Que nadie os engañe en ninguna manera, porque no vendrá sin que primero venga la apostasía y sea revelado el hombre de pecado, el hijo de perdición.
Siempre, y sagradamente, cuando intentase ser bueno resultase de esto ser la aberración más mortífera de maldad e insensatez. Ufanos y perezosos eran los intentos de filantropía pero inexorablemente siempre terminasen en el mismo resultado nefasto. Simplemente, no había nacido para ser un buen samaritano. Ni él, ni su
¨Célibe¨ padre.
Pécora fue su procreación. Pécora y bajo el sadismo de quien en sus manos tiene el poder y la hipocresía de obrar en nombre del señor. Jean Baptiste d’Arsène-Lärc, santísimo cardenal, se obsesionó insanamente con una jovencita hija de un campesino cuyo nombre a nadie le es de interesar. Por consiguiente, cuando la desdichada muchachita llegó a los calabozos de la iglesia cuando fue acusada falsamente de tener contacto con el diablo y manipular la brujería esto se tradujo en un festín de carnalidades inmundas y abusivas de parte del religioso hacia la acusada. Siendo ella cautiva en un oscuro calabozo y aislada de todo contacto, d’Arsène-Lärc mancillaba su cuerpo de las maneras más humillantes que se pudiese someter a una criatura. Por supuesto, después de satisfacer sus instintos más primitivos siempre volvía a la cordura y compostura para poder oficializar la sagrada misa como la intachable y respetable persona que era. d’Arsène-Lärc, por lo demás, siendo cardenal algún día pretendía ser miembro del vaticano ¿Y por qué no? Ganarse los votos papales si es que se podía.
Por otro lado, Sepphora, la maculada muchacha, pasó de tener una relación de asco y rencor con su verdugo a una distorsionada convivencia de aprecio y devoción. Jean Baptiste era un manipulador, en algún punto logró convencer a Sepphora de que él era lo mejor que le había pasado. Sepphora, una adolescente que sólo recibió malos tratos en su vida, de algún modo comenzó a experimentar de buen modo el extraño cariño que el hombre le daba. La liberación llegó tras meses de presidio y la chica se convirtió en sirvienta en la casa del cardenal. En aquel hogar encontró a otras sirvientas que cumplían el mismo rol libidinal que ella para el cardenal. En un principio, se sintió defraudada pero después aceptó ser parte del pecaminoso pasatiempo del cardenal. Pero Sepphora cometió el error, a diferencia de las demás, de mantener ininterrumpidamente un embarazo. Motivo por el cual el cardinal la expulsó de su casa. De esta manera, Sepphora tuvo que ingeniárselas para lidiárselas con un crío bastardo que nada más le significó el exilio del hogar de su santidad y un prolongado dolor de cabeza. Para colmo, no era un crío normal y aquello comenzó a evidenciarse más cuando iba creciendo. Inquieto, fastidioso, de aquellos que maquinan ideas extravagantes y las ejecutan sin empatía por las consecuencias nocivas que pueda tener. Solían, por este motivo, despedirla de diversos trabajos por el extraño y perturbador comportamiento de su hijo. Su hijo era conocido como “El niño de las lagartijas” o “El niño de los reptiles” porque, por algún motivo especial, dichos animalejos parecían tener una fijación por él. Muchas veces le encontraba en el patio de la casa rodeado de verdosas lagartijas observándolo detenidamente con sus ojos rojos u ojos amarillos. Esos bicharracos parecían perseguirlo a donde iba como fiel custodios demoniacos.
