáñeme —añadió finalmente, decidido a cumplir el deseo de su ama. Era su deber después de todo.

Llegó a pensar que Abel no entendía una sola de sus palabras, por lo que convencido de que muy probablemente no lograría hacerse entender mediante el habla, optó por las acciones. Le hizo algunas señas con sus manos invitándolo a seguirlo, cruzó la calle, y lo condujo a la casa. Abel permaneció en su sitio, observándolo como si se tratara de un bicho raro muy curioso. De todas las palabras que el hombre había pronunciado, la única que había hecho eco en su mente había sido “cenar”, la cual relacionó inmediatamente con el hambre. Él sabía lo que esa palabra significaba, en sus condiciones, lo sabía mejor que nadie. Inmediatamente, su estómago rugió y las tripas se le pegaron un poco más a las costillas causándole un poco de dolor. Pudo haberse largado en ese instante y dejar al hombre chiflado con su ridícula pantomima pero, siendo consciente de que no iba a aguantar una noche más sin probar bocado, increíblemente, lo siguió.

Anduvo detrás de él con extrema cautela, mirando a todos lados, como si estuviera a punto de entrar a un bosque salvaje lleno de bestias hambrientas. El empleado se detuvo en la entrada de la residencia y haciéndole una seña lo invitó a pasar. Abel dudó un momento y se quedó muy quieto, inmóvil, pero alerta, dispuesto a tomar el arma que llevaba escondida entre sus cosas, por si le era necesario utilizarla. Pero algo inesperado lo tomó desprevenido, y lo desarmó. Desde el interior de la casa, le llegó el aroma del pan que se estaba horneando, y sus tripas chillaron. El hambre le hizo sentir la necesidad imperiosa de entrar a la casa a zancadas y tomar la primera cosa que encontrase para alimentarse. Pero cuando entró y vio el pan sobre una canasta plateada encima de la mesa, no se movió. Se limitó a mirarlo fijamente, como el perro que ve un pollo rostizado desde la calle a través de un cristal, saboreándose. Casi ni se percató de la presencia de la mujer que permanecía de pie junto a la mesa. Todo lo que deseaba era tomar el oloroso pan y largarse de ahí.
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Mensaje por Anna Brullova Sáb Oct 25, 2014 10:28 am

Anna  no podía con esa sensación que la invadía, estaba alegre, ella que no era impulsiva, aunque sí emocional cuando algo la disgustaba, había decidido cometer una pequeña locura. No se arrepentía, pero por un segundo en su cabeza se imaginó lo que diría su padre – ¡Anna! ¡Estás loca! Como se te ocurre meter adentro de la casa a un perfecto extraño… que pasaría si fuera un enviado por quien decidió hacernos daño? -  Era como si pudiera verlo, allí parado junto a ella, con sus manos en la cintura, sus ojos azules clavados en el rostro de su hija. Abrió su ropero, como si en ese mínimo gesto, espantara aquel fantasma. Buscó entre las docenas de vestidos  que poseía uno del que pudiera sentirse cómoda y a la vez que cortara con tanto luto. Pero cuanto más buscaba mas se dio cuenta que toda su ropa era de tonos oscuros, tristes, como sus sentimientos. Los colores que predominaban eran el negros,  el gris, y algunos marrones. Sintió que las fuerzas se le escapaban, deseaba por una noche tan solo pensar que podía llegar a tener una vida normal, como cualquier joven de su edad, como Lisa, como las mujeres que visitaban el Louvre, llevando a sus hijos, o con amigas, hasta con sus prometidos, pero eso, para ella, sería imposible, como podría dejar de temer, como confiar, si cada vez que intentaba dejar de lado los miedos y simplemente vivir, las palabras de su padre resonaban en su cabeza. Tanto como lo vivido en San Petersburgo unos meses atrás.

Sus ojos mostraron de nuevo la tristeza, nada cambiaría, ella era una extranjera en un país que no le pertenecía, huyendo de enemigos que no se quedarían tranquilos hasta que la última de los Brullov muriera. Y allí se encontraba ella, abriendo las puertas de su hogar a un completo extraño, -¿y si es uno de los asesinos a sueldo que mataron a mis padres? – repitió la advertencia hecha por el fantasma de su padre, sus manos acariciaron la muselina de uno de sus vestidos. Bajó la cabeza, apretando la tela, - ¿acaso importa? ¿De que vale seguir viviendo una vida en completa soledad, vagar en un desierto de angustia, naufragando cada día en un océano de miedos… de que vale huir de nuestro destino…? si el mío es morir como mis padres… aunque me escondiera de por vida, nada me asegura que no me encontrarán para terminar su trabajo… así que no dejaré de intentar vivir  – inspiró, secó una lagrima solitaria que corría por su mejilla, al tiempo que descolgaba un vestido  azul oscuro, como las noches de luna, como un rio sereno en las madrugadas de San Petersbugo. Debía prepararse, allí, en su salón un hombre, su invitado, esperaba que la anfitriona lo recibiera.

Dela, apareció, con ojos extremadamente abiertos, - ay mi señorita, es un hombre que da miedo – Anna rio suavemente, - vamos, que no es para tanto – la doncella se persignó, -que los santos nos protejan, parece capaz de matar con la mirada… es como de hielo… - , la joven no dijo nada sobre el comentario de su sirvienta, bien sabía lo exagerada que podía llegar a ser, además, Anna, ya lo había visto, en la calle, al Salir de la joyería, en ese momento no se había sorprendido, ni causado miedo o rechazo, definitivamente, no lo haría ahora. Antes de bajar, se contempló en el espejo, - estas hermosa, mi pequeña – susurró en su oído el recuerdo de su padre, Anna llevó su mano al oído, como si hubiera podido sentir el aliento cálido de Dimitry, la comisura de sus labios se curvaron en una leve sonrisa, cerró los ojos y sus dedos bajaron al pequeño guardapelo  que pendía en su cuello, a modo de gargantilla, a dentro una miniatura del rostro de su padre, la hacía sentir que aun él la cuidaba.

Bajó las escaleras, llegando al salón principal, justo en el momento en que  las puertas se abrieron, dándole el paso, un joven de rasgos ruso, vestido de levita se inclinó a su paso, Anna paseo su mirada por toda la habitación, allí lo encontró, al lado de la mesa, custodiado  a cada lado por su fiel  mayordomo Sergei y la señora Proudon, el ama de llaves. Su mirada recorrí a los presente, -Señor… – dijo con tono dulce, esperando que aquel especial invitado se presentara – bienvenido a mi hogar, gracias por aceptar mi petición – el joven de la levita la siguió hasta la cabecera de la mesa, corriendo  la silla que correspondía al anfitrión, así se pudiera sentar. Pero ella negó con un ligero movimiento de cabeza. Jamás ocuparía el lugar que correspondía a su padre, por eso señaló otro asiento, así además estarían su invitado y ella enfrentados en la mesa, rompiendo un poco, el protocolo tan estricto impuesto para la nobleza rusa. El mayordomo se apresuró a indicar al invitado cuál sería su sitio. Detrás de ellos, y solo visto por Anna,  el rostro del ama de llaves parecía gritar a voz en cuello, que primero le hacía falta un baño de dos horas y un buen barbero, al pordiosero que su desquiciada ama, había hecho entrar. Anna sonrió al darse cuenta de lo expresivas que eran las miradas de la mujer que había contratado. –Por favor, tome asiento – indicó con un movimiento de la mano, a su compañero de cena, se apresuró a tomar un pequeño bollo de pan, al ver que el hombre observaba los panecillos recién horneados, - adelante, sírvase -. Pronto se dio cuenta que era muy callado. En verdad, su mirada  no  parecía dura, sino desconfiada, como si le hubieran hecho mucho daño y tuviera miedo de caer nuevamente en una trampa, aquello le hizo sentirse más identificada, como si pudiera entenderle mejor. Acomodó la servilleta en su regazo, esperó a que el sirviente ofreciera la entrada, una suave ensaladilla rusa,  excelente para una noche como esa que se apreciaba una agradable temperatura primaveral. Tomó con delicadeza las cucharas de plata y sirvió en su plato una mínima porción, - gracias, Iván – susurró, a lo que el joven de cabellos rubios y sonrisa tierna, hizo una leve inclinación, para luego  rodeó la mesa y acercar la bandeja al invitado de su señora.

Anna, tomó el cubierto y dio el primer bocado, para así permitir según el protocolo, que su invitado comenzara a cenar, sonrió al entender que poco le interesaba o sabía, él, de normas de etiqueta. Suspiró, al traga el bocado, le costaba comer, siempre sentía que le estomago se le cerraba, al igual que la garganta, aunque en ese instante aquellas molestias eran mínimas.  Dejó los cubiertos  apoyados en el plato y entrelazando las manos en el regazo, bajo la mesa, lo contemplo comer, -¿le agrada la comida? – Se sintió tonta al preguntarle y quiso cambiar de tema - ¿Qué lo ha traído por París? – intentó mantener la sonrisa, aunque le pareció que no podía decir una frase coherente sin temer molestarlo de alguna manera.
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Mensaje por Abel Jue Nov 06, 2014 12:21 am

Cuando ella por fin habló, rompiendo el incómodo silencio que los abrazó por un momento, él apartó la vista del pan y le dedicó una mirada huraña.

