La tentación es demasiado grande... oro veo oro quiero. {Priv}

Lo primordial al llegar a un nuevo destino era encontrar un lugar donde asentar su cueva de los tesoros. Jamás la situaría en la propia ciudad, pero tratándose de una como París, en la que hasta los barrios marginales más distantes, seguían formando parte de su núcleo, necesitaría alejarse demasiado para ocultar sus posesiones más preciadas y eso tampoco era bueno. Necesitaba poder ir a su recóndito escondite cuando la desesperante necesidad se lo exigiera y si requería demasiada energía, en según qué condiciones se encontrara físicamente, podría ser incluso mortal. Podía sonar exagerado, pero el pequeño pajarraco tenía una exasperante facilidad por meterse en líos y acabar hecho unos zorros.

Llevaba ya un par de días revoloteando por los alrededores del bullicioso centro de la ciudad francesa y no había dado con ningún agujero lo suficientemente oscuro, grande, bien escondido y seco como para asentar allí su guarida de ladrón. Empezaba a estar harto y se planteaba el largarse de allí a casi cada 5 metros, pero incluso en las zonas residenciales más pobres, siempre había ricachones presumiendo de sus relojes de bolsillo de oro, sus collares de diminutas y brillantes perlas nacaradas, sus bastones tallados en maderas nobles o sus ropajes de las telas más suaves y cálidas que jamás hubiesen visto los hambrientos ojos de la pequeña urraca negro-azulada. Y aquello, le frenaba de salir en busca de otro destino.

Había dejado sus cosas ocultas en un grandioso roble muerto en el bosque que quedaba a las afueras del perímetro de la ciudad, pero no pasaría mucho tiempo más antes de que alguien las encontrara, debía apresurarse...

Se dirigió entonces a las afueras, buscando el árbol en el que escondiera su botín y casi tuvo que ponerse una mano a cada lado de la cara, al pasar por lo que pareciera ser una retahíla de mansiones, para no sentirse tentado de acaparar todo cuanto veía. Gente relajada en su jardín, paseando por los caminos bien cuidados... Unas botas de piel de lagarto, un abrigo de oso... una pulsera de plata con una ovalada y pulida esmeralda, un monóculo de oro con filigrana fina... ¡Le estaban provocando! Soltó un leve gruñido y su urraca interior le picoteó las ideas. - ¿A qué esperas? ¡Llévatelo todo! Haz turnos si es necesario, pero llévatelo. - Se terminó por tapar los ojos y se dio de bruces contra una valla, cayendo de culo al suelo. Sacudió la cabeza y con la boca abierta se quedó al ver una casa mansión que quitaba el hipo. Sin si quiera poder detenerse, su cuerpo se empezó a mover por sí solo. Sigilosamente se aproximó a una de las ventanas y ojeó el interior, momento en que se le iluminó la mirada como titilantes farolas de aceite, bailando al son de una melodía alegre desconocida. Se dirigió a la parte trasera y de un ágil salto se apoyó en el alfeizar más bajo, donde un ventanuco había quedado abierto. Lo levantó lentamente, hasta que su delgado cuerpo se pudo colar por la ranura y fue arropado por el calor que de un hogar a medio alimentar. Se notaba que aquello no estaba terminado, que las cosas no estaban donde les correspondía y que faltaban adornos caros por doquier. Sin embargo, aquello en sí ya era todo un festín para su tordo interior y empezó a acariciar cada pieza valiosa que encontró a su alcance, y no estaba tapada por sábanas blancas que remarcaban que allí o alguien se iba o venía. Cuadros exageradamente realistas, tapices con extraños dibujos bordados con hilos que bien podrían ser de oro... y joyas, relucientes y preciosas que le susurraban al oído. Guardó alguna que otra en sus hondos y mal cosidos bolsillos de la larga chaqueta sucia que le cubría, olvidándose por completo de sus alrededores.

Había terminado todo el papeleo para comprar la casa hacía solo dos días y le había costado más de la mitad de la pequeña fortuna que trajo consigo, pero maldita sea, había valido la pena. ¿Que no estaba arreglada del todo? No, vale. ¿Que iba a necesitar mucho tiempo y una cantidad de oro nada despreciable para dejarla perfecta? Sí, es cierto. ¿Que una vez estuviera lista iba a ser una casa preciosa? Segurísimo que sí.

