AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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En fa menor -August Bertolt-
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En fa menor -August Bertolt-
Hacía mucho que no me hacían un encargo, así que recibí aquel con la mayor ilusión. La familia era los Burgeois-Fantâme, un apellido famoso por ser uno de los clanes burgueses con más fama en la Francia de aquellos años. Se trataba de la fiesta de compromiso de la heredera, por lo que las melodías habían de ser alegres y llenas de un futuro próspero. Como los artistas de cámara eran los mejores del conservatorio de París no escatimé en elaborar las más complejas y bellas combinaciones de corcheas y semi corcheas, todo fuera para el placer y el disfrute de mis exclusivos clientes.
La casa de los Burgeois-Fantâme estaba situada en pleno centro parisino. Era una construcción, sin lugar a dudas, formidable. Una punzada de nostalgia -¡oh, siempre ella!- me atravesó, pues aquella maravillosa residencia me recordaba vagamente a la mía en la calle Höfster, allá un siglo antes, en la capital austríaca.
Pero, ¡qué descuido! Aquella noche era de celebración, y como autora del pequeño concierto, la amable familia Burgeois-Fantâme había venido a bien invitarme a la velada. Yo había pensado negarme, con una educada excusa. Sin embargo, ¿qué compositor no quiere escuchar sus propias obras interpretadas por una cuadrilla de cámara con tanta profesionalidad como la de los chicos del conservatorio?
Llegué a la hora señalada, y una mujer con la piel de color café y los ojos negros como dos pozos sin fondo me tomó amablemente el abrigo y me guió hacia el salón de té donde tenía lugar la recepción. Saludé a la familia, y estos me presentaron a algunos amigos que habían acudido a la fiesta de compromiso. La novia lucía reluciente, esplendorosa. El novio, poderoso y atractivo.
Esbocé una cálida sonrisa a ambos, les felicité por sus próximas nupcias y me retiré a un punto discreto y reservado de la sala.
La casa de los Burgeois-Fantâme estaba situada en pleno centro parisino. Era una construcción, sin lugar a dudas, formidable. Una punzada de nostalgia -¡oh, siempre ella!- me atravesó, pues aquella maravillosa residencia me recordaba vagamente a la mía en la calle Höfster, allá un siglo antes, en la capital austríaca.
Pero, ¡qué descuido! Aquella noche era de celebración, y como autora del pequeño concierto, la amable familia Burgeois-Fantâme había venido a bien invitarme a la velada. Yo había pensado negarme, con una educada excusa. Sin embargo, ¿qué compositor no quiere escuchar sus propias obras interpretadas por una cuadrilla de cámara con tanta profesionalidad como la de los chicos del conservatorio?
Llegué a la hora señalada, y una mujer con la piel de color café y los ojos negros como dos pozos sin fondo me tomó amablemente el abrigo y me guió hacia el salón de té donde tenía lugar la recepción. Saludé a la familia, y estos me presentaron a algunos amigos que habían acudido a la fiesta de compromiso. La novia lucía reluciente, esplendorosa. El novio, poderoso y atractivo.
Esbocé una cálida sonrisa a ambos, les felicité por sus próximas nupcias y me retiré a un punto discreto y reservado de la sala.
Última edición por Carolina Van de Valley el Vie Sep 19, 2014 11:45 am, editado 1 vez
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
- Mensajes : 495
Fecha de inscripción : 19/01/2010
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Re: En fa menor -August Bertolt-
La distancia no era lo que convenía en aquellos casos, las dos primorosas mujeres que interrumpían con estruendoso elixir de alegría en el jardín trasero dónde espabilaba mis pesares me hicieron refunfuñar de manera sonora y peor fue el caso, cuando una de sus ideas más absurdas las habría llevado hasta mi -¿Es que no se presentará señor Bertolt al compromiso de nuestra prima segunda?- señaló la más joven, la describía como una chiquilla que no alcanzaba ni siquiera la pubertad, sus protuberancias apenas y se asomaban haciendo énfasis en su edad tan prematura: sin embargo, sus hormonas se alzaban como un juego de sube y baja del cual yo huía con galantería. Ambas hermanas asomaban su interés en un hombre maduro que prefería las compañías más perversas. Pronto sus caras angelicales se enrollaban en muecas y jugueteos que ignore mientras erguía mi postura -Doncellas, el día es joven y la noche lo es aún más ¿qué no tendrían que estar en sus habitaciones arreglando sus respectivas galas?- mencione intentando evadir mi responsabilidad con aquellas dos muchachitas que allanaban mi jardín sin vergüenza alguna –¡Por supuesto! Pero nuestra madre ha decidido que vestidos luciremos, debería ver nuestros listones…¡Me emociona tanto presenciar un compromiso y mucho más una boda! Si yo fuese mayor y más linda…-intentó insinuar una de ellas sin mucho éxito –Podríamos lucirlos para usted cuando nos encontremos en la celebración- terminó la mayor quién finalmente se detuvo a mis ojos –Os veremos más tarde señor Bertolt, no olvide que nuestro futuro primo es quién mejores negocios lleva con usted, no lo irá a decepcionar ¿verdad?-.