Abel no estaba acostumbrado a tratar con otras personas. Alguna vez lo había hecho, con los gitanos de la pequeña comunidad que lo había visto crecer y pronunciar sus primeras palabras, pero, después de las desagradables y desgraciadas experiencias que había vivido desde el momento en que decidió abandonar las montañas y bajar a la ciudad, tenía más que claro y aprendido que la gente “civilizada” en nada se parecía a sus antiguos compañeros, personas humildes y silvestres, pero con mucho más corazón que cualquiera con quien se hubiera topado en París. La gente de ciudad era cruel y poco se interesaba por el prójimo; iban por ahí, arrogantes y presuntuosos, presumiendo sus riquezas y viendo por encima del hombro a todo aquel que se cruzara por su camino, principalmente a esos que no compartían su gusto desmedido por lo ostentoso.  

Las posibilidades de que esa mujer que tenía enfrente fuera distinta al resto de los ricos, eran muy escasas, casi nulas. Bastaba ver sus elegantes y costosas ropas, pulcras, impecables, que para Abel no eran más que un montón de trapos innecesarios, sobrevalorados; y las joyas que llevaba encima, el collar que pendía de su garganta, los minúsculos pendientes de perla en sus oídos, la peineta en su cabello, objetos de sumo valor que la mujer creía necesitar para recibir a un mugroso, a alguien tan insignificante como él. ¿Acaso ningún rico carecía de vanidad? ¿Debían ser todos tan orgullosos y presumidos? A Abel empezaba a enfermarle que siempre estuvieran alardeando, y le molestaba aún más que algunos de ellos pensaran que los pobres como él necesitaran algo de ellos. Eso mismo pensó de su anfitriona, cuando ésta lo invitó a sentarse y comprendió que la extraña e inesperada invitación que le habían hecho no era más que un acto de caridad que dudaba mucho proviniera de algo distinto a la lástima, un sentimiento que él odiaba.

Tuvo el deseo de darse la vuelta y alejarse de ahí, mientras pudiera, mientras aún le quedara la voluntad suficiente que le permitiese poner su orgullo por encima de la inaguantable hambruna que lo torturaba pero, entonces, algo inesperado ocurrió. Fue la mirada de la extraña. Era diferente a la de todos los demás. No había desprecio en sus ojos, tampoco lástima. ¿Era posible que eso que observaba en ella, fuera nerviosismo? Imposible. Una tontería. No podía ser.

Abel la miró con los ojos entornados, levemente entrecerrados, y una leve expresión desafiante de la que le era difícil desprenderse. Arqueó un poco las rubias y tupidas cejas y, acto seguido, comenzó a andar. No dijo nada, simplemente se limitó a girar la cabeza para mirarla de cerca cuando pasó a su lado, y se sentó en la silla que tenía más cercana. El asiento crujió con sus noventa y un kilos de puro músculo y sus toscas botas mancharon de barro el aseado piso de madera previamente fregado. Poco sabía de modales, por lo que no agradeció a la mujer su invitación. Siguió observándola con una mezcla de extrañeza y recelo, y aunque pareciera que había decidido bajar la guardia temporalmente, se mantuvo alerta, discreto, como un animal que acecha, como si temiera que en cualquier momento ella se arrepintiera de lo que estaba haciendo y decidiera que su compañía era demasiado desagradable como para seguir soportándola. Si eso ocurría, él estaría preparado. No se dejaría engañar por el tono dulce en el que le hablaba, ofreciéndole su comida, interesándose por su vida, algo que ya de por sí resultaba bastante poco creíble, sencillamente insólito.

En la prisión lo habían tratado peor que a un perro. En ese lugar la comida era horrible, pero le habían hecho pasar tanta hambre que, hasta la comida rancia de consistencia chiclosa, y los panes duros enmohecidos con los que lo alimentaron durante años, le habían sabido a gloria. Por si fuera poco, lo habían humillado, obligándolo a suplicar por su porción de insulsa comida. «¿Quieres comer, Abel? Entonces ven y levántalo del piso.» En contra de su voluntad, recordó la detestable e inolvidable voz de Aitor Barnabé, su carcelero, un hombre grande y cruel que había disfrutado con su sufrimiento por simple placer, y que se había ensañado con Abel porque le había parecido muy peculiar la ingenuidad que éste había mostrado en el momento de su llegada a la prisión, misma que se vio corrompida con el tiempo, gracias a las atrocidades y a la brutalidad presenciada en el sitio.

Aunque no se fiaba de la mujer que también yacía sentada a la mesa, y aunque no supiera –todavía- sus verdaderas intenciones, tenía que agradecer internamente que no se burlara de él condicionándole la comida a cambio de hacer cosas repugnantes. Sin apartar la mirada, alargó la mano y tomó rápidamente uno de los panes. Estaba caliente y muy tierno. Abel lo abrió por la mitad y luego lo alzó hasta su rostro, para ofaltearlo con los ojos cerrados, palpando con sus ásperos dedos la textura suave y esponjosa, aspirando su aroma delicioso, como si esa fuera la primera vez que tenía entre sus manos algo tan común y a la vez tan glorioso como lo era un pan recién hecho. Se le hizo agua la boca y no pudo contenerse más, así que se llevó a la boca la primera mitad y la engulló como un desesperado. El resto del pan lo utilizó para comer lo que le habían servido en el plato, el cual no dudó en levantar para sorber por completo el contenido, dejando de lado los estorbosos utensilios que yacían sobre la mesa que para él no eran más que un montón de fierros innecesarios que jamás había necesitado, y que dicho sea de paso, ni sabía utilizar.

Con la comida sintió que le regresaba el alma al cuerpo y recuperó gran parte de las fuerzas perdidas durante los últimos días. El profundo dolor en la boca de su estómago, desapareció, y su rostro, hasta entonces más pálido de lo normal, pareció adquirir un tono más vivo. De pronto, pareció más lleno de vida y, posiblemente, mucho más peligroso.

Cuando hubo saciado su hambre, levantó la vista y observó en silencio su alrededor. Hizo una pausa para meditar, observó a los sirvientes, y sus expresiones le dijeron todo. Pudo sentir que no era bien recibido, que allí nadie lo veía con buenos ojos. Nadie, excepto ella. Pero, ¿por qué? Era hora de descubrirlo. Quizá se debiera a que era demasiado ciega y a diferencia de sus empleados todavía no comprendía la situación. Quizá él debía abrirle los ojos de una buena vez.

He estado en prisión. Durante diez años. Acusado de asesinato. Dijeron que maté a dos hombres. —Pronunció secamente, como el hombre de pocas palabras que era, y así respondió a la pregunta que le había hecho la mujer.

No creyó necesario dar demasiadas explicaciones porque la información era breve pero concisa; suficiente. Y estaba claro que la dura vida a la que se le había sometido durante esos diez años lo habían vuelto un experto a la hora de ocultar sentimientos y emociones, tenía que ser así, porque mientras hablaba, no mostró ninguna expresión en particular; ni dolor, ni vergüenza, y mucho menos miedo. Parecía indiferente, aunque curiosamente permanecía concentrado en ella, como si realmente le importara la reacción que ésta fuera a mostrar después de semejante confesión.
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Mensaje por Anna Brullova Lun Dic 01, 2014 9:05 am

No fue necesario dirigir su mirada a los sirvientes, para saber que las palabras de su invitado, los  había puesto en alerta. Sin quitar la mirada en el rostro de facciones duras de Abel, se dirigió a su Mayordomo, diciéndole que podía retirarse, que si necesitaba algo lo llamaría. Lo conocía muy bien, aunque solo hiciera unos meses que estuviera a su servicio, sabía que jamás la desautorizaría delante de un invitado o extraño, aunque aquello le pudiera parecer una locura. Tras una breve inclinación, acataron la orden y se retiraron,  cerrando suavemente las puertas dobles.

Cuando se encontraron solos, en aquel enorme salón, iluminado con velas que reflejaban el dorado de la decoración en las paredes y techo, además de los caireles que colgaban como diminutas lágrimas de la lámpara central, dando una atmósfera cálida y acogedora a pesar de tanto lujo. Ella le sonrió, - no temo a la muerte, ni me asusta la maldad – lo contempló en silencio, pensando que palabras debía usar para explicarle que no debía pensar que ella lo había invitado por un simple capricho de niña rica.

Suspiro, antes de continuar, - cuando se ha sobrevivido a la verdadera maldad y has enfrentado la mirada de  un asesino, el mismo que destruyó ante tus ojos a toda tu familia, dejas de temer, porque cada día que vives es un regalo pero a la vez un tormento. Nunca olvidaré aquella mirada… fría, despiadada, sin alma…  que  va destruyéndome lentamente, disfrutando de mi sufrimiento… mi terror y mi desolación – intentó no emocionarse, aunque sus ojos se humedecieron no llegó a derramar lágrimas. – No me importa que diga que fue un asesino, ni es para mí un impedimento para ofrecerle mi amistad sincera, el haber estado en la cárcel… porque cuando le vi allí en la calle… apenas unas horas atrás… y contemplé su mirada, nada  me recordó la maldad de un asesino… no… en verdad, cuando escuché como lo juzgaban las  mujeres que pasaron a mi lado… sentí vergüenza de ser parte de  la misma sociedad que ellas – bajó su mirada al plato, que aún mantenía casi intacta su cena. – dicen que en la mirada puedes ver reflejada el alma… cuando miro a sus ojos, encuentro resentimiento, dolor, desconfianza… pero  no existe maldad,  ira o locura. En nada se parece a aquella otra que, en una noche como ésta, desbarató mi vida – su corazón latía con fuerza, le dolía, recordar lo vivido. la lastimaba, pero deseaba que él comprendiera que jamás juzgaría a una persona sin conocerla, pues ella  muchas veces había sido juzgada por sobrevivir a una masacre.