Además, se había traído con él una cantidad nada despreciable de recuerdos de sus viajes por Europa del Este: retratos, joyas, candelabros de plata... todos ellos botines conseguidos en algunos de sus crímenes. En el futuro le servirían no sólo para decorar su casa, si no también como una fuente de ingresos por si no lograba encontrar alguna otra forma de conseguir dinero rápido.

Las calles de París en ese momento estaba llenas de paseantes, la mayoría de ellos comerciantes, terratenientes que vivían en la ciudad, o banqueros. Gente de clase alta, elegantes, vestidos con lujosos vestidos y ostentando hermosas joyas. Sebastian tenía bastante claro que, al contrario que su bonita nueva casa, sus vecinos iban a ser bastante lamentables... Aunque ya había visto a algunos hombres hermosos y a muchas mujeres bellas. Que sí, que serían unos estirados con los que no se juntaría salvo que fuera hasta arriba de vino. Pero en las sombras de un jardín todos son iguales al tacto de las manos...

Pero bueno, por fin estaba de nuevo en casa. Sí, su casa. Era la primera vez que tenía una propiedad a su nombre. Iba cargado con una caja de madera llena de comida para la despensa. De momento sólo había limpiado la cocina y el comedor, al día siguiente iba a tener que meterse en la habitación de la planta baja si quería dejar de dormir en el suelo. Fue a abrir la puerta, pero...

Snif. Snif.

Había algo raro en la casa. A pesar del polvo y la suciedad notaba que, desde dentro de la casa, provenía un olor diferente. Alzó la cabeza y olisqueó más y mejor. Un gruñido imperceptible nació en lo más profundo de su garganta. Ahí dentro había alguien. Y no lo conocía de nada. El color de sus ojos cambió ligeramente, brillando con rabia. Sus colmillos se alargaron unos milímetros. El vello de todo su cuerpo se encrespó. A pesar de que a la luna aún le faltaban días para llegar a la plenitud notaba su Bestia interior. El ladrón podía dar gracias de que fuera de día.

Pero, ¡por todos los dioses! no iba a dejar que nadie se colara en su casa así como así. Dejó la caja con cuidado frente a la puerta, se quitó la casaca para que no le molestara y empezó a rodear la casa. Iba con cuidado de no pisar ninguna rama seca que delatara su presencia. Se movía lentamente, pero olisqueando el aire para saber dónde estaba el intruso. A aquél ritmo no tardaría mucho más en llegar a la ventana abierta. Y cuando entrara en su casa buscaría al ladrón. Y sufriría. Sufriría mucho.

Poco a poco, los bolsillos le iban pesando más y hacían que su abrigo fuera colgando hasta empezar a rozar el suelo con sus puntas emplumadas. Estaba tan sumido en su afán por llevarse todo lo posible, que no tuvo en cuenta que si le pillaban, no podría simplemente cambiar de forma y salir volando, no cuando ese abrigo era lo que cubría su cuerpo a la hora de hacer la transformación. Era un cambiante un tanto extraño, la mayoría mutaban sin más, quedando desnudos al volver a ser humanos, pero él no, él siempre andaba con ese viejo abrigo que le hacía de plumaje y sin él, era incapaz de hacer el cambio. Y era por ese mismo motivo, que teniendo como tenía de cargados los costados, no podría simplemente extender las alas y lanzarse a la ventana abierta, sino que el peso le haría caer en picado contra el suelo, justo antes de desparramar sus preciados tesoros por todo aquel suelo tan bien cuidado aunque bastante polvoriento.

Asomó la cabeza por el umbral de un gran arco que comunicaba aquella estancia con la siguiente y no vio a nadie, lo que le hizo decidirse a cruzar, escuchando un breve rechinar en el suelo. Se quedó inmóvil unos instantes, pues no sabía si había sido él mismo o no el que lo hiciera, y por otro lado, de haber sido él, podrían haberle escuchado en el piso de arriba o a saber. Contuvo la respiración hasta casi ponerse de color morado, pero no hubo nada, ni un breve suspiro, así que soltó todo el aire de golpe y sonrió, volviendo a sentirse plenamente confiado.