Aquello, era la obligación que se empuñaba en mis manos, mi libertad por influenciar otras corrientes dentro de los negocios dependían de un joven que distaba de mis objetivos principales, aún así, mis labios se mantuvieron cerrados, las palabras no escurrían entre estos y mis pensamientos jugueteaban a través de las posibilidades más inhóspitas –volvería una vez más- a fungir como la cabeza que maquinaba cualquier opción para deshacerme del compromiso.
Al cruzar el umbral de la ostentosa casa en el centro de París con la compañía de la oscura mujer, las miradas se postraron en mi -¿acaso mi razón era tan poderosa como para obligarme a dejar mi soledad tras esa mansión en la zona más lejana del centro?- el primero en acercarse fue el hombre que me estudiaba con sutileza, lentamente sus manos se alzaron como muestra de saludo un tanto cordial, pero a simple vista lucia incomodo y disconforme -Bertolt, August Bertolt, que sorpresa es tenerlo con nosotros, bienvenido, es un halago para nosotros su presencia- y con justa razón lo insinuaba, pues la abnegación por tener el menor contacto con el exterior era una costumbre habitual. Sus ojos confundidos rodaron entre la habitación leyendo cuanto rostro era posible leer, entre los murmullos era posible apreciar la tonada de una melodía que acaparaba a sus escuchas, sin embargo, estos se detenían a divagar en menesteres peores que los de sus propios objetivos.
Fue ahí que la mirada del ermitaño se suspendió en la figura de una dama distante entre la muchedumbre, bajo las sombras ésta se escondía anunciando su anonimato a la diversidad, a la hipocresía que se movía entorno a las lenguas de sus adinerados anfitriones, a lo que por inercia perseguí su objetivo con la curiosidad de la cual es poseedor cualquier mortal.
-Admiro el valor de quienes de manera osada anteponen sus propios placeres…- me permití señalar manteniendo mi distancia ante la extraña mujer.
Aquello, era la obligación que se empuñaba en mis manos, mi libertad por influenciar otras corrientes dentro de los negocios dependían de un joven que distaba de mis objetivos principales, aún así, mis labios se mantuvieron cerrados, las palabras no escurrían entre estos y mis pensamientos jugueteaban a través de las posibilidades más inhóspitas –volvería una vez más- a fungir como la cabeza que maquinaba cualquier opción para deshacerme del compromiso.
Al cruzar el umbral de la ostentosa casa en el centro de París con la compañía de la oscura mujer, las miradas se postraron en mi -¿acaso mi razón era tan poderosa como para obligarme a dejar mi soledad tras esa mansión en la zona más lejana del centro?- el primero en acercarse fue el hombre que me estudiaba con sutileza, lentamente sus manos se alzaron como muestra de saludo un tanto cordial, pero a simple vista lucia incomodo y disconforme -Bertolt, August Bertolt, que sorpresa es tenerlo con nosotros, bienvenido, es un halago para nosotros su presencia- y con justa razón lo insinuaba, pues la abnegación por tener el menor contacto con el exterior era una costumbre habitual. Sus ojos confundidos rodaron entre la habitación leyendo cuanto rostro era posible leer, entre los murmullos era posible apreciar la tonada de una melodía que acaparaba a sus escuchas, sin embargo, estos se detenían a divagar en menesteres peores que los de sus propios objetivos.