Apretó los puños bajo la mesa, inspiró profunda pero suavemente, hasta conseguir calmarse. Volvió a sonreírle, - Señor, no soy yo quien hace un favor estando usted a mi mesa… es su presencia, su decisión quien me ha dado la alegría de vivir una  velada como hacía meses no viví… desde que he llegado a Paris, la soledad me ronda… si, lo sé, de seguro dirá que ellos me hacen compañía… - dijo, refiriéndose a los más de diez sirvientes que la cuidaban - pero… cuando la noche cae, cuando parten a sus hogares, a disfrutar de sus seres queridos… la soledad me ahoga… y… daría todo lo que tengo por vivir una sola noche más con mi familia… aunque sé que es imposible… - las lágrimas cayeron por su mejillas, aunque rápidamente se limpió el rostro con las manos, dejando todo el protocolo de lado, se encogió de hombros como una chiquilla, la que en verdad era, porque solo tenía 18 años.

Se levantó de su asiento y rodeó la mesa, hasta sentarse al lado de Abel. Giró su cuerpo y lo contempló nuevamente, - ¿qué tal si volvemos a presentarnos? – Extendió su mano – soy Anna, gracias por  tu compañía, por hacer mi día más llevadero – le sonrió, mirándole a los ojos, esperando que él le permitiera conocerlo un poco más.
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Mensaje por Abel Mar Feb 10, 2015 12:19 am

Pero, aunque los años que había pasado encerrado en una cárcel lo hubieran entrenado bien a la hora de ocultar sus emociones y sentimientos, había ocasiones en las que, como humano que seguía siendo, la táctica le fallaba. Tal vez por eso cuando ella le contó la triste historia de su vida y aseguró no importarle que él fuera un ex presidiario, no fue capaz de ocultar por completo la sorpresa que esto le provocó. Fue… francamente inesperado. Se preguntó si el dolor ocasionado a partir de la pérdida de sus seres queridos había terminado por enloquecerla, porque fue la única razón posible que encontró para justificar su comportamiento tan irracional. ¿Qué clase de persona le abría las puertas de su casa a un extraño, que además de todo confesaba haber sido arrestado por la supuesta muerte de dos personas? Nadie en su sano juicio. Ni en un millón de años. Por supuesto, él nunca había asegurado ser culpable de los cargos que se le imputaron en su momento, pero tampoco había dicho lo contrario. Y ella, en lugar de prevenirse y tomar distancia, se le acercaba más. Sacaba tontas conclusiones basadas en corazonadas. Qué ingenua.

Abel se quedó de piedra cuando ella se puso se pie y tomó asiento a su lado. Eso, no lo esperó. Desde su llegada a la ciudad lo habían tratado peor que a un perro sarnoso, lo habían discriminado, visto con repugnancia, en cambio ella le sonreía, le agradecía por su presencia y le ofrecía su mano, la cual no pudo más que observar, allí, extendida y a la espera de estrechar la suya, y él sin saber qué hacer. Se mantuvo en silencio un momento, sopesando entre las posibilidades que tenía, y ninguna logró convencerlo del todo. Todo lo que sabía era que no quería tocarla. Ella no le producía ningún tipo de rechazo, pero de algún modo sentía que debía protegerse, evitar el contacto físico con cualquier persona y así evitar crear posibles lazos afectivos que solo lograrían complicar más su vida.

Él estaba decidido a regresar a las montañas, así que no deseaba que nada lo detuviese o que lo hiciera dudar. Sabía que allí estaría solo, que envejecería mucho más pronto, y que probablemente nadie lo enterraría cuando la muerte llegara, pero, aunque esa idea fuera desoladora, le era mucho más atractiva que quedarse en un lugar en el que sentía que no pertenecía, y en el que probablemente no encajaría jamás.

Abel. Así me llamo. Ese es mi nombre. —Pronunció secamente sin llegar a estrechar la mano de su anfitriona—. Tengo que irme.

Dicho esto, alargó su mano para tomar un par de panes, los cuales guardó entre sus ropas para cuando el hambre regresara, y se alejó sin decir más. Cuando llegó a la puerta que lo conduciría al exterior del comedor, se detuvo en seco. Sintió la imperiosa necesidad de volverse y mirar el rostro de Anna, agradecerle por la comida y por sus palabras, por creer en él y en su inocencia, como nadie más había hecho, pero fue incapaz. Una fuerza superior a él se lo impidió. Así que se quedó allí de pie, dándole la espalda. Aunque jamás hubiera recibido una educación decente, su madre le había enseñado lo básico, y entre esas cosas estaba el decir gracias y por favor. En el fondo sabía que estaba siendo un desagradecido, que estaba haciendo que pagaran justos por pecadores, pero, aunque lo intentara, las palabras se quedaban atoradas en su garganta, negándose a salir. Cuánto daño le habían hecho…

Tiene razón. Dijeron que maté a dos hombres… pero no lo hice. —Confesó al fin.

El corazón le latía con fuerza después de hablar. Tal vez en el fondo deseaba que ella le pidiera que se quedara, que lo hiciera desistir de marcharse a las montañas. Después de todo, si tan sola estaba como él, ¿por qué no hacerse un poco de compañía? Ella había dicho que le había gustado la suya, y él, a pesar de no demostrarlo y haberse sentido extraño, tampoco le había disgustado terriblemente la suya. Pero, por supuesto, eso él jamás lo admitiría.
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Mensaje por Anna Brullova Jue Feb 12, 2015 8:11 pm

Su mano quedó extendida, sus labios entreabiertos, la sorpresa  mezclada con una profunda  tristeza, se fundieron en su mirada. Contempló, el rostro de Abel, e intentó sonreírle, pero aquella sonrisa fue  convirtiéndose  en una mueca, que pareció  un puchero de niña  a punto de echarse  a llorar,  más que un intento de quitar importancia a ese gesto osco y duro el cual, estaba segura, no se merecía.

Bajó la mirada a su mano,  se refugió junto a la otra cubriéndola, en su regazo, como si intentara consolarse, - Disculpe, no quise ofenderle – se excusó, aunque en su mente la frase era otra - tonta,  no eres más que una estúpida, e ingenua,  crees que todos reaccionaran como tú, mira lo que  has conseguido… – suspiró con tristeza,  intentando  en vano, quitar de su mejilla  una lágrima que furtiva, descendían por su piel de alabastro. Había girado su rostro, ocultando su tristeza, pero el sonido de la silla al ser movida, provocó que su mirada buscara los ojos del hombre, - ¿se va? – Susurró, - lo lamento en verdad, lamento haberle ofendido -  dijo mientras se levantaba para acompañarle.

Su tristeza radicaba en que por su torpeza, había conseguido que Abel decidiera partir. No porque, nadie hablaría con ella, o dejaría de disfrutar de aquella compañía. Su verdadera preocupación, radicaba en  pensar adonde podría terminar, ese hombre, no parecía que tuviera un florín para pagar  algún  alojamiento,- ¿A dónde iras? ¿Dónde te refugiaras?-, esa era su pregunta, su angustia, aquella  que se negaba a salir de su boca, pero que sus orbes gritaban, -  por favor, Abel… no te vayas – hubiera gritado, ¿pero, quien era ella para retenerle contra su voluntad?

Parada al costado de la mesa, por un segundo no supo que hacer, hasta que se inclinó sobre la mesa, de la misma forma como él lo había hecho, antes de caminar hacia la puerta. Annushka, como era su verdadero nombre, tomó una servilleta en la que colocó panes y varias confituras que habrían sido el postre. Se apresuró a seguirlo, en silencio, con la mirada en el suelo. Hasta que casi chocó con él, cuando se detuvo en seco. Sus ojos se encontraron, los suyo cargados, aun,  de tristeza. La sonrisa le inundó la mirada cuando Abel le confesó que  no había hecho daño, que no era responsable del crimen que había tenido que pagar.  - En ningún momento creí lo contrario-  logró expresar, apretando entre sus manos y su pecho, el pequeño envoltorio.

Sus ojos no dejaban de contemplar el rostro de Abel, debía hacer algo si deseaba que él se quedara, su boca se abrió para pedirle que se quedara, - ¿pero con qué escusa?,  es un hombre de carácter, podría no aceptar la propuesta  – caviló, mordiendo su labio inferior instintivamente, en un gesto de duda y temor, inspiró antes de volver a intentar hablar, - Abel… por favor… quédate – apenas habían salido aquellas pocas palabras de su boca, cuando un relámpago que iluminó la sala, casi como de día, seguido por un trueno que  heló la sangre, de Anna, la hicieron gritar, odiaba las tormentas, desde  muy pequeña.

