O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
En una oscura y nebulosa aldea de Marsella una mujer daba a luz cuando la luna estaba llena y se daba el fenómeno de presentar al astro en lo alto del cielo de un color rojo escarlata como si la plateada esfera estuviera hecha de sangre. En un cántico de sangre la neonata vio la luz de la vida.
Su nombre fue Minerva, pues la madre dijo que había parido a un reptil. No es que la odiase, sino todo lo contrario, pero sabía que los reptiles eran los más aptos para sobrevivir en aquel inhumano mundo en que les tocó vivir. Ella más que nadie conocía lo dura que podía ser la vida, huérfana de nacimiento, pobre criatura que siempre deambuló con la hambruna a cuestas.
Por un buen tiempo mantuvo a su bebé escondidas del ojo humano, pues era una criatura sin padre y eso la convertía en una aberración. Conforme Minerva creció, su madre ya no pudo mantenerla oculta en su hogar debido a su curiosidad y personalidad ¨Llevada a su idea¨. Lo que la mujer les decía a los demás aldeanos era que su marido, un pescador, había muerto en alta mar y estaban las dos solas. Los aldeanos llegaron a encariñarse con la temerosa mujer y con la adorable niña de dorados cabellos, pero con el tiempo comenzaron a tener miedo de la pequeña pues era peculiarmente perturbadora. Cuando estaba con otros niños, les contaba historias macabras y los manipulaba para que hicieran atroces acciones. Algunos niños comenzaron a desaparecer de la aldea y misteriosamente aparecían sus cuerpos inertes en los lagos congelados o en los rocosos acantilados. El rumor de que la mujer había engendrado a un vástago de Satanás comenzó a esparcirse rápidamente por la aldea y en poco tiempo la desdichada mujer fue condenada a la hoguera por el delito de brujería. El humo y las llamas acabaron con su tortuosa existencia en una tarde de neblina.
Minerva correría una suerte similar o peor que su madre de no ser por un aldeano que se apiadó de la solitaria niña, éste la subió a un bote de mala muerte y la mandó lejos a su suerte a otro puerto francés. Después de un viaje de peripecias llegó hasta un puerto de Nîmes, desembarcó y estuvo algunos días allí hasta que una monja le vio sola y desamparada y se la llevó consigo a París para dejarla en el orfanato de la Santa Iglesia Católica.
Pero Minerva odió ese lugar. Maltratos, golpes, injurias y otros horrores se hacían presente cada día y cada noche. Allí conoció la hipocresía y descubrió que ella misma era muy hipócrita. Las niñas del orfanato eran pequeños demonios profanos y no es que ella fuese un ángel pero despreciaba a las demás por necesitar de un grupo para atacar a quien estuviese más sola. A quien fuese más extraña. Las monjas y los sacerdotes eran los peores seres humanos que podían existir, siempre castigando y señalando con el dedo a las demás criaturas del señor. Por eso prefirió escapar apenas tuvo la oportunidad, prefiriendo el hambre y el frío que aquellos despreciables cantos eclesiásticos.
Deambuló por las calles francesas por un tiempo prudente conociendo el frío y los infortunios de la vida. Fue en un atardecer que un desgarbado hombre le llamó la atención al verlo recoger un pequeño petirrojo muerto en el césped. Le siguió en secreto hasta su hogar y observó por la ventana desde el exterior. Allí le vio rodeado de pequeños cadáveres de animalejos y otras cosas. Su propio vapor que se impregnaba en la ventana le dificultaba la visión, trató de ponerse de puntillas para observar mejor cuando la nieve comenzaba a caer suave y blanca. Cuando volvió a mirar hacia el interior ya no le encontró, buscó y buscó pero no le halló. Saltó de sorpresa al verlo salir por la puerta y mirarla fijamente exigiendo una explicación de su presencia. Increíblemente ninguno de los dos se dijo nada pero él dejo la puerta abierta y ella entro. Entro para quedarse para siempre.
La rubia niña se alojó así con ese misterioso y oscuro hombre. Al tiempo aprendió que se dedicaba a la taxidermia, el arte de embalsamar animales e incluso humanos para hacerlos vivir perpetuamente como hermosos durmientes perfectos.
Arséne, el taxidermista, era un sujeto extraño y ermitaño. Apenas hablaba en monólogos o directamente se limitaba a comunicarse con gestos y señales. No era retardado, pero sí muy aislado y con pocas capacidades sociales. Aún así, era conocido como el mejor taxidermista de Paris y muchas personas importantes solicitaban sus servicios para embalsamar a un ser querido, a un preciado hijo sobre todo, para mantenerlo por siempre ¨Vivo¨ en un cuerpo muerto.
¿Cómo llegó a ser tan perfecto en su arte? Arséne practicaba frenética y casi compulsivamente de un modo obsesivo por lo que cada noche –o tarde- recorría calles pocos frecuentados en busca de personas que le sirviesen de ¨Muñecos¨. Con un golpe en la nuca los tumbaba y los llevaba hasta su hogar, allí comenzaba con su trabajo para practicar sin cansancio hasta conseguir el trabajo perfecto. Existía un hombre encaprichado con su talento y compraba todas las ¨Obras¨ que Arséne realizaba para tenerlos en su colección personal. Minerva se sentía fascinada por el don que su protector poseía, por largas horas ella se sentaba en el banquillo cerca de la mesa de trabajo de Arséne observando todo lo que el hombre hacía con los cadáveres a su disposición. A veces ella misma le ayudaba a maquillar sus rostros o a rizar los cabellos para que lucieran impecables. La niña tenía predilección por los cadáveres de niños hijos de padres ricos pues estos siempre exigían los mejores trajes y accesorios para sus queridos hijos que ya habían abandonado el mundo terrenal. ¡Perfectos! Eran hermosos como muñecos de su tamaño con los que podía jugar. El taxidermista la regañaba refunfuñando que no moviera los cuerpos, mucho menos que jugase a las escondidas con los niños muertos. Su torcida infancia la interpretaba como una vida bella y única.