Su madre tuvo un apego ambivalente con él, llegando a momentos a ser muy indiferente pero con el tiempo Sepphora le fue tomando un poco más de aprecio al “engendro” aquel. De algún modo jamás le nació deshacerse de él y por lo demás era lo único ¨suyo¨ realmente. Ciel parecía aplicar a aquella regla de que; mientras más tirana es una madre, más su hijo la ama. Significativamente no tenía empatía con los demás niños ni restos de seres humanos ni mucho menos animales, pero su madre era su objeto de amor… Retorcido y mortuorio amor. Fue educado en un estricto, hostil y austero régimen de educación donde cada día su madre le obligaba a leer la biblia de manera obsesiva y abusiva. Ella quería que su hijo fuese tan culto en la sagrada escritura pues tenía el anhelo de que Ciel se convirtiese en sacerdote algún día. Su madre le tenía prohibido hablar groserías o intercambiar palabras con las muchachas pues para ella no eran más que víboras que deseaban engatusar a su querido hijo. Sí, querido hijo, con el tiempo pasó de ser un engendro al cual le costó parir a convertirse en su amado hijo. Ciel era del tipo de hijos que gustaba agradar a su madre por lo que constantemente se empeñaba en hacerlo. Marcado era su apego por su progenitora. Fuera de eso, sus actividades de entretención consistía en la literatura, pasear por la ciudad y un extraño gusto por la taxidermia. Desmembrar animales (vivos o muertos) era todo un arte. Recolectar animales muertos del bosque para disecarlos se convirtió en una de sus actividades favoritas, junto con la lectura incansable de libros de diversas índoles y, claro está, la biblia. No sentía el mismo afecto devoto que su madre por las santas escrituras pero se entretenía leyendo uno de los libros más sádicos y sexuales que existían. Hubo un evento en que su madre fue asaltada violentamente por un rufián que intentaba ultrajarla cuando ella recolectaba frutos en el bosque, vio cómo su madre se defendió fieramente y golpeó al lascivo con una piedra en la cabeza pero éste insistía en dañar a su progenitora, esta presión llevó a que Ciel afirmase el mango del hacha con la que cortaba leños y la clavase en medio de la columna vertebral del atrevido causándole la muerte. Sepphora pateó la cabeza del fallecido y se acercó a Ciel explicándole con tono calmado que todo estaba bien, que era momento de trabajar como madre e hijo. Así, le hizo arrastrar el cadáver hasta el granero de la cabaña donde vivían y fue allí donde Sepphora desfragmentó con paciencia y habilidad el cadáver para cocinarlo y lanzárselo a los cerdos para que no dejasen huella del crimen. Ese día aprendió que los cerdos son capaces de devorar todo. La macabra acción causó en Ciel una confusión que le costó asimilar. Sepphora, en cambio, encontró al aliado perfecto para desatar su resentimiento social en la humanidad. Se podría decir que esta actividad se repitió unas cuantas veces más hasta que se volvió en una actividad familiar entre madre e hijo.
Pasó el tiempo y pese a sus obsesiones, apego bizarro por su madre, y gustos particulares, podía camuflar muy bien su excéntrica personalidad y mostrar una de un adolescente educado y que encajaba con la sociedad contemporánea. Poco a poco fue adentrándose en la vida de la ciudad cuando se convirtió en el abate del sacerdote por tanto siendo aceptado como uno de los hijos de la iglesia. Las visitas a la ciudad no sólo le permitió pasar más tiempo en la casa del señor sino también a conocer las calles urbanizadas fuera de las puertas de la iglesia, a conocer jóvenes libertinos y revoltosos y unos cuantos poetas malditos de los cuales comenzó a gustar su hedonismo y bohemia. Fue cuestión de tiempo para que Ciel se dejase seducir por los encantos nocturnos. De día, era el hijo ejemplar de aquella trabajadora mujer, por las tardes era el respetuoso y ¨tímido¨ abate de la iglesia, un poco al crepúsculo un extraño joven que tenía un peculiar aprecio por los cadáveres, y por las noches un joven que quería conocer los secretos oscuros de la ciudad. Por supuesto, esto no pasó desapercibido por su agobiadora madre por más que el chico intentase esconder su doble (o triple) vida. Después de un sermón bíblico de aquellos colosales, Sepphora envió a Ciel a un internado masculino, una escuela para chicos de clase alta pero que Ciel pudo acceder por un supuesto crédito que su madre obtuvo para su educación.