Instintivamente había buscado refugio y no tuvo mejor lugar que elegir que aferrarse al torso de Abel, hundiendo su rostro en el ropaje polvoriento. Temblaba como un pequeño animalillo, con sus ojos cerrados, sus manos estrujando la tela del abrigo. Con sus mejillas  sonrosadas, y sus mirada suplicante tartamudeo al decirle, - por favor, no puedes irte, está cayendo el cielo allá afuera… y… es muy peligroso… podrías herirte… quédate… al menos… hasta que deje de llover en la mañana… ¿sí? – se fue desprendiendo de él con lentitud. Por un lado temía bajar la mirada y que él decidiera irse igualmente, sin escuchar razones. Aunque también, temía mantener el contacto, - ¿que podrá estar pensando de mí? –.

Al final, con un suspiro se apartó, bajando la mirada al suelo, - ¡o no! – se lamentó – he tirado los panes…  como he sido tan torpe…  el alimento jamás debe desperdiciarse…  existen tantos niños que no tiene que llevarse a la boca – susurró, mientras, se acuclillaba ante Abel y utilizaba su falda para recoger los panes, levantando la tela y dejando ver las enaguas bordadas, - mi madre decía que el pan representa el rostro y cuerpo de nuestro Señor, por eso no se debe tirar, porque es una bendición que llega a la mesa – Concluyó sonriendo, contenta por  haberlo levantado y  protegerlo entre sus faldas.
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Mensaje por Abel Miér Mar 11, 2015 1:05 am

Abel se había vuelto duro en cuanto a su forma de ser, y en la manera de expresarse, pero no podía negarse que los sentimientos, aunque los escondiera bien, no lo habían abandonado. Se estremeció cuando la joven corrió a abrazarlo, aferrándose a él como a un gran tronco que bajo su sombra la protegería de cualquier peligro. Pero, ¿por qué había hecho eso? ¿Qué le hacía pensar que él, que era un completo extraño, podía representar una especie de escudo contra el mundo? ¿Se debía a su gran tamaño y evidente musculatura? Tal vez ella, viéndose tan diminuta a su lado, pensaba que el gigante Abel podía aplastar a cualquiera que quisiera dañarla, o incluso parar uno de esos rayos que tanto parecían atemorizarla, con la sola palma de su mano.

Él se quedó inmóvil ante la situación tan inusual. La sintió temblando junto a su pecho, con el rostro hundido entre sus sucias y roídas ropas, acurrucándose como una niña indefensa. Sus delgados brazos apenas alcanzaban a rodear la mitad del fornido cuerpo del hombre. Abel no se atrevió a mirarla. Sus brazos no se movieron, permanecieron a ambos lados de su cuerpo, incapaces de levantarse para rodearla y proveerle un poco de consuelo. No obstante, tampoco se atrevió a alejarla. Dejó que siguiera así, todo el tiempo que le fue necesario, hasta que ella misma decidió alejarse.

Abel no lo comprendió. Para él todo aquello no tenía sentido, pero, de algún modo, su sencillez, la poca importancia que le dio a lo material, y su humildad, sobre todo la que mostró cuando se acuclilló frente a él para recoger el pan esparcido por el piso, lograron conmoverlo. Se dio cuenta de que allí, escondido dentro de su pecho, todavía latía un corazón que era capaz de sentir algo más que desconfianza por las personas, y rabia por las injusticias. La contempló verdaderamente intrigado, mientras ella terminaba de recolectar el pan, y frunció el ceño cuando mencionó lo que su madre le había dicho. No lo entendió. Estuvo a punto de cuestionárselo, pero otro relámpago surcó el ennegrecido cielo, seguido rápidamente por un trueno que retumbo justo encima de ellos. Notó cómo ella daba un respingo, asustada.

Sin decir una sola palabra, Abel movió sus pies y se acercó hasta la ventana más cercana. Le bastó apartar la cortina y echar un breve vistazo al exterior para darse cuenta de que Annushka tenía razón, una tormenta se avecinaba. El olor a tierra mojada resultaba embriagador, sin embargo, si se iba en ese instante, no llegaría muy lejos, peor aún, terminaría durmiendo en la calle, completamente empapado y pasando frío. La idea no lograba intimidarlo ni siquiera un poco, estaba acostumbrado a lidiar con toda clase de incidentes, se había visto en peores situaciones, pero, ¿era realmente necesario pasar por eso, sobre todo cuando podía evitarlo? Giró su rostro para mirarla, los ojos de Anna parecían rogárselo.

¿Dónde debo dormir? —dijo de pronto con absoluta normalidad, como si jamás la hubiera tenido temblando abrazada a él. Y, con esa simple pregunta, le otorgó la victoria.

Abel esperó que ella le indicara que podía pasar la noche en algún granero o una bodega, sus expectativas no eran para nada altas, pero se sorprendió —como pocas veces en su vida— cuando ella misma lo condujo al segundo piso y le otorgó una de las habitaciones de huéspedes. Permaneció bajo el umbral de la puerta por un largo rato, mudo, completamente pasmado. Incapaz de avanzar un paso para adentrarse al dormitorio, alargó el cuello y miró en todas direcciones. Sus ojos encontraron toda clase de objetos que eran completamente desconocidos para él, pero, sin duda, lo que más llamó su atención fue el enorme mueble que ocupaba la mayor parte de la habitación: la cama. Nunca antes había visto una igual. Conocía los catres porque, durante un tiempo, en la prisión había dormido en uno de ellos, aunque luego lo habían obligado a dormir en el piso. Pero aquella cama en nada se parecía a aquel destartalado catre, se veía tan suave, tan cálida. Se preguntó si se sentiría igual de reconfortante como se veía a simple vista.

Finalmente, se animó a dar un par de pasos, y cruzó el umbral. Se paró frente a un bonito artefacto hecho de madera de caoba oscura que le devolvía su reflejo. Era la primera vez que se contemplaba tan abiertamente. ¿Así que ese era él? Frunció el ceño intentando reconocerse debajo de toda la mugre que llevaba encima. Para el resto de los humanos era un simple espejo, pero para él parecía tener magia. Se aproximó a él y con la yema de sus ásperos dedos tocó la superficie fría y lisa; fue toda una experiencia.

¿Aquí es donde duermes? —preguntó de pronto, tuteándola, porque nadie le había enseñado que no era correcto, y pensando, quizá ingenuamente, que esa habitación podía ser la de Annushka y que ella solamente quería mostrársela antes de llevarlo al verdadero sitio donde él dormiría.
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Mensaje por Anna Brullova Dom Mar 22, 2015 1:25 pm

El trueno retumbó nuevamente en aquella habitación y Anna, aferró con más fuerzas,  los panes que mantenía envueltos en la falda de su vestido, Cerró los ojos y mordió sus labios. Las tormentas le causaban terror. Aun recordaba el origen de aquel miedo, fue en un viaje desde la mansión de verano de su padre, cuando volvían a San Petersburgo. Se había desatado  una tormenta gigantesca,  los truenos se escuchaban como si fuesen monstruos golpeando el camino. Entonces, un enorme árbol fue alcanzado por un rayo, derribándolo y aplastando a varios de los caballos que llevaban el coche. La familia que iba adentro del vehículo fue expulsada de sus asientos a la parte delantera del  carruaje,  Salieron del carruaje, con ayuda,  lastimados y asustados.  El choque había sido tan espeluznante que la pequeña Anna de solo cinco años, jamás pudo olvidar aquella sensación de terror. ni los débiles relinchos de  los caballos que agonizaban. Tampoco los disparo de su padre a las cabezas de los animales, como una forma misericordiosa de terminar con el sufrimiento.

Recordar aquello, a la joven rusa,  le revolvía el estómago, siempre había cuestionado a su padre haber rematado a esos pobres animales, porque para ella eso era una atrocidad. Según  él,  jamás entendería por su carácter romántico y lastimero. Ese que sentía por todos los seres vivos, - jamás podrás  comprender que existen  momentos en la vida, que no tienes otra opción mas que la frialdad -, él como militar lo sabía muy bien, pero Anna era una joven idealista,  que jamás comprendería que el hambre, la miseria, podían llevar a los hombres a matar, a odiar, a destruir todo lo que les rodeara. Claro,  al final comprendió que la maldad existía, pero tuvo que vivirla para entender a su padre, y ya no tenía forma de poder decirle que ahora si comprendía su punto de vista. Pero a pesar de todo lo vivido, al contemplar a ese hombre, que observaba por la ventana la tormenta, no pudo más que sonreír, y seguir esperanzada con la posibilidad de que el  ser humano, pudiese surgir de sus cenizas,  y mirar al futuro con ojos nuevos cada día, - como él – caviló, estaba segura que Abel sería de esas personas que jamás dejarían que la adversidad los destruya. Por un momento sintió envidia, porque desearía ser como él,  y no tener miedo al futuro, enfrentar la adversidad, la soledad, con la valentía de Abel. No dijo ni una sola palabra, solo asintió, cuando él decidió quedarse.

