La infancia de una bestia.

por **Melkor Van Krov** Miér Jul 30, 2014 11:27 am

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El fragor de la batalla, músculos regios y fornidos que se tensan al trote de los que saben que van a morir, un rugido lejano que muestra la naturaleza del hombre y mi espada al frente, cortando el viento y el barro que mis propios pies levantan, avanzo.

Corro con una mandíbula entreabierta y mostrando una dentadura férrea y tensa, el primer contrincante se acerca hacia mí, puedo oler que a penas es un niño con un arma en la mano, pero flaquear es morir, así que estiro los músculos de mi brazo derecho hasta abajo con el arma empuñada y después la descargo hacia arriba, en dirección al cuerpo del muchacho y con funestas consecuencias.

La espada lo abre en canal, lo parte literalmente por la mitad y estoy dentro del caos más original y absoluto... He entrado en la vorágine de sangre y dolor más completa, sin final y con una meta olvidada y antigua, a penas una excusa para hacer la guerra con pasión.

Me desperté tras el sueño sin sobresaltos, abrí los ojos con una tranquilidad absoluta, impasible, y tras ello y haciendo crujir mis huesos, pegué las palmas de mi mano a la tapa del ataúd e hice a un lado esta dejando que una luz plateada bañara mi cuerpo proveniente del único ventanal que poseía la casa a una altura considerable, allí donde si alguna vez hubiera fuego me diera el tiempo suficiente para escapar, allí donde no me encontrarían.

Salí de mi propia tumba y lecho y, tras volver a colocar la tapa en su lugar, lo volví a dejar bajo la cama descansando y a la espera de un nuevo día, otro amanecer perdido.

Abrí el ventanal de par en par y calculé que hasta la siguiente azotea, más baja que esta, deberían de haber unos escasos cinco metros y, dadas las nuevas debía de intentarlo. Me coloqué en el alfeizar de la ventana y sin dudarlo observé el infinito nocturno dejándome caer y, estirando las manos, y con una dificultad pasmosa (había que reconocer que concentrarse no era especialmente fácil pero, aun así, me despegué del suelo y seguí avanzando hasta mi objetivo lentamente y surcando el aire parisino como si de un ave se tratara, relajada y paseante.

Tras caer allí dejé, tal y como había hecho los días anteriores que un aroma a sangre humana recorriera mis sentidos, mi oído escuchaba pasos lejanos y cercanos y mi olfato reconocía cada uno de los elementos que conformaban el elixir vital. Nada más y nada menos que allí, un olor me atenazó haciéndome abrir los ojos de par en par, justo debajo de mí un aroma sin par me había aprisionado los sentidos encandilándome.

Sin dudarlo un instante me lancé hacia arriba para dejarme caer en una fuerte patada doble que, con un brutal estruendo rompió el techo, un grito femenino se oyó al final del pasillo y tal y como un buen depredador haría corrí tras ella trotando a cuatro patas (parte del recorrido por la pared enmoquetada) y me lancé sobre su cuerpo...

Era joven, extremadamente joven y dotada de unos cabellos de un rubio platino que caían en tirabuzones perfectos, su única ropa era un camisón de seda blanco que al parecer, olía a margaritas. Y su sangre... Era la sangre de una virgen.

Mis manos se acercaron a su rostro asustado y observándome con auténtico terror, mis dedos se acercaron a sus globos oculares y sin más dilación extendieron sendas uñas que los arrancaron acompañado de un tremendo alarido, lamí lentamente la sangre que comenzó a emanar de sus cuencas ahora vacías y comencé a besarla con mis labios llenos de su propia vida. Mi lengua jugueteaba con la suya y esta no dejaba de gemir del miedo más absoluto y el dolor físico extremo al que la sometía.

Primero le arranqué la lengua y después seguí besando sus labios teñidos de carmesí y borboteantes y, cuando la vida estaba apunto de apagarse en ella corrí hasta su yugular para extraer lo último que quedara, saciando de una vez por todas mi sed de sangre aquella aciaga noche.