En la sala contigua había un gran cuadro a medio descubrir y sus extraños dibujos y colores, llamaron enormemente la atención del pajarraco. Se aproximó con lentitud y la boca abierta, admirando los alocados trazos y el relieve casi vivo de la pintura. ¿De verdad era únicamente arte? Parecía que fuera a salir de la pared y abalanzarse sobre él en cualquier instante. -Uah... qué tenebroso e inquietante.

Dio un salto y entró en la casa. En el más absoluto de los sigilos cerró la ventana y le puso el pestillo. Notó la rabia moverse bajo su piel moverse cuando olfateó la casa y notó la esencia de alguien más. Olía a callejones, basura y mezquindad. Un gruñido nació de los más hondo de su garganta. ¡Un simple ratero en sus dominios! ¡Le iba a arrancar la cabeza!

Empezó a avanzar lentamente, moviendo un pie primero y luego el otro. Su olfato lo guiaba, señalándole todos los lugares por donde se había ido moviendo el intruso. Deseaba mirarlo a los ojos. Deseaba oírle gritar mientras lo destripaba y lo descuartizaba con un cuchillo oxidado. ¡Clavaría su cabeza en una pica delante de su casa para que todos los ladrones supieran lo que les esperaba! ¡Violaría su cadáver, el de su hermana y su madre! ¡Haría que rezara por estar muerto!

Giró una esquina y lo vio. Tuvo que reprimirse para no abalanzarse directamente sobre él. Primero lo observó: escuálido, con los bolsillos llenos de SU oro. Parecía más un crío que un adulto. Apestaba a callejuelas y humedad.

Se había quedado frente a un cuadro. Le oyó decir aquella franse estúpida. ¿Tenebroso e inquietante? ¡Imbécil! ¡Encima ni siquiera entendía una mierda de arte! Avanzó dos pasos más.

Un nuevo gruñido nació de su interior. Ésta vez fue perfectamente audible para el intruso. En lo que avanzaba Sebastian había cogida una taba de una caja: sería un arma peligrosa en sus manos en aquél preciso momento.

-Créeme...-le costaba hablar. Sus colmillos habían crecido, su vello facial era más frondoso y las orejas le terminaban en punta. Sus ojos brillaban con un rojo peligroso-. El cuadro es la menor de tus preocupaciones...

Atontado se había quedado con aquel cuadro tan extraño, cuando escuchó un gruñido que le resultaba demasiado familiar. En su vida se había cruzado con demasiados licántropos como para confundirlos con un perro, un lobo o cualquier cambiaformas habido y por haber. Se giró al instante, encontrándose de frente con un muy cabreado dueño de la mansión.- Menuda cagada... -Pensó, Corbeau y aunque le hubiese encantado transformarse en una urraca y salir volando de allí, no podía. Tenía que pensar en algo, y deprisa, si quería salir de allí con las alas enteras. Miró a su alrededor, nada. No había ningún objeto de utilidad, no contra un lican, ¡y menos contra uno que venía armado! Además, cargados como tenía los bolsillos, no podía si quiera saltar como humano demasiado lejos. Pero la alternativa, que era soltar su piel y salir por patas, era peor que la muerte... ¿qué vida le esperaba si jamás podía volver a cambiar? Mejor se devorado que vivir eternamente como humano.

Al final, tras mucho discutir con su cabeza en a penas dos segundos, decidió optar por lo más triste y patético del mundo, suplicar. Levantó las manos y se encogió ligeramente, como había visto hacer a los perros sumisos cuando se encontraban con uno dominante, con un alfa.- Esto... ¿me rindo? -Sonrió tontamente y empezó a devolver las cosas una a una, aunque si alguna quedaba en su lugar original, era por pura casualidad, porque ni si quiera andaba mirando dónde depositaba cada pieza valiosa, cada joya, cada trozo de oro.- Yo en realidad no quería, ¿sabes...? Me obligaron... -Empezó a mentir, creyendo que una historia lastimera, tal vez ablandara el corazón de un chucho gigantesco. Estaba loco, sí.- Un hombre tiene secuestrada a mi familia y si no le llevo tesoros, los matará a todos... a mi pobre hermana pequeña... -Intentó llorar, pero no salió ninguna lágrima y observando al tipo que tenía delante, dudaba mucho que se tragara lo que le estaba contando. Pero de todos modos, sólo intentaba distraerle lo justo hasta vaciar por completo sus bolsillos, permitiéndose entonces salir al raudo vuelo por la misma ventana que hubiera entrado antes. Tardaría un rato a este paso, pero por intentarlo... no perdía nada.