Dio media vuelta y se acercó a la mesa para dejar nuevamente los panes, si mañana Abel decidía irse, haría que Clarisa, preparara varias hogazas de pan y jalea de frutos rojos,  algo de esas carnes curadas, que podían conservarse y duraban más tiempo. Todo aquello para que él llevara en su alforja y pudiera seguir su camino.

Subió las escaleras, seguida de cerca por Abel, llegaron al amplio pasillo iluminado por candelabros amurados a la pared. Abrió la primera puerta, correspondía a uno de los cuartos de invitados, entró en silencio y con una cerilla encendió todas las velas que allí había. El dormitorio se iluminó de un agradable tono dorado. Lo observó titubear, hasta que al final entró en la alcoba. Sonrió viéndole contemplarse en el espejo. Se sonrojo al pensar que las facciones del rostro de Abel eran bellas y muy masculinas. Su mirada huyó a otro sector de la habitación, esperando que él no la hubiera  visto ponerse roja.

Cuando él le preguntó dónde dormiría, ella se sorprendió, - pues, ¡aquí!, éste es tu cuarto, por el tiempo que desees quedarte en mi hogar –, sonrió, lo había tuteado, para que él no sintiera que estaba mal hacerlo, jamás había seguido los protocolos y bien había dado ejemplo de ello, al haberle invitado a cenar, sin siquiera conocer su nombre. Su mano Derecha, se deslizó por un trozo de tela, que terminaba en una decorativa borla, dicho artilugio se encontraba al lado del lecho, tiró de éste, - si deseas, cualquier cosa, jalas del  llamador y  enseguida vendrá  Iván a preguntar que necesitas -.  

Caminó hasta una puerta contigua al gran lecho y abrió, llevaba en la mano un candil que dejó sobre una repisa, para que la habitación se iluminara. En ella había una bañera de porcelana y madera de caoba, espaciosa. En una de las paredes  decoraba y daba luz diurna, un vitreaux que mostraban unas sirenas contemplando el atardecer, momento del día cuando aquel  lugar obtenía una atmosfera mágica y daba gusto tomar un baño allí. Completaba el lugar un pequeño ropero con toallas, saltos de cama, sabanas, pantuflas, perfumes, navajas para afeitarse y todo lo que los invitados necesitaban, - puedes tomar  lo que desees -   buscó el rostro de Abel, que la había seguido, cauteloso hasta aquel lugar. Se sonrojo, jamás había estado a solas, en aquel cuarto con un hombre, bajó la mirada, sonrió nerviosa, - pues, si quieres que te ayude en algo – se mordió los labios, levantó la mirada apresurada, buscando la ajena, sintió el calor subiendo por su pecho, su cuello, sus mejillas, hasta la punta de sus orejas, - buuu..eenno… ujmm… lo… lo que quiero decir es… en ayudarte… con… las cosas… del … baño… - casi se atraganta al darse cuenta lo que había dicho, - no… no es eso lo que quise decir… es que… es… - deseaba salir huyendo de allí, se sentía una tonta. Intentó llegar a la puerta que comunicaba con el dormitorio, pero el cuerpo de Abel, acaparaba casi todo el espacio, solo si él se movía, podría salir.


Última edición por Annushka Brullova el Dom Jun 14, 2015 6:56 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Abel Dom Mayo 31, 2015 8:12 pm

Ella no se parecía en nada a las mujeres con las que Abel había convivido gran parte de su vida; salvajes, fuertes, de piel curtida y piel tostada por el sol, muy similares a los varones en muchos aspectos. A Annushka, en cambio, se le veía frágil, y la palidez que presentaba, para alguien como Abel, que toda su vida había vivido expuesto a los peligros de la naturaleza, era sinónimo de debilidad. ¿Cómo podría defenderse de los peligros que tenía la vida si no era capaz de hacer algo tan sencillo como era salir al mundo? Imaginaba que su falta de color se debía a que vivía recluida en esa enorme casa, a puertas cerradas, todo el tiempo. ¿Así serían todas las mujeres de la ciudad? No pudo evitar preguntárselo y sentir curiosidad. Pero después de todo, ¿qué sabía él del sexo femenino? Nada, salvo que la mayoría de las veces eran complicadas, y muy cambiantes. Nunca había sentido un especial interés en ellas, al menos no hasta que alcanzaban la edad suficiente, sus cuerpos se moldeaban y se convertían en mujeres, lo que significaba que estaban listas para que un hombre hundiera su cuerpo en ellas. Abel había tenido algunas experiencias, pero tampoco era un tema del que podía presumir que sabía mucho. Cuando un hombre ha vivido toda su vida en las montañas, lejos de toda civilización, de manera salvaje y precaria, todo lo que aprende a través de los años obtiene un significado un poco más… primitivo.

Tal vez por eso no entendió a qué se debía el repentino color rosáceo con el que se tiñeron las mejillas de Annushka. Las mujeres con las que había convivido no conocían cosas como la vergüenza o el pudor, como los animalitos se guiaban más por sus instintos y no tenían el menor reparo en satisfacer sus necesidades, cualquiera que estas fueran. Abel era igual. De no ser así se habría hecho a un lado para liberar a su anfitriona de tan penosa escena y en su lugar no habría comenzado a despojarse de la desgastada y sucia camisa que le cubría el cuerpo para tomar la ducha que ella le ofrecía. Pronto su torso quedó al descubierto, pero él apenas y prestó atención a la cara de susto que Annushka puso cuando se encontró en el cuarto de baño, ya no solo con un hombre, que ya de por si era algo escandaloso, sino con uno semidesnudo. Miró por encima de su hombro y se preguntó si cabría en la tina que de pronto parecía muy pequeña y él demasiado grande.

No entiendo cómo pueden bañarse en un lugar tan reducido —expuso mientras recordaba sus refrescantes baños al aire libre, en un pequeño riachuelo que cruzaba entre las montañas, donde además de aprovechar el lugar para nadar y lavar sus prendas cada cierto tiempo, también lograban atrapaban algunos peces que les servían como alimento—. ¿Dónde está el agua? —quiso saber al notar que la tina, en la que se suponía que se ducharía (aunque aún no sabía bien cómo y tendría que averiguarlo), estaba completamente seca—. Y ¿qué es esta cosa? ¿Para qué sirve? —preguntó al descubrir una pequeña y extraña barra de color rosado, muy sólida pero al mismo tiempo de consistencia cremosa, la cual sostuvo entre sus manos y alzó para observar más de cerca, para luego olisquearla como si se tratara de un perro en busca de una pista. No era más que un insignificante jabón en forma de pastilla, pero él lo encontró muy curioso.

Ella le explicó qué era y para qué servía, y él no dudó en fruncir el ceño en señal de extrañeza. Desde luego, en las montañas no contaban con ningún artículo de limpieza, todo lo que hacían era entrar al agua y restregar su cuerpo con las mismas prendas de las que se despojaban. Por eso todos, todos esos años, habían permanecido malolientes y percudidos, y Abel no era la excepción. No obstante, mientras ella le explicaba el procedimiento de un “baño de ciudad” para que entendiera y pudiera asearse debidamente, Abel se distrajo con sus pensamientos.

¿A qué señor te referías anteriormente? —Preguntó recordando su extraña conversación en el comedor—. Cuando dijiste que tu madre decía que el pan representa su rostro y cuerpo —desde luego, ella se refería a Jesús, el todopoderoso, pero él no tenía idea.

Sin duda, durante su convivencia, fuera ésta larga o corta, ella descubriría que él no tenía idea de muchas cosas.
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Mensaje por Anna Brullova Dom Jun 14, 2015 8:03 pm

Anna, sintió que se convertiría en cenizas, ¿Cómo podía ser que un caballero se desnudara delante de una dama? Pero claro, aunque ella considerara a su invitado un igual, a éste caballero le faltaban bastantes clases de urbanidad y protocolo. Sonrió con vergüenza y timidez al dejarle paso y así  ver como Abel investigaba todo lo que allí había. Cuando él indicó que la bañera estaba seca, Anna volvió a sonreír y jaló una cuerda como la que hubiera en la habitación, ésta conectaba a una pequeña campanilla que avisaba a la servidumbre que el cuarto de baño sería ocupado y que debían proveer de agua caliente a la bañera.

Mientras uno de los valet de cámara, se encargaba de traer el agua del baño, ella explicó  todo lo que creyó que debería saber, su invitado, de la forma de bañarse en la tina, - pues eso, cuando ya te hayas lavado la cabeza y… todo lo que… debas bañarte – dijo, aflautando la voz por los nervios – pues te secas y te pones el  pijama y el salto de cama… aunque si lo deseas… Iván puede vestirte – lo dijo como algo natural, a ella muchas veces la vestían sus doncellas, claro era cierto que los trajes de las mujeres de alta sociedad, tenían incontables partes y era casi necesario tener ayuda a la hora de atar los corsé, poner las enaguas, y toda aquella cursilería que no le gustaba para nada, pero que era necesario si quería estar acorde al protocolo.