Convivir con los jóvenes ricos fue una experiencia totalmente nueva. Antes lo había hecho como el hijo de la empleada y de algún modo estos niños siempre lo incluían en sus actividades pero ahora, de algún modo, era un poco más distinto. Al principio lo incluían en sus andanzas que consistían en hacer bromas crueles a otros chicos de menos alcurnia, si algo salía mal ya sabrían a quién culpar. Fue fácil simular seguirles la corriente y aceptar la culpa, pero luego fue evidente que en realidad él era el autor intelectual detrás del matonaje. Su personalidad manipuladoramente maliciosa, introvertida, perversamente frívola y de poca empatía comenzó a desarrollarse marcadamente en esa época de su vida. En cuanto a la escuela, sus notas eran sobresalientes y siempre era premiado y bien valorado por los maestros por lo que solía retornar pronto a su hogar. Cada año era de este modo y volvía felizmente en las temporadas navideñas para estar con su madre. Solía ser una temporada agradable pese a que jamás tuvo la aprobación de su madre. Ella, por algún motivo, siempre le criticaba y le decía que no hacía bien las cosas pero Ciel jamás se irritó. Hasta el día en que llegó a su hogar y descubrió a su madre intimando con… El director del internado. Esto le causó un estado de shock, shock que se trasformó en ira profunda y sobre todo rencor edípico. ¿A dónde se había marchado toda la moralidad por la que su madre lo torturaba día a día? Sólo recordó que al reaccionar, se encontraba muy lejos de la cabaña de su madre, sentado sobre un tronco en el bosque contemplando la cristalina agua del lago. En sus manos, reposaba el hacha que tanto conocía, que tantos cuerpos descuartizó. Su rostro, cuerpo y totalidad ensangrentado por completo. No quiso volver a su hogar por temor a ver las consecuencias de su enceguecimiento iracundo. Era mejor marchar y no pensar en lo sucedido.
La ciudad escogida para su nueva vida fue París. La absenta se convirtió en el elixir de su vida y el opio en una llave que abría las puertas de su percepción. Hedonista, como se convirtió al fin, no le faltó mujer por cautivar y probar, siempre fijándose que fuesen mujeres revoltosas que no buscaban sentimentalismo patético. Nada que le significasen afectos. Siendo París una ciudad de colosal tamaño, podía dedicarse a las actividades que más le atraían. Rentó una arruinada casona vieja y apartada de la ciudad, le gustó especialmente el amplio jardín trasero pues disponía de un interesante invernadero. Allí almacenaba cuerpos de animales a los que disecaba, la taxidermia ganó gran importancia y dentro de poco los animales ya no le satisfacían. Por eso dio el gran paso en el necro arte: ser un taxidermista de cuerpos humanos. Conseguir voluntarios no sería sencillo, tampoco quería cuerpos de muertos comprados a saqueadores de tumba porque ya no conservaban su naturalidad. Por eso era mejor conseguir sus propias presas. Mientras trabajaba, siempre era observado fijamente por las lagartijas que llegaban al invernadero.
Pero ser un joven brillante no significaba que pudiese llevar una gran vida en la capital del amor. El dinero escaseaba y los gustos y actividades que Ciel tenía eran de aquellos a los cuales hay que pagar bien. Para su suerte, un maestro universitario le apadrinó y se encargó del pago de sus estudios. Consiguió entonces trabajo en la morgue de la ciudad gracias a éste mismo maestro. Al menos tenía dinero y podía seguir haciendo lo que quisiese pero llegó un punto de su vida en que sintió que realmente nada llenaba el vacío de insatisfacción.
Se volvió un tanto más perverso, oscuro y malévolo de esencia. ¿Qué hacer para calmar al siniestro oscuro de su interior que le despedazaba por dentro? Se podría decir que estaba indomable, maldito y ofuscado. Ensimismado en su propia miseria, maldad y petulancia. Pasó de ser un sujeto que siempre estuvo sereno a uno que la intranquilidad le derrumbaba por dentro, y aún se preguntaba ¿Qué hacer? Juegos maliciosos ya no eran entretenidos, los juegos de sadismo y muerte tenían una pulsión especial pero debía encontrar un significado que le culminase como algo de profesar, oda a la muerte y lo macabro. ¡Lo macabro! Eso era exactamente. Convertir su vida en una macabra y mortífera malicia devota. Sus custodios, serían eternamente los demonios disfrazados de lagartijas.
Y cuando la oscuridad se hizo más negra, la pulsión de la muerte latía más fuerte y asfixiante, fue París la ciudad de su nueva vida. La que lo convirtió en un nuevo ser. Un ser que viviese únicamente de noche por toda la eternidad. Una maldición perfecta para un condenado como él.
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