-¡Las manos donde pueda verlas!-más que como la frase de algún humano las palabras salieron de su garganta como un ladrido. El vello erizado de la nuca le avisaba de que tenía que estar alerta-. ¡Encima de la cabeza! ¡YA!-vale, era oficial, lo último sí que lo ladró.

Apretó un poco más el madero y éste crujió. Algunas astillas volaron y otras se clavaron en su carne desnuda, pero Sebastian ni siquiera se dio cuenta. Fue dando pasos hacia el ladrón sin apartar la vista de él. Listo para noquearlo si intentaba hacer algo raro.

-¡Hay que ser imbécil!-el esfuerzo consciente que estaba haciendo para no romperle el cuello a aquél estúpido hombrecillo bien se merecía una cerveza. O agradecimiento-. ¡¿Cómo se te ocurre entrar en MI casa?! Para robarme a mí... ¡A MÍ!

Se plantó frente al ratero. Éste bien podría ver que los ojos del licántropo brillaban con más fuerza que antes. Y que una babilla le salía de los colmillos. Sin olvidarnos de la extraña forma que tenía su nariz. ¡Ah! ¡Qué pena que todavía no fuera luna llena! Sólo faltaban unos días... Pero la transformación no continuaría más allá de aquello. Pero claro, Sebastian era lo bastante fuerte para partir como un palillo a alguien tan enclenque. Y, lo juro por Dios, ¡deseaba hacerlo!

-Grrrr... ¿Encima Du intentar... tomar... por idioten?-su mente era un torbellino de furia y rabia. Le costaba pensar en las palabras. Le costaba mucho más hacerlo en francés. No digamos el esfuerzo que suponía articular frases entendibles-. ¡¿Cómo vas a pagar por ésto?!

Levantó el madero y le tocó la barbilla. Lo miró a los ojos. No era algo bonito.

-Debes pagar... ¿cómo hacerlo vas a?

Si la respuesta no le gustaba... Si intentaba hacer algo raro... ¡Zas! ¡Golpe en la cara! Y luego a matarlo con sus propias manos. No sería el primero. Ni el último.

Los gritos del otro, que más bien parecían gruñidos de perro hambriento, le provocaron cierta contracción en el esfínter que le dejó tieso por un momento. Con cada ladrido, se sobrecogía más y más, intentando dar pasos hacia atrás, pero claro, la habitación tenía un tope, una pared bien maciza que no podría atravesar ni aunque se convirtiera en pez espada.

Se notaba que el tío estaba cada vez más cabreado, no sólo por el tono de su voz, sino por el aspecto de su cara. No tenía muy claro si era un licántropo o un cambiaformas canino, aunque el final sería el mismo de cualquier modo... aunque uno más gore que el otro, desde luego. No era lo mismo que te destripara la boca de un lobo, a que lo hicieran las inmensas mandíbulas de un licántropo con la fuerza bruta de un monstruo. si hubiera sido creyente, estaría rezando, suplicando perdón, pero no lo era. Y sabía que nadie le escucharía, nunca lo habían hecho.

Cuando el contrario le dijo lo de pagar, sintió como si tuviera una oportunidad, una salida. Miró a su alrededor, al tipo de nuevo, las escaleras, la casa, las paredes, al tipo una vez más y finalmente, el cuadro. ¡Eso era! Esa era su escapatoria, o al menos, cabía la posibilidad de que lo fuera. Levantó las manos en señal de rendición e incluso se arrodilló poco a poco en el suelo, mirándole con la cabeza gacha y algo ladeada.- ¿Y si te traigo todo el arte que quieras? Los cuadros más valiosos, las esculturas mejor talladas... lo que se te antoje, yo lo puedo robar para ti. -Entrecerró un ojo, temiendo que el otro se mosqueara y le soltara un revés o peor aún, un garrotazo con ese palo enorme de madera que sostenían sus grandes y ásperas manos. La espera se le hizo eterna, y lo que seguramente fueran unos segundos, a él le parecieron horas. Si no hubiese estado acorralado, habría emprendido el vuelo, incluso a riesgo de perder una pata. Mejor eso que las alas.