No había terminado de explicarle, cuando Abel, le preguntó que había querido decir con eso de que los panes representaban el rostro del Señor. Anna lo observó primero sorprendida, luego sonrió dulcemente, - ¡ah! Eso…  es que desde que era muy pequeña, mi padre me contaba que cuando él era un infante, su nana les reprendían cuando en la mesa, se tiraban trocitos de pan entre los hermanos, afirmando que, el pan, es la forma que nos muestra Dios que cuida de nosotros. aunque también, podríamos decir que de alguna forma representa el cuerpo de Jesucristo,  como se lee en la biblia, cuando en la última cena… antes que a  Nuestro Señor, lo crucificaran, él dijo a sus discípulos… tomad comed… este es mi cuerpo que por vos he de entregar –  enmudeció palideciendo inmediatamente, se estaba delatando, las mujeres no debían leer - y menos la biblia, sin la mirada atenta del confesor - , porque como decía la sociedad y la religión, ellas tenían mentes débiles y muy imaginativas. Bajó la mirada, - eso... que no se debe desperdiciar el alimento – suspiró, siempre se enredaba en  explicaciones que terminaban siendo más complicadas que lo primero que había querido decir.

En ese momento, el valet y una doncella aparecieron en el umbral del cuarto de baño, acarreaban el agua para el baño. Iván frunció el entrecejo, reprendiendo al caballero que se encontraba semi desnudo delante de su señorita y también la mirada inquisidora fue para ella, quien terminó huyendo hacia la habitación, esperando que los sirvientes salieran. La primera en salir fue la doncella, quien se rio sin pudor al verle  colorada, - Margarita, no te burles de mi – le reprendió – ay señorita, es que usted se mete en cada berenjenal – le replicó la jovencita que enmudeció, en cuanto escuchó la voz del valet  que salía del baño, donde había quedado  Abel bañándose, – ¡Margareth!  – Dijo acalorado por la contestación de su compañera a su ama – disculpe, es que aún no sabe cómo comportarse en el servicio de una mansión como ésta, mi señora – dijo bajando la mirada.  Anna, sonrió y movió una mano suavemente, dando a entender que era algo sin importancia, - no es otra cosa que la verdad – dijo sonriendo – Iván, por favor, mira que todo esté bien, que… a nuestro invitado,  no le falte nada – dijo, intentando no perder de vista la puerta cerrada que daba al cuarto de baño.

Un rato después, se encontraba en su recamara, pero no podía descansar, a cada momento se levantaba cubierta por una bata y se dirigía a la puerta de su cuarto, de allí agudizaba su oído para saber si, Abel dormía, - ¿estará cómodo? – se dijo. Como si eso hubiera sido suficiente excusa para hacer lo que deseaba, se arrebujó en su salto de cama y abrió la puerta, caminó por el pasillo obscuro y se paró en la puerta cerrada de la habitación de huéspedes. Tragó saliva y puso su mano en el picaporte, le había parecido ver luz por debajo de la puerta y decidió preguntarle si se encontraba bien, a lo que hizo girar el picaporte y el pestillo cedió.
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Mensaje por Abel Lun Jul 06, 2015 2:06 am

¿Jesucristo? ¿Crucifixión? Abel no fue capaz de entenderlo. Frunció el ceño, confundido, ante la explicación que Annushka intentaba darle. Para él era como si le estuvieran hablando en otro idioma que no lograba descifrar. Y nadie podía culparlo por ello, después de todo había crecido lejos de toda civilización, sin más creencias que las de los gitanos de los que se había rodeado, mismas que no estaban basadas en el catolicismo. Ellos no creían en Dios y por tanto no se lo habían inculcado. Así pues, Abel había crecido ignorante, pero también libre, sin nadie a quien rendir cuentas. Su vida era mucho más simple sin el latente miedo al día del juicio, por tanto podía hacer y deshacer, sin prejuicios religiosos. ¡Ni siquiera había sido bautizado! Abel era tan solo el nombre que había elegido para él la gitana que lo había adoptado. ¿Qué pensaría Annushka de ello? Probablemente le escandalizaría enterarse de que un hombre como él, de treinta y tres años de edad, había vivido todo ese tiempo en el pecado, como un animal. No obstante, era curioso por naturaleza, y estuvo a punto de seguir cuestionando con la intención de indagar más en el tema, pero en ese instante entraron dos sirvientes. Abel se hizo a un lado y observó cómo preparaban el baño para él. Le ofrecieron ayuda para asearse debidamente, pero él se negó argumentando que podía hacerlo perfectamente solo.

Cuando al fin estuvo solo, terminó de desvestirse, dejó a un lado sus harapos malolientes, y se metió en la bañera. El agua estaba caliente y humeaba. El vapor formaba una suave niebla en el cuarto de baño que lo transportó a un mundo privado e íntimo. Abel se dejó conquistar y, reclinando la cabeza sobre la bañera, se sumergió por completo, soltando un profundo suspiro que no podía ser de otra cosa más que de satisfacción y de alivio. Varios minutos después, volvió a emerger, se pasó las manos por la cabeza, y se apartó el cabello del rostro. Volvió a recostarse y cerró los ojos, dejando que la tibieza del agua le relajara los músculos. Era como recibir pequeños dardos calientes que le masajeaban el cuerpo. Hacía mucho tiempo que no había tenido la oportunidad de darse un baño así de prolongado. En la prisión a lo más que se podía aspirar era a recibir un cubetazo de agua helada cada cierto tiempo. Eso si bien les iba. Los carceleros eran tan crueles que en ocasiones castigaban a los reos dejándolos acumular mugre, anidando piojos, lo que a la larga les causaban erupciones en la piel, urticarias, infecciones, incluso enfermedades más graves. Cuando abrió los ojos, comenzó a fregarse el cuerpo con las manos y vio cómo el color cristalino del agua se volvía poco a poco oscuro.

Cuando terminó, el agua ya estaba fría. Abel ignoró la toalla y la ropa que limpia que le habían dejado para que utilizara y volvió a vestirse con la suya. Salió del cuarto de baño y merodeó un rato por la habitación. Abrió el armario y tiró de un par de cajones, pero cuando le pareció escuchar un ruido proveniente del pasillo, fue directamente hasta la puerta y la abrió bruscamente, al mismo tiempo que la persona al otro lado, provocando que ésta se tambaleara y perdiera el equilibrio, cayendo de espaldas a causa del sobresalto.

¡Pero qué demonios! —exclamó sorprendido al verla tirada en el piso.

Annushka tenía una pierna sobre la otra, y gracias a que las enaguas se le habían alzado hasta poco más arriba las rodillas, él pudo darse cuenta de que se había golpeado con el borde del marco de la puerta, haciéndose una herida en la rótula. Rápidamente se acercó a ella y, flexionando su cuerpo, la acomodó entre sus brazos, junto a su pecho, transportándola hasta el interior de la habitación. Sus hombros eran tan anchos que le impedían a Annushka ver lo que había detrás de él, o hacía dónde la llevaba, y es probable que se haya quedado de piedra cuando él terminó colocándola sobre la cama.

Déjame ver eso —pidió sin darle realmente la oportunidad de ser ella misma quien le mostrara la herida.

Como si se tratara de dos personas que se conocían de toda la vida, se tomó el atrevimiento de alzar las enaguas y examinar el área afectada, la cual palpó con sus dedos ásperos, provocando que ésta tuviera un sobresalto.

Dolerá unos días, pero es algo sin importancia —le anunció con seguridad. Desde luego, él no era ningún experto, no tenía las nociones de un médico, pero poseía toda la experiencia que le había regalado vivir al aire libre, ya que en las montañas tanto él como el resto de los gitanos sabían perfectamente cómo curar sus propias heridas haciendo uso de remedios naturales.

Sin previo aviso, Abel se llevó los dedos hasta su boca y sobre ellos depositó una pequeña cantidad de su saliva, la cual untó más tarde sobre la piel de Annushka, realizando un pequeño masaje, tal y como le había enseñado su madre.

Esto ayudará a la pronta cicatrización —aseguró sin dejar de frotarla. Desde luego, él tenía razón. Para ella podía ser un método completamente inusual, quizá hasta desagradable, pero lo cierto era que era el remedio casero más antiguo del mundo utilizado para sanar.

Alzó la vista y la miró a los ojos, dándose cuenta de que la piel del rostro de Annushka había dejado de ser blanca y se había vuelto muy roja a causa del intenso rubor que la cubría, probablemente por el bochorno de estar siendo toqueteada por un hombre completamente extraño.

¿Qué hacías detrás de la puerta? —De pronto se sintió intrigado—. ¿Estabas… espiándome?
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Mensaje por Anna Brullova Mar Jul 28, 2015 9:27 am

Y como debía ser, por entrometida, terminó en el suelo, cuando Abel abrió la puerta. Pero sus sobresaltos no terminarían ahí, con la aparición de aquel hombre, sino que al verla herida, la levantó entre sus brazos, haciendola sentir tan pequeña e indefensa que sin pensarlo escondió su rostro en el pecho de Abel. Es que nadie comprendería, que aunque parecía mayor, y llevara medio año viviendo sola. Anna, no dejaba de ser una joven que lo había perdido todo. Extrañaba a su padre, la seguridad que él le daba, cuando la cargaba entre sus brazos y le aseguraba que nada malo le podría pasar, si él estaba allí para protegerla.  Pero su padre no estaba, ni estaría nunca más. por eso al sentir aquella sensación de protección, Anna se turbó, ¿porqué la invadía esa sensación de seguridad en los brazos de un extraño? - eres patética - se reprocho cerrando sus ojos e intentando contener las lagrimas, aunque unas pequeñas perlas cuajaron sus largas pestañas.