Minerva y Arséne se volvieron muy unidos de un modo peculiar y bizarro. Se tenían el uno al otro, Arséne tenía un demonio de ojos profundos observando cada paso como un verdugo que esperaba su muerte y Minerva tenía a un humano atormentado y perturbado a quien seguir como un cuervo observador día y noche. Hubieron momentos en que Arséne se regocijó con la idea de haber encontrado a la muñeca perfecta para hacer su trabajo de taxidermista, pero nunca se vio capaz de matarla. Quizá un cierto cariño extraño y macabro había nacido en su pobre y maltratado corazón.
Por cierta fecha una extraña enfermedad afectó a gran parte de Francia y muchas personas perecieron. Minerva, la hija del supuesto demonio y de una supuesta bruja, se conoció a ella misma como una humana débil y mortal la cual enfermó gravemente presa de la enfermedad y agonizó por días. El taxidermista desesperó ante la agónica y cruel realidad de la niña sin apellido, por eso acudió a la única persona que sintió que podía ayudarle: Su benefactor, el coleccionista maldito. El coleccionista llegó a la casa y vio a Minerva tendida en la cama, con fiebre y retorciéndose de dolor con cada débil suspiro. El coleccionista se dirigió al taxidermista y le dijo que no podía hacer nada por ahora. Que cuando muriese, la dejase en lo alto de la colina bajo el árbol de manzanas rojas. Que él se encargaría de un milagro pero que a cambio debería obsequiarle a Minerva por siempre. De un modo tan frío se retiró que al esculpidor de cadáveres le pareció ver a un espectro salir por la puerta en vez del tipo fantoche que siempre le exigía piezas de colección.
Horas después, la niña falleció irremediablemente. El taxidermista se vio incapaz de embalsamarla pese a que ése era su mayor deseo para conservarla hermosa por siempre. Entendió que estaba muerta, no tenía pulso y ése coleccionista no podría volver a un muerto a la vida. Sacó el dinero que tenía y compró un ataúd de cristal entero. Colocó con delicadeza el cuerpo de la niña a quien vistió con un hermoso traje, rizó sus cabellos y pintó sus labios y mejillas para darle vida ilusoria. Subió a la colina y dejó el ataúd justo debajo del árbol de manzanas carmesí. ¿Por qué le obedeció a ése hombre? Inercia, tal vez. Era un lindo lujar para descansar. Le observó por última vez dormida en el pequeño y bello ataúd transparente y se retiró con pesar.
Minerva estaba muerta. Muerta, pequeña niña muerta. ¡Pero no estaba muera!
Padeció de catalepsia y la sentenciaron muerta estando viva. ¡Suerte la suya de no haber sido enterrada bajo tierra como a muchos le habían hecho! Escuchaba todo lo que sucedía, se enteró de cómo el taxidermista le roció con aceites especiales para mantener su piel firme e intacta por un buen tiempo, fue conocedora de cómo su cuerpo era depositado en un pequeño cofre hermoso y cristalino. Allí, sola y casi-muerta, escuchó cuando alguien abría su cofrecito especial y amado porque, sí, era suyo y era hermoso como una espléndida caja de muñecas. Sintió un agudo dolor en su cuello. No pudo retorcerse con el dolor pues los preparativos que el taxidermista vertió sobre su piel la mantenían en catatonia. Entonces, murió.
La resurrección llegó como un milagro. Abrió los ojos y lo primero que vio fue las gotas de lluvia golpear la tapa de cristal de su cofre. Minerva salió con cuidado de su casa de cristal y volvió al pueblo. El cadáver caminaba y estaba en pena, fue lo que pensaron quienes la vieron descansar en la colina. Se dio cuenta de que podía ver más allá de lo que antes veía, escuchar susurros lejanos y otros dones maravillosos que antes poseía –y le creían bruja por ello- pero ahora esas intuiciones estaban más desarrolladas. Llegó al hogar del taxidermista y se le presentó como una sombra a su espalda. Arséne se quedó sobresaltado cuando la vio después de la muerte ¡Él mismo la había sepultado! En ese momento el taxidermista comprendió que aquel coleccionista no era un humano común y corriente. ¿Era el demonio? Lo único que sabía era que él cumplió su milagro y ahora Minerva le pertenecía. Tan pálida y de ojos rojos.
Arséne se resignó a la idea de volver a perderla cuando el coleccionista vino por ella en medio de la incertidumbre de los aldeanos que se aglomeraban afuera del hogar del taxidermista. Debía dejarla partir pues era parte del trato, además allí no estaba segura entre los aterrados aldeanos.
Minerva se marchó con el coleccionista. Un nuevo padre. Un padre y un maestro. Por un tiempo estuvo con él y viajó por el mundo conociendo a más hermanos de su especie. Su renacer como vampiro era un don y ella lo agradecía. Agradecía también a su maestro, no sólo la vida que le dio sino también lo que heredó de él. Todo lo macabro que era él. Con el tiempo su mente fue creciendo pero su cuerpo se mantuvo joven por siempre. Cuando aprendió todo lo necesario su mentor la alentó a que conociera el mundo por sí misma y le dio un tiempo de libertad con la promesa de algún día volver a encontrarse.
Minerva viajó por distintas partes del mundo recorriendo cada país Europeo y luego se expandió a otros continentes en busca de conocimientos sobre sus hermanos vampiros. ¿Se podía llegar al origen de los vampiros? ¿Existiría aquel primer vampiro que le dio la vida a todos los demás? Es algo que aún busca.
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