Fue ahí que la mirada del ermitaño se suspendió en la figura de una dama distante entre la muchedumbre, bajo las sombras ésta se escondía anunciando su anonimato a la diversidad, a la hipocresía que se movía entorno a las lenguas de sus adinerados anfitriones, a lo que por inercia perseguí su objetivo con la curiosidad de la cual es poseedor cualquier mortal.
-Admiro el valor de quienes de manera osada anteponen sus propios placeres…- me permití señalar manteniendo mi distancia ante la extraña mujer.
August Bertolt- Humano Clase Alta
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 22/06/2014
Re: En fa menor -August Bertolt-
Notaba algunas miradas posadas sobre mí: unas contenidas, otras, no tanto. Las damas de aquella sala me atacaban con puñales ópticos porque bien no estaban satisfechas con mi presencia allí, pues la audacia de que una mujer se ganase la vida -¡y en el mundo de la música, ni más ni menos!- por su propio hecho y cuenta no podía quedar sin perdón. Claro que, estas señoras pertenecían a una época pasada, a un orden totalmente distinto, donde la mujer era el perfecto florero. Mis ambiciones iban por otros derroteros.
Afortunadamente, los tiempos estaban cambiando, y la Revolución prendía París -y con ella, toda Europa- de nuevos aires de cambio. Las damiselas más jóvenes (algunas tanto que todavía no habrían llegado ni a la mocedad) habían acudido en un amable grupo de tres a charlar. Yo les contesté con afabilidad, pero sin salir de la distante cortesía que marcaba un auto como ese.
Nuevos invitados se unieron a la soirée. Todos ellos caballeros, en apariencia. Luego habría que comprobar si su nombre y apellido traspasaban sus bonitas levitas de lino, sus bastones de marfil y sus sombreros de copa. "¡Pero qué descreída te has vuelto últimamente, Carolina Van de Valley!", me reproché a mí misma. ¿Acaso no se merecían aquellos caballeros y damas un voto de confianza?
Una voz me sacó de mis reflexiones. Un gentleman (permitiéndome emplear el término que los franceses habían tomado prestado de sus vecinos ingleses) de armoniosas y nobles facciones. Me tomé un momento para contemplarlas y analizar al joven.
-¿Y qué le hace pensar que esto no es para mi un placer? -contesté, en un suave y amigable tono reprobatorio. No sabía que mi rostro pudiera revelar tan claramente el hastío que me provocaban las reuniones sociales. Ni de niña, en la vieja casa de campo de los Van de Valley, allá en las afueras de Viena, podía mantener la boca cerrada más de unos segundos sin que esta se me abriese de pura hartura.
Afortunadamente, los tiempos estaban cambiando, y la Revolución prendía París -y con ella, toda Europa- de nuevos aires de cambio. Las damiselas más jóvenes (algunas tanto que todavía no habrían llegado ni a la mocedad) habían acudido en un amable grupo de tres a charlar. Yo les contesté con afabilidad, pero sin salir de la distante cortesía que marcaba un auto como ese.
Nuevos invitados se unieron a la soirée. Todos ellos caballeros, en apariencia. Luego habría que comprobar si su nombre y apellido traspasaban sus bonitas levitas de lino, sus bastones de marfil y sus sombreros de copa. "¡Pero qué descreída te has vuelto últimamente, Carolina Van de Valley!", me reproché a mí misma. ¿Acaso no se merecían aquellos caballeros y damas un voto de confianza?
Una voz me sacó de mis reflexiones. Un gentleman (permitiéndome emplear el término que los franceses habían tomado prestado de sus vecinos ingleses) de armoniosas y nobles facciones. Me tomé un momento para contemplarlas y analizar al joven.
-¿Y qué le hace pensar que esto no es para mi un placer? -contesté, en un suave y amigable tono reprobatorio. No sabía que mi rostro pudiera revelar tan claramente el hastío que me provocaban las reuniones sociales. Ni de niña, en la vieja casa de campo de los Van de Valley, allá en las afueras de Viena, podía mantener la boca cerrada más de unos segundos sin que esta se me abriese de pura hartura.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 19/01/2010
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