Cuando Abel la colocó en la cama de invitados, Anna volvió a sobresaltarse, - ¿que intenta hacer? - caviló. Intentó escurrirse, retrepando sobre los cobertores y alejándose un poco del hombre. No era su intención recordar. Pero imágenes de esa fatídica noche, llegaron a ella. Recordó como aquellos asesinos, la habían mantenido cautiva, golpeándola, abofeteándola, acariciándola, de forma impropia, burlándose de ella y jurándole que la matarían. Quiso retraer su pierna al contacto de las manos de Abel, pero la firmeza en que la sostenía se lo impidieron.

Estaba aterrada, no podría explicar la terrible sensación de angustia y desasosiego que la invadían. Abel trataba de tranquilizarla con sus palabras, pero ella aún no podía dejar de temblar. Se ruborizó cuando él alzó su mirada buscando sus ojos. Desvió su mirada, como si en ese gesto pudiera ocultar lo avergonzada que se sentía. No porque él la hubiera tocado, o porque en verdad fuera un extraño. sino, porque bien sabía que no existiría jamás un hombre  que la aceptara,  si ella le contaba lo que había vivido la noche en que mataron a sus padres.

Cuando, él, terminó de inspeccionar y tratar la herida, le preguntó que había estado queriendo hacer y si lo espiaba. Anna llevó su mirada a la ajena, - no, jamás os espiaría... solo intentaba saber si estabais bien, o si necesitabais algo - no supo como tratarlo, pues aunque no hubiera estado previsto, aquel incidente los había dejado expuestos, mucho más a ella - literalmente - que a él, pero ya no podía tratarlo como un extraño. Mordió la cara interna de su labio inferior. Se encontraba nerviosa, aun algo angustiada y quiso echarse a llorar, huir de aquel lugar. Pero le sería imposible echarse a correr desde donde se encontraba. No podía dejar el lecho porque el cuerpo de Abel se lo  impedía. Su mirada se colmó de tristeza, -jamás intentaría hacer algo que pudiera molestar...te - dijo, tuteándolo nuevamente. - gracias por... lo que haz hecho - sonrió mientras le hablaba, intentando que el desasosiego se apartara de su mente.

Su atención se fue a la ropa que llevaba él, lo miró intrigada - ¿es que no te ha gustado la ropa que elegí para ti? - huyó la mirada - se que no es nueva, pero, pensé que te podría quedar, eres grande, alto... como mi... - se detuvo, las lagrimas se le agolparon en la garganta, - úsalas por favor... nunca mas las usara... y a ti si te quedarán - dijo sonriendo con tristeza y secando una lagrima. Lo volvió a contemplar, se ruborizo al darse cuenta que podía haber un mal entendido, - eran... eran... de mi... padre -.
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Mensaje por Abel Lun Ago 03, 2015 2:28 am

La mirada de Abel abandonó el rostro de su anfitriona, para dirigirse esta vez hasta la ropa que llevaba puesta. Frunció el ceño, confundido. ¿Qué había de malo con ella? Para él, absolutamente nada, desde luego, pero en realidad, todo. Estaba sucia, arrugada, y además era bastante vieja, tanto que con ese atuendo había sido juzgado y declarado culpable, hacía ya diez años atrás, y esa misma ropa le había acompañado en prisión, durante toda su condena. Por tanto, las prendas –si es que se les podía seguir llamando de ese modo- que se empeñaba en seguir vistiendo, no eran más que unos sucios, percudidos y malolientes harapos. Estuvo a punto de replicar, pero cuando levantó la vista para mirar a Annushka, detectó en ella algo extraño que lo tomó desprevenido. La sonrisa, aunque forzosa, se había desvanecido por completo, y sus ojos, que eran de una hermosa tonalidad verdosa, parecían a punto de derretirse a causa de las lágrimas contenidas. No había duda de que aquella muchacha albergaba una pena muy grande, hasta él, que siempre había sido bastante torpe en aquello de descifrar los sentimientos ajenos, pudo percatarse de ello. Él también había experimentado el dolor, principalmente cuando había tenido que enterrar a la mujer a la que había considerado su madre, y posteriormente a todos esos gitanos que más que amigos, habían sido sus compañeros de vida, sus maestros; sin olvidar el gran dolor y la frustración que había sido pasar diez años de su vida recluido en una celda, siendo inocente.

Tal vez por eso decidió compadecerse, porque aunque ella le había contado vagamente parte de las atrocidades que había experimentado en el pasado, como la trágica muerte de sus padres, la realidad era que no tenía idea del dolor que guardaba en su pecho. Ella parecía ser buena, después de todo. Así tenía que ser, ¿cierto? Le había invitado a su casa, le había sentado a su mesa, había llenado su estómago con una deliciosa cena y, no conforme con todo eso, también le brindaba un techo temporal, un baño caliente, una cómoda cama, y la ropa de su difunto padre. Una persona con negros sentimientos y malas intenciones no podía fingir tanto ni con tanta maestría, pensó.

Bien, usaré la ropa de tu padre —concedió finalmente, y como era su costumbre, completamente falta de pudor y de modales, se dispuso a acatar de inmediato su petición.

Abel volvió a desnudarse frente a la muchacha, que lo observaba boquiabierta desde la cama, quizá no solo espantada por el atrevimiento de su desinhibido inquilino que parecía gozar estando como dios lo trajo al mundo, puede que también algo sorprendida del magnífico cuerpo que éste poseía. Desde luego, ella ya lo había visto en aquel estado, pero nunca antes mostrando una desnudez integral, como en esos momentos. Ahora que estaba considerablemente más aseado, su anatomía podía apreciarse mejor. Tenía la espalda ancha, huesos bien definidos bajo la piel, brazos anchos repletos de venas, asombrosos pectorales, y un amplio pecho moteado con una escasa capa de vello corporal. Sin duda, tenía un aspecto fuerte e indestructible. Sus músculos estaban tensos y cincelados. Era como si un talentoso escultor lo hubiera esculpido en persona. Para él, mostrarse así era tan normal que, mientras se cambiaba, ni siquiera cruzó por su mente que su acto podía ser visto como algo reprobatorio, o incluso degenerado. Así que cuando terminó y se hubo colocado todas las prendas, volvió a donde Annushka mostrando el semblante más natural y despreocupado del mundo.

La tormenta no ha cesado, ¿quieres que durmamos juntos? —le dejó ir como si nada, sin anestesia, como si aquellas palabras que para él resultaban insignificantes, para otros no escondieran algo pervertido y completamente inapropiado—. Así no tendrás miedo de los truenos durante la noche —añadió al tiempo que se sentaba en la cama, junto a ella, dando un par de saltos sobre el colchón, verificando así, con su trasero, su suavidad y firmeza—. Creo que ambos cabemos perfectamente bien en esta cosa.
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Mensaje por Anna Brullova Vie Ago 21, 2015 7:50 pm

Anna, no pudo dejar de sorprenderse a cada instante, estuvo a punto de gritar como un cerdo que lo han atrapado para llevarlo a la cocina, cuando le vio quitarse una a una las viejas prendas y quedar totalmente desnudo. Se quiso incorporar, pero en cuanto intentó erguirse sobre su rodilla lastimada, se quejó y cayó nuevamente al lecho, - ¡Espera! – intentó detenerle, pero ya era tarde, él se colocaba la ropa que le había regalado, ocultando en parte su cuerpo. Ana no pudo contener una  suave risa de nerviosismo mientras bajaba la mirada y se tapaba los ojos para no seguir contemplándolo. No pudo dejar de compararlo con las estatuas  que se exponían  en el museo,   pertenecientes  a la cultura Griega. Recordó como las mujeres solían escandalizarse al ver aquellas estatuas masculinas con todos sus atributos visible, - no piense, no piense… - se decía mientras su mirada volvía a buscar aquello que su mano ocultaba, - basta, que haces – se reprendió mentalmente mientras giraba su cabeza llevando  la mirada hacia la pared opuesta a donde Abel se encontraba aun vistiéndose.  Su rostro se coloreó de un rojo intenso, le parecía que podía sentir  su piel hervir literalmente de pudor y vergüenza. Su mirada se clavó en el espejo que adornaba dicha pared y  el cuerpo semi desnudo de su invitado se reflejó en éste,- ah…  por Dios, así no se puede – se dijo en voz baja mientras ocultaba su rostro entre las manos y ahogaba su sonrisa histérica.

Las palabras de Abel llegaron a sus oídos, invitándola a quedarse en aquella habitación, en aquel lecho, durmiendo juntos. Aquello fue como si la hubieran arrojado al mar negro, giró su rostro buscando la mirada ajena. En  el semblante de Abel pudo  distinguir  la ingenuidad de un niño, tanto como él podía distinguir en el rostro de Anna, un dejo de estupor, - pero… pero… como insinúa semejante disparate – se exasperó, intentando contenerse para no terminar dándole una bofetada por su invitación. Pero al ver en la mirada de Abel, la confusión y la ingenuidad, suspiró dejando salir toda la rabia contenida. Se acomodó mejor, intentando tapara sus piernas con el camisón. Le miró a los ojos y le sonrió, su mirada se  dulcificó, como si le hablara a un niño – gracias, si, tengo miedo a los truenos, y tener que dormir sola, suele ser un suplició, en noches como éstas… - se detuvo y puso su mano en el brazo derecho de Abel, - pero no puedo aceptar, porque no esta bien… en nuestra sociedad… un hombre y una mujer… no deben dormir juntos, si no están casados… si no son pareja. Al igual  como no te puedes desvestir en presencia de otra persona, porque eso no es correcto… - le volvió a sonreír y se acercó al rostro de Abel, dándole un suave beso en la mejilla, alejándose luego de él, - esto que acabo de hacer tampoco está bien, pero quiero que sepas que no estoy enojada, solo que no sé cómo eran las normas, la forma de convivir en donde  creciste, pero comprendo que ésta es una ciudad nueva y las reglas son diferentes – seguía con su delicada mano en el fuerte brazo del hombre, como si quisiera por medio del contacto  expresarse mejor, que él supiera que no lo estaba sermoneando o juzgando, solo deseaba ayudarle, para que no tuviera más problemas en la sociedad parisina.

Inspiró hondo, sonriendo tímidamente, segura que él entendería, pero de pronto tuvo miedo de que pensara que lo despreciaba, por eso se acercó más al cuerpo de Abel, - ¿comprendes que no es que no desee quedarme contigo ésta noche… verdad? – con los dedos de su mano derecha atrajo la barbilla de él, - es que en una sociedad, donde las apariencia son todo, las mujeres solo valemos por nuestra reputación … - ¿como le explicaba que si una mujer la perdía, jamás sería valorada de la misma forma por sus pares? Pero, entonces algo en su cabeza le hizo entristecer, se negaba a permanecer en ése lecho, junto a ese hombre que la había hecho sentir segura, solo porque deseaba  mantener una reputación de la que carecía, porque en aquella terrible noche,  esos hombre le habían quitado todo. Estaba segura que  San Petersburgo  entero,  ya conocía lo ocurrido en su hogar, y aunque aquellos asesinos, no la habían violado, eso no quería decir que las malas lenguas no afirmaran lo contrario, de ser así,  ningún  hombre desearía una relación  estable con ella. Su rostro mostraba el conflicto interno que vivía, mas  Anna,  no podía contarle  las atrocidades que había afrontado sola,  – solo… que en mi caso… eso ya no importa… porque… he sido juzgada y condenada – susurró, en un tono tan suave que seguramente Abel no pudo escuchar.

Con una sensación de profunda tristeza, se movió en el lecho, para bajar de éste y poder por fin ir a refugiarse en su cuarto, - debo irme… mañana seguiremos hablando – dijo sonriéndole y buscando su mirada para que él asintiera a su petición. Fue en ese preciso momento, que un trueno hizo vibrar los cristales del ventanal, iluminando profusamente la habitación. Todos sus buenos propósitos, los dichos sobre el tener que cuidar la reputación, las apariencias y tantas otras cosas que había  expresado, quedaron en lindas palabras cuando aterrada se abalanzó nuevamente a los brazos de Abel, buscando su protección ante algo que la aterraba, - no puedo, no debo… tengo tanto miedo  – sollozó abrazándolo  más fuerte, mientras apretaba sus parpados, temblando como un corderito en mitad de la tormenta. Elevó su mentón hasta ver el cuello y mandíbula de Abel, - pues… podría quedarme hasta  que amanezca… y correr a mi habitación antes que alguien de la casa se despierte – un nuevo trueno volvió a vibrar los cristales – será nuestro secreto… ¿verdad? – dijo volviendo a buscar la protección de Abel, segura que él la cuidaría.
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Mensaje por Abel Miér Sep 09, 2015 10:26 pm

Esa extraña forma de vivir de la gente de ciudad, solo lograba confundirlo cada vez más. Abel se sentía intrigado. ¿Por qué se escandalizaban tanto con la desnudez? ¿Acaso les parecía algo horrible el cuerpo humano, al grado de resultarles grotesco visualizarlo en todo su esplendor? ¿Por qué era tan impropio besar en la mejilla a un extraño? Y ¿qué tenía de malo dormir con una persona sin haber hecho antes votos matrimoniales? Porque una cosa era dormir y otra muy distinta era intimar. Él, desde luego, no estaba proponiéndole tener sexo, su oferta era total y absolutamente inofensiva, una simple muestra de agradecimiento por su amabilidad y hospitalidad, pues deseaba protegerla de eso a lo que tanto temía. Caviló al respecto.

Quizá el verdadero propósito de las palabras de Annushka no era solamente darle a conocer las normas bajo las cuales se regía la sociedad, sino también las que ella esperaba que él pudiera respetar mientras estuviera bajo su techo. Sonaba bastante lógico. La pregunta es: ¿estaba él dispuesto a complacerla? Frunció el ceño, algo disgustado con la situación. De algún modo sentía que si hacía todo eso a que los civilizados estaban acostumbrados, seguir sus normas, respetar los ridículos protocolos y rendirse ante formalidades, se traicionaría a sí mismo. Como si su esencia natural se viera amenazada. No podía dejar de visualizarse como una gran ave a punto de entrar a una jaula. ¿Lo peor de todo? Que nadie lo obligaría a entrar, él solo estaba considerando hacerlo.

Qué vida tan miserable tienen los civilizados —se le escapó sin más y, el tono que utilizó, no fue precisamente amable. Desde luego, sus palabras eran una severa crítica a los de su clase, nacida desde el fondo de su alma, bronca y silvestre por naturaleza—. ¿De qué les sirven estas enormes casas, llenas de lujos y toda clase de objetos extraños que facilitan su existencia, sus trapos hechos de telas exóticas traídas desde lejanos países y todas esas costosas joyas que llevan encima, si no son dueños de sí mismos? Poseen tanto como les falta. Llenan sus casas al mismo tiempo que vacían sus almas. Son tan pobres que lo único que tienen es dinero —hizo una breve pausa, segundos que utilizó para echar una nueva ojeada a todo lo que les rodeaba, para finalmente volver a los ojos de su anfitriona—. ¿Siempre es así? ¿Siempre habrán de rendir cuenta a otros de lo que hacen o dejan de hacer? —no esperó respuesta, algo en la mirada de Annushka se lo confirmó. Negó suavemente con la cabeza en señal de reprobación.

En el lugar donde crecí no existían normas o reglas. Todos hacíamos lo que queríamos; éramos libres. Yo era libre. Hasta que llegué aquí y me acusaron de algo que no hice —pronunció con amargura al recordar los diez años que tuvo que padecer en la prisión.  

Abel no aborrecía ese nuevo mundo que de pronto se abría paso ante sus ojos, sobretodo porque ella formaba parte de él, pero dudaba mucho llegar algún día a comprenderlo como quizá ella esperaba, mucho menos a sentirse parte de él. Es más, ni siquiera le resultaba atractiva la idea. Él amaría y añoraría siempre aquel lugar en medio de las montañas, lejos de toda civilización, de la maldad del ser humano. ¿Cómo podría él anteponer riqueza y protocolos, a todo el esplendor de la naturaleza, y lo más importante, su libertad? No, parecía imposible. Tenía bien claro que él solamente estaba de paso en aquel lugar, y que por más buena, amable y dulce que Annushka fuera, algún día no muy lejano, tendrían que despedirse.

Una parte de él deseaba seguir hablando del tema, quizá contarle con más detalle cómo había sido el sitio donde creció, las personas que lo vieron crecer, la mujer que siendo apenas un recién nacido, lo había recogido de la basura, adoptándolo como un verdadero hijo. No obstante, toda su intención se borró cuando, por segunda ocasión, ella se lanzó a sus brazos tras escuchar el fuerte estruendo de un nuevo trueno, seguido de un relámpago.

Sí, nuestro secreto… —murmuró contra su cabello, rodeándola instintivamente con sus fuertes brazos. Y fue todo lo que pudo decir.

De pronto sintió que todo lo anteriormente dicho se reducía a nada. Y es que ¿cómo no rendirse ante aquella criatura tan tierna? Era tan distinta a todas las mujeres que había conocido allá en las montañas. Recordó a Helsa, una de las jóvenes gitanas con las que más acercamiento había tenido. Helsa, una hembra en toda la extensión de la palabra, feminista hasta el tuétano, había sido una mujer sumamente independiente, y su vida había sido similar a la de cualquier hombre; obstinada, osada y agresiva, una joven en verdad audaz, así era como la recordaba. Helsa y Annushka eran tan diferentes entre sí, como agua y aceite, incapaces de mezclarse.

Mientras la abrazaba, consolándola, Abel decidió que se sentía cansado. Demasiadas cosas habían ocurrido ese día y deseaba dormir. Al inicio se había mostrado reacio a utilizarla, pero lo cierto es que la cálida y suave cama que tenía enfrente le auguraba que descansaría como pocas veces lo haría en su vida. Se recostó, y se llevó consigo a Anna. A la mañana siguiente sería alguien nuevo, vigoroso, casi rejuvenecido.



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